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José Antonio Fortuny

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Beschreibung

Una delicada parábola sobre los abusos que el poder ejerce sobre los más débiles, desde un punto de vista humorístico y descarnado no exento de una buena dosis de mala leche. Un circo acaba de llegar a un pueblo apartado. Pronto todos sus habitantes caen bajo el hechizo del espectáculo, todos excepto dos ancianos que intentan resolver un problema doméstico, sin saber que pronto se verán envueltos en toda una aventura para frustrar los planes del malvado jefe del circo.

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Seitenzahl: 264

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Jose Antonio Fortuny

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Saga

Alehop

 

Copyright © 2019, 2021 José Antonio Fortuny and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726697971

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Camaradas: proscribamos los aplausos,

el espectáculo está en todas partes.

Jim Morrison

1

El anciano miró el árbol con el semblante lívido, desencajado. Tenía la boca grotescamente abierta. Cada mañana, desde hacía muchísimos años, llevaba a cabo idéntico ritual: a la misma hora y desde un sitio instituido, contemplaba cómo el sol iba subiendo por el horizonte, cómo sus destellos dorados se asomaban entre las ramas de ese majestuoso árbol. Le encantaba escenificar este ceremonial en compañía de su mujer, y con una taza de café humeante entre las manos.

El espigado árbol se alzaba en medio del huerto. Pertenecía a una especie poco común de cedro, un Cedrus brevifolia, que habitualmente sólo se encuentra en la isla de Chipre. No había ninguno más por la región. Nadie sabía a ciencia cierta cómo había ido a parar allí, ni cuántos años tenía. La única certeza es que era muy viejo, centenario. Había visto pasar a varias generaciones de seres humanos; había sido testigo de cómo la rústica casa iba sufriendo diversas reformas y modificaciones, pero él continuaba allí, impertérrito, firme, dominante, ajeno a ese vaivén insustancial. Un tótem sagrado y venerado.

El anciano percibía que la energía irradiada por el árbol recorría la tierra donde tenía sembrada una extensa variedad de hortalizas, se le enroscaba por los pies, y le hacía rebullir de gozo.

Pero hacía unos días que era incapaz de sintonizar con esta fuente vivificante. Una preocupación alojada en su mente se lo impedía.

Dio unos pasos hacia el árbol y volvió a alzar la vista hacia sus ramas. En otras circunstancias hubiera podido pasar varias horas así, embelesado con un brote naciente, o sintiendo cómo la fragancia silvestre le expandía hondamente sus pulmones. Pero ese día sus ojos díscolos no podían prestar atención, y acabaron desviándose hacia el cielo plomizo y huraño.

Hacía unos días que el firmamento permanecía cerril mente encapotado. Ni llovía ni parecía que la concentración nubosa tuviera intención de disolverse. Esta incertidumbre aumentaba su desasosiego.

El anciano era una persona tranquila. No era ni guapo ni feo, ni alto ni bajo. Era uno de esos seres que, si de repente se marchaba de un grupo, costaba llegar a darse cuenta de su ausencia; y cuyas pisadas, al franquear un umbral doméstico en un día lluvioso, apenas dejaban huella.

Era tímido e introvertido, y el mundo exterior se le antojaba cada vez más hostil y extraño. Al jubilarse, cambió la rutina de su trabajo en la fábrica de zapatos por otros quehaceres como construir barcos en miniatura dentro de botellas, o cuidar con más mimo sus plantas. También se conjuró para acabar de leer, por todos los medios, El Quijote, libro que había empezado en múltiples ocasiones desde que era un adolescente.

Pero la razón fundamental que propició esta retracción fueron las dificultades motoras que empezó a experimentar su mujer, la cual requería cada vez más su ayuda. De este modo, juntos, habían ido acondicionando y reforzando su nido. Y aunque se sentían seguros allí dentro, aunque profesaban la superstición según la cual, al no hacer mucho ruido ni meterse con nadie, gozaban de cierto halo de protección astral, era inevitable que a veces se pusieran a conjeturar cuáles podrían ser las amenazas potenciales que harían tambalear su cálido estilo de vida, como la muerte fulminante de alguno de los dos o un insalvable revés económico.

Por eso se quedaron descoyuntados cuando el contratiempo que les asaltó, y que quebró su remanso de paz, no fue uno de dimensiones considerables sobre el que habían especulado; no fue un meteorito catalogado y vigilado el que vino a colisionar, sino un problema aparentemente minúsculo, del tamaño de un guisante. Como una larva asquerosa culebreó hasta la mente del anciano; y una vez acomodado entre sus neuronas, no dejaba de mortificarle, noche y día, a todas horas, de un modo vil y despiadado.

2

El alcalde se asomó a la ventana de su despacho oficial. Desde su despacho en el ayuntamiento, situado en uno de los edificios más altos del pueblo, se disfrutaba de una fantástica panorámica del pueblo, enclavado en un valle al que se llegaba por una carretera estrecha y serpenteante.

Contempló la escena de pie, meditabundo y silencioso, con las manos entrelazadas por detrás de su espalda. Era un hombre de mediana edad, calva incipiente e innegable sobrepeso. Vestía un elegante traje azul marino. Maniático con la vestimenta, se esmeraba en que siempre estuviera pulcra y bien planchada.

Desde esa atalaya privilegiada había admirado en innumerables ocasiones el paisaje, exultante por los logros conseguidos. Era su gran obra; se vanagloriaba de ser el principal artífice de que el pueblo de casas encaladas y geranios bermellones en los balcones luciera tan bella estampa.

Aunque últimamente le costaba enlazar con esta visión tan paradisíaca. En su lugar había ido ganando terreno una mirada pesimista; la tristeza y el hastío se apoderaban con mayor frecuencia de él.

El alcalde suspiró. Hacía unos días que esta apatía era grávidamente persistente. Posiblemente, pensó, había contribuido a que este estado anímico se mantuviera el cielo asfixiante que desde hacía unos días acechaba al pueblo. Indolente, se dejó arrastrar por la melancolía hacia el pasado. Una vaharada de recuerdos, fragmentos de su infancia, le sobrevino.

Revivió que había sido un niño de baja estatura. Como un tapón. Pero lo más inaudito era que, quizá debido a un problema neuropsicológico que los médicos no habían detectado, él se veía aún más pequeño de lo que en realidad era. Tal vez por ello necesitaba moverse constantemente, no paraba de corretear arriba y abajo, buscando ser el centro de atención. Si se quedaba quieto, se agobiaba, tenía la sensación de volverse aún más canijo.

Aun así, por más que se esforzara en dar saltitos y levantar la mano pidiendo ser escogido en un equipo, no entendía por qué los demás niños no le veían... Y si se fijaban en él solía ser para arrearle una colleja y acabar patinando con sus gruesas gafas de cristal doble por el suelo.

Lo pasó mal a la hora de elegir profesión. No sabía por dónde partir. Envidiaba a los demás jóvenes que no mostraban ninguna reticencia en desempeñar trabajos como campesino o herrero, que iban pasando de generación en generación. Intuyó que su temperamento no iba a tolerar estar amarrado a un yugo tan férreo.

Probó múltiples oficios, y efectivamente en ninguno encajó. En todos se acabó abrumando. Fue así como, dando tumbos y de un modo accidental, fue a parar a la política al sustituir provisionalmente a un concejal. Le gustó, por lo que después se propuso formar parte estable del consistorio. Seguidamente, el objetivo se centró en llegar a ser alcalde. La posterior aspiración fue repetir y ganar unas nuevas elecciones. Y después otras. Se dio cuenta de que la política era una actividad ideal para él, ya que estaba trufada de movimiento; incesantemente aparecía otro peldaño, un tentador listón al que abocarse.

Incluso en pleno éxtasis, cuando se pasaba la lengua por los labios desde el mirador de su despacho y tenía el convencimiento de que no había límites en el horizonte, llegó a pergeñar fantasías en las que un día, arribados sus logros en este pueblo remoto a oídos de los mandamases de su partido, le llamarían de la capital para nombrarle diputado. Por qué no. Una ensoñación que le ponía como una locomotora que expulsara una vaporosa excitación por la nariz.

