Alta sociedad - Louise Bay - E-Book

Alta sociedad E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

Lo primero que vi de Madison Shore fue su ropa interior cuando ella se tropezó con mi silla en una boda y acabó cayendo encima de mí. Aunque pude ver mucho más de ella a lo largo de esa noche. La segunda vez que coincidimos fue en mis oficinas de Londres; resultó que era la periodista que iba a escribir un artículo sobre mí. Para mantener el control de mi empresa después de sacarla a bolsa, necesito convencer a la junta directiva de que me tomo los negocios mucho más en serio de lo que sugiere mi reputación de playboy, por lo que Madison tiene mi futuro en sus manos. La ironía es que necesito convencer a una mujer con la que me fui a la cama el pasado sábado por la noche de que no soy el mujeriego que todo el mundo piensa…

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Título original: Private Player

Primera edición: mayo de 2023

Copyright © 2021 by Louise Bay

© de la traducción: María José Losada Rey, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-51-2

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: Vadymvdrobot/Photocreo/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

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31

Epílogo

Nota de la autora

Contenido especial

1

Nathan

Lo observaba todo desde el límite del césped, donde estaban reunidos los invitados. El novio, uno de mis mejores amigos, sonreía como si su equipo favorito acabara de ganar la FA Cup. El fotógrafo corría detrás de él y de su novia mientras la feliz pareja revoloteaba entre los grupos de invitados, disfrutando de los canapés y el champán.

Todo el mundo se prodigaba en sonrisas, besos al aire y felicitaciones.

Todos menos yo, que odiaba las bodas.

En ellas, todo se reducía a conversaciones triviales. A algunas personas se les daba bien hablar del clima, del torneo de Wimbledon o de lo que fuera, pero a mí no.

Si a eso le añadíamos los vinos malos, la comida fría y los discursos demasiado largos, podía considerarse que las bodas eran mi versión personal del infierno. Y eso había sido antes de que me enterara de aquella bomba, que pronto explotaría.

Debía haber estado en Londres. Trabajando. Organizando. Ideando estrategias. Templando los nervios. En lugar de eso, escuchaba aquel tictac, impotente, para detener la explosión que se iba a producir. Miré el teléfono. Gretel debía llamarme a las cuatro para informarme de los detalles de un artículo de última hora que el Sunday Mercury tenía previsto publicar sobre mí al día siguiente; aunque ese tipo de cosas normalmente no me preocupaban, dada mi relación actual con la junta directiva, no podía permitirme ignorar ni siquiera eso.

Tres y cincuenta y ocho.

Faltaban dos minutos.

Tictac, tic…

El móvil vibró en mi mano. Bueno, al menos era puntual. Me acerqué a los árboles y acepté la llamada.

—Dime…

—Tienen unas fotos tuyas con Audrey Alpern. ¿No es la mujer de Mark Alpern? —preguntó.

La noticia se me atascó en la garganta como si me hubiera tragado un puñado de virutas de madera.

Joder, joder, joder…

Desde que había sacado a bolsa Astro Holdings, corrían rumores acerca de si me centraba en el trabajo… o en otra cosa. Y los rumores se estaban convirtiendo en gritos. El mercado bursátil no creía que pudiera trabajar y pasármelo bien a la vez. Pero yo siempre había vivido así. Tenía dos pasiones en la vida: el trabajo y la diversión, los negocios y el placer. Y siempre me había funcionado.

Hasta ese momento.

Hasta que Astro había dejado de ser solo mía.

A partir de entonces, en lugar de responder ante mí mismo, tenía a los fondos de pensiones, a los inversores y a la prensa económica, por no hablar del consejo de administración, vigilando todo lo que hacía.

Al parecer, el resto del mundo no creía que se pudiera dirigir una empresa del ftse 100 ydisfrutar de la vida a la vez.

—Sí —respondí, y me aclaré la garganta—. Soy amigo de los dos desde antes de que se casaran. Nos conocimos en la universidad.

—¿Anoche también estaba Mark? —preguntó.

—No. —Por supuesto que no. Audrey había acudido a mí en busca de ayuda. De consejo. De apoyo. De mi capacidad para ver las cosas con perspectiva. Su marido la había traicionado; de hecho, había traicionado a todo el mundo. Mark era la última persona del planeta que debía haber estado con nosotros la noche anterior.

—Ya, pues en el Mercury van a usar palabras como «playboy», «vividor» y…

—Y ninguna de esas palabras me describe bien, así que ¿cómo vas a actuar? —La junta me había obligado a contratar a una experta relaciones públicas para que limpiara mi reputación de playboy más centrado en las mujeres que en los negocios, así que ya podía hacer su trabajo.

—Para empezar, necesito que me digas por qué estabas con la mujer de otro hombre en Annabel’s a las tres de la mañana. Normalmente, es mejor partir de la verdad.

—Es mi amiga y salimos a tomar unas copas.

Gretel gimió al otro lado de la línea; obviamente, pensaba que mentía. Lo cierto era que, si hubiera querido encubrir un encuentro sórdido, tal vez lo habría hecho, pero estaba diciendo la verdad, aunque fuera a medias.

—Houston, tenemos un problema —dijo.

—No me estoy acostando con Audrey Alpern. —Menos mal que el Mercury no había descubierto la verdadera razón por la que habíamos estado juntos la noche anterior.

