Amor de compraventa - Judy Christenberry - E-Book

Amor de compraventa E-Book

Judy Christenberry

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Su matrimonio era un asunto de negocios, nada más. Will Hardison necesitaba una esposa para evitar que las mujeres lo persiguieran por sus millones. Kate O'Connor necesitaba ayuda económica para realizar el sueño de su difunto padre. Y llegaron a un acuerdo: estarían casados durante un año y los problemas de ambos quedarían resueltos. Por supuesto, nada de caricias ni de besos, teminantemente prohibido hacer el amor y nada de sentimentalismos. Pero cuando llegó la noche de bodas...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 195

Veröffentlichungsjahr: 2020

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Judy Christenberry

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor de compraventa, n.º 1130 - marzo 2020

Título original: Marry Me, Kate

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-076-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HE VENIDO a ver al señor Hardison –anunció Kate O’Connor con calma a la mujer de aspecto profesional sentada detrás de un gran escritorio.

–¿Tiene cita?

Con qué rapidez habían llegado al aspecto problemático de la situación.

–No, pero no le robaré mucho tiempo. He venido para hablar del programa de patrocinio.

–¿Es miembro de la prensa? –preguntó la secretaria con el ceño fruncido mientras pasaba hojas de su calendario.

Kate quería contestar afirmativamente, pero su honestidad se lo impidió.

–No.

–En ese caso, ¿por qué quiere hablar con el señor Hardison?

–Prefiero explicárselo a él personalmente –respondió Kate, resentida con la actitud de esa mujer.

«Cuidado», se advirtió a sí misma. Debía dominar su genio de la misma manera que había dominado su pelirrojo cabello aquella mañana, recogiéndolo en un moño.

–Puedo concederle diez minutos el mes que viene.

El mes próximo era demasiado tarde. Estaba a punto de tener que cerrar.

–Tengo que verlo ahora mismo.

–Lo siento, no puede ser –las palabras fueron acompañadas de una sonrisa de superioridad, y a Kate le resultó muy difícil controlarse.

Sin pronunciar una palabra más, Kate salió de la alfombrada oficina. Cuando la puerta se cerró tras ella, se apoyó en la pared; le temblaban las piernas y el corazón le galopaba.

Su padre había fallecido hacía dos meses, dos meses muy difíciles. Ella había descubierto que la casa de comidas que su padre tenía durante años había estado perdiendo dinero durante los últimos doce meses; y, junto las facturas médicas, los ahorros de su padre casi se habían agotado. Kate había ideado un plan para salvar el negocio, pero necesitaba invertir dinero, necesitaba capital. Su hermana Maggie le había ofrecido sus ahorros, a pesar de que no le interesaba salvar la casa de comidas, pero Kate no podía aceptar el dinero de Maggie.

Una sonrisa iluminó su rostro. Su padre siempre decía que Maggie era una renegada porque era muy cautelosa con el dinero; sin embargo, era la única de la familia solvente económicamente. Su media hermana, Susan, de cuya existencia hacía muy poco que Kate y Maggie se habían enterado, estaba criando ella sola a sus dos medio hermanos; por supuesto, no tenía dinero para invertir en el negocio.

Además, Kate, como hermana mayor, consideraba obligación suya cuidar de sus hermanas. Y estaba decidida a hacerlo. Había acudido al banco a solicitar un préstamo, pero se lo habían negado.

Estaba desesperada cuando un artículo en el periódico le dio cierta esperanza. El empresario Hardison, de Hardison Enterprises, había lanzado un programa de patrocinio para pequeños negocios.

Sin demorarse a pensar, Kate se puso su único traje de ejecutivo, de color azul y diseño parisino que ensalzaba sus curvas, y había ido a ver al señor Hardison inmediatamente. Pero, al parecer, no necesitaba haber ido ya que no podía verlo si no era con cita previa para el mes siguiente.

A sus espaldas, la puerta se abrió y oyó decir a la altanera secretaria:

–Lo tendré listo dentro de quince minutos, señor Hardison.

Entonces, la puerta se cerró y Kate vio a la mujer, de espaldas a ella, alejarse por el pasillo.

Dejando al empresario solo.

«Papá, ya sé que siempre me has dicho que no sea tan impulsiva, pero tengo que hacerlo».

Sigilosamente, abrió la puerta y se introdujo en la oficina. Se quedó mirando la puerta cerrada que daba al santuario prohibido, al fondo de la estancia; y, brevemente, se preguntó si se atrevería a entrar.

Sonrió traviesamente. Su padre siempre decía que tenía más valor que sentido común, y ella nunca le había dejado mal. No iba a hacerlo ahora. Cruzó la oficina y abrió la puerta que daba al despacho interior.

Lo primero que le sorprendió al ver al hombre sentado detrás del escritorio fue su edad; representaba alrededor de treinta años, dos más o dos menos. ¿Se había equivocado de despacho? Aquel hombre parecía demasiado joven para estar al frente de Hardison Enterprises. Y tampoco le había imaginado tan… atractivo.

Entonces, él se levantó. Su estatura y su esbeltez la intimidaron aún más mientras lo miraba. En un hombre menos importante, habría calificado esa mirada de furiosa; en él, era amenazante.

–¿El señor Hardison?

–¿Quién es usted? –le espetó él.

Bien, no se había equivocado de despacho.

–Me llamo Kathryn O’Connor. Tengo que hablar con usted a cerca del programa de patrocinio.

–¿Es periodista? –preguntó él con voz dura.

¿Qué le pasaba a esa gente? ¿Tan importantes eran sus vidas que la prensa les perseguía continuamente?

–No. Pero yo…

–En ese caso, salga de aquí –él se sentó de nuevo y volvió la atención una vez más al montón de papeles que tenía encima del escritorio.

Kate se quedó de pie, preguntándose qué hacer. No iba a darse por vencida, pero…

–Le he dicho que se vaya –él ni siquiera la miró.

–Antes de irme tengo que hablar con usted. Quiero que me considere candidata en su programa de patrocinio.

Él se cubrió su bello rostro con una mano antes de mirarla.

–¿Eso es lo que quiere? Pues olvídelo.

–Espere un momento, soy una buena inversión –protestó ella acercándose al escritorio.

–En ese caso, vaya a un banco –él volvió su atención a los papeles.

–Se han negado a darme un préstamo.

–Señorita, a nadie le dan nada gratis, ni siquiera a las mujeres con su físico –él le paseó la mirada por el cuerpo y Kate sintió que las mejillas se le encendían.

–No estoy pidiendo nada gratis –le contestó ella con voz que reflejaba su enfado.

–Eso es lo que dicen todas.

Kate se acercó al escritorio, tan irritada con él por ignorarla como por sus palabras.

–Al menos, escúcheme –dijo ella.

–Fuera –respondió él con calma, haciendo anotaciones en una carta.

Kate perdió la calma por ser tratada de esa forma y dio un puñetazo en la carta.

–Tiene que oírme.

Despacio, William Hardison alzó la mirada y la clavó en los ojos castaños de ella, que brillaban de ira.

No era la belleza de esa mujer lo que llamó su atención, constantemente le acompañaban hermosas mujeres.

No, era la firme y pequeña barbilla, y el brillo de decisión en sus ojos. Will suspiró. Ya había tenido que vérselas con una mujer muy decidida esa misma mañana.

Su madre.

Quería que le prometiera que asistiría a una fiesta aquella noche con la crema de la sociedad, acompañado de la nueva candidata de su madre para convertirse en la señora de William Hardison. Su madre no dejaba de manipularlo, acosarlo o forzarle a hacer lo que ella quería. Igual que hizo con su padre.

James Hardison casi tenía cuarenta años cuando se casó, perdidamente enamorado de Miriam Esters. Después de acceder a casarse con el rico hombre de negocios, siempre hizo lo que quiso con él.

