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¿Puede un abuelo-influencer lograr que sus nietos se enamoren de los libros? Entre meriendas con chocolatadas y tés de distintos sabores, HED y sus nietos comparten largas conversaciones. La avidez de los TUMPIS —así los llama él— tiñe de misterio las aventuras del abuelo, como si él mismo estuviera espiando su pasado, filtrado por la visión de unos ojos nuevos. —Es la primera vez que escucho que un libro puede tener paciencia —agregó Iván, algo desconcertado. —¿Paciencia para qué, abu? —preguntó Tomás. —Para esperarme —les dijo HED .—¿Para esperarte? —dijo Uma, expectante. —Sí. Me esperó en mi biblioteca todo el tiempo que hizo falta, hasta que yo estuve listo para él. Este libro me eligió. —¿Los libros pueden... elegirte? —inquirió Tomás. —Un libro que está solo y te espera —dijo Uma, reflexionando. —Abuelo... —intervino Iván. —Sí, mi amor —respondió HED, que acostumbraba decirles así a todos sus nietos. —Yo me pregunto... —y se quedó pensando. HED sabía que detrás de esa frase siempre venía alguna de esas ocurrencias que caracterizaban a sus nietos. Y vino nomás: —¿Cómo voy a saber yo cuál va a ser el libro para toda mi vida? HED sonrió y se quedó meditando unos segundos. —Vas a tener que explorar muchas bibliotecas, pichón. "Exploradores de bibliotecas...", se quedaron pensando los TUMPIS. Y empezaron a imaginarse esa aventura.
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Seitenzahl: 121
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Un viaje por la curiosidad, las palabras, las ideas y la música
Algo se me va a ocurrir
Héctor Dengis
Dengis, Héctor
Algo se me va a ocurrir : un viaje por la curiosidad, las palabras, las ideas y la música / Héctor Dengis. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-6505-95-8
1. Narrativa Argentina. 2. Abuelos. I. Título.
CDD A863
© 2024, Héctor Dengis
Primera edición, julio 2024
Dirección comercial Sol Echegoyen
Dirección editorial Julieta Mortati
Asistencia editorial Eleonora Centelles
Coordinadora del área de edición Jacqueline Golbert
Jefa de corrección María Nochteff Avendaño
Corrección Karina Garófalo y Patricia Jitric
Diseño y diagramaciónLara Melamet
Ilustración de tapaCiervo con lápices, escultura de Hugo Horita
Conversión a formato digital Estudio eBook
Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.
Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina
www.pampublicaciones.com.ar
—¿Qué hacés, abuelo? —preguntó Tomás.
—Escribo un musical para chicos, pichón —respondió HED.
—¿Y qué es eso?
—¿Viste que hace un tiempo fuimos a ver El Capitán Beto?
—¡Ah, sí!
—Bueno, algo como eso.
—¿Y vos qué hacés? ¿Actuás?
—No, yo escribo el argumento y compongo las canciones.
—Ah… ¡A vos se te ocurre!
Esa tarde, en su departamento, HED compartía una merienda con los TUMPIS. Así llama HED a sus nietos. Mientras él le daba un sorbito a su té de durazno —uno de sus preferidos— Uma se acercó con un libro que había tomado de la biblioteca de su abu y ahí nomás le soltó:
—¿Quiénes son Hugo y Nydia, abuelo?
HED volteó la cabeza hacia ella, sorprendido ante la mención de esos nombres tan queridos.
—¡Qué lindo lo que te escribieron! —acotó Uma.
—¿Te interesaría conocer esa historia? —preguntó HED con una indisimulable sonrisa.
—¡Por supuesto! —dijo Uma entusiasmada.
—¡A mí también me gustaría! —sumó Iván, hermano menor de Uma.
—¡Yo también quiero conocerla! —agregó Tomás, primo de ambos.
HED empezó a contarles…
—Al comienzo de mi adolescencia, mi papá y mi mamá me dijeron que había un libro esperándome en mi biblioteca. Que tenían que dármelo en el momento que consideraran adecuado para que yo lo leyera y lo valorara.
