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En esta novela, el crimen, los laberintos mentales, las inesperadas apariciones del amor, y un especial uso de las voces de los personajes interconectan a las diversas historias de los personajes de esta narración. Entre las que destacan la de una psicóloga de adolescentes que cometen delitos, que se replican inexplicablemente en su propio hogar, o la historia de un policía que investiga a un asesino en serie. De esta manera el autor desarrolla otras historias que muestran las chispas del diálogo entre distintas generaciones y la manera individual en que cada persona ve las cosas.
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Seitenzahl: 293
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Marisa Hernández Arquero
Saga
Amor de madre
Copyright © 2017, 2023 Marisa Hernández Arquero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374795
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Amor de madre, todo lo demás, aire
Para Josep
Vivimos confiados en un sueño
Hasta que llegó el día
Y supimos de cierto
Que todo lo que amamos nos sería arrebatado
10/05/ 2012
2012
Por fin había encontrado la paz, la paz en mi pensamiento y en mi corazón. Ahora ya estaba en paz conmigo misma. El silencio me iba envolviendo, aunque todavía oía el crepitar de la madera ardiendo, pero ya no me importaba, no me importaba nada, todo estaba bien. Todo era como tenía que ser.
2010
Un día más. Amanece. Tengo que levantarme, volver a enfrentarme al día y a mí misma, volver a representar la comedia, o tragedia, en que se ha convertido mi vida.
Por la noche los somníferos me sumen en un sueño sin sueños y aunque despierto cansada y con la cabeza embotada, agradezco este poder desconectar, este hundirme en la nada que me proporcionan cada noche.
¿Por qué me aferro a seguir viva, por qué me aferro a continuar?
Cada día al despertarme tengo estos mismos pensamientos, pensamientos que no me llevan a ninguna parte. Sé que me voy a levantar, que hoy voy a vivir un día más.
Vivo en las afueras del pueblo. Con el boom inmobiliario han crecido las casas adosadas y prácticamente me han rodeado. Mi casa, que fue la de mis padres, ha resistido a la piqueta y aunque en su día me ofrecieron una suma interesante por el solar, no me decidí, no vendí y eso me permite poder vivir en ella actualmente.
Para los vecinos de los adosados soy algo “rara”. Vivo sola en esa casa que necesita rehabilitación y que estropea la cuadriculada uniformidad de su paisaje.
Para muchos de ellos, su casa es sólo un dormitorio. Trabajan todo el día en la ciudad y vuelven al pueblo por la noche derrengados. Eso sí, el fin de semana es el momento de disfrutar de la vida tranquila. Se levantan temprano, se enfundan en ropa deportiva y se dedican o bien a correr, a ir en bicicleta, a pasear al perro, que apenas ven durante la semana, o bien a arreglar el pequeño jardín que les corresponde.
Cogen el coche para ir al centro comercial a hacer la compra. Vuelven cargados de bolsas y más bolsas con cantidades ingentes de comida y, generalmente el sábado por la tarde o el domingo, reciben visitas y hacen cenas o almuerzos.
Me hace gracia observarlos, son tan absolutamente previsibles.
Para ellos soy rara. Algunos me saludan, otros me evitan. Una vez escuché comentar a dos mujeres que yo les provocaba malas vibraciones. En realidad, no les falta razón. En comparación con ellos soy rara porque sería incapaz de poder vivir una vida como la suya. Aunque... ¿para qué me voy a engañar? Hubo un tiempo en el que yo tuve una vida parecida y también creía que era la vida perfecta, mi casa, mi coche, mi marido, mi hijo. También parecía tan predecible, tan normal, tan cómoda...
Ahora, ahora soy rara, no encajo en la felicidad adosada, ahora, de hecho, no encajo en ninguna felicidad.
Vivo casi recluida. Salgo para comprar en las tiendas del pueblo, las tiendas de toda la vida, en las que compraban mis padres, dónde iba de pequeña acompañando a mi madre. Los tenderos me conocen, saben de mí, se compadecen de mi desgracia. Siempre tienen un gesto, una palabra amable como si se solidarizaran con mi pena. Discretos, nunca preguntan nada, nunca tocan el tema, saben, intuyen y presuponen pero respetan mi duelo. Son conscientes de lo difícil que se me hace cada día seguir viviendo.