Sin duda alguna la aportación más significativa de la política, el brillante diamante que halló, era que ésta le ofrecía cuantiosos estímulos que le ayudaban a compensar su distorsión sensorial.

Su cometido exigía que llevara traje y corbata. Enseguida se dio cuenta de que el traje estilizaba, que su figura parecía aumentar un par de centímetros. Otra grata sorpresa fue constatar que la silla que ocupaba en los plenos estaba situada sobre una tarima, haciendo sobresalir su cabeza del plano por el que normalmente discurren la mayoría de los mortales. También apreció que sus conciudadanos le trataran con deferencia, llamándole de usted, una palabra de sonoridad distinguida que le dilataba como un esponjoso suflé; y cuando empezó a recibir cartas encabezadas con el tratamiento de Ilustrísimo Señor entonces se sintió insuflado a presión, a lo bestia, hasta adquirir el volumen antropomorfo de un muñeco Michelín.

Además, el cargo que ostentaba implicaba asistir a actos protocolarios, como festejar desde el balcón del ayuntamiento un título conquistado por el equipo de baloncesto o acompañar a una folclórica que habían invitado para que pronunciase el pregón de las fiestas. Estaba un rato con esas personalidades de fenomenal talla, compartía con ellos mesa y mantel, por lo que fue inevitable que llegara a creer que algo de su magnificencia se le había pegado.

Pero el factor de crecimiento más edificante fue comprobar cómo aquellos que le habían repudiado y propinado mamporros acudían ahora a su despacho con la mirada gacha, dóciles, para suplicarle su intercesión. Semejaban liliputienses, tan encogidos ante su presencia...

Con esta crepitante efervescencia había funcionado durante los treinta años que llevaba metido en política, describiendo una gráfica continuamente ascendente. Pero algo había comenzado a fallar. Su motor estaba perdiendo potencia; había chocado contra un inesperado techo de cristal.

Y al volar más bajo le alcanzaban andanadas que antes ni le rozaban.

Uno de estos incordios provenía de la oposición. El partido de la oposición, que llevaba años en la sombra, sin poder gobernar, había optado por cambiar su estrategia política y a su jefe de filas. Había puesto al frente a un joven de pelo engominado, un perro de presa con metodología de acoso y derribo. No le dejaba pasar una al alcalde, protestaba al mínimo parpadeo. Los plenos se habían vuelto trabados; las discusiones, inacabables.

En otra época incluso le hubiera divertido bajar al coso para litigar con ese niñato y darle una lección. Pero actualmente se sentía carente de fuelle, bajo de defensas, y las pullas de su oponente le afectaban.

También le iban menoscabando las quejas de algunos vecinos por el mal estado de una acera o por la falta de limpieza de una calle. Aunque debería de haberse acostumbrado, lo cierto es que estaba harto de estos sujetos tan quisquillosos. Aun así, no pensaba seriamente en abandonar su cargo.

Eso sería aún peor. Después de tantos años de profesión, se sentía viejo para empezar a ganarse la vida de otro modo. Lo único que se le ocurría era maquillar su desánimo. Todavía confiaba en remontar el vuelo, en que no se tratase más que de un bache anímico pasajero, y que retornaran pronto el ardor y la ambición que le habían caracterizado.

3

El problema a todas luces trivial que tenía angustiado al anciano, sin dejarle pegar ojo, sin dejarle pensar en nada más, estaba relacionado con su esposa. Ésta era una mujer voluminosa, que hablaba por los codos y reía con fruición. Constituían una de esas parejas que llamaba la atención por el gran contraste físico.

Ella padecía artritis reumatoide. Debido al dolor y al aumento de la rigidez de sus rodillas, en los últimos años se había visto en la necesidad de utilizar una silla de ruedas para desplazarse.