A Will no le habría importado si le hubiera hecho feliz, pero ella jamás le dio motivos para creer que estaba enamorada de él y jamás se mostró satisfecha con los regalos que le hacía.

A pesar de lo que había querido a su padre, Will siempre despreció la debilidad que sentía por su madre.

Él mismo, tras una serie de desafortunados romances, llegó a la conclusión de que la mayoría de las mujeres eran como su madre. Lo mejor era no implicarse con ellas.

Ahora, cuando esa atractiva joven dio un puñetazo encima de la carta que estaba leyendo, se dio cuenta de que, al igual que su madre, no iba a dejarle en paz sin pelear.

Se fijó en sus uñas: limpias y bien cortadas, en vez de las largas y rojas garras que su madre y sus amigas lucían. Eso significaba que quizá no intentaría sacarle los ojos. Al menos, lo esperaba.

–Señorita… como se llame, creo que le he pedido que se marche –dijo él sin levantar la voz.

–Y todo el mundo hace lo que usted dice, ¿no?

–Bueno… –dijo él reflexivamente, con una débil sonrisa–, éste es mi despacho.

–¡Lo único que le estoy pidiendo es que me escuche! Soy una candidata perfecta para su programa de patrocinio –con la agitación, unas hebras de pelo rizado se le habían salido del moño.

–¿Cómo sabes que es una candidata perfecta?

–He leído lo de Paul Jones en el periódico.

–¿Y quiere ser la siguiente Paul Jones? –preguntó él con voz algo ácida.

¿Sabía esa mujer que Paul Jones era un fraude? ¿Lo era ella también?

–¡Sí!

–Ni en sueños, señorita. Y ahora, salga de mi oficina; de lo contrario, me veré obligado a llamar a los de seguridad.

No iba a meterse en otro lío como el que había tenido por culpa de Paul Jones. Ese hombre había mentido, había cometido fraude e incluso había amenazado con chantaje. Ése era el resultado de los esfuerzos filantrópicos de Will.

–¿Por qué no me escucha? –gritó ella–. ¿Es porque soy una mujer? ¿Es usted uno de esos hombres que piensan que las mujeres son incapaces de contar más de diez?

Él esbozó la más cínica de las sonrisas.

–Las mujeres que conozco son muy capaces de contar millones; sobre todo, los ajenos.

Ella alzó la barbilla y empequeñeció los ojos.

–Sólo le pido que me escuche, no estoy intentando robarle.

–Escuche, el programa de patrocinio ha sido suspendido de momento, así que está perdiendo el tiempo.

–¡No! –exclamó ella, como si fuera decisión suya–. ¡No, no, no!

Él sonrió traviesamente. Su madre no soportaría a esa mujer tan exigente, tan dispuesta a discutir y tan decidida. Era justamente lo opuesto a esas suaves y aromáticas criaturas con corazones de piedra.

De hecho, si él decidía casarse con una mujer como la que tenía delante, lo más seguro era que su madre, desesperada, acabara lavándose las manos.

Cuando extendió el brazo para llamar por teléfono a los del servicio de seguridad, detuvo la mano en el aire. Una idea ridícula, pero digna de consideración. Lanzó una mirada a la mano de aquella mujer. No tenía anillo.

–¿Está casada? –preguntó Will.

Por primera vez desde que entró en la oficina, ella vaciló.

–¿Por qué?

–Porque quiero saberlo.

–No.

–Está bien, escucharé su proposición esta noche. Anote su dirección –le ordenó él dándole un papel y un bolígrafo–. La recogeré a las ocho. Es formal.

–¿Qué es formal? –preguntó ella con voz sospechosa.

Ella aún no había agarrado el bolígrafo, y Will se preguntó hasta dónde estaría dispuesta a llegar. Quizá pudiera ahorrarle llevar a cabo la extraña idea que se le había ocurrido.