Es posible que esto se capte, quizá lo trasmito de alguna manera, puede ser cierto eso de que provoco malas vibraciones.
Después de lo que pasó y cuando sentí algo de fuerza para levantarme y enfrentarme a la vida, decidí apartarme con mi dolor. Dejé atrás mi trabajo y gracias a mi conocimiento de idiomas conseguí, para ganarme esa vida que tan difícil me resulta vivir, trabajo de traductora. Me dedico a traducir libros técnicos. Temas para mí desconocidos, nada atractivos, pero precisos, requieren atención, lo que me permite concentrarme y no tener que pensar. Sobre todo, no tener que pensar. Lo que resulta casi imposible para mí. Mi cabeza siempre bulle con pensamientos autodestructivos y la sensación de descontrol, de no poder dirigir mi vida sino de estar viviendo en el caos y yo misma generando caos, me es una experiencia habitual desde hace mucho tiempo. Demasiado.
Después de lo que pasó me quedé vacía, vacía de mente, de cuerpo y hasta de espíritu.
Vivo al día intentando mantener a raya cualquier señal de autocompasión. Pero no he conseguido la paz, soy un agujero negro, ni siquiera eso, ya que parece que estos son puertas a otras dimensiones y si yo soy una puerta, lo soy de salida.
No, más bien, soy un vacío.
Y si es verdad que puedo llegar a pasar totalmente desapercibida, como si no existiera, también lo es que genero en aquellos con los que me cruzo cierta sensación de incomodidad, como si un viento frío les traspasara.
Hablo cara a cara con pocas personas, lo mínimo y necesario. A veces me doy cuenta de que puedo pasar en silencio días enteros y si por casualidad tengo que hablar me sucede que hasta mi voz me suena extraña.
Después de lo que pasó vendí mi casa en la ciudad. Tuve suerte, era un buen momento para vender aunque seguramente hubiera podido venderla mejor. Lo cierto es que el dinero era lo de menos. Lo que me importaba era huir, porque huía, no podía seguir allí.
La casa de mis padres en el pueblo había sido también la casa de mi familia. Mis padres hacía unos años que habían muerto. Al menos no tuvieron que sufrir el dolor por lo que pasó, pero también los eché de menos porque yo sí sentía el dolor y también me sentía muy sola.
Olor a podredumbre. Siento algo viscoso que me atrapa, me llega desde los pies, repta por mis piernas. Ya no soy yo, sólo soy viscosidad. Mis manos no son mías, también se han convertido en eso. Siento frio, un frío inmenso. No veo, sólo hay oscuridad. No, también hay luces, luces aisladas, en movimiento. Luces inquietas que señalan un camino. Arrastro los pies siguiendo las luces, arrastro los pies pesados por la viscosidad que se ha pegado a ellos. Me cuesta avanzar, me pesa el cuerpo. Hay trampas, caigo, me levanto y vuelvo a caer, me arrastro por el suelo. El olor ha entrado en mí, me envuelve, me asfixia. El aire, denso, está a mí alrededor.
—Vamos, sube que te llevo.
—Gracias. Llevo toda la mañana esperando que alguien se pare pero no tengo suerte.
—Es normal, la gente es cada vez más desconfiada. Con todas las cosas que pasan.
—Ya.
—Y ¿cómo es que haces autoestop?
—Quiero moverme y no tengo dinero para coger el tren o el avión.Pero no siempre lo hago, a veces, cojo un autobús.
—¿A dónde vas?
—Quiero ir al norte. Salir del país, me da igual a dónde ir, no tengo prisa, lo que me importa es el camino no la meta.
—Una especie de viaje iniciático el tuyo.
—Sí, algo así.
—¿Cuántos años tienes? Bueno, perdona si pregunto demasiado.
—Tengo 25. Estudio, pero no estoy seguro de que lo que he escogido sea a lo que quiero dedicarme y me estoy dando tiempo para pensármelo.
—Vamos, que has entrado en una especie de crisis vital, ¿no?
—Algo así.
—¡Ah! Ya me gustaría a mí poder entrar en esas crisis, pero a los 47 y con familia, has de seguir pedaleando, chaval. Si quieres un buen consejo, no te cases y si lo haces, no tengas hijos.
—¿Usted no quiere a sus hijos?