A pesar de todo, se habían adaptado bien a esta situación. Su existencia se volvió más lenta e incómoda, pero al hacer una evaluación general coincidieron en que lo podían sobrellevar: todavía podían hacer muchas cosas, tenían suficientes motivaciones y compensaciones.

El marido se consagró a las adaptaciones pertinentes en la vivienda, mayormente en el baño, para que ella pudiera circular con la silla de ruedas; e incluso construyó una pasarela de madera en el huerto para que su mujer pudiera llegar hasta el árbol y seguir dando, junto a él, la bienvenida al día que despuntaba.

Más adelante ella sufrió un empeoramiento en su estado de salud y dejó de poder levantarse por sí misma de la cama. También lo pudieron parchear. El anciano, solícito, capitaneaba el rescate, agarrándola con fuerza por la cintura para ayudarla a realizar la transferencia del lecho a la silla de ruedas.

La vida se les puso más cuesta arriba, tuvieron que comprimirse aún más en la burbuja de su hábitat, aunque después de hacer inventario concluyeron que todavía podían mantenerse a flote. Aún seguía intacto lo esencial.

Pero el cataclismo había empezado a gestarse.

El anciano padecía esporádicamente unos dolorosos pinchazos en la espalda. Al principio no les dio importancia, quiso creer que tal como habían venido se irían, sobre todo si dejaba la puerta y las ventanas abiertas.

Ni caso. Los ramalazos aumentaron su intensidad y asiduidad. Cada día le costaba más aupar a su mujer.

Decidió entonces ir al médico. Éste le diagnosticó un principio de hernia discal.

—Descanso absoluto, tienes que dejar de hacer esfuerzos — le advirtió.

El anciano se soliviantó, pretextando que hasta entonces la espalda no le había dado ningún problema, que siempre se había cuidado y que eso no podía ser...

—La edad no perdona —zanjó el facultativo seriamente.

«Lo que ha querido decir es que duerma bien por las noches, así el dolor se marchará y podré seguir ayudando a mi mujer», manipuló su mente obtusa lo que había escuchado.

No sabía qué hacer. Necesitaba más tiempo para asimilar lo que estaba ocurriendo. En los últimos días el dolor se había recrudecido; habían estado a punto de caerse varias veces al intentar reincorporarla de la cama. Hasta que esa mañana, su espalda había dicho basta. Apenas había alzado a su mujer unos centímetros cuando tuvo que soltarla, muerto de dolor.

—Déjalo estar, tengo sueño —le dispensó ella al percibir su impotencia.

—Cada día te levantas a esta hora.

—Me duele la cabeza —sondeó entonces esta excusa universal.

—Te dejo dormir un rato más. Después lo intentamos de nuevo —transigió el marido, que necesitaba imperiosamente serenarse, alejarse de la zona cero, del fuego que tanto quema.

Buscó la inspiración en su lugar favorito, en el huerto al pie del árbol. Sólo recolectó una ráfaga de aciagos pensamientos.

«¿Qué voy a hacer?», se preguntaba, sosteniendo con una mano la taza de café que aún no había tenido ganas de probar y en los riñones doloridos la otra mano apoyada, que tampoco se había atrevido a apartar.

La primera idea que tuvo, al ser la más elemental, fue la de contratar a alguien para que le reemplazara. No pudo ir muy lejos. Cuando empezó a hacer cálculos tuvo que detenerse. Enseguida llegó a la conclusión de que aunque su suplente le cobrara lo mínimo, sólo podría pagarle durante una semana al mes. Los números eran irrebatibles: necesitaba a alguien al menos dos veces al día, para levantar y acostar a su mujer, y de lunes a domingo. Por rápido que fuera esa persona y tardara sólo una hora por la mañana y otra por la noche, le salían 14 horas a la semana, 56 horas al mes. Insostenible. Tendría que desembolsar una cantidad de dinero que no tenía.

No podía echar mano de sus insignificantes ahorros. Vivían de su pensión, al día, y les había resultado imposible ahorrar mucho en esas condiciones. Y menos mal que la mayoría de los alimentos que comían procedían de lo que él cultivaba en el huerto...

