Alicia en el país de las maravillas - Lewis Carroll - E-Book

Alicia en el país de las maravillas E-Book

Lewis Carroll

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Beschreibung

Acompaña a Alicia, mientras crece y se encoje inesperadamente, a participar en meriendas sinfín y en juegos en los que, más que ganar, la proeza es lograr llegar al final del juego sin que la Reina de Corazones quiera mandarte a...¡cortar la cabeza!

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© Letra Impresa Grupo Editor, 2022 / 1.a edición: febrero de 2020 / Guaminí 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina / Teléfono: 7501 1267

[email protected] / www.letraimpresa.com.ar

Carroll, Lewis

Alicia en el país de las maravillas / Lewis Carroll ; adaptado por Katherine Martínez Enciso ; editado por Katherine Martínez Enciso ; ilustrado por Gerardo Baró. - 1a ed adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Letra Impresa Grupo Editor, 2020.

Libro digital, EPUB - (Sonsoles)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4419-16-3

1. Literatura Fantástica. 2. Novelas Fantásticas. 3. Narrativa Infantil y Juvenil Inglesa. I. Martínez Enciso, Katherine, adap. II. Baró, Gerardo, ilus. III. Título.

CDD 823.9283

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total, el registro o la transmisión por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa y escrita de la editorial.

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

/ CAPÍTULO 1

Madriguera abajo

Alicia estaba empezando a aburrirse allí, sentada en la orilla, junto a su hermana, sin tener nada que hacer. Había dado un par de ojeadas al libro que esta leía, pero no tenía dibujos ni diálogos. “¿Para qué puede servir un libro sin dibujos ni diálogos?”, se preguntaba Alicia.

Era un día caluroso y eso la hacía sentirse algo cansada. Trataba de decidir si ponerse de pie para recoger algunas flores cuando, de pronto, pasó corriendo muy cerca de ella un conejo blanco de ojos rojos.

Eso no tenía nada de particular y tampoco le pareció extraño a Alicia que el Conejo se dijese:

–¡Ay, ay, ay, que llego tarde!

Pero fue cuando el Conejo sacó un reloj de bolsillo de su chaleco –nada menos–, lo miró y después apuró el paso, que Alicia se puso de pie de un salto porque de golpe se le cruzó por la mente que jamás había visto un conejo con chaleco ni con reloj de bolsillo y, ardiendo de curiosidad, corrió por el campo en su persecución, y llegó justo a tiempo para verlo desaparecer por una gran madriguera que había debajo del cerco.

Un instante después, iba Alicia tras de él, sin pensar ni por un momento cómo iba a volver a salir.

La madriguera se prolongaba primero en línea recta, como un túnel, y luego se hundía de pronto, tanto que Alicia no había tenido tiempo de pensar en detenerse cuando ya se encontró cayendo en lo que parecía ser un pozo muy profundo.

Una de dos: o el pozo era muy profundo o ella caía muy lentamente… Primero, trató de mirar hacia abajo y de averiguar hacia dónde se dirigía, pero estaba demasiado oscuro y no alcanzaba a ver nada. Después, miró las paredes del pozo y notó que estaban atestadas de armarios y bibliotecas; de tanto en tanto había mapas y cuadros colgados.

–Me pregunto cuántos metros habré caído ya –dijo en voz alta–. Debo de andar cerca del centro de la Tierra. ¿O, acaso, terminaré por traspasar toda la Tierra? En cuanto llegue, voy a tener que preguntar el nombre del país, claro está. Por favor, señora, ¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia? –Y trató de hacer una reverencia mientras hablaba… ¡qué les parece, haciendo reverencias mientras uno se está cayendo en el vacío!–. Y ¡qué nena ignorante les voy a parecer cuando haga esa pregunta! No, me parece que preguntar no es lo más adecuado; en una de esas lo veo escrito en algún sitio.

Abajo, abajo, abajo. No había ninguna otra cosa que hacer, así que Alicia no tardó en ponerse a hablar nuevamente.