—No, hombre, claro que los quiero. Cómo no iba a quererlos, si son tres bichos encantadores. No hablo de amor, sino de obligación, la OBLIGACIÓN, con mayúsculas. No creas que a mí no me cogen ganas a veces de dejarlo todo y salir a la aventura como tú, pero siempre aparece en mi mente la cadena de la familia. ¿Qué piensan tus padres de tu “iniciación”?
—No piensan. No tienen más remedio que aceptar lo que hay.
—Me encanta la gente joven. Sólo pensando en sí mismos y los que vayan detrás que arreen. Si tus padres también hubieran hecho igual, pensar sólo en lo que a ellos les interesaba, tú quizás no habrías podido llegar hasta aquí.
—Yo no les he pedido nada. Sólo quiero que respeten mis decisiones.
—Siempre pedís respeto, pero, ¿respetáis vosotros? Mira, yo tengo un chaval de 15 años y todo lo que últimamente sale de su boca son expresiones como “es mi vida”, “es lo que hay”, “si te gusta bien sino... ” Cuando yo era joven si se me ocurría decirle esto a mi padre me cruzaba la cara y se me pasaban las tonterías. Y eso es lo que le sucede a la gente joven ahora, que tiene demasiadas tonterías y pocos bofetones. Y no digo de los padres —a mí personalmente no me gusta la violencia— sino de la vida en general. Lo tenéis todo demasiado fácil y sólo os movéis por placer. No quiero darte lecciones, es que oyéndote hablar me he acordado de mi hijo y como ves, es un tema que me enciende.
—No importa, no me molesta.
—¿Has comido?
—Desde el desayuno no he probado nada.
—Pues antes de que se haga de noche paramos en el área de servicio a tomar algo. Allí seguro que puedes encontrar otro camionero que pueda llevarte. Yo voy a hacer noche.
—Sí gracias. A ver si hay suerte.
El silencio cayó, igual que antes las palabras, prefería el silencio a su voz y a sus palabras, cerraba los ojos y mi mente se llenaba de imágenes rápidas. Aquella pared mugrienta, el olor a podredumbre aparecían como flashes. Intentaba no dejarme dominar por ellos, pero no era posible. Podían conmigo. Notaba cómo mi cuerpo se iba poniendo rígido. Palpé la mochila, ahí dentro estaba, quemaba, se impacientaba por salir pero no había aire. Todavía no había cambiado el aire.
—No me lo imaginaba así.
—¿Por qué?
—Pensaba que el piso de un policía, hombre y solo no podía ser tan...
—¿Moderno?
—No, no es sólo moderno, es minimalista. Es zen. Salón espacioso, muebles escasos y bajos de bambú y pino, color blanco, negro y gris...
—Me gusta mucho la cultura japonesa en general y el zen en particular.
—¿Y eso?
—¿Por qué te extraña tanto?
—No sé. El zen es espiritual y un policía es algo tan...
—Espero.
—No te ofendas, pero no te veo meditando. ¿Lo haces?
—Sí, practico meditación diariamente.
—Pero, los policías son rudos, violentos y hasta incultos.
—Eso es un cliché. En la policía, como en cualquier trabajo, hay de todo. Aunque lo que verdaderamente es violento, rudo e inculto son las condiciones con las que nos encontramos a veces. Es imprescindible tomar distancia, no dejarse arrastrar por el torbellino de emociones que provocan las situaciones en las que nos vemos envueltos. Pero esto pasa en muchas profesiones, más bien yo diría que en todas y en las relaciones humanas también.
—No compares, tú te enfrentas con el mal en estado puro, criminales, delincuentes, mafiosos, muertes de todo tipo.
—“El mal en estado puro”. Vaya frase. Todos nos enfrentamos con el mal, cualquier acto de violencia es desde el punto de vista del universo, idéntico. Pero siempre hay una correlación de fuerzas, el bien y el mal están en equilibrio hay que saber mirar.
—Explícate, por favor.
—Si sólo estás acostumbrada a ver el mal no reconocerás el bien, además nunca se puede saber qué es el mal o qué es el bien, no se debe juzgar.
—Que alguien haga daño a una persona es siempre un mal.
—Situados desde nuestro punto de vista puede parecer que sí. Mira, he llegado a la conclusión de que los criminales más grandes de la historia fueron aquellos que deseaban hacer el bien, al menos, lo que ellos consideraban como bien, mejora de la raza, expansión del imperio...Las personas “malas”, las que han querido hacer el mal, en comparación, han causado muchas menos desgracias.