—No me importa si te la estás tirando o no —dijo Gretel—. Lo que me importa es que parezca que te la estás tirando.

—Y a mí no me importa lo queparezca, sino la verdad —repliqué—. Y la verdad es que se trata de una amiga. Salimos a tomar unas copas. No hay ninguna historia. —Otra mentira. Había una historia, pero era mucho más interesante que el que yo saliera con una mujer casada. Aunque no era mi historia, y no podía contarla.

—Por desgracia, la verdad no vende periódicos. Tenemos que ofrecer alguna explicación.

—¿Quieres que me invente algo? —pregunté.

Gretel suspiró. No le había facilitado las cosas desde que se había incorporado, pero me molestaba que el consejo pusiera en duda mi compromiso con la empresa cuando eran ellos los que estaban sentados a la mesa viendo cómo prosperaba el negocio. Astro estaba superando sus objetivos en todos los aspectos.

—Tenemos que ofrecer una alternativa a la imagen que se tiene de ti —dijo.

A pesar del éxito de Astro, estaba a punto de verme despedido por el consejo de la empresa que yo mismo había fundado. Si pensaban que me acostaba con la mujer de otro hombre, sobre todo, con la de un hombre que resultaba ser uno de los mayores gestores de patrimonio de Londres, y que yo había hecho caso omiso a la experta en relaciones públicas, iban a ponerme la soga al cuello.

—Lo único que la gente sabe de ti es que eres un playboy huraño —continuó Gretel—. Alguien que no cae bien. A la gente le gusta sentirse querida.

—Me importa una mierda caer bien. —Ser popular estaba sobrevalorado. Me importaban los resultados, la lealtad, hacer las cosas bien, y no entrar en la lista de felicitaciones de Navidad de la gente.

—Bueno, sin duda eres una anomalía en muchos sentidos —replicó con voz cantarina, como si le estuviera diciendo a un niño que su cuadro no merecía estar colgado en la National Gallery—. Estoy intentando ayudarte. Y si quieres mi ayuda, tienes que ayudarme a enseñarle al mundo tu mejor cara. Demuéstrales por qué eres el ceo más joven del ftse 100. Demuéstrales que eres inteligente, resolutivo, prudente y, sobre todo, extrovertido.

No quería necesitar a Gretel, pero así era. Astro Holdings era el trabajo de mi vida, mi pasión, y habría hecho cualquier cosa para seguir en mi puesto. Por otra parte, la perspectiva de ser despedido por la junta que yo había elegido no era ni siquiera la peor noticia que se avecinaba en las próximas semanas; que me consideraran un mujeriego malhumorado iba a ser el menor de mis problemas si lo que Audrey me había contado la noche anterior era cierto, aunque solo fuera a medias. Por segunda vez en mi vida, ser amigo de Mark Alpern podía costarme caro, tanto a mí como a las personas que me importaban. Así que tenía que protegerme; proteger a Audrey.

—¿Se te ha ocurrido algo? —Las fotografías que tenía el Mercury eran como salir a surfear después de cortarme la mano. Si las hubiera ignorado, habría tenido problemas. Cuando cayera la bomba sobre Mark Alpern, los tiburones iban a rodearme y a acabar conmigo.

—Necesitamos una campaña diseñada para que tengas una nueva imagen. En el centro estaría un perfil más profundo sobre ti en un periódico de tirada nacional, como el Post. Les darás acceso total, sin borderías por tu parte, sin ocultar nada de tu vida o de tus negocios.

Eso bien podía ser mi peor pesadilla. No era un solitario, pero me gustaba la intimidad. Aunque nunca me había considerado un playboy, mi vida privada implicaba desnudarme con mujeres con bastante regularidad.

—No estoy seguro de que resulte…

—Es lo único que funcionará: transparencia total —insistió—. Luego incluiremos algunas obras benéficas, algo de responsabilidad social corporativa. Tendrás que invitar a cenar a algunas personas influyentes de la City, pero si mantener tu puesto de ceo en Astro es importante para ti, solo lo conseguirás haciendo esto.

Maldito Mark Alpern. Si él no hubiera sido objeto de una investigación policial, Audrey y yo no habríamos quedado la noche anterior y yo no habría mantenido esa conversación. Todo era culpa suya.

Dejando las culpas a un lado, mi negocio estaba en juego. No estaba dispuesto a echar a perder todo aquello por lo que había trabajado tanto. Ya me había sacrificado una vez por Mark, y no iba a hacerlo de nuevo.

—Vale, organízalo todo —dije.

—Dalo por hecho —respondió—. Conozco a la periodista perfecta para ello, y probablemente será bastante más suave contigo. Es…

—Estoy en una boda. Espero que me hayas apuntado algo en la agenda para el lunes. —No necesitaba conocer los detalles. Esa era la oportunidad para que Gretel demostrara que era tan buena como todos decían. Y si tenía razón, también podía ser mi oportunidad de demostrar que yo era tan bueno como siempre había creído.

2

Madison

De pie bajo el cielo soleado, con una copa de champán en la mano, observaba a los novios, mientras pensaba que, en realidad, no tenía nada de qué quejarme.

Si no hubiera sido porque no me gustaban las bodas.

