Altas esferas - Louise Bay - E-Book

Altas esferas E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

Que me etiquetaran como un gran seductor nunca había sido un problema a la hora de tener éxito con las mujeres. Hasta que conocí a Truly Harbury. Truly fue la primera chica que me rechazó. La primera que fue mi amiga. Y puede que también sea la primera de la que me enamore. Cuando, por culpa de una emergencia, necesita que le eche una mano con la organización benéfica de su familia, me alegro de poder introducirla en el deslumbrante y glamuroso mundo empresarial londinense: la llevo a cenas, le enseño a dar discursos y le subo la cremallera de ese vestido tan sexy que la ayudé a elegir. Cuanto más tiempo pasamos juntos, más quiero convencerla de que no soy un hombre al que debería evitar, que no somos tan distintos como ella cree. Se considera una chica introvertida, amante de los libros y de la ciencia, mientras que a mí me ve como a un seductor que encandila a las mujeres y del que no se puede fiar. Cree que me encantan las fiestas y la gente, mientras que ella prefiere quedarse en pijama en casa y pedir comida a domicilio. Lo que no ve es que me gusta todo de ella: la manera en que su sonrisa ilumina una estancia o sus curvas incitan mi imaginación y, sobre todo, el sabor de sus labios cuando están bañados en tequila. Es la primera mujer de la que me he enamorado en mi vida. Solo necesito saber si algún día ella también podría enamorarse de mí.

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Título original: International Player

Primera edición: noviembre de 2022

Copyright © 2019 by Louise Bay

© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2022

© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-38-3

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: alex.gstockstudio.com/lakov/pavelrume/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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5

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

1

Truly

Si emocionarse resolviendo errores en las hojas de cálculo era algo malo, pues entonces pasaba de hacer las cosas bien. Vivía para eso. Mis dedos no funcionaban tan rápido como yo quería, y los números de la pantalla aparecían a cámara lenta. Al volver a pinchar en una celda de mi página, cuadraron los totales. Me había costado una hora arreglar una pequeña metedura de pata de uno de los nuevos miembros de mi equipo. Y la verdad era que me lo había pasado en grande con ello, con el reto de traer el orden al desorden y de ver las cifras, que ya aparecían ordenadas en línea.

—Gracias —me dije a mí misma, levantando las manos al aire como si estuviera aceptando el aplauso del público.

—Sabes que eres una friki total, ¿verdad? —me dijo mi hermana melliza, Abi, desde la puerta de mi despacho.

Yo bajé los brazos.

—Joder, ¿cuánto tiempo llevas ahí observándome como una completa acosadora?

—La verdad es que te he llamado varias veces, pero estabas flipando con los números. —Abigail cerró la puerta de mi oficina con una patada, se acercó a mi mesa y me tendió uno de los dos envases de ensalada que llevaba en la mano.

—Te he traído la comida. He pensado que podíamos comer juntas.

Guardé mi hoja de cálculo, ya correcta.

—¿Y desde cuándo dispones de tiempo libre para comer? ¿No tienes a ningún benefactor con el que congraciarte?

Mientras que yo me encargaba de los números y de la parte administrativa, Abigail traía el dinero a la organización benéfica que había fundado mi madre hacía casi cuarenta años. Yo la llamaba «Doña Palique» o «Directora Lameculos». Ella prefería «directora general».

Qué más daba.

—Hoy no, querida hermana pequeña. —Había nacido seis minutos y medio antes que yo y nunca me dejaba olvidarlo—. Hoy podré comer contigo.

Se dejó caer en la silla que había delante de mi escritorio y sacó de su bolso un par de bebidas, su teléfono y unos cubiertos envueltos en servilletas, que colocó en medio de nosotras.

—¿Vas a mudarte? —pregunté, suspirando. Comer con Abigail era una pérdida total de tiempo. Tenía un millón de cosas que hacer—. Estoy muy ocupada. Voy muy atrasada con los informes mensuales y…

—Media hora, Truly. —Vació un tarrito de aliño en su la ensalada y comenzó a removerla—. Tienes que comer, y te vendrá bien tomarte un descanso. No me canso de repetirte que necesitas más equilibrio.

Solté un gemido y cogí la ensalada. Estaba claro que no iba a librarme de ella.

—¿Puedes echarte aliño a la ensalada? —le pregunté mientras yo vaciaba mi tarrito en el cuenco de pollo, hierbas y pepino que Abi me había traído.

—No empieces tú también. Rob ya se ha convertido en el sargento de la comida. Y en el sargento del ejercicio. Y en el sargento de la respiración preparatoria para el parto.

Hice una mueca.

—Bueno, es comprensible: es vuestro primer bebé. Es bonito que se muestre protector.

—Como si alguna vez fuese yo imprudente… Y tampoco es que él quiera a este bebé más que yo. Te lo juro, es como si estuviera esperando que le dijese que me he apuntado a hacer puenting o algo así.

—Deberías dejar algunos folletos por toda la casa, solo para tomarle el pelo.

—Si no fuera a provocarle un ataque al corazón, lo haría. Hablando de deportes extremos, tengo noticias interesantes.

Pinché la ensalada con el tenedor.

—¿De deportes extremos?

La Fundación Harbury tenía empleados que recaudaban fondos por todo Reino Unido mediante la participación en actividades patrocinadas tales como el paracaidismo, el rápel u otras locuras por las que la gente estaba dispuesta a hacer donativos.

—Algo así. Rob habló con Noah anoche.