—¿No valoras la vida humana?
—He aprendido a valorar la vida en general pero la vida lleva implícita también la muerte.
—Cuando alguien mata a otro impide su realización, No hay nada más injusto que la muerte de los niños.
—Desde luego resulta difícil de aceptar, por eso soy policía, intento que no quede en el olvido ninguna vida arrebatada.
—Bonita manera de definirte. ¿Qué piensan de ello tus compañeros?
—Con ellos no hablo mucho y menos de mí.
—¿Me enseñarás a meditar?
Yo sé que muy pocos podrán entenderme, tal vez, nadie, pero, ¿qué podía hacer? Sólo soy una mujer, no un dios. No puedo cargar sobre mis hombros con otra vida, bastante es ya cargar con la mía, no puedo hacer nada, ni siquiera ayudar cuando no se dejan.
Yo quería que las cosas fueran de otro modo, quería hacer una acción correcta que de alguna manera resultara satisfactoria para todos. Aunque... Mejor es no engañarme, quería que nada de lo que estaba viviendo hubiera pasado, quería, y lo repetía con frecuencia, una “vida normal”, lo que yo creía como una vida normal. Mi vida se había salido de los goznes y el caos dominaba cada uno de mis actos. Iba a ciegas, perdida en la noche de la desesperación, en la no aceptación de lo que cada día me veía obligada a vivir. Y así pasé mucho tiempo, muchos días con todos sus minutos y segundos, pensando, negando, rabiando hasta que un día acepté que no podía hacer nada, que sólo podía resignarme con todas las consecuencias. Parece mentira, pero por fin, ese día, descansé. De mi rendición salió la fuerza suficiente para actuar.
El mundo se hace grande, inmensamente grande y yo soy muy pequeño. Miro a mi alrededor y todo lo que hasta hace un instante me parecía conocido se transforma en extraño. Yo mismo, mis reacciones, mis pensamientos se convierten en extraños. La angustia se apodera de mí, me siento desesperado porque nada ni nadie puede consolarme. La fealdad, la miseria se convierte en lo único que puedo percibir, personas desesperadas, una existencia sin luz. Y pienso, ¿por qué el mundo se convierte en enemigo?, ¿por qué yo me convierto en un proscrito?, ¿qué tengo de malo?, ¿por qué soy un monstruo?
Entonces el aire cambia, entonces es cuando necesito actuar, hacer algo sin importar lo que sea.
Actualmente hay pocas cosas que me puedan producir placer, casi puedo decir que este es una sensación olvidada, borrada, arrancada de mí vida igual que la alegría y la risa. Hace tanto tiempo que no me río. Pero cuando me pongo al volante del coche y comienzo a hacer kilómetros experimento algo parecido a lo que fue el placer antaño.
Empiezo a conducir sin rumbo. A veces por la autopista, a veces por carreteras comarcales que terminan en ningún sitio. No tengo ni ruta, ni destino, llego hasta donde me lleva la gasolina o el cansancio. A veces es a los pueblos próximos, en otras ocasiones he llegado hasta cruzar la frontera de Francia. Paro cuando me canso en algún área de servicio para tomar un café que me mantenga despierta. A veces conduzco de noche, a veces, a plena luz del día. Siempre llevo los Cds que escuchaba entonces, antes de lo que pasó, antes de que mi vida quedara destruida como una hoja de papel quemada por el fuego.
Sé que estoy huyendo, pero también sé que no es posible escaparse de una misma.
Estoy acostumbrado a no sentir nada, es como si hubiera dos yoes. Uno está aquí en mi cuerpo, pero el otro está fuera de él, muy lejos. Es algo que practico desde hace tiempo, ya me he olvidado cuánto, pero un día debió de empezar, puede que el dolor resultara insoportable y clic, desconecté. No sé. Mientras no estoy siento que vuelo, soy ligero, me levanto del suelo húmedo al que vivo pegado y respiro un aire limpio que permite que mis pulmones se oxigenen. ¡Cómo me gustaría vivir siempre en ese mundo!, pero cuando todo acaba, vuelvo a mi otro yo y entonces la humedad y el olor a podredumbre vuelven a llenar cada poro de mi cuerpo.