Pensó en reducir gastos, en quitarse algún privilegio. Pero no era un hombre de vicios: no fumaba, no frecuentaba los bares ni jugaba a la lotería... El único capricho que encontró fue que, de tanto en tanto, le gustaba comerse un mousse de chocolate.

«¿Qué voy a hacer?», se repetía machacándose.

Estaba seguro de no tener ningún familiar lejano del que recibir una salvadora herencia, ni joyas que pudiera vender. Tal vez podría probar la medicina alternativa, suplementos vitamínicos o alguna operación quirúrgica que le restituyeran la fuerza y vitalidad. Podrían ser opciones válidas, aunque a medio o largo plazo...

Después de haber dado vueltas y más vueltas sólo consiguió agotarse. Se dio cuenta de que había rotado hasta el punto de partida, cuando caviló: «Lo ideal hubiera sido poder pagar a alguien». Entonces discernió que el problema al que se enfrentaba no era de aquellos irresolubles, sino que poder solventarlo era básicamente una cuestión económica. Una tortura perfecta, ya que uno no podía dejar de pensar en ello, como si te colocaran delante de las narices una zanahoria apetitosa que no puedes apresar.

Cuando estaba a punto de abandonar, una chispa de luz titiló en medio de tanta infecundidad. Le restallaron reminiscencias, imágenes sueltas y borrosas, de un artículo publicado en el periódico local donde se ensalzaba una prestación ofrecida por el ayuntamiento. «Unos servicios sociales de primera, potentes», creyó recordar este eslogan junto con una imagen de alguien sentado en una silla de ruedas, atendido por una profesional de bata blanca y sonrisa refulgente.

Cuánto lamentó no haber prestado en su momento más atención a esa noticia. Probablemente si hubiera sido así no estaría ahora reconcomiéndose. Pero era tan difícil estar atento a cosas que crees que nunca te van a pasar a ti... Quizá ese flash sólo fuera el fruto de su imaginación, aunque era el único clavo ardiente al que aferrarse después de haber estado tanto tiempo plantado ante el árbol.

Para salir de dudas habría que personarse en el ayuntamiento y preguntar. Le fastidiaba hacerlo, pero estaba dispuesto a lo que fuera con tal de que este sinsentido terminara ya.

Antes, hizo una parada en su habitación. Supuso que su mujer estaba dormida; ésta entreabrió los ojos.

—Tengo que ir un momento hasta el ayuntamiento. ¿Quieres que trate ahora de levantarte o puedes aguantar un poco más?

—Vete. Estoy bien —respondió ella.

—Volveré pronto —convino el anciano, sacando del armario la mejor chaqueta que tenía. Comprendía que en estos casos uno tiene que intentar dar una buena imagen. No quería parecer tan desesperado como estaba.

Se dirigió hacia el espejo del recibidor. Se abrochó los botones de la chaqueta, se ajustó el cuello de la camisa; asió y se ciñó la boina. Finalmente salió de su casa, deseando con fervor poder hacer realidad su esperanza.

4

Reuniendo todo el valor que pudo, se encaminó hacia el ayuntamiento. Debería de tragarse además su orgullo, ya que tachaba a los que iban a pedir amparo a las instituciones de tipejos problemáticos, vagos o maleantes, y él siempre se había tenido por un hombre honrado y trabajador.

Según caminaba se le afianzaba la sensación de que su tribulación era tan desmesurada que, después de haber infectado ya todas sus células, forzosamente tenía que desbordarse y reflejarse en el exterior. Temía que su rostro o sus gestos pudieran traicionarle, y no quería que nadie más que quien fuese estrictamente necesario se enterara de ello. Así, cuando pasó por delante de una vecina, la dueña de una panadería que estaba barriendo su portal y con la que solía detenerse a charlar, respondió a su saludo bajando la cabeza y acelerando el paso.

También percibió que, desde la acera de enfrente, el carnicero con el que hacía buenas migas, con su delantal manchado de sangre y palillo sempiterno en la boca, empezaba a cruzar la calle y le decía algo. El anciano se limitó a mirarle por el rabillo del ojo y a hacerse el sordo.