Y, en especial, aquellas en las que las únicas personas que conocía eran las que se casaban. Sonreí cuando Noah hizo reír a Truly susurrándole algo al oído. El fotógrafo revoloteaba a su alrededor, captando una instantánea tras otra de su alegría, de su amor. Porque si alguien se merecía esa felicidad, era Truly. Por mi parte, estaba encantada de estar allí y de ser testigo de cómo empezaba su «felices para siempre». Pero me habría gustado no sentirme tan… incómoda. Nada como una boda para hacer que una persona sin pareja se sienta sola.

Si todavía hubiera continuado trabajando en la revista Rallegra, habría podido dedicarme a pensar cómo sacar partido del fin de semana y convertirlo en un artículo: «Cómo sobrevivir sin pareja en una boda» o «Ligues de boda: ¿me acuesto con él o no?» habrían sido temas perfectos. Pero estaba intentando cumplir mi sueño y convertirme en una periodista seria. Las bodas no inspiraban el tipo de contenido que mi editor estaba buscando, a menos que me las arreglara para descubrir un filón que pudiera investigar. Las inhumanas condiciones de trabajo en la fábrica de purpurina, tal vez, o los entresijos del mundo de los arreglos florales. Sí, todas apuestas muy arriesgadas.

Después de haber dado el paso para trabajar por cuenta propia y poder dedicarme al periodismo más serio y profesional, había conseguido cubrir una baja por maternidad de una redactora del Post. ¡Del Post!Apenas podía creerlo. Un par de veces incluso me había planteado llevarme una almohada al trabajo y dormir debajo de la mesa: tal era mi desesperación por aprovechar al máximo esa oportunidad.

Ni que decir tiene que escribir para el Post eramuy diferente a hacerlo para Rallegra. Estaba acostumbrada a esbozar artículos optimistas sobre la mejor manera de hacer punto o sobre cómo mejorar tu vida sexual o incluso sobre la forma de mejorar tu vida sexual haciendo punto. Había tenido que cambiar de marcha de la noche a la mañana y ponerme a investigar a los principales políticos y las infracciones contra la legislación vigente por parte de la industria del aluminio. Era más emocionante de lo que parecía; me encantaba sumergirme en un tema y no pensar en otra cosa durante semanas, en lugar de revolotear entre trucos de maquillaje y reseñas de ponchos.

El problema era que, como no quería usar mis contactos y mi trayectoria se reducía a trabajos en revistas femeninas, aún no había sido capaz de encontrar una historia jugosa. Solo había cubierto algún artículo aquí y allá, o había ayudado a otros periodistas más experimentados en sus investigaciones. Sin embargo, estaba convencida de que pronto iba a llegar mi oportunidad para dar la campanada. De demostrar que no solo era la hija de mi madre, destinada a escribir para una columna de cotilleos. Si conseguía impresionar a mis jefes en los tres meses siguientes, me podía poner la primera de la fila cuando se abriera una vacante permanente.

Pero el tiempo corría…

Vacié la copa de champán cuando nos hicieron pasar al interior. Al menos los asientos estaban asignados, e iba a tener a alguien con quien hablar durante la recepción. Me encantaba conocer gente nueva. Me gustaba hacer preguntas, meterme en su cabeza y averiguar qué los motivaba. No importaba quién se sentara a mi lado en la comida: cuando empezaran los discursos iba a ser capaz de escribir un libro sobre esa persona.

El plano con los asientos estaba expuesto en el exterior del luminoso invernadero, y encontré mi nombre en la lista de invitados de la mesa ocho. Cuando entré en la sala, me llamaron la atención las cascadas de flores blancas que caían desde el techo hasta las mesas y sobre cualquier superficie disponible.

El efecto era deslumbrante. Si hubiera ido a casarme, habría elegido una boda así.

Me acerqué a la mesa que me habían asignado y me senté, escudriñando la sala para ver si se acercaba alguien. Eché un vistazo a las tarjetas de identificación que tenía a cada lado. En la de la izquierda ponía Nathan Cove; seguro que era un pobre hombre que ni siquiera habría oído hablar de ese ejecutivo tan gilipollas que iba de juerga por Londres después de haber ganado diez billones de libras, o algo así, cuando había vendido su empresa el año anterior. Yo sabía muchas cosas sobre ese Nathan Coveporque a mi madre le gustaba escribir sobre tipos como él, lo que significaba que me enteraba de sus hazañas a la hora de la cena. Seguro que al Nathan Cove que iba a sentarse a mi lado le encantaban las hojas de cálculo y, probablemente, vivía con su madre. A mi derecha estaba Tom Miller. Un nombre que evocaba a un tipo íntegro y valiente, un hombre con historia. Empecé a sentirme un poco mejor. Dos personas que iban a verse obligadas a hablar conmigo. Podía acribillarlos a preguntas y acabar preparada para escribir sus biografías.

Perfecto.

Una pareja mayor se acercó a la mesa y miró las tarjetas.

—Estamos aquí, Marjorie —dijo un caballero de barba canosa y pelo a juego que se le erizaba hacia arriba, como si acabara de recibir una descarga eléctrica.

Se volvió hacia mí.

—Soy Tom Miller —se presentó.

No era el héroe melancólico que había imaginado, pero parecía bastante agradable. Y aún podía tener un pasado profundo y oscuro que explorar.