La noche no es mi amiga, pero no puedo resistirme a ella, caigo en su abrazo y se vuelve una cadena dispuesta a ahogarme.
Cada noche es lo mismo. Oscuridad. Primero el olor, olor a mohoso, después el frío que penetra hasta el tuétano de los huesos, entonces empieza la sensación, la inminencia de que me espera algo espantoso, que se aproxima algo tan terrible que no podré soportar. Quiero gritar, pero tengo la boca llena. Si insisto, siento que me ahogo, noto mis brazos y piernas inmóviles, paralizados por el terror. Entonces la luz me ciega y aunque cierro con fuerza los párpados la sigo viendo y el dolor se me clava como un cuchillo en el cerebro. Grito, pero me ahogo. Intento moverme pero estoy amarrado y finalmente sucumbo al horror. Me despierto empapado y la boca me sabe a sangre, me he mordido el labio y el gusto de la sangre me recuerda que no fue un sueño. Lloro sin consuelo, hasta que me agoto.
Son las 12 de la noche en esta “primavera tardía”. Pienso en el maestro. “Primavera tardía” no sólo hace mención a una época del año sino también a un estado emocional. ¿Vivo yo en una “primavera tardía”? Desde el punto de vista meteorológico es verdad que el buen tiempo se hace de rogar. Los días son variables, tan pronto hay lluvias torrenciales que parece que estemos a finales del verano como el sol pica anunciando la futura estación. No es muy normal que se prolongue la primavera, de hecho hace tiempo que apenas hay estaciones, pasamos del frío al calor sin mediar grandes diferencias, pero este año, no, este año se alarga la primavera; estamos a un paso del 21 de junio y la temperatura es agradable. Mejor, no me gusta el invierno, largo, con eternas noches, pero tampoco soporto el verano, pegajoso y pesado.
En cuanto a mi estado anímico, hace tiempo que navego solitario y aunque me ha costado me he acostumbrado a mí. La aparición de Paula en mi vida es un acontecimiento inesperado, reconozco que pensar en ella me llena de ternura y deseo. Es bastante joven, llena de vida, pero a la vez es madura y comprometida. No sé si estoy preparado para vivir una nueva relación, ni tampoco sé hasta dónde seré capaz de implicarme. El amor siempre aparece inoportunamente y es uno mismo el que debe decidir si ese visitante es bien o mal recibido.
Enciendo un cigarrillo, desde que dejé de fumar es el único que me permito en todo el día y siempre antes de irme a dormir, ni siquiera me trago el humo. López me dice, eso no es fumar, ¿por qué lo haces?
Me ayuda a relajarme y a reflexionar, a tomarme un respiro de mis preocupaciones, Aunque intento no traerlas a casa no es fácil desconectar, siempre se cuela alguna, pero no quiero permitirme que ninguna de ellas me quite el sueño y el cigarro significa ese punto de inflexión para entrar en mi espacio propio y personal.
Asomado en la terraza miro hacia la calle, mucho más tranquila que por la mañana. En las casas las luces todavía están encendidas pero la gente empieza a retirarse a dormir. Como en este país la tele acaba tan tarde y casi todo el mundo la mira, antes de las 12 es imposible irse a la cama. Aun así, algunas luces se quedan encendidas, son los cibernautas navegando en la red. Algunas se apagan hacia las 3, ya no deben quedar chats interesantes, otras —las de los insomnes— no se apagan hasta el amanecer. Pienso lo duro que debe ser no poder dormir una noche tras otra...
¿Cuánto dolor? ¿Qué males se ocultan en esas almas a las que el descanso se les ha prohibido?
¿Qué es lo que puede causar más dolor?
El dolor, el dolor, ¿qué me importa? Ya estoy acostumbrado a él.Viejo amigo el dolor, he olvidado el tiempo que hace que nos conocemos. La primera vez, al menos que recuerde, fue un fuerte escozor en la piel. Cada una de las marcas dolía como si fuera la única y no sabía por cuál de ellas preocuparme, cuál quemaba más. Más tarde, fue aquel golpe contra la pared. Mi vista se nubló y cuando desperté la cabeza me estallaba, no veía bien, creí que me había quedado ciego, pero era la sangre seca que se me había quedado pegada. El brazo roto también dolió y la nariz, partida el día que cumplí ocho años, buen regalo de cumpleaños, o los cigarrillos apagados en mi barriga. Me acostumbré enseguida. Y al frío sobre mi cuerpo desnudo aquellas horribles noches de invierno.
