2,99 €
Durante el verano y el otono de 1922 Proust llevo a cabo modificaciones finales en el manuscrito de Albertine desaparecida. Excepto para contados contemporaneos - su hermano Robert, Jacques Riviere y Jean Paulhan -, este hecho habria quedado ignorado.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2017
Marcel Proust
Albertina desaparecida
Capítulo primero
¡Y así, lo que me figuraba que no suponía nada para mí, representaba ni más ni menos que toda mi vida! Cómo nos ignoramos. Urgía poner fin a mi sufrimiento; cariñoso conmigo como mi madre con mi abuela moribunda, con esa buena voluntad que se pone en no dejar sufrir al ser querido, me decía a mí mismo: «Ten un segundo de paciencia, hallaremos remedio, tranquilízate, no te dejaremos sufrir así. Todo esto no tiene ninguna importancia porque la haré volver en seguida. Examinaré los medios, pero de un modo u otro ella estará aquí esta noche. Conque inútil preocuparse». «Todo esto no tiene ninguna importancia», no me limité a decírmelo, procuré dar esa impresión a Françoise no dejando que nada se trasluciese. Era tal la costumbre que tenía de que estuviese conmigo Albertine y, de repente, veía un nuevo rostro de la Costumbre. Se me había antojado hasta el momento un poder aniquilador que suprime la originalidad y hasta la conciencia de las percepciones; la veía ahora como una terrible divinidad, tan asociada a nosotros, tan incrustado su insignificante rostro en nuestra alma, que, de desprenderse, de apartarse de nosotros, esa deidad que apenas distinguíamos nos inflige sufrimientos más tremendos que ninguna, pasando a ser entonces tan cruel como la muerte.
Lo que más urgía era leer su carta, puesto que quería estudiar los medios de hacerla volver. Los sentía míos pues, al ser el futuro lo que no existe sino en nuestro pensamiento, nos parece aún modificable merced a la intervención in extremis de nuestra voluntad. Pero al mismo tiempo recordaba que había visto actuar sobre él fuerzas ajenas a la mía contra las que me había sentido impotente, aun disponiendo de más tiempo. ¿De qué sirve que no haya aún llegado la hora si nada podemos hacer sobre lo que ha de acaecer? Cuando Albertine estaba en casa, me hallaba firmemente decidido a mantener la iniciativa de nuestra separación. Y se había ido. Abrí su carta. Se expresaba en estos términos: