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Todo el mundo dice que Martha Friel es inteligente y guapa, una escritora brillante que siempre ha sido amada durante toda su vida adulta por un hombre, su marido Patrick. Un regalo que, según su madre, no todo el mundo tiene. Entonces, ¿por qué todo se ha roto en pedazos? ¿Por qué Martha, a punto de cumplir cuarenta, no tiene amigos, salta de trabajo basura a trabajo basura y está siempre triste? ¿Y por qué Patrick se ha ido? A lo mejor es que es demasiado sensible, alguien a quien le parece, mucho más que a la mayoría de la gente, que vivir es muy difícil. O, a lo mejor (lo que Martha siempre ha creído), es que algo no funciona dentro de ella. Algo que se rompió en su interior cuando tenía diecisiete años y la cambió de tal manera que ningún médico, terapia o droga ha conseguido explicar ni solucionar sus males. Obligada a vivir de nuevo con sus bohemios y disfuncionales padres en el hogar de su infancia en un pintoresco barrio londinense, pero sin la inestimable y devota ayuda de su hermana Ingrid, Martha tiene una última oportunidad: aceptar que su vida está demasiado rota como para arreglarla o empezar de nuevo y escribir un final mejor para ella. Un best seller internacional, una novela que se lee compulsivamente, punzante, aguda, intrigante, oscura y enternecedora, y que combina la perspicacia psicológica de Sally Rooney con el humor agudo de Nina Stibbe y la resonancia emotiva de Eleanor Oliphant. «Brillante y extremadamente divertida… Mientras la leía, hice una lista de las personas a las que se la mandaría, hasta que me di cuenta de que se la mandaría a todo el mundo que conozco». Ann Patchett, autora de La casa holandesa «Un debut increíblemente divertido y devastador, animado por una energía alocada, y que, sin embargo, consigue ser sensible y sincero». The Guardian «Absolutamente brillante, me encantó. Creo que todas las chicas y mujeres deberían leerlo». Gillian Anderson
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Seitenzahl: 484
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Alegrías y desventuras de Martha Friel
Título original: Sorrow and Bliss
© The Printed Page Pty Ltd 2020
© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado en 2020 por HarperCollinsPublishers Australia Pty Limited, Australia, Level 13, 201 Elizabeth Street, Sydney NSW 2000, ABN 36 009 913 517, harpercollins.com.au
© De la traducción del inglés, Celia Montolío
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollinsPublishers Australia Pty Limited.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lookatcia
ISBN: 978-84-9139-696-3
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Capítulo XX
Textos citados
Nota de la autora
Agradecimientos
A mis padres, y a mi marido
En el banquete de una boda celebrada poco después de la nuestra, seguí a Patrick entre la densa multitud de invitados hasta que llegamos junto a una mujer que estaba sola.
Patrick había dicho que en lugar de mirarla cada cinco minutos y compadecerme de ella, lo que tenía que hacer era acercarme y elogiar su sombrero.
—¿Aunque no me guste?
—Pues claro, Martha. Total, a ti nunca te gusta nada. Venga, vamos.
La mujer había aceptado un canapé de un camarero y se lo estaba metiendo en la boca cuando, en el mismo instante en que comprendía que era imposible dar cuenta de él de un solo bocado, se fijó en nosotros. Al ver que nos acercábamos, bajó la barbilla para disimular sus esfuerzos por engullirlo y, en vista del fracaso, por sacárselo de la boca sin soltar la copa vacía ni las servilletitas que tenía en la otra mano. Aunque Patrick se enrolló con las presentaciones para darle tiempo a componerse, la mujer respondió farfullando algo que no conseguimos entender. Como parecía muerta de vergüenza, me lancé a hablar como si se me hubiese concedido un minuto entero para explayarme sobre el tema de los sombreros femeninos.
La mujer asintió varias veces con la cabeza, y después, en cuanto fue capaz, nos preguntó dónde vivíamos y a qué nos dedicábamos y, si acertaba suponiendo que estábamos casados, cuánto tiempo llevábamos juntos y cómo nos habíamos conocido; con tantas y tan rápidas preguntas pretendía desviar la atención de la cosa a medio comer que reposaba ahora en la palma de su mano sobre una servilleta grasienta. Mientras yo respondía, buscó disimuladamente algún lugar donde depositarla; una vez que hube terminado de hablar, dijo que no acababa de entender a qué me refería con eso de que en realidad Patrick y yo no nos habíamos «conocido» sino que él «siempre había estado ahí».
Me giré para mirar a mi marido, que estaba intentando sacar un objeto invisible de su copa con un dedo, y, dirigiéndome de nuevo a la mujer, dije que Patrick era un poco como ese sofá de toda la vida que había en casa cuando eras pequeña.
—Su existencia se daba por hecho. Nunca te preguntabas de dónde había salido porque no recordabas la casa sin él. Incluso ahora, si es que sigue allí, nadie dedica ni medio segundo a pensar en él. Aunque supongo —continué, en vista de que la mujer no hacía ademán de decir nada— que, si te insistieran, podrías enumerar todas y cada una de sus imperfecciones. Y a qué se deben.
Patrick dijo que, por desgracia, era cierto.
—Sin lugar a dudas, Martha podría hacer un inventario de todos mis defectos.
La mujer se rio y a continuación echó un vistazo al bolso que llevaba colgado del antebrazo de una fina tira, como sopesando sus posibles virtudes como receptáculo.
—Bueno, ¿quién quiere otra copa? —Patrick me apuntó con los dos dedos índice y apretó unos gatillos invisibles con los pulgares—. Martha, sé que no vas a decir que no. —Señaló la copa de la mujer, que le permitió cogerla, y añadió tras una breve pausa—: ¿Me llevo eso también?
La mujer sonrió con cara de estar a punto de echarse a llorar mientras Patrick se hacía cargo del canapé.
Cuando se hubo marchado, la mujer dijo:
—Debes de sentirte muy afortunada, con un marido así.
Dije que sí y pensé en explicarle los inconvenientes de estar casada con alguien que cae bien a todo el mundo, pero al final le pregunté dónde había comprado aquel sombrero tan increíble y esperé a que volviese Patrick.
A partir de entonces, la historia del sofá fue nuestra respuesta habitual cada vez que alguien nos preguntaba cómo nos habíamos conocido. Estuvimos repitiéndola durante ocho años, con pocas variantes. La gente siempre se reía.
Hay un GIF llamado «El príncipe William le pregunta a Kate si quiere otro trago». Mi hermana me lo envió una vez, añadiendo: «¡¡Me partooooo!!». Están los dos en una especie de recepción. William lleva esmoquin. Saluda a Kate con la mano desde la otra punta de la sala, hace como si inclinase una copa y la señala con un dedo. «Mira cómo señala… ¡¡Es Patrick, literalmente!!», escribió mi hermana.
Respondí: «Es Patrick, pero figuradamente».
Me envió los emoticonos de los ojos en blanco, la copa de champán y el dedo que señala.
El día que volví a casa de mis padres, volví a encontrarlo. Lo he visto ya cinco mil veces.
Mi hermana se llama Ingrid. Es quince meses más joven que yo, y está casada con un hombre al que conoció cayéndose justo enfrente de su casa en el preciso instante en que él estaba sacando la basura. Está embarazada de su cuarto hijo; en el mensaje que me envió para anunciarme que era otro chico metió los emoticonos de la berenjena, las cerezas y las tijeras abiertas, y escribió: «Por si no queda claro, significa que Hamish se va a hacer la vasectomía».
Cuando éramos pequeñas, la gente se pensaba que éramos gemelas. Nos moríamos por vestirnos igual, pero nuestra madre no nos dejaba. Ingrid decía: «¿Por qué no?».
—Porque se pensarán que es idea mía, y… —echaba un vistazo a la habitación en la que estuviésemos en ese momento— nada de esto fue idea mía.
Más tarde, cuando estábamos las dos en las garras de la pubertad, mi madre dijo que puesto que era evidente que la del cuerpazo iba a ser Ingrid, al menos ojalá yo acabase siendo el cerebrito. Le preguntamos cuál de las dos cosas era mejor. Dijo que lo mejor era tener ambas cualidades o ninguna; la una sin la otra era mortífera.
Mi hermana y yo nos seguimos pareciendo. Las dos tenemos la mandíbula demasiado cuadrada, pero, según nuestra madre, por alguna razón no nos queda mal. Las dos tenemos tendencia a llevar el pelo desgreñado; casi siempre lo hemos llevado largo y antes lo teníamos del mismo tono rubio, hasta que la mañana de mi treinta y nueve cumpleaños comprendí que no podía hacer nada por evitar los cuarenta y, esa misma tarde, fui a que me lo cortaran a la altura de la mandíbula —de mi mandíbula cuadrada— y al volver a casa me di un tinte de supermercado. Ingrid vino mientras estaba en plena faena y aprovechó los restos. Mantenerlo bien era un esfuerzo horroroso; Ingrid decía que le habría costado menos tener otro hijo y ya está.
Sé desde pequeña que, aunque nos parecemos mucho, la gente piensa que Ingrid es más guapa que yo. Una vez se lo dije a mi padre.
—Puede que a ella la miren primero —dijo—. Pero querrán mirarte a ti durante más tiempo.
En el coche, volviendo de la última fiesta a la que fuimos Patrick y yo juntos, dije:
—Cuando haces eso de señalar con el dedo me entran ganas de pegarte un tiro con una pistola de verdad.
La voz me salió seca y antipática, me pareció odiosa…, tanto como me lo pareció Patrick cuando dijo: «Vale, gracias», sin una pizca de emoción.
—En la cara no. Más bien un tiro de aviso en la rodilla o en algún sitio que no te impidiera seguir yendo a trabajar.
Dijo que se alegraba de saberlo y metió nuestra dirección en Google Maps.
Le recordé que llevábamos viviendo siete años en la misma casa de Oxford. No dijo nada y le miré; sentado al volante, esperaba tranquilamente a que se abriera un hueco en el tráfico.
—Ahora estás haciendo eso de la mandíbula.
—Lo sé, Martha. ¿Qué tal si no hablamos hasta que lleguemos a casa?
Cogió su móvil del soporte y lo metió silenciosamente en la guantera.
Algo más dije, y después me incliné y puse la calefacción a tope. En cuanto empezó a hacer un calor sofocante, la apagué y bajé del todo la ventanilla. Tenía una capa de hielo y chirrió.
Solíamos bromear con que yo soy una mujer de extremos mientras que él ajusta su vida desde la posición intermedia. Antes de bajarme, dije: «La lucecita naranja sigue encendida». Patrick me dijo que pensaba echarle aceite al día siguiente, apagó el motor y se metió en casa sin esperarme.
Alquilamos la casa con un contrato de temporada, por si acaso la cosa no iba bien y quería volverme a Londres. Patrick había sugerido Oxford porque era allí donde iba a la universidad y porque pensaba que, en comparación con otras ciudades de los alrededores de Londres, allí podría resultarme más fácil hacer amigos. Prorrogamos el contrato de seis meses catorce veces, como si en el momento menos pensado se pudiese ir todo al traste.
El agente inmobiliario nos dijo que era un «hogar exclusivo» en una «urbanización exclusiva», perfecta para ejecutivos y por tanto para nosotros…, y eso que ninguno de los dos somos ejecutivos: el uno es especialista en cuidados intensivos, y la otra escribe una columna gastronómica de humor para la revista de la cadena de supermercados Waitrose y pasó una temporada haciendo búsquedas en Google con la frase «precio noche clínica salud mental» mientras su marido estaba en el trabajo.
En términos objetivos, la naturaleza exclusiva de la casa consistía en grandes extensiones de moqueta de color marrón topo y un montón de enchufes de tamaños y formas inusuales, y, en términos subjetivos, en una permanente sensación de inquietud cada vez que me quedaba sola. La única habitación en la que no me sentía como si hubiese alguien a mis espaldas era un trastero que había en el último piso, porque era pequeño y había un plátano de sombra enfrente de la ventana. En verano tapaba las vistas de las viviendas exclusivas e idénticas de la acera de enfrente. En otoño, las hojas secas entraban sopladas por el viento y aligeraban la moqueta. Mi cuarto de trabajo era el trastero, por mucho que, como tantas veces oía en boca de personas a las que acababa de conocer en fiestas y reuniones varias, escribir es algo que puedo hacer en cualquier lugar.
El editor de mi columna gastronómica de humor me enviaba notas del tipo «no pillo esta referencia» y «reescribir si es posible». Usaba el control de cambios y yo daba a aceptar, aceptar, aceptar. Una vez quitados todos los chistes, se quedaba en una simple columna gastronómica. Según LinkedIn, mi editor había nacido en 1995.
La fiesta a la que acabábamos de ir era por mi cuarenta cumpleaños. Patrick la había organizado porque le había dicho que no estaba en mi mejor momento para celebraciones.
—Tenemos que atacar el día —insistió.
—No me digas.
Una vez, habíamos escuchado un podcast en el tren, compartiendo los cascos. Patrick me había hecho una almohada con su jersey para que apoyase la cabeza en su hombro. Era un podcast del arzobispo de Canterbury emitido por el programa Desert Island Discs de la BBC. Contó que tiempo atrás había perdido a su primera hija en un accidente de coche.
Cuando la locutora le preguntó cómo lidiaba con aquello en la actualidad, respondió que en lo que se refería al aniversario del accidente, a la Navidad o al cumpleaños de su hija había aprendido que lo mejor era atacar el día «para que no te ataque a ti».
Patrick sacó partido a la máxima. La decía a la menor ocasión. La repitió mientras planchaba su camisa antes de la fiesta. Yo estaba tumbada en la cama viendo Bake Off en mi portátil, un episodio antiguo que ya había visto. Una concursante saca de la nevera la tarta Alaska de otro, y se derrite dentro del molde. Salió en portada de todos los periódicos: saboteadora en la carpa de Bake Off.
Ingrid me escribió cuando lo emitieron. Dijo que ponía la mano en el fuego por que el postre aquel había sido sacado a propósito. Yo le dije que no lo tenía claro. Me envió todos los emoticonos de tartas y el coche patrulla.
Cuando hubo terminado de planchar, Patrick se me acercó y, sentado a cierta distancia de mí en la cama, se quedó mirándome mientras yo seguía viendo el programa.
—Tenemos que…
Di a la barra espaciadora.
—Patrick, de veras, creo que en este caso no viene a cuento citar al arzobispo Menganito. Es mi cumpleaños, nada más. No se ha muerto nadie.
—Solo intentaba ser positivo.
—Vale.
Volví a dar a la barra.
Un instante después me dijo que eran casi menos cuarto.
—¿Qué tal si te vas preparando? Me gustaría que fuéramos los primeros en llegar. ¿Martha?
Cerré el ordenador.
—¿Te parece que vaya con lo que llevo puesto? —Leggings, un cárdigan con estampado Fair Isle y no recuerdo qué más debajo. Le miré y vi que le había hecho daño—. Lo siento, lo siento, lo siento. Voy a cambiarme.
Patrick había alquilado la parte de arriba de un bar que solíamos frecuentar. Yo no quería que fuéramos los primeros; no sabía si debía esperar a la gente sentada o de pie, temía que lo mismo no se presentase nadie y me sentía incómoda pensando en la persona que tuviese la mala pata de llegar la primera. Sabía que mi madre no iba a venir porque le había pedido a Patrick que no la invitase.
Vinieron cuarenta y cuatro personas, todas ellas en pareja. A partir de los treinta años, siempre es un número par. Era noviembre y hacía un frío horrible. Los invitados tardaron un buen rato en desprenderse de sus abrigos. En su mayor parte eran amigos de Patrick. Yo había perdido el contacto con los míos, con los amigos del colegio, de la universidad y de todos los trabajos por los que he pasado desde entonces; a medida que iban teniendo hijos y yo no y se nos iban agotando los temas de conversación. De camino a la fiesta, Patrick dijo que si alguien me largaba un rollo sobre sus hijos, lo mismo podía esforzarme en fingir que me interesaba.
Formaron corrillos y bebieron negronis (2017 fue «el año del negroni»), riéndose a carcajadas e improvisando discursos; de cada grupo salía un orador, como si fuera el representante de un equipo. Me fui a los aseos a llorar.
Ingrid me dijo que el miedo a los cumpleaños se llama «gerascofobia». Era un «¿Sabías que…?» que había leído en la tirita de unas compresas, que a estas alturas, dice, son su principal estímulo intelectual, lo único que le da tiempo a leer. En su discurso, mi hermana dijo: «Todos sabemos que Martha sabe escuchar de maravilla, sobre todo si es ella la que está hablando». Patrick traía algo escrito en unas tarjetitas.
No hubo un momento concreto en el que me convertí en la esposa que soy, aunque, si tuviera que elegir uno, el instante en el que crucé la habitación y pedí a mi marido que no leyera en alto lo que fuera que decían las tarjetitas tendría muchas papeletas.
Un observador atento de mi matrimonio pensaría que no he hecho ningún esfuerzo por ser una buena, o una mejor, esposa. O, viéndome aquella noche, supondría que me había propuesto ser así y que lo había conseguido al cabo de muchos años de perseverancia. No podría saber que durante casi toda mi vida adulta y durante todo mi matrimonio he estado intentando convertirme en lo contrario de mí misma.
A la mañana siguiente le dije a Patrick que sentía mucho todo lo sucedido. Había hecho café y lo había llevado al salón, pero cuando entré aún no lo había tocado. Estaba sentado en un extremo del sofá. Me senté doblando las piernas por debajo, pero al mirarle me pareció una postura suplicante y volví a poner un pie en el suelo.
—No me porto así adrede. —Me obligué a poner la mano sobre la suya. Era la primera vez que le tocaba a propósito desde hacía cinco meses—. Patrick, en serio, no puedo evitarlo.
—Y sin embargo, no sé cómo, con tu hermana te las apañas para ser un encanto.
Me apartó la mano y dijo que se iba a comprar el periódico. Tardó cinco horas en volver.
Todavía tengo cuarenta años. Estamos a finales del invierno del 2018; ya no es el año del negroni. Patrick se marchó dos días después de la fiesta.
Mi padre es poeta. Se llama Fergus Russell. Su primer poema salió publicado en The New Yorker cuando tenía diecinueve años. Era sobre un pájaro, modalidad pájaro moribundo. Alguien dijo que era un Sylvia Plath masculino. Cobró un anticipo considerable para la publicación de su primera antología. Supuestamente, mi madre, que por aquel entonces era su novia, dijo: «¿Acaso necesitamos un Sylvia Plath masculino?». Ella lo niega, pero está en el guion de la familia y nadie puede cambiar ni una coma una vez que ha quedado escrito. Fue también el último poema que publicó mi padre. Dice que mi madre le echó mal de ojo. También eso lo niega ella. La antología sigue pendiente de publicación. No sé qué pasó con el dinero.
Mi madre es la escultora Celia Barry. Hace pájaros, pájaros descomunales y amenazantes, a partir de materiales reciclados: peines de rastrillo, motores de electrodomésticos, trastos de la casa. Una vez, en una de sus exposiciones, Patrick dijo:
—Sinceramente pienso que tu madre no se ha topado nunca con ningún resto de materia física que no pudiera reciclar.
No iba con segundas. En casa de mis padres hay muy pocas cosas que funcionen ajustándose a su cometido originario.
De pequeña, cada vez que mi hermana y yo oíamos a mi madre decirle a alguien «Soy escultora», Ingrid articulaba mudamente el verso de la canción de Elton John. Yo me echaba a reír y ella seguía y seguía, cerrando los ojos y apretándose los puños contra el pecho hasta que no tenía más remedio que irme de la habitación. Nunca ha dejado de hacernos gracia.
Según The Times, mi madre tiene una importancia secundaria. Patrick y yo estábamos ayudando a mi padre a recolocar su estudio el día que apareció la noticia. Mamá nos la leyó a los tres en voz alta, riéndose tristemente al llegar a lo de «secundaria». Más tarde, mi padre dijo que, a estas alturas, él se daría con un canto en los dientes si le consideraran importante, fuera en el grado que fuera.
—Y te han puesto un artículo determinado, «la» escultora Celia Barry. Acuérdate de nosotros, los indeterminados.
Después, recortó la noticia y pegó el trozo de papel en la puerta de la nevera. El rol que cumple mi padre en su matrimonio es de una implacable abnegación.
De vez en cuando, Ingrid le manda a alguno de sus hijos que me llame para charlar un rato porque, según dice, quiere que tengan una relación estrechísima conmigo, y así de paso se los quita de encima durante, literalmente, cinco segundos. Una vez, el mayor me llamó y me contó que había visto a una señora muy gorda en la oficina de correos y que su queso favorito es uno que viene en una bolsa y es medio blanco. Ingrid me escribió más tarde: «Se refiere al cheddar».
No sé cuándo dejará el crío de llamarme Marfa. Espero que nunca.
Nuestros padres siguen viviendo en Shepherd’s Bush, en la misma casa de Goldhawk Road en la que nos criamos. La compraron el año que cumplí los diez, pagando la entrada con un préstamo que les hizo la hermana de mi madre, Winsome, que se casó con un hombre rico y no con un Sylvia Plath masculino. De niñas, según cuenta mi madre a quien quiera oírla, ella y mi tía vivían en un piso que estaba encima de una cerrajería, «en una ciudad costera deprimida con una madre costera deprimida». Winsome le saca siete años. Cuando su madre murió de repente de un tipo indeterminado de cáncer y su padre perdió el interés por todo, sobre todo por ellas, Winsome dejó el Royal College of Music para volver a casa a cuidar de mi madre, que por aquel entonces tenía trece años. Mi madre no ha ejercido nunca una profesión. Y tiene una importancia secundaria.
Fue Winsome quien encontró la casa de Goldhawk Road y consiguió que mis padres la compraran a un precio mucho más bajo de lo que valía, porque era patrimonio de una persona fallecida. Mi madre decía que, a juzgar por el tufillo, el cadáver debía de seguir por ahí, debajo de la moqueta.
El día que nos mudamos, Winsome vino a ayudar a limpiar la cocina. Entré a coger no sé qué y vi a mi madre sentada a la mesa delante de una copa de vino, y a mi tía, enfundada en una especie de chaquetón sin mangas y guantes de goma, subida a una escalera fregando los armarios.
Al verme se callaron, y nada más irme retomaron la conversación. Pegué la oreja al otro lado de la puerta y oí que Winsome le decía a mi madre que no estaría mal que intentase mostrar una pizca de agradecimiento, teniendo en cuenta que, en general, lo de ser propietarios de una casa no era algo que estuviese al alcance de una escultora y un poeta que no produce ni un verso. Mi madre estuvo ocho meses sin hablarle.
Detestaba la casa, y la sigue detestando, porque es estrecha y oscura; porque el único cuarto de baño se comunica con la cocina mediante una puerta de láminas, lo cual obliga a poner Radio Cuatro a todo volumen cada vez que entra alguien. La detesta porque hay una sola habitación por planta y la escalera es muy empinada. Dice que se pasa la vida en la escalera y que algún día se morirá en ella.
La detesta porque Winsome vive en un caserón del barrio de Belgravia. Es enorme, está en una plaza de estilo georgiano y encima, como no se cansa de decir mi tía, en el mejor lado, porque conserva la luz hasta el atardecer y tiene mejores vistas sobre el jardín privado. La casa fue un regalo de bodas de los padres de mi tío Rowland; la rehabilitaron un año antes de mudarse, y desde entonces vienen haciéndolo a menudo, a un precio que mi madre sostiene que es inmoral.
Aunque Rowland es tremendamente frugal, su frugalidad se limita a sus hobbies —nunca ha tenido necesidad de trabajar— y a las menudencias. A la vez que pega el último cachito de jabón a la barra nueva, da el visto bueno a que Winsome se gaste un cuarto de millón de libras en mármol de Carrara para una reforma y a que compre muebles que, en los catálogos de subastas, aparecen descritos como «valiosos».
Al elegir una casa para nosotros exclusivamente en función de su «esqueleto» —el esqueleto de la casa, decía mi madre, no el que nos íbamos a encontrar si levantábamos la moqueta—, la expectativa de Winsome era que la fuésemos mejorando con el tiempo. Pero el interés de mi madre por los espacios interiores nunca se manifestó más que en forma de quejas por cómo eran. Veníamos de un piso alquilado en un barrio de las afueras, y solo teníamos muebles para la planta baja. No hizo ningún esfuerzo por conseguir más, y las habitaciones siguieron vacías hasta que mi padre pidió prestada una furgoneta y volvió con estanterías para montar, un pequeño sofá con funda de pana marrón y una mesa de madera de abedul, muebles todos ellos que sabía que a mi madre no le iban a gustar, pero que, nos explicó, no eran más que un parche hasta que publicase la antología y empezaran a entrar a espuertas los derechos de autor. La mayor parte sigue en la casa, incluida la mesa, que mi madre dice que es nuestra única antigüedad auténtica. Ha ido desplazándose de una habitación a otra, cumpliendo distintas funciones, y en la actualidad es el escritorio de mi padre.
—Pero seguro —dice mi madre— que cuando esté en mi lecho de muerte abriré los ojos por última vez y veré que mi lecho de muerte es, cómo no, la mesa.
Después, animado por Winsome, mi padre se propuso pintar la planta de abajo con un tono terracota llamado Amanecer en Umbría. Como no discriminaba con la brocha entre la pared, el rodapié, el marco de la ventana, el interruptor, el enchufe, la puerta, el gozne y el picaporte, al principio avanzaba a mil por hora. Pero mi madre había empezado a definirse a sí misma como una objetora de conciencia en lo tocante a las cuestiones domésticas. Con el tiempo, la limpieza general, la cocina y la colada pasaron a ser tareas exclusivas de mi padre, y nunca terminó de pintar. A día de hoy, el pasillo de Goldhawk Road es un túnel color terracota hasta la mitad. La cocina tiene tres paredes terracota. Hay partes del salón que son de este color hasta la altura de la cintura.
De pequeñas, a Ingrid le importaba más que a mí el estado de las cosas. Pero a ninguna nos quitaba el sueño que las cosas que se rompían no se reparasen nunca, que todas las noches mi padre hiciera chuletas al grill sobre una lámina de papel de aluminio colocada sobre la de la víspera, hasta el punto de que con el tiempo la base del horno se convirtió en un milhojas de grasa y aluminio. En las pocas ocasiones en que le daba por cocinar, mi madre preparaba platos exóticos sin receta, tajines y ratatouilles que solo se distinguían entre sí por la forma de los trozos de pimiento, que flotaban en un líquido de un sabor tan amargo a tomate que para tragarme un bocado tenía que cerrar los ojos y frotarme un pie con otro por debajo de la mesa.
Patrick formó parte de mi infancia y yo de la suya; cuando nos emparejamos, no hizo falta que compartiéramos los detalles de nuestras vidas anteriores. En vez de eso, se inició una competición permanente: ¿quién había tenido peor infancia?
Una vez le conté que en las fiestas de cumpleaños yo era siempre la última a la que recogían. «Qué tarde es ya —decía la madre—; igual debería llamar a tus padres». Al cabo de unos minutos, la madre colgaba y decía que no me preocupase, que ya lo intentaríamos más tarde. Al final, siempre les ayudaba a recoger, y después cenaba con la familia, nos tomábamos los restos de la tarta…
—Era horroroso. Y en mis cumpleaños, mi madre bebía.
Patrick se estiró como si estuviese haciendo ejercicios de precalentamiento.
—Todas y cada una de mis fiestas de cumpleaños entre los siete y los dieciocho años fueron en el colegio. Las organizaba el tutor. La tarta venía del armario del atrezo del departamento de arte dramático. Era de escayola. De todos modos —concluyó—, tengo que reconocer que esta vez la cosa ha estado reñida.
Ingrid casi siempre me llama mientras va en el coche con los niños porque, dice, solo puede hablar bien cuando están todos bajo control y, en un mundo perfecto, dormidos; el coche es, fundamentalmente, una cuna gigante. Hace un rato me ha llamado para contarme que acababa de conocer en el parque a una mujer que le ha dicho que se ha separado de su marido y que comparten la custodia de los hijos. Se intercambian los niños los domingos por la mañana, y de esta manera los dos disponen de un día libre los fines de semana. Había empezado a ir sola al cine los sábados por la noche y recientemente se había enterado de que su exmarido hace lo propio los domingos por la noche. A menudo resulta que eligen la misma película; la última, dijo Ingrid, había sido X-Men: primera generación.
—En serio, Martha, ¿no te parece la cosa más deprimente del mundo? Joder, ¡id juntos! ¡Si de aquí a dos días vais a estar criando malvas!
Durante toda nuestra infancia, nuestros padres se separaban aproximadamente dos veces al año. La separación siempre venía precedida de un cambio de ambiente que solía darse de un día para otro, y, aunque Ingrid y yo nunca sabíamos cuál había sido el detonante, sabíamos instintivamente que no era buena idea hablar por encima del susurro, pedir nada ni pisar las láminas de tarima que crujían hasta que nuestro padre terminase de meter la ropa y la máquina de escribir en una cesta de la colada y se marchase al Olympia, un bed and breakfast que estaba al final de la calle.
Entonces mi madre empezaba a pasar todo el día y toda la noche en su cobertizo de reciclaje, al fondo del jardín, mientras Ingrid y yo nos quedábamos solas en la casa. La primera noche, Ingrid arrastraba su ropa de cama hasta mi cuarto y nos acostábamos pies con cabeza, desveladas por el ruido que hacían las herramientas de metal sobre el suelo de cemento y por la quejumbrosa y disonante música folk que ponía nuestra madre para trabajar y que se colaba por la ventana abierta.
Durante el día dormía en el sofá marrón que nos habían pedido a Ingrid y a mí que llevásemos al cobertizo. Y a pesar del cartelito que había en la puerta (¡CHICAS! No llaméis sin preguntaros primero: ¿se está quemando algo?), antes de irme al colegio entraba y recogía platos y tazas sucias y, para evitar que las viera Ingrid, cada vez más botellas vacías. Durante mucho tiempo, creí que si mi madre no se despertaba era gracias a que me las apañaba para no hacer ningún ruido.
No recuerdo si teníamos miedo, si pensábamos que esta vez la cosa iba en serio y nuestro padre no iba a volver y que acabaríamos diciendo, como si fuese lo más normal del mundo, cosas como «el novio de mi madre» o «me lo he dejado en casa de mi padre», pronunciándolas con la misma tranquilidad que los compañeros de clase que decían que les encantaba eso de celebrar dos Navidades. Ninguna confesaba que estaba preocupada. Simplemente, esperábamos. A medida que nos íbamos haciendo mayores, empezamos a hablar de «los abandonos».
Al final, nuestra madre mandaba a una de las dos a buscarle al hotel porque, decía, todo aquello era una maldita ridiculez, por mucho que, sin excepción, hubiera sido idea suya. Cuando mi padre volvía, le besaba apoyándose en la pila de la cocina, mientras mi hermana y yo, abochornadas, veíamos su mano subiendo por la espalda de papá, por debajo de la camisa. Y ya no se volvía a mencionar el tema más que en broma. Después, celebraban una fiesta.
Todos los jerséis de Patrick tienen agujeros en los codos, incluso los que no son demasiado viejos. Siempre lleva un lado del cuello de la camisa metido dentro del jersey y el otro fuera, y, a pesar de que se la remete constantemente, la camisa le acaba asomando siempre por detrás. A los tres días de haberse cortado el pelo, necesita volver a cortárselo. Tiene las manos más bonitas que he visto en mi vida.
Aparte de echar recurrentemente de casa a nuestro padre, la principal contribución de nuestra madre a la vida doméstica eran las fiestas. Era eso lo que nos predisponía tan favorablemente a perdonar todo aquello que, al compararla con otras madres, nos parecían insuficiencias. La casa se llenaba hasta los topes, se prolongaban desde el viernes por la noche hasta el domingo por la mañana y los invitados eran lo que nuestra madre llamaba la «élite artística de West London», aunque las únicas credenciales para asistir eran, por lo que se veía, una vaga relación con las artes, la tolerancia al humo de marihuana y/o ser dueño de un instrumento musical.
Incluso en invierno, con todas las ventanas abiertas, la casa estaba sofocante, palpitante, llena de un humo dulce. A Ingrid y a mí no nos excluían ni nos obligaban a acostarnos. Nos pasábamos la noche entera entrando y saliendo de las habitaciones, abriéndonos paso entre montones de personas: hombres con botas altas o con monos y joyas de mujer, y mujeres con enaguas a modo de vestidos y vaqueros sucios y botas Doc Marten. No buscábamos nada en especial, solo acercarnos a ellos todo lo posible.
Si nos pedían que fuésemos a hablar con ellos, intentábamos lucirnos en la conversación. Algunos nos trataban como adultas, otros se reían de nosotras cuando no pretendíamos ser graciosas. Cuando necesitaban un cenicero u otra copa, cuando querían saber dónde estaban las sartenes porque habían decidido hacer huevos fritos a las tres de la mañana, Ingrid y yo nos peleábamos por encargarnos.
Al final mi hermana y yo nos quedábamos dormidas, nunca en nuestras camas, pero siempre juntas, y amanecíamos en medio del desastre rodeadas de murales pintados espontáneamente en trozos de pared que no estaban tapados por el Amanecer en Umbría. El último que hicieron continúa allí, en una pared del cuarto de baño, desvaído, pero no tanto como para que puedas evitar fijarte desde la ducha en el brazo izquierdo escorzado del desnudo central. La primera vez que lo vimos, Ingrid y yo nos temimos que fuera nuestra madre, pintada del natural.
Nuestra madre, sí, que aquellas noches bebía vino directamente de la botella, cogía cigarrillos de bocas ajenas, soltaba el humo hacia el techo, se reía echando la cabeza hacia atrás y bailaba sola. Todavía tenía el pelo largo y de su color natural, y todavía no estaba gorda. Llevaba combinaciones, pieles de zorro rasposas, medias negras, los pies descalzos. También hubo, por poco tiempo, un turbante de seda.
Mi padre solía quedarse en un rincón hablando con una sola persona; otras veces, cogía una copa de lo que fuera y se ponía a recitar la Balada del viejo marinero con acentos regionales a un grupito reducido pero elogioso. En cualquiera de los dos casos, se interrumpía en el instante en que mi madre se arrancaba a bailar, porque no paraba de llamarle hasta que iba.
Intentaba seguirle el paso y agarrarla cuando, de tanto dar vueltas, era incapaz de sostenerse en pie. Y era mucho más alto que ella…, eso es lo que recuerdo, lo alto que parecía.
Me faltaban las palabras para describir el aspecto de mi madre en esos momentos, cómo la veía yo. Solo podía preguntarme si sería famosa. Todo el mundo se apartaba para verla bailar, a pesar de que lo único que hacía era dar vueltas, abrazarse a sí misma o subir las manos por encima de la cabeza como si quisiera imitar el movimiento de las algas.
Agotada, se desplomaba en los brazos de mi padre, pero al vernos al borde del círculo decía: «¡Chicas!, ¡Venid, chicas!», entusiasmándose de nuevo. Ingrid y yo nos negábamos, pero solo una vez, porque cuando bailábamos con ellos nos sentíamos adoradas por nuestro altísimo padre y nuestra divertida y tambaleante madre, y adorados, los cuatro en bloque, por las personas que nos miraban, aunque no las conociéramos.
Pensándolo ahora, también es poco probable que nuestra madre las conociera; era como si el objetivo de aquellas fiestas fuese llenar la casa de desconocidos insólitos y mostrarse ante ellos de una manera insólita, y no como una persona que había vivido encima de una cerrajería. Su insólita conducta con nosotros tres no era suficiente.
Cuando vivía en Oxford, mi madre estuvo un tiempo enviándome brevísimos correos en los que no especificaba el asunto. El último decía: Los de la Tate me andan rondando. Desde que me fui de casa, mi padre me ha enviado por correo fotocopias de cosas escritas por otras personas. Abiertas y apretadas contra el cristal de la fotocopiadora, las páginas del libro parecen grandes alas de mariposa, y la gran sombra oscura que hay en el centro, su cuerpo. Las he guardado todas.
La última frase que me envió, subrayada con un lápiz rojo, era de Ralph Ellison: El final está al principio y está muy lejos. Y, al margen y con su letra diminuta, había añadido: Tal vez esto te diga algo, Martha. Patrick acababa de marcharse. En la parte superior de la hoja, escribí: El final es ahora y no puedo recordar el principio, esa es la cuestión, y se la mandé por correo.
Me la reenvió unos días más tarde. Su única añadidura: ¿Qué tal si lo intentas?
Tenía diecisiete años cuando conocí a Patrick. 1993. Era el día de Navidad. Patrick estaba en medio del vestíbulo de baldosas a cuadros blancos y negros de la casa de mis tíos con mi primo Oliver, el hijo mediano. Llevaba puesto el uniforme del colegio y en la mano tenía una bolsa de lona. Yo acababa de ducharme y estaba bajando para ayudar a poner la mesa antes de irnos a la iglesia.
Mi familia nunca pasaba las Navidades en ningún sitio que no fuera Belgravia. Winsome nos exigía que nos quedásemos a dormir en Nochebuena porque decía que así se creaba un ambiente más festivo. Y, aunque esto no lo mencionaba, de este modo se evitaban los problemas con la puntualidad al día siguiente…, como que apareciésemos los cuatro a las once y media al desayuno que estaba programado para lo que mi madre llamaba la «hora estándar de Belgravia», las ocho y media de la mañana.
Ingrid y yo dormíamos en el suelo del cuarto de mi prima Jessamine. Había sido el bebé tardío de Winsome, cinco años menor que Oliver, que la llamaba «el accidente» cuando no había adultos cerca y, cuando los había, «la MS», la maravillosa sorpresa, hasta que llegado a una edad ató cabos y comprendió que también él había sido una sorpresa…, al fin y al cabo, su hermano mayor, Nicholas, es adoptado. Nunca se hablaba de por qué tras cuatro años de matrimonio con Rowland mi tía no había concebido el bebé que anhelaba; seguramente no se sabía. Fuera cual fuera la causa, decía mi madre, después de tanto tiempo debió de parecerles que el follón legal del papeleo era preferible a seguir esforzándose en el dormitorio.
Nicholas, que tiene mis mismos años, tenía otro nombre cuando le adoptaron, y jamás se hablaba de sus orígenes más allá de referirse a ellos como «sus orígenes». Pero he oído decir a mi tío, al alcance del oído de su hijo, que en lo que se refiere a adoptar bebés en Gran Bretaña, te dan a elegir el color que quieras siempre que sea marrón. He oído a Nicholas decirle a su padre, a la cara: «Si mamá y tú os lo hubierais currado un poco, ahora tendríais dos blanquitos nada más». Para cuando Patrick pasó sus primeras Navidades con nosotros, Nicholas ya había empezado a descarrilarse, y desde entonces no se ha vuelto a encarrilar.
Oliver y Patrick tenían trece años y eran compañeros de internado en Escocia. Patrick llevaba allí desde los siete años. Oliver, que solo llevaba un cuatrimestre, tenía que haber llegado en Nochebuena, pero había perdido el vuelo y le habían metido en un tren nocturno. Rowland fue a Paddington a recogerle con el Daimler negro, que mi madre llamaba «el gilimóvil», y volvió a casa con los dos.
Mientras bajaba las escaleras, vi a mi tío, enfundado todavía en su abrigo, regañando a su hijo por traer a un amigo a pasar las malditas Navidades en casa sin pedir permiso. Me detuve a medio camino y me quedé mirando. Patrick se había agarrado el dobladillo del jersey y lo enrollaba y lo desenrollaba mientras Rowland seguía hablando.
Oliver dijo:
—Ya te lo he dicho. Su padre se olvidó de reservarle el billete de vuelta. ¿Qué querías que hiciera yo, dejarle en el colegio con el director?
Rowland farfulló un improperio y se volvió hacia Patrick.
—Lo que quisiera yo saber es a qué padre se le olvida reservar un vuelo para su hijo en Navidad. Un vuelo a Singapur, joder.
Oliver dijo que a Hong Kong.
Rowland le ignoró.
—Y tu madre, ¿qué?
—No tiene —dijo Oliver mirando a Patrick, que seguía dale que te pego con el jersey, incapaz de articular palabra.
Lentamente, Rowland se desanudó la bufanda y, una vez colgada, le dijo a Oliver que su madre estaba en la cocina.
—Te sugiero que vayas y hagas algo útil. Y… —volviéndose hacia Patrick— tú, ¿cómo decías que te llamabas?
—Patrick Friel, señor —respondió con un tono que sonó a pregunta.
—Bueno, «Patrick Friel señor», ya que estás aquí, te puedes ahorrar los lagrimones. Y suelta de una vez la maldita bolsa.
Añadió que a él y a la madre de Oliver podía llamarles señor y señora Gilhawley, y se alejó con paso airado.
Seguí bajando las escaleras. Oliver y Patrick me miraron a la vez; Oliver dijo: «Esa es mi prima Martha», le agarró de la manga y se lo llevó hacia la escalera que bajaba a la cocina.
Meses atrás, Margaret Thatcher se había mudado a una casa al otro lado de la plaza. Winsome lo soltaba, a veces con naturalidad y otras no tanto, en todas las conversaciones, y el día de Navidad lo mencionó dos veces durante el desayuno y, de nuevo, mientras nos preparábamos para ir a la iglesia que estaba en una esquina de la plaza, más cerca de mis tíos que de la casa de la primera ministra.
Nada más conocer a mi tía, a la gente le llama la atención —aunque con el tiempo se acostumbra— que siempre que habla de un tema importante levanta la barbilla y cierra los ojos. Cuando llega al meollo del asunto, los ojos se le abren de par en par como si se hubiera despertado bruscamente. Para terminar, coge aire abriendo mucho las fosas nasales y antes de expulsarlo lentamente lo contiene durante un rato que acaba siendo preocupante. En el caso de Margaret Thatcher, mi tía siempre abría los ojos en el momento de decir que la primera ministra había escogido «el lado menos bueno» de la plaza. Esto exasperaba a mi madre, que de camino a la iglesia se preguntaba en voz alta por qué, en vez de ir en línea recta, Winsome nos hacía dar un rodeo por los otros tres lados de la plaza.
Una vez, al volver de la iglesia, mi madre se fue a llevar unas tartaletas de frutas a los policías que estaban montando guardia enfrente de la casa de Margaret Thatcher y volvió con el plato vacío. Todos los años, en abril, Winsome hace sus propias tartaletas, y escuchó con una sonrisa imperturbable cuando mi madre le dijo que al parecer los policías tenían prohibido aceptar nada y que por eso, a la vuelta, las había tirado todas a un cubo de basura.
Antes de comer me puse una sudadera de Mickey Mouse y unos shorts negros de ciclista, y entré descalza en el comedor… Lo recuerdo porque mientras nos sentábamos Winsome me dijo que me daba tiempo a subir a cambiarme, que la ropa de licra no era de rigor para sentarse a la mesa de Navidad, y ya de paso que me calzara. Mi madre dijo:
—Eso, Martha. ¿Y si resulta que en este mismo instante la señora Thatcher está cruzando desde su lado menos bueno de la plaza? ¿Qué impresión vamos a causarle?
Cogió la copa de vino que le ofrecía Rowland, que, al ver que la vaciaba de un trago, dijo:
—Por Dios, Celia, que no es una maldita medicina. Al menos pon cara de que la estás disfrutando.
Pues claro que la estaba disfrutando. Ingrid y yo, no. En casa, en las fiestas, que nuestra madre bebiera siempre nos había hecho gracia. Ahora que éramos más mayores, y ella también, ya no tenía tanta gracia, y beber ya no dependía de que hubiera gente interesante en casa, ni siquiera de que hubiera gente. Y, en cualquier caso, nunca había tenido gracia en Belgravia, donde la manera de beber de mis tíos no alteraba el ambiente, y donde Ingrid y yo vimos que era posible volver a poner el corcho a una botella y guardarla, y también dejar las copas en la mesa sin terminar. Aquel día, que se cerró conWinsome arrodillada junto a la silla de nuestra madre dando toquecitos a la moqueta con un trapo húmedo para limpiar el vino, su manera de beber nos hizo sentir vergüenza. Sentimos vergüenza por nuestra madre.
Una vez sentados todos a la mesa y mientras Winsome pasaba las fuentes —siempre de izquierda a derecha—, Rowland, en el extremo de los adultos, le preguntó a Patrick, que estaba en la zona de los niños, si pertenecía a algún grupo étnico.
Oliver dijo:
—Papá, eso no se pregunta.
—Pues claro que se pregunta, ya ves que acabo de hacerlo —dijo Rowland, y miró fijamente a Patrick, que, obedientemente, respondió diciendo que su padre había nacido en Estados Unidos, pero que en realidad era escocés y que su madre era —y aquí le tembló la voz— británica de origen indio.
A mi tío le pareció curioso que el acento de Patrick fuera más elegante que el de sus hijos, teniendo en cuenta que ni su padre ni su madre eran ingleses. Nicholas murmuró «santo cielo» y le mandaron salir del comedor, pero no obedeció. En los años críticos de Nicholas, nos dijo una vez mi madre a Ingrid y a mí que Winsome y Rowland no habían sido perseverantes con su hijo mayor. Nos sorprendió su comentario, teniendo en cuenta que a nosotras no nos sometía a ningún tipo de disciplina.
Con forzada alegría, Winsome le preguntó a Patrick los nombres de sus padres. El de su padre, respondió, era Christopher Friel, y, casi de modo inaudible, dijo que el de su madre era Nina. Rowland empezó a quitar trocitos de piel de las lonchas de pavo que le había servido mi tía, y se los estaba dando uno a uno al lebrel sentado a sus pies. Lo había comprado unas semanas antes y le había llamado Wagner. Esa mañana, al bajar a desayunar, mi madre había dicho que prefería escuchar el ciclo entero de El anillo del nibelungo interpretado por un violinista aficionado antes que pasar otra noche entera oyendo los aullidos del perro.
A la siguiente pregunta de Rowland, esta vez por el empleo de su padre, Patrick dijo que trabajaba para un banco europeo, que, perdón, pero no recordaba cuál. Mi tío tomó un largo trago de lo que fuera que había en su vaso y a continuación dijo:
—Bueno, cuéntanos, ¿qué le sucedió a tu madre?
Las fuentes habían terminado de circular, pero nadie había empezado a comer debido a la conversación que estaba teniendo lugar de un extremo a otro de la mesa. Esforzándose por contener las lágrimas, Patrick explicó que se había ahogado en la piscina de un hotel cuando él tenía siete años. Rowland dijo que qué mala suerte y sacudió su servilleta, dando a entender que la entrevista había concluido. Inmediatamente, Oliver y Nicholas cogieron sus cubiertos y se pusieron a comer como si alguien hubiera dado el pistoletazo de salida, con las cabezas gachas y el brazo izquierdo rodeando el plato, como defendiéndolo de un posible robo, a la vez que engullían lo que iban amontonando en el tenedor con la mano derecha. Patrick comía igual que ellos.
Le habían enviado al internado una semana después del funeral de su madre. Ese es el tipo de padre que se olvida de reservar un vuelo a casa para su propio hijo.
Minutos después, durante una pausa en la conversación de los adultos, Patrick dejó de engullir, levantó la cabeza y dijo: «Mi madre era médico». Nadie se lo había preguntado, ni entonces ni antes. Lo dijo como si se le hubiese olvidado y acabase de recordarlo.
Mi padre, creo que para impedir que Rowland volviese sobre el tema o escogiese uno peor, empezó a explicar la paradoja de Teseo a toda la mesa. Era un acertijo filosófico del siglo I: si a un barco de madera le cambian toda la tablazón en plena travesía por el océano, ¿es, en sentido estricto, el mismo barco cuando llega a su destino? O, dicho de otro modo, continuó al ver que nadie entendía de qué estaba hablando:
—La pastilla de jabón de Rowland ¿es la misma que compró en 1980 o es una pastilla completamente distinta?
—He aquí la paradoja del jabón Imperial Leather —dijo mi madre, pasando el brazo por encima de él para coger una botella abierta.
Al final de la comida, Winsome nos invitó a todos a pasar al salón formal para «estirarnos un poco». Fue allí donde Ingrid y yo descubrimos que el dinero que nos mantenía a los cuatro no venía de nuestros padres.
Las dos, por aquel entonces, íbamos a un selecto colegio privado solo para chicas. A mí me dieron una beca porque, según me dijo el primer día una niña mayor que yo, había quedado la segunda en el examen de acceso y la primera se había muerto durante las vacaciones.
La lista de prendas y accesorios del uniforme escolar ocupaba cinco páginas por las dos caras. Mi madre nos la leyó en la mesa, riéndose de un modo que me ponía nerviosa:
—Calcetines de invierno, con escudo. Calcetines de verano, con escudo. Calcetines de deporte, con escudo. Bañador, con escudo. Gorro de natación, con escudo. Compresas, con escudo. —La soltó sobre el aparador y dijo—: Martha, no pongas esa cara, era una broma. Seguro que te dejarán usar compresas no reglamentarias.
Como no le dieron beca, nuestros padres matricularon a Ingrid en el instituto del barrio, que era gratis y mixto y ofrecía a las chicas dos tipos de uniforme…, el normal y el de maternidad, decía Ingrid. Pero en el último segundo nuestros padres cambiaron de idea y la mandaron a mi colegio. Mi madre dijo que había vendido una escultura. Ingrid y yo hicimos una tarta para celebrarlo.
En el coche, de camino a Belgravia aquella Nochebuena, le habíamos preguntado a mamá por qué no le caía bien Winsome. Había estado negándose a arreglarse durante varias horas, amenazando, como todos los años, con no ir cada vez que mi padre le metía prisa, y accediendo tan solo cuando le pareció que ya se lo había suplicado suficientemente. Nos respondió que porque Winsome era controladora y estaba obsesionada con las apariencias, y que, por mucho que fuera su hermana, era incapaz de identificarse con alguien cuyas dos pasiones fundamentales eran la restauración y sentar a la mesa a grandes grupos de comensales.
Aun así, mi madre siempre hacía regalos carísimos… a todo el mundo, pero sobre todo a Winsome, que abría el suyo lo justito para ver qué era y después trataba de volver a pegar el papel celo mientras le decía que se había pasado. Siempre, mi madre se levantaba y salía de la habitación con aire ofendido, momento en el que Ingrid decía algo gracioso para crear buen ambiente. Pero aquel año, no. Aquel año, mamá ni se movió. Levantó los brazos y dijo:
—¿Por qué, Winsome? ¿Por qué nunca nunca agradeces las cosas que te compro?
Mi tía, profundamente incómoda, recorrió la habitación con la mirada en busca de algún lugar donde posarla. Rowland, que, siguiendo la tradición, acababa de regalarle un vale de veinte libras para Marks & Spencers, dijo:
—Porque se lo has comprado con nuestro maldito dinero, Celia.
Ingrid y yo estábamos sentadas en la misma butaca y nos buscamos las manos. Sentí el calor de la suya mientras mirábamos a mamá, que se levantó con esfuerzo diciendo:
—Bueno, Rowland, qué le vamos a hacer; ganas algo y pierdes algo, supongo[1].
Salió de la habitación riéndose de su chiste.
A pesar de que ya éramos mayorcitas, nunca se nos había ocurrido pensar que un poeta bloqueado y una escultora que todavía no había logrado su estatus «de importancia menor» no tuvieran ingresos y que fueran nuestros tíos los que nos compraban los bañadores con escudo, como todo lo demás. Una vez que nuestra madre hubo salido de la habitación, Ingrid le dijo a Winsome:
—¿Qué es? Me lo quedo yo, siempre y cuando no sea una escultura.
Y a partir de ahí hubo buen ambiente.
En Belgravia, por norma, los niños abrían los regalos en orden ascendente de edad. Jessamine primero, Nicholas y yo los últimos. Poco antes del turno de Oliver, Winsome desapareció por unos instantes y volvió con un regalo que dejó, sin que nadie salvo yo se diera cuenta, debajo del árbol. Segundos después, lo cogió y dijo, «Un regalo para ti, Patrick». El chico se quedó de piedra. Era una especie de almanaque de cómics. Ingrid susurró «Vaya chasco» cuando vio lo que era, pero yo pensé que jamás había visto a nadie sonreír tanto como Patrick cuando alzó la vista para dar las gracias a mi tía.
Cómo pudo haber un regalo para él, con su nombre, cuando nadie había previsto su presencia, siguió siendo un misterio para él durante muchos años. Estábamos embalándolo todo para mudarnos a Oxford cuando Patrick encontró el libro en una estantería y me preguntó si lo recordaba.
—Fue uno de los mejores regalos de mi infancia. No sé cómo se le pudo ocurrir a Winsome.
—Lo cogió de su armario de regalos de emergencia, Patrick.
Pareció ligeramente desanimado, pero dijo:
—Bueno, aun así.
Y se puso a leerlo hasta que se lo quité de las manos.
Aquel primer año solo hablé con Patrick una vez, mientras nos dirigíamos hacia Hyde Park y rodeábamos Kensington Gardens. El día de Navidad, por la tarde, siempre nos obligaban a salir a pasear a fin de que Rowland pudiera escuchar el discurso de la reina en relativa paz. Relativa, porque mi madre se ponía a despotricar contra la institución de la monarquía desde la primera toma aérea de Windsor Castle y continuaba durante todo el discurso de Su Majestad, mientras mi padre leía en voz alta fragmentos del libro que se había regalado a sí mismo.
Ingrid y yo íbamos caminando justo detrás de Patrick cuando, casi al final del paseo central de Hyde Park, se detuvo de golpe y se abalanzó a coger una pelota de tenis que acababa de lanzarle Oliver. El brazo abierto de Patrick dio un buen golpe en el pecho a mi hermana, que no había tenido reflejos para parar y se puso a soltar tacos y a decirle que le había hecho mogollón de daño en la teta. Patrick, afligido, le pidió perdón. Le dije que no se preocupase, que era difícil no darle un golpe a Ingrid en la teta. También por eso pidió perdón, y luego salió corriendo.
Patrick volvió al año siguiente —esta vez después de pasar por el visto bueno de Winsome— porque su padre acababa de casarse con una abogada chinoamericana llamada Cynthia, y estaban de luna de miel. Yo tenía diecisiete años; Patrick, catorce. Le dije hola cuando apareció en la cocina con Oliver; se quedó en la puerta, de nuevo enrollando el dobladillo de su jersey, mientras mi primo buscaba lo que fuera que había ido a buscar.
En algún momento de aquel día, subimos todos al cuarto de Jessamine y nos sentamos en las camas deshechas, todos menos Nicholas, que se plantó delante de la ventana y se sacó un cigarrillo del bolsillo, uno de liar que estaba medio despegado y se estaba deshaciendo. Jessamine, que tenía nueve años, agitó las manos y se echó a llorar mientras él intentaba encenderlo.
—No nos pareces guay, Nicholas —dijo Ingrid, trayendo a Jessamine a sentarse entre las dos—. Parece una bolsita de té envuelta en papel higiénico.
Me ofrecí a ir a por un trozo de cinta adhesiva, y después le pregunté a Jessamine si quería ver un truco. Asintió con la cabeza y dejó que Ingrid le limpiase la cara con la manga del jersey. Por aquella época yo llevaba aparato en los dientes y, mientras todos me miraban, empecé a mover la lengua por dentro de la mejilla. Un segundo después, puse la boca en forma de O y una de las gomitas salió disparada. Cayó en el dorso de la mano de Patrick. La miró un momento con aire vacilante, y a continuación la cogió delicadamente.
Más tarde, en casa, Ingrid vino a mi cuarto a que colocásemos todos los regalos en el suelo para ver quién tenía más y dividirlos en dos montones, el de los «me gusta» y el de los «no me gusta», aunque ya nos estábamos haciendo demasiado mayores para eso. Me dijo que había visto a Patrick meterse la gomita en el bolsillo cuando creía que nadie le estaba mirando.
—Porque está enamorado de ti.
Le dije que no fuera tan bruta.
—¡Si es un niño!
—La diferencia de edad ya no tendrá ninguna importancia para cuando os caséis.
Hice como que me ponía a vomitar.
Ingrid dijo:
—Patrick ama a Martha. —Y cogió el CD de Grandes Éxitos del 93 de mi montón de «no me gusta» y lo puso en el equipo de música.
Aquellas fueron las últimas Navidades antes de que una pequeña bomba estallase en mi cerebro. El final, oculto en el principio. Patrick volvía cada año.
[1] Juego de palabras con el nombre de Winsome: win (ganar),