Alma - Irene Recio Honrado - E-Book

Alma E-Book

Irene Recio Honrado

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Beschreibung

Lor es una joven de dieciocho años obsesionada con la desaparición de su hermano. Tras tres años de escasas respuestas y prohibiciones extrañas, consigue regresar a su pueblo natal, lugar donde sucedió.  Alma le enseñará a nuestra protagonista que toda leyenda tiene una parte de realidad, y que las viejas historias están más relacionadas con ella de lo que creía.

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Alma

Irene Recio Honrado

ISBN: 978-84-18587-32-0

1ª edición, febrero de 2020.

Editorial Autografía

Carrer d’Aragó, 472, 5º – 08013 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

A mi madre, Mercedes.

Prólogo

—¡Vamos Lor! ¿En serio quieres volver ya? Ahora empieza lo bueno… solo un ratito más por favor —suplicó mi amiga haciéndome una plegaria con las manos.

—No Bibi, de verdad. Tengo que irme a casa. No estoy tranquila y, tampoco me siento cómoda metiéndome en una discoteca rodeada de gente, con esa música reventándome los tímpanos. Ya te dije que no era buena idea salir, que para estas cosas no soy la mejor de las compañías. Ya me conoces.

Bibianne me miraba con la mueca de siempre, poniéndome morritos, arrugando la nariz y cruzándose de brazos como una niña pequeña, mientras caminaba a mi lado por la calle. Era tan mona y, vestía siempre tan elegante, que incluso haciendo un mohín estaba adorable y, ella lo sabía. Era el mejor ejemplo de que las apariencias engañan. Bibi estaba lejos de ser la snob que aparentaba, en realidad era tremendamente alocada y podía llegar a ser más ruda que un camionero de la ruta sesenta y seis.

Éramos amigas desde que dejamos mi pueblo natal, Alma, situado al norte de Texas y nos mudamos a Rhode Island. Mi madre decidió que necesitaba un cambio cuando mi padre nos abandonó, apenas recordaba nada de él. Bibi, vivía a dos manzanas de mi casa y además de ser una grandísima entrometida era especialista en hacerte olvidar las penas. Era espectacularmente hermosa, esbelta, rubia, tez bronceada, pómulos marcados, labios carnosos, ojos verdes… Una belleza. Yo por el contrario era morena, altura media, ojos marrones…del montón como diría Bibianne, aunque eso a mí no me lo hubiese dicho nunca.

—Está bien —concedió dejando de hacer pucheros—, volvemos. Pero la semana que viene saldremos hasta el amanecer.

—Sabes que eso no pasará nunca mientras yo viva— canturreé mientras levantaba la mano para parar un taxi que se aproximaba.

El vehículo se detuvo de inmediato a nuestro lado y nos apresuramos a entrar, eran casi las dos de la madrugada. Arrugué la nariz en cuanto me senté en el asiento trasero del coche. Olía a rancio y la piel del muslo se me pegaba desagradablemente al cuero del asiento. Tenía que haberme puesto unos legging y no el maldito short. Maldije para mis adentros. Bibi a mi lado no tenía ese problema, llevaba un pantalón largo de línea diplomática y una blusa rosa que realzaba su bronceado. Siempre igual, éramos el ying y el yang. Bibi le dio la dirección al taxista y se cruzó de piernas, me di cuenta de que no apoyaba la espalda en el respaldo del asiento.

Vaya, después de todo tienes un problema similar al mío. Sonreí en silencio y, me distraje viendo nuestro avance por la ventanilla. Quería llegar a casa ya, sentía que tenía una losa sobre los hombros desde lo de Tom.

—Lor —llamó Bibi tras cinco minutos en silencio.

—¿Mmm?

—Tienes que empezar a hacer tu vida ya. Han pasado tres años.

Volví la vista hacia ella. Me miraba preocupada.

—Ya hago mi vida, mírame —dije a la defensiva señalándome a mí misma—. Hoy he salido de fiesta. Me he tomado dos cervezas y, hasta he hablado con un chico.

—Mandar a tomar viento a un tío no es hablar, Lor —amonestó alzando una de sus perfectas cejas.

Cogí aire y traté de serenarme.

—Si me dices esto porque no tengo más ganas de salir y me quiero ir a casa, me parece fatal. ¿Es que no puedo estar cansada? Sabes de sobra que no me gusta salir de noche.

—Pero tenemos dieciocho años, Lor. Salir de noche, bailar y conocer gente debería ser nuestra única preocupación.

—Desde luego, la mía no —solté taciturna volviéndome de nuevo hacia la ventanilla.

—Lor —continuó—, estoy preocupada por ti, mírate. Te digo que salgamos a tomar algo y te presentas con esas pintas de chica de campo. La verdad, no me importa, estas guapa pongas lo que te pongas, incluso con esa camisa vieja y esos, esas, no sé cómo llamar a esas cosas que llevas en los pies —dijo a punto de perder la paciencia a causa de mis Panamá Jack y mi inapropiada indumentaria para salir—. El caso es que hace tres años, soñábamos con tener edad suficiente para beber, salir, etc.

—Aún no tenemos edad suficiente para beber —interrumpí sin mirarla—. De hecho es ilegal, lo que te convierte en una mala compañía para mí, Bibianne.

—Lo que digas no me afecta y lo sabes —respondió y volvió a la carga—. Ya no te ríes como lo hacías antes. No desde lo de Tom. A lo mejor…

Me volví ipso facto.

—No digas eso.

Bibi se mordió el labio inferior y bajó la vista.

—Lor, lo siento, pero deberías hacerte a la idea.

—No me haré a la idea mientras no tenga pruebas.

El taxi frenó y el hindú que lo conducía se giró en su asiento para cobrar la carrera. Bibianne sacó su monedero de Channel y pagó con tarjeta de crédito. Salí del coche dando un portazo y el taxista me gritó en su idioma algo que no sonaba muy bien.

—¡Pues tú más! —le grité en respuesta a pesar de que no sabía que significaban sus palabras.

Se alejó de nosotras aullando improperios en su lengua.

Bibianne se quedó mirando como el taxi se perdía de vista en el horizonte y sonrió de medio lado negando con la cabeza.

—¿Entonces qué piensas hacer? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—Si lo que quieres son pruebas, tendrás que ir y buscarlas por ti misma. Desde luego quedarte aquí y dejar que el tiempo siga pasando no sirve de nada. Mírate, no eres ni la sombra de lo que fuiste.

Tenía razón. Cómo me molestaba que la tuviese. Pero desde hacía tres años no había vuelto a casa de tía May. Mamá me lo impidió todas las veces que se lo pedí. Cuando Tom desapareció, me obligó a quedarme en casa de Bibi durante casi un mes, mientras ella buscaba a mi hermano. No hubo suerte. Regresó a casa envejecida y cansada. Tía May continuó la búsqueda y, sabía que a día de hoy, seguía con ello sin resultado alguno. Parecía que a Tom se lo había tragado la tierra.

—Estoy cansada —fue mi respuesta, a pesar de que quería explotar allí mismo y decirle que algo en mi interior tiraba de mí hacia Alma, el hogar de mi infancia inexplicablemente. Pero que a la vez temía tanto a lo que pudiese encontrar que me acobardaba. Por no hablar de mi madre, que no quería ni oír hablar del tema. No quería que ni me acercase a casa de mi tía.

—Nos vemos mañana si quieres, Bibi. No me apetece hablar del tema —me despedí.

—Pero Lor…

—No, Bibi —corté—. Mañana.

Di media vuelta y la dejé allí. Ni siquiera esperé a que llamase a James, su mayordomo, para que viniese a recogerla. No le pasaría nada, era más peligrosa de lo que aparentaba.

Enseguida llegué al portal de casa, subí las escaleras a la carrera como de costumbre y llegué al rellano del segundo piso en un santiamén. Esa era una de mis virtudes. Era rápida y no me costaba nada hacer un poco de ejercicio. Saqué las llaves sin hacer ruido y las introduje en la cerradura. La puerta se abrió con un chasquido que me pareció ensordecedor en comparación con el silencio nocturno. No quería despertar a mi madre, que apenas dormía desde que sucedió todo. Entré en el oscuro recibidor de puntillas.

—¡No continúes por ahí! —la voz de mi madre me paralizó en mitad del pasillo. Sabía de sobra que había salido, incluso ella me había animado a hacerlo y, de hecho llegaba antes de lo previsto. ¿Por qué estaba enfadada?

—Pero si llego pronto, mamá —protesté.

Se hizo el silencio durante un instante.

—No te lo decía a ti, Lor —gritó mi madre desde su cuarto—. Estoy hablando por teléfono con tía May.

Claro. Eso lo explicaba todo. Terminé mi avance hasta el salón sin encender las luces. La habitación de mi madre se encontraba en un extremo del comedor, tenía la puerta entre abierta y se filtraba luz suficiente como para llegar al sofá sin tropezarme con nada. Me senté allí con la vista fija en un cuadro de la pared opuesta, lo pintó mi tía antes de que nos mudásemos, tenía plantas colgantes de colores violáceos, cielos verdosos y ríos negros, era hermoso y a la vez espeluznante, pero te acostumbrabas. Tom lo había bautizado como Caos.

—¡¿Cuantas veces tengo que decirte que no?! —siseaba mi madre al teléfono mientras recorría la habitación de arriba abajo—. No me vengas con esas, es mi hija y yo decido —hizo una pausa. Tía May estaría intentando convencerla para que me dejase visitarla. Mi tía era genial, pero me fue vetada cuando mi hermano se esfumó, porque cuando ocurrió estaba allí, en Alma, pasando unos días con ella—. No podría soportar la pérdida de mi hija también, ¿Es que no lo entiendes? Claro que no lo entiendes ¿Cómo ibas a hacerlo? Estoy cansada de esta conversación May. ¡Basta! —y colgó el teléfono sin despedirse.

Mi madre salió del dormitorio con su batín de verano. Parecía que había envejecido diez años de golpe. Unas finas líneas se dibujaban alrededor de sus ojos. Primero el abandono de su marido, luego la desaparición de su hijo. Estaba rota por dentro, aunque aparentaba ser fuerte para que no me viniese abajo. Ahora yo era todo lo que tenía, y sentía que jamás conseguiría devolverle la alegría de vivir.

—Llegas pronto, Lor —dijo sentándose en la otra punta del sofá para mirarme—. ¿Ha pasado algo?

—No, mamá. Simplemente no tengo ánimos —admití desinflándome en el sofá—. Sé que querías que me divirtiese. Pero no me apetece. Solo quiero quedarme aquí, en casa. He terminado mis estudios, es verano y quiero estar tranquila.

Mi madre asintió en silencio. Se levantó y fue a la cocina sin decir nada. No hacía falta. Ella sabía perfectamente lo que me ocurría. Porque estaba pasando por lo mismo que yo, o incluso peor, porque perder un hijo va contra natura. Me odié a mí misma por no ser capaz de hacer lo que hacia ella conmigo. Fingir. Fingir que estaba tranquila para que las cosas fuesen mejor. Mamá volvió con dos tazas de té humeantes y me tendió una.

—Quería hablar contigo sobre eso —dijo tomando asiento de nuevo.

—Mamá, por favor —me quejé—. No me digas que tengo que poner más de mi parte para divertirme, salir de fiesta y esas cosas. Tú no sales. Yo tampoco tengo ganas. No quiero hacer nada. Concédeme eso al menos durante un tiempo. Ni siquiera he pensado en la universidad porque no tengo la cabeza para eso.

Mi madre negó con la cabeza y suspiró mientras se frotaba el antebrazo. Allí, bajo la manga del fino batín, se encontraba una cicatriz pálida y alargada, casi invisible para quienes no la conocían, que se hizo cuando era niña trepando a un árbol cercano a la finca de tía May. Aguardé un momento mientras le daba un trago al té.

—Pues de eso quería hablarte. No te voy a decir que pienses en la universidad, aunque no estaría de más. Pero creo que estás atascada. Lo entiendo perfectamente. Verás, no sé cómo plantearte esto —hizo una pausa y se perdió en sus pensamientos durante un instante—. Tu tía insiste en que la visites, me he negado en rotundo, por supuesto, pero…

—¿Pero? —la interrumpí. Antes no había peros, solo “y punto”. Era un avance, y un clavo ardiendo donde agarrarme—. ¿Pero qué? Continua, mamá —supliqué.

—¿Lo ves? —su mirada se tornó oscura de repente—. No he dicho nada y con tan solo la mínima mención de una oportunidad de marcharte resurge ese ímpetu. ¿Tantas ganas tienes de abandonarme?

Me desinflé, ya estábamos otra vez. Era una pésima hija por querer volver a Alma, mi madre se lo tomaba como un abandono. Como si la fuese a abandonar.

—Sabes que no mamá. No quiero dejarte. Pero quiero buscarlo. No me has dejado intentarlo.

—¿Crees que yo pasé cosas por alto? —recriminó.

—No, mamá. Ya te lo he dicho muchas veces. Lo has hecho genial. Pero hay algo dentro de mí que necesita intentarlo.

—Ya estás hablando como tu tía —se molestó.

Mamá y tía May eran hermanas y se habían llevado siempre bien, mejor que bien. Hasta hacía tres años. Cuando todo ocurrió mamá se distanció de su hermana emocionalmente y, aunque decía que no, la culpaba de lo ocurrido. Tom era mayor de edad, como lo era yo ahora. Por lo tanto tomaba sus propias decisiones, pero se saltó la regla de oro y, de eso sí que culpaba a tía May. Decía que ella era responsable, que debía haberlo vigilado. ¿Pero cómo?

Me quedé allí sentada sin decirle nada. Cansada de tener siempre la misma conversación. Mi madre temía que yo fuese como mi tía. Pero desde luego yo estaba lejos de parecerme a ella. En mi familia gozábamos de ciertos Dones. Teníamos incluso una vieja leyenda familiar. Lo único verídico de todo ello era que nacíamos con velo. El resto, obviando a tía May, eran historias y cuentos que se habían extendido por Alma y que ya formaban parte del folclore popular. Tía May era curandera y en el pueblo todo el mundo la respetaba y temía de igual modo. Algunos aseguraban que era una bruja, pero nadie tenía valor suficiente como para decírselo a la cara. Yo la idolatraba. Mi tía era sensacional, vivaz, divertida, aventurera... Nunca se había casado y nosotros éramos lo más parecido a unos hijos que tenía. Mi madre gozaba de corazonadas, era extremadamente intuitiva y, casi siempre, tenía razón. Aunque últimamente apenas hacia alusiones a su “Don”. Antes siempre nos preguntaba a mi hermano y a mí si sentíamos algo. Nosotros negábamos notar o sentir nada, a pesar de que ansiábamos tener algún tipo de poder, por pequeño que fuese. Con el tiempo los dos nos resignamos a ser normales.

—Adelante entonces —soltó de repente, devolviéndome al presente.

Me quedé sin aire en los pulmones.