Cuando se mentalizaba sobre que lo peor ya había pasado, se topó con las gemelas que acababan de doblar la esquina. Eran dos mujeres muy pintorescas, unas solteronas que a pesar de su edad respetable no se habían afanado por diferenciarse la una de la otra: ambas lucían el mismo corte de pelo rizado, idéntico vestido violeta y modelo de zapatos. Además, ambas sujetaban por la correa sendos perros salchicha, conocidos por su mala leche y porque también eran como dos gotas de agua.

El protagonista se acogotó al darse cuenta de que el cerco se estrechaba en torno a él: las gemelas le impedían el avance frontal, el carnicero se aproximaba por su flanco izquierdo, la voz de la panadera se oía cada vez más nítida por su retaguardia...

—¿Cómo está tu mujer? Hace mucho que no la veo... —se interesó una de las gemelas, tirando de la correa de su perro que se había puesto a gruñir.

—Lo siento, tengo mucha prisa —cortó el anciano, abriéndose paso por una inapreciable fisura que había entre las dos mujeres. Un movimiento brusco y grosero que hizo que las gemelas a punto estuvieran de descostillarse. El hombre no se detuvo ante los reproches, sino que avivó el ritmo mientras que a sus espaldas se clavaban las miradas perplejas del pequeño grupo al que acababa de dar plantón.

La casa del anciano y su mujer estaba en las afueras del pueblo. Tardó un rato en llegar, sudoroso y jadeante, al centro donde estaba emplazado el ayuntamiento. Las pocas veces que el anciano había ido al consistorio lo había hecho refunfuñando por alguna contribución que tenía que pagar. En esa ocasión subía su escalinata con un espíritu reverencial, como si se estuviera internando en un templo mitológico.

Pisó el suelo reluciente y se dirigió a una secretaria que estaba detrás de un mostrador, la cual dejó de teclear en el ordenador y le preguntó cordialmente en qué le podía ayudar.

El anciano carraspeó:

—Me manda un amigo que no ha podido venir. Es para él. Quería saber si el ayuntamiento da algún tipo de ayuda a quienes están imposibilitados en la cama... —expelió. Cuando iba de camino se le ocurrió esta fabulación para tantear el terreno.

—Tendrá que hablar con María Ángeles. Espere ahí si es tan amable —le señaló la mujer un sofá.

Tomó asiento con la espalda bien recta, rodillas apretadas y las palmas de sus manos sobre los muslos. Mientras escuchaba el hilo musical, se le desataron las elucubraciones:

«¿Qué ha querido decirme? ¿Acaso me ha confirmado que esta ayuda existe? No sólo me ha remitido a otra persona. No ha dicho ni sí ni no...». Cada palabra, cada fotograma era analizado concienzudamente para afirmar o descartar alguna hipótesis.

Estuvo esperando un rato hasta que una joven le invitó a que pasara a su despacho. Tenía el cabello corto teñido de rojo, labios pintados de color morado y un llamativo piercing en la nariz. Parecía recién salida de la universidad.

—Dígame en lo que le puedo ayudar —le instó la funcionaria sentándose en una silla frente a él, al otro lado de la mesa.

—Esto... quería informarme sobre algo para que las personas se levanten —chapurreó el anciano, que inmediatamente se dio cuenta del galimatías que habían formado sus cuerdas vocales, atrabancadas por los nervios.

Ella lo miró con aplomo. A pesar de haberse enmarañando, había captado su mensaje.

—El ayuntamiento cuenta con un servicio para asistir a las personas que no se pueden valer por sí mismas. ¿Es para algún familiar?

—Sí, para mi mujer... —tragó saliva. Superado el escollo inicial, ya no servía aducir que era para un amigo. Había llegado la hora de poner las cartas encima de la mesa.

—¿Tú no la puedes ayudar? —empezó a tutearle por si así podía propiciar un clima más acogedor.

