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La vida de Ámbar quien aparece de manera misteriosa en un pueblo, transcurre entre la realidad y la ficción, con la que va transmitiendo su impronta, en el avance de toda la obra y mediante una serie de emociones, que van desde el llanto de una penetrante tristeza, hasta la risa del más fino y delicado humor, dejando una enseñanza profunda, poco común, y restauradora para la humanidad y el planeta. En forma holística, integral, tocando una espiritualidad bisoña. Buceando en el alma y explorando el corazón de los que llegarán a amarla de modo trascendental. Induciendo un efecto sanador a través de la interpretación de sus frases. Haciendo que cada uno de los pasajes, ocupen en las vidas de los que la elijan un enriquecedor espacio para un encuentro íntimo, intenso, excepcional de una exquisita y poética belleza. Vislumbro que los bendecirá y anhelo que así sea, atisbo que correrán con una sonrisa auténtica, para abrazar la energía de Ámbar, que es, Best Seller.
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Seitenzahl: 459
Veröffentlichungsjahr: 2022
ANGÉLICA EMILCE DÍAZ
Díaz, Angélica Emilce Ámbar B. S. : portal de vida / Angélica Emilce Díaz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3345-6
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
1. El rayo
2. Best Seller
3. La voz
4. Orejas de burro. El accidente del micro
5. Sábado
6. La silla de ruedas
7. Del revés
8. El empujón
9. Hermanos
10. Adriel
11. Domingo
12. La armadura
13. No está entre los elegidos
14. Visita a la tía Dona
15. El susto
16. Inhumanos
17. El orfanato Casa Vhont
18. La huida
19. Sin fuerzas
20. El regreso
21. El primer contacto
22. No hay casualidades
23. La confesión
24. Invisibles
25. La investigación
26. Olí Llavé
27. El diamante
28. Siete turmales
29. Turmalina
30. Cubic
Página final
Su hermano había nacido tres meses antes que ella, en esa misma casa; esto ponía en duda su procedencia, no solo por la superposición de los meses de gestación y la poca diferencia que había entre ellos, sino porque todos en esa familia eran de tez blanca y cabellos claros; en cambio, ella tenía rasgos morenos, una tupida melena enrulada, con motas muy brillantes y negras. Por lo cual esa niña era la gran incógnita del pueblo. Aunque muchos sabían de su origen y guardaban muy bien el secreto.
La presente historia transcurrió en una región bendecida por la cosecha y la siembra, con todas las variables climáticas; ríos, lagos en tinieblas, montañas altísimas y precipicios muy sinuosos y peligrosos. Fue en la ciudad de Genesia, al sur de la capital, que se llamaba Itralurgo, en el país de Marabelio de Nueva Turmalina, uno de los siete continentes del mundo, que se guardaba este gran misterio.
Sus padres o, mejor dicho, quienes la criaron, eran de apellido Seller, un matrimonio bastante joven procedente del país de Pesimesia, del continente Antigua Amatista Sur. Fueron a comprar ese lote en el primer remate de la zona, arrastrados por la tía Dona, ya que, como recién casados, buscaban instalarse cerca del lugar donde trabajaban. La tía los empujó con unas palmaditas diciendo:
—Vamos, vamos, tortolitos, yo los acompaño. No pueden desaprovechar esta oportunidad, es un hermoso lugar. Si no llegan al importe, ya saben: siempre cuentan con mis turmales. —Con carita feliz, amplió—: no hace falta que se los explique, saben que soy muy acaudalada por haberme casado con el tío Vhont y me gusta hacer beneficencia —dijo con voz socarrona, ya que pensaba que aquellos jovencitos no sabían hacer nada sin su ayuda.
El señor Patrick Seller, que estaba pronto a cumplir los 19 años, era sobrino adoptivo de la señora Dona y el flamante esposo de Simona, casi de su misma edad. Él se esforzaba en sobrellevar la incómoda situación con su tía, que era bastante especial; a decir verdad, estaba empeñada en sobresalir. Más allá de todo, él la quería mucho; la acompañaba poniendo firme su brazo, de donde ella se tomaba porque le gustaba ir pavoneándose sostenida de su sobrino como si fuera su partenaire, luciendo sus modelos exclusivos y la exquisita joyería que se tiraba encima, en un intento de compensar la carencia afectiva que tenía en su interior. Patrick era un jovencito apuesto, alto, delgado, con músculos apretados y lucía unos ojos azules como el mar en su profundidad; su cabello era rubio, lacio y siempre parecía peinado. Él la conducía, mientras olfateaba su rico y delicado perfume amaderado, que era el que su madre también usaba: una fragancia que la tía se hacía traer del otro continente. Dona lo regañaba todo el tiempo, como a un chiquillo:
—Más despacio, Patrick, soy una anciana, no quieras correr carreras conmigo. Cuido mis zapatos de cabritilla de la casa Punch, la más buscada. —No quería estropearlos, ya que ese día los estaba estrenando. Era una mujer coqueta, distinguida, una verdadera «muñequita», como todos le decían de jovencita.
La señora Simona pensaba para sí: «Vieja déspota e insoportable. La tía va del bracete con Patrick, ¿no se da cuenta de que es mi marido?». No tenían forma de librarse de ella, ya que ambos trabajaban en la gran empresa de cemento, cuyo único dueño era el señor Vernet Vhont, quien los había llevado allí con promesas de progreso cuando estaban recién casados en el continente Antigua Amatista Sur. Allí, el señor Vhont, junto con Dona, tenía la inmensa fábrica central, más una sensacional mansión. Decidido a expandirse, había montado esa nueva sucursal.
—Todo está en franco crecimiento en este nuevo y joven territorio —decía Vhont.
Pero Simona veía con pelusa que también había levantado una segunda residencia majestuosa, para su amada e insoportable esposa Dona.
—Te das cuenta, este viejo bueno para nada, supuestamente tío tuyo, pasa el tiempo dándole lo mejor a su amada Petuña, y a ti te da migajas —susurró Simona al oído de Patrick, burlándose del mote con que el señor Vhont llamaba a su esposa y riéndose por lo bajo, tal vez con un poquito de envidia.
—No es así, mujer, ellos son amables con nosotros —retrucó Patrick, quien no ponía cuidado en las cosas de valor.