Noah. La sangre me taponó los oídos, y estaba segura de que, si miraba hacia abajo, vería que el corazón se me estaba saliendo del pecho. Seguí masticando como si nada, como si el sonido de su nombre no ejerciera ningún efecto en mí.

Abigail esperó hasta tragarse lo que tenía en la boca. Deseé que continuara. Que dijese lo que no quería decir sobre el mejor amigo de su marido.

—Va a regresar.

Tragué antes de que la garganta se me cerrara y me muriera ahogada con la ensalada.

—Rob le ha dicho que puede quedarse con nosotros unas cuantas semanas hasta que encuentre un piso. Lo último que necesito es un invitado, cuando estoy como una ballena y trabajo veinte horas al día intentando dejarlo todo preparado para cuando me coja la baja por maternidad.

Cerré la tapa de mi ensalada —había perdido el apetito— y la tiré a la papelera que había a mi lado.

—Eso no es muy considerado por su parte. ¿Le has dicho que no?

—Sabe que no estoy contenta. Anoche no consiguió nada.

No había vuelto a ver a Noah Jensen en cuatro años, dos meses y tres semanas… Aunque tampoco es que llevara la cuenta.

—Erais muy buenos amigos, ¿no? —preguntó Abi.

Buenos amigos. Claro. Eso era lo que habíamos sido. Había tenido más confianza con él que con ningún otro hombre que hubiese conocido, y eso que nunca nos habíamos acostado. Nunca le había contado a Abi que había estado colada por él. Era estúpido e infantil querer estar con alguien tan fuera de mi alcance. Sabía que ella lo sospechaba, porque había hecho unos cuantos comentarios sobre el tiempo que pasábamos juntos y que los dos éramos solteros. Pero yo siempre la había ignorado.

—Dudo que recuerde siquiera mi nombre, y me he olvidado de qué aspecto tiene.

Eso no era del todo verdad. Ni siquiera un poco. Noah era el chico más guapo que jamás había conocido. Un dios nórdico de uno noventa de altura, con mandíbula cuadrada y ojos tan azules como el mar.

Hacía buena pareja con mi hermana.

A pesar de ser mellizas, Abigail y yo éramos completamente distintas. Ella trabajaba mucho, pero aparentaba hacerlo con facilidad. Siempre estaba perfecta, y parecía no esforzarse nunca para estarlo. Tenía unos rizos dorados brillantes, y se parecía a nuestra madre, mientras que yo había heredado el pelo oscuro rebelde de mi padre. No era lo bastante lacio como para estar liso ni lo bastante rizado como para ser interesante. La piel pálida y los ojos azules de Abigail le daban un aura cautivadora, regia. Mis ojos ambarinos y mi tono ordinario de piel me hacían confundirme entre la multitud. Ella estaba casada. Yo era una soltera redomada. Pero, a pesar de nuestras diferencias, siempre nos habíamos llevado bien. Lo único que teníamos en común, aparte del adn, era nuestro compromiso mutuo hacia la fundación.

—Bueno, pues podréis poneros al día durante la comida del domingo.

Ostras, se me había olvidado la comida. No había visto a Noah desde… desde la noche en que se había marchado a Nueva York. Desde que casi nos habíamos besado. Aunque… ¿habíamos llegado a hacerlo? ¿Me estaba jugando malas pasadas mi memoria? Solo sabía que, cuando se había marchado, lo había echado más de menos de lo que habría debido, y no quería volver a verme en una situación en la que estuviera colgada por un tío que estaba tan fuera de mi alcance. Ya había caído en esa trampa una vez.

—Ya veré lo de la comida. Estoy muy ocupada.

—¿Ocupada con qué? Todo lo que tenga que ver con el trabajo puede esperar al lunes. Y tampoco es que tengas vida social ni nada por el estilo.

—Déjame tranquila. Me gusta mi trabajo. Y se me da bien. Y me gusta que se me dé bien. No es que solo me dedique a llenarle los bolsillos a la Bretaña corporativa. Como sueles decir en tus discursos, la fundación marca totalmente la diferencia.

—No me refería a eso, es solo que el trabajo no puede ser lo único que tengas en la vida. Me preocupo por ti, quiero que seas feliz.

Puse los ojos en blanco y me preparé para el sermón cada vez más frecuente sobre mi falta de vida social.

—Soy feliz, y no trato de aparentar que soy la única hermana Harbury adicta al trabajo. ¿Estás segura de que puedes preparar la comida del domingo? ¿No tienes que rellenar fichas ni nada por el estilo?

Abigail registraba los datos de todas las personas a las que conocía en pequeñas tarjetas blancas. Tenía miles de ellas con toda la información, desde la edad y el género de los hijos de los benefactores hasta lo que les gustaba comer y los lugares donde preferían pasar las vacaciones. Antes de ir a un evento o a una reunión, repasaba todo lo que sabía sobre esa persona. Después, cuando estaba con ella, parecía interesada y considerada, y esa persona se sentía especial al saber que una mujer tan guapa se acordaba de sus anteriores conversaciones con tanta claridad.

—Fichas. Qué divertido. Por lo menos yo practico sexo.

Mi hermana estaba demasiado interesada en mi vida amorosa. O en la falta de ella.

—No quiero escuchar cómo te tiras a Rob.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste siquiera una cita?

Tenía citas. Que no acababan bien y desde hacía mucho, pero de vez en cuando las tenía.

—Puede que desde Míster Musculitos.

—El que lo llames por el mote que le puso mi marido me hace pensar que puede que no fueras tan en serio con él.

—Has dicho tener citas, no ir en serio.

Ella se reclinó en la silla.

