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Alegría no quiere ser como su madre. Ha crecido al borde de un abismo y se aferra a sus estudios y a su trabajo para no caer en él. Pero llega Mario, criado a base de golpes y humillaciones, tan fuerte y a la vez tan frágil. Abraza como un rosal, que huele bien y se clava en la piel. Al primer pinchazo, Alegría intenta zafarse, pero el rosal se ha transformado en zarza. Ya no sabe salir. Ese mundo nuevo —de camaradería adolescente, tardes en la piscina y descubrimiento del sexo—, se convierte en prohibido porque a ella ya no le corresponde mundo alguno: ella ya es solo un elemento, una posesión más, en el mundo de Mario. Miguel Ángel Carmona del Barco construyó la voz de Alegría tras un largo proceso de inmersión que le llevó a entrevistar a once mujeres víctimas de violencia de género. Con una prosa luminosa, magistral, directa y vehemente, recrea con una fidelidad hiriente la génesis de una relación de maltrato. Nosotros, impotentes, como vecinos que escuchan tras un tabique, solo podemos asistir a la lucha desigual y esperar, página tras página, a que la presa se reconozca como tal y escape. Alegría obtuvo el XXIV Premio de Novela Ciudad de Badajoz, otorgado por un jurado compuesto entre otros por Fernando Marías, Luis Alberto de Cuenca, Paloma Sánchez-Garnica y Juan Manuel de Prada. En el fallo se destacó la inmensa fuerza narrativa de su protagonista, un personaje real y potente, que hace de Alegría una novela de ficción pensada para ayudar a entender la realidad.
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Seitenzahl: 402
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Miguel Ángel Carmona del Barco (Monesterio, 1979) es licenciado en Humanidades y diplomado en Biblioteconomía y Documentación.
Ha publicado KUEBIKO (Pre-Textos, 2018), novela con la que obtuvo el XXXV Premio de Narrativa Vicente Blasco Ibáñez–Ciudad de Valencia (2017) y posteriormente premiada en el Festival du Premier Roman de Chambéry, en 2019, como la mejor ópera prima en español de 2018.
Ha publicado también el libro de relatos Manual de autoayuda (Salto de Página, 2016), que fue finalista del premio Setenil en 2016.
Actualmente dirige el Centro de Estudios Literarios Antonio Román Díez (CELARD), donde imparte talleres y cursos de escritura, y coordina varios programas de fomento de la lectura, como Club de Lectura Viva (www.clubdelecturaviva.com), y Libros como el Viento (www.libroscomoelviento.com). Además, imparte talleres de microrrelatos en el marco de las actividades del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura y en la Escuela de Administración Pública de Extremadura.
Además de los premios de novela mencionados y de numerosos premios literarios de relatos, Alegría obtuvo el XXIV Premio de Novela Ciudad de Badajoz (2020).
Alegría no quiere ser como su madre. Ha crecido al borde de un abismo y se aferra a sus estudios y a su trabajo para no caer en él. Pero llega Mario, criado a base de golpes y humillaciones, tan fuerte y a la vez tan frágil. Abraza como un rosal, que huele bien y se clava en la piel. Al primer pinchazo, Alegría intenta zafarse, pero el rosal se ha transformado en zarza. Ya no sabe salir. Ese mundo nuevo —de camaradería adolescente, tardes en la piscina y descubrimiento del sexo—, se convierte en prohibido porque a ella ya no le corresponde mundo alguno: ella ya es solo un elemento, una posesión más, en el mundo de Mario.
Miguel Ángel Carmona del Barco construyó la voz de Alegría tras un largo proceso de inmersión que le llevó a entrevistar a once mujeres víctimas de violencia de género. Con una prosa luminosa, magistral, directa y vehemente, recrea con una fidelidad hiriente la génesis de una relación de maltrato. Nosotros, impotentes, como vecinos que escuchan tras un tabique, solo podemos asistir a la lucha desigual y esperar, página tras página, a que la presa se reconozca como tal y escape.
Alegría obtuvo el XXIV Premio de Novela Ciudad de Badajoz, otorgado por un jurado compuesto entre otros por Fernando Marías, Luis Alberto de Cuenca, Paloma Sánchez-Garnica y Juan Manuel de Prada. En el fallo se destacó la inmensa fuerza narrativa de su protagonista, un personaje real y potente, que hace de Alegría una novela de ficción pensada para ayudar a entender la realidad.
Alegría
ÁNGEL CARMONA DEL BARCO
XXIV PREMIO DE NOVELA CIUDAD DE BADAJOZ
Primera edición: octubre del 2021
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
C/ València, 241, 4.º
08007 Barcelona
www.alreveseditorial.com
© 2021, Miguel Ángel Carmona del Barco
Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria
© de la presente edición, 2021, Editorial Alrevés, S.L.
ISBN: 978-84-18584-25-1
Código IBIC: FA
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
Un jurado compuesto por Luis Alberto de Cuenca, Paloma Sánchez-Garnica, Fernando Marías, Manuel Pecellín y Juan Manuel de Prada concedió a la obra titulada Alegría, de Miguel Ángel Carmona del Barco, el vigesimocuarto Premio de Novela Ciudad de Badajoz, que fue convocado por el Excelentísimo Ayuntamiento de Badajoz.
A vosotras, que me contasteis vuestra historia,y sabéis quiénes sois.
Los personajes de esta novela son ficticios y su historia no se corresponde con la de ninguna persona real. Los espacios en los que se desarrolla la trama son, sin embargo, lugares que existen o han existido, a excepción de las direcciones de domicilios concretos.
El cuerpo se ciñe a los hechos.
ALICE MILLER
Jueves, 6 de julio de 1995
Salgo a la calle en vaqueros y top. La mini la llevo en el bolso para cambiarme en el almacén. Cuando cojo la calle Fuerte, me parece oírle venir, pero no es él. Es el Mono —que tiene otra Derbi Variant— con su pierna tiesa y la muleta atravesada, y una radio cogida con alambres al manillar, con Camela a toda leche. El cuñado va de paquete.
—Te llevo, reina —me dice, parándose a mi altura.
—Tus muertos, cojo.
—Puta.
A mi izquierda, entre las traseras del Altozano y la autopista, hay un descampado con un caserón en ruinas que la gente llama «la casa portuguesa». Allí llevan los tíos a las calentorras. A veces se ven motos aparcadas, medio tapadas por una morera gigante de donde mi hermano y yo cogíamos hojas para nuestros gusanos de seda que se nos morían, un año sí y otro también, porque nunca nos acordábamos de ellos después de hacerse capullos.
Miro para allá y me da que escucho reírse a esa pingo con la que se pasea últimamente —nada más que para hacerme rabiar— calle arriba, calle abajo, sentada de lado en la moto, como las portuguesas. Lo mismo hasta es portuguesa.
Es imposible que la escuche, pero yo la escucho y me digo: «Alegría, te estás volviendo loca». Y me los imagino refregándose entre los cascotes y las jeringas y los balones pinchados y los restos de hogueras: ese cuerpino canijo de muñeca entre sus manazas…, y noto yo sus caricias, sus besos, su olor… Y ya no escucho los insultos del Mono ni los gargajos de su cuñado; solo los gemidos de ella y la respiración de él, y los gruñidos cuando ella le mete la mano en el pantalón. Se me mezclan los celos con el fuego que me sube por las piernas y se me para ahí; y entonces se me escapa un poco de pipí. No tengo ganas, pero me noto las bragas mojadas. Es raro. No me había pasado nunca, o no tanto, por lo menos. Me muero de la vergüenza. Hay dos hombres en la puerta de la Reme bebiéndose una litrona y fumándose un porro. Me miran como si hubiesen visto lo que he estado imaginando, como una película. Uno me tira un beso. El otro le dice:
—Acho, tú, que es una cría.
—Ya le cabe.
Los dos se ríen dejando escapar el humo a rachas, como barcos de vapor, y yo echo a correr de vuelta a casa para cambiarme de bragas.
En los cinco minutos que he estado fuera, se han ido todos. O eso creo, porque cuando empujo la puerta de mi habitación me encuentro a mi hermano de espaldas. Se da la vuelta. Tiene su pito enano, tieso y rojo en la mano. En la cama están mis bragas desperdigadas.
—¿Qué haces, guarro? Se lo voy a decir a mamá.
Él se me echa encima y me aplasta contra la pared. Mi hermano es enorme y tiene la fuerza de un gigante. Me escucho preguntarle qué hace, otra vez, pero ya llorando. Se me refriega hasta que da un espasmo y un grito que me deja sorda. Se separa de mí y nos quedamos los dos en silencio, sin movernos. Él me mira muy fijamente. Ya no está desencajado. Ahora tiene como miedo. Me acaricia la cara. Está llorando. Hay un niño chico ahí dentro. Le empiezo a pegar puños en la cara y a insultarle. Le digo «retrasado», «subnormal», «ojalá te mueras» y «ojalá te mueras» y «ojalá te mueras», y él no se inmuta. Me deja que le pegue. Me siento en la cama y me pongo a doblar mis bragas. Él sale de la habitación y vuelve con un rollo de papel higiénico. Me lo tiende. Tengo una mancha en el top. Cojo el rollo y se lo tiro a la cara. Le da de lleno, cae al suelo y rueda hasta la puerta, dejando un camino blanco.
—Ojalá te mueras —le digo, saliendo de mi habitación en dirección al baño.
Al día siguiente
Viernes, 7 de julio de 1995
Mi madre me ha dicho que como cuente por ahí lo de mi hermano me mata. Que no me vista como una puta porque, si no, me lo acabará haciendo alguien de fuera. ¿Se supone que eso es peor? Después me ha dado un guantazo.
—¿Y eso a qué viene? —le he preguntado, llorando de rabia.
—Me he enterado de que estás trabajando en una discoteca.
—¿Yo?
—No seas mentirosa, que te doy otro. ¿Sabe tu jefe que tienes dieciséis años?
—Yo qué sé.
—¿Cuánto te paga?
—Tres mil pesetas por día.
—Pues si quieres seguir trabajando, me das dos mil, o si no, voy y lo denuncio.
—No te lo crees ni tú.
Me pega otro guantazo. Me arde la cara.
—Como me vuelvas a tocar se lo digo a mi padre.
—Hala. Corre —dice, riéndose con los dientes podridos—. Pero ve así vestida, que vas a ver lo que te hace. Lo de tu hermano te va a parecer un chiste.
—No me extraña que te pegara.
—¿Qué dices, hija de puta?
Echo a correr a la puerta.
—Tú misma te lo dices.
—Verás de que vuelvas esta noche. Como no me traigas mis dos mil te voy a dejar en carne viva.
—Eso si vuelvo.
—Mete ahí la «t». No, ahí no. Aquí, aquí.
Selene no me hace ni caso. Ella es una máquina jugando al Tetris. Hace un par de meses, antes de que acabara el curso, se picó de boquilla con una que era la máxima de los Recreativos Player. No la conocíamos, pero tenía mensajeros: venía uno en el recreo y le hablaba de ella y Selene le decía que, cuando quisiera, que la reventaba, pero que aquí en los Guadalupe, que ella no iba a ir a los Player. Y así unos cuantos días hasta que una mañana llegó el chaval y le dijo:
—Di un día y una hora. Dice que te revienta donde sea.
Quedaron un viernes por la tarde en los Guadalupe, que es la sala a la que vamos nosotras y que está al lado del Bárbara, que es el instituto donde entraremos después del verano. A Selene se le pusieron de corbata cuando empezó a ver motos: un millón de motos que llegaban en dirección contraria, desde la iglesia, con los escapes fosforito sonando como abejas del infierno. Por lo visto, la muchacha jugaba en los Player del Pirulo, pero era una maqui de las Malvinas de mucho cuidado. Se llenó toda la acera de motos. Parecía que venía la Madonna a jugar, pero una Madonna gitana.
A Selene, con lo miedosa que es, le temblaban las piernas. Nos criamos las dos en el Cerro, puerta con puerta —aunque yo, cuando lo de mi padre, me mudé a los Altozanos—, pero ella no pega para nada en el barrio. Y no es que yo hable mal de la gente del Cerro: hay gente buena, como en todos lados, pero a ella yo la vería en un sitio más pijito, donde la gente se hable mejor. Yo le digo que hay que tener la piel dura. Eso es de las pocas cosas que me enseñó mi padre. Pero yo la ayudo en eso. Yo no me corto un pelo. Y ella me ayuda un montón en el colegio. Como yo le digo: somos uña y esmalte.
Pues bien, temblando y todo como estaba, fue echar los cinco duros cada una y se les dieron la vuelta los ojos. Madre mía. No había visto jugar así en mi vida. Estuvieron como una hora o más. Había un ambiente de Barça-Madrid, pero bien. Y mira que algunos de los que estaban allí —el Yosu, que es primo de Selene, o los Chinarros, que son más malos que un dolor— habían tenido quimeras con los de las Malvinas. Pero allí nadie quería quitar los ojos de la pantalla, porque las piezas caían tan rápido que, en cualquier momento, un fallo podía hacer que una de las dos perdiese.
Y así fue. La de las Malvinas intentó meter una línea a la derecha del todo, pero se le quedó en el borde. Si la hubiera entrado, habría hecho cuatro de golpe. Pero se le quedó tiesa para arriba y ya no había manera de meter nada en ese hueco. Todos gritamos. Yo creo que nos dio pena, porque no queríamos que dejaran de jugar. Pero, cuando perdió, empezamos a saltar y a abrazarnos, y Selene lo único que decía era que no la moviéramos, porque ella estaba a lo que estaba, que era a pasarse la máquina y poner el récord lo más alto posible. Entonces se fue la luz, o eso pensamos, porque después miramos alrededor y la única máquina que se había apagado era el Tetris. Uno chiquinino, el Bolita le llamaban, se había metido en el hueco y había tirado del cable. Selene se le echó encima sin pensarlo. Le arañó la cara y le pegó tres o cuatro tortazos en cosa de segundos, hasta que alguien la cogió por los pelos y la tiró para atrás. Y ahí se lio pero buena. No nos dejaron volver a pisar los recreativos durante una semana. El dueño nos dijo que no nos quería ver nunca más por allí, pero hoy en día, con las consolas, no están las cosas para perder clientes, y a la semana mandó a uno a decirnos que ya podíamos volver.
—Ahora te viene un cuadrado, Selene.
—Ya.
Ahí escucho la Variant. Y esta vez estoy segura, porque no es solo el escape, sino el freno, que suena como una rata entallada.
—Ay, madre, Selene, que está aquí. Y con la pingo esa.
—Ale, tía, pasa de ese macarra. Si además es un viejo.
Sube las escaleras de la entrada despacio. Se para en el último escalón a darle fuego a una rubia agua oxigenada de Pardaleras. La Pingo va detrás, como los niños esos que les sujetan la cola del vestido a las novias. Da pena verla a la muchacha. La recordaba con mejor color de cara; ahora parece que se ha maquillado con ceniza. Mario no: él siempre tiene buena cara. Entra saludando. Mira a todos lados menos adonde estoy yo. Creo que lo hace queriendo, para ponerme de los nervios.
—¡Ale!
—¿Qué?
—Que me dejes cinco duros, tía.
—Toma.
Mario va hasta el mostrador y saluda al dueño con un apretón de manos. Después se vuelve para la Pingo y le dice algo. La Pingo saca el monedero y le da una moneda de mala gana. Él compra un par de cigarros y, con todo el morro del mundo, se viene para mí y me ofrece uno. Lleva unos Levi’s gastados, botas militares y una camisa negra de manga corta abierta hasta mitad del pecho con una cadenilla de oro sin colgante.
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes, que pedir a la pingo esa para comprar tabaco?
—Pero qué dices. La pasta es mía. Lo que pasa es que me la guarda ella.
—¿Por qué? ¿Debes dinero?
Selene, que está esperando a que termine la cuenta atrás del «Continue», se ríe y me dice al oído:
—¡Qué cara tienes, tía!
Yo me río también. Mario, con esa sonrisa de medio lado, que es como una tajada de sandía con las pepitas blancas, le da una calada al cigarro.
—No. Para que no se me pierda.
—¿Ella o el dinero?
—Mira qué graciosa… La pasta.
—Pues en el mercadillo venden una carteras de cuero con cadenita que seguro que te salen más baratas.
—Ya. Pero me gusta más el cuero de mi niña.
Me guiña un ojo y se da la vuelta.
—Qué asco de tío, por Dios —dice Selene, colocando ya las primeras piezas.
—Joder, qué arisca eres.
—Tía, no me dirás que te pone ese viejo.
—Tía, pero si tendrá veinte como mucho.
—Sí, en cada pata…
Me molesta que Selene me juzgue siempre. Está como por encima de todo. Nada es bastante bueno para ella: ni los profesores, ni mi trabajo, ni mi madre, ni mi padre, ni el barrio…
—Pues dile al príncipe ese que tienes escondido que me presente a algún marqués.
Se lo digo enfadada.
—¿A qué viene eso, tía?
—Vete por ahí.
En la puerta me ha parecido ver a mi prima Laura. Voy p’allá por despejarme. No me gusta discutir con Selene. Me da miedo perderla. En verdad, es mi única amiga. De camino, paso por el lado de la Pingo y escucho claramente cómo me dice «zorra». Me doy la vuelta y la miro desde lo alto. Me llega por la barbilla. Después miro a Mario.
—Pues le pones una cadenita a esta y listo. Tienes cartera y llavero: dos en uno.
Mario se ríe con esos dientes blancos y enormes. Tiene los labios como dos brochazos de pintura roja en una pared. La Pingo se vuelve hacia él y le pregunta, a punto de echarse a llorar:
—¿Es que le vas a reír las gracias también?
En la puerta, me pongo al lado de mi prima y tiro el cigarro a la acera.
—¿Qué haces fumando, prima?
—Ni una calá le he dao.
—¿Vamos a la Granadilla esta tarde? —me pregunta, aburrida.
—Tengo que trabajar a las diez.
—Pero antes.
—Ahora le pregunto a la Selene.
—Tráete a tu hermano también si quieres, que a ese le encanta la piscina.
—Ni muerta.
—¿Y eso? Antes no dabas un paso sin él. Me acuerdo de la que le liaste al Juanqui porque no te dejaba llevártelo al fin de año que hizo en su cochera.
—Ya.
—Vamos, que lo has criao tú.
—Sí, pero ese ya está criao.
La Pingo baja los escalones de la entrada disparada.
—¿Y esta, qué va, a apagar un fuego? —me pregunta Laura.
—Fuego el que lleva en el chumino.
Mario baja los escalones de un salto y se sube a la moto. La Pingo, que había andado ya un buen trecho, se da la vuelta. Se le caen unos lagrimones como puños y lleva todo el rímel corrido.
—Mario…
—¡Hala! ¿No dices que te vas? Pues puerta.
—Que no.
—¿Que no qué?
—Que no —dice como una niña chica, y empieza a andar hasta la Variant con la cabeza gacha. Cuando llega, se para al lado y le dice—: Dame un beso.
Mario le contesta:
—Sube, coño.
La Pingo se monta de lado. Mi prima Laura se ríe.
—Hostia, como las portuguesas.
—Lo mismo hasta es portuguesa —le digo.
Mario le da al pedal, pero la moto se ahoga y no termina de arrancar. Lo intenta dos o tres veces, y al final le tiene que decir a la Pingo que se baje y arrancarla al empujón.
—Menudo fantasma —dice Laura.
—Otra como la Selene. Pues a mí me pone, qué quieres que te diga.
—¡Cucha la Alegría! Di que sí, prima, que el amor es ciego.
—¿Tú crees? —le pregunto.
Ella tiene más experiencia que yo.
—O, por lo menos, tuerto —me contesta, y apura la colilla hasta el algodón.
—Pa’ lo que hay que ver, tampoco hacen falta los dos ojos —le digo.
—Ahí le has dao, prima.
A mí lo que me gusta es tirarme al foso y dejarme hundir. Ir cayendo despacino, soltando burbujas cada vez más pequeñas; ir escuchando los ruidos de fuera cada vez más bajito, más lejos, en la otra punta del mundo, a través de una caracola o del hueco de una escalera que no se acaba: yo abajo, en el sótano, y el mundo ahí arriba, donde la luz y el ruido.
Pero siempre se tira algún gordo cabrito que hace interferencias y entonces sigo escuchando los ruidos, pero ya no los distingo, y me entra ansiedad porque no sé qué es lo que está pasando en ese mundo que me aburre y me da entre pereza y asco, pero que es el mundo que hay. Lo contrario es la nada, y la nada me asusta, a quién no. La nada es la soledad de las cosas: es la esclava de oro que me regaló la yaya flotando en el espacio; es un coletero en el fondo de la piscina de madrugada, cuando ya no hay nadie.
Una vez, Laura me dijo que abriera mucho tiempo los ojos debajo del agua para que se me pusieran rojos porque así parece que has llorado y a los tíos les gusta. Y yo lo hice, como una imbécil, y vi a un chico que me gustaba del colegio y fui a hablar con él, y me dijo que cómo se me ocurría abrir los ojos ahí, «con la mierda que tiene ese agua»; que iba a coger una conjuntivitis de caballo. Y se puso sus gafas de bucear delante de mí y se tiró a la piscina con una espalda como una puerta, y a mí me dio por llorar, pero nadie podía saber qué parte del rojo era por el llanto y cuál por el cloro. Y eso fue lo que más rabia me dio.
Una vez, mi tía Palmira nos llevó a mi hermano y a mí a la piscina de la universidad y no me tocaron el culo ni una vez. Después, mi tía dejó de hablarle a mi madre o mi madre dejó de hablarle a mi tía y ya nunca más fuimos a esa piscina. Me acuerdo de que nos compró un Twister Choc a cada uno y nos los comimos sentados debajo de un cañizo, alrededor de una mesa de plástico donde los amigos de mi tía jugaban a la cuatrola y espantaban moscas. Después, con su carné de la piscina, cogió prestadas dos raquetas de ping-pong y jugamos toda la tarde porque se había estropeado el día y tampoco apetecía mucho bañarse. Se empeñó en enseñar a jugar al mastuerzo de mi hermano y al final consiguió que peloteara un par de golpes, y esa fue la última vez que vi reír a mi hermano de esa manera.
Mi tía Palmira no es la madre de Laura. Laura es prima segunda por parte de mi padre. Mi tía Palmira es o era administrativa en la universidad, y por eso podía ir a esa piscina. Se crio en la misma casa que mi madre; la quisieron igual, supongo; pero mi madre salió rana. Supongo que por eso se enamoró de mi padre, por su cara de sapo. El caso es que ni ella le convirtió a él en príncipe ni él a ella en princesa, sino que siguieron siendo rana y sapo por siempre jamás. Y ni fueron felices ni comieron perdices.
Mi tía Palmira tiene el pelo rizado y se ríe como una hiena. Tiene pecas, como yo. Es de esas mujeres que parece que llevan un ventilador en los pies para que se les mueva la melena, y que usan tacones de siete leguas y ropa de hombre, pero que son superfemeninas. Vi fotos de mi madre y ella, y eran dos gotas de agua. A lo mejor mi madre se siente más fea cuando la ve, porque le recuerda a ella cuando estaba bien, y por eso no la soporta.
Mi tía Palmira nunca me habló mal de mi madre. Al revés. Me contaba cosas que me hacían verla de otra manera cuando llegaba a casa, con otros ojos. O, más bien, me hacían mirarla sabiendo que ella no había sido siempre así, que en algún momento se le había roto algo dentro, pero que a lo mejor yo era capaz de ayudarla a arreglarlo portándome bien. Estuve muchos años intentándolo. Toda mi infancia. Pero no era capaz. Siempre acababa manchando algo, rompiendo algo, perdiendo algo… Era un desastre.
Le decía:
—Te he hecho una tortilla.
Pero ella no tenía hambre o me soltaba:
—Esos huevos eran para tu padre.
O le decía:
—Hay que pagar la luz.
Y ella me contestaba:
—¿Tienes tú el dinero?
Yo le contestaba que no con la cabeza, y ella decía:
—La puta niña.
O llegábamos del colegio y no había nadie en casa, y yo me ponía en plan maestra para que mi hermano hiciera las tareas, y le partía cuatro pastillas de chocolate y un cacho de pan. Y si se hacía de noche y no volvía ninguno de los dos, yo llamaba a casa de Selene porque nos daba miedo, y mi madre después me decía:
—Qué tienes tú que llamar a nadie, ¿eh?
Un día, mi padre nos recogió y nos llevó al Juguetes Bustamante de la autopista y le dijo a mi hermano:
—Elige un juguete.
Él eligió un G.I. Joe o un He-Man feo de esos. Después nos dejó en el portal y se fue a jugar la partida. Era el cumpleaños de mi hermano. Cuando subimos, no había nadie. Mi madre trabajaba entonces en una tienda, creo. Así que le dije que esperara en el salón. Puse los peluches sentados alrededor de una mesita baja que teníamos en nuestra habitación; dibujé una tarta en un folio y, con un ovillo de lana de mi madre, hice como guirnaldas que sujeté con papel celo a la pared, o con chinchetas, porque el papel celo se despegaba. No tengo ni idea de dónde me saqué esas ideas. Invitamos a Selene y a sus padres, y ellos le regalaron un Mortadelo, y mi hermano se lo pasó como los indios. Pero cuando llegó mi madre, me riñó por estropearle el ovillo que había comprado para hacerle el jersey que quería regalarle por el cumpleaños, aunque después habló con la madre de Selene —creo que la madre de Selene le riñó— y me pidió perdón y me dio un abrazo que me duró mucho tiempo, y hablo de años. Si me concentro, todavía me dura, en realidad.
De niña, con eso y con todo, mi madre era la más guapa del mundo para mí. Después, de un día para otro, como que abrí los ojos y la vi por primera vez. Fue así. Mi hermano estaba constipado. Tendríamos seis años él y siete yo. Cogí del botiquín una Couldina de esas efervescentes y se la puse encima de la mesa, y, al lado, el vaso de agua. Estábamos montando el belén, así que yo me puse a ayudar a mi madre con las figuritas. A ella le temblaba el pulso y siempre las tiraba todas. Entonces le oímos gritar. Fuimos para allá y le empezó a salir espuma por la boca. Nos creíamos que le había dado un ataque. Nunca había tenido uno, pero como él era así, pues yo pensé que le podían dar ataques. Y mi madre también, imagino. Mi madre solo decía: «¡La lengua!, ¡la lengua!», y yo no entendía si se refería a la mía o a la de quién. Pero como mi hermano se señalaba dentro de la boca con cara de pánico y mi madre no hacía nada, le metí la mano y le saqué lo que quedaba de pastilla.
En vez de echarla en el vaso para que se deshiciera, se la había comido como si fuera un caramelo y, al ir a beber agua, se le había empezado a deshacer en la boca. Le di más agua para que se le pasara. Él me abrazó y, como siempre, me dijo que me quería unas doscientas veces. Pero mi madre le cogió por el pelo, lo separó y le dio un bofetón. A mi hermano casi nunca le pegaba. A él lo teníamos como protegido. Yo veía bien que fuera así y no me preguntaba por qué a mí sí me zurraba y a él no.
—¿Te parece gracioso hacernos esa broma?
Yo le intenté explicar que él no lo había hecho queriendo, pero ella levantó la mano como para darme a mí y, después de pensárselo, se fue otra vez para el belén. Estuvimos sin hablar durante horas. Cuando ya estaba anocheciendo, con el salón a oscuras, porque nadie había encendido la luz, la escuché que dijo:
—Si le pasa algo a tu hermano, tu padre me mata.
Y yo supe, ya entonces, que aquello no era justo. Que mi madre no tenía que querer que a mi hermano no le pasara nada para que a ella no le pasara nada. Que eso no estaba bien. Y ahí la vi temblar más que nunca, y le vi arrugas que antes no le había visto, y ojeras, y vi la lata de cerveza en su mano, creo que por primera vez, y ya no dejé de verla nunca. Y no le dije nada, a pesar de que estuve pensando mucho tiempo qué decirle, porque no encontré palabras que tuviera permiso para decir. Y lo que más ganas tenía de decirle era: «Qué fea te has vuelto de repente, mamá».
—¿Quieres una raya? —me pregunta el Jordi cuando subo al almacén a por un Tab.
—No, gracias.
Le he dicho mil veces que yo no me meto. Pero a él le da igual. A él le gustaría que todo el mundo se metiera para no sentirse tan solo. Eso me lo ha contado él mismo, alguna noche que nos hemos quedado después de cerrar, yo tomándome un zumo, él bebiéndose la segunda botella de Ballantine’s.
Yo no creo que el pub dé para tanto gasto. Entra mucha gente, pero también hay clientes que se piden una Coca-Cola y se tiran aquí toda la noche. El Jordi dice que, desde que llegaron las pastillas, la gente bebe mucho menos alcohol, y que por eso ha tenido que subir la botella de agua a doscientas pesetas y cortar el agua del servicio. A mí todo eso me da igual, pero me gusta cuando me cuenta historias de su infancia en Barcelona. Se crio en la Barceloneta, entre putas y pescadores que le pagaban cinco duros por llevar en la bici el pescado a la Boquería. Tiene que ser alucinante bajar de tu casa y estar en la playa. Yo no me hubiera ido nunca de allí. Él dice que se vino por amor y que está a punto de perderlo todo por la cocaína. Dice eso, y entonces saca la bolsita y echa otra raya encima de la barra, y a mí me parece que está llorando, pero no estoy segura porque no levanta la vista.
—¿Quieres? —me pregunta.
—No, gracias.
Hoy no ha salido del almacén en toda la noche. Dice que está deprimido, pero yo creo que lleva ahí desde ayer. Así que en la barra grande estamos solas Angustias y yo, aunque a ella le gusta que le digan Anyi. El Jordi se moría de risa el primer día que trabajamos juntas: «Alegría y Angustias; Angustias y Alegría: la vida misma», dijo. En la barra pequeña está Nene, que, además de servir copas, pincha la música y creo que vende algo. En la puerta, a partir de la medianoche, se pone un segurata como un armario ropero.
Solo Anyi sabe que no tengo los dieciocho. Yo creo que el Jordi se lo huele, pero le da un poco igual. Su mujer sí que me lo preguntó, así que le mentí. Ella es la que lleva los papeles y las cuentas, y, si no fuera por ella, esto sería un desastre. Pero la verdad es que aparento los dieciocho. Tengo más tetas que Angustias y soy casi tan alta como ella. Y como estamos todos en negro, no nos han pedido el carné para nada.
De nueve a once estamos solas y Nene nos pone la música que queremos: yo le pido El Último de la Fila y Nene se ríe porque dice que no me pega nada. Selene y yo escuchamos El Último desde que éramos chicas, por su padre, que es fan. Anyi le pide siempre la pedorra de la Pausini, que te entran ganas de cortarte las venas con el cuchillo del pan. Igualmente la cantamos las dos y nos reímos un montón. Ese rato de la noche no lo cambiaba yo por nada.
Yo no bebo nunca, pero hoy necesito dejarme ir, así que le digo a Anyi que me eche un chorrito de Bacardí en el Trina de limón. Me sabe igual y no me noto nada, pero me da por hacer la tonta. Me sale muy bien la morsa, así que me meto dos pajitas en la nariz y, aprovechando que el suelo está todavía limpio, me revuelco. Recuerdo a mi padre haciéndolo unas Navidades. Se cortó con un cristal que había en el suelo y mi madre le curó y le puso una venda. Él le dijo que la quería, muy cerca de la cara. Mi madre siguió mirando el vendaje, muy concentrada, como si no lo hubiera escuchado, pero lo habíamos escuchado todos. Es de los pocos recuerdos que tengo de él en familia, aparte de los del final.
Antes de venir, mi madre me ha dado un beso. Cuando estaba lista para salir, la veo plantada en medio de la puerta de la calle y pienso: «Esta me va a montar el pollo», pero igual tiro pa’lante diciendo: «Que se quite, que se quite». Pero no se ha quitado, y la veo que está sonriendo. Levanta la mano, con ese temblique de gelatina, y va y me acaricia las pecas, como cuando era chiquinina. Me ha partido un rayo por dentro.
—Mi niña —me dice.
Estaba borracha.
—¿Y a esta qué le pasa ahora? —he preguntado yo al aire, como si hubiera alguien más allí, na’ más que pa’ joderla, pero ella me coge de la barbilla, con mucho cuidado, aunque con esos dedos que raspan como lijas, y me obliga a mirarla.
—Qué poco te he enseñado, Alegría.
—Y qué mal me elegiste el nombre.
—No. Eso sí que no. Ese nombre es lo único bueno que he hecho en la vida.
—Pues cómo será el resto.
—Aunque me hables así, yo sé que me quieres.
Qué fácil hubiera sido decirle que la odio como solo se puede odiar a una madre. Pero me sentía el corazón como un gotero, desangrándose poco a poco.
—¿Vas a saber arreglártelas con lo poco que te he enseñado? —me ha preguntado.
—Me has enseñado mucho, mamá. Me has enseñado todo lo que no quiero ser en la vida. Así que puedes emborracharte tranquila. Yo me cuido.
—Algo es algo. —Me da un beso en la frente. Tengo que sujetarme para no abrazarla. Después se quita de en medio y abre la puerta. Cuando paso, va y me susurra al oído—: Tráeme mis dos mil o prepárate.
A las once se dejan caer los niñatos, alguna pareja, los militares de los chupitos… Ángel y su pandilla suelen llegar sobre las doce. Se ponen siempre en mi parte de la barra. Aunque yo esté atendiendo y Angustias esté libre, ellos me esperan. Ángel siempre me da dos besos. Huele a Jean Paul Gaultier. Yo no he visto a un hombre más educado en mi vida. Calculo que tendrá unos treinta y tantos, pero bien cuidado, de gimnasio, siempre afeitado. Se ve que ha tenido una buena vida. Si alguno de sus amigos me dice una bordería, él le corta el rollo pero rápido. Me trata como a una reina. A veces se pasa. A las chicas tampoco nos gusta que nos tengan entre algodones. Mi prima Laura dice que un punto canalla siempre da vidilla. Yo no estoy muy de acuerdo, pero ella tiene más experiencia que yo.
A eso de la una, con el pub ya a reventar, aparece por la puerta la mujer del Jordi. Es alta, rubia y más joven que él. Lleva una blusa turquesa de raso, amplia, brillante, y, a pesar de eso, se le notan las pedazo de tetas que tiene. Anda como una yegua. Tiene el pelo muy corto, porque se acaba de curar de un cáncer. No sé de dónde saca las fuerzas esta mujer, pero es un torbellino. Sube al almacén y, cuando está en la puerta, todavía en las escaleras, baja otra vez corriendo y le hace una señal a Angustias para que se acerque y le dice algo. Angustias descuelga el teléfono, pero al momento saca veinte duros de la caja y me dice:
—Tía, que al Jordi le ha dao un jama. Vete a la cabina y llama a una ambulancia.
—¿Y el teléfono de aquí?
—Está cortao.
Cuando salgo, lo primerito que veo es a Mario. Está sentado en la Variant. No hay ni rastro de la Pingo. Me voy para él y se baja de la moto.
—Llévame a la cabina de los Alféreces.
—¿Ni «hola» siquiera?
—¿Me vas a llevar o no?
—Bueno, bueno. Sube, anda. Menudos humos.
Acelera de golpe y me tengo que agarrar.
—Cuidadito —le digo.
—Tú apriétate.
—Ya te gustaría.
Pero tenerlo aquí, tan pegado, tan en medio, me hace querer estrujarme. No lleva colonia. Respiro fuerte en su nuca: descampado, hoguera, gasolina y Boomer de fresa ácida. Me agarro a su camiseta y apoyo la cabeza en su espalda.
—Es para no despeinarme.
—Por mí como si te duermes ahí, reina.
Otro con lo de «reina». Esperaba algo más original.
—¿Cuántas reinas tienes?
—Muchas de copas, pero ninguna de corazones.
A la vuelta, la Pingo le está esperando. Él se sube a la acera y para en la puerta del pub.
—Bájate aquí.
La Pingo empieza a gritar y la agarran.
—Ten cuidao con la gata —le digo.
—Tiene las uñas cortadas.
—Pues a mí no me las corta ni Cristo.
—Eso ya lo veremos.
La mujer del Jordi le ha dado las llaves a Anyi para que se quede a cargo. Toda la máscara esa de mujer invencible se le ha caído a los pies cuando sacaban al Jordi en una camilla. Qué jodido es querer a alguien que no tiene arreglo.