La señora Simona se contuvo para no seguir hablando, porque si decía ciertas cosas que sabía o que había escuchado, temía quedarse sin el pan y sin la torta. Pero pensó para sus adentros: «Patrick es la mano derecha de su tío; con miras a quedar al frente de esta filial. Por supuesto, a pedido de su tía, Petuña Dona, como el viejito la llama, que, como es tan inútil, ni siquiera pudo darle hijos. Entonces, Vhont tuvo que elegir al único sobrino que tiene como heredero y, por reciprocidad, a mí, les guste o no. Por lo que sé, esto es irrevocable, así que mejor me reservo lo que yo sé, ja, ja, ja». Recordaba cuando había comenzado en la fábrica central, en el otro continente, como operaría y cómo había escalado hasta convertirse en la secretaria de Patrick; pese a lo controladora que era esa vieja, así se conocieron, se pusieron de novios y se casaron. En ese orden, programado también por la tía metiche Dona, que, en cuanto se enteró del romance, había argumentado:
—Bueno, bueno, mi querido sobrino Patrick, he observado que la secretaria y tú... No sé cómo decirlo... Bueno... Ustedes andan de arrumacos y otras cositas. —Se aclaró la garganta y agregó—: No hace falta que detalle más. Pero te pido por el buen nombre de nuestras empresas y nuestra familia, que formalices. Por cierto, en una exhaustiva investigación ordenada por tío Vernet, encontramos a la señorita Simona como una candidata apta. Ella proviene del mismo continente de dónde venimos todos nosotros y de la parte sur, por suerte. En fin, aunque hubiera deseado otra cosa para ti... Alguien un poco más pequeña de cuerpo, claro. Digo, menos corpulenta es lo que quiero decir. Aunque reconozco que es una gordita pareja —reía con simpatía—. Es bastante desalineada, con ese pelo ralo; pero es lo que Dios mandó, seguro que el pobre no tenía nada mejor, como una chica más torneada, delicada, delgada, en fin, más parecida a mí. Pero hay que hacer las cosas como Dios manda —dijo persignándose—. Es lo que hay.
Todo esto lo había escuchado Simona, que estaba tras la puerta del depósito de libros de contabilidad de la oficina, donde se había escondido para que la tía no los pillara y se había llenado de la pulga del papel, que la picó en varios lugares. La tía se había enterado de su relación gracias al chismerío y no los dejaba ni a sol ni a sombra. Patrick era un verdadero bobo, como se decía, pero en verdad era aquella vieja la que manejaba todo. Simona pensaba resistir, tal como había aconsejado su madre, ya que en un corto plazo los Vhont les dejarían a ellos la fábrica y hasta la codiciada mansión, o eso esperaba.
Después de esa situación, habían ido a la subasta a elegir el terreno junto con la tía, por supuesto. El señor y la señora Seller asentían con la cabeza, con miradas cómplices entre ellos. La tía miraba de forma minuciosa los planos con una lupa con bordes de marfil y un mango de platino que guardaba en su cartera, a modo de agrimensora, fingiendo poseer altos conocimientos sobre el asunto.
—Muy buena elección, tía Dona —dijo el señor Seller—. Nadie podría haber escogido mejor. —Le guiñó un ojo a su esposa, alentándola con la palma de la mano para que agregara un comentario.
—Este simple, pequeño, humilde y alejado terrenito —dijo Simona mientras tomaba la escritura con dos dedos— es el más indicado. Estamos muy agradecidos, adorable tía Dona —dijo la señora Seller, que no se quedaba atrás mostrando su verdadero carácter. Sabía que «la adorable y encantadora tía Dona», como ella le decía, pagaba al momento el boleto de compra, por lo cual le rendían pleitesías. La tía Dona, ridícula como siempre, intentaba medir el lote con un metro retráctil, que dio a sostener al martillero y, de forma muy torpe, ella soltó el otro extremo e hizo que la punta pegara en el ojo del vendedor. Sin disculparse, por supuesto, trató de inepto al empleado, echándole la culpa de su propia torpeza. —Esta vieja es una asquerosa, déspota y mandona, y el pobre viejo Vhont la complace en todo —cuchicheaba Simona al oído de Patrick, cargándole las fichas; ya estaba cansada de las directivas de Dona.
Todavía no superaba el mal trago que había sido para ella entrar a la iglesia con el vestido ensanchado en gran dimensión para podérselo calzar; ya que pertenecía a la familia y había sido usado por los ancestros y por la mismísima tía Dona.
—¡Así lo requiere la tradición! —Había dicho la mujer—. Debes procurar, de cualquier manera, meterte dentro. Trae buenos augurios. —De esa forma, Dona siempre establecía cláusulas como si fueran obligatorias. Parecía que le gustaba arreglar la vida de los demás, pero, en realidad, seguramente era porque no se animaba a vivir la suya. Les eligió los anillos y hasta la luna de miel, que fue en el hotel Reina, cuyos dueños eran también los Vhont, y quienes no dejaban de hacer crecer su incalculable patrimonio.
Simona, por su parte, prácticamente había sido forzada a formar parte de esa familia, ya que, como hija mayor y con pocos recursos, sus padres habían visto la oportunidad de que progresaran todos y habían accedido al enlace. Patrick estaba catalogado en el continente donde vivían como un muchacho de pocas luces; ella, por su parte, estaba interesada, o mejor dicho enamorada, del chico más lindo, listo e inteligente del pueblo, pero que no tenía ni un solo amatos (que era la moneda de ese continente, Antigua amatista Sur, donde vivían). Habían tenido un romance silencioso, ya que él no cumplía con las expectativas de su familia, no reunía las condiciones necesarias. Por eso, Simona había tenido que respetar la voluntad de sus padres, aunque no estuvieran en lo cierto. El único amato que le quedaba a Rumpi (el muchacho en cuestión) se lo había dado como regalo el día que ella se casó con Patrick. Simona siempre lo sacaba para contemplarlo, entristecida por haber tenido que dejarlo.
Los Seller, entonces, edificaron allí su casa, y otros matrimonios también lo hicieron. Algunas de las viviendas parecían tiendas, otras eran más esplendorosas, de acuerdo con los permisos obtenidos de los inspectores, que dependían de los Reglamentarios, quienes formaban el Comité de Control de la ciudad, regulador y administrador de las acciones del pueblo. La residencia de los Seller era más bien clásica, con armonía en su arquitectura, colores suaves, sobrios; un verdadero refugio. En la entrada, a Patrick y Simona se les ocurrió poner un cartel con un fino barniz en la madera de roble con el nombre «La cueva». En cuanto terminaron la vivienda, tía Dona fue a visitarlos para inspeccionar cómo había quedado.
—¡Uy! —exclamó extasiada y elogió los resultados—: Patrick, has puesto todo tu esmero en esta bella morada, además de los materiales... —dijo pensando en que eran de sus empresas de construcción.
—No es nada, querida tía. Ustedes me han ayudado en todo, y además tengo la hermosa esposa que siempre soñé a mi lado —dijo él con cierta ingenuidad.
Aclarándose la garganta, Dona soltó:
—Y no has tenido que poner un solo turmal en la adquisición, todo ha salido de nuestro bolsillo. —Soltó una risita con altivez—. Todos nuestros materiales son de la más excelente calidad.
—Por cierto —acotó Simona—, es la única empresa de materiales de construcción que los Reglamentarios permiten que haya. Son un verdadero monopolio, es pueblo nuevo y los tienen a todos cautivos de comprar en el mismo lugar —opinó.