—No, mi espalda... —respondió el anciano llevándose la mano derecha al dorso y mirándola a los ojos, tratando de tender el tan anhelado puente para que el otro sienta en sus propias carnes el dolor ajeno—. Aunque espero que se me pase pronto —apostilló.

—Hay que reunir una serie de requisitos. Tengo que hacerte unas preguntas —se aprestó la joven cogiendo un bolígrafo y un formulario. En ese intervalo el anciano se fijó en que encima de la mesa había un tarro de cristal repleto de caramelos—. Primero de todo, ¿tenéis familia que pueda echaros una mano?

—Familia no... quiero decir familia que pueda ayudarnos no tenemos. Ella tiene una hermana, pero es mayor —le informó el anciano.

Después de anotar su respuesta, la veinteañera volvió a interrogarle:

—¿Hijos? ¿Tenéis hijos?

—No, no tuvimos hijos —las manos del anciano estaban amasando con tanta ansiedad la boina, que se le cayó al suelo, golpeándose la coronilla contra la mesa cuando se agachó para recogerla.

—¿Pensáis tenerlos?

El hombre se quedó más blanco que los pechos de una novicia. Creyó que no había escuchado correctamente la pregunta o que el coscorrón contra la mesa podía haberle afectado. El cutis circunspecto de la joven aguardaba una respuesta.

—La ciencia avanza de un modo imparable. El otro día leí que una mujer de 65 años había sido madre primeriza. Por eso te lo pregunto. Quizá no sería una mala idea —tomó ella la iniciativa ante el anquilosamiento del entrevistado.

Ésa era la pregunta. Había entendido bien.

—Era una broma. Es que te veo muy nervioso. Relájate, aquí no nos comemos a nadie —terció la joven al atestiguar que el anciano no sólo no había captado su fina ironía, sino que moviendo imperceptiblemente los labios se había puesto a computar cuántos años harían falta para que, si tenían un hijo, éste alcanzara la madurez y fuerza que le permitieran echarles una mano.

Así que era una broma. Menudo gol le acababa de meter. En su época hubiera sido impensable hacer una broma a alguien al que no conocías, y mucho menos a alguien mayor, al que se le debía de tratar desde la distancia y el respeto. Si el mundo ya le parecía al anciano cada vez más caótico, más complicado de deglutir era esta juventud de tejanos ceñidos, que copulaban como conejos y se tatuaban rosas envueltas en alambres de espinos en la piel.

Al volver a mirarla detectó en la comisura de sus labios, concretamente en su lado derecho, una pequeña arruga, un tenue pliegue que delataba sus esfuerzos por contener una sonrisa.

Ella continuó:

—Pues bien, descartada la existencia de familiares aptos o hijos, nos queda una cuestión muy importante por despejar: la situación económica del núcleo familiar. Tenemos que priorizar, ya que los recursos son limitados y las necesidades muchas.

Aunque el anciano no había acabado de entender el significado de algunas de estas palabras tan cultas, no iba a pedirle que se las aclarase para que no coligiese que era un ignorante. Quizá el nivel cultural quitara puntos también, así que se arriesgó a declarar:

—No tenemos demasiado dinero. Yo soy pensionista y mi mujer se ha dedicado a las labores del hogar. Esta mañana hacía cálculos, y si tuviéramos que pagar a alguien no podríamos llegar a fin de mes —dijo. Al volver a recrear la imagen del mousse de chocolate estableció una rápida asociación, de cosa dulce a cosa dulce, con el bote de caramelos que tenía justo enfrente. Hacia él enfocó la vista; sus jugos gástricos retumbaron.

—¿Juras que no tienes ningún cofre lleno de monedas escondido en algún sitio?

El anciano volvió a sobresaltarse.

—Pues no... —empezó a decir, cuando vislumbró de nuevo esa pícara arruga en el lado derecho de la joven. Comprendió a tiempo que había sido otra broma. Ya le empezaba a coger el tranquillo al juego. Resopló y sonrió a la funcionaria guasona.

—¿Y cuántos días crees que estarás sin poder atender a tu mujer? —le preguntó ella devolviéndole la sonrisa.