—¿Cerramos? —le preguntó Angustias.
—No nos lo podemos permitir.
Ángel me tiene cogida de la mano. Estamos los dos sentados en uno de los reservados. Anyi y el Nene están follando en el almacén. Se les oye desde aquí y es un poco incómodo, aunque a ratos también me excita. Ángel, como es tan bueno, es el que está más nervioso, e intenta sacar temas de conversación de lo más extraños. Me pregunta adónde me gustaría viajar. Le digo que a Barcelona. Me pregunta si me gustaría tener hijos. Le digo que ni muerta, y tengo la impresión de que le pone triste eso. Me pregunta qué me gusta hacer en mi tiempo libre. Le miento y le digo que estar por ahí con mis amigas o ver la tele. No sé por qué, pero me da vergüenza decirle que me encierro en mi cuarto o me voy al Cerro del Viento, o más allá del Cementerio Viejo, a leer los mismos libros infantiles que nos regaló mi tía Palmira antes de que dejara de hablarse con mi madre, y que son los únicos que hay en mi casa. Entonces, él me confiesa que leer y yo me arrepiento de no habérselo dicho primero; me dice que seguro que tiene algún libro que me podría gustar. Ahí le aprieto un poco más la mano. Ángel no es guapo, pero tiene ojos de casa en el campo, y el pelo liso y dorado, como arena de playa. Me pregunta cuántos años tengo.
—Se hace tarde —le digo.
—Te quiero —me dice.
Y después de un rato de silencio, me tira para él y me acurruco encima. Quiero dejarme querer. Me pregunta si estoy llorando. Le digo que no. Me pregunta que por qué lloro. Le contesto que no quiero volver a casa; que no puedo volver a casa; que no tengo casa; que, en este momento, lo más parecido a una casa es su abrazo. Me besa en la cabeza.
—¿Puedo irme contigo? —le pregunto.
—¿Conmigo? ¿Adónde? —le cambia la voz.
—A tu casa. Solo esta noche. Mañana me voy. Te lo juro. Mañana me busco algo. Es solo que no puedo volver hoy.
Está un rato callado. Demasiado rato para quererme tanto.
—No puedo. No sabes lo feliz que me haría, pero no puedo.
—¿Por qué?
—Porque no. Puedo pagarte un hotel, esta noche.
—Pero ¿por qué no puedes?
—Porque no vivo solo, Alegría. Te lo iba a decir. Te lo juro.
Aprieto los tres billetes de mil y paso por debajo de la verja del pub, a medio echar. No hay nadie en toda la plaza: nadie más que Mario, sentado en su moto. Empiezo a andar hacia la parada de taxi de los Valencianos y grita mi nombre. Me llama igualito que un pobre en la puerta de una iglesia a la última mujer que sale de misa. Le escucho correr detrás de mí, así que yo echo a correr también. No quiero que me hable ningún hombre más hoy. Cuando doblo la esquina, oigo que arranca la moto. No hay ni un taxi en la parada. Hace un calor que te mueres a pesar de que son las cuatro de la mañana. El sol lleva calentando la calle todo el día y no da tiempo a que se enfríe por la noche. Pasa un camión de la basura y el basurero que va colgado atrás me grita algo de mi culo. Ojalá se caiga. Mario llega a la parada.
—Pero ¿qué te he hecho yo?
—Nada.
—¿Y por qué me tratas tan mal?
—A ver, que tienes novia. ¿Eres el único que no se ha enterado? ¿Qué os pasa a los tíos?
—Bo, bo, bo, bo… Para el carro, tía. Yo no estoy con nadie.
—¿Y la pingo esa?
—¿Tú la ves aquí?
—Qué morro tienes. Y como no está aquí, ya puedes entrarle a cualquiera, ¿no?
—Primero, tú no eres cualquiera. —Empiezo a reírme, pero levanta la mano pidiendo tiempo—. Segundo, esa muchacha no se ha despegado de mí en un mes. Si no está aquí, es porque se ha ido para siempre. Le he dado puerta.
—¿Y eso por qué?
—Por ti.
—Pues no te ha salido bien la jugada.
—¿Ah, no? Dime que no te gusto ni un poquito.
Mira que tengo escuela, pero ¡qué mal se me da mentir! Me quedo callada un rato y después niego con la cabeza. Mario se ríe con ganas.
—Qué bonita eres cuando mientes.
Lo dice con una ternura que no imaginaba. Me hace reír a mí también.
—Te lo tienes muy creído.
—Anda, déjame llevarte a casa.
—No, voy a coger un taxi.
—Pero si está ahí al lado. ¿Tanta pasta ganas? Un taxi hasta el Altozano te sale mínimo por trescientas.
Hago las cuentas. Si le doy las dos mil a mi madre, he venido a trabajar por setecientas asquerosas pesetas.
—Dame un cigarro —le digo.
—Sube, que nos lo vamos a fumar en el sitio más bonito de Badajoz.
—A mí no me lleves a sitios raros, ¿eh?
—Te va a encantar.
—Me gusta venir aquí cuando me siento mal.
—¿Y ahora te sientes mal? —le pregunto, y le doy una calada al L&M.
—No. Pero también me gusta venir cuando me siento bien.
—Vamos, que te gusta venir y ya está.
—¿A ti no?
Estamos en la azotea del Hospital Materno. El poco aire que corre en Badajoz esta noche pasa por aquí. Las piedras están todavía calientes.
—Sí. Nunca había visto Badajoz desde tan alto —le contesto.
—Cuando ya no puedo más, me subo aquí y pienso que, sea lo que sea lo que me está jodiendo, ahora yo estoy por encima. Estoy por encima de todos y de todo.
Busco mi casa. Está justo detrás de ese piso blanco; ahí, mucho más abajo que yo.
—Está guay la sensación. Pero ¿de qué te sirve? Al final tienes que bajar, ¿no? Y entonces todos vuelven a estar por encima de ti.
Mario me mira y se ríe.
—¿Disfrutas machacando mi sueño?
Le doy un puño en el hombro.
—No, tonto. Si está bien. Es solo que me gustaría no tener que bajar.
—Pues nos quedamos.
—Sí, a vivir, no te jode.
—A lo mejor, si estamos juntos, estar ahí abajo no es tan malo —me dice muy cerca del oído.
—¿Me estás camelando?
—A ti el romanticismo como que no, ¿no?
—No. No creo en el amor.
—¿Cómo que no? Este hospital está lleno. Por eso me gusta estar aquí también.
—¿Porque vienen aquí a tener a sus hijos, ya te crees que esa gente se quiere?
Me parece tan inocente… Y, a pesar de eso, no me importa burlarme de él. Pero Mario no lo entiende como una burla. Me mira más bien como si la tonta fuera yo.
—Pues claro.
—Entonces es que la vida no te ha tratado tan mal, o es que eres más tonto de lo que pensaba.
—A lo mejor es que tú tienes demasiado odio dentro.
Me contesta con rabia. Después se gira hacia delante y pierde la mirada en las luces de la ciudad.
—¿Te has enfadado? —Pero no me contesta—. Perdóname. Solo era una manera de hablar, de verdad. No creo que seas tonto.
—Eso me da igual.
—¿Entonces?
Se tira un rato para responder. Antes de hablar, mira para abajo y, al moverse, me parece que le brillan un par de lágrimas. A veces tengo la sensación de que lo tiene todo ensayado. Otras, que tengo delante un secreto que nadie ha descubierto antes.
—Yo nací aquí.
—Y yo. Todos los niños de Badajoz han nacido en este hospital.
—Por eso. Y aquí nacerán mis hijos. Con ellos va a ser diferente. Voy a querer tanto a su madre que nunca van a sufrir.
Le busco la mano sobre el suelo pedregoso de la azotea y se la aprieto. Es una mano caliente y fuerte, muy distinta a la de Ángel.
—Eso es muy bonito, Mario. Pero no se puede proteger a nadie del todo. Además, el amor también es sufrimiento. Por eso yo no voy a tener hijos.
Mario se levanta lentamente y camina hacia el borde.
—¿Qué haces? —Coloca las puntas de los pies en el aire—. Mario, por Dios, ven y siéntate.
—¿Qué más te da? Si no me quieres, qué te importa que salte.
—Claro que me importa. Por favor, ven aquí. Me estás asustando.
—No, no te importa, ni a ti ni a nadie. Si salto, a mis padres les quito un peso de encima. Mis hermanos hacen una fiesta. Y a mis hijos, esos hijos míos del futuro, les hago un favor. Seguro.
—Eso no es verdad. Tienes un corazón enorme. Seguro que vas a ser un buen padre.
—Si lo pensaras realmente, me lo dirías.
—¿El qué?
—Me dirías que me quieres. Entonces sabría que le importo a alguien.
En el cielo, una luz roja intermitente cruza la ciudad camino de Portugal. Siento que estoy cayendo en una trampa, pero ¿y si fuera de verdad? ¿Y si se tira? Sería como tirarme yo misma. Tengo la oportunidad de salvar una vida. Y me emociona. Me hace sentir viva, especial.
—Te quiero.
Mario baja los brazos. Rompo a llorar como una niña pequeña. Me salen torrentes de sitios donde no sabía que había lágrimas. Me tiembla todo el cuerpo. Mario llega hasta mí y me abraza.
—No vuelvas a hacerme eso —le digo.
—Te lo juro. Ya pasó. Te lo prometo.
Nos quedamos así un buen rato, traspasándonos los miedos. En algún momento, Mario dice:
—Ya verás. Dentro de un tiempo, estaremos así en alguna de estas habitaciones, delante de la cuna de nuestro niño.
El tubo de escape hace un ruido absurdo en mitad de la noche. Cuando estrangula la moto, queda un silencio de cementerio en la calle. Mi casa es un bajo, el último de la acera de la izquierda, que hace esquina con la calle Fuerte. La luz del salón está encendida, pero mi madre debe de estar inconsciente en el sofá. La del cuarto de mi hermano también, y eso me preocupa más. Me bajo despacio de la moto. No tengo prisa por entrar ahí.
—¿Te ha gustado?
—¿El qué?
—Mi sitio secreto.
—Sí, secreto… Como que no llevarás ahí a todas.
—Tú eres la primera, te lo juro.
Está demasiado oscuro para verle bien la cara, pero me suena a verdad. No me lo imaginaba así para nada. Me roza la mano y yo se la dejo ahí para que la coja, pero él no lo hace. Como que no se atreve.
Entonces se abre la puerta de mi casa y después la del portal. Mi madre tiene los pelos revueltos y la misma ropa de esta mañana, pero parece serena cuando habla.
—Tú, vamos pa’ dentro, que te vas a enterar.
Miro a Mario con algo entre vergüenza y cansancio. Cuando me voy a echar a andar, me agarra la mano, se baja de la moto y empieza a andar conmigo.
—¿Qué haces? —le digo por lo bajo.
Mi madre me mira con los ojillos entrecerrados, restos de baba blanca en las comisuras de los labios, una horquilla colgando de un mechón estropajoso que le sale disparado desde la sien.
—Tú, niñato, ¿dónde te crees que vas?
—Solo estoy acompañando a su hija.
—Pues ya te puedes largar. —Pero Mario no se mueve, y yo tampoco—. Niña, dame lo mío.
Abro el bolso, temblando, pero Mario me lo cierra.
—A partir de ahora, va a tratar a Alegría como se merece.
No entiendo nada de lo que está pasando. Siento una presión en el pecho.
—Pero ¿tú quién te crees que eres, chuloputas?
—Y la va a respetar, porque Alegría va a ser mi mujer, ¿le queda claro?
Estoy viéndolo todo como si fuera una película. Sé que debería decir algo, pero no soy capaz de interrumpirlos. Hablan como si pudieran repartirse algo que les pertenece.
—¿Tu mujer? —Mi madre empieza a reírse a carcajadas y después a toser—. Pero si eres un muerto de hambre.
—Pero la quiero, y voy a encontrar un trabajo. Y ella va a dejar el pub. Si no le gusta, ahora mismo se viene para mi casa y se acabó.
—¿A tu casa? Pero ¿es que tú te piensas que yo no sé lo que hay en tu casa? No seré la mejor madre, pero no dejo yo a mi hija que se vaya a tu casa ni muerta.
—Mucho cuidado con lo que dice de mi casa.