–Tengo que asistir a una fiesta esta noche. Es el único tiempo que puedo dedicarle. O lo toma o lo deja.

Ella se lo quedó mirando mientras él, con calma, esperaba a que tomara una decisión. A Will le gustaba apostar, pero con nada que implicara riesgo personal.

Ella agarró el bolígrafo y anotó su dirección. Will tomó el papel, asintió, lo dobló y se lo metió en un bolsillo.

–A las ocho.

Sin más palabras, Will volvió a la carta que había estado leyendo. No levantó la cabeza para verla salir del despacho.

 

 

Will paró el Jaguar y se sacó un papel del bolsillo de la chaqueta del esmoquin: Wornall Avenue, mil doscientos cinco. Despacio, alzó la vista y la clavó en la monstruosidad que tenía delante: la casa de comidas Lucky Charm Diner, un viejo remolque de color verde guisante, aunque la mitad de la pintura estaba descascarillada, a un lado de un pequeño aparcamiento. El cartel estaba cubierto de graffiti, haciendo que el nombre resultara casi ilegible.

Ella no podía vivir ahí. La mujer que había visto aquella mañana, Kathryn O’Connor, con ese elegante traje azul, no podía vivir ahí. De ser así, su idea no sólo serviría para darle un disgusto a su madre sino también un ataque cardíaco.

Quizá la señora O’Connor sólo había querido citarse con él allí. En cualquier caso, ¿no podía haber elegido un sitio más aceptable?

Will apagó el motor y salió del coche. Mientras estaba ahí de pie, ajustándose los gemelos de la camisa, una vieja camioneta entró y aparcó en uno de los muchos espacios libres. Sin siquiera mirar en dirección a él, dos hombres vestidos con mono salieron de la camioneta y entraron en la casa de comidas.

Encogiendo los hombros, Will les siguió adentro.

Repasó con la mirada el establecimiento, fijándose en los usados manteles cuyo color verde hacían juego con la pintura exterior, en el parcheado y desigual suelo, y en el escaso espacio. Un café claramente echado a perder.

Aclarándose la garganta, esperó a que la única empleada a la vista, una mujer de mediana edad y crispados cabellos, reconociera su presencia.

–Entra y siéntate donde quieras, amigo. Aquí no nos andamos con formalidades –dijo la mujer al tiempo que servía café a los dos hombres que habían precedido a Will.

–Estoy buscando a la señorita Kathryn O’Connor –explicó él escuetamente, tratando de disimular su desagrado.

La mujer rió y lo miró de arriba abajo.

–¡Ah, ya! Usted es el caballero que va a venir a recogerla. ¡Kate! –gritó la mujer–. Ya ha venido.

Will, incrédulo, apenas pudo evitar sacudir la cabeza. No podía haber elegido un sitio mejor para darle el disgusto del siglo a su madre aunque se lo hubiera propuesto. Al imaginarla entrando allí, cubierta en pieles y perlas, casi le hizo echarse a reír.

La pelirroja apareció a través de una puerta que había a un lado del mostrador. Los hombres que estaban bebiendo café dejaron sus tazas en la barra, aplaudieron y silbaron.

Llevaba un vestido negro, de generoso escote y raja abierta a un lado. Unas medias de nylon le guiaron los ojos hasta los zapatos de tacón alto que enfatizaban todas aquellas curvas.

A Will se le secó la garganta y se la aclaró.

–Buenas tardes, señorita O’Connor.

Al parecer no impresionada con él, ella respondió:

–Hola, señor Hardison. ¿Está listo?

–Eh, Kate, ¿adónde vas tan peripuesta? –preguntó un parroquiano.

Will frunció el ceño en dirección del hombre, pero esperó a que la mujer respondiera.

–Es una reunión de negocios, Larry.

–¡Gauau! ¡Creo que voy a dedicarme a los negocios yo también! –contestó el hombre lanzando una sonora carcajada.

La pronto acompañante de Will también rió, pero no éste.

–Señorita O’Connor, se trata de una ocasión formal –dijo Will.

–Éste es el vestido más formal que tengo, señor Hardison. Últimamente no salgo mucho a fiestas formales.

Él paseó la mirada por el establecimiento antes de decir:

–Ya veo.

No había tenido la intención de criticar con el comentario, pero vio inmediatamente que los ojos castaños de ella echaban chispas.

–Si tanto le avergüenza mi aspecto, tengamos la reunión aquí. Después, puede marcharse usted solo a la fiesta.

–De ninguna manera, señorita O’Connor. Adelante –le estaba mirando los dientes a un caballo regalado. ¿Por qué preocuparse por que la mujer pudiera sentirse incómoda si a ella no le importaba?

Nunca había colocado a una mujer en semejante situación a propósito, y se lo había advertido. No era culpa suya que no fuera vestida apropiadamente.

Ya de camino, en el Jaguar, Will dijo:

–Ese hombre en el café la ha llamado Kate.

–Sí.

–Bien. ¿Le importaría que yo también la llamara Kate?

Ella miraba al frente. Volviéndose, arqueó una ceja de forma fascinante.

–¿Vamos a tutearnos entonces?

Había desafío en su tono ronco de voz, y Will apretó los dientes. No quería reaccionar, pero el atractivo de esa mujer era imposible de ignorar.

–Me ha parecido buena idea, ya que vamos a pasar la noche en compañía el uno del otro.

–¿Toda la noche?

Maldición, le estaba haciendo parecer un adolescente.

–No sea tan literal, señorita O’Connor. Me refería a la fiesta. Aunque, por supuesto, usted elige después de la fiesta, yo soy un caballero.

–No intente jugar conmigo, señor Hardison. Si por mí fuese, habríamos tenido la reunión en su oficina esta mañana.

Él respiró profundamente e inhaló el perfume de Kate. Le recorrió la pierna con la mirada, siguiendo la raja del vestido que mostraba un firme muslo.

–Hábleme del proyecto que le parece que sería perfecto para el programa de patrocinio de las empresas Hardison –si no cambiaba de tema y dejaba de pensar en cómo podía terminar la noche, iba a ponerse en vergüenza.

–¿No lo adivina?

La extraña respuesta de ella hizo que Will volviera la cabeza para mirarla.

–¿Qué?

–El semáforo se ha puesto verde –murmuró ella justo en el momento en el que el coche justo detrás del de ellos hacía sonar la bocina.

Avergonzado, Will pisó el acelerador y las ruedas chirriaron. Sintiéndose como un adolescente, trató de recuperar la compostura.

–¿Qué ha querido decir? –preguntó él por fin.

–Ya ha visto mi proyecto.

Él frunció el ceño. Lo cierto era que no quería hablar de negocios en esos momentos, sino una distracción que le impidiera mirar a esa mujer.

–No sé de qué está hablando. Lo único que he visto es a usted.

–Eso no es verdad, a menos que haya entrado en mi casa de comidas con los ojos cerrados.

–Que haya entrado… –Will se interrumpió y la miró con horror–. ¿Está usted insinuando que…?

–¡Eh, cuidado! –gritó ella al tiempo que ponía las manos en el volante para evitar que Will se estrellara contra un coche que había aparcado.

Will volvió la atención al tráfico mientras trataba de asimilar lo que ella le había dicho.

–¿Quiere decir que el… Lucky Charm es su proyecto? ¡Debe ser una broma!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A KATE no le gustó aquel tono de voz. Ese hombre era un snob, igual que su tía Lorraine, que odiaba la casa de comidas. Sintió ira rayando en la desesperación. Necesitaba el dinero de él. Desesperadamente. De lo contrario, jamás habría accedido a discutir de negocios en una fiesta.

–Esto es muy serio para mí, señor Hardison. Y he hecho mucho números para respaldar mis intenciones.