—Yo soy Madison —respondí.

—¿Te llamas «camisón»?

—Madison —le corregí, un poco más alto.

—Ahhh, Marion. Lo siento. Tendrás que disculparme, querida. Estoy un poco sordo del lado derecho.

Se me encogió el corazón. Iba a resultar imposible hacerle al señor Tom Miller mil preguntas sobre su pasado. No estaba segura de que me oyera aunque solo le pidiera que me pasara la sal. Ayudó a su mujer a sentarse, y ya había servido agua a toda la mesa cuando alguien apartó la silla de mi izquierda.

Sentí un tirón en el vestido, seguido del sonido de la tela al rasgarse. Giré la cabeza y descubrí que una manga de mi vestido rosa estaba enganchada en el respaldo de la silla de Nathan Cove. El agujero se hacía cada vez más grande, y empujé la silla hacia atrás para impedir que me la arrancara entera.

—¡Para! —grité—. Me estás rompiendo el vestido. —Intenté liberarme con el otro brazo, pero no llegué, así que me giré y estiré una pierna sobre la silla de Nathan Cove para mantener el equilibrio mientras trataba de evitar que el agujero se hiciera más grande. No sirvió de nada; seguía sin llegar, así que me levanté sobre la otra pierna, y me quedé extendida sobre las sillas.

La persona que movía el asiento de Nathan se acercó más, hasta que estuvo a unos diez centímetros de mí.

—¿Puedes apartarte de la luz? —espeté—. No puedo ver qué parte me has pillado del vestido.

—Lo haría, pero entonces toda la sala podría ver algo que no estoy del todo seguro que estés planeando enseñar al mundo.

Levanté la vista al oír aquella voz profunda y resonante, y me quedé sin respiración al ver las largas pestañas y los ojos centelleantes de un hombre. Pasaron tres segundos hasta que recordé que estaba atrapada por el respaldo de una silla y que acababan de informarme de que estaba enseñando las bragas a todos los presentes.

—Mierda —dije, levantándome de la silla de Nathan de forma que me quedé agachada entre los dos asientos, con las piernas muy juntas, presa de la tela de la manga.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Don Pestañas, justo cuando por fin me liberé de la silla. Intenté ponerme de pie para responderle sin tener la cara a la altura de su entrepierna, pero el pelo tiró de mí hacia abajo. Santo cielo; se me había enganchado el pelo. Esas sillas habrían tenido que llevar una advertencia de peligro. Intenté apartarme con cuidado, pero no pude. Busqué dónde se había enredado, pero parecía estar por todas partes. Cuanto más luchaba, menos movilidad tenía. Doblada por la cintura, con el pelo delante de la cara, no podía ver nada.

Me sentí impotente.

—Alguien va a tener que cortármelo para liberarme —anuncié dramáticamente.

Y luego matarme, antes de que muera de vergüenza.

—Estate quieta —dijo el hombre, que tenía la voz más profunda que la garganta del Cheddar, agachándose a mi lado. Me separó el pelo como si fuera una cortina. Desde mi posición, parecía de la edad de Noah. Sin embargo, tenía el pelo más oscuro y lo llevaba más corto, más práctico; y aquellas pestañas de vértigo… Mierda, era una pena que las tuviera él. Yo habría pagado una fortuna por unas pestañas así—. Tienes que dejar de moverte porque solo estás empeorando la situación —me advirtió.

—Mira —respondí—, esto no es culpa mía. —Pero me quedé tan quieta como pude. Para evitar moverme de forma involuntaria, apoyé la mano en las piernas, por encima de las rodillas, como si alguien fuera a saltarme encima en cualquier momento. Algo que, teniendo en cuenta cómo transcurría el día, era una posibilidad.

Me quedé allí de pie durante lo que me parecieron horas. El señor mandón por fin dio un paso atrás. ¿Ya estaba? ¿Era libre?

—Es inútil —me informó—. Tienes el pelo pegado a la silla. Voy a buscar unas tijeras para cortártelo.

—¿Pegado? —Me lo habían peinado con ondas suaves y glamurosas, de una forma que parecía que tenía movimiento—. Por favor, no me digas que tienes que cortarlo. —Me llevé la mano a la parte superior de la cabeza para evaluar los daños.

El hombre se rio y me dio una palmadita en la cabeza como si fuera un perro.

—Era broma. Estás bien. Todo resuelto.

Me incorporé de golpe y lo miré con los ojos entrecerrados.

—Un hombre nunca debe mencionar ni en broma a una mujer que tiene que cortarse el pelo —repliqué—. Podría haberme muerto del susto y eso habría echado a perder la boda de Noah y Truly. —Miré a mi alrededor para ver si había habido algún testigo del alboroto y de mi exhibición de bragas.

Curvó las comisuras de los labios y movió las pestañas como si fueran alas de mariposa.

—Lo siento mucho. La próxima vez lo haré mejor. —El movimiento de sus cejas sugería que no lo sentía en absoluto.

Me retorcí, tiré de la manga del vestido hacia mí y vi el enorme agujero que le habían hecho.