—Es solo que me preocupo. A propósito, necesito saber qué vamos a hacer cuando este niño se decida a venir al mundo. No tienes más horas al día.

La cuestión de quién iba a cubrir la baja por maternidad de Abigail llevaba flotando en el aire desde antes de que ella y Rob se quedaran embarazados. No había nadie que pudiese hacer lo que hacía Abi. Nadie podía dominar una sala, dar un discurso ni contar las historias persuasivas de los niños a los que ayudábamos como lo hacía ella. La recaudación de fondos iba a quedarse estancada mientras ella estuviese fuera, lo que significaba que, cuanto más tiempo faltara, a menos gente podríamos ayudar. La fundación no podía sobrevivir más de unas cuantas semanas sin ella.

—Sabes que no puedes llamarlo «este niño» para siempre, ¿no?

Ella se encogió de hombros y yo tomé buena nota de que debía preparar una lista de posibles nombres de bebés por si ella no lo hacía. Cuando repartieron cualidades en la barriga, yo me había llevado el gen de redacción de listas.

—Rob se va a tomar tres meses, y, la verdad, me parece bien. Quiero volver a mi despacho en seis semanas. Me encanta este trabajo.

—Necesito que vuelvas lo antes posible. Seis horas ya serían un desastre.

Estaba siendo egoísta. Debía tratar de convencerla de que se tomase más tiempo libre. Seis semanas no parecían mucho, pero Abigail sabía que la fundación iba a tambalearse sin ella. Si yo fuese a tener un bebé, que era algo tan probable como que nevase en julio, podían reemplazarme en un visto y no visto. Sin embargo, Abigail era el corazón de ese lugar.

Era la melliza guapa y encantadora. La que podía vender hielo a los islandeses. Estaba acostumbrada a convencer a hombres de mediana edad, que se quedaban prendados de su ingenio y su encanto, de que se desprendieran de su dinero.

Por suerte, no estaba previsto que se marchase de baja hasta mediados de diciembre, lo que significaba que iba a seguir ahí durante la época de más ajetreo del año.

—Seis semanas entre enero y la primera semana de febrero son factibles, porque el comienzo del año siempre es lento. La recaudación de fondos se quedará por los suelos mientras no estás, pero al menos seguirás aquí durante los preparativos de Fin de Año y de la gala de invierno.

¿Qué pasaba con las noches oscuras de invierno, que hacían que la gente estuviera dispuesta a ceder su dinero?

—Sí, quiero superar nuestros objetivos durante los cinco meses próximos. Entonces me sentiré mejor al tomarme esas seis semanas libres. Sobre todo, teniendo en mente lo del centro de rehabilitación infantil.

La Fundación Harbury investigaba y escogía a los receptores de su apoyo con mucho cuidado. Ese año había visitado una unidad infantil de lesiones de médula espinal y había comprobado de primera mano lo que era la desesperanza.

Había sido horrible.

Los pocos equipos que tenían eran para los adultos o estaban rotos. Los niños no tenían ninguna posibilidad, y las expresiones de sus caritas parecían indicar que lo sabían y que se habían rendido. Con nuestra ayuda, podían transformar la unidad infantil del lugar en donde los sueños mueren al centro líder de Europa en el tratamiento de lesiones infantiles de médula espinal.

—Veinticinco millones es un objetivo muy ambicioso, pero implicaría cambiarles la vida a todos esos niños. Será una de las cosas más gratificantes que haya hecho nunca.

Ambas sonreímos como tontas. Tal vez fuésemos polos opuestos en muchos aspectos, pero la fundación nos unía.

Se echó hacia delante, levantó la mano y yo apreté la mía contra la suya para chocar los cinco en un gesto reconfortante. Me sostuvo la mirada.

—Cuando empuje a este niño al mundo, tendremos listo el centro de médula espinal, pero quiero que me prometas algo. —Adoptó su tono de hermana mayor por seis minutos y medio—. No pongas al centro como excusa para no esforzarte en tener una vida social.

Solté un gemido.

—Soy muy feliz.

—Sola y hasta las cejas de hojas de cálculo. Necesitas opciones. Un hobby. Un novio. Puede que acompañarme a una función de vez en cuando.

—Eso es trabajo, Abi. ¿O ya te has olvidado?

Siempre estaba fuera de mi elemento en esas funciones. Me sentía muy rara llevando vestidos ajustados, tacones y pintalabios rojo. Era como si me estuviera disfrazando con la ropa de mi madre, y nunca sabía qué decir. Y si yo estaba incómoda, hacía que todos los que estaban a mi alrededor sintiesen lo mismo, y la gente incómoda no entregaba grandes cheques. Siempre estaba dispuesta a dejar que Abigail ocupara el primer plano mientras yo me escabullía a una esquina con un libro. Por eso discutíamos tan poco. No nos peleábamos por llamar la atención, respetábamos los puntos fuertes de cada una y, aunque envidiaba a mi hermana en algunos aspectos, no sentía celos. Sabía que era más feliz si me atenía a lo que se me daba bien. Sin embargo, tenía una pequeña espinita clavada: siempre pensaba que si se me diese mejor recaudar fondos, socializar, dar discursos, o si fuese un poco más encantadora, quizá Abi pudiese tomarse más tiempo libre. Deseché esa idea. No, ella nunca habría estado contenta con eso. Le gustaba lo que hacía. Trabajábamos bien juntas porque nuestros puntos fuertes no se superponían, y yo tenía bastantes cosas que hacer.

—Pero al menos conocerías a gente nueva. En estos momentos solo hablas con los empleados de la fundación y con la tintorería.

—Le dejo la ropa a mi portero y él la recoge mientras estoy en el trabajo.