Will entró en el aparcamiento que rodeaba el museo de arte Nelson Atkins y paró el coche delante de la puerta principal donde un empleado esperaba para aparcarlo.

Al salir del coche, él se la quedó mirando. Enderezando los hombros, Kate alzó la barbilla hasta que, por fin, los ojos de Will abandonaron sus pechos.

–Le estoy pidiendo un préstamo, señor Hardison, no venderme a mí misma. Lo único que quiero es una discusión de negocios, no una seducción.

Aunque las mejillas de él se encendieron, la miró por encima del hombro como si se tratara de un insecto que se había atravesado en su camino.

–Por supuesto. Yo tampoco tengo otra intención.

Él la tomó del brazo, un contacto que Kate sintió en todo el cuerpo, y la condujo hacia la puerta, que inmediatamente la abrió un empleado. Ya dentro, lo primero que apareció ante su vista fue una línea de mujeres de cabellos canos elegantemente vestidas, con trajes largos y adornadas con brillantes y perlas. Sus acompañantes iban con esmoquin, igual que Hardison.

Kate ocultó un gruñido silencioso bajo una sonrisa. En alguna ocasión había asistido a ese tipo de fiestas con su tía Lorraine, y no las soportaba.

La mujer que les salió al encuentro la miró con espanto, como si no pudiera dar crédito a sus ojos; rápidamente, Kate se miró a sí misma, temiendo que le faltara algo. Su corto vestido negro era, desde luego, menos formal que aquellos largos trajes, pero estaba decentemente tapada.

Cuando alzó la vista, vio a su acompañante dando un beso en la mejilla a la mujer.

–Buenas tardes, mamá. Te presento a Kate O’Connor. Trabaja en el Lucky Charm Diner en la avenida Wornall.

La mujer palideció y se tambaleó en sus altos tacones. Kate temió que fuera a caerse al suelo en cualquier momento. También se preguntó si William Hardison la había invitado precisamente con esa intención.

Al fin y al cabo, no había sido necesario que mencionara la casa de comidas, y mucho menos hacerlo de tal manera que pareciese que ella trabajaba por un salario mínimo. Aunque un salario mínimo era más de lo que estaba ganando en esos momentos.

–Yo… ¿Cómo está usted? –dijo por fin la mujer, atragantándose.

–Bien, gracias, señora Hardison –Kate fingió desinterés en la angustia de la mujer, con la esperanza de que comprendiese que el hecho de que acompañara a su hijo no era nada personal–. Lleva un vestido precioso.

La señora Hardison miró a Kate de arriba abajo, como si tuviera intención de devolverle el elogio, pero se lo pensó mejor.

–Gracias.

El hombre que acompañaba a la señora Hardison tomó la mano de Kate al instante y se la llevó a los labios. A Kate no le gustaba que le besaran la mano; pero como había vivido en Francia cuatro años, no se sorprendió. Lo que sí le molestó fue aquella mirada devoradora.

–Absolutamente deslumbrante, señorita O’Connor. Espero que me reserve un baile. Soy el conde Ryzinski.

William le rodeó la cintura con el brazo y la presentó a la siguiente en la fila. Distraída con el brazo de William, Kate no se enteró del nombre de la mujer que acababa de serle presentada.

Aunque, por supuesto, no importaba.

No volvería a ver a ninguna de esas personas después de aquella noche, tanto si William Hardison le prestaba el dinero como si no. A menos, por supuesto, que se convirtieran en sus futuros clientes.

 

 

Will mantuvo la mano en la cintura de Kate, y lo disfrutó. Cierto que no iba elegantemente vestida como la élite de la ciudad de Kansas, pero era sumamente sexy.

Y él era un hombre sano.

El conde, uno de los acólitos de su madre, también parecía estar bastante sano. Demasiado. A Will lo irritó que hubiera besado la mano de Kate, aunque eso no parecía haberle molestado a ella.

Según continuaban las presentaciones, Will descubrió que a todos los hombres que les presentó a Kate les afectaron las curvas de ella.