Ese día llegó, el libro se llamaba El Principito y había sido escrito por un señor francés, de apellido algo difícil de pronunciar. En la primera página, HED se encontró con esta dedicatoria, la misma que Uma había descubierto un momento antes:
Querido Héctor Eduardo:
Te hemos conocido cuando tenías apenas unas horas de vida. Y entonces hemos empezado a quererte. Y queríamos regalarte algo. Pensamos en algo perdurable, en algo para toda tu vida. Optamos por este libro porque sabemos que cuando lo leas tu corazón comprenderá el mundo. ¡¡Toma, querido, el primer alimento para tu alma!!
Hugo y Nydia, tus amigos desde ya.
Buenos Aires, enero de 1954.
A medida que HED devoraba sus páginas con entusiasmo, las palabras de la dedicatoria se iban cumpliendo como una buena profecía. Cuando terminó de leerlo, le había gustado tanto que quiso saber quién era Antoine de Saint-Exupéry, el autor, y conocerlo personalmente. Lamentablemente, Antoine había muerto hacía muchos años, durante la Segunda Guerra Mundial. Además de escritor, había sido piloto, y su avión había sido derribado. Pero Hugo y Nydia vivían, y no demasiado lejos, en la provincia de Santa Fe.
HED les preguntó a sus papás acerca de ellos. Hugo Mandón era un poeta y escritor santafecino, y Nydia Ferrari, su esposa (y hermana de su madrina Perlita). Los conoció a ambos un verano de vacaciones y pasaron a ser dos personas fundamentales en su vida.
—Pero, abu, ¿cómo podían saber ellos con tanta certeza que ese libro iba a ser tan importante para vos? —preguntó Uma.
—Los regalos hechos desde el corazón suelen encontrar hospedajes semejantes. Y, efectivamente, ese libro se convirtió en el más importante de mi vida —dijo HED.
—¿Por qué ese? ¿Los otros no fueron tan importantes? —acotó Iván.
—Sí, sí… por suerte hubo muchos libros importantes a lo largo de mis días. Pero este fue el primero más importante. El que, de alguna manera, me ayudó a que existieran los siguientes.
—¿Y qué tenía de importante este libro? —dijo Tomás, empezando a hojearlo.
—Lo más importante que tuvo fue una gran paciencia.
Los tres nietos se miraron sin entender demasiado.
—Es la primera vez que escucho que un libro puede tener paciencia —agregó Iván, algo desconcertado.
—¿Paciencia para qué, abu? —preguntó Tomás.
—Para esperarme —les dijo HED.
—¿Para esperarte? —dijo Uma, expectante.
—Sí. Me esperó en mi biblioteca todo el tiempo que hizo falta, hasta que yo estuve listo para él. Este libro me eligió.
—¿Los libros pueden... elegirte? —inquirió Tomás.
—Un libro que está solo y te espera —dijo Uma, reflexionando.
—Abuelo... —intervino Iván.
—Sí, mi amor —respondió HED, que acostumbraba decirles así a todos sus nietos.
—Yo me pregunto... —y se quedó pensando.
HED sabía que detrás de esa frase siempre venía alguna de esas ocurrencias que caracterizaba a sus nietos. Y vino nomás:
—¿Cómo voy a saber yo cuál va a ser el libro para toda mi vida?
HED sonrió y se quedó meditando unos segundos.
—Vas a tener que explorar muchas bibliotecas, pichón.
“Exploradores de bibliotecas…”, se quedaron pensando los TUMPIS. Y empezaron a imaginarse esa aventura.
HED todavía no sabía leer pero veía que sus padres leían mucho. Su mamá era, además, profesora de literatura. Su papá, carpintero aficionado, un día le mostró un objeto muy curioso. Estaba bastante gastado por el tiempo y el uso, pero seguía funcionando igual. Cuando su papá le acercó unos alfileres, estos se pegaron instantáneamente al objeto. El efecto parecía mágico. Su papá le contó que el fenómeno se llamaba “electromagnetismo”. HED había aprendido lo que era un imán.
Desde ese momento, cada vez que HED veía a sus padres leyendo, se acordaba de esa imagen. ¿Por qué los libros los “magnetizaban”? Tardó unos añitos más en aprender a leer —más que los que él hubiera deseado—, pero finalmente estuvo listo para su propia aventura. ¿Quedaría también él magnetizado?