—Qué raras palabras dices, mi querida sobrina. Confieso no haberte entendido nada, pero suena muy alentador, supongo que como tú llevas los números de nuestras empresas estarás en lo cierto —expuso Dona, a quien tal vez le tomaría todo el fin de semana resolver lo escuchado, ya que, como su sobrino, no era muy avezada.
Patrick no quería confrontar a la tía y soltó una mirada descalificadora hacia su esposa, se acercó a ella y le presionó dos veces la mano para que callara.
—Estamos muy agradecidos contigo y el tío Vhont —dijo Patrick con gesto de sumisión, observando en silencio con qué interés las dos mujeres más cercanas en su vida se empeñaban en desmaquillar frente a él sus egoísmos. Dona, implacable, sacó del bolso su lupa con bordes de marfil y mango de platino, y corroboró la textura de las paredes y los mosaicos.
—Es notable como tu esposo —indicó mientras miraba a Simona— ha estado detrás de cada ladrillo y de todos los detalles. —Palmeó al señor Seller en la espalda y habló maravillada—: Estoy muy orgullosa de ti, Patrick. —Levantó la cabeza de forma soberbia.
—Realmente —objetó Simona—, el constructor fue el que apiló las baldosas y los cementos del plano que ustedes le dieron, para que, de la nada misma, ahora estemos bajo esta estructura. Nosotros elegimos y pusimos nada más que la madera que dice «La cueva»; lo demás fue su elección, querida tía.
—Excelente, excelente. Simona, qué bien que hablas. Ah, por cierto, ya que te ocupas de la empresa, te pondré una cocinera y una doméstica o una criada, para que te ayude en la casa con la limpieza —dijo Dona, sin poder entender nada de lo que había dicho la muchacha y mientras se despedía apresurada por subir al auto, donde el chofer, el señor Liberto, la esperaba—. Pronto, Liberto. Estoy muy apurada.
Simona la saludó desde la puerta, pero el señor Seller salió a acompañarla. Luego, se paró en la entrada de la casa y, desde ese lugar, observó hacia el final de su territorio, que se perdía en su mirada. Sentía por primera vez que pertenecía a un hogar que él mismo había podido construir, esforzándose no solo por el notable terreno, sino por la excelencia con la que cuidaría de las semillas plantadas dentro. Comenzaba a ser parte de una tierra en donde echar raíces, para crecer y formar una familia, como era su anhelo. Por eso, cuando Simona, a los tres meses de casados, dio a luz a su primer hijo, y nada menos que a un varón, Patrick estaba inundado de felicidad y sentía mucho orgullo.
—Es mi primer hijo, un varón. Es el orgullo de su padre y nunca lo abandonaré. Será fuerte, será el mejor —dijo levantándolo con sus dos manos al cielo y exclamó al infinito—: ¡Lo llamaré Prileón! Por ser el primero y por el rey de la selva.
En su ser sentía que era el primero en poblar de amor su desolado y vacío corazón. Habían planeado tener muchos hijos, pero después de Prileón pasó un año sin novedades; a los dos años, no llegaba el hermanito y, a los tres años, seguía sin haber noticias de un nuevo heredero. Simona trinaba de bronca, ya que no se le cumplían los deseos. Ella trabajaba desde su casa siguiendo las finanzas como contadora de la empresa y ocupaba una banca en el directorio cuando era necesario, ya que Patrick poco entendía de papeles. Dona había dispuesto una muchacha que la ayudaba en la cocina. Simona, que antes parecía amable, dulce y calladita, comenzó a mostrarse mucho más adusta, y la tía Dona lo había notado, por lo que la ponía en evidencia cada vez que podía. Patrick era un hombre de buen humor, siempre de bajo perfil, disfrutaba lo que tenía y no aspiraba a mucho más, se sentía útil en la empresa, respetaba mucho a sus tíos, era agradecido, se ocupaba del hogar, era un buen esposo dedicado a la familia y siempre volvía a su casa con algún presente para Simona, aunque fuera una flor cortada de su propio jardín. Tenía una colmena con más de cien abejas que, agradecidas, le daban su miel. La huerta en el fondo del terreno tenía árboles frutales y verduras de estación, las que intercambiaba con los vecinos, con los que tenía una muy buena convivencia. Su esposa, en cambio, lo instigaba en forma continua, quejándose de no progresar. El pueblo era un sitio tranquilo, donde todo transcurría dentro de la normalidad, hasta ese día, con ese clima y en ese lugar, que pasó lo que no se supo. ¿Qué fue lo que pasó?
Contaban los lugareños de boca en boca, una y otra vez, la historia de la familia Seller:
—En el patio de adelante, durante una fuerte tormenta, justo en la madera que lleva el nombre «La cueva», después de un tremendo trueno, se oyó un colosal estruendo; el infinito se iluminó con una luz brillante, en esa lluvia copiosa. Fue un rayo destellante el que bajó despacio del cielo a la niña totalmente negra y sobrenatural de los Seller. Se dice que el rayo la trajo sobre un libro de cuero color ocre, con un amplio lomo verde y delicadas letras doradas, dejando perplejos a todos los que lo vieron. Al mismo tiempo, los Seller corrieron al pasillo y quedaron absortos y pasmados en la entrada de la casa frente a lo sucedido. De inmediato, se detuvo el viento, la lluvia paró, el cielo se puso azul y el sol calentó con fuerza el lugar. El señor Seller empalideció.
—¡Simona! ¡Simona! Mira, parece que es una niña —balbuceó Patrick a su esposa. Trató de descifrar esa misteriosa llegada—. Se la ve bien, creo que está sana… —Se acercó de a poco a la pequeña, dando vueltas en derredor, inspeccionándola de arriba abajo, viéndola mejor, con una mano sosteniéndose la barbilla.
Un vecino curioso gritó desde la vereda de los Seller, con la intención de ayudarlos:
—¿Necesitan ayuda? ¿Qué es lo que pasó? Don Seller, avíseme.
—Muchas gracias, señor Tripoldo, pero creo que podremos con esto, le agradezco su preocupación. —Seller continuó la inspección mientras veía cómo se alejaba el hombre y otros que curioseaban de lejos y cuchicheaban por lo bajo sorprendidos—. Está bien, por lo que veo, no tiene ningún rasguño, tampoco trae una nota, ni dice cómo se llama —expresó a su esposa, rascándose la barbilla.
—Es una negrita y debe tener como tres años, no es una bebé, parece de la edad de nuestro hijo —observó Simona con aversión. Miraba de reojo a los vecinos y, desconfiada, insinuó—: Esta gentuza debe haber visto algo, vaya a saber por qué su madre la abandonó, seguro quiso deshacerse de ella por ser negra, o habrá sido un desliz y no ha podido taparlo. —Luego preguntó curiosa—: ¿Camina?
—No puedo saberlo, tal vez sí —dijo el esposo, pues no se animaba a tocarla—. Sí, es trigueña y ya no es un bebé. —El señor Seller la observaba y pensaba para sí: «La pequeña parece ya como de tres años; es cierto, es de piel negra y rasgos mestizos, tiene ojos grandes color abeja, aretes con una bella piedra ámbar que hacen juego con el colgante, de la misma gema; es una hermosa chancletita». Estaba muy sorprendido—. Levántala mujer, levántala, así veremos qué dice el libro. —Simona, atontada tal vez por el trueno y con asombro ante el suceso, tragó sin masticar el pedazo de chocolate que tenía en su boca, se inclinó sobre sus piernas y, sin flexionar las rodillas, tomó de un brazo a la niña y la puso sobre su abdomen, mirando para afuera para evitar verla. Lo hizo con indiferencia y de mala gana; no le gustaban las niñas, ni le interesaba tenerla. Sostuvo a la pequeña colgando de su brazo gordo, casi cortándole la respiración por el fuerte apretón que ejercía sobre sus marcadas costillas flacas—. Mejor ponla en el suelo, mujer, para que la sostengas de la mano —dijo él en tono burlón al ver que le incomodaba cargarla y al notar su apatía—. Así también podremos ver si camina —argumentó justificando a Simona.
Una vez puesta en pie, la niña abrió sus bellos ojos como las abejas, que hacían juego con sus pendientes y el colgante de piedra ámbar, que adornaban su hermoso rostro enmarcado por esa bella joya. La niña casi no se movía, era tranquila, no lloraba y, cuando Patrick la miró, soltó una sonrisa que los iluminó y los dejó sin palabras. Solamente balbuceaba y gemía, parecía que no sabía hablar. El señor Seller levantó el libro color ocre con gran interés, se apresuró a ir hacia la mesa del comedor, mientras, al pasar por la cocina, tomaba una franela y la frotaba de forma enérgica sobre él, mientras caminaba, secando las gotas de agua que lo habían mojado. Vio que por la ventana se colaban unos grillos saltarines que entraban y salían de la cocina cantando de felicidad, y le dio un buen indicio. Se sentó de espaldas para concentrarse y ojeó una y otra vez las tapas duras de color ocre, rotando el objeto sobre su mano; lo tomó por el lomo verde y se quedó perplejo con la mirada fija en él. Luego expresó con añoranza—: Qué libro tan gordo y hermoso. —Tenía los ojos entreabiertos mientras buscaba en su memoria, como si intentara recordar algo. El olor del libro y el peso en su mano le despertaban afecto, remembranza. Deslizó muy suavemente su dedo índice sobre las letras doradas en relieve del título, pese a que no llevaba puesto los lentes de leer, porque aún debía ir a retirarlos a la óptica, ya que acababa de renovarlos, deletreó—: El médico de todos los médicos. —Siguió leyendo el subtítulo—: El médico del hogar. —Observó que en un recuadro dorado había una imagen, una fotografía, de tres personas: parecían un padre, una madre y un niño, o tal vez niña, no estaba seguro. La señora Simona miró las figuras de reojo.
—Parece el dibujo de una familia —acotó encogiendo los hombros y poniendo la boca hacia un costado.
—¡Cállate mujer! —acentuó el señor Seller—. No escuchas, ya lo noté yo —reprochó la actitud hostil de Simona porque quería ser el primero en descifrarlo.
«¿Qué será esto?», se preguntaba el señor Seller para sí, con la mirada puesta en la familia de la foto. Pasaba rápido hoja por hoja, mojándose el dedo con la lengua, ya que el fino papel entorpecía la tarea de despegarlas en forma fácil. Pasó de largo otros dibujos sin darles mucha importancia, llevaba apuro porque los vecinos se estaban amontonando al frente de la casa, ansiosos por ver lo que pasaba. No encontró en toda la obra nada que le interesara ni que le diera una respuesta a esa aparición tan rara, ni siquiera una pista. Reflexionaba sobre el asunto una y otra vez, y, al mirar hacia la madera que decía «La cueva», observó pajaritos que se posaban como si los estuvieran espiando y cantaban
—Qué raro es todo esto... Esos pájaros que cantan. —Se refregó los ojos mientras pensaba quién sería esa niña y quién la había dejado allí. Entonces, le preguntó a su esposa expectante—: ¿Qué hacemos, Simona? ¿Nos la quedamos?
—¡¿Y para qué la queremos?! —contestó la mujer, con una mirada fulminante—. Ya tenemos nuestro hijo, un varón, casi de la edad de esta niña —agregó con voz chillona y quebrada—; además, es negra, y las niñas son muy complicadas. —Lo miró con fastidio—. No entiendo nada de ellas. Con tanto trabajo, tampoco podríamos cuidarla… —Seguía agregando problemas para sacársela de encima—. Seguro que el señor Tripoldo está implicado en esto, o él mismo la habrá tirado. Por algo vino a indagar. Sí, sí, dudo de él.
El señor Seller dejó el libro, se dirigió a la entrada y soltó ante el tumulto:
—Sí, como lo vieron todos: es una niña abandonada, debe tener tres años.
—Y es negra; ¡si alguien la quiere, puede llevarla! —gritó Simona desde adentro.
Las personas comenzaron a circular y, un rato después, solo quedaban el perro del pueblo, Pipo, los grillos que seguían cantando y los pájaros de colores que espiaban. El señor Seller se mostró insistente, tratando de convencer a Simona porque sentía pena. Con nostalgia, suplicó:
—Qué lástima, sería un desperdicio regalarla, tal vez pueda ayudarte en la cocina cuando crezca. También en la lavandería y otras tareas de la casa, qué pena... —repetía el señor Seller—. En definitiva, es nuestra, no deberíamos perderla, ya que cayó en nuestra casa… —continuaba justificándose—. Te ayudaría con los niños venideros, sería una compañía. —Al ver la negativa de Simona, resopló cansado, impuso su autoridad frente a su esposa y la descortesía del pueblo y aseveró en voz muy alta—: ¡Bueno, basta! —Hizo una pausa ante tanta incomprensión y soltó—: ¡Se queda! La niña se queda, después veremos qué hacemos, ¡no se habla más!
—No va a servir para nada, yo no le voy a enseñar ni loca. Seguro que alguien la va a reclamar, debe estar perdida —refunfuñaba Simona mordiéndose el labio inferior, con los ojos hacia afuera—. No voy a cuidar una hija ajena, y menos una negra. —Con la cabeza baja, el ceño fruncido y apretando los dientes, la llevó a la cocina mientras murmuraba sin parar.
«Yo no voy a cuidar a esta negra, no la soporto, me da asco», pensaba Simona mientras regresaba al comedor. Le interesaba mirar el texto, por si acaso se le hubiera pasado algo al esposo: algún papelito, una nota que explicara el origen de esta chica. Había mirado solo la cubierta con esa figurita espantosa de la familia. Tomó el texto y observó la imagen de la tapa, pero resultó ser que, cuando quiso abrirlo, le fue imposible. Tironeó una y otra vez, pero parecía pegada. Enojada, se dio la vuelta y soltó un grito dirigido a su esposo, pero Patrick se había metido en el baño, tal vez a lavarse la cara—. ¡Seller, Patrick! Seller, ¿quieres venir, por favor? ¡El libro se pegó y no puedo con él!
El señor Seller terminó de lavarse las manos y salió sosteniendo la toalla, casi sin secarse; tomó el ejemplar con cuidado, pasó la hoja de la portada y las siguientes, al tiempo que dijo:
—¿Qué dices, mujer? No se ha pegado nada.
Simona se lo arrebató y trató de abrirlo otra vez, pero no pudo y soltó:
—Me estás tomando el pelo. —Muy ofuscada, lo revoleó, lo que hizo que quedara desparramado por el suelo, y se alejó furiosa de la habitación, tras dar un portazo diciendo—: ¡Libro de porquería, endemoniado! —Al pasar, miró la luz del baño, que había quedado encendida, y refunfuñó—: ¡Ah! Y espero que hayas dejado la tapa del baño baja y que apagues la luz. Desordenados, todos son unos desorejados —decía mientras se alejaba.
Patrick con denuedo corrió infausto hasta el libro, se arrodilló ante él, lo levantó y lo observó para corroborar en todas sus caras que no se hubiera dañado. Limpió el polvillo con su mano y lo abrazó con toda su fuerza, llevándolo hacia su pecho para protegerlo. Tenía la mirada perdida por un antiguo recuerdo de su desdichada niñez. Mientras tanto, la niña estaba parada en la sala observándolo, y, cuando él se dio por enterado, se incorporó y corrió a abrazarla. La tuvo un rato en sus brazos sin saber quién de los dos temblaba, la sentó en su rodilla y acarició su carita.
—¿Sabes cómo te llamas? —Ella no contestó, solo lo miró, se acurrucó en su pecho y se durmió mientras los grillos le cantaban.
El señor Seller estaba confuso, esa situación lo desbordaba. Porque él, de pequeño, había sido abandonado: lo dejaron en una iglesia siendo un bebé en el continente Antigua Amatista, del lado sur. Sus padres adoptivos lo tomaron cuando tenía más de diez años, lo cobijaron y le dieron el apellido, mucho cariño y cuidados. Antes de eso, había vivido un tiempo nefasto en un orfanato, en donde había recibido tremendos y rudos castigos, los cuales jamás pudo borrar de su mente. Sentía que la niña corría su misma suerte. Y, a través de ella, rememoraba que una vez había escuchado a sus celadores hablar acerca de un libro en donde lo habían encontrado a él, o algo parecido. Pero, por más que se esforzara, poco podía traer a su memoria. Pensó: «Aunque sea negra, debemos cobijarla, amarla y darle el apellido. Si no lo hiciera, estaría saboteándome a mí mismo».
Sabía que la tía Dona, la hermana de su madre adoptiva, amaba a los niños, pero no había podido tener hijos. Eso justificaba su resentimiento y su forma de ser, pero le constaba lo sensible que era, porque en su infancia había estado muy presente y había sido en la adolescencia, cuando sus padres adoptivos murieron en un accidente, que ella se había hecho cargo de él, junto con el señor Vhont, quien ya era su esposo. Aunque se mostraba como una mujer frívola y oscura, del tipo de persona cuya conversación más profunda es sobre la marca de ropa de moda y de cuánta servidumbre o turmales tiene, sabía que apoyaría su decisión.
«No va a despreciar a la niña», pensaba el señor Seller. Además, el señor Vhont era un hombre de principios, de buenos sentimientos, muy recto y de un corazón agradable. Él mantenía un orfanato, había fundado una escuela en el pueblo, ayudaba a los necesitados y tenía también una fundación. En verdad, ellos dos no estaban en buenas migas con Simona desde un tiempo después del casamiento, luego de haber presenciado actitudes desagradables de ella. Él había escuchado al señor Vhont decir que era muy interesada y ventajera, sin embargo, jamás la habían hecho a un lado, ni habían tenido un solo acto de desplante hacia su persona. Así que el señor Seller seguía pensando que los Vhont, no iban a ofenderse por tomar la responsabilidad de darle un hogar digno a la pequeña. Lo único que le daba pavor era que los Reglamentarios quisieran saber su procedencia o que le impusieran algunas reglas, pero confiaba en que tío Vhont lo resolvería.
A la señora Simona le incomodaba la idea de tenerla. Bufaba y despotricaba sin parar. «Patrick ve a esta negra de color trigueño, creo que está ciego, o me toma el pelo», se decía. No dejaba de pensar que todos en la familia eran de tez blanca y de cabellos más bien claros, y la niña era de rasgos negros. Además, en ese tiempo, la ciudad estaba comandada por un grupo de personas llamadas los Reglamentarios, que conformaban el Comité de Control. Lo componían los terratenientes del lugar, gente de mucho poder adquisitivo, quienes se habían organizado para beneficiar a los habitantes; pero, desde su comienzo, esa asociación dominaba todo el mercado, las fábricas, la electricidad, las escuelas, la policía, la justicia y hasta el gobierno de turno. Ellos eran quienes decidían sobre la suerte de los ciudadanos. La ciudad vivía un clima de esclavitud, y esto se respiraba en todo momento. Es oportuno aclarar que el señor Vhont Vernet era uno de los integrantes.
Pasaron diez días y nadie había ido por la niña. En el pueblo se vivía un clima de confabulación, la gente esquivaba las miradas ante el señor Seller, todos simulaban no saber ni haber visto nada, balbuceaban saludos rápidos, sin mucha conversación, y cuchicheaban a sus espaldas con miradas cómplices cuando el señor Seller se paseaba por el barrio, sobre todo, cuando iba con las criaturas. La niña era como de tres años y el hijo de los Seller tenía tres años y tres meses. Patrick pensaba cómo le explicarían al pequeño Prileón sobre su hermana. De todas formas, en esa época, poco se hablaba con los hijos, así que él se contentaba pensando en que ni siquiera preguntaría. El problema, pensaba Simona, era lo que les dirían a los Reglamentarios si indagaran o se enteraran, pues no daban las cuentas para que fueran mellizos, ni tampoco hermanos por el color distinto de su piel, era obvio. Ella se reía ante esas ideas, porque pensaba que hasta el mismo Patrick notaba las diferencias. Pero él se aferraba a pensar: «La chiquita es una monada, es una hermosa pequeña. Habría que acercarse mucho para diferenciarla».
En esos tiempos, no eran comunes las mezclas entre razas y no estaban bien vistas las personas de color ante los blancos, que, por cierto, se sentían superiores a esa raza oxidiana, algunos la repudiaban. Muchos ocultaban la verdad, pero todos la sabían, por eso era un pacto silencioso, encubierto. Los lugareños callaban.
—La niña estuvo muy serena —dijo Patrick con una amplia sonrisa—, se fue adaptando bien con nosotros, no da molestias, ¿verdad, mujer? —preguntó esperando una respuesta de su esposa.
Pero hacía tiempo que casi todo le molestaba, excepto el dinero y las compensaciones que recibía de parte de los Vhont muchas veces al año. Patrick se preguntaba por qué sería así. En esos diez días, la señora Simona había tolerado en cierta forma a la niña. El hermano, Prileón, como era lógico, actuaba de forma celosa ante la amenaza de dejar de ser el hijo único; la tomaba de los pelos hasta quedarse con algún rulo de su tupida melena en las manos, pero no era una preocupación, ya que le volvía a crecer de inmediato.
El niño era salvaje, había que domarlo como a un caballo silvestre. Le daba mordiscones a la niña cuando quería sacarle algún juguete porque estaba acostumbrado a no tener una guía. En los tres años en los que estuvieron esperando al segundo retoño, los padres se habían dedicado nada más que a eso y a esperar; mientras que a Prileón nadie le explicaba nada: parecía un cabrito dándose los cuernos contra la pared, solo que no tenía cuernos, pero sí había pared, por lo que allí golpeaba su cabeza. Daba patadas y trompadas; peleaba con la niña, que, como era de cuerpo diminuto y flaco, siempre perdía en la gresca. No le asomaban moretones porque su piel era supernegra. Por otro lado, él era bastante robusto, al igual que su madre, y la torpeza por el poco manejo que tenía sobre su voluminoso cuerpo hacía que, en los embates, quedara rodando por el suelo, tendido de cansancio.
Con el paso del tiempo, sin embargo, todo se fue acomodando. Los Reglamentarios establecieron la paga de una cuota mensual, ya que estaban amparados por el señor Vhont, quien lo autorizaba. Prileón se había ido domesticando con el correr de las semanas; o, mejor dicho, la niña había aprendido a esquivarlo, por lo que él se quedó sin rival y dejó de berrear.
El señor Seller tomó la decisión de registrarla con su apellido, deseaba anotarla como si fuera una hija. «No puedo decirle a Simona la felicidad que me da poder hacer esto, ella no comprende mucho mi intención y no creo que esté conforme, pero igual voy a hacerlo y lo sabe, ya se lo he dicho», pensaba. Él se había atrevido a decirle que la iba a registrar con la excusa de respetar las normas, no pudo decirle que era lo que en verdad deseaba. No quería ofuscarla porque amaba a Simona desde el día en que la conoció. Nunca nadie antes había puesto interés en él porque era un poco tonto, sin inteligencia, según todos decían. Se debía a que en su infeliz niñez había recibido golpes en la cabeza, había tenido una mala alimentación y mucho desamor; todo eso había contribuido a su perezoso aprendizaje. Pero también tenía cosas buenas, lo sabía porque tía Dona se las remarcaba y las valoraba desde que lo había adoptado como sobrino. Cuando el señor Vhont lo nombró capataz de su empresa, Simona, que trabajaba en la fábrica como operaria, reparó en él y se fue acercando, ayudándolo con su ligereza y brillantez; ella sabía de balances y le llevaba las cuentas. En ese tiempo fue cuando él se había enamorado de ella y de su inteligencia, y le rogó al señor Vhont que la nombrara su mano derecha. Patrick creía que ese había sido el gesto que hizo que ella se enamorara de él y que había dado lugar al nacimiento de la pareja.
En ese tiempo no había muchos recursos ni apuro, entonces los matrimonios tardaban en registrar a sus hijos. Y podía pasar como en este caso, que, aunque el retraso hubiera sido tan grande, él sabía que la anotarían igual, ya que eso le aseguraron los vecinos.
En la mañana temprano, la señora Simona preparó una vianda con sándwiches de pollo y pepino, tal como le gustaban a su esposo, con mucha mantequilla; dos termos repletos de café azucarado y unos cuadraditos de chocolate, que eran los preferidos de ella. Acomodó todo en la canasta de mimbre para dársela al señor Seller, quien se estaba preparando para salir. Él iba a aprovechar el viaje para hacer algunas compras cuando llegara a la ciudad, en donde anotaría a la niña como suya, sin decirles la verdad de su desconocida procedencia a las autoridades. Simona, mientras se ajustaba la bata hasta reventarla, se paseaba por la casa dándole órdenes a la muchacha de nombre Casi que Dona había contratado para que la ayudara con los quehaceres. Le estaba preguntando qué víveres faltaban en la casa, mientras lo apuntaba en una libreta.
—Por cierto, olvidé anotar un paquete de ruleros grandes para comprar en la tienda —comentaba—, y un peine de punta del mismo comercio. Pienso que con eso he terminado —dijo Simona mostrándole la lista del pedido a Casi, pero la muchacha apenas sabía leer, solo miraba en silencio—. Bueno, ya está —sentenció arrancando la hoja para dársela a Patrick, que luego salió a buscar la camioneta.
Las personas de ese pueblo solían guardar secretos y, con el pasar de los años, se olvidarían de todo por completo. Al señor Patrick Seller no se le ocurría un nombre para la niña, y su esposa parecía esquivar todo el tiempo la pregunta, sin aportar sugerencia alguna. Él pensó en ponerle Ámbar, por el color trigueño de su piel, sus ojos grandes del tono de las abejas y, en especial, por el colgante y los aretes que llevaba cuando apareció. Recordaba que llevaba dijes de piedra de ámbar, con mariposas prehistóricas atrapadas dentro. Por eso lucubraba que ese podía ser su nombre, en honor a la piedra que surge de la resina del algarrobo y que trae, a través del tiempo, un pedazo de vida momificada intacta dentro; en ese caso, eran restos fósiles, como una mariposa, una mosca o un escarabajo. Lo había leído en el libro de ciencias que buscó para conseguir ideas, con la certeza de que era una decisión muy importante, ya que de esa forma llamarían a su hija. Quería esforzarse en que fuera un nombre tan bello como ella. Puso en marcha el rastrojero, como le llamaban a la camionetita blanca con dos hileras de asientos que tenían. Después de corroborar el agua del radiador, el aire de las ruedas, el aceite y la cantidad de combustible, colocó la cesta de comida en el medio del asiento trasero para evitar que el sol malograra los alimentos. A él no le gustaba ir por un café al parador de la gasolinera, sino que prefería llevar sus viandas caseras, aprovechando que podía hacerlo y que tenía un hogar; en cambio, antes había pasado gran parte de su vida pidiendo alimento en paradores o en instituciones, comiendo lo que fuera que le dieran o tomando algo de la basura, si es que lo conseguía. Así fue hasta que sus padres lo adoptaron cuando tenía alrededor de diez años.
El hombre se aseguró de llevar la lista de las cosas que le había apuntado su mujer para que le comprara una vez que estuviera en la capital. Ella era muy aplicada y hacia listas para todo. Pero Patrick no se iba: volvía una y otra vez sobre sus pasos. Eso ponía ansiosa a Simona, que estaba cansada de verlo titubear y quería que se fuera pronto para terminar con ese trámite tedioso: registrar a la niña. Ella había abierto el último paquete de chocolate con maní y, mientras le daba un mordisco a la tableta, espiaba por la ventana para ver si su marido se había ido, en tanto que con la otra mano se colocaba los ruleros, porque sus pocos pelos rubios, lacios y lamidos parecían pirinchos.
Patrick puso el vehículo en movimiento y, conforme se alejaba, desde la ventanilla de la camioneta y con medio cuerpo afuera, frenó para hablarle a Simona. Tenía la esperanza de que la mujer hubiera reflexionado acerca del nombre de la niña.
—¡El nombre, mujer, el nombre de la pequeña! ¿Lo tienes? ¿Lo has pensado? —gritó.
—¡Vete, hombre! Vete ya y ponle ese que he dicho. Vete, ya —gruñó con dificultad mientras masticaba el pedazote de chocolate que se había metido en la boca.
El señor Seller volvió la vista a la carretera y frunció los ojos, luego llevó la mano en forma de embudo hacia el oído para mejorar la escucha. Hizo un gesto de aceptación ante la sugerencia que creyó haber escuchado.
—Sí, mujer. Será Best entonces. Como tú digas —respondió sonriente y se alejó.
«Qué bello nombre eligió Simona para la niña, jamás lo había oído. Espero poder recordarlo. Mi esposa es tan ocurrente y yo confío en su buen gusto. Me encanta Best y, además, queda bien con nuestro apellido», pensó. Durante el viaje repitió el nombre varias veces en voz alta para no olvidarlo.
El día era bello y observó que en la calle Boulevard Delfín estaban construyendo una nueva casa; por supuesto, con los materiales Vhont. A medida que se alejaba, el paisaje lo iba acompañando, subió el volumen de la radio y sintonizó el programa Las últimas, que transmitía noticias, algo sobre deporte y buena música. El locutor pronosticó buen clima y anunció un tránsito liberado. Un rato después, al bordear el lago Tinieblas, Patrick recordó el accidente que habían sufrido los Presley y cerró los ojos.
—¡Qué horror! —dijo. Esa era la razón por la cual nunca iban de paseo a ese lugar, que justamente llevaba ese nombre por la oscuridad permanente en la que se hallaba, por estar rodeado de montañas y en medio de una depresión. Al oír en la radio la música preferida de tío Vernet, quien la ponía todo el tiempo en su directorio, se preocupó—. Olvidé dejar la cafetera programada en la oficina —dijo en voz alta mientras se agarraba la frente, preocupado.
Él, todos los días al comienzo de la jornada, ofrecía un cafecito caliente a todos y cada uno de los trabajadores, incluyendo a su tío, que siempre lo elogiaba. De esa manera, dialogaba constantemente con ellos acerca de las necesidades de cada uno y de cómo había estado el día. Patrick solo escuchaba, nunca aconsejaba. «Deben estar esperando el café... Aunque tal vez el tío les avisa que salí a hacer el trámite», pensaba preocupado. Durante el resto del viaje mantuvo la cabeza ocupada en todo tipo de cuestiones. Por momentos, tomaba bocanadas de aire que entraban por la ventana y soltaba una sonrisa. Al llegar al registro civil en el pueblo, antes de ir a hacer las compras, se presentó al secretario de la oficina.
—Quiero registrar a una niña que ha nacido en nuestra ciudad. Por cierto, me ha costado venir, por problemas que usted ya se imagina... En fin, me he retrasado en hacer el trámite. Mi esposa está muy contenta con la pequeña e insistía en que me apresurara, pero con todas las responsabilidades, el trabajo... —Sin dejarlo terminar de hablar, el secretario lo interrumpió.
—¿Varón?
—No —dijo Seller—. Es una hermosa niña que apareció en el patio de la casa. —Al darse cuenta de su error, quiso corregirse—: Eh, quiero decir... Le gusta mucho jugar en el patio.
—¿Nombre que le va a poner?
—Ámbar, y también Best —respondió al recordar el nombre que quería su esposa—. ¿Podría ponerle los dos, por favor? —agregó Patrick con respeto—. Mi esposa quiere llamarla Best, me lo dijo antes de que me fuera. —No podía parar de hablar—. Es un bellísimo nombre, ¿no le parece? Bueno, tiene razón, es cosa de mujeres. —Se contestó solo—. Yo elegí uno de los dos, pero sin razón alguna. No vaya a creer que lo pensé mucho, el que cuenta es el de ella, que lo pensó casi durante diez días y me lo reveló recién al despedirme, casi cuando me venía, mire que mujer tan reservada. En definitiva, es la madre. ¿Y qué le parece? —El secretario no contestó—. Las niñas siempre están con su mamá... Seguro que ella la va a llamar Best —siguió diciendo Patrick—. ¿Usted qué opina? ¿Le ponemos primero Best y luego Ámbar, o al revés? Haga usted como sea mejor, por favor; como corresponda.
—¿Apellido? —preguntó el notario, sin prestarle la más mínima atención al discurso de Seller.
—Seller —respondió él—. Así me llamo yo, ella va a ser mi hija. Es mía. Bueno, nuestra. Quiero decir, de mi esposa y mía. Es una buena niña y mi esposa es una excelente madre, a decir verdad, la malcriará mucho. Yo me siento orgulloso de darle mi apellido; y mis padres también lo estarían, es una niña que nos cayó del cielo. También tenemos el varoncito de la misma edad, casi que son mellizos. —No pudo contener su verborragia.
—¿Entonces es Ámbar Best Seller? —preguntó el empleado.
—Sí, señor —respondió Seller, con una sonrisa de agradecimiento—. Muchas gracias, es usted muy amable. Ha sido de mucha ayuda mantener una conversación con...
—¡El que sigue! —gritó el empleado haciéndole señas para que se corriera.
Cuando terminó el trámite, que le había llevado algunas horas, se fue con la libreta en la mano, tal como se la dieron. Seguía mirando cómo la había escrito el secretario y pasando su dedo sobre las letras para ver si sobresalían. Regresó muy despacio al pueblo, tanto que olvidó hacer las compras por disfrutar del paseo. Miraba las letras de los carteles y en todos ellos le parecía ver escrito el nombre. De pronto, sintió paz al haberla registrado; se encontraba feliz.
Cuando estaba en la carretera se le ocurrió comprarle flores a Simona para agasajarla por haber recibido a la niña. Al fin y al cabo, era madre por segunda vez. Así que bajó en la proveeduría de la ciudad, agregó también un champagne para el brindis y unos bocaditos salados que a Simona le agradaban. Tomó una barra de chocolate porque sabía cómo se deleitaba comiéndolo, y no dudó en elegir un postre de crema y merengue y unas cocadas. Por último, tomó dos bolsas con caramelos de leche para los chicos. «Ya tenía dos hijos» con emoción, pensaba. La alegría lo desbordaba .