—¿Qué? —apenas podía articular palabra. No podía creer lo que acababa de oír. Había querido volver a Alma desde que Tom desapareció y, hasta hacia unos segundos mi madre seguía negándose—. No entiendo nada.

—No eres feliz —dijo mamá—, y tengo…

—¿El qué? ¿Qué tienes, una corazonada?—la interrumpí antes de que terminase—. Me prohibiste que fuese a visitar a tía May porque tu intuición te decía que no era bueno. ¿Me estás diciendo que eso ha cambiado? ¿Por qué?

—No es así como funciona, ya lo sabes, solo tengo sensaciones. No es fácil interpretarlas. Pero algo me dice que tienes que estar allí. Además, mi hermana necesita ayuda, despidió a todos los trabajadores de la finca cuando ocurrió lo de Tom y, ahora está todo muy dejado. Necesita ayuda para rehabilitar el lugar y, a ti eso te gusta y se te da bien. Además, así estarás allí y, puede que encuentres algo. Aunque sabe Dios que no me satisface la idea.

—¿Eso te dice tu intuición? ¿Que ahora encontraré algo?

—Puede que te encuentres a ti misma, hija. Andas perdida, pareces un fantasma.

Aquello me enfureció. ¿Que parecía un fantasma? ¿Y acaso ella no? Me negó volver a mi lugar de nacimiento a causa de todo aquello y, ahora prácticamente me daba carta blanca, cuando le estaba diciendo a su propia hermana apenas cinco minutos antes que no me dejaba volver.

—Muy bien, pues me iré mañana mismo —solté de golpe.

No pensaba dejar escapar la oportunidad. Aunque eso le doliese. No iba a desaparecer. Eso lo tenía claro.

Mi madre sonrió cansada sin levantar la vista de su taza de té.

—Como quieras, por la mañana llamaré a tu tía para avisarla. Estará encantada. No voy a despedirme de ti, porque no lo soportaría.

—Mamá, yo no voy a desaparecer —enfaticé en él “yo no”.

—Entonces sigue sin ser necesaria esa despedida. Mañana trabajaré todo el día, tengo una reunión importante.

Claro, cualquier cosa se había vuelto importante de repente, más aun si así podía saltarse el mal trago de decirme adiós. Mamá dirigía una afamada galería de arte en Brooklyn, y aunque dijese que no, tenía el poder de “aplazar” dichas reuniones. Pero para esta ocasión no le interesaba.

—Solo te pido una cosa Lor.

—Dime, mamá.

—No rompas la norma.

Y así sin más, se levantó del sofá, tomó mi taza de té, me besó en la frente, dejó las tazas en el fregadero de la cocina y se retiró a su dormitorio.

Me fui directa a mi habitación y me tiré en la cama, cogí mi portátil y reservé un vuelo para las tres de la tarde del día siguiente. Me quedé allí despierta dándole vueltas a la cabeza. Hacía tres años que no veía a tía May, hablaba con ella cada semana cuando llamaba a mamá y, antes de enfrascarse en su discusión interminable sobre dejarme o no ir, charlábamos un rato.

Los recuerdos se agolparon nuevamente en mi cabeza. Tom estaba en todos ellos. Los mejores veranos de mi vida los había compartido con mi hermano en aquella casa familiar. Habíamos corrido juntos por el bosque contiguo jugando al pilla pilla, me había rascado con las ramas que me golpeaban por todas partes cuando corría a su lado simplemente por el mero placer de correr, nos habíamos bañado en el lago, me había enseñado a tirarme de cabeza, tía May nos enseñó a montar a caballo, y por las tardes salíamos de excursión al galope. Ahora tenía que volver a aquella casa, pero esta vez, Tom no estaría allí conmigo para disfrutar de sus maravillas. Las lágrimas empezaron a cubrir mis ojos, no quería parpadear, no quería dejarlas caer. Ya había llorado suficiente. Mi hermano no soportaba verme así, se lo debía. Pero Tom ya no estaba, me había abandonado. [La policía, al no encontrar rastro alguno dijeron que tal vez había descubierto el paradero de mi padre y se había marchado con él.] Yo sabía que eso no era verdad, Tom jamás se marcharía sin decirnos nada. Le había pasado algo y, no sabíamos el qué. Esa incertidumbre nos estaba consumiendo a todas. Las lágrimas se deslizaron sigilosas y traidoras por mis mejillas. Me odié a mí misma. Y así, con la angustia de la pérdida, me quedé dormida.

Mi teléfono me despertó a causa de la vibración, sobre la mesita de noche, a eso de las once de la mañana. Abrí los ojos malhumorada, para ver quien llamaba. Leí el nombre de Bibi en la pantalla. Era incansable.

—¿Qué pasa? —dije al descolgar sin moverme de la cama. Me había quedado dormida llorando y con la ropa puesta.

—¿Todavía durmiendo? —se mofó —. Eres peor que una anciana. Prepárate porque esta tarde saldremos por el centro. Necesito ropa nueva.

—¿Tú? ¿Ropa nueva? —bufé—. No me lo creo, pero no importa porque no puedo ir contigo.

—¿Ah, no? ¿Se puede saber que tienes que hacer, que sea más importante que acompañar a tu mejor amiga? ¿Y si me atracan?

No pude evitar reírme. Pobres atracadores…pensé.

—He de hacer las maletas, esta tarde viajo a Alma. Pasaré el verano con mi tía. De hecho tendría que ponerme manos a la obra ya —me incorporé en la cama y me desperecé a la espera de que Bibi me dijese qué opinaba, pero se mantenía en silencio. Aparté el teléfono de mi oreja para verificar que no se hubiese cortado la llamada. No, seguía en línea—. ¿Bibi? —pregunté.

—Esto me lo tienes que contar en persona —respondió al fin—. Voy para tu casa.

Y se cortó la llamada. Estupendo, ahora tendría que hacer las maletas con Bibi revoloteando a mi alrededor y bombardeándome a preguntas. Pero claro, no podía ocultarle que me marchaba. Dejé el teléfono de vuelta en la mesita, y fui al lavabo. Lo primero que vi, fue mi horrendo reflejo en el espejo. Tenía la cara hinchada por haber llorado. Parecía que me había atropellado un tren, la blusa que llevaba estaba totalmente arrugada de haber dormido con ella, por no hablar de lo enmarañada que tenía la melena, debería cortármela. Ya me llegaba por la cintura y la tenía totalmente descuidada, pero no podía hacerlo. Era parte de mi identidad. Así que me puse manos a la obra. Lavé mi cara con agua fría para intentar bajar la hinchazón, me lavé los dientes, me cepillé el pelo con los dedos a toda prisa y usé un pasador olvidado en un cajón para sujetarlo en un improvisado moño. Corrí a mi dormitorio quitándome la blusa por el pasillo, encontré una camisa a cuadros tipo leñador, me la puse a la carrera y sustituí mis shorts por un tejano. Aún no había terminado de vestirme cuando sonó el timbre. Bibi, qué rápida, maldita sea.

Abrí la puerta mientras me abrochaba los pantalones.

—Qué femenina —se mofó mi amiga, tras evaluar mis pintas.

Puse los ojos en blanco. Nunca estaba conforme con mi indumentaria.

—Me voy de viaje, tengo que ir cómoda —argumenté.

—Podrías ir cómoda y con clase —puntualizó mientras me seguía a mi habitación.

—No te preocupes, ahora sacaré mi maleta Hermès y todo arreglado —bromeé mientras empezaba a abrir cajones como una loca y a sacar ropa sin ningún tipo de orden ni miramiento—. Que rápido has llegado —. Observé.

—Vivo a dos manzanas —dijo mientras se sentaba en mi cama. Como si eso lo aclarara todo—. Bueno, cuéntame qué ha pasado. ¿Es que quieres irte a escondidas de tu madre? Te dije que te fueses, pero creo que deberías hablar con ella y hacerle entender que te hace falta.

Que manía con lo que me hace falta. ¿Se estaba poniendo de acuerdo todo el mundo con aquello?

—No me voy a escondidas —aclaré—, mi madre estaba despierta anoche cuando llegué a casa y, bueno parece que ha entrado en razón. Cuando llegué estaba discutiendo con mi tía. La misma conversación de siempre, pero algo ha cambiado y no quiero perder tiempo por si cambia de opinión. Estoy aterrada.

—¿Aterrada? —se sorprendió—. Pero si llevas queriendo volver desde hace tres años.

Dejé de lado unos calcetines al ver que las manos empezaban a temblarme y fui a sentarme en la cama junto a Bibi. Miré a mi amiga a los ojos, ella era un puerto seguro, podía contarle lo que me pasaba sin sentir que la hería.

—Tengo miedo, Bibi —admití. A mi madre no podía decirle eso. Porque la preocupación por mi bienestar psicológico podría ser, a mi modo de ver, la gota que colmase el vaso—. Cuando pasó lo de Tom, yo tenía quince años. Era una niña y, creí que si iba en su busca lo encontraría. Pero he madurado. Sé que si la policía, mi madre y tía May no lo han encontrado es por algo. Me había resignado a no volver y eso también me ayudaba porque así no tenía que enfrentarme a la desilusión de no encontrar nada. Pero a pesar de todo eso, a pesar de que he crecido, anoche, recordando viejos momentos junto a mi hermano esa pequeña chispa de esperanza de encontrar algo, por pequeño que sea, volvió a arder.

Bibi guardó silencio unos instantes y luego me tomó de la mano.

—Lor —empezó con voz suave— entiendo lo que quieres decir. Y créeme, espero que encuentres una pista del paradero de Tom, porque sinceramente, si alguien puede encontrar algo esa eres tú. Pero si en el peor de los casos, no encontrases nada, tendrás que ser valiente y cerrar ese capítulo de tu vida. Tu hermano lo habría querido así. Sé que no es lo que quieres oír, pero es la verdad.

Asentí en silencio. Ya lo había pensado. Bibi tenía razón. Pero ella no conocía las corazonadas de mamá. Aunque no se lo dije, ese había sido el detonante de mi pequeña chispa de esperanza.

—Bueno —dije volviendo al presente—, será mejor que me dé prisa, mi vuelo sale en apenas tres horas y como mínimo tengo que llegar dos horas antes al aeropuerto.

—No te preocupes por eso. James y yo te llevaremos. Haz rápido las maletas y vamos.

CAPITULO 1

De vuelta a casa

Me despedí de Bibi en el aeropuerto. Tardé una eternidad en embarcar, pero cuando por fin estuve sentada en mi asiento supe que ya no había vuelta atrás. Para bien o para mal, regresaba a mi pueblo natal y tendría que hacer frente a los recuerdos de mi querido hermano mayor. Mi madre fue fiel a su palabra y no se despidió de mí.

El avión empezó a deslizarse por la pista y cuando emprendió el ascenso sentí un pequeño cosquilleo en la nuca. Antes de salir de casa le había enviado a mi madre un mensaje de texto comunicándole el horario de mi vuelo para que avisase a mi tía. Un aguijonazo de culpa me estremeció. Cuando llegase a casa de tía May, la llamaría para decirle que había llegado y, si era necesario lo haría todos los días para que no se preocupase.

A pesar de los nervios por volver a Alma, me quedé dormida a los diez minutos del despegue. Me despertó una azafata para decirme que me abrochase el cinturón porque íbamos a aterrizar en Buffalo (Texas) en diez minutos. El corazón empezó a latirme con fuerza. Ya estaba en casa. El aterrizaje fue suave. En cuanto dieron la señal me apresuré a salir del avión para recoger las maletas e ir en busca de tía May, que sin duda estaría esperándome. Cuando obtuve el equipaje esprinté con mi enorme maleta rodando tras de mi por los pasillos del aeropuerto. Pero para mi sorpresa al llegar a la zona donde esperaban los familiares, no vi ni un rostro conocido. Qué raro, mi tía no solía retrasarse. Empecé a caminar hacia la salida, la esperaría allí. Cuando estaba a punto de traspasar la barrera de cintas separadoras vi un cartel con mi nombre. Lo sujetaba un hombre alto y corpulento, de unos sesenta y tantos años, con el rostro ajado por el sol, barba blanca de tres días y un sombrero de cowboy. Me acerqué a él. En cuanto vio que me aproximaba sonrió afablemente.

—Tú debes de ser la sobrina de May, ¿verdad? —dijo con voz grave pero amable.

—Sí —admití—. ¿Y usted es…?

—Cyrus Wolf, soy amigo de tu tía.

Me tendió la mano a modo de saludo y se la estreché. Después cogió mi maleta y se hizo cargo de ella. Pesaba una barbaridad, incluso con la ayuda de las ruedas, pero la levantó para llevarla sobre su hombro sin ningún problema. Sin duda era un hombre de campo curtido.

—¿Por qué no ha venido mi tía con usted, señor? —no quería molestarle, pero me resultaba extraño. En todos mis viajes a Texas mi tía nos había recogido siempre en el aeropuerto.

—Verás preciosa, tu tía no sale mucho. Supongo que estás al corriente. Me pidió como favor personal que viniese a recogerte. Espero que no te moleste. Tranquila, con el viejo Cyrus estás a salvo.

Soltó una risotada que resonó por todas partes. No me hacía gracia viajar con un desconocido. Cyrus debió darse cuenta. Buscó algo en el bolsillo trasero de su pantalón y sacó un colgante plateado en forma de corazón con tres cerraduras grabadas. El colgante de tía May.

—Me dijo que te enseñase esto si ponías cara rara.

—Lo siento —me disculpé ruborizándome—. ¿He puesto muy mala cara?

—Créeme preciosa, no ha sido la peor que he visto.

Empezó a reírse de nuevo. Aunque esta vez yo también lo hice. Caminamos por el aeropuerto y salimos fuera. Hacía un sol de justicia. Al llegar al aparcamiento, Cyrus me condujo hasta una Pick up, una camioneta de color rojo que había visto tiempos mejores. Cargó mi monstruosa maleta en la parte de atrás y subió a la furgoneta, lo imité y nos pusimos en marcha.

Alma estaba situado al noroeste de Texas. Era un pueblo pequeño, que ni siquiera aparecía en los mapas. Teníamos por delante un par de horas hasta llegar allí y Cyrus empezó a contarme cotilleos. Aunque no recordaba a la mayoría de la gente que mencionaba, puesto que la casa de tía May no estaba en el pueblo, sino en una montaña contigua. Eso había hecho que mi relación con la gente de allí hubiese sido casi nula. Solo había visitado el pueblo cuando había acompañado a mi tía a comprar algo en concreto, por lo tanto solo reconocí a tres o cuatro personas de las historias de Cyrus. Aun así oír todos aquellos chismes me hizo el viaje más ameno.

Atravesamos la delimitación de Alma mientras me contaba que la pobre señora Agnes, había enviudado no hacía mucho. Había sido una desgracia para todo el pueblo porque su difunto era el panadero y nadie horneaba el pan como él.