Ella arqueó una ceja.

—Ahora sí que me estás dando la razón. Tienes veintiocho años, no ochenta. Puede que seas tú quien tenga que hacer puenting.

Había las mismas posibilidades de que hiciera puenting que de que tuviera un bebé. Mi versión de los deportes extremos era encontrar la primera edición de uno de mis libros favoritos.

—Se ha acabado tu media hora. ¿Qué tengo que hacer para que saques tu culo embarazado de mi despacho?

—Di que vendrás a comer el domingo. Así, mi conciencia se quedará tranquila con saber que al menos has salido.

—Vale. Quédate aquí. Me iré a trabajar a la sala de conferencias.

Abigail se rio, pero se levantó.

—No me valen excusas. Tienes que comer. Y, aunque no te importe una mierda socializar, a Noah le gustará saber que todavía tiene amigos en Londres.

Si Noah había vuelto a Londres, eso significaba que iba a encontrarme con él un montón de veces. Tal vez fuese mejor quitarse la tirita de golpe y verlo de una vez por todas. Quizá mi cuelgue se hubiese esfumado. Posiblemente hubiese cambiado. A lo mejor tenía alguna explicación sobre por qué no se había esforzado en mantener el contacto después de marcharse a Nueva York. Verlo podía hacer que dejara de escuchar el vinilo de The Unforgettable Fire —que había llevado aquella noche de septiembre— algún que otro viernes, cuando estaba sola con una botella de pinot noir. Que dejara de recordar cómo había insistido en que nos sentáramos en silencio y lo escuchásemos de principio a fin y que al final casi me había besado.

Quería olvidarme de Noah Jensen. Cuando estaba en Nueva York, había sido fácil. Pero ahora que había vuelto a Londres, solo quería asegurarme de que no volvía a terminar donde me había quedado cuatro años antes: pillada por un chico que solo me consideraba su amiga.

—Pensaré lo de la comida del domingo. Pero, si voy, quiero patatas asadas. Nada de esas cosas hervidas que preparó Rob el fin de semana pasado.

Se quedó quieta con la mano apoyada en el pomo de la puerta.

—Se lo diré a Rob. Y piensa en lo que te he dicho. Opciones. Un hobby. Una noche en el cine de vez en cuando.

—Lo que tú digas.

Me giré hacia la pantalla del ordenador, impaciente por volver al trabajo, y prometiéndome en silencio que me desharía del tocadiscos que había comprado Noah. Llevaba ocupando espacio en mi piso demasiado tiempo.

2

Truly

Era madrugadora, pero las cinco y media era pasarse, incluso para mí. Me agaché y apuñalé con un lápiz la cinta marrón que sellaba el paquete que había recibido el día anterior. Madre mía. ¿Cinta de teflón? ¿Quién hacía eso? Los psicópatas, al parecer. Iba a necesitar tijeras.

Abigail podía pensar que una persona normal no necesitaba un armario para artículos de papelería en casa, pero aquello demostraba que estaba equivocada. No me pasé los veinte minutos siguientes buscando unas tijeras porque sabía dónde estaban con exactitud: junto a mis libretas —al menos ocho que no había usado nunca—, Post-it —de todos los tamaños y colores—, sobres —de toda una variedad de medidas y pesos—, papel —de diez tonos distintos, de los cuales el de color hueso era mi favorito—, una perforadora y estantes llenos de otros artículos ordenados a la perfección que eran o podían ser útiles en algún momento. Cogí una de las dos tijeras de tamaño medio y abrí el paquete.

Bueno, pues ya no había excusa. Tenía un par de zapatillas nuevas y llevaba puesto un sujetador de deporte. Era hora de empezar a correr. Hacer ejercicio contaba como las opciones que Abi había dicho que necesitaba. No tenía nada que ver con el trabajo, era un posible hobby —si sobrevivía a esa mañana— y no suponía tener que pensar en Noah, cosa que había estado haciendo demasiado a menudo desde que mi hermana me había dicho que había vuelto. Que no hubiera otras personas implicadas también se adaptaba mucho a mis gustos introvertidos. Abigail tenía que estar contenta. Iba a distraerme, a matar dos pájaros de un tiro.

El único problema era que nunca antes había corrido en serio. Pero no podía ser tan difícil, ¿no? Era caminar, pero más rápido.

Me até los cordones de mis nuevas Adidas y salí hacia la mañana londinense de julio. Había la suficiente luz como para ver por dónde iba, y era tan temprano que no había testigos de mi posible humillación. También esperaba que, mientras luchaba por respirar, llegase a una conclusión sobre si ir o no a comer con mi hermana más tarde.

Me ajusté la coleta, pasé junto al mostrador vacío del portero y me detuve en la puerta. ¿Qué dirección debía tomar? No había planeado la ruta ni nada, así que no estaba preparada. Tal vez debía olvidarlo y pensar en el trayecto del día siguiente. Podía trazar una distancia factible y dirigirme hacia un lugar concreto, y después volver. Pero, ya que estaba allí, bien podía empezar.

Comprobé mi reloj y giré a la izquierda al salir de mi edificio en dirección al parque, caminando al principio y después al trote ligero al salir de mi calle. Había un silencio siniestro en las calles y, aunque pasaban algunos coches de vez en cuando, era casi como si se tratase de otra ciudad. El rugido sordo de la autopista al que normalmente no solía prestar atención había desaparecido, y hasta podía escuchar a los pájaros cantar. En lugar de esquivar peatones, pude mirar a mi alrededor y examinar las casas de estuco blanco, en su mayoría divididas en apartamentos, y preguntarme quién vivía al otro lado de sus brillantes puertas negras.