—En breve espero estar al pie del cañón —respondió, volviéndose a engañar.

La funcionaria anotó su contestación junto al comentario «servicio temporal». Después le formuló otras preguntas secundarias, como la edad qué tenían y la calle donde vivían. Finalmente, después de echar un vistazo a sus notas, le comunicó:

—A falta de confirmar unos papeles, hacienda y demás, creo que podremos ofreceros este servicio.

Qué bien le empezaba a caer esta joven. Cerró los ojos al escuchar las sublimes palabras. Tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre ella y besarla. Había valido la pena hacer el esfuerzo de venir hasta aquí, enfrentarse a sus aprensiones. La explosión de alegría fue tan potente que hasta tuvo la sensación que traspasaba su corporeidad, ya que en ese momento se oyó en el exterior un fuerte estruendo que hizo vibrar el cristal de la ventana. —¡Gracias, muchísimas gracias!

—Voy a intentar dar prioridad a este caso —le aseguró ella poniéndose en pie. Y al haberse dado cuenta de las repetidas miradas golosas que el anciano había dirigido hacia el tarro de los caramelos, le invitó a que cogiera algunos.

Él aceptó el detalle y tomó finamente uno. La mujer se empecinó en que se apropiara de más. Dudó; su educación le obligaba a guardar las formas cuando iba de visita. Pero qué diablos, un día era un día, y había que endulzar la buena nueva. Volviendo a meter la mano en el recipiente, apresó un puñado generoso de caramelos y se los metió en el bolsillo de la chaqueta.

—Irá alguien a tu domicilio tres días por semana para echar una mano a tu mujer y asearla; por la noche regresará para acostarla —la joven dio por concluida la entrevista acompañándole hasta la puerta del despacho.

Esta vez no iba a dejarse trinchar. La había pillado. No le iba a tomar el pelo de nuevo. Puede que fuera lento de reflejos, que en algunos aspectos mundanos estuviera desfasado, pero aún era capaz de aprender.

—¿Sólo tres días a la semana? Muy bueno, muy bueno — valoró el anciano siguiéndole la corriente, guiñándole un ojo antes de dar media vuelta y marcharse desternillándose de allí. En ningún momento se le ocurrió echar la vista atrás para comprobar que la funcionaria le miraba alejarse imperturbable, sin que se dibujara esta vez la arruga chivata en la comisura de sus labios morados.

5

Mientras el anciano hablaba con la empleada pública y su congoja poco a poco iba menguando hasta abandonar el lugar tan campante, a escasos metros de ese despacho, en el salón de plenos, se estaba celebrando una sesión...

El orden del día no debería de revestir grandes complicaciones. Se tenían que tratar contenidos menores, de trámite. Teóricamente la reunión debería de finiquitarse de un modo rápido, así al menos lo esperaba el alcalde, que al sufrir uno de esos días depresivos miraba reiteradamente el reloj, deshojando las horas a la espera del momento de irse a casa. Sus expectativas empezaron a torcerse cuando se abordó el tema de los uniformes nuevos encargados para el personal de limpieza urbana.

—Creía que suscribíais esta iniciativa —manifestó su extrañeza ante el brazo desafiante que alzaba el líder de la oposición.

—Sí, pero nadie nos informó de que iban a ser de este color —le reconvino su adversario político, bajando la mano y pasándosela por el pelo.

El alcalde, veterano en estas lides, columbró que estas palabras habían sido moduladas con un sutil matiz belicoso. Se temió lo peor.

—Sinceramente, creía que esto del color no tenía mucha importancia... —expresó con suavidad, aún con una cierta fe de abortar allí la controversia.

No lo consiguió. El líder de la oposición se irguió como un resorte, y encañonándole con un dedo, le espetó:

—Quizá para ti no, pero para nuestro partido estos detalles son muy importantes. ¿Qué podemos esperar en otros ámbitos si ni siquiera esto tan simple lo sabéis hacer bien?— preguntó girándose y dirigiéndose hacia los bancos destinados a acoger al público, completamente vacíos como de costumbre.