—Imagínate —contaba—, ahora tendrá que llevar el negocio su hija y, eso seguramente sea una catástrofe. Sally jamás ha trabajado en nada y, si te soy sincero, me cuesta imaginármela madrugando.

Dicho eso, soltó una carcajada de las suyas y detuvo la furgoneta.

—Bueno preciosa, fin del trayecto.

Aquello me pilló desprevenida. Miré por la ventanilla. Habíamos dejado el pueblo atrás, ya no se veía ni una mísera casa. Estábamos en el río que había en la falda de la montaña. En el puente que lo cruzaba. Una enorme valla como las que hay en los pasos a nivel, para que la gente no cruce la vía del tren, se encontraba alzada. Justo a su lado había un cartel de madera que prohibía el paso, con un lobo tallado en la base. Tras el puente, el asfalto desaparecía y comenzaba un camino de tierra.

—Pero, si no hemos llegado, Cyrus. ¿Es que vas a dejarme aquí? Aún faltan unos cinco kilómetros montaña arriba.

—Sí, lo sé muy bien. Pero May me pidió expresamente que te dejase aquí, me dijo que tomases la ruta de senderistas. Dijo que la recordarías.

¿La ruta de senderistas? Sin lugar a dudas la hubiese tomado, pero con la maleta era una locura. Por la carretera tardaría el doble porque era mucho más larga, no obstante podría deslizarla con las ruedas por el asfalto. Tragué saliva haciéndome a la idea y eché un vistazo a mi maleta infundiéndome ánimos para cargarla hasta la casa. Iba a ser duro. Cyrus se dio cuenta de mi dilema con el equipaje.

—Perdóname niña —dijo de repente echándose de nuevo a reír, algo le estaba resultando tremendamente gracioso—. Había olvidado decirte que la maleta la llevaré yo esta tarde. Aún tengo que hacer unos recados para tu tía. Tardaré un par de horas.

Solté aire. Eso era, sin duda alguna, un alivio. Sonreí a Cyrus sin muchas ganas. Todavía me quedaban cinco kilómetros a pie.

—Estupendo —dije abriendo la puerta de la camioneta y saltando al suelo—. Pues allá voy, puede que cuando llegues a casa de tía May yo todavía no haya llegado. Si es así, dile de mi parte que prepare agua. Llegaré sedienta.

Cyrus se carcajeó de nuevo. Qué hombre tan feliz, todo le resultaba gracioso. Arrancó la furgoneta y dio media vuelta.

—Algo me dice que ya estarás allí, preciosa —dijo antes de marcharse guiñándome un ojo.

Lo vi alejarse con mi maleta detrás. Bien, pues eso era todo. Giré sobre mis talones y emprendí camino ignorando la señal de prohibido pasar por el puente. El río iba cargado aquel día, seguramente habían abierto las compuertas de la presa para poder regar los campos. Cuando estuve en el otro lado tomé un sendero a la derecha del camino principal. La ruta de senderistas empezaba a cinco o diez minutos de allí, por lo menos la parte más dura del ascenso. No quise correr, quería disfrutar del paseo ya que sería largo. La verdad era que no se estaba mal, el susurro del bosque siempre era agradable y, en aquella zona se estaba relativamente fresco gracias a la sombra de los árboles.

Todavía me hallaba en la falda de la montaña, había pinos de hoja larga que se alzaban a más de treinta metros, me hacían sentir insignificante. Caminé con calma entre ellos con las manos en los bolsillos, absorbiendo el aroma que de ellos emanaba. Para cuando llegué al sendero la idea de subir a pie hasta la casa de tía May no parecía tan mala. Pero entonces un bufido que me resultó familiar me alertó. Provenía de unos metros por delante de mí. Pero no se veía nada. Entonces lo escuché de nuevo. Parecía un animal. ¿Y si era un jabalí? Miré a mí alrededor buscando un árbol donde poder subir en caso de que así fuese. Vi un roble rojo que parecía relativamente factible, así que memoricé su posición mentalmente por si me hacía falta echar a correr hacia él. Avancé sigilosa entre los helechos adentrándome en el sendero lentamente cuando lo oí de nuevo. No parecía un jabalí. Giré entre dos árboles cuya especie desconocía y entonces lo vi.

Un caballo negro, con una mancha blanca en la cara estaba atado a un pequeño poste informativo. Sonreí, la última vez que había visto a aquel animal yo tenía catorce años. Tom y tía May le estaban dando doma. Y aunque el caballo había cambiado, pues ahora era más grande y más ancho, en lo esencial seguía siendo el mismo. Ya estaba ensillado y preparado. Me acerqué a él sin temor alguno, y le acaricié el hocico.

—JB —le dije—. Estás enorme.

El animal se animó al verme, no supe si fue porque me reconocía o simplemente llevaba allí un buen rato esperando. Advertí, que de la silla colgaba una nota, la tomé y leí.

Pase lo que pase, las buenas costumbres no se deben perder. Atentamente: Tía May.

Suspiré y sonreí. En fin, pensé. Para eso había venido. Para afrontar los momentos pasados con Tom.

Siempre montaba con él. Ahora tendría que hacerlo sola. Agradecí llevar mis tejanos, menos mal que no había hecho caso a Bibi y me había puesto una falda para ir más chic.

Desaté a JB y monté, sonreí al sentir de nuevo la sensación de poder que me recorría cada vez que montaba a caballo. Sentir la fuerza y la vida de un animal tan grande dispuesto a llevarte a cualquier parte era algo indescriptible. Giré las riendas y espoleé suavemente al caballo, este se puso en marcha con un ligero trote. Mantuvimos ese ritmo durante cinco minutos de ascenso paulatino, luego el camino se abrió dando paso a una recta larga que daba una pequeña tregua respecto a la subida siguiente. No pude contenerme y empecé a galopar. JB era un caballo joven y la orden le llegó en un momento de ansia, empezó a acelerar descontrolado y me deje llevar presa del júbilo que te da la sensación de volar.

Para cuando quise frenarlo fue imposible. Nos adentramos en el siguiente tramo de subida cubierta por espesura a mil por hora, los brazos empezaban a dolerme de tirar de las riendas, pero el animal no frenó ni un ápice. Estaba totalmente desbocado. Sentí que el corazón se me iba a salir por la boca. No podía hacer nada para detenerlo así que hice lo único que podía hacer. Sin soltar las riendas, me aferré a su cuello para mantener el cuerpo lo más protegido posible de las ramas que me fustigaban por todas partes mientras avanzábamos sin freno hacia casa, cerré los ojos y recé para que JB no se tropezara en cualquier momento, y nos matásemos los dos. Cuando creí que eso no terminaría nunca el caballo redujo la marcha con un bufido y abrí los ojos. Habíamos salido de la espesura y ante nosotros se extendía el lago Spirit. Lo bueno de la carrera desenfrenada era que ya estábamos llegando.

—Anda que te has lucido —le recriminé al caballo. Me dedicó un relincho como respuesta.

Lección aprendida: No galopar más hasta que nos conozcamos mejor.

Vadeamos el lago y emprendimos el último tramo de bosque, lo cruzamos en apenas quince minutos y cuando salimos de nuevo a campo abierto divisé por fin la casa de tía May, mi hogar.

La casa seguía como siempre. Era una construcción de madera y piedra de dos pisos. Todo el terreno de los alrededores estaba delimitado con setos cargados de dulces bayas. Mi tía estaba esperándome en la entrada del camino que llevaba a la casa. Al verla los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque conseguí contenerlas. Llevaba el pelo recogido en una gran trenza encanecida que le colgaba por el hombro derecho y le llegaba a la cintura. Tenía más arrugas que mamá alrededor de los ojos, pero su semblante era de pura jovialidad, seguía estando morena por el sol de Texas. Vestía un tejano, una camisa vieja y un sombrero como el de Cyrus para protegerse del sol.

