Amor imposible - Elle Kennedy - E-Book
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Amor imposible E-Book

Elle Kennedy

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Beschreibung

Es imposible que Conor Edwards se fije en alguien como yo... Se suponía que la universidad iba a ser mi oportunidad de superar mi complejo de patito feo, empezar de cero y encontrar mi sitio en el mundo, pero nada más lejos de la realidad: he acabado viviendo con las chicas populares y mezquinas de Kappa Ji. No encajo con ellas y me hacen la vida imposible, así que, cuando, en una de sus fiestas me retan a seducir a Conor Edwards, sé que no tengo alternativa. Conor es el nuevo jugador del equipo de hockey, el típico chico de hermandad fiestero y mujeriego que nunca se fijaría en alguien como yo. Aunque estoy decidida a intentarlo, sé que me rechazará. Pero, entonces, Conor me sorprende proponiéndome fingir que estamos juntos. Le encantan los retos y la idea de engañar a las Kappa Ji le resulta divertidísima. Resistirme a su encanto es imposible, pero debo resignarme. Al fin y al cabo, todo esto no es más que un juego para él, ¿verdad? La nueva entrega de la autora best seller de Kiss Me y Los Royal

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Amor imposible

Elle Kennedy

Serie Love Me 4
Traducción de Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Epílogo
Sobre la autora

Página de créditos

Amor imposible

V.1: febrero de 2022

Título original: The Dare

© Elle Kennedy, 2020

© de la traducción, Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Peopleimages / istockphoto

Corrección: Alexandre López

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-32-2

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Amor imposible

Es imposible que Conor Edwards se fije en alguien como yo…

Se suponía que la universidad iba a ser mi oportunidad de superar mi complejo de patito feo, empezar de cero y encontrar mi sitio en el mundo, pero nada más lejos de la realidad: he acabado viviendo con las chicas populares y mezquinas de Kappa Ji. No encajo con ellas y me hacen la vida imposible, así que, cuando, en una de sus fiestas me retan a seducir a Conor Edwards, sé que no tengo alternativa. 

Conor es el nuevo jugador del equipo de hockey, el típico chico de hermandad fiestero y mujeriego que nunca se fijaría en alguien como yo. Aunque estoy decidida a intentarlo, sé que me rechazará. Pero, entonces, Conor me sorprende proponiéndome fingir que estamos juntos. Le encantan los retos y la idea de engañar a las Kappa Ji le resulta divertidísima. Resistirme a su encanto es imposible, pero debo resignarme. Al fin y al cabo, todo esto no es más que un juego para él, ¿verdad?

La nueva entrega de la autora best seller de Kiss Me y Los Royal

«¡Elle Kennedy ha vuelto a hacer lo que mejor se le da! ¡Enredos, humor y jugadores de hockey buenorros que podrían derretir el hielo! Me ha encantado Amor imposible, desde el principio hasta el final.»

Vi Keeland, autora best seller del New York Times

«Brillante, divertido y lleno de pasión. ¡Una lectura buenísima!»

Kendall Ryan, autora best seller del New York Times

«¡Amor imposible es mi libro favorito de la serie Love Me!»

Sarina Bowen, autora best seller del USA Today

«Elle Kennedy es una de mis autoras fetiche y, en Amor imposible, se sale. Lo devoré de una sentada.»

Lorelei James, autora best seller del New York Times

«¡La historia de Taylor y Conor es divertidísima e intensa! Lo recomiendo sin duda.»

Tijan, autora best seller del New York Times

#wonderlove

Capítulo 1

Taylor

Es viernes por la noche y estoy viendo cómo las mayores mentes de mi generación se emborrachan con chupitos de gelatina y brebajes azules servidos en cubos enormes de pintura. Los cuerpos empapados de sudor se retuercen medio desnudos, frenéticos e hipnotizados por las ondas subliminales de excitación electrónica. La casa está a rebosar de estudiantes de Psicología expresando el resentimiento de sus padres a los futuros estudiantes desprevenidos de Administración y Dirección de Empresas. Y los de Ciencias Políticas ya están plantando las semillas que germinarán en chantajes dentro de diez años.

Vamos, la típica fiesta de hermandad universitaria.

—¿Te has fijado alguna vez en que la música electrónica suena como gente borracha follando? —observa Sasha Lennox. Está junto a mí en un rincón; nos hemos colocado entre el reloj y la lámpara de pie para fundirnos mejor con el mobiliario.

Ella sí que lo entiende.

Es el primer fin de semana después de las vacaciones de primavera, o lo que es lo mismo, la fiesta de arranque del segundo semestre en nuestra sororidad, Kappa Ji. Uno de los muchos eventos a los que Sasha y yo nos referimos como diversión obligatoria. Como chicas Kappa que somos, nos obligan a asistir, aunque nuestra presencia siempre es más decorativa que funcional.

—Si al menos tuviera melodía, no sería tan ofensiva. Seguro… —Sasha arruga la nariz y gira la cabeza hacia la estridente sirena, que resuena con un sistema de sonido envolvente, antes de que otra demoledora sucesión de golpes de contrabajo vuelva a hacer retumbar el salón—. Seguro que la CIA usó esta mierda con los del proyecto MK Ultra.

Me rio tanto que casi me atraganto con el ponche. Y llevo al menos una hora con el mismo vaso; la receta la habrán sacado de algún canal de YouTube. Sasha, estudiante de Música, odia cualquier cosa que no se interprete con instrumentos en directo. Por tanto, preferiría estar en la primera fila de un concierto en cualquier bar de mala muerte, con la reverberación de la música de una Gibson Les Paul en los oídos, a verse atrapada bajo una refulgente y caleidoscópica bola de discoteca.

No me malinterpretes: Sasha y yo sabemos divertirnos. Vamos a los bares del campus y cantamos en los karaokes de la ciudad (bueno, eso ella, yo me limito a animarla al amparo de las sombras). Joder, si hasta nos perdimos una vez en el parque Boston Common a las tres de la mañana estando perfectamente sobrias. Estaba tan oscuro que Sasha se cayó en el estanque y un cisne estuvo a punto de atacarla. Créeme, sabemos cómo pasarlo bien.

Pero la práctica ritual de los universitarios de atiborrarse de sustancias psicoactivas hasta confundir la embriaguez con la atracción o la inhibición con la personalidad no es, digamos, nuestra forma favorita de pasarlo bien.

—Atenta. —Sasha me da un codazo al oír un montón de gritos y silbidos procedentes del vestíbulo—. Llegan los problemas.

Un muro de flagrante masculinidad atraviesa la puerta principal coreando «¡Briar! ¡Briar! ¡Briar».

Los imponentes goliats del equipo de hockey de la Universidad de Briar entran en la casa, todo hombros y torsos anchos, igual que los salvajes de Juego de tronos invadiendo el Castillo Negro.

—Salve a los héroes conquistadores —exclamo de forma sarcástica mientras Sasha oculta una sonrisilla maliciosa con un pulgar.

El equipo de hockey ha ganado esta noche y se han clasificado para la primera ronda del campeonato nacional. Lo sé porque nuestra hermana Kappa, Linley, está saliendo con un calientabanquillos, así que estuvo en el partido hablando con nosotras por Snapchat en vez de estar aquí limpiando los baños, aspirando el suelo, o mezclando las bebidas para la fiesta como todas las demás. Los privilegios de salir con la realeza. Aunque ser suplente del equipo de hockey no te convierte exactamente en el príncipe Harry, sino más bien en el hijo cocainómano de alguien cercano al príncipe.

Sasha se saca el móvil de la cinturilla de sus ajustados leggings de polipiel y mira la hora.

Yo echo un vistacillo a la pantalla y gimo. Madre mía, ¿solo son las once? Ya noto cómo la migraña me sube por las sienes.

—No, es bueno —dice—. Veinte minutos y esos imbéciles se habrán fundido el barril. Luego se ventilarán lo que quede de alcohol en casa. Yo diría que esa es la señal perfecta para pirarme de aquí. Media hora, como mucho.

Charlotte Cagney, nuestra presidenta, no especificó claramente cuánto tiempo debíamos quedarnos para cumplir con el requisito de asistencia obligatoria. Normalmente, una vez se acaban las bebidas, la gente se va en busca del afterparty y es buen momento para marcharse sin que nadie se cosque. Con suerte, estaré de vuelta en mi apartamento en Hastings y con el pijama puesto antes de medianoche. Conociendo a Sasha, seguro que ella se irá hasta Boston en busca de algún concierto en vivo.

Las dos somos las hermanastras marginadas de Kappa Ji. Cada una tenía sus propios motivos ocultos para formar parte de sus filas. En el caso de Sasha, su familia. Su madre, y la madre de su madre, y la madre de la madre de su madre, y así sucesivamente, fueron todas Kappa, así que sobraba decir que la carrera académica de Sasha incluiría continuar con ese legado. Era eso u olvidarse de estudiar algo tan «frívolo y autoindulgente» como Música. Proviene de una familia de médicos, así que sus decisiones ya se refutan mucho de por sí.

En mi caso, bueno, supongo que esperaba poder brillar en la universidad. Pasar de ser la perdedora en el instituto al alma de la fiesta en la facultad. Reinventarme. Dar un vuelco completo a mi vida. La cosa es que unirme a sus clubs, llevar su ropa o soportar las semanas de adoctrinamiento no tuvo el efecto deseado. No salí brillante y renovada. Fue más bien como si todas las demás bebieran ponche y vieran preciosos colorines, y a mí me hubiesen dejado sola en la oscuridad con un vaso de agua con sabor a frutas.

—¡Hola! —nos saluda un chico con la mirada borrosa, tratando de colocarse junto a Sasha sin tropezarse y mirándome abiertamente a las tetas. Cuando estamos juntas, solemos crear la combinación perfecta de mujer deseable. Ella, con su exquisita simetría facial y esbelta figura, y yo, con mi enorme delantera—. ¿Queréis algo de beber?

—Estamos servidas —grita Sasha por encima de la estridente música. Ambas levantamos nuestros vasos prácticamente llenos. Un mecanismo estratégico para mantener a raya a los tíos salidos de fraternidad.

—¿Queréis bailar? —pregunta inclinándose hacia mi pecho, como si hablara al altavoz de la zona de pedidos en coche de algún restaurante de comida rápida.

—Lo siento —replico—, ellas no bailan.

No sé si me oye o si pilla el desprecio en mi voz, pero asiente y se aleja.

—Tus tetas tienen una fuerza gravitacional que solo atrae a los gilipollas —comenta Sasha con un resoplido.

—No tienes ni idea.

Un día me desperté y fue como si me hubiesen crecido en el pecho dos enormes tumores. Desde los doce años he tenido que acostumbrarme a estas dos bolas que siempre llegan diez minutos antes que yo a todos lados. No sé quién es un mayor peligro para la otra, si Sasha o yo. Mis tetas o su cara bonita. A ella solo le hace falta entrar en una biblioteca para llamar la atención. Los tíos se dan de hostias por estar en su presencia y hasta se olvidan de sus propios nombres.

Un fuerte estallido resuena por toda la casa y provoca que todos se encojan y se cubran los oídos. El silencio sigue a la confusión, mientras a nuestros tímpanos los sigue taladrando un fuerte pitido.

—¡El altavoz ha petado! —grita una de las hermanas desde la sala contigua.

La casa se llena de abucheos.

La histeria invade a la muchedumbre mientras las Kappa se apresuran a tratar de encontrar una solución rápida para salvar la fiesta antes de que nuestros inquietos invitados empiecen a rebelarse. Sasha ni siquiera intenta ocultar la emoción. Me mira como diciendo que al final sí que vamos a poder pirarnos de la fiesta antes de tiempo.

Pero entonces Abigail Hobbes entra en acción.

La vemos pasearse entre la embutida multitud con un vestidito negro bastante revelador y el pelo rubio platino rizado en unos tirabuzones perfectos. Da una palmada y, con una voz que bien podría cortar el cristal, exige que todos desvíen la atención a sus labios rojo pasión.

—¡Oíd todos! Toca jugar a Atrevimiento o Atrevimiento.

Los vítores se desatan en respuesta y el salón se atesta de más cuerpos. El juego es una tradición Kappa muy popular y es exactamente tal y como suena. Alguien te reta a hacer algo y tú lo haces; en esta versión no existe la opción de «verdad». A veces es entretenido y otras tantas, despiadado, y ha desembocado en unos cuantos arrestos, por lo menos en una expulsión y, según los rumores, hasta en un par de bebés.

—Bueno, veamos… —La vicepresidenta de nuestra sororidad se lleva una de las uñas pintadas a la barbilla y gira sobre sí misma despacio para inspeccionar la estancia y decidir quién será su primera víctima—. ¿A quién elijo…?

Por supuesto, sus maliciosos ojos verdes aterrizan justo donde Sasha y yo nos encontramos apretujadas contra la pared. Abigail se encamina hacia nosotras con melosa maldad.

—Ay, cielo —me dice con los ojos brillantes por haberse tomado unas cuantas copas de más—. Relájate, que es una fiesta. Tienes cara de haberte visto otra estría.

Cuando está borracha, Abigail se convierte en una zorra, y yo soy su objetivo favorito. Ya estoy acostumbrada a ella, pero son las risas que provoca cada vez que se burla de mi cuerpo las que no cejan de dejarme huella. Las curvas han sido la cruz de mi existencia desde que cumplí los doce.

—Ay, cielo —la imita Sasha enseñándole el dedo corazón—. ¿Por qué no te vas a la mierda?

—Venga ya —gimotea Abigail con una exagerada voz infantil—. Tay-Tay sabe que estoy de broma. —Enfatiza sus palabras clavándome el dedo en el abdomen como si no fuese más que una puñetera atracción de feria.

—Sentimos mucho que se te caiga el pelo, Abs.

Tengo que morderme el labio inferior para contener la risa por el comentario de Sasha. Sabe que yo me bloqueo en estas situaciones y ella siempre aprovecha para soltar dardos envenenados en mi defensa.

Abigail responde con una risotada sarcástica.

—¿Vamos a jugar o no? —se impacienta Jules Munn, la compinche de Abigail. La morenaza se aproxima a nosotras con cara de aburrimiento—. ¿Qué pasa? ¿Sasha se vuelve a negar a hacer el atrevimiento como en la fiesta de la cosecha?

—Que te jodan —replica Sasha—. Me retaste a lanzar un ladrillo por la ventana del decano. No iba a arriesgar la expulsión por culpa de un juego estúpido.

Jules enarca una ceja.

—¿Acaba de insultar una de nuestras tradiciones inmemoriales, Abs? Porque creo que eso es lo que ha hecho.

—Sí, sí. Lo ha hecho. Pero no te preocupes, Sasha, aquí tienes tu oportunidad para redimirte —le propone Abigail con dulzura, luego se queda callada—. Mmm. Te reto a… —Se gira hacia sus espectadores mientras sopesa el atrevimiento. Le encanta ser el centro de atención. Luego vuelve a girarse hacia Sasha—… hacer el Doble Doble y, luego, cantar el himno de la sororidad.

Mi mejor amiga resopla y se encoge de hombros, como diciendo: «¿Solo eso?».

—Haciendo el pino y del revés —añade Abigail.

Sasha tuerce el gesto y medio le gruñe, lo cual hace que los chicos presentes rompan a reír a carcajadas. A los tíos les encantan las luchas de gatas.

—Como quieras. —Poniendo los ojos en blanco, Sasha da un paso al frente y sacude los brazos como lo haría un boxeador para calentar antes de un combate.

El Doble Doble es otra tradición festiva Kappa, que implica beberse dos chupitos dobles de lo que sea que haya a mano y, luego, beber cerveza durante diez segundos sin parar, seguido de otros diez segundos bebiendo a morro del barril bocabajo. Hasta los bebedores más resistentes entre nosotros rara vez lo consiguen. Tener que hacer el pino, encima, mientras canta el himno de la sororidad del revés son ganas de Abigail de tocar las narices.

Pero mientras no le suponga la expulsión, Sasha no es de las que se achantan ante un reto. Se ata el pelo, grueso y negro, en una coleta y acepta el vaso de chupito que se materializa de la nada. Se traga el primero con éxito y luego el siguiente. Entonces pasa a beber la cerveza mientras un par de chicos Zeta le sostienen el embudo y la multitud a su alrededor le lanza gritos de ánimo. A través de una cacofonía de vítores, consigue superar la parte del barril mientras uno de los jugadores de hockey de metro noventa le sujetaba los pies en el aire. Cuando vuelve a estar en posición natural, todos están impresionados por el hecho de que la chica puede ser capaz siquiera de mantenerse de pie, y mucho menos parecer entera y perfectamente seria. Mi amiga es toda una guerrera.

—¡Apartaos! —grita Sasha para echar a la gente de la pared de enfrente.

Con el gesto triunfal de una gimnasta, arroja los brazos al aire y luego hace una especie de voltereta hasta hacer el pino contra la pared. A voz en grito y segura de sí misma, empieza a entonar el himno de la sororidad del revés mientras los demás tratamos, en vano, de seguir las palabras en nuestra mente para asegurarnos de que lo hace bien.

Luego, cuando acaba, Sasha lleva a cabo otra elegante pirueta para volver a colocarse sobre los dos pies y le dedica una reverencia a la multitud, que estalla en aplausos.

—Eres una máquina, joder —digo entre risas mientras ella se pavonea hasta recuperar su sitio, encorvada, en nuestro rinconcito de las apestadas.

—Nunca he hecho mal un aterrizaje. —El primer año de universidad, Sasha iba de camino a las clasificatorias olímpicas como una de las mejores saltadoras del mundo, pero entonces se jodió la rodilla al resbalarse sobre el hielo, y ahí quedó su carrera como gimnasta.

Para no perder protagonismo, Abigail desvía la mirada hacia mí.

—Te toca, Taylor.

Respiro hondo. Se me acelera el corazón. Ya siento las mejillas arder. Abigail sonríe ante mi incomodidad como un tiburón que percibe las ondas en el agua de una foca en apuros. Me preparo para cualquier plan maligno que esté tramando para mí.

—Te reto a… —Arrastra los dientes sobre el labio inferior. Ya veo en sus ojos la inminente humillación que voy a sufrir antes de que abra la boca siquiera—. Conseguir que el chico que yo elija te lleve arriba.

Zorra.

Los hombres que todavía siguen observando el espectáculo profieren carcajadas perversas y chiflidos.

—Venga ya, Abs. Que te violen no es ningún juego. —Sasha da un paso hacia adelante y me protege con su cuerpo.

Abigail pone los ojos en blanco.

—Anda, no seas tan dramática. Escogeré a alguien bueno, con quien cualquiera querría acostarse. Hasta Taylor.

Dios, por favor, no me obligues a hacerlo.

Para mi alivio absoluto, la ayuda proviene en forma de Taylor Swift.

—¡Arreglado! —grita una de nuestras hermanas de sororidad justo cuando la música vuelve a envolver la casa.

Blank Space de Taylor Swift genera una ola de vítores que desvía la atención del estúpido juego de Abigail. La multitud se dispersa enseguida para rellenarse las bebidas y regresar al rítmico ritual preliminar que es el baile.

Gracias, tocaya, aunque estés más delgada y buenorra que yo.

Para mi desgracia, a Abigail se la suda.

—Mmm, ¿quién será el afortunado…?

Me trago un quejido. He sido una estúpida al pensar que iba a dejarlo pasar. Una vez que se pronuncia un reto, si una hermana no consigue completar la tarea lo mejor que pueda, la castigan sin piedad hasta que alguna tonta tenga la suficiente mala suerte como para ocupar su lugar. Y si Abigail se saliese con la suya, eso no llegaría nunca. Ya me cuesta de por sí tratar de encajar con las demás. Esto me convertiría en una paria.

Inspecciona la estancia de puntillas para ver por encima de la cabeza de la gente y barajar las distintas opciones disponibles. Cuando vuelve a mirarme, lo hace con una sonrisa de oreja a oreja.

—Te reto a seducir a Conor Edwards.

Mierda.

Mierda, mierda, mierda.

Sí, sé quién es Conor. Todos lo conocen. Está en el equipo de hockey y suele frecuentar las fiestas de fraternidad. Y también las camas de las chicas de sororidad. Pero la verdadera razón de su popularidad es que es el chico nuevo más buenorro de todo tercer curso. Lo que lo sitúa en una liga muy superior a la mía. Si el objetivo de este reto es la humillación más absoluta al verme rechazada mientras se ríen en mi cara, ha elegido perfectamente.

—Rachel sigue en Daytona —añade Abigail—. Puedes usar su dormitorio.

—Abigail, por favor —le suplico. Pero mi súplica solo la envalentona más.

—¿Qué te pasa, Tay-Tay? No recuerdo que tuvieras problema en besar a otros chicos en un atrevimiento. ¿O es que solo te pone liarte con los novios de las demás?

Porque con Abigail todo siempre se reduce a eso: venganza y el error que me ha estado haciendo pagar cada mísero día desde segundo. Por muchas veces que me haya disculpado, o lo mucho que me arrepienta de haberle hecho daño, mi vida se ha reducido a que Abigail disfrute de mi sufrimiento.

—Deberías ir al médico a que te miren esa zorritis aguda que tienes —espeta Sasha.

—Ay, pobre Taylor, la mojigata. No te descuides o te robará al novio —canturrea Abigail. Sus burlas se convierten en un coro cuando Jules empieza a cantar también.

Sus comentarios mordaces me entumecen los dedos. Ojalá me tragase la tierra. O me fundiese con la pared. O estallase en llamas y me convirtiese en cenizas. Cualquier cosa menos ser yo, aquí y ahora. Odio ser el centro de atención, y sus burlas han atraído la atención de varios pares de ojos embriagados por el alcohol a nuestro alrededor. Unos cuantos segundos más y la casa entera empezará a canturrear a coro lo mojigata que soy, como una escena horrible sacada de mis peores pesadillas.

—¡Está bien! —estallo, solo para que paren. Haré cualquier cosa con tal de que cierren la boca—. Vale. Lo haré.

Abigail sonríe triunfante. Ni aunque se pusiera a babear sería tan obvia.

—Pues ve a por él, venga —repone, extendiendo una mano a su espalda.

Me muerdo el labio y sigo la dirección de su delgado brazo hasta que, por fin, localizo a Conor junto a la mesa de beer pong en el comedor.

Joder, qué alto es. Y tiene unos hombros anchísimos. No le veo los ojos, pero sí que tengo una vista perfecta de su perfil y del pelo rubio medio largo que lleva peinado hacia atrás. Debería ser ilegal ser tan guapo.

Échale ovarios, Taylor.

Respiro hondo con ánimo de templar los nervios y me encamino hacia un Conor Edwards ajeno a todo lo que ha sucedido.

Capítulo 2

Conor

Los tíos están desmadrados. Llevamos en esta fiesta unos veinte minutos y Gavin y Alec ya se han desgarrado la camiseta con las manos y se pavonean alrededor de la mesa de beer pong como un par de bárbaros. Aunque lo cierto es que, tras ganar la eliminatoria, yo también me siento un poco así. Si ganamos dos más, vamos a la Frozen Four. Aunque no lo decimos en alto para no ser gafes, tengo la sensación de que ha llegado nuestro momento.

—Con, ven aquí, capullo —me llama Hunter desde el otro lado de la sala, donde unos tipos y él han puesto en fila vasos de chupitos—. Tráete a esos zopencos.

Sonrojados y con el subidón de adrenalina, nos reunimos con nuestros compañeros de equipo. Cada uno sujeta un vaso de chupito mientras nuestro capitán, Hunter Davenport, da un discurso. Ni siquiera le hace falta gritar, porque llevamos diez minutos sin música. Las chicas de la sororidad han entrado en pánico y caminan hacia y desde los altavoces del salón a toda prisa.

Hunter nos mira a todos.

—Simplemente quiero deciros que estoy orgulloso de nosotros por haber perseverado como equipo durante esta temporada. Nos hemos cubierto las espaldas y todos nos hemos esforzado al máximo. Dos más, tíos. Dos más y habremos llegado. Así que pasadlo bien esta noche. Montad una buena. Y después, a volver a concentrarse para un último esfuerzo.

A veces me cuesta creer que sea real. Estoy en una puñetera universidad de la Ivy League con los hijos e hijas de gente de pasta y cuyos antepasados son los Padres Fundadores, joder. Incluso cuando estoy con mis amigos —lo más cercano que tengo a una familia aparte de mi madre—, a veces no puedo evitar cuidarme las espaldas. Como si fueran a descubrir en cualquier momento quién soy en realidad. 

Tras gritar «¡Hockey de Briar!», nos bebemos el chupito. Bucky traga y profiere un grito de guerra que sorprende a todo el mundo. Nos echamos a reír.

—Tranquilo, fiera. Guárdate un poco para la pista —le digo.

A Bucky le importa una mierda. Está demasiado entusiasmado. Es joven, idiota y tiene demasiadas ganas de portarse mal esta noche. Seguro que deja a alguna chica más que satisfecha.

Y hablando de chicas, apenas tardan en apiñarse en torno a la mesa de beer pong en cuanto empezamos otra partida. Esta vez somos Foster y yo contra Hunter y su novia, Demi. Y la chica de Hunter hace trampas. Se ha quitado la sudadera y se ha quedado en una camiseta de tirantes blanca que deja entrever un sujetador negro, cosa que usa para ponernos las tetas en la cara con el fin de distraernos. Y funciona, joder. Foster se queda embelesado y erra el tiro.

—Joder, Demi —gruño—, tápate eso un poco.

—¿Qué, esto? —Se las agarra y se las sube casi hasta el cuello mientras trata de poner una expresión inocente.

A Hunter no le cuesta acertar el tiro en uno de nuestros vasos.

Demi me guiña el ojo.

—Mentiría si te dijese que lo siento.

—Si tu chica se quiere quitar la camiseta, me retiro ahora mismo —dice Foster, tratando de provocar a Hunter.

Es pan comido. Con la actitud de un cavernícola, se quita la camiseta para ponérsela a Demi, que le queda más bien como un vestido holgado.

—Mira hacia los vasos, capullo.

Reprimo la risa y el comentario de que, aun cubierta de tela arpillera, Demi Davis seguiría siendo guapísima. Le habría tirado los trastos, pero antes incluso de que Hunter se diera cuenta, el resto del equipo ya veíamos que estaba coladito por ella. Ellos solo tardaron un poco más en darse cuenta.

De momento, mis opciones no son muy buenas, que digamos. Hay tías buenas, sí. Una morena casi se me sube encima y me da un beso en el cuello cuando acierto y meto la pelota en uno de los vasos de Demi y Hunter. Pero estas chicas se muestran demasiado ansiosas y, de momento, no me llama nadie la atención.

Para ser sincero, las chicas ya empiezan a desdibujarse en mi cabeza. Desde que me cambié a Briar el otoño pasado, me he acostado con muchas. Poner patas arriba el mundo de una tía y hacer que se sienta especial se me da de miedo. Sin embargo —y, si confesara esto a los tíos, se descojonarían—, ninguna de ellas se preocupa por que yo me sienta especial. Algunas fingen querer conocerme, pero para la mayoría soy un ligue, una medallita de la que presumir ante sus amigos. A veces ni siquiera intentan entablar conversación. Me meten la lengua hasta la campanilla y las manos en los pantalones.

Joder, hay que trabajárselo. O al menos soltad una buena broma. En fin, supongo que es lo que hay.

Tampoco es que quiera una relación. Me gusta que las tías se sientan bien durante una noche o una semana, tal vez incluso un mes, pero ambas partes sabemos que no hay nada a largo plazo. Lo cual me parece perfecto. Me aburro fácilmente y las relaciones son el paradigma del aburrimiento.

Y esta noche me siento igual de aburrido con el desfile de tías que pasan junto a la mesa de beer pong; todas lanzan sonrisas coquetas y me rozan el brazo con el pecho sin querer queriendo. No me apetece nada. Estoy cansado de esta rutina que acaba siempre igual. Ya ni siquiera tengo que ir detrás, y eso forma parte de la diversión.

Se escuchan vítores cuando vuelve a sonar la música. Una tía intenta aprovecharse y sacarme a bailar, pero yo niego con la cabeza e intento volver a concentrarme en la partida. Me cuesta un poco, porque ha pasado algo en el porche delantero que ha provocado que todos miren por la ventana. Foster, distraído, falla, y estoy a punto de sermonearlo cuando atisbo algo por el rabillo del ojo.

Giro la cabeza hacia el salón a tiempo de ver a una rubia con aspecto de estar asustada acercándose a nosotros. Como si fuera un conejillo correteando en busca de su madriguera tras ver a un zorro hambriento. Al principio tengo la sensación de que se dirige a la ventana para ver qué narices está pasando ahí fuera, pero entonces sucede algo rarísimo.

Llega hasta mí, me agarra del brazo y me insta a bajar la cabeza para hablarme al oído.

—Siento mucho todo esto, y sé que vas a pensar que estoy pirada, pero necesito que me ayudes, así que sígueme el juego —balbucea tan deprisa que me cuesta seguirle el ritmo—. Necesito que me acompañes arriba y finjas que nos vamos a liar, pero no quiero tocarte el pene ni nada por el estilo.

¿Ni nada por el estilo?

—Es un reto estúpido, y te deberé una si me haces este favor —susurra deprisa—. Te prometo que no me portaré de forma rara.

Confieso que me ha picado la curiosidad.

—A ver si te he entendido bien: ¿no quieres liarte conmigo? —respondo también entre susurros, incapaz de ocultar que me hace gracia.

—No. Quiero que lo finjamos.

Bueno, pues ya no estoy aburrido.

La miro con detenimiento; es mona. No es una chica despampanante como Demi, pero es guapa. Y menudo cuerpo. Joder. Es como una chica pin-up. Bajo ese jersey holgado que le resbala por el hombro tiene un buen par de tetas que me podría pasar toda la noche follando. Le echo un vistazo al culo y no puedo evitar imaginármela inclinada sobre mi cama.

Pero todo eso se esfuma cuando la veo mirarme con unos ojos turquesas suplicantes y claudico. Sería un cabrón si diese la espalda a una mujer que me necesita.

—Alec —lo llamo sin apartar la vista de la chica pin-up.

—¿Qué? —responde mi compañero.

—Te toca. Dale una paliza al capitán y a su malvada novia.

—Voy.

Capto las risas intencionadas de Hunter y Foster y el resoplido de Demi.

La mirada inquieta de la rubia se clava por encima de mi hombro en la mesa de beer pong, en la cual Alec me reemplaza.

—¿Eso es un sí? —murmura.

Le coloco unos mechones tras la oreja y rozo los labios contra su piel como respuesta. Porque sea quien sea quien esté torturando a esta pobre chica, seguro que nos está mirando, así que por mí se puede ir a la mierda.

—Detrás de ti, nena.

Abre los ojos como platos y por un momento me da la sensación de que su cerebro ha colapsado. No sería la primera vez que le pasa a alguien en mi presencia, así que le agarro la mano, lo cual provoca que algunos ahoguen un gemido, y la conduzco por el laberinto de cuerpos que merodean por la casa. La verdad es que conozco bastante bien este sitio.

Siento la mirada de la gente clavada en nosotros cuando subimos las escaleras. Ella me aprieta la mano mientras se le vuelve a activar el cerebro. Cuando llegamos al segundo piso, tira de mí hacia una habitación en la que todavía no he estado y echa el pestillo de la puerta una vez entramos.

—Gracias —murmura sin aire en cuanto nos quedamos a solas.

—No hay de qué. ¿Te importa si me pongo cómodo?

—Sí. Digo, no. Siéntate donde te apetezca. O… vaya, vale, te has tumbado.

Sonrío al verla tan nerviosa. Es adorable. Me estiro entre los peluches y cojines decorativos que hay en la cama mientras ella permanece pegada a la puerta como un conejillo asustado y respirando de forma entrecortada.

—Si te soy sincero, jamás había visto a una tía tan desdichada por estar encerrada en un cuarto conmigo —le suelto al tiempo que entrelazo los dedos por debajo de la cabeza.

Consigo lo que pretendía y los hombros se le hunden, e incluso me lanza una tímida sonrisa.

—De eso no me cabe duda.

—Por cierto, me llamo Conor.

Pone los ojos en blanco.

—Lo sé.

—¿Por qué pones los ojos en blanco? —le pregunto, fingiendo que su gesto me duele.

—Lo siento, no es por nada. Es que sé quién eres. Eres famoso en el campus.

Cuanto más la miro, con los brazos en jarra, apoyada contra la puerta, con una rodilla doblada y el pelo rubio alborotado sobre un hombro, más me imagino sujetándole los brazos por encima de la cabeza mientras recorro su cuerpo con la boca. Su piel es muy apetecible.

—Taylor Marsh —espeta del tirón, y es entonces cuando me doy cuenta de que no tengo ni idea del tiempo que hemos pasado callados.

Me echo a un lado en la cama y coloco un cojín a modo de barrera.

—Ven. Si vamos a pasar mucho tiempo aquí, qué menos que nos hagamos amigos.

Taylor se ríe en voz baja y con ese gesto se destensa algo más. Tiene una sonrisa bonita. Cálida, radiante. Sin embargo, me cuesta un poco que se tumbe en la cama.

—Esto no es una especie de trampa ni nada —me asegura, y coloca peluches en fila para mantener la barrera entre nosotros—. No soy ninguna desquiciada que engaña a los tíos para que se vayan a la cama con ella y después se abalanza sobre ellos.

—Ya —asiento con fingida seriedad—. Pero no pasaría nada si lo hicieras.

—Nanai. —Sacude la cabeza con demasiado énfasis; creo que tal vez he abierto una grieta en esa coraza—. Nada de abalanzarse. Mi comportamiento será de lo más ejemplar.

—A ver, cuéntame, ¿por qué alguien que supuestamente es amiga tuya te ha puesto en este brete, que claramente te parece terrible?

Taylor lanza un prolongado suspiro. Agarra un peluche de tortuga y lo abraza contra el pecho.

—Porque Abigail es mala con mayúsculas. La odio con todas mis fuerzas.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Me dedica una mirada dudosa y es evidente que se debate entre si confiar en mí o no.

—Te prometo que no diré nada —le juro—. Sin presión.

Pone los ojos en blanco, pero me lanza una sonrisa divertida.

—El año pasado, en una fiesta como esta, me retaron a acercarme a un tío cualquiera y liarme con él.

Sonrío.

—Me da que hay un patrón.

—Ya, pero entonces tampoco me hizo gracia. Eso es lo que les va. A las chicas de la sororidad. Saben que tengo un complejo a la hora de acercarme a los tíos y les encanta aprovecharse de mis inseguridades. Al menos a las peores.

—Las tías sois despiadadas, joder.

—No te haces una idea, chaval.

Me muevo para mirarla de frente.

—Vale, sigue. Tenías que liarte con un tío.

—Eso. La cosa es que… —Juguetea con el ojo de plástico de la tortuga y lo retuerce—. Me acerqué al primer chico que vi que no estaba tan borracho como para vomitarme encima. Le agarré la cara y le di un beso; ya sabes, cerré los ojos y me lancé.

—Lo normal.

—Bueno, pues cuando me aparté vi a Abigail. Parecía que le había rapado el pelo mientras dormía. Prácticamente me estaba asesinando con la mirada. Por lo visto, el tipo al que acababa de comerle la boca era su novio.

—Joder, T. Qué mal.

Pestañea con esos ojos del color del mar Caribe que tiene y hace un puchero. Al verla hablar me he empezado a obsesionar con el lunar que tiene en la mejilla derecha, a lo Marilyn Monroe.

—¡No lo sabía! Abigail cambia de novio más que de bragas. No estaba al día de su vida amorosa.

—Entonces, no se lo tomó bien —adivino.

—Se puso hecha un basilisco. Montó un numerito en la fiesta. Se tiró semanas sin apenas hablarme y, cuando lo hacía, me insultaba y me lanzaba comentarios hirientes. Llevamos desde entonces siendo archienemigas y ahora aprovecha cada vez que puede para humillarme. De ahí que te propusiera lo de esta noche. Esperaba que me rechazases y que yo hiciera el ridículo.

Joder, me siento mal por esta chica. Los tíos somos unos capullos; incluso en el equipo buscamos formas de molestarnos los unos a los otros, pero lo hacemos de broma. Poca broma con esta tal Abigail. Retar a Taylor a que se líe con un desconocido con la esperanza de que la rechacen sin miramientos y la humillen delante de todos los asistentes a la fiesta… Eso sí que es de ser una mala pécora.

Me empieza a sobrevenir un sentimiento de protección hacia ella. No la conozco apenas, pero no me parece de las que traicionen a sus amigas de una forma tan cruel.

—Lo peor es que antes éramos amigas. Fue mi mayor apoyo durante la semana de iniciación, en primero. Estuve a punto de abandonar una docena de veces y fue ella quien me ayudó a aguantar. Pero cuando me fui a vivir fuera del campus, nos distanciamos.

Unas voces fuera de la habitación captan la atención de Taylor. Miro hacia allí y frunzo el ceño al ver que las sombras se mueven por la rendija entre el suelo y la puerta.

—Pfff. Es ella —murmura. Ya he aprendido a distinguir cuando se siente intimidada. Palidece y se le nota el pulso en el cuello—. Joder, nos están escuchando.

Me contengo para no gritarles que se vayan a los que nos están oyendo. Si lo hiciera, Abigail y los demás sabrían que Taylor y yo no estamos haciéndolo, porque estaríamos más preocupados el uno del otro que de la puerta. Aun así, estas cotillas tienen que aprender una lección. Aunque no pueda solucionar el problema de Taylor, sí que puedo ayudarla esta noche.

—Espero que presten atención —suelto con una sonrisa pícara.

Entonces, me arrodillo y coloco las manos en la parte superior del cabecero. Taylor me observa recelosa, por lo que yo vuelvo a sonreír y empiezo a empujar con el cuerpo y a golpear el cabecero contra la pared.

Pam. Pam. Pam.

—Joder, nena. Qué estrecho… —gruño en voz alta.

Taylor se cubre la boca con la mano. Arquea mucho las cejas.

—¡Qué bien!

La pared tiembla con cada golpe del cabecero. Salto de rodillas para que el armazón de la cama cruja a modo de protesta. Todos los ruidos necesarios de cuando uno se lo está pasando bien.

—¿Qué haces? —susurra, entre aterrorizada y divertida.

—Ofrecerles un buen espectáculo. No me dejes colgado, T. Van a pensar que me estoy masturbando.

Niega con la cabeza. Pobre conejito asustado.

—Joder, nena, no vayas tan rápido, que me corro.

Justo cuando creo que tal vez he llegado demasiado lejos, Taylor echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y suelta el ruidito más sexy que jamás haya oído hacer a una chica a la que no me estuviera tirando.

—Ah, ahí. Justo ahí —grita—. Dios, estoy a punto. No pares. No pares.

Pierdo el ritmo y me descojono. Ambos estamos sonrojados y partiéndonos de risa en la cama.

—Mmm, eso, nena. ¿Te gusta?

—Me gusta mucho —responde con un gemido—. No pares. Más deprisa, Conor.

—¿Así?

—Me encanta.

—¿Sí?

—Oh, sí, ¡métemela por detrás! —suplica.

Me desplomo y me doy en la frente con el cabecero. La miro fijamente; estoy flipando.

—¿Qué? ¿Demasiado? —me pregunta con una expresión inocente.

Qué tía, joder. Es diferente.

—Sí, cálmate un poquito —digo con voz ronca. 

No dejamos de reír y cada vez nos cuesta más respirar y seguir con la pantomima de los gemidos excitados. Tras lo que seguramente sea más de lo necesario, paramos. Todavía vibrando de risa, entierra la cara en los cojines con el culo en pompa y, de repente, me cuesta recordar por qué estamos fingiendo.

—¿Te ha gustado? —le pregunto tumbado bocarriba. Tengo el pelo sudado y me lo aparto de los ojos al tiempo que Taylor se tumba junto a mí.

Me observa. Me lanza una mirada completamente nueva; tiene los ojos entrecerrados clavados en mí y sus labios están rojos e hinchados de habérselos mordido al gemir. Tras esa máscara se oculta todo un mundo de entresijos, unas profundidades fascinantes que cada vez tengo más ganas de explorar. Por un instante, creo que quiere que la bese. Pero parpadea y el momento pasa.

—Conor Edwards, eres un tío decente.

Me han dicho cosas peores. Pero sí que me he fijado en lo sexy que son sus pechos cuando se tumba de lado para mirarme de frente.

—Ha sido el mejor polvo falso que he echado nunca —digo con aire de gravedad.

Ella se ríe.

Paseo la vista por sus mejillas sonrosadas y su piel perfecta y brillante. Después, se me vuelven a ir los ojos a su maravillosa delantera. Sé lo que va a responder antes incluso de que se lo pregunte, pero lo hago de todas maneras:

—¿Quieres que nos liemos?

Capítulo 3

Taylor

No lo dice en serio. Lo sé. Proponérmelo después de nuestra pequeña actuación es solo una forma de hacerme sentir mejor ante esta situación de mierda. Otra prueba de que, bajo esa melenita rubia hasta la barbilla, esa mirada gris y dura suya, y ese cuerpo escultural, Conor tiene buen corazón. Razón de más para salir pitando de aquí antes de que empiece a sentir algo por él. Porque Conor Edwards es el típico tío del que te pillas antes de darte cuenta de que las chicas como yo no salen con chicos como él.

—Lo siento, he dicho que mi comportamiento sería ejemplar —respondo con firmeza.

Él me dedica una sonrisilla torcida que hace que se me pare el corazón un momento.

—Tenía que intentarlo.

—Bueno. Me lo he pasado bien —le digo mientras me bajo de la cama—, pero debería…

—Espera. —Conor me agarra la mano. Una ola de nervios me sube por el brazo y hace que sienta un cosquilleo en la nuca—. Has dicho que me debes un favor, ¿verdad?

—Sí —respondo con cautela.

—Bueno, pues quiero cobrármelo ahora. No llevamos aquí ni cinco minutos. No puedo dejar que la gente de abajo piense que no sé cómo hacer disfrutar a una dama. —Arquea una ceja—. Quédate un rato más. Ayúdame a mantener intacta mi reputación.

—Tu ego no necesita ayuda. No te preocupes, supondrán que te has aburrido de mí.

—Sí que me aburro con facilidad —conviene—, pero mira qué suerte tienes, T. Aburrimiento es lo último que siento ahora mismo. Eres la persona más interesante con la que he hablado en mucho tiempo.

—Pues no debes de salir mucho, entonces —bromeo.

—Venga, va —me insiste—, no me hagas bajar todavía. Hay demasiada desesperación ahí abajo. Todas las tías actúan como si yo fuera el último solomillo sobre la faz de la Tierra.

—¿Que las mujeres reclaman tu atención? Vaya, pobrecito. 

Aunque intento no pensar en él como un trozo de carne, es innegable que es un espécimen de lo más apetecible. Sinceramente, es el tío más atractivo y guapo que haya visto nunca. Y ya no digamos el más sexy con diferencia. Sigue agarrándome la mano y, por culpa del ángulo de su cuerpo, los músculos de su brazo escultural se han abultado de forma absolutamente tentadora.

—Venga, quédate a hablar conmigo.

—¿Y qué hay de tus amigos? —le recuerdo.

—Los veo todos los días en el entrenamiento. —Cuando dibuja circulitos con el pulgar por el interior de mi muñeca, sé que estoy perdida—. Taylor. Por favor, quédate.

Es una idea pésima. Este momento es justo el que recordaré de aquí a un año, cuando me haya cambiado el nombre a Olga, teñido el pelo y mudado a Schenectady. Pero sus ojos suplicantes y la sensación de su piel contra la mía me impiden marcharme.

—Está bien. —No tenía ninguna oportunidad contra Conor Edwards—. Solo para hablar.

Juntos, nos volvemos a acomodar en la cama, aunque la muralla de almohadas entre nosotros se ha desmontado por culpa de todo el traqueteo y bamboleo de antes. Y por el encanto de Conor, el cual coge la tortuga de peluche que había migrado hasta los pies de la cama y la coloca en la mesita de noche. Ahora que lo pienso, no sé muy bien si he estado aquí alguna vez. La habitación de Rachel es… muchas cosas. Como si una chica influencer y una madre bloguera hubiesen vomitado sobre una tanda de princesas Disney.

—Ayúdame a conocerte. —Conor cruza esos brazos suyos tan sensuales sobre el pecho—. Este no es tu cuarto, ¿verdad?

—No, no, tú primero —insisto. Si voy a quedarme, debe haber un poco de reciprocidad—. Tengo la sensación de que he monopolizado la conversación. Ayúdame a conocerte, yo a ti.

—¿Qué quieres saber?

—Cualquier cosa. Todo. —Como qué pinta tienes desnudo… Pero no, eso no puedo preguntárselo. Puede que esté tumbada en una cama con el tío más buenorro de todo el campus, pero no nos vamos a quitar la ropa. Ni él ni mucho menos yo.

—Ah, pues… —Se quita los zapatos con los pies y los tira de la cama de una patada. Estoy a punto de decirle que no nos vamos a quedar tanto, pero entonces él prosigue—:… Juego al hockey, pero supongo que eso ya lo sabías.

Asiento a modo de respuesta.

—Me trasladé el semestre pasado desde Los Ángeles.

—Anda. Eso explica muchas cosas.

—Ah, ¿sí? —Finge ofenderse.

—No en el mal sentido. Es decir, eres la personificación del «chico surfista», pero te pega.

—Voy a tomármelo como un cumplido —dice, y me propina un ligero codazo en las costillas.

Ignoro el pequeño estremecimiento que siento en el pecho. Su actitud juguetona me resulta un poco demasiado atrayente.

—¿Y cómo es que un chico de la costa oeste ha acabado jugando al hockey, de entre todos los deportes?

—Allí también se juega al hockey —responde con sequedad—. No es exclusivo de la costa este. En el instituto también jugaba al fútbol americano, pero el hockey me resultaba más divertido y se me daba mejor.

—¿Y qué te hizo querer venir aquí? —Los inviernos en Nueva Inglaterra son duros. Teníamos una hermana de primer año que solo aguantó seis días andando con la nieve hasta las rodillas antes de coger un avión de regreso a Tampa. Tuvimos que mandarle sus cosas a casa por correo.

Algo cruza el semblante de Conor. Por un momento, se le desenfocan los ojos grises y estos se vuelven distantes. Si lo conociera mejor, diría que le he tocado la fibra sensible. Cuando responde, su voz ha perdido parte de su anterior carácter juguetón.

—Necesitaba un cambio de aires. Me surgió la oportunidad de venirme a Briar y no la rechacé. Vivía en casa, ¿sabes? Y llegó un punto en el que sentía que había demasiada gente. 

—¿Tienes hermanos o hermanas?

—No, mi madre y yo hemos vivido solos durante mucho tiempo. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía seis años.

La compasión suaviza mi voz.

—Eso es horrible. Lo siento.

—No te preocupes. Apenas me acuerdo de él. Mi madre se casó con otro tío, Max, hace unos seis años.

—¿Y no os lleváis bien o qué?

Suspira, se hunde mucho más en las almohadas y se queda mirando al techo. Arruga la frente con enfado. Siento la tentación de retractarme y decirle que no tiene por qué hablar de ello y que no era mi intención meter las narices donde no me llaman. Veo que el tema le afecta, pero me responde igualmente.

—No es mal tío. Mi madre y yo vivíamos en una casucha enana de alquiler cuando se conocieron. Ella trabajaba de peluquera sesenta horas a la semana para mantenernos a ambos. Y entonces, de la nada, aparece este hombre de negocios ