Al pie de la torre Eiffel - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Al pie de la torre Eiffel E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Al pie de la torre Eiffel es una crónica de viajes de Emilia Pardo Bazán en la que relata tanto un viaje a Francia como la visita a la Exposición Universal de 1889.-

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Emilia Pardo Bazán

Al pie de la torre Eiffel

 

Saga

Al pie de la torre Eiffel

 

Copyright © 1899, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726685237

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Es propiedad. – Queda hecho el depósito que marca la ley.

PRÓLOGO

A LA PRESNTE EDICIÓN

La fecha en que,—estimulada por el inmerecido favor que el público no ha cesado de dispensar á estas Crónicas, – me determino á darles cabida en la colección de mis Obras completas, es, mediante casual coincidencia, la misma en que á toda hora, en toda conversación, en periódicos y libros, en el Congreso, en el Senado, y no hay que decir si en el extranjero, está puesto á discusión y sometido á implacable crítica lo que han dado en llamar prestigios del Ejército español. Así lo quiere la lógica de nuestras desdichas, y así la fuerza de la realidad ha roto convencionales mutismos y barrido estereotipadas fórmulas.

A ser menos española, caería en la tentación de alegrarme viendo, no confirmados, sino sobrepujados hasta un límite que espanta, mis juicios de diez años hace, y aplicado por los sucesos cruel correctivo á la tempestad de brutales injurias que estos juicios desencadenaron contra mí; pero de estos triunfos de egoísmo no acierto yo á extraer sino hondas tristezas,—así como de las injurias sólo extraje inconmensurable desprecio.—Se me acercan ahora muchas personas y me dicen la frase de más melancólico sonido: “¡Razón tenía V.! ¡Cómo profetizó V. entonces!” Y ven con sorpresa los que me interpelan así, que yo — incapaz de rectificar una tilde cuando la agresión me recrudece el sentimiento de independencia inherente á la dignidad profesional del escritor,—en las actuales circunstancias, lejos de engreirme con el apoyo de la opinión—que está llegando á extremos de censura jamás presentidos, hasta imposibles de presentir en 1889,—aparezco inclinada á no juzgar al Ejército de mar y tierra con más rigor que á otras instituciones, clases y organismos de nuestra enferma y decaída patria.

A la luz de la catástrofe hemos reconocido nuestras deficiencias nacionales, no sé si lo bastante para querer enmendarlas, de fijo lo suficiente para que ellas nos expliquen el doloroso misterio. Principio es de curación el conocimiento del mal, y los verdaderos patriotas fuimos siempre los que en vez de fomentar candorosas ilusiones, solíamos, hasta donde nos lo permitían nuestras fuerzas, señalar el daño y despachar la amarga medicina de la verdad desnuda. Los resultados del sistema de mentira y ficción á la vista están y nos han costado los ojos de la cara, el rubor de las mejillas y el puesto entre las naciones semifuertes, relegándonos, sabe Dios por cuantos siglos, á última fila, sin brindarnos la compensación de la dulce obscuridad y el modesto bienestar que disfruta Suiza, verbigracia. ¡No dormirá sin pesadillas la ex-señora de dos mundos!

¿Qué tanto de culpa toca al Ejército en el desastre? Para deslindar bien este punto habría que escribir voluminoso informe, con datos y documentos. Como no he de realizar la tarea que compete á los futuros historiadores, sólo sé repetir lo que exclamé á cada descalabro, á cada capitulación, á cada derrota que nos costaba una escuadra ó una colonia magnífica, sin darnos el consuelo de costarle al enemigo sangre suficiente para empapar un pañuelo de narices.—Tengo por vulgar y absurdo creer que en Bailén ó Lepanto eran valientes todos los españoles, y en Cavite ó Santiago de Cuba lo contrario. Lo racional, lo que la inteligencia admite es que el valor individual, aun en grado heroico, es una cantidad que en la guerra sólo arroja total apreciable si se suma á la buena organización, á la previsión, á la pericia, al acierto y firmeza en el mando, á la aplicación de los adelantos científicos, á la solidaridad nacional, al vivo sentimiento de una responsabilidad inmediata, con una sanción rigurosa y electiva, no embarazada por contemplaciones de ningún género.

Casi indiferente el país á las contingencias de las guerras mientras la veía lejos de la Península; desatentados los Gobiernos que pudieron evitarlas y no quisieron, temerosos de perturbaciones infinitamente menos importantes (para España se entiende); resuelto de antemano que fuésemos á la derrota, cuanto más completa y rápida mejor—si hemos de prestar fe á reiteradas versiones—no debíamos esperar renovación de fazañas épicas, y era llegado el instante de preguntar, como Leopardi á Italia:

Dove e la forza antica?

Dove glï armi, il valore é la constanza?

Chi ti discinse il brando?

chi ti tradí.....?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Maravilloso parece (y demostrativo de las energías latentes de la raza) que en tales condiciones no hayan faltado almas generosas esclavas de su deber, rasgos de belleza, rastros de claridad envueltos en el inmenso negror de la catástrofe. Nos consta que se ha luchado, que se ha sufrido, que quizás se ha deseado luchar y sufrir más aún, y que no únicamente el soldado—materia dispuesta al sacrificio y á la cual sólo es menester infundir la forma—pudo en ocasión menos infausta dar bizarra muestra de sí. Me autorizan para profesor este relativo optimismo, entre el letal pesimismo que nos abruma, dos cosas que prestan mérito de absoluta sinceridad á mis afirmaciones: el desdén y olvido de viejos agravios, y la independencia de criterio propio de mi sexo. La mujer, cuando piensa, opina y emite su opinión, no se ve obligada como los hombres políticos á lisonjear y á incensar á las instituciones que representan la fuerza. ¡Cálculo del temor que espero ha de salirles mal á los gobernantes si lo extreman en detrimento del derecho, llevándonos á estados peores todavía que el actual, hijos de la flaqueza y engendradores de la opresión; estados que no justificaría ni la victoria!

Las páginas que figuraban como Epílogo de mis Crónicas, y ahora inserto á continuación de este Prólogo, harán comprender cuanto voy escribiendo á los que hayan olvidado cierto curioso episodio de mi vida literaria. Entonces, como ahora, creía yo que no pueden las colectividades sustraerse á la crítica ni declararse inviolables é infalibles, y que el medio único de conservar intacto prestigio no es ejercer presión sobre los pareceres ajenos, sino en el propio organismo estrecha policía, selección y hasta eliminación inflexible. Esta eliminación, —conveniente á la parte sana, á los que cumplen los deberes de una profesión que impone el culto del honor, como el sacerdocio impone la práctica de otras virtudes—sólo estorba y molesta á los que han menester tapar con la capa de la colectividad las faltas y manchas del individuo. Gritan por honra colectiva los que no traen muy floreciente la personal; y en cambio, el que la lleva clara y limpia, no se hace á gusto solidario de las ajenas acciones. Yo supongo — es un ejemplo tomado de mi propio caso — que al oficial de Estado Mayor que sea incapaz de escribir folletos grotescos contra una dama, no le hará gracia maldita que le apliquen los méritos del oficial de Estado Mayor que cuenta en su brillante hoja de servicios tal proeza.

No he de decir más sobre el tan asendereado asunto, remitiendo al lector al antes Epílogo, que ahora figura á continuación de este Prólogo. Me resta advertir que he suprimido en la presente edición algunos capítulos de las Crónicas, porque versan sobre temas de literatura francesa ó española, que en otros trabajos y con mayor detenimiento y reflexión he tratado después. Asimismo he procurado recortar superfluidades y personalismos que en la crónica periodística se excusan y en el libro desdicen. He respetado lo esencial,—una impresión fuerte, vivaz y espontánea del París de la Exposición, y un relato de viaje que todavía, á pesar del tiempo transcurrido, hay quien tiene la bondad de leer gustoso.

 

Emilia Pardo Bazán .

EPÍLOGO

DE LA PRIMERA EDICIÓN

Este libro, y su hermano el titulado Al pie de la torre Eiffel, se compone de crónicas, en su mayor parte escritas con destino á la prensa americana. Baste advertirlo para que las personas enteradas de cómo se forja el trabajo periodístico, excusen los defectos en que abundan los dos tomos y comprendan que no pueden ser obra de observación profunda, de seria y delicada análisis, de fundada doctrina, ni de arte reflexivo y sentido, elaborado en los últimos camarines del pensamiento ó en las delgadas telas del corazón. La necesidad de escribir de todo, y deleitando é interesando, aunque se traten materias de suyo indigestas y áridas, obliga á nadar á flor de agua, á presentar de cada cosa únicamente lo culminante, y más aún lo divertido, loque puede herir la imaginación ó recrear el sentido con rápida vislumbre, á modo de centella ó chispazo eléctrico. En crónicas así, el estilo ha de ser plácido, ameno, caluroso é impetuoso, el juicio somero y accesible á todas las inteligencias, los pormenores entretenidos, la pincelada jugosa y colorista, y la opinión acentuadamente personal, aunque peque de lírica, pues el tránsito de la impresión á la pluma es sobrado inmediato para que haya tiempo de serenarse y objetivar. En suma, tienen estas crónicas que parecerse más á conversación chispeante, á grato discreteo, á discurso inflamado, que á demostración didáctica. Están más cerca de la palabra hablada que de la escrita. Ley aplicable en general á todo el periodismo, y particularmente al que ha de leerse en la América del Sur. En esos países de cultura naciente y tan robusta ya, el libro de procedencia europea corre y se busca tanto ó más que en las mismas tierras donde se escribe y publica: el libro se compra á fin de instruirse, el diario para recrearse: lo que se pide, pues, al cronista es la personalidad y el atractivo, el brillo y aun la petulancia, que distinguen su crónica rauda y volante del volumen maduro y sesudo, erudito y oneroso, venal ya en todas las librerías y con puesto indicado en los estantes de todas las bibliotecas.

Por otra parte, gracias á la distancia, cosas familiares aquí para los lectores, de las cuales se dice lo muy suficiente con dedicarles alguna pasajera alusión, en América (si ha de entenderlas el público) hay que presentarlas de un modo punzante y contundente, á veces hiperbólico, y siempre aspirando á conseguir aquella cualidad que, según Byron, era esencial á la belleza femenina, y en mi entender lo es á la prensa—la animación.

De haber sido escritas para público americano, origínase también una falta ó exceso de estas crónicas: cierta galofobía acentuada en la forma aunque templadísima en el fondo. En efecto, la epidermis del espíritu se irrita á veces y la irritación superficial dicta censuras que con suma facilidad pueden convertirse en arranques de impaciencia: arranques pasajeros, que la reflexión corrige, sin evitar que se reproduzcan ante nuevos estímulos, cuando desprevenido el ánimo y en actividad la pluma, acuden á ella conceptos no meditados, lo que en francés se llama boutades y en castellano genialidades. Yo no lo niego: aunque nacida en un país del Noroeste, soy al pronto impresionable como cualquier Tartarin; pero creo que bajo la hoguera está la nieve, y que en las capas profundas de mi espíritu reina la calma: hasta advierto en mí acentuada propensión á ver el pro y el contra de muchas cuestiones, á cruzar la espada con el escudo, buscando justicia entre el apasionamiento de ataque y defensa. Por eso á sangre fría, deseo rectificar, no resulten mis crónicas un libro misogallo, ó antifrancés, que diríamos aquí. Bien quiero á mi patria: sin embargo, ¿qué tiene que ver este cariño natural, instintivo y fuerte, con denigrar por sistema á país alguno? ¿Qué se consigue con negar el hecho patente de que muchísimas naciones saben, pueden y valen más que nosotros, y nos aventajan en cultura, en arte, en ciencia, en salubridad intelectual, en vida? Contraería seria responsabilidad si ayudase á inducir á mis compatriotas en el error de que Francia, aunque semejante á nosotros en ciertos defectos de carácter, de los cuales he de repetir siempre in hoc non laudo, no es una nación de primer orden civilizador, y no obraríamos cuerdamente estudiando lo mucho que en ella merece estudiarse, conocerse, imitarse, respetarse y admirarse inclusive.

La Exposición, triunfo moral y manifestación briosa de lo que Francia emprende y consigue, no debe en conciencia servir de pretexto para denigrarla. Conviene que lo declare, porque sentiría que se confundiese el lenguaje apasionado y rápido del cronista con la opinión segura que se forma de los sucesos, cuando, consumados ya, calmado el estrépito que ocasionan, los aprecia tan sólo nuestra conciencia imparcial. Si en América conviene excitar un poco la fibra del afecto hacia España, en España importa aclarar el pensamiento hasta la transparencia, evitando que los que leen aprisa traduzcan ad libitum y afirmen que, en mi concepto, Francia es un buñuelo, y los franceses, porque nos conocen mal y se enteran poco de nosotros, ya no entienden palotada de cosa alguna. No, y siempre no. Francia ni puede ser nuestra aliada política, ni cabe que la adoptemos por modelo exclusivo, imitándola servilmente en todo; pero esto no quita para que sea una grande, poderosa, ilustrada, activa y fuerte nación: plegue á Dios que algún día podamos afirmar de nosotros mismos, con fundamento, otro tanto.

* * *

Aparte del tono un poquillo arrogante y misogallo, que declaro más bien necesidad retórica que expresión de un concepto reflexivo, tienen mis crónicas otros muchos lunares, especialmente si no se las considera como tales crónicas, sino como libros de letu. ¿Qué le importa ya á nadie en España la escapatoria de Boulanger, la agitación promovida por sus partidarios, el proceso que contra el presunto dictador instruyó la alta Cámara parisiense? De sobra comprendo que todo ello ha caducado para el interés de los lectores españoles, perteneciendo únicamente á la historia definitiva. Los sucesos evejecen pronto, y si acaso fuera más tolerable el vestir hoy como Ana de Austria que como un figurín de hace treinta años, también fuera más airoso y socorrido hablar de Turena ó Marceau que de Boulanger. Con todo, el cronista tiene que aprovechar esa actualidad momentánea y efímera, y servirla á su público calentita, hirviendo, espolvoreada de sal ó de azúcar, y á veces hasta de pimienta ligera. En el libro se ve luego la inconsistencia de tales merengadas. La autora la conoce clarísimamente, lo cual no le sirve de consuelo.

Aun por eso—me dirán—no debió haberlas reunido en volumen: mejor fuera dejar los recortes de papel que se ranciasen y se hiciesen polvo en algún cajón de los que sirven á los autores para esconder pecados añejos, dramas nonnatos, versos ripiosos y argumentos ó planes de novela que se quedaron en agua de cerrajas. A lo cual respondería yo con varios argumentos, acaso insuficientes para la justificación, pero al menos impulsivos y determinantes para la acción. Habiéndose publicado mis crónicas en diarios de la América latina que aquí no circulan, bastantes amigos de los que leen con infatigable benevolencia cuanto escribo, me pedían prestados los recortes, y como me fuese difícil proporcionárselos, me instaban á que hiciese una edición, alegando que ningún libro se había publicado en España sobre el asunto del Certamen internacional, y que el mío podría ser grato á mis constantes lectores, consiguiendo algún éxito y muy buen despacho. De la misma opinión fue mi inteligente y animoso editor, el Sr. Manso de Zúñiga, fundador de la importante casa La España Editorial; y los hechos justificaron el dictamen de editor y amigos, pues la tirada copiosa del primer tomo ya se encuentra punto menos que agotada, al mes y medio de haber visto la luz. Excusa suficiente me parece ésta para el autor, aunque el crítico severo que dentro llevamos todos frunza el ceño..... y ojalá lo desfrunciese otras veces, cuando sudan las prensas libros míos de elaboración más detenida.

* * *

No menos trasnochada y fiambre que el proceso del general Boulanger (si es que alguna vez estuvo fresca y en punto) es la cuestioncilla provocada por este libro, de la cual voy á decir, por ineludible necesidad, breves palabras. La tal cuestioncilla, que no me resuelvo á llamar militar, me parece asaz insignificante para entretener con ella largo rato al público, que, como dicen nuestros vecinos, n’aime pas q’uon l’embête, y detesta á los escritores posmas que atribuyen gigantesta importancia á sus rencillas y preocupaciones personales. El caso fue—para despachar y no hablar en jeroglífico – que dos párrafos del primer tomo de mis crónicas, los contenidos en las páginas 183 y 184, ocasionaron algunas que no sé si llame protestas, procedentes de algunos que no sé si llame oficiales del Ejército: y adopto este tono hipotético y dubitativo, porque realmente, como sólo dos de los artículos ó sueltos que con tal pretexto vieron la luz están firmados, de los restantes, anónimos y, en su mayoría, de grosero é insultante estilo, bien cabe dudar si los escribieron militares ó paisanos, ya que no consta el nombre de los autores. Al principiar el alboroto, un diario de provincia echó á volar la noticia de que á causa de mis apreciaciones iban á demandarme de injuria y calumnia los oficiales de la guarnición de mi pueblo natal, Marineda en la geografía novelesca, la Coruña entre las capitales de provincia españolas. Cuando recogieron la especie, por su extrañeza, los periódicos madrileños, y La Época dedicó un artículo muy gracioso y cortés á la hipótesis de mi enjuiciamiento criminal, juzgué llegado el caso de dirigir á este último periódico unas cuantas líneas desmintiendo autorizadamente el canard y adelantando algo de lo que pensaba escribir en este epílogo sobre el asunto. Decía en mi carta á La Época, que para saber si la noticia de la demanda ante los tribunales tenía algún fundamento, ó era, como yo pensaba, una paparrucha que la escasez de asuntos interesantes hizo recoger á un periódico local, me había dirigido á la autoridad militar, Sr. Sánchez Bregua, suponiendo que acuerdos de esa índole no los toman por sí y ante sí los subordinados; y que el Capitán general del distrito me contestaba que no sabía nada, ni había llegado á oidos suyos la menor noticia que á semejante proyecto pudiera referirse. Y enseguida añadía yo, sobre poco más ó menos, lo siguiente:

Dos hechos me han sorprendido en este asunto. El primero, que se fijase la atención del público en quince ó veinte renglones de estilo entre humorístico y censorio, intercalados en una obra que ni por su índole ni por su procedencia aspira á competir con la tan famosa del marqués de Santa Cruz de Marcenado. No creo que los militares que tengan uso de razón — y me apresuro á añadir que son muchísimos — abriguen la pretensión de declararse colectivamente inviolables. Escritores y periodistas juzgan y hablan de todo, según les place y entienden, en uso de un derecho estricto, siempre que respeten el límite sagrado de la vida privada y la dignidad personal. Obras literarias, teorías científicas, instituciones, leyes y creencias, han sido y serán discutidas mientras haya pensamiento y pluma, y por lo tanto, no basta formar parte de la milicia para pretender cercenar los fueros de la razón humana. Si la censura es desautorizada ó injusta, ya caerá de suyo; pero poner dique á la imprenta y grillos al pensamiento, no está en mano de nadie, ni lo conseguirá en nuestro siglo individuo ó colectividad alguna. Cuando tal absurdo pudiera imponerse militarmente, volveríamos á los tiempos del pretorianismo, á la era infausta de los Otones, Cómodos y Didios Julianos, restableciendo una especie de inquisición armada, peor que la de marras mil veces. Con efecto— y esto lo agrego ahora, pues en La Época no lo decía — si fuese verdad que no se puede imprimir cosa alguna que en opinión de varios individuos de una clase puede molestar poco ó mucho á esa clase, sin correr el riesgo de verse el varón atropellado y la mujer blanco de incalificables libelos, yo creería que vivíamos en pleno régimen de fuerza, en las peores épocas de la historia, en un período en que la justa libertad y el sentido moral habían emigrado juntos á otro planeta. Coacción serían, en efecto, el ataque á mano armada ó la provocación, actos que sólo deben realizarse con grave motivo, según aquel noble lema de las hojas toledanas que dice “no me saques sin razón ni me envaines sin honor„; y coacción serían también, terrible para un espíritu pusilánime, las injurias y las vociferaciones, aunque procediesen de muy bajo lugar, y sólo pudiesen, en buena ley, mover á risa. Quien manda en su albedrío con dignidad racional, conserva siempre, no sólo la inquebrantable energía de la convicción, sino el propósito de no faltar á la equidad en ningún caso. Deseosa de mostrar este espíritu de templanza, me juzgo obligada á consignar aquí, para satisfacer á ciertas preguntas de mis amigos, que á pesar del tono de algún escrito que contra mí se ha publicado, no se ha ejercido tentativa de chantage; no se me ha pedido dinero ni amenazado privadamente, como sucedió hace años á varias señoras de Barcelona y Valencia. Muéveme á declarar esto la justicia, que se debe hasta al más vil de los hombres; hasta á un licenciado de presidio.

Claro está que el Ejército, en su inmensa mayoría, en las figuras que lo caracterizan y aun en la masa que lo compone, supongo que probablemente ni se ha enterado de estas menudencias: porque ¿quién me asegura, insisto en ello, que sean oficiales la infinidad de señores que se han puesto conmigo á media correspondencia, ellos escribiéndome cartas impresas y yo no contestándolas? Así se lo manifestaba al público en las columnas de La Epoca, añadiendo que la circustancia de que el foco inicial de la supuesta indignación fuese mi propia ciudad natal, Marineda, me hacía presumir que bajo la capa de la protesta militar debía de ocultarse algún personal resentimiento de esos cuyos móviles y causas nadie ignora en la vecindad, y fuera todo el mundo presume. Y decía también que el incidente me recordaba cierta historia que me refirieron, acaecida á una dama aficionada, como yo, á las letras, en una capital de provincia. Recibía esta señora en sus reuniones á dos rancheros literarios, aunque oficiales del Ejército. Tuvo el uno de ellos la mala idea de leer una noche, como suya é inédita, una poesía que no era ni lo uno ni lo otro; y habiéndole puesto en compromiso la buena memoria de la sorprendida dama, y sucediendo después que otros versos, que acaso tampoco fuesen suyos (por más que lo parecían), no obtuviesen premio en un certamen que presidió la misma señora, el nuevo Ercilla renovó también el juramento de Aníbal contra las escritoras, y lo cumple siempre que puede sin grave riesgo y metiendo en danza á otros más estólidos todavía que él. Del ranchero segundo me contaron que se figuró que aquella señora compartía la dulce é irresistible hilaridad con que acogió el público un su drama, y á la primera ocasión se desató contra ella, persuadido de que no había moros en la costa. Cuando un individuo de la familia de la dama le llamó al terreno en que los caballeros corrigen á los procaces, nuestro ranchero recordó con emoción que era padre de familia, suscribió un acta digna de archivarse en un Museo de nuestras glorias, y hubo de retractarse en la misma hoja de berza donde publicara sus desahogos. La historia parece inverosímil, y yo me resistí á creerla; pero me aseguraron que existen muchas personas asistentes á la reunión en que leyó sus versos el ranchero número uno, y que han leído el acta del ranchero número dos. Agregaba yo que casi siempre las indignaciones proceden de historietas análogas.

* * *

Me ratifico, aunque parezca machaquería, en que todo lo que voy diciendo no reza con el Ejército español, y declaro—pues conviene que se sepa—que los únicos renglones impresos que se han publicado con firma de oficiales, y son dos cartas de los Sres. La Guardia y Barado, se mantienen en los límites de la corrección, y por esto y porque estampan su nombre, miro á sus autores como personas regulares y estimables, y puedo—yo que jamás he mandado á la imprenta un renglón sin firmarlo—cruzar con ellos algunas frases, lo más cortas posible, (á fin de que no parezca que hacemos aquí de un cirio un monumento.)

Señor La Guardia: usted, en su carta,—publicada en La Correspondencia— manifiesta creer que yo entiendo principalmente de modas. Bueno: y entonces ¿por qué atribuye usted tan exagerada transcendencia á mis opiniones en otras materias? Lo que yo escriba de asuntos militares—aunque no fuese un rápido inciso—¿vale la pena de que usted llene tres columnas en un periódico que casi nunca recibe artículos extensos? Otra cosa: usted que admite el empleo de la sátira, pues en su carta adopta tono satírico, ¿rechaza acaso el humorismo en las crónicas periodísticas? Si no lo rechaza, y está en sus medios intelectuales el entenderlo, ¿cómoun señor que parece tan discreto va á figurarse que yo censuro á los oficiales españoles porque contraen nupcias y tienen sucesión? ¡Ah señor La Guardia! Por muchos años la tengan, y sea numerosa y masculina, para defensa y prez del patrio imperio.

Y usted, señor Barado,¿no cree en el fondo de su alma que mis ataques (si lo fuesen) al Ejército español no piden refutación tan pronta y eficaz como otros que por venir de personas doctas y entendidas en la materia y que visten uniforme, pudieran efectivamente amenguar su prestigio? ¿No entiende usted que, verbigracia, el libro reciente del Sr. Lapoulide ¡Pobre España! donde se dice textualmente que “el sistema militar de España forma un conjunto zurcido á retazos, muy costoso para el país y lo menos útil posible”; donde este distinguido escritor vaticina y pinta con colores que asustan y entenebrecen el espíritu el desastre de nuestras armas en el caso de una guerra, reclama mayor atención que mis cortas y desautorizadas líneas? ¿No opina usted también que aquel artículo que en La España Moderna vino á corroborar el de usted, artículo titulado Lo que es y lo que debiera ser el Ejército, y que lleva la firma Arcadio L.de la Cámara, donde, entre otras cosas muy graves, se asegura que “al cuerpo de la milicia española le falta algo que no acertaré á definir concretamente, pero que se traduce por falta de cohesión, de respetos, de entusiasmos,’’ y que el ejército vive hoy “con vida menguada, como organismo de discutible utilidad, ó si se quiere, como instrumento de respeto,” y que “la familia militar aparece hoy falta de medios para alternar con las demás clases sociales, obscurecida, puesta al nivel de las que en último lugar dependen del Estado;” que “el militar es hoy ni más ni menos que un empleado cualquiera,” etc., etc.; no opina usted, repito, que este artículo, escrito al parecer por sastre que conoce el paño, es más acreedor á que usted se emplee en desmentirlo, que mis insignificantes líneas? Yo, Sr. Barado, no puedo menos de creer que usted, en este caso, obedeció, mejor que á los impulsos de su iniciativa, á eso que llaman espíritu de cuerpo, que en cierto modo le imponía á usted la obligación de aplicar triaca al veneno destilado quizás—no le duela la afirmación—por el artículo de usted y por el que le sirve de escolio recargando el cuadro. ¿Y no es extraño asimismo que persona tan avisada y entendida como usted, que debe tener alguna idea de la legislación de imprenta, se haya tragado buenamente el canard de la denuncia, siendo así que á la mera lectura de los párrafos en cuestión resultaba claro como la luz del día que no hay allí materia denunciable ni aun para el leguleyo de peor fe?

Discurramos con la buena fe que nos caracteriza, Sr. Barado. Yo aprecio mucho á bastantes distinguidos oficiales del Ejército, entre los cuales si no hay razón para que cuente admiradores, como usted afirma, sé al menos con certeza que tengo algún excelente amigo. A mí me duele y me repugna mortificar ó zaherir á nadie por inadvertencia, pues de propósito no cabe que lo haga jamás. Si para el dicterio soez, cuya hilaza veo patente, soy de un mármol que desprecia, para el lastimado decoro soy de mantequilla de Soria. Por mí no quisiera que nadie pudiese juzgarse agraviado, en ninguna ocasión ni lugar. Que no fue mi ánimo inferir ofensa, pruébalo hasta el descuido con que cité á usted de memoria, equivocando el contexto de uno de sus párrafos: tan aprisa escribí, en una fonda, donde no tenía más libros que la Guía Bædeker. Usted no puede dudar que yo, y cualquiera que disponga de quince días y una regular facultad de asimilación, defiende el dictamen menos fundado y lo robustece con pruebas y citas de autoridades competentes: en el caso actual, con sólo repetir sin comentarios lo que ustedes un día tras otro dicen de sí mismos, ya tendría tela cortada: me guardaré de obrar así: creo que el escritor, si lleva dentro un átomo de vocación, aunque modesta, perseverante, no escribe según el azar de las discusiones y las contradicciones que suscitársele puedan: va derechamente adonde le guía su propósito, y puesta la mano en el arado no vuelve la cabeza atrás. Es cuanto tenía que contestar á usted, y cuanto le ruego que repita á los señores oficiales á quienes han herido en sus más vivos sentimientos, según usted afirma, mis dos páginas; por supuesto, siempre que esos señores oficiales practiquen, como no dudo que practicarán, aquel hermoso aforismo militar del General Galvis: “La energía no reside indudablemente en las palabras, sino que se manifiesta por hechos: y éstos, la mayor parte de las veces, están en razón inversa de las baladronadas intempestivas, groseras y rídiculas”. ¡Ah! Y dígales también —si no le enoja tanto encargo—que mi libro Al pie de la torre Eiffel va á ser reimpreso en castellano y traducido al francés: y que me duele muy de veras no seguir mi natural impulso suprimiendo los párrafos que han podido molestarles, como lo haría inmediatamente á no haberse alzado el vocerío insultante y amenazador, que de fijo, más aún que en mis oídos, habrá resonado penosamente en el alma de esos pundonorosos y corteses señores oficiales.

CARTA 1

¡FRANCIA! AQUEL PARÍS.....

Madrid, 7 Abril.

 

Si yo no conociese bastante la gran capital de Francia, ¡qué emoción experimentaría al encontrarme, como quien dice, puesto el pie en el estribo para salir hacia hacia ella, con objeto de escribir del magno acontecimiento, la Exposición Universal de 1889!

Quien nunca vió á París, sueña con la metrópoli moderna por excelencia, á la cual ni catástrofes militares y políticas, ni la decadencia general de los Estados latinos, han conseguido robar el prestigio y la mágica aureola que atrae al viajero como canto misterioso de sirenas. Para el mozo sano y fuerte, París es el placer y el goce vedado y picante; para el valetudinario, la salud conseguida por el directorio del gran médico especialista; para la dama elegante, la consulta al oráculo de la moda; para los que amamos las letras y el arte, el alambique donde se refina y destila la quinta esencia del pensamiento moderno, la Meca donde habitan los santones de la novela y del drama, el horno donde se cuecen las reputaciones... y, por último, para los políticos, el laboratorio donde se fabrican las bombas explosibles, el taller donde se cargan con dinamita los cartuchos y los petardos que han de estallar alarmando y consternando á Europa... París (lo único vivo en toda Francia) será siempre, y más si se mira desde lejos, la ciudad madre que cantó Víctor Hugo; “fuego sombrío ó pura estrella, araña que supo tejer la inmensa tela en que las naciones vienen á enredarse; fuente de continuo atestada de urnas que esperan el agua vivificadora, donde las generaciones acuden á apagar su sed de Idea”. (De esto de vivificadora responda Hugo).

Años después de muerto el excelso poeta, y á tiempo que su fama empieza á palidecer bajo el implacable sol de la crítica, todavía conmueve, en vísperas de un viaje á París, leer aquel fragmento de sus Voces interiores, donde expresa con tal energía el papel providencial de París en los destinos europeos. “Cuando París,” dice, “pone manos á la obra, arrebata á los demás pueblos (por felices y valientes que sean) sus leyes, sus costumbres, sus dioses; y en el candente yunque de colosal taller, funde, transforma y renueva esa ciencia universal que robó á la humanidad.”

“Después de tan gigantesca labor, devuelve á los pueblos atónitos sus cetros, sus coronas, sus sistemas y preocupaciones, torcidos y abollados ya por las manos vigorosas de París. ¡Ah! París es — sin saberlo — el depósito de las fasces como el de los incensarios; cada mañana eleva una estatua, cada noche apaga un sol; con la idea, con la espada, con la realidad, con el sueño, reconstruye, clava y erige la escala que une al cielo con la tierra, y edifica — en este escéptico siglo—una Babel para todo hombre y un Panteón para todo numen. Ciudad envuelta en una tormenta continua, que día y noche despierta á la vasta Europa al tañido de la campana y al redoble del tambor, y que noche y día zumba á su oído como enjambre de abejas en el bosque. ¿Y qué sería del rumor del mundo el día en que tú ¡oh París! enmudecieras?„

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Nunca mejor ocasión de repetir estas estrofas del ilustre anciano; parecen hechas expresamente para saludar la apertura del gran Certamen internacional que al tañido de la campana despierta á toda Europa, y para servir de himno á la Babel contemporánea. Tampoco encontraremos mejor coyuntura de meditar las frases que Víctor Hugo consagra á la futura destrucción de París; á esa época venidera en que el Sena correrá silencioso y pálido entre olvidados y solitarios escombros, y en que de todo el esplendor de la antigua Lutecia quedarán sólo dos torres de granito construídas por Carlomagno y un pilar de bronce erigido por Napoleón. En efecto, si París dista mucho de haber llegado al caso de inspirar canciones del género de la malamente atribuída á Rioja sobre las ruinas de Itálica, es indudable que su estrella se obscurece desde la caída del Imperio, proscripción de la estirpe napoleónica y triunfo de Prusia.

Al comparar los resultados internacionales de la primer Exposición Universal francesa y la que hoy se anuncia, vemos clarísima la verdad de esta observación. Nótese cuál fue la actitud de las naciones al recibir el convite para tomar parte en la liza. Alemania, desde lo alto de sus victorias, y mostrando su perseverancia en la línea de conducta política que se ha trazado, contesta muy clarito á la nota de Flourens que no le es posible acudir, y que ni oficial ni extraoficialmente estará representada en el Certamen. Austria-Hungría, con menos sequedad, pues siempre se ha preciado de cortés, pero con igual escrúpulo, declara que si facilitará á sus industriales y artistas medios de acudir y lucirse, no puede tener representación oficial. Italia, con su coquetona impudencia de bella meadica, sonriendo, alega que es muy pobre, y que, mediante razones económicas, no le es factible estar representada tampoco. Inglaterra, correcta y prudente según costumbre, aduce la fecha del Centenario que ha de conmemorar la Exposición para abstenerse; mas como al fin es el país de la actividad y la iniciativa individuales, el lord Alcalde no vacila en aceptar la presidencia del Comité de la Exposición, y la industria inglesa pide en el Campo de Marte, para su instalación, la friolera de doce mil quinientos metros de área. Rusia misma, la gran simpatizadora, la aliada resuelta de Francia, no se determina á comprometerse enviando un comisario oficial; y si privadamente se mueve y coopera todo lo posible llevando al Certamen el atractivo de su arte oriental, de sus curiosas costumbres y sus típicos productos, delante de gente no permite rozar el armiño del imperial manto con la escarapela tricolor del sans culotte parisiense.— ¿Y España?

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España merece párrafo aparte. Si consideramos á Francia, se nos presentan dos problemas, el industrial y el político: el primero es de datos claros y fácil solución. Con ningún estado de Europa realiza España mayor cantidad de transacciones que con el francés; con ninguno está en más inmediato contacto, ni tiene mayor interés en conocer sus medios de adelanto y perfeccionamento industrial para establecer hasta donde quepa una competencia lícita, que nos emancipe de muchas tutelas y redima en parte el formidable censo de cerca de trescientos millones de pesetas anuales que pagamos á la nación vecina por importación de artículos que aquí no sabemos aún fabricar, ó á los cuales no hemos acertado á imprimir sello propio y gracia moderna. Nosotros, que dominábamos en mejores tiempos el arte de la cerámica, prescindimos de nuestra loza y encargamos vajillas á Limoges y á Sèvres; nosotros, que poseímos el secreto de las más ricas sederías, despreciamos el damasco de Valencia por el paño de Lyon; nosotros, que en forjar y cincelar el hierro eclipsábamos á los florentinos adornamos nuestras casas con bronces y níqueles franceses; nosotros, que cebamos en Galicia los más orondos capones y en Granada el más suculento pavo, dejamos salir de España todos los años ¡cuatro millones de pesetas! gastados en pulardas del Mans, en patos gordos gansos y faisanes. Pero así y todo, Francia nos compensa, tomando nuestros caldos, desde el añejo Valdepeñas al dorado Jerez, los minerales de nuestras sierras, el corcho de nuestros alcornocales, el aceite de nuestros olivos, la suave lana de nuestros borregos. De modo que no es Francia para nosotros una enemiga industrial; quien lo será en breve, y terrible, si Dios no lo remedia, es Alemania, que nos exporta poquísimo y á bajo y ruinoso arancel— escasamente doce millones anuales,—y nos saca noventa y cinco por bujerías de cuarto orden, de lo más inferior que puede verse en nuestros bazares y en nuestras tiendas de bisutería y quincalla. ¿Qué ha de esperar España, en punto á ventajas comerciales, de una nación populosa y vasta, amiga de empinar el codo y donde, sin embargo, sólo se consumen nuestros vinos por valor de dos millones quinientas mil pesetas? Nuestros vinos, néctares amasados con fuego del cielo, perfumados con fragancia de azahar, tintados con oro derretido, tan diferentes de los aceitosos jugos de las viñas del Rin, los cuales, á guisa de muchacha clorótica que se pinta las mejillas, necesitan que el color del cristal les disimule la palidez? Yo los prefiero, es verdad; pero hay quien se indigna al ver el desastre de los vinos españoles.

Industrialmente, no cabe duda: estamos al lado de Francia más bien que al de Alemania, y las complacencias de nuestro Gobierno con el del Canciller en la cuestión de aranceles, no nos han reconciliado con el país de los juguetes de plomo y los alcoholes amílicos. Políticamente.... ya es harina de otro costal.

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Políticamente, si Francia no es ya nuestra adversaria, tampoco es una amiga segura. Latina, sí.... pero la frase pueblos latinos es muy elástica. España lleva en las venas más sangre finesa, fenicia, celta, semítica ó goda, que romana: España hubiese estado antes al lado de Aníbal que al de Escipión, y era más que latina cartaginesa: España tiene mayor afinidad con Francia por el lado céltico que por el latino, el cual en ambas naciones representa la opresión extranjera y la conquista. Y evitando remontarnos á edades tan lejanas y á tan nebulosos períodos,—siempre Francia ha sido la piedra en que tropezamos, la fosa en que caímos, la enemiga declarada ó embozada, y en este último caso más funesta, que acechó nuestras desventuras para explotarlas, que observó nuestros lados débiles para herirlos, y que nos quitó con pérfida habilidad, como el que realiza un acto premeditado y un plan maduramente concebido, y aprovechando nuestro inconcebible descuido, la hegemonía de los pueblos que por no llamar latinos, llamaré romanizados. Mediante los manejos de Francia perdimos un riquísimo florón de nuestra corona, Portugal, y á poco perdemos otros dos no menos ricos, Cataluña y Navarra. Por Francia, nos hubiésemos quedado sin nombre ni nacionalidad á principios de este siglo; y la espantosa energía que contra la invasión desplegamos, prueba cumplidamente que en el fondo de nuestra conciencia existía el convencimiento de que al rechazar á los franceses rechazábamos la absorción. La hoguera del odio no se ha extinguido por entero después de sesenta y siete años. Aún en las masías de Cataluña el nombre de francés suena de siniestro modo, y aún en las bodegas de Castilla os enseñarán con orgullo la inmensa cuba de vino cuyo mérito y paladar consiste en tener francés, es decir, en que en su fondo yace el esqueleto del granadero de la vieja Guardia chapuzado allí por el más feroz patriotismo.

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Concretando: las naciones se han mostrado con Francia reservadas y frías, otorgándole tan sólo lo que dentro del derecho internacional no podían negarle. La misma Bélgica, especie de retoño ó prolongación del Estado francés, con el cual lleva excelentes relaciones y sostiene el comercio más activo, no se atrevió á salirse del campo de la neutralidad, y trató de quedar bien echando un requiebro á la bandera francesa, á la cual llamó arco iris del progreso; Holanda imitó la conducta del país belga; Suecia torció el gesto; Rumania, por no ser menos, tampoco quiso enviar representación oficial; y ¿qué más? hasta China se mostró para Francia remilgada y desdeñosa. El activo de adhesiones explícitas quedóse reducido á los Estados jóvenes, impúberes casi, como Grecia, Servia, Monaco (jóvenes algunos de puro viejos, y otros resueltamente viejos ya y sin esperanzas de renovación; por ejemplo, Marruecos y Egipto); al evolucionista Japón, que no pierde coyuntura de asomarse á Europa, y á todas las Repúblicas de la América meridional. La del Norte no ha sido tan franca: á despecho de su papel de centinela avanzado, manifestó diplomática reserva, á fin de no desafinar en el concierto de las naciones.

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Es evidente el carácter político de tan mascada abstención. A la Francia monárquica ó imperial, nadie la desairaba, Francia no ha sabido ó no ha podido curarse de sus aficiones de propagandista, ni renunciar oportunamente á su oficio de mecha encendida y aplicada sin cesar al barril de pólvora de las revoluciones. Un siglo va á cumplirse desde que á los gritos de la multitud derribó la vieja y sombría Bastilla; un siglo lleva demoliendo, y no se ha cansado. Parécele que no agitó lo suficiente al mundo; aún se estremecen sus entrañas con movimientos convulsivos, y al pronunciar las palabras de “paz, trabajo y concordia,” duda de sí y no se cree apta para realizar plenamente tan halagüeña divisa. Este lema es pura fórmula mercantil. Nada violento persiste; y así como España, para respirar y vivir, tuvo que renunciar á sus pronunciamientos y sus guerras civiles, Francia necesita dejarse de revoluciones. La actitud de las potencias se funda en la fecha del Centenario que la Exposición conmemora, la demolición de la Bastilla: para unas habrá motivos, para otras pretexto; para todas razón suficiente. Viene muy á pelo recordar aquí otros versos de Víctor Hugo, una estrofa de los Cantos del crepúsculo.