¿Qué dolor puede serme extraño? Soy capaz de soportar cualquier dolor.
Ella, entonces, me preguntaba llorosa, ¿por qué, por qué has tenido que nacer? Sigue sin poder darme una respuesta.
Hoy llueve y hace viento. Hace tanto tiempo que no soy capaz de sentir nada.
¿Qué es lo que causa más dolor? Nada, nada puede ya dolerme.
CASO Nº 1
Marzo 2008
—Yo no puedo con él.
Ante mí tengo a una mujer menuda y frágil, con los ojos hundidos y unas enormes marcas, casi negras, rodeándolos. Las manos nerviosamente se van entrelazando y con un gesto rallando el pánico en su cara.
Soy psicóloga clínica, hago valoraciones para la fiscalía de menores. Cuando un menor tiene una conducta delictiva tipificada en la ley del menor, queda en manos de la fiscalía que pone su caso en los servicios de mediación, siempre y cuando a la actuación del menor no se le haya impuesto medidas más drásticas, como un preventivo internamiento en un centro, lo que también sucede si la situación familiar resulta preocupante respecto a la responsabilidad que podría asumir. Precisamente aquí entra mi actuación. Me entrevisto con el menor y con su familia y valoro si —en función de la falta o delito cometido— los padres pueden hacerse cargo o no de él.
Ante mí tengo el caso de Ángel Jesús Martínez Tomás. 15 años. Agresión con violencia y hurto. El informe dice que el muchacho, junto con otros cuatro más, ha amenazado con arma blanca a un hombre para sustraerle la cartera. Dado que la víctima opone resistencia, los muchachos le golpean y pinchan con una navaja una de esas que llaman “mariposas”. Afortunadamente, alguien que pasaba por allí, da aviso a los mossos que consiguen detener a dos de los menores casi durante la agresión y posteriormente, tras persecución policial, a los otros tres.
Todos tienen menos de 18 años. Sus edades oscilan entre los 15 y los 17. Sabemos que el estado de la víctima, a pesar de la paliza recibida, no reviste gravedad, el pinchazo ha sido bastante superficial. Ángel había sido su autor.
Miro a su madre directamente, la mujer que tengo frente a mí. Se la ve nerviosa, abatida, con una angustia que su frágil cuerpo apenas puede soportar. En sus ojos hay un miedo cercano al pavor. Me sorprende la ropa. Viste bien, es una mujer de clase media.
Lo primero es corroborar los datos y a renglón seguido preguntar por el padre. Están divorciados, él vive en otra ciudad. Ella supone que aparecerá en algún momento. Está avisado.
Ha comenzado a hablar antes de que la interrogue y se aprecia inmediatamente que la angustia, el dolor y el miedo no son sólo por la situación actual, que vienen de largo tiempo atrás.
—No puedo con él —me dice en cuanto acabamos de rellenar datos básicos de filiación.
Me dispongo a escuchar, así que con mi gesto y mirada la invito a seguir hablando.
—Desde que me divorcié cada vez está más raro. De esto hace un año. Se ha encerrado en sí, ha empezado a salir con amigos que yo no conozco, a volver a casa cuando quiere. Cuando estamos juntos apenas habla conmigo, si no es para pedirme dinero o para decirme que le compre algo. Cada vez va peor en los estudios, he hablado con su tutora y me ha dicho que los profesores también han observado que ha cambiado su actitud, que se ha vuelto más pasota. La psicóloga del colegio se ha entrevistado con él, me ha dicho que probablemente tiene que ver con el divorcio, que no lo acepta y está rebelde pero...
—¿Pero?
—Desde hace dos meses las cosas han ido a peor. Por mi trabajo no puedo estar en casa hasta la noche, hasta las ocho. Un día llegué un poco antes y me encontré en casa a él y a sus nuevos amigos, estaban fumando, no era tabaco, ¿me entiende? Les dije que en mi casa no se fumaba; yo no fumo y hemos educado a Ángel para que no tenga hábitos tóxicos. Hemos hablado de ello miles de veces y él siempre respondía que no era tonto, que no quería estropearse la vida así. Pensé que si ahora lo hacía era por culpa de sus amigos nuevos, unos chicos que no sé de dónde han salido.