–Me parce que Dinah me va a extrañar mucho esta noche –Dinah era la gata–. Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Ay, Dinah querida! ¡Ojalá estuvieses aquí abajo conmigo! Me temo que no hay ratones en el aire, pero podrías cazar un murciélago y los murciélagos se parecen mucho a los ratones. Pero no estoy tan segura de que los gatos coman murciélagos.

Aquí Alicia empezó a sentirse un poco cansada y siguió diciéndose como entre sueños:

–¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?

Y a veces:

–¿Comen gatos los murciélagos?

Tuvo la sensación de que se estaba durmiendo y apenas había empezado a soñar que estaba caminando de la mano con Dinah y preguntándole con gran ansiedad: “Quiero que me digas la verdad, Dinah, ¿te comiste alguna vez un murciélago?” cuando, de pronto, ¡pof!, ¡pof!, aterrizó en un montón de ramas y hojas secas, y terminó la caída.

Alicia no se había lastimado y enseguida se puso de pie de un salto. Levantó los ojos, pero arriba estaba todo muy oscuro; delante de ella se extendía otro largo pasillo, por el que aún podía divisarse al Conejo Blanco que se alejaba apurado. No había ni un momento que perder: allá se precipitó Alicia, rápida como el viento, y llegó justo a tiempo para oírle decir mientras doblaba una esquina:

–¡Por mis orejas y bigotes, qué tarde se me está haciendo!

Alicia estuvo por alcanzarlo al llegar a la esquina, pero, en cuanto pegó la vuelta, ya no lo vio más por ninguna parte, y se encontró en un vestíbulo largo y bajo, iluminado por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

El vestíbulo estaba rodeado de puertas, pero todas estaban cerradas y, después de recorrerlas una por una, de la primera a la última para ver si alguna se abría, Alicia volvió tristemente al centro del vestíbulo, preguntándose cómo iba a hacer para salir de allí.

De pronto, se encontró con una mesita de tres patas, toda de vidrio macizo. No había en ella más que una diminuta llavecita dorada, seguramente correspondería a alguna de las puertas del vestíbulo. Pero ¡qué pena!, o bien las cerraduras eran demasiado grandes o la llave demasiado pequeña: lo cierto es que no podía abrir ninguna de esas puertas. Sin embargo, en su segunda recorrida, se tropezó con una cortina baja que no había visto antes y detrás de ella encontró una puertita de unos cuarenta centímetros de alto. Alicia probó la llavecita dorada y, para su gran alegría, ¡entraba en la cerradura!

Abrió la puerta y vio que daba a un pasillito apenas más amplio que una ratonera; se agachó y allá al fondo, del otro lado del pasillo, estaba el más hermoso jardín que Alicia hubiese visto nunca. ¡Qué ganas tenía de escaparse de ese vestíbulo oscuro e ir a disfrutar de las flores! Pero ni siquiera podía pasar la cabeza por el marco de la puerta.

“Y aunque pudiera pasar la cabeza”, pensó la pobre Alicia, “de poco me serviría sin los hombros. ¡Ay, cómo me gustaría plegarme como un telescopio! Creo que podría hacerlo si tan solo supiese cómo empezar”.

Parecía inútil quedarse esperando junto a la puertita, de modo que volvió a la mesa con la esperanza de encontrar alguna otra llave o, al menos, un manual con instrucciones para plegar gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró una botellita (“estoy segura de que no estaba aquí antes”, se dijo Alicia), con una etiqueta con la palabra “BÉBEME” escrita con letras mayúsculas.

Estaba muy bien eso de decir “Bébeme”, pero la prudente Alicita no iba a obedecer así como así.

–No, primero voy a mirar bien –dijo–, para ver si no dice “veneno”.

Sin embargo, por más que buscó, esta botella no decía “veneno”, así que Alicia se atrevió a probar y, como tenía rico gusto, enseguida lo terminó.