Por el camino lo detuvo la policía caminera y le pidió los documentos. Aunque estaban en regla, él sabía que debía pagar «derecho de piso», como se decía de forma vulgar. Así que les entregó junto con ellos unos turmales que Simona había preparado de antemano por si acaso. Una vez que lo dejaron seguir, vio que el auto que venía detrás suyo no corría la misma suerte: los oficiales comenzaron a romperle los focos y a hundirle un guardabarros. Patrick se hizo el distraído y observó a través del espejo retrovisor; sabía que no podía intervenir ni decir nada, y mucho menos denunciarlos. De inmediato, su cara se transfiguró y se llenó de odio, se sentía sucio.
—Soy un cobarde —susurró mientras cerraba los ojos y movía la cabeza de lado a lado. Siguió su camino con cara de indignación y perdió el interés por el brindis y la comida. Lo único que deseaba era llegar pronto a su casa, meter la cabeza bajo su almohada y dormir largas horas. «Qué duro es soportar a los Reglamentarios. Son corruptos que nos dominan y, con sus sobornos, nos envenenan cada día más», pensó. Al llegar a la esquina de su casa, vio la figura grandota y corpulenta de Simona, esa mujerona ampulosa, rubia, rellenita, de tez tan blanca a la que se le traslucían las venas. Ella le cambió el ánimo; admiraba el amor de su mujer: quién ¿sabe hacía cuánto, estaba esperándolo en la puerta? se preguntaba.
—Mira lo que te traje —gritó fervoroso desde la ventanilla, empuñando en su mano una barra de treinta centímetros del mejor y más rico chocolate con maní que jamás había imaginado su esposa, sin advertir que ella solo había salido por la llamada del cartero y no porque aguardara su llegada. Él estaba ansioso por enseñarle la libreta, que había llevado abierta a su lado en el asiento delantero, en donde se leía: Ámbar Best Seller.
El tiempo transcurría con intensidad en la ciudad de Genesia. Los Seller, después que llegó Best, tuvieron más hijos, pero esa vez no fue por un rayo. La ciudad progresaba y cada vez se poblaba más. Había grandes construcciones hechas con los materiales de la empresa Vhont, cuyo dueño, el tío, cada día se hacía más poderoso, no solo por la fábrica, sino por las regalías que recibía de los Reglamentarios. Vhont manejaba desde su directorio todas las empresas del pueblo a través de la red de inspectores, que estaban distribuidos por todas partes y se ocupaban de la recaudación de los Reglinos (una especie de impuestos). Si la gente se negaba a pagarlos o los evadían, se la sancionaba duramente, podía incluso ser desterrada o algo peor. Muchos trabajaban en la fábrica de cemento, en donde el señor Seller continuaba siendo el capataz y preparaba, como todos los días, el café para todos en la primera hora de la jornada y el señor Vhont lo seguía felicitando.
El primer ruido del día para Ámbar eran los gritos de Simona, que la despertaban con mucha energía, bien temprano la sacudía con una serie de alaridos y la niña rápido respondía; pero la tortura iba progresando minuto a minuto, hasta hacerse intolerable.
—¡Best, arriba! ¡Vamos! ¡A lavarse la cara y preparar los cereales! ¡El tiempo es tirano! ¿No me escuchas? ¡Ámbar! ¡Dije arriba! —gritaba a pleno clamor. Luego pausaba para respirar y elevar aún más el tono de su voz—: ¡Pronto! ¡Más rápido! ¡Vamos! ¡Se hace tarde! ¡Hay que vestir a los chicos!
Después le prendía la luz del techo en la cara y abría la ventana de par en par, aunque el frío calara hasta los huesos; además, el cuarto era pequeño, con escasos muebles y con vista al patio de atrás, que no tenía alero ni reparo, por lo que el viento entraba libre y creaba de un solo soplo una montaña de nieve en la cabecera de su cama. Los tres varones dormían juntos en otro cuarto más grande a continuación del de los padres, su ventana estaba protegida por el alero de la entrada y la pared de la medianera, así que tenían la suerte de no mojarse, tampoco pasaban frío con el tratamiento que Simona empleaba para despertar a la familia con tanta simpatía. De todas formas, Ámbar era muy ágil, pegaba un salto de su cama y comenzaba a preparar el desayuno para todos, siempre con una sonrisa en su rostro, pese a que casi nadie terminaba el plato que ella le servía, porque la gritería y el apuro hacían que salieran corriendo. Tino y Milo, por lo general, peleaban por la misma silla; el señor Patrick apaleaba la nieve de la puerta, si había, o la arena blanca, dependiendo del tiempo que fuera. Prileón tenía el desafío de hacer enojar a Ámbar, pero nunca lo lograba; probaba todo tipo de tonterías: cuando le alcanzaba el cereal, lo dejaba caer al suelo y derramaba un vaso de leche en forma de cascada por el mantel, para que ella lo levantara y, cuando se acercaba decía:
—¡Qué olor a catinga! —Y se tapaba la nariz con dos dedos—. Catinga, negra catinga... —Mientras limpiaba su vaso o la taza que ella le servía, como si lo hubiera manchado de negro con su mano de color.
Todas esas actitudes eran influenciadas sobre todo por Simona; y por eso muchas veces Ámbar en la noche sufría y lloraba en silencio al ser rechazada. Los otros hermanitos, también varones, los mellicitos, eran cuatro años más pequeños que ella: Tino y Milo. Dos rubiecitos de piel blanquecina como Simona, que habían sido cuidados desde la cuna por Ámbar, quien les cantaba el arrorró para dormirlos, les daba el biberón tibiecito y les cambiaba los pañales. Ellos amaban a Ámbar, preferían estar con ella y no con Casi, la muchacha encargada de la limpieza, que no era muy avezada. Tomaban a Ámbar como a una mamá porque ella era muy dulce y siempre los cuidaba; los tres tenían un vínculo de amor.
Más tarde, la rutina de Ámbar continuaba en la escuela, que no le agradaba para nada, ya que no podía escapar de las torturas de las maestras ni de las burlas de los chicos. Ella interactuaba muy poco y no sabía jugar a nada. Su flaco cuerpo huesudo y sus rulos enmarañados, más ese aspecto sencillo que mostraba, no imponían ningún respeto, más bien apenaban. Como todos sabían la historia del misterio que escondía, escapaban a juntarse con ella o la burlaban y la esquivaban. Las maestras también cuchicheaban en los recreos más largos, sin tener en cuenta que la niña podía escucharlas. De hecho, parecía que ponían empeño en hacerse oír por ella, porque incluso hacían señas, mirándola de reojo. Un día, la maestra Belli Mascaró, cuchicheó:
—¿Quién habrá tirado a esta niña? Seguro la madre, que debe ser fea, negra y flaca como ella. ¿Tal vez quedó negra porque el rayo la quemó? —preguntó con sorna y rio.