Ni bien aprendió a leer de corrido, HED empezó a pedir libros y también más espacio para ubicarlos. Y así les contó a los TUMPIS lo que pasó ese día en que su papá llegó con unos largos listones de madera.
—Primero los serruchó todos de la misma medida, después lijó bien sus puntas y cantos, los amuró a las paredes con guías y ménsulas y, como por arte de carpintero, aparecieron los estantes de mi primera biblioteca. Rápidamente empezó a llenarse. La mayoría de los libros tenían el lomo amarillo y unas tapas muy coloridas: las de la legendaria colección Robin Hood. Una de ellas mostraba un personaje con un nombre muy raro. Ninguno de mis amigos se llamaba Sandokán ni llevaba un turbante en la cabeza. Razón de más para ver qué se traía este extraño señor entre manos.
—¿Y quién era Sandokán? —preguntó Uma, intrigada.
—Un pirata creado por Emilio Salgari, y uno de mis primeros “amigos literarios” —le respondió HED. Todos conocíamos a los tigres del zoológico, pero ninguno había oído hablar de Los tigres de Mompracem.
—¿Y quién era Mompracem? ¿El dueño de los tigres? —preguntó Tomás.
—No. Mompracem era una isla situada en el mar de Malasia, guarida de Sandokán y su legión de piratas...
—¿Una isla verdadera o imaginaria? —preguntó Iván.
—Es un tema en discusión. Unos afirman que nació de la imaginación del autor. Pero estudios recientes dicen que podría tratarse de un arrecife coralino en las aguas de Brunéi.
Estas eran las mismas preguntas que HED se había hecho antes de abrir ese y otros libros que habitaban su biblioteca recién estrenada. ¿De quién sería la huella que Robinson Crusoe descubre en la arena en una de sus tapas? ¿A quién estaría convocando El llamado de la selva? ¿Cuáles serían Los misterios de la jungla negra? ¿Adónde llevarían Los viajes de Gulliver? ¿Serían educados y gentiles Los caballeros del Rey Arturo? ¿Dónde quedaría El mundo perdido? ¿Sería cansador recorrer Veinte mil leguas de viaje submarino?
—Necesitaba develar todas esas incógnitas —siguió contando HED. Y para averiguarlo pasé tardes y noches enteras tirado en mi cama. Me sentía como uno de Los hijos del Capitán Grant (después vi la película en el cine) o como uno de los piratas que intentaban encontrar La isla del tesoro. Así descubrí la incomparable sensación de leer. Pero, al mismo tiempo, una voz iba creciendo dentro de mí, repitiéndome que, algún día, podría ser yo el que escribiera las historias, el que inventara los mundos, el que los llenara de paisajes deslumbrantes, de habitantes reales o fantásticos.
A medida que escuchaban, los ojitos de los TUMPIS brillaban con más y más intensidad. Su entusiasmo crecía y querían saber más sobre la vida de su abuelo. Sentían que HED iba a ser su amigo para siempre, como Hugo y Nydia lo habían sido para él.
¿Qué mejor? A él le gustaba contar historias y a los TUMPIS les gustaba escucharlas. Entonces acordaron que cada vez que se vieran, un cuento, una anécdota o una historia los estaría esperando. Como el libro de aquella biblioteca de HED, ansioso por ser descubierto.
Un día HED le dijo a su mamá que para él leer era “como zambullirse en la pileta en verano”. Le gustaba tanto entrar a los libros que no quería salir de ellos nunca más.
Ella, sonriente, le respondió:
—Acabás de descubrir lo que es una metáfora.
HED se sintió feliz de ver sonreír a su mamá, pero no tenía ni idea de qué era esa palabra extraña. Ni siquiera podía repetirla bien. No la había aprendido en el colegio todavía. ¿Era una palabra difícil para ser entendida por chicos?
Mamá Nelly, como buena profesora, se la hizo fácil.
—Es sencillo. Vos dijiste que leer es “como zambullirse en una pileta”. Usaste una imagen para tratar de explicar lo que sentís. Eso es una metáfora: algo que dicho de otra manera significa lo mismo.
—Y entonces, si significa lo mismo, ¿para qué lo tengo que decir de otra forma?
—Para decirlo de una manera no tan directa... más bella, más poética.