–¡Qué rara me siento! –dijo Alicia–. ¡Debo de estar plegándome como un telescopio!

Y así era: ahora no medía más que veinticinco centímetros y la cara se le iluminó cuando pensó que tenía el tamaño exacto para pasar por la puertita y llegar al precioso jardín. Sin embargo, primero esperó unos minutos más para ver si seguía encogiéndose.

Después de un tiempo, cuando vio que nada nuevo sucedía, decidió irse derechito al jardín, pero ¡pobre Alicia, qué pena! Cuando llegó a la puerta, notó que se había olvidado la llavecita y volvió a la mesa para buscarla, pero se dio cuenta de que de ningún modo podía alcanzarla: la veía con toda claridad a través del vidrio e hizo todos los esfuerzos posibles por treparse por una de las patas, pero se resbalaba y, cuando se cansó de intentarlo, se sentó en el suelo y se puso a llorar.

Muy pronto, sus ojos tropezaron con una cajita de vidrio que había debajo de la mesa; la abrió y encontró en su interior un bizcocho diminuto con la palabra CÓMEME escrita.

–Bueno, lo voy a comer –dijo Alicia–, y si me hace crecer, voy a alcanzar la llave; y si me hace todavía más chiquita, podré arrastrarme por debajo de la puerta. De cualquier modo, voy a llegar al jardín ¡y no me importa lo que pase!

Comió un bocadito mientras sostenía la mano por encima de la cabeza para controlar si crecía y se sorprendió bastante cuando notó que seguía estando del mismo tamaño. No cabe duda de que eso es lo que sucede por lo general cuando uno come bizcochos, pero Alicia se había acostumbrado tanto a esperar solo cosas desacostumbradas que le parecía bastante tonto y aburrido que la vida siguiese su curso normal.

De modo que puso manos a la obra y, muy pronto, terminó el bizcocho.

/ CAPÍTULO 2

Un charco de lágrimas

–¡Cada vez más extraño! –gritó Alicia–. Ahora me estoy desplegando como el telescopio más gigante que haya existido nunca. ¡Adiós, pies! –Porque, cuando bajó los ojos para mirarse los pies, estos ya estaban casi fuera del alcance de la vista, de tan lejos que se habían ido–. ¡Ay, pobres piecitos míos! Vaya uno a saber quién se ocupará ahora de ponerles las medias y los zapatos. Yo, al menos, no voy a poder, estoy segura. Voy a estar demasiado lejos para ocuparme de ustedes: van a tener que arreglárselas lo mejor que puedan…

Estaba sumergida en sus pensamientos cuando su cabeza golpeó contra el techo del vestíbulo, y es que en realidad, para ese entonces, Alicia ya andaba midiendo algo más de tres metros. Recogió de inmediato la llavecita dorada y fue corriendo hacia la puerta que daba al jardín.

¡Pobre Alicia! Lo más que pudo hacer fue tenderse de costado para mirar con un solo ojo hacia el jardín; había menos esperanzas que nunca de que pudiera atravesar la puerta. Alicia se sentó y se puso a llorar una vez más. Lloraba y lloraba derramando litros de lágrimas hasta que terminó por quedar rodeada por un gran charco de unos diez centímetros de profundidad que cubría medio vestíbulo.

Un rato después, Alicia oyó un golpeteo de pasitos a lo lejos y se secó apresuradamente los ojos para ver quién llegaba. Era el Conejo Blanco que volvía, suntuosamente vestido, con un par de guantecitos blancos en una mano y un gran abanico en la otra. Venía al trote, murmurando para sus adentros mientras se acercaba:

–¡Ay, la Duquesa, la Duquesa! ¡Ay, lo que me va a decir por haberla hecho esperar!

Alicia se sentía tan desesperada, de modo que, cuando el Conejo se acercó hacia donde ella estaba, empezó a decir en voz baja y con timidez:

–Señor, por favor…