La verdad es que me enfadé mucho y les dije que se fueran de casa. Se fueron con chulería. Uno me llegó a decir, bueno, mami, sin agobios, ¿eh? Con la calma, vamos, con la calma. Cuando se fueron fui a hablar con mi hijo. Le dije que esto no podía ser, que si no se daba cuenta dónde se estaba metiendo. Él estaba sentado frente a la pantalla del ordenador, no me miraba. Le dije gritando, mírame. Y entonces...
Rompe a llorar. Según va narrando la escena me voy haciendo una composición de lugar. Ángel ya no es aquel niño que ella creía, se ha transformado en un ser casi desconocido y además incontrolable. Quizá sea verdad que el divorcio —aún reciente— le ha marcado, quizá, pero no es sólo eso.
—Entonces me lanzó a la cara, tú cállate, puta. Me quedé sin palabras. Le pregunté, ¿cómo me has llamado? Y con una frialdad pasmosa me contestó, puta, te he llamado, puta y además sorda.
Nunca antes mi hijo se había comportado con esa agresividad, ni tampoco en casa ha visto discusiones entre mi marido y yo, nunca nos hemos faltado al respeto. De hecho nos hemos divorciado de mutuo acuerdo. Se acabó el amor, y cada uno tiene derecho a rehacer su vida. Así se lo explicamos a Ángel. Claro que no le gustó pero tampoco parecía que le pudiera afectar de este modo.
Me di un hartón de llorar y esperaba que viniera a pedirme perdón, pero eso no sucedió. Para él es como si no hubiera pasado nada, mis sentimientos no le importan en absoluto. A partir de aquel día nuestra relación ha ido a peor. Casi ni me habla. Desaparece de casa, también han desaparecido algunas cosas, una cámara de fotos, una BlackBerry, ropa suya de marca...Si le pregunto, me dice que él no sabe nada y que de las cosas suyas piensa que puede hacer con ellas lo que quiera. Creo que se droga, a veces está muy nervioso e irritable. Me han llamado del colegio, falta a las clases.
En aquellos momentos —Marina que así se llama esta mujer— habla entrecortadamente debido a las lágrimas.
—¿Sabe el padre algo de esto?
—Yo le he informado, aunque no ha podido hablar con tranquilidad con él. Viaja mucho, casi siempre está en el extranjero. Le he pedido que hable en serio con su hijo, pero todavía no lo ha hecho, aunque, me ha prometido que lo hará. A mí me dice que son cosas de la edad, que no esté tan encima de él, que probablemente le ahogo, que no le dejo respirar, que le quiero tener como si fuera un niño pequeño. Yo no lo veo así, yo veo que se me escapa de las manos que es verdad, que ya no es un niño pequeño, y precisamente por ello no le puedo controlar.
Aunque el divorcio fue bien, la verdad es que yo me quedé algo tocada. Mi médico me recetó un antidepresivo suave para ir tirando y superarlo, pero ahora estoy tan mal que tengo que tomar ansiolíticos y ni así soy capaz de vivir la vida con normalidad, cada día me despierto con angustia y con miedo.
—¿De qué?
—De mi propio hijo. De lo que pueda llegar a hacer —y ya ve usted si iba desencaminada— y de lo que pueda hacerme a mí.
—¿Ha habido agresión de algún tipo?
—Sí, el otro día me tiró un vaso que me dio en el hombro y cogió un cuchillo y se acercó a mí diciéndome que...
Rompe a llorar de nuevo. Le cuesta poder continuar. Santo Dios, ¿a qué dosis de angustia está siendo sometida?
—Perdón... Me dijo que si no era buena chica sabría lo que era el dolor. “Ser buena chica” era darle 50 euros para irse con sus amigos a no sé qué concierto. Se los di, se fue y no he vuelto a saber de él hasta que anoche me llamaron los mossos.
—¿No denunció la desaparición?
—No. La verdad, aunque angustiada, respiro cuando él no está.