—Ahá… —se quedó pensando HED, un poco más tranquilo, pero no tanto.
Ya habría tiempo para entender qué era eso de “otra manera más poética”. Lo importante era que las metáforas le agregaban belleza a la forma en que las cosas eran contadas. Muy buen dato para ese HED que empezaba a pensar en escribir algún día sus propias historias. Alguien que ya se imaginaba nadando en piletas de papel.
HED les contó a los TUMPIS la anécdota y, por supuesto, esa tribu de insaciables pidió más.
—¿Los libros siempre existieron? —arrancó Iván.
—No. Primero tuvo que inventarse la imprenta.
—¿Y entonces cómo llegaban las historias a las personas?
—De boca en boca. Es lo que se llama “tradición oral”.
—¿Traición? ¿A quién traicionaban? —escuchó mal Iván.
—Tra-di-ción —remarcó HED.
—¿Y cómo funciona eso?
—Los adultos de una ciudad o una comunidad o un país les cuentan a los más chicos todo lo que saben y lo que hacen para no perder eso que llaman su propia cultura. ¿Oyeron hablar de que las cosas pasan de generación en generación?
—Sí, claro —dijo Uma.
—¿Y por qué es “oral”? —agregó Tomás.
—Porque se transmite a través de la palabra, ya sea con cuentos, cantos populares, mitos, leyendas, poesías.
—Más o menos como vos a nosotros —dijo Tomás.
—Exactamente. Por eso, desde que existen los libros, todas las personas que viven en un lado del planeta pueden enterarse de lo que piensan o hacen las que viven en el otro.
—Lo mismo que hacemos por Internet —reflexionó Tomás.
—Claro, solo que en lugar de sentarse frente a una computadora, ellos se reunían junto a una fogata o frente a las chimeneas de las casas o al lado de un río, e iban transmitiéndose unos a otros esas historias.
—O sea que los libros fueron como… ¿la primera Internet del mundo? —continuó Uma.
—Bien pensado —dijo HED—. Y esa era la manera en que iban conociendo sus tradiciones, sus pensamientos, sus ideas.
Iván se quedó pensando y, después de unos segundos, como si estuviera preguntándose a sí mismo, dijo:
—¿Qué haríamos si no tuviéramos las palabras?
—¡Muy lindo tema para una próxima charla! —dijo HED, dándole un sorbo a su té de hierbas cordobesas.
HED llegó a la siguiente reunión y todavía no se había quitado la campera cuando Tomás lo interceptó.
—Yo me quedé pensando mucho, muchísimo, en lo que dijo Iván.
—No fuiste el único. Todos pensamos, Tomás —replicó Uma, un poquito celosa.
—Ah, qué bueno. ¿Y qué salió de esas cabecitas?
—Las palabras son muy necesarias —se adelantó Tomás—. No podemos hacer nada sin ellas.
—Sí que podemos —lo interrumpió Uma—. La música, el dibujo, la pintura: un montón de cosas no necesitan palabras.
—Pero un montón de cosas sí —insistió Tomás.
—Okey, okey, en realidad los dos tienen razón. Pero dejemos esa interesante discusión para otro momento y volvamos a la pregunta que dejó picando Iván: “¿Qué haríamos si no tuviéramos palabras?”. A ver, vos, Uma —tanteó HED—, ¿qué se te ocurrió?
—¿Cómo haríamos para decirnos todo lo que necesitamos si no existieran las palabras? —se preguntó Uma.
—Yo sin palabras no puedo pensar —agregó Tomás.
—Para mí —dijo el autor de la pregunta—, las palabras sirven para ponerles nombres a las cosas.
—Bien, bien. Todas deducciones interesantes. Las palabras sirven para pensar, para nombrar a las cosas y para comunicarnos.
—Sin palabras no podríamos entendernos —continuó Uma.
—Tendríamos que usar lenguaje de señas, como les pasa a las personas sordas —desafió Iván.
—O como los mimos, que prefieren no hablar —dijo Tomás.
—Por supuesto —afirmó HED, intentando mantener el eje de la charla—. Sin palabras no podríamos conversar con los demás. Eso es lo que hacen, entre otras cosas, los libros con nosotros.
—¿Los libros conversan? —se sorprendió Iván.
—¡Sí! —dijo HED