No estaba tan mal.

Solo tenía que mantener el ritmo. No esforzarme demasiado ni ir demasiado rápido. Mientras continuaba por las calles vacías, mi respiración se adaptó al ritmo de mis pies. Inspiraba a cada dos pasos y espiraba de nuevo tras otros dos. Ser tan consciente de mis pulmones al llenarse y vaciarse me hizo pensar en Noah de nuevo.

Y en la comida. En que quería volver a verlo, lo que significaba, sin lugar a dudas, que no debía ir. Habían pasado cuatro años. ¿Por qué latía mi corazón a un ritmo diferente cuando Abigail mencionaba su nombre? ¿Por qué podía recordar aún cómo me sentía cuando sus brazos me rodeaban y su aliento me rozaba la mejilla al saludarme?

Había escuchado a Rob contar historias sobre Noah cuando evocaba lo que él llamaba sus «días de gloria» en la universidad, pero nuestros caminos no se habían cruzado hasta la boda. Noah acababa de volver de trabajar en Hong Kong o en China o en algún otro destino lejano. Incluso entonces había destacado: todo pelo rubio, dientes blancos y extremidades largas. Me había sonreído desde el otro lado del pasillo de la iglesia y yo había apartado la mirada. Confundida por haber llamado su atención, había hecho lo posible por ignorarlo durante el resto de la ceremonia.

Cuando había tratado de entablar conversación conmigo durante las copas del cóctel, intenté pensar en el motivo. ¿Era una de esas personas supersimpáticas a las que les gustaba conocer a todo el mundo o se sentía obligado a hablar conmigo porque era la hermana de Abigail? ¿O una dama de honor?

Cuando me pidió que bailáramos la primera vez, me negué. La segunda vez, le ofrecí un trato: una contribución de cincuenta libras a la Fundación Harbury a cambio de tres minutos y medio de California Gurls, de Katy Perry. Él había contraatacado con doscientas libras por cinco minutos y cuarenta segundos de True, de Spandau Ballet.

Yo había aceptado.

Por primera vez en mi vida, me había puesto nerviosa al tocar a un hombre, cuando él me había sostenido. Hasta que Noah me había rodeado la cintura con sus brazos y me había susurrado «Perfecta» al oído, con la barbilla rozándome la mejilla. Me había derretido contra él, y le había dejado presionarme con las manos la parte baja de la espalda para que no quedara espacio alguno entre los dos. Los cinco minutos me habían parecido tan solo unos segundos en los que Noah había sido la única persona de la que había sido consciente bajo aquella carpa.

Estaba claro que iba a meterme en líos.

Y que era, además, un seductor.

Y que estaba acostumbrado a tirarse a las damas de honor en las bodas.

Sus intenciones me parecieron mucho más claras todavía cuando me di cuenta de que éramos las dos únicas personas solteras de más de dieciocho años de la boda. Así que lo desafié a que me considerara una amiga más que una posible conquista. Le dije que no iba a acostarme con él, pero que podíamos pasar tiempo juntos y que podía librarlo de las conversaciones con tías que llevaban demasiado perfume y primos que eran diez años más jóvenes que él.

Y esa noche, algo nuevo nació entre los dos. Me convertí en la primera mujer con la que había intentado acostarse y no lo había conseguido. Él se convirtió en la persona más cercana a mí, aparte de mi hermana. Y los dos nos convertimos en el mejor amigo del otro.

Se burlaba de mí por ser una friki. Yo me metía con él por ligárselas a todas.

Siempre podía tentarme a hacer cosas que pensaba que odiaba y que al final me gustaban. Yo le enseñé que los chicos no eran los únicos expertos en cómics.

Una vez me confesó lo aliviado que se sentía de que lo hubiera rechazado en la boda para poder ser amigos, y, justo en ese momento, se había trazado un límite claro.

Noah resultó ser diferente a como yo esperaba. No era solo un ligón guapo. Me gustaba, lo respetaba, pensaba que era listo, motivado y humilde, y en algún momento comencé a colarme por él. Al menos él nunca lo supo, y yo pude ahorrarme la vergüenza. Lo oculté bien. Debajo de mi frikismo y justo en medio de la zona de amigos.

Y por eso debía evitarlo. No quería volver a colarme por él y que esa vez se enterara. Quizá hubiese querido seducirme en la boda porque no había más mujeres solteras de edad adecuada, pero yo no era la chica que podía cambiar su actitud seductora, y no tenía intención de convertirme en otra muesca en el cabecero de su cama. Tenía que buscar una excusa para evitar asistir a la comida.

Comenzaron a arderme los muslos y una gota de sudor me bajó por la nuca y me recorrió la columna. Ni siquiera había llegado al parque y ya quería parar, rendirme y darme la vuelta. Pero no. Era mi oportunidad de hacer algo distinto. De demostrarle a mi hermana que tenía otras oportunidades y a mí misma que había cambiado y que ya no era la chica que huía de los hombres que eran demasiado atractivos.

Quería verlo otra vez. Quería recuperar a mi amigo. Y quería saber si recordaba aquella noche antes de marcharse a Nueva York. Esa noche en la que compartimos una botella de vino, escuchamos música y casi cruzamos la línea que habíamos marcado entre los dos.

¿Me había deseado entonces?

¿Sabía cuánto lo deseaba yo a él?