2010
La primera vez me sentí traicionada. Hasta entonces las relaciones con mi hijo habían sido normales. Entre él y yo existía una complicidad de juegos y un lenguaje nuestro que nos unía en una dimensión más allá de la habitual relación madre-hijo. Todo esto, de repente, había desaparecido y ante mí se mostraba un ser que me resultaba completamente desconocido. No sabía si siempre había estado ahí, agazapado, esperando el momento apropiado para salir, o si se trataba de un ser que había tomado posesión de mi hijo, pero desde luego no era él, no era mi niño, mi compañero de juegos y de secretos. La traición dolía y el estupor paralizaba. No era la rebeldía del adolescente, no. Yo intuí por dónde iban los tiros, lo que tantas veces había visto delante de mí por mi trabajo, ahora se me había metido en casa y tuve la sensación de que mi hijo ya no era mi hijo sino un monstruo como aquellos a los que interrogaba. Lo que ocurría era que de aquellos me podía distanciar y salir indemne, ahora, sin embargo, estaba totalmente contaminada. La rabia me consumía, quería destruir a aquel ser que se había apoderado de mi pequeño, pero la pena me agotaba. Sentía un dolor en el vientre como si me hubieran arrancado las entrañas, como si me hubieran arrancado al hijo que llevaba dentro y lo hubieran matado. No le reconocía. No podía ser él. Su mirada cargada de odio, sus palabras como espadas, siempre intentando clavarse, hacer daño, parecía que era eso todo lo que deseaba, destruirme, destruirnos, destruir la familia en la que había nacido, crecido y estaba sostenido.
No podía entender cómo había podido atesorar tanto odio.
—La vida es como una madeja de lana. A veces es fácil de desenredar, no hay nudos y siguiendo el hilo se puede hacer un ovillo. En otras ocasiones, la madeja está tan enredada que cada vez que se intenta estirar aparece un nuevo nudo que puede haberse complicado tanto que sólo puede arreglarse cortando, entonces tendremos un ovillo lleno de cabos sueltos, cabos, que tendremos que unir de alguna manera si queremos hacer el jersey, pero este estará lleno de nudos.
—¿Y?
—¿No te parece una buena metáfora?
—¿Qué tiene que ver la vida con un jersey nudoso? Olea, piensas demasiado.
—¿Tu madre no hacía punto?
—Sinceramente, no me acuerdo, supongo que sí. Como todas las madres de entonces, ¿no? Si casi todos los críos llevábamos jerséis hechos en casa. Pero, de ahí, yo no veo que se pueda derivar más metáfora que la de lo pobres que fuimos, pobres y cutres, ¿no crees?
—Sí, pobres y cutres. Pero ¿tú nunca ayudabas a tu madre a devanar la madeja?
—No, eso lo hacía mi hermana.
—Por eso no entiendes.
—Sí, debe ser por eso. Anda, vamos a ponernos a trabajar.
—López, Olea, hay un aviso tenéis que ir a ver qué ha pasado.
—Venga, Olea, deja de desenrollar la madeja y pongámonos en marcha.
—La encontró este hombre, Fermín Prado, agricultor, vecino del pueblo. Se le ha estropeado el tractor y ha entrado a ver si podía encontrar algo que le sirviese de ayuda. El vecino comenta que ya hace tiempo que no se veía a la dueña.
—¿Estaba cerrada con llave?
—Sí pero la cerradura era débil y prácticamente saltó con la presión.
—Vamos a entrar.
—Según parece, la mujer vivía sola. Su marido murió hace años. Se cree que hay un hijo o una hija pero también hace tiempo que no está. Edad de este, unos veintitantos, pero tampoco es seguro. Eran gente apartada y solitaria, dedicada a sus cosas, con poca o escasa relación con los del pueblo. La mujer sólo iba a la tienda de comestibles de tanto en tanto para comprar lo indispensable, con lo de la granja ya se apañaba para ella sola. No hablaba mucho. Nadie sabía demasiado de ella.
Aunque estaba claro que había pasado tiempo, a simple vista se podían observar marcados signos de violencia en el cadáver. El informe forense seguro nos podrá aportar algún dato más.
Descartado el robo —no hay cosas de valor ni dinero en la vivienda y las pocas joyas seguían en el joyero— sólo queda la venganza, o matar por matar, pero eso ocurría muy pocas veces.
Ahora bien, ¿quién querría vengarse de esta solitaria mujer?, ¿quién podría odiarla hasta el extremo de infringirle las torturas a las que le habían sometido? Tenemos que localizar al hijo.