—¡Lor! —gritó al verme—. Mi Lor, pero mírate. ¡Estás guapísima!

Sonreí de corazón por primera vez desde hacía mucho tiempo. Por fin llegué junto a ella y desmonté.

—¡Tía May! —dije mientras la abrazaba con fuerza—. Te he echado de menos.

—Y yo a ti cariño —me separó de ella para mirarme de nuevo, mientras asentía—. Ya eres toda una mujer. Que alegría tenerte aquí conmigo. ¿Qué tal se ha portado JB?

Miré al caballo que se mantenía detrás de nosotras sin moverse. Maldito, ahora te comportas como un corderito.

—Digamos que tiene mucho temperamento.

Mi tía enarcó una ceja mirando al animal.

—Te dije que no lo hicieses, he esperado tres años, podía esperar media hora más —lo amonestó.

JB relinchó.

—La próxima vez —le dije a tía May—, asegúrate de que ha entendido el concepto.

—Lo tendré presente —sonrió.

Le quitó la silla y el bocado y le palmeó en el muslo para que se fuese a su cuadra. Como era de esperar, en presencia de mi tía y para dejarme la moral por los suelos, JB obedeció la orden muda como si fuese un perro de compañía.

Tía May cargó la silla bajo un brazo y me tendió el bocado mientras nos dirigíamos al porche.

—¿Cómo está mi hermana? —preguntó afablemente, noté bajo la calidez de sus palabras el regusto amargo de la preocupación.

—Ya lo sabes, hablas con ella casi a diario desde…—callé. Acababa de llegar y no quería recordarle el maldito día. Aunque me moría de ganas por hacerle preguntas sobre el tema.

Mi tía notó mi silencio, la necesidad de eludir el tema durante al menos unos minutos más quedó patente. Era plenamente consciente de que aunque hubiese conseguido volver a la finca familiar, ahora empezaba realmente la parte complicada. Me había mentalizado para ello, para afrontar el lugar sin Tom. Estaba convencida de que el vacío que había dejado iba a ser lo más complicado de ignorar. Pero debía mantenerme fuerte y alerta por si encontraba la más mínima señal.

Llegamos al porche y tía May descargó la silla sobre la barandilla de madera, mientras yo colgaba el bocado en un clavo de la pared. Todo estaba igual que hacía años, la entrada de la casa estaba flanqueada por un pequeño sofá de mimbre a un lado y una hamaca al otro. No les dediqué más que una fugaz mirada, los recuerdos empezaban a llegar con fuerza tratando de derribar mis defensas. Me concentré en la puerta. Sentí la mirada preocupada de Tía May en la nuca e intenté disimular.

—¿Por qué no has venido tú misma a recogerme al aeropuerto? —pregunté para suavizar algo el ambiente.

Mi tía alzó las cejas. No esperaba esa pregunta. Frunció los labios y miro hacia el cobertizo que estaba situado a la derecha de la casa.

—Mi camioneta murió hace ya algún tiempo, Lor.

—¿Y por qué no la has llevado al mecánico?

—¿Para qué? —dijo sacudiendo una mano en el aire—. Nunca me gustó ese cacharro, prefiero montar a caballo. Además, solo la usaba para ir al pueblo a comprar. No la necesito, Cyrus me trae todo lo que necesito. ¿No te ha gustado?

—No me malinterpretes —comencé, no quería herir los sentimientos de mi tía, apoyé la espalda en la barandilla del porche y me crucé de brazos—, pero no esperaba encontrar a un cowboy esperándome, con mi nombre escrito en un cartel como si yo fuese una extraña. Aunque desde luego para él lo era.

Mi tía se echó a reír ante el comentario.

—¿Con un cartel? —repitió colocándose a mi lado—. No se fiaría de la descripción que le di.

—¿No fue idea tuya?

—¿Mía? —negó con la cabeza—. Cielos, desde luego que no. Sé que te gusta pasar desapercibida, en eso eres como yo y, como yo, por una cosa o por otra no lo conseguirás querida. Recuerda mis palabras.

Me pasó un brazo por la espalda y me estrechó contra si.

—Lor —dijo dejando la risa de lado—, es hora de entrar en casa.

No dije nada, tragué saliva y asentí. Juntas dejamos el porche atrás y traspasamos el umbral.

—Tómate tu tiempo —me dijo mientras me soltaba para desaparecer por la cocina.

Me dejó sola en el vestíbulo. Una vez más comprobé que nada había cambiado; el amplio recibidor, el tocador repleto de fotos familiares, las tablas de madera del suelo, las escaleras que conducían a las habitaciones del piso de arriba. Una puerta a cada lado de mí, a la izquierda la cocina, a la derecha el salón con la gran chimenea al fondo y una gran mesa de madera de roble en el centro. No entré en la estancia. Poco a poco, me decía a mí misma. Tom no está muerto, no hagas como si fueses a ver su fantasma en cualquier momento. Algo encontrarás. Para eso has venido. Aun así decidí que no tenía por qué entrar en el salón en ese momento. Así que giré a la izquierda y entré en la cocina. Era amplia, todos los muebles de madera y una mesita en el centro para sentarse a comer o a preparar platos. Al final de la sala había una puerta que conducía a lo que habría sido la alacena, pero que mi tía usaba para sus preparados especiales.

Tía May estaba poniendo una tetera en el fuego en ese momento. Se había quitado el sombrero de cowboy y lo había dejado en la encimera. Abrió un armario y sacó unas galletitas para acompañar el té.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó.

—Estoy bien —mentí—. He venido mentalizándome

Bueno, al menos eso es verdad,pensé.

Tía May asintió y me dedicó una de sus miradas. Estaba evaluándome. Dios, como se parecía a mi madre a veces. Entonces caí en la cuenta.

—¡Mamá! ¡Tengo que llamarla!

Eché mano al bolsillo trasero de mis pantalones. Entonces recordé que mi teléfono móvil estaba en mi maleta y, mi maleta la tenía Cyrus en la parte trasera de su Pick-Up. Y menos mal, porque ni siquiera había pensado en él cuando monté a JB, ahora estaría destrozado en algún lugar de la montaña. Mi tía echó cuenta de mi gesto y me señaló el teléfono de la pared. Corrí a descolgar el auricular y marqué lo más rápido que me permitió la ruedecilla de los números.

—¿Has pensado en comprar un teléfono un poco menos arcaico? —pregunté a mi tía mientras esperaba a que mi madre contestara. Tía May no tuvo tiempo de responder, pues mamá contestó al segundo timbrazo.

—¿Sí?

—Mamá, soy yo.

Oí un suspiro de alivio.

—Estaba a punto de llamar a tu tía para ver si habías llegado.

—Tranquila mamá, he llegado y estoy bien —confirmé.

Le conté que tal había ido el vuelo, que Cyrus (al que ella ya, para mi sorpresa, ya conocía) me había traído a casa, omitiendo mi carrera a caballo por supuesto. Le dije que ahora iba a tomar té con tía May. Le volví a asegurar que tendría cuidado, que no rompería la norma y que la llamaría todos los días para que no se preocupase y, me despedí.

Mi tía ya había servido el té y se había sentado en la pequeña mesa de la cocina. Hice otro tanto y me senté junto a ella.

—Pues aquí estamos —pensé en voz alta.

—Aquí estamos, por fin —puntualizó tía May.

Guardamos silencio durante unos instantes, mi tía esperaba a que le preguntase, pero yo no sabía por dónde empezar. Al final me armé de valor y decidí empezar por el principio.

—Quiero que me cuentes con detalle, qué hizo mi hermano el día que desapareció.

Mi tía alzó la mirada de la taza de té y posó sus ojos cansados en mí.

—Lo sé. Y créeme, no tendría ningún problema en hacerlo si no fuese por un pequeño detalle.

—¿Cuál?

—Tú.

Aquello me dejó perpleja.

—¿Yo? —repetí como si fuese sorda.

Mi tía asintió y corrió la silla hacia atrás para retirarse un poco de la mesa. Y volvió a mirarme como si acabase de llegar.

—Sí, Lor, tú— se levantó y se aproximó a la ventana del fregadero, echó un vistazo fuera y luego se volvió de nuevo hacia mí—. Quiero contarte como fueron los últimos días de Tom aquí. Especialmente el último día, por el mismo motivo por el que quieres escucharlo. Por si he pasado algo por alto. Por si tú puedes descifrar algo que yo no he visto. Pero el caso es que tu situación anímica no es la más adecuada para la labor.

—¿Mi situación anímica?—interrumpí a la defensiva, desde luego no esperaba eso—. Mi hermano lleva desaparecido tres años, ¿Es qué queréis que lo olvide y esté dando saltos de alegría todo el tiempo?

—Por supuesto que no.

—Pero no me lo contarás hasta que yo vuelva a ser la que era antes. Pues te recuerdo que mi felicidad se debía a que tenía el hermano mayor más maravilloso del mundo —empecé a sentir como mi voz se quebraba presa de la angustia y como las lágrimas, que había estado conteniendo desde mi llegada empezaban a brotar de mis ojos irremediablemente—. Que estábamos siempre juntos y que jamás se habría marchado sin decirme nada.

Mi tía tomó asiento de nuevo frente a mí y me cogió las manos. Me dejó llorar durante diez minutos, hasta que conseguí controlarme y serenarme. No podía ponerme así el primer día, tenía que aguantar y ser fuerte.

—No quiero que te derrumbes Lor. Por eso no quiero contártelo hasta que estés preparada y, creo que aún no lo estás.

—Pero tía May, necesito saber…

—Necesitas volver a ser —me cortó—. Para poder encontrar las cosas, necesitamos tener perspectiva. Tienes que volver a ser tú misma. No te pido que seas tan feliz como antes porque no lo conseguiremos ninguna de nosotras hasta saber qué ocurrió, pero sí te pido que busques las cosas que te hacen feliz. Quiero que aprendas a disfrutar de nuevo. Para que tengas la mente despejada.

—Entiendo —me resigné—. No sé si lo conseguiré, voy a tener que mantener la mente ocupada o me volveré loca.

—No digas eso —amonestó—. Si es por mantenerte ocupada no te preocupes, necesito que te encargues de rehabilitar este sitio. Eso te gustará y te mantendrá distraída. Cuando desapareció tu hermano despedí a todo el mundo. No debí haberlo hecho, pero estaba furiosa. Y luego quise hacerlo todo yo sola, algo imposible. Contrataré a más gente para que te ayude. De esa forma estarás activa. Y cuando crea que estás lista te contaré todo cuanto quieras saber.

Suspiré y me terminé el té de un trago. Me puse en pie y me lavé la cara en el fregadero. Eché un vistazo por la ventana imitando a mi tía momentos antes. Me di cuenta de que a mi llegada no había prestado la suficiente atención al paraje. Las hierbas estaban altísimas, el cobertizo se caía a pedazos, y las cuadras estaban destartaladas. Busqué a JB con la mirada, estaba en una pista contigua a la caballeriza comiendo paja directamente de una bala.

—¿Qué ha pasado aquí? —susurré horrorizada.

—Lo mismo que a nosotras —contestó tía May—, la pena lo consume todo.

—Está bien —contesté reponiéndome—. Pues vamos a ponerle remedio.

Salí disparada de la cocina hacia fuera, respiré profundamente de nuevo en el porche. Y me encaminé directamente al cobertizo. Tía May salió en mi busca.

—Lor, ¿Qué vas a hacer? —gritó desde la casa.

—¡Intentar reparar tu camioneta, la voy a necesitar para ir de compras a Alma!

La puerta del cobertizo se abrió con un sonido espeluznante, tía May no entraba allí nunca. Dentro estaba algo oscuro pero se filtraba la luz del día entre las rendijas de las paredes combadas. Lo suficiente como para ver por dónde iba. La vieja camioneta estaba cubierta de polvo y telarañas. Limpié un poco el pomo y abrí la puerta del piloto, me senté en el viejo asiento de cuero y encontré las llaves en la guantera. Típico, pensé. Las introduje en el contacto y nada. Ni un intento de arranque. Bueno, ya me lo había dicho tía May. Salí de nuevo y levanté el capó. Apenas veía nada, demasiadas arañas campando a sus anchas. Aparté algunas y eche un vistazo rápido. Un claxon sonó fuera desconcentrándome. Debía ser Cyrus con mi maleta.

Salí en su busca. Mi tía estaba en la entrada hablando con él, vi cómo Cyrus le devolvía el colgante antes de descargar mi maleta y algunos paquetes del supermercado.

—Hola, preciosa —saludó Cyrus—. Te dije que estarías aquí antes de que yo llegase.

Sonreí y me acerqué para echar una mano. Mi maleta ya estaba en el porche, así que cargué con un par de bolsas mientras Cyrus cogía una caja llena de plantas.

—Éstas son todas las que había en el vivero, May —le dijo a mi tía—. ¿Serán suficientes?

—Tendrán que serlo si no podemos conseguir más. Esa mujer no aprende la lección por más que se lo diga.

—¿Qué ocurre? ¿De quién habláis? —pregunté.

—De la señora Swan —contestó Cyrus—. Su marido tiene gota y, ella insiste en continuar cocinándole lo de siempre, al final él cae enfermo y ella le suplica a tu tía que le prepare medicina para que se reponga.

—Así que el pobre hombre está una semana mal y otra bien —concluyó mi tía.

—¿Y tú qué, niña? ¿Qué tal te ha recibido esa bestia negra?

Miré a JB pastar tranquilamente y suspiré.

—Digamos que he llegado de una sola pieza.

Cyrus se carcajeó.

—Sí —admití—, es muy temperamental.

—Dicen que los animales se parecen a sus dueños, y no he conocido a ningún miembro de esta familia que no fuese así —me guiñó nuevamente un ojo—. Bueno, he acabado por hoy. May ¿necesitarás algo mañana?

Tía May acabó de sacar las plantas de la caja y las colocó en la entrada de casa.

—No, Cyrus, gracias. Mañana no necesitaré nada, te llamaré si surge algo.

—Entonces me marcho —tocó el ala de su sombrero a modo de despedida y subió a su camioneta.

Caí en la cuenta de que a mí sí que me haría falta al día siguiente y corrí hacia su ventanilla.

—¿Podrías recogerme mañana a eso de las once? Necesito comprar algunas cosas en el pueblo.

—Claro —respondió sonriente—. ¿Puedo preguntarte qué es tan urgente?

—Quiere reparar mi camioneta —grito tía May mientras entraba en la casa.

Cyrus le dedicó una mirada peculiar y luego volvió a centrarse en mí.

—¿Se ha cansado tu tía de mis visitas?

—No, no —me apresuré a responder —. Es solo que a mí me vendría bien tener un vehículo propio para ir al pueblo de vez en cuando. Por si surge alguna emergencia.