—Este vestido me ha costado un ojo de la cara —dije, enseñándole el agujero. Había sentido vértigo al entregarle la tarjeta de crédito a la dependienta. Cuando lo había comprado, sabía que no iba a usarlo mucho, pero era uno de esos vestidos que pasaba de ser «bastante bonito» en la percha a hacer magia una vez puesto. Me hacía parecer más delgada, el color conseguía que mi piel resplandeciera y, además, parecía que le había robado el culo a Jennifer Lopez. Y, de repente, el vestido mágico había quedado inservible.

—Nadie está mirando el vestido —respondió él, retirando la silla de la discordia para sentarse.

Probablemente, tenía razón. Todo el mundo debía de estar mirando a Truly. Y así tenía que ser, no solo porque era la novia, sino porque era deslumbrante como una estrella de cine.

—Están concentrados en la preciosa mujer que lo lleva puesto —dijo mientras echaba un vistazo a mi tarjeta.

Me quedé sin palabras. No era lo que esperaba que dijera y no estaba segura de si debía desmayarme o abrirme a arcadas.

—Madison, soy Nathan. Encantado de conocerte.

—Bueno, espero que sea un placer conocerte. No estás tratando de matarme, ¿verdad? —pregunté.

Parpadeó y frunció el ceño: parecía un político respondiendo a preguntas difíciles en The Andrew Marr Show.

—Sí, la verdad es que sí. He venido a la boda de dos de las personas más agradables de Inglaterra para cometer un asesinato. Por el momento no me va demasiado bien, pero no he perdido la esperanza. He puesto veneno en el pollo.

Puse los ojos en blanco para disimular la sonrisa que se dibujaba en mi rostro.

Los novios tomaron asiento y los camareros repartieron los entrantes. Al menos iba a disfrutar de la comida, aunque acabara de enseñar mis bragas a toda la sala.

—¿Le parece bonito? —dije, volviéndome hacia Tom, a mi izquierda, con la esperanza de que hubiera exagerado su sordera.

—Dios mío, no. Creo que es pollo —respondió.

Suspiré. Iba a tener que quedarme allí sentada, mortificada, con el Señor Te-He-Visto-Las-Bragas como única compañía. Tan pronto como fuera humanamente posible, iba a escapar de la vergüenza a mi habitación en la planta superior del hotel. Nathan Cove se llevó la copa a los labios mientras yo apuñalaba el pollo confitado, bebió un trago de vino y esbozó una mueca de desagrado.

—¿No te gusta el vino? —Quizá no fuera un friki amante de las hojas de cálculo que vivía con su madre, tal vez era uno de esos estirados que trabajaban en un banco de inversión y compraban vino más caro que el abono anual para el transporte. No sabía mucho de moda masculina, pero su traje parecía hecho a medida y estaba segura de que, al tacto, la tela era suave como el terciopelo. Era imposible que un traje cualquiera se adaptara tan bien a esos anchos hombros o a los músculos duros y bien formados de la parte superior de sus brazos. Un traje así tenía que estar hecho a mano para ser tan sobrio como el hombre que lo llevaba.

—No, definitivamente no me gusta el vino —respondió—. No bebo mucho, pero, cuando lo hago, mis gustos son… peculiares. —Exageró las últimas palabras como si estuviera hablando de otra cosa que no era alcohol.

—¿Tienes gustos peculiares? ¿Bebes leche de llama, te gusta la Cherry Coke o algo así?

Arrugó la nariz.

—¿Cherry Coke? ¿Lo dices en serio? Claro que no.

Al parecer, la leche de llama era totalmente aceptable.

—Entonces, ¿cuáles son exactamente esos gustos tan especiales? —Mi madre siempre decía que no tuviera miedo a hacer preguntas sin rodeos. Si no podías sonsacarle algo a una persona, al hablarle directamente a veces lo conseguías por sorpresa.

—Es una forma de hablar. —Me miró la boca y, sin pensar, levanté la mano para comprobar si tenía una miga de pan pegada al labio. Los tenía limpios, por suerte.

Noté que había esquivado mi pregunta, y eso me hizo desear aún más que contestara.

—Estamos en una boda —respondí—. Eso es lo que hace la gente. Somos desconocidos sin ninguna razón para hablar, salvo porque vamos a estar sentados uno al lado del otro durante unas horas. Cuéntame cuáles son tus gustos. —Y entonces me di cuenta: ¿se refería a drogas? Quizá estaba sentada al lado de alguien a quien no le gustaba la Cherry Coke,pero…

—Bueno, yo no hablo —respondió—. Me refiero a que no hablo por hablar. Nunca se me ha dado bien. Solo lo hago cuando me veo obligado.

—Entonces, considérate obligado.

Se rio entre dientes y se reclinó en la silla. Su cabeza sobresalía por encima de la mía incluso cuando estábamos sentados.

—Me gusta el tequila —confesó. Sus ojos revolotearon hacia mí como preparándose para mi reacción.

—Ah, bueno —dije—. Pensaba que iba a ser algo más interesante. Por un momento, he pensado que ibas a confesarme una sórdida adicción.

Se acercó a mí.

—Es demasiado pronto para que oigas hablar de mis sórdidas adicciones —me dijo al oído. Se apartó y sonrió. Sus pestañas casi ardían por el brillo de sus ojos—. ¿No te gusta el tequila? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—No está mal. Aunque creo que no he vuelto a probarlo desde que dejé la universidad.

Se rio como si yo hubiera dicho una idiotez.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Acaso tiene que gustarme porque sí?

—Es solo que, si es así, no has bebido el adecuado. Dame un minuto.

Se levantó en un santiamén y se acercó a la barra de la esquina. Era corpulento, pero se movía con soltura entre las mesas y las sillas, con una seguridad en sí mismo que indicaba que podía traerme problemas.

Volvió con una botella muy lujosa y la dejó sobre la mesa junto con una bandeja de chupitos.

—He traído tequila —anunció al resto de la mesa—. ¿Alguien quiere?

La gente se lo agradeció en voz baja mientras señalaba las copas de vino, así que Nathan sirvió dos chupitos y me dio uno a mí.

—Creo que yo también prefiero el vino —aseguré.

—¡Oh, no! Si yo tengo que hablar, tú tienes que beber esto.

—No estás siendo muy agradable —dije—. Soy una gran compañía. De hecho, a veces soy divertida y, sin duda, sé escuchar. No necesitas emborracharte para hablar conmigo.

Se rio entre dientes.

—No he dicho eso.

—Es exactamente lo que has dicho. Si no recuerdo mal, has soltado: «Si yo tengo que hablar contigo, tú tienes que beber esto». —Y me acordaba perfectamente, porque recordar citas formaba parte de mi trabajo.

Se encogió de hombros.

—No intento emborracharte. No soy de esa clase de hombres. Solo intentaba abrirte los ojos al buen tequila, eso es todo.

Me equivocaba. Era muy agradable. O tal vez me había hipnotizado con aquellas largas pestañas.

Ignoré el chupito que me había servido y cogí el vino.

—Así que te llamas Nathan Cove… ¿No serás pariente de ese tipo que sale en las columnas de cotilleos, el que acaba de sacar su empresa a bolsa y anda detrás de todas las faldas de Londres?

—No —respondió.

—¡Qué alivio! —dije—. No me habría gustado enseñarle las bragas a esetipo.

—Si te entran ganas de enseñarme las bragas, no te contengas; el rosa le sienta bien a tu tono de piel. Ah, y ya que lo mencionas, no soy parientede Nathan Cove, soy él. Y aunque hace poco saqué mi empresa a bolsa, no soy el playboy por el que la prensa pretende hacerme pasar.

Ay, Dios… Tierra, trágame…

¿Acaso mis humillaciones no iban a terminar nunca cuando estaba con ese hombre?

—La prensa es terrible —murmuré entre dientes, lo que no sirvió para calmar el calor que me calentaba las mejillas. Me recordé a mí misma que no debía decirle que era periodista y, por supuesto, que no debía mencionar quién era mi madre. ¿Cómo no lo había reconocido? Probablemente, porque rara vez leía la columna que ella escribía. No me hacía falta porque, me gustara o no, estaba obligada a enterarme de todos los detalles jugosos antes de que salieran en prensa.

—No les hago caso —dijo.

Se rascó la mandíbula con la palma de la mano y me fijé en las ojeras que lucía. A pesar de que parecía que le habría venido bien descansar, tenía una de esas caras bonitas de manual: nariz fuerte, mandíbula angulosa, pómulos que yo intentaba crear a diario con colorete. No era de extrañar que estuviera acostumbrado a recibir mucha atención por parte de las mujeres. Incluso yo me encontraba apretándome las tetas de forma involuntaria para intentar resaltar mi escote mientras lo miraba. Era la reacción biológica instintiva de mi cuerpo ante un rostro tan apuesto y un cuerpo tan… grande.

—Si el tequila es tan bueno, ¿por qué parece que estás sorbiendo veneno? —pregunté—. Ya estarías tomando el segundo chupito si fuera tan excepcional.

Se movió y extendió una enorme mano hacia el respaldo de mi silla, dejándome aprisionada entre la mesa y él. Bajó la voz y ronroneó como un enorme felino de la selva.

—Si crees que es buena idea beberte de golpe un chupito de un tequila cuya botella cuesta dos mil libras, está claro que no tienes ni idea de cómo disfrutar de las cosas buenas de la vida. Las cosas buenas hay que saborearlas. —Sus ojos bajaron un segundo hasta mis labios y mi respiración se quedó atrapada en mi caja torácica—. Sin prisas —continuó—. El placer debe prolongarse y gozarse. —Fue como si alguien hubiera accionado el botón de aceleración delos latidos de mi corazón y, como estaba tan cerca de mí, Nathan podía oír aquel ritmo frenético.

Tragué saliva mientras el calor me subía por el vientre y se me extendía por el cuello.

—Vale —dije, jadeante—. Lo probaré. —Cogí mi chupito, y me enganchó el brazo con el suyo, encendiendo mil chispas diminutas en mi piel.

Lo miré para ver si él también lo había sentido. Sus ojos abiertos de par en par y su boca entreabierta indicaban que sí, y eso fue antes de que sacara la lengua para humedecerse los labios carnosos y suaves.

Dios, parecía que estaba a punto de besarme… Y yo estaba a punto de dejarle.

No va a suceder,me dije a mí misma. Al menos antes de los discursos.

3

Nathan

Las extravagantesno solían ser mi tipo, pero había algo en Madison Shore que conseguía que se me hiciera la boca agua y me hormiguearan los dedos por la necesidad de tocarla. Tal vez, al final no iba a pasarlo tan mal en esa boda . Tras la conversación que había mantenido con Gretel, necesitaba distraerme durante el tiempo que estuviera atrapado en ese encantador hotel rural en medio de ninguna parte.

Madison apartó la mirada de mí, cogió el chupito de tequila y se lo llevó a esos labios rojos y carnosos.

—Despacio —le dije, bajando la mirada hasta su pecho; aunque regresé a esa boca que me atraía como un imán—. Primero mójate los labios y pruébalo con la punta de la lengua.

Tenía muchas más ideas de lo que podía hacer con la lengua cuando terminara con el tequila.

Me gustaban las mujeres que suponían un reto, que no se reían a carcajadas en cuanto nos presentaban. Tanto si iba a acostarme con una mujer una noche o una semana, siempre prefería a alguien que diera tanto como recibía. Me había dado cuenta de que lo que una mujer era vestida a menudo se traducía en cómo era desnuda, y no me gustaba acostarme con mujeres pasivas.

Madison no iba a serlo. Sus deliciosos rizos castaños iban a rebotar mientras me cabalgaba. Esos labios rojos podían ser todavía más perfectos alrededor de mi polla mientras me succionaba hasta el fondo y esos pechos… Reprimí un gemido que retumbó en mi caja torácica.

Frunció el ceño, suspicaz. Tomó un pequeño sorbo del chupito con timidez. Me miró como si estuviera convencida de que le estaba gastando una broma y de que iban a salir serpientes del vaso.

Si no hubiéramos estado en público…, la habría pegado a la pared y le habría borrado esa suspicacia a besos.

Sus ojos se abrieron de par en par cuando el tequila le humedeció sus labios, y bajó el vaso.

—No es para tanto.

Me reí entre dientes. Era de lo mejorcito.

—¿Te gusta más esto que el vino? —preguntó.

El vino no estaba mal. Noah era experto en caldos y ese día en concreto no había escatimado en gastos. Pero ese tequila, Asombroso’s del Porto, era de lo mejor que me metía en la boca.

Mujeres aparte.

Madison bebió otro sorbo, y yo solté el aire, relajando los hombros y despojándome del estrés que me había provocado la llamada anterior. No podía hacer nada hasta el día siguiente, así que mejor disfrutar de la tarde.

Y de la noche.

Con Madison.

La boda era un evento privado, sin paparazzi a la vista. Yo no estaba trabajando. Madison era guapa, luchadora y estaba sentada a mi lado. Eran los ingredientes perfectos para una noche perfecta.

—Está bien —dijo ella—. Está bueno, lo admito. Pero estamos comiendo pollo. No estoy segura de que vaya bien con él.

—Combina con todo —aseguré.

—¿Siempre tienes que decir tú la última palabra? —preguntó, y luego comió otro poco de pollo.

—En algunas ocasiones —respondí, pensando en la última vez en la que no había tenido la última palabra en Astro Holdings. Probablemente, cuando le pedí al consejo que ignorara los rumores de la City y se centrara en los resultados. Me habían dicho que lo único que importaba era la percepción.

Lo cual podía ser cierto, pero no significaba que no fuera una gilipollez.

—¿De qué conoces a Noah y Truly? —pregunté.

La sonrisa que se dibujó en su rostro fue tan grande y cálida que el aire a nuestro alrededor pareció calentarse. No pude evitar sonreír también.

—Estás manteniendo una conversación intrascendente —comentó—. Me siento orgullosa de ti.

—Espero más que una felicitación si aguanto toda la velada.

—Tal vez para entonces ya no mantengamos una charla trivial. Nunca se sabe, quizá estemos a punto de confesarnos nuestros secretos más oscuros, de conectar en un plano más profundo.

—O puede que estemos desnudos, conectando en un plano físico —respondí como si tal cosa, como si le hubiera dicho que parecía que iba a llover al día siguiente.

Madison dejó de masticar y sus ojos buscaron los míos. Tragó saliva, empezó a hablar y se interrumpió antes de seguir.

—Bueno, supongo que, ya que has visto mis bragas, es el siguiente paso. —Bebió un sorbo de vino—. Debería haber sabido que preferías el sexo a una conversación profunda y significativa. Supongo que los rumores que corren sobre ti son ciertos.

—No creas todo lo que lees en los periódicos. —No tenía pareja estable y estaba sentado al lado de una mujer preciosa. Por supuesto, iba a coquetear. Era humano.

Me lanzó una sonrisa cómplice.

—Ah, claro, ¿en serio? —preguntó—. Ya entiendo… Eres el pobre incomprendido que solo espera a la mujer adecuada. Las bragas probablemente se caen al suelo a tu paso por voluntad propia.

Esa mujer creía saber más sobre mí más de lo que me hacía sentir cómodo y, como resultado, me estaba juzgando mal. Yo no jugaba con las mujeres, no tenía por qué.

—Creo que debes de estar un poco sorda —le respondí—. Como tu amigo. —Señalé con la cabeza al anciano sentado a su otro lado—. No estoy fingiendo. No he podido ser más claro y directo. Has sugerido que conectáramos… ¿De qué forma? ¿Emocionalmente? Yo solo he respondido con otra alternativa. Si crees que tengo que engañar a las mujeres para que se acuesten conmigo, voy a ofenderme.