3

Truly

Me mordí el lateral de la uña del pulgar mientras caminaba de acá para allá enfrente de las casas victorianas con patio. Una coleta era lo bastante informal, ¿no? Y todo el mundo iba a llevar vaqueros. ¿Pero el colorete y el delineador de ojos? ¿Un domingo? Abigail iba a darse cuenta, seguro.

No debía haber ido.

La puerta color gris pizarra de la casa de mi hermana se abrió y me quedé congelada.

—¿Truly? —rugió mi cuñado—. Me he imaginado que eras tú. ¿Qué haces ahí fuera?

—Lo siento, estaba terminando una llamada.

Ni siquiera llevaba el móvil en la mano y, de todas formas, ¿a quién iba a llamar un domingo? Me hacía mucha falta currarme un poco más las excusas.

Me puse de puntillas y le di un beso a Rob en la mejilla.

—¿Has hecho patatas asadas?

—No me atrevería a hacer otra cosa. —Cogió la botella de vino que llevaba yo en la mano—. ¿Has decidido cambiar? —preguntó, mirando la etiqueta—. Normalmente siempre traes tinto.

—Lo tenía en el frigorífico.

—¿Junto con algún queso mohoso?

Y hummus, pero no se lo dije. En su lugar, le di un golpecito en el estómago con el dorso de la mano por atreverse a tener razón. Un refrigerador lleno no era una prioridad. Solía pedir algo en la oficina, o me llevaba dos almuerzos y guardaba uno en el frigorífico común para después.

—¿Eres tú, Truly? —me llamó mi hermana desde la cocina.

Dejé atrás a Rob e inspiré hondo mientras me dirigía hacia la parte trasera de la casa. El colorete y el delineador eran solo una armadura. Una protección contra Noah y sus encantos. Estaba desesperada por verlo y por que no ejerciera ningún efecto en mí. No quería ser la chica que se desvivía por un tipo que ni siquiera sabía que estaba viva, o que al menos no la veía como posible pareja. Era triste y patético, y yo no era así. Cuadré los hombros y giré hacia la izquierda, esperando ver a Noah por primera vez en cuatro años. Pero la única persona que había en la sala, enorme y diáfana, era mi hermana, que estaba frente al hornillo mirando una sartén.

Se dio la vuelta cuando llegó Rob detrás de mí, con aspecto culpable.

—¿Lo has tocado? —preguntó él.

Rob solo accedía a cocinar bajo la condición de que Abigail le dejara hacerlo y no interfiriera.

—Te juro que no. Solo he mirado. Porque…

—No finjas estar ayudando, Abigail. Sirve el vino.

Le pasó la botella que me acababa de coger de las manos.

—Eres un hombre cruel, Robert Franklin, por hacer que una mujer embarazada sirva un vino que no puede beber.

Yo miré a mi alrededor y me di cuenta de que no había rastro alguno de Noah.

—¿Has traído blanco? —preguntó Abigail después de besarme en la mejilla.

Me encogí de hombros y me metí las manos en los bolsillos mientras ella estudiaba mi cara maquillada. Se dio cuenta, pero al menos no dijo nada. Al igual que tampoco dijo nada sobre la ausencia de Noah. Quizá hubiese salido del aprieto y él tenía otros planes. Seguro que tenía muchos amigos con los que ponerse al día, mujeres con las que pasar el rato, cosas que hacer. Así era Noah. Era un hombre ocupado. Siempre trabajando para conseguir un objetivo u otro. Siempre en constante movimiento.

Los pasos que retumbaron al bajar las escaleras me dijeron que no me había escapado con tanta facilidad como había creído.

Abigail miró hacia el techo.

—Te juro que va a echar la casa abajo.

Su voz se desvaneció, y solo pude centrarme en mi respiración. Al parecer, mi cuerpo había decidido que ya no era algo involuntario, y que, si no llevaba cuidado, mis pulmones podían vaciarse y nunca más iban a volver a llenarse.

Fui hacia las puertas de cristal para abrirlas y respirar algo de aire fresco.

—Eh, chicos, lo siento. Tenía que atender esa llamada —sonó la voz grave de Noah a mis espaldas, haciendo que toda la piel se me erizara.

Despacio, me di la vuelta y lo miré. Su metro noventa ocupaba todo el umbral. Me había olvidado de lo perfecto que era en persona. Mis recuerdos no lo representaban con tanta nitidez como al verlo cara a cara. Era como si el color se hubiera concentrado en él, en comparación con el resto de la población. Sus pómulos altos y perfilados, la nariz nórdica, que lo hacía parecer como si acabase de bajar de un viaje largo en barco, y el pelo rubio oscuro, que llevaba un poco más largo que hacía años… Todo era demasiado perfecto. Tenía sus larguísimas piernas enfundadas en unos vaqueros y su amplio pecho cubierto con lo que parecía ser un jersey de cachemir gris. Madre mía, no me extrañaba que ese hombre hubiera superado lo de acostarse conmigo y hubiese decidido que fuese su amiga con tanta facilidad. Parecía diseñado para mi hermana: guapo, elegante y poderoso.

Siguió la mirada de Abigail hacia mí y, cuando nuestros ojos se encontraron, lo saludé con las dos manos como lo haría un niño de cinco años.

—Truly —dijo, y su voz resonó por todo mi cuerpo.

Sus ojos se iluminaron como siempre lo hacían cuando sonreía. Pero no se reservaba ese cálido saludo solo para mí. Ni para las personas que le gustaban. Tenía una forma de ser que hacía que la gente a su alrededor se sintiera especial. Caminó hacia mí.

—Qué alegría verte. Hace siglos.