El viejo cowboy lo pensó un segundo y asintió con una sonrisa.

—Mañana a las once estaré aquí, encanto. Que descanses.

Arrancó y se marchó. Entré en casa y encontré a tía May de nuevo en la cocina cortando algunas plantas y poniéndolas a hervir.

—Subiré la maleta a mi habitación —informé.

—Estupendo —asintió concentrada en su labor.

Cogí la maleta e intenté levantarla al estilo Cyrus. Fue inútil. Renuncié en cuanto vi que era incapaz de alzarla más de medio centímetro del suelo sin partirme por la mitad. Subí las escaleras con ella a rastras escuchando el golpe de los ruedines en cada escalón. Maldición. Con Tom estas cosas no pasaban. No sigas por ahí me reproché a mí misma.

Llegué a la planta de arriba sin destrozar la casa. Recorrí el pasillo ignorando la puerta del dormitorio que solía usar mi hermano. Dejé atrás el estudio de pintura de tía May, giré a la derecha y llegué a mi dormitorio. Antiguamente aquella habitación había pertenecido a mi madre, era amplia y tenía unas vistas preciosas del bosque y del camino de entrada a la casa. Una gran cama de matrimonio en el centro y un gigantesco armario para mi ropa. Dejé la maleta a los pies de la cama y la abrí. Sentí un escalofrío en la nuca, me giré de golpe. Nada. Estaba sola. Miré hacia la puerta, desde abajo llegaba el ruido que hacía tía May en la cocina. Negué con la cabeza, y continué colocando todas mis cosas, intentando mantener la mente ocupada como pedía mi tía. Pensé en todo lo que necesitaba del pueblo. Material de jardinería y de carpintería sin duda. Además de encontrar a alguien que supiera decirme con exactitud lo que le pasaba a la camioneta de mi tía. Sospechaba que era la junta de culata, pero no estaba segura a ciencia cierta. Le preguntaría a Cyrus. Terminé en unos veinte minutos de colocarlo todo y fui a reunirme con tía May. Antes de llegar a la escalera me detuve incapaz de dar un solo paso más frente a la puerta del cuarto de Tom.

Mi tía me había dicho que me tenía que tranquilizar para tener perspectiva, o no me contaría cómo fue su último día en la finca. Pero si entraba en su cuarto a echar un vistazo no pasaba nada ¿verdad? Miré hacia abajo para cerciorarme de que ella seguía a lo suyo. No me había prohibido entrar en aquella habitación, pero era reacia a preguntarle por si se negaba en base a mi flamante estado anímico. Oí el cuchillo de la cocina picando sobre la tabla de madera. Perfecto. Agarré el pomo de la puerta y lo giré lentamente, entré de puntillas y cerré inmediatamente después.

La habitación de mi hermano era más grande que la mía. Ésta había pertenecido a nuestros abuelos. Tenía también una cama de matrimonio y un gran ropero. Cogí aire abriendo los pulmones al máximo por si captaba el olor de mi hermano. No lo conseguí, porque Tom no había pasado allí el tiempo necesario como para impregnar la habitación con su olor corporal. Suspiré. Temía que con el tiempo se me olvidase su aroma, aunque aún lo tenía grabado a fuego en la memoria. Me acerqué al armario y lo abrí. Allí estaba su ropa. Perfectamente colgada y doblada, mi madre no había querido recogerla. Gracias a Dios, pensé. Cogí una camiseta de algodón y me la llevé a la cara. Inhalé profundamente desesperada por sentir a mi hermano más cerca. Allí estaba. Por fin, después de tres años conseguía sentir a mi hermano a mi lado, otra vez.

Lloré de nuevo y me senté en el suelo sin dejar de oler la camiseta. Tenía que estar vivo sino, su olor habría desaparecido ¿no? Sabía que mis pensamientos eran estúpidos pero fueron como un bálsamo revitalizante. Decidí llevarme la camiseta de Tom conmigo. Salí de su dormitorio y fui al mío, puse la camiseta bajo mi almohada y bajé de mucho mejor humor a reunirme con tía May.

Pasé el resto de la tarde ayudándola a cortar y triturar hojas de plantas que no había visto en mi vida. Después hice una lista de todo la que tenía que comprar en el pueblo y llegó la hora de cenar. Tía May preparó pollo al horno con patatas fritas y cenamos en el porche mirando las estrellas. Le conté qué había hecho durante los tres últimos años: estudiar y, trabajar esporádicamente en cafeterías. Le expliqué también como mamá intentaba aparentar calma cuando estaba cerca de mí, para que mi vida fuese algo más normal. Mi tía me escuchaba en silencio, evitando pronunciarse acerca de su hermana.

—No la he visto llorar —dije en un momento dado—. Sé que lo hace, pero se esconde de mí para que yo no me sienta mal y, eso me hace sentir culpable de que no pueda desahogarse todo lo que necesita. A decir verdad, yo no he vuelto a llorar delante de ella desde la semana siguiente a la desaparición de Tom.

—Tú no tienes que esconderle tus sentimientos a tu madre, Lor —objetó.

—Claro que sí. Si me derrumbo, y ella me ve, será como si no hubiese valido la pena contenerse tanto. Sé que le cuesta una barbaridad, lo mínimo que puedo hacer por ella es ser fuerte, como lo es conmigo. He podido desahogarme un poco cuando he llorado contigo en la cocina. Pero creo que, aunque suene a locura, me hubiese gustado llorar abrazada a mamá, y que ella lo hubiese hecho también.

Mi tía dejó su plato en una pequeña cómoda situada al lado de nuestro minúsculo sofá de jardín.

—Te entiendo perfectamente. Pero debes comprender que tú eres la única cosa en el mundo que le queda, aparte de mí. Si todo va como tiene que ir, yo moriré antes. Después de todo soy la mayor. Es normal que no quiera entristecerte, y se obliga a sí misma a actuar de un modo relativamente normal para intentar que tú seas feliz. No digo que sea la manera correcta. Pero a veces, es el único modo de mantener la cordura.

Sopesé sus palabras entristecida con la mención de su muerte, aunque era algo normal y natural. Tenía razón como siempre. Ella conocía bien a mamá, después de todo eran hermanas. Aunque su relación ahora resultara algo tirante.

—Es tarde —dijo tía May sacándome de mis pensamientos—. Deberías acostarte, estarás cansada del viaje.

Lo cierto era que sí. Estaba cansada del viaje pero sobre todo de llorar. Tenía la sensación de que me había pasado los dos últimos días llorando sin parar. Me levanté del sofá de mimbre y me estiré bostezando.

—Es pronto —me excusé—. Pero sí, tengo ganas de acostarme.

Sobre todo porque esa noche me quedaría dormida junto a la camiseta de Tom. Mi tía me besó en la frente para despedirme y me fui a dormir.

CAPÍTULO 2

Alma

Me desperté con la sensación de haber dormido cien años. Hacía mucho tiempo que no descansaba de aquella manera. Estiré los músculos desperezándome sin salir de la cama. Las vigas del techo me saludaron silenciosas. Giré la cabeza para coger mi móvil de la mesita de noche y me topé con la camiseta de mi hermano. Sonreí. La olisqueé de nuevo y me infundió fuerzas.

Salí de la cama y me asomé a la ventana. Todo el terreno de la finca se veía desde allí. Suspiré, realmente hacía falta mucho trabajo para devolverle a aquel sitio el aspecto que tenía antes. Miré la pantalla del móvil. Las diez de la mañana. Tenía una hora para prepararme antes de que llegase Cyrus. Me puse manos a la obra de inmediato.