—No, no vas a ofenderte —se burló.

—No, es cierto. Pero ¿sabes qué, Madison?, las mujeres quierenacostarse conmigo. No necesito ligármelas, mentirles ni inventarme una historia para llegar a su corazón.

—Oooh… —dijo como si acabara de entender la primera ley de la termodinámica—. Porque eres tan guapo que las mujeres caen rendidas a tus pies. Yalo entiendo…

—¿Tan difícil te resulta creer que a las mujeres les gusta el sexo tanto como a mí? —pregunté—. Quizá tú vivas en una adaptación del mundo de Jane Austen, pero el resto estamos en el siglo xxi. A las mujeres se les permite tener apetitos sexuales.

—Vale —dijo ella—. Me he equivocado.

No podía ser tan fácil.

—¿Y ya está? Tú estás equivocada y yo tengo razón, ¿fin de la discusión?

Se encogió de hombros, bebió un sorbo de vino y dejó la copa en la mesa.

—Sí —admitió—. Tienes razón. Estaba recurriendo a estereotipos anticuados.

Me reí entre dientes.

—¿Acaso eres el ser humano perfecto? —insistí—. Estás dispuesta a admitir que te has equivocado.

—Estoy lejos de ser perfecta —dijo—. Soy torpe…, como has podido comprobar, odio estar sola en las bodas y nunca estoy contenta con el rímel. Sin embargo, no me cuesta reconocer que alguien tiene razón si me ha demostrado que estoy equivocada. Está chupado.

Habiendo crecido con cuatro hermanos que se peleaban a muerte antes que admitir que estaban equivocados, la confesión de Madison me dejó perplejo.

—No creo que sea tan rara —añadió, pinchando otro trozo de pollo.

—Bueno, seas rara o no, me gustas.

No era su aquiescencia, no me consideraba tan inseguro como para tener que dominar cada interacción con otro ser humano. Era que ella me había escuchado y había decidido cambiar de opinión. Eso requería confianza en sí misma.

Era esa confianza lo que me conquistaba.

Esbozó una sonrisa abierta e inocente y se encogió de hombros, y durante una fracción de segundo me sentí transportado a veranos interminables jugando bajo los aspersores con mis hermanos, a hacer guaridas en el bosque, a beber sopa de tomate y a usar bengalas como sables de luz en la noche de las hogueras; a una época en la que la vida era sencilla. Sencilla y divertida.

—Dime, ¿cuáles son esos profundos y oscuros secretos que estás tan desesperada por compartir conmigo? —pregunté.

Madison puso el cuchillo junto al tenedor y se limpió la comisura de los labios con la servilleta.

—Cuando tenga un secreto profundo y oscuro que compartir, serás el primero en saberlo. ¿Qué me dices de ti? Calculo que solo tenemos unos veinte minutos hasta que empiecen los discursos, así que puede que tengas que recurrir a la charla intrascendente.

Tuve que reprimir una risita. No estaba acostumbrado a divertirme tanto en las bodas.

—Oh, te decepcionaría mucho. No tengo nada que ocultar. Al fin y al cabo, ya te he dicho que quiero llevarte a la cama.

Abrió los ojos un poco más y un rubor le cubrió las mejillas, pero disimuló bien aquella reacción.

—No me acuesto con hombres que no conozco.

—¿Qué más necesitas saber? —pregunté—. Te responderé cualquier pregunta que me hagas.

Nos vimos interrumpidos por los camareros, que retiraron los platos, para sustituir el pollo por una especie de volcán de chocolate.

—¿Vas a comerte el tuyo? —pregunté; cogí un poco y esperé que ella dijera que no para comérmelo.

—Eeeh…, sí. Es chocolate, así que claro que sí. Solo una tarada rechazaría algo con chocolate. —Tomó un trozo de tarta o de pudin o de lo que fuera y se dejó un rastro en la comisura de los labios.

—Madison —le dije mientras ella cogía otro poco—. Te has manchado. —Me di un golpecito en la comisura de los labios. Ella se limpió el lado que no era con la punta del dedo.

—Ahí no. —Y me moví para tener un ángulo mejor—. Espera… —Me acerqué a ella, le cogí la cara con una mano, puse los labios sobre la mancha chocolate y la lamí.

La abracé durante una fracción de segundo más de lo necesario, con ganas de saborear su calor y de respirar el dulce aroma a azahar que persistía en su piel antes de soltarla y acomodarme de nuevo frente a mi plato.

—Tienes un sabor delicioso. —Me salió la voz ronca y más baja que antes—. Sabía que sería así.

El rubor que había comenzado en sus mejillas se le extendió por el escote. Aun así, se quedó callada mientras tomaba otro bocado, esa vez sin dejarme nada que probar.

—Me has besado —mencionó finalmente.

—No —le corregí—. Te he lamido.

Se concentró de nuevo en el chocolate que tenía delante.

—Estás loco —susurró a su cuchara, negando con la cabeza—. No puedes ir por ahí lamiendo a auténticas desconocidas.

—¿Te ha gustado? —pregunté mientras le lanzaba una mirada de reojo.

—Nathan Cove, eres incorregible.

4

Madison

Nathan Cove era demasiado.