Mi cuerpo se calentó conforme se iba acercando, y, cuando se agachó, inhalé la mezcla a aroma de cítricos y piel cálida que recordaba. Su barba de un día me rozó la mejilla cuando presionó su cara contra la mía. El corazón empezó a latirme como loco, y deseé que se alejara para que no se diese cuenta.

—Tienes muy buen aspecto —anunció, con un tono de voz más alto que íntimo.

Me colocó las manos en los hombros y me sostuvo así, y después miró a Rob y Abigail, como esperando que se mostraran de acuerdo.

Él me soltó y, como si me hubiese estado sujetando, tuve que dar un paso atrás para recuperar el equilibrio. Me aclaré la garganta con la esperanza de que mi corazón volviera a latir a un ritmo normal.

—Bienvenido de nuevo —fue todo lo que pude decir.

—¿Vino? —preguntó Abigail.

—Me encantaría una copa de pinot noir, si tenéis —dijo Noah.

Rob resopló.

—Sabes que tenemos un montón. —Apartó la vista de la sartén que tenía delante y me miró con un gesto de exasperación—. Este tío ha aparecido con seis cajas. Y está muy bueno. Tú sueles beber tinto; ¿quieres probarlo?

Negué con la cabeza.

—Quiero tener la mente despejada, así que me quedaré con el blanco. Me espera una semana muy ajetreada.

—¿Y qué tal ha ido la búsqueda de piso? —preguntó Abi, y después se dio la vuelta y me dio una copa del vino que había llevado yo—. Noah ha estado fuera toda la mañana visitando sitios.

—Bien. Me está ayudando acotar lo que quiero en realidad —respondió Noah.

Me senté en uno de los bancos de roble que había junto a la mesa para mirar hacia la sala. Apoyé los codos a ambos lados de mi copa y esperé a escuchar todo sobre la vida de Noah en esos momentos. Sobre su futuro.

Iba a necesitar todo el vino.

—¿Y qué es lo que quieres? —inquirió Abigail.

—Un piso de soltero —sugirió Rob, y yo traté de que mi expresión se mantuviese neutral—. Algún sitio con espejos en el techo del dormitorio.

—Algo céntrico —replicó Noah, ignorándolo—. Quiero que sea fácil desplazarme, pero necesito poder salir de la ciudad con rapidez para ir al aeropuerto.

—¿No acabas de vender tu empresa? —intervino Abi mientras servía el vino en su copa—. ¿Adónde vas a ir? ¿Vas a buscar otro trabajo?

Noah levantó una de sus largas piernas musculosas por encima del banco y tomó asiento frente a mí, al otro lado de la mesa.

—Sigo estando en la junta, pero no soy ejecutivo, así que solo tengo que volar a Nueva York una vez al mes.

—Guau, un trabajo en el que solo tienes que aparecer una vez al mes… Debe de estar bien ser tú —comentó Rob por encima del repiqueteo de las sartenes.

Mi cuñado sabía, al igual que el resto de nosotros, que Noah trabajaba mucho. Tal vez solo tuviese que ir a Nueva York una vez al mes, pero no se tomaba las cosas con calma solo porque podía. Siempre estaba trabajando con un objetivo en mente.

—Estoy buscando mi próximo reto empresarial. Me estoy tomando mi tiempo y comprobando qué es lo que me interesa. Y estoy aprendiendo a volar.

—¿A volar? ¿Cómo? —Solo había estado escuchando a medias mientras recordaba el tacto de su piel cálida bajo mis dedos.

Noah sonrió.

—Voy de cabeza en busca de un Black Swan, pero, hasta entonces, me limitaré a conseguir la licencia de piloto.

—Ah —murmuré, mirando mi copa.

¿Por qué había hecho una pregunta tan estúpida? Ese era el motivo por el que no se me daban bien las galas y las cenas en las que Abi se movía con tanta facilidad.

—¿En serio? ¿Estás dando clases de vuelo? —preguntó Rob, mirando a Abi.

—No me mires como si necesitases mi permiso. No soy tu madre. —Ella se deslizó a mi lado.

—He asistido a la primera esta semana. He pensado que bien podía aprovechar que tengo algo de tiempo libre. También voy a hacer un curso de paracaidismo.

—Suena típico de ti —afirmó Rob—. Acción. Aventura. ¿Hay algo que te dé miedo?

Noah se limitó a sonreír. Si el edificio estallara en llamas, Noah iba a ser quien se encargase de la evacuación y de poner a todos a salvo. Siempre asumía el control, con calma y con confianza en sí mismo.

—Sí, yo no voy a poder asistir a clases de vuelo ni de coña —murmuró Rob—. Me quedan cinco meses y medio hasta que todo cambie.

—Así que no os queda mucho para ser padres. ¿Estáis asustados? —preguntó Noah.

—No. —Rob colocó el pollo asado en la mesa.

—Mentiroso —replicó Abigail.

—Vale, un poco aterrorizado —reconoció Rob—. Y, claro, no ayuda que Abigail insista en volver al trabajo la semana después de dar a luz.

—Seis semanas después. Y ya sabes lo que exige la fundación. No puedo abandonar el barco sin más, con o sin bebé.

Noah me miró, y yo puse los ojos en blanco cuando un millón de recuerdos me inundaron la mente e hicieron que me doliera el corazón. Antes de marcharse a Nueva York, esa había sido la norma: Rob y Abigail se criticaban, discutían, se peleaban, y Noah y yo observábamos divertidos mientras tratábamos de calcular quién había ganado.

¿Cuántas veces había acusado Abigail a Rob de ser un maniático del control?

¿Con qué frecuencia solía pedir permiso Rob para hacer algo que a Abigail no le gustaba, y después la acusaba de ser una maniática del control en el matrimonio?

¿Cuántas botellas de vino iban a caer?

¿Estaba él recordando todo aquello también?

—Bueno, aparte de las clases de vuelo, ¿cuál es el plan? —preguntó Abi.

Mientras ella y Noah charlaban, Rob llenó la mesa con una serie de platos distintos y se sentó al fin. Después empezamos a comer, nos pasamos platos y salsas, nos servimos patatas y trinchamos el pollo.

¿Cómo podía ser tan sencillo volver a sumirme en una rutina con esa persona que había significado tanto para mí? Era un alivio, pero, al mismo tiempo, también resultaba frustrante. Si tan solo Noah se hubiera convertido en un gilipollas o se hubiese casado, o, como mínimo, se hubiese quedado calvo…

Al menos ya había superado la expectación.

Tenía que aceptar que Noah era el mismo de siempre. Era yo quien necesitaba cambiar, quien necesitaba no volver a enamorarme de él. Él me consideraba una amiga, y ahí iba a mantenerlo yo, bien encerrado, en una caja con tapa.

4

Noah

¿Cuánto tiempo iba a durar el martilleo de mi corazón, el calor en las mejillas y la manera en que me temblaban las piernas al caminar? No había nada como caer de un avión a cuatro mil metros de altura para aturdir el cuerpo. Me quité el casco, solté el aire y después me deshice del mono. Mientras sacaba mis vaqueros y mi camiseta de la taquilla, Dave, uno de los dos instructores que había saltado conmigo, entró en los vestuarios.

—Ha sido la hostia —dije.

—No hay nada igual.

—Me gustó el salto en tándem que hice el año pasado, pero esto…

—Es un subidón mucho más grande de adrenalina.

—Sí.

¿Lo sentía él todavía? Había confesado, mientras subíamos en avión, que había saltado más de tres mil veces. Había querido preguntarle si alguna vez se aburría. A mí me había encantado, pero estaba seguro de que el subidón desaparecía después de tantos saltos.

—La semana que viene empezaremos con un salto antes de la case, siempre que el tiempo no cambie —afirmó.

—Me parece bien. —Choqué los cinco con Dave, me pasé los dedos por el pelo y salí hacia el aparcamiento.

—Eh —saludé a Rob, que estaba apoyado contra la puerta de su coche, esperándome.

—Estás loco. —Rob negó con la cabeza al acercarme—. Te he visto bajar. ¿No es más fácil, e incluso más seguro, hacerse adicto a la heroína antes que esto?

Me reí por lo bajo y me senté en el asiento del pasajero.

—Bah, esto es mucho más divertido.

No lo hacía por la emoción natural del salto. Entendía que eso era lo que buscaba mucha gente, pero para mí se trataba más de no querer perderme nada. A menos que yo noquisiera hacer algo, todo era posible. Íbamos a estar en este planeta durante muy poco tiempo, así que quería abarcar cuanto fuera posible.

—Respóndeme con sinceridad: ¿casi te has cagado encima? —Rob arrancó el motor y salió de la plaza de aparcamiento.

—No estaba asustado en absoluto.

Antes de mi accidente habría estado aterrorizado, pero ya no. Probablemente habría ocurrido todo lo contrario, pero ahora quería aprovechar al máximo lo que tenía. Experimentar cuantas más cosas fuera posible.

—Cuando acabe el verano bajaré yo solo, sin los instructores saltando a mi lado. Puede que entonces me dé más miedo.

—Pensaba que ibas a clases de vuelo, no a clases de caída.

—Qué gracioso —repliqué con sarcasmo—. También estoy volando. Lo del paracaidismo es menos comprometido. Se me ocurrió colarlo mientras no estuviese trabajando.

—Iba a preguntarte si alguna vez te sientas en el sofá y comes patatas fritas, pero sé que nunca has sido de los que se tumban a comer patatas.

Lo de las patatas era cosa de Truly. ¿Cómo se me había olvidado? Se me habían olvidado muchas cosas de Truly, pero la comida del domingo me había hecho recordarlo todo de golpe. No recordaba cuánto me gustaba estar con ella. Lo divertida que era, a veces a propósito y a veces no. Cómo, en ocasiones, parecía que, si no llevaba cuidado al abrazarla, podía aplastarla. Cómo olía al champú de coco que decía que usaba para domar su pelo encrespado. Aunque yo nunca le había visto el pelo encrespado, ni siquiera cuando se le acababa el champú. Era solo suave. Ondulado. Bonito.

—Gracias por ayudarme con estas cosas. Podría haber contratado a alguien, pero me imaginé que te gustaría tomar una cerveza y pasar la noche por ahí aunque fuese para mover muebles —opiné.

—Siempre estoy listo para una noche de chicos —respondió Rob, jugueteando con la radio y haciendo una mueca al escuchar a Britney Spears—. Tenemos un montón en el banco. Para cuatro años. Bueno, quiero ver tu nueva casa. No me puedo creer que hayas acabado en Marylebone, cabrón con suerte.

—Sí, es bonito y céntrico, pero hay una ruta fácil de salida de la ciudad para cuando quiera hacer estas cosas.

—Un piso de soltero. ¿Tienes a Barry White sonando en bucle?

La gente casada estaba siempre mucho más interesada en mi vida sexual que en otras cosas.

—¿Barry White? ¿Cuántos años tienes?

Rob apagó la radio y se encogió de hombros.

—Puede que eso fuese lo que hacía mal cuando salía con ella.

—Eh, te casaste con Abigail. No veo que eso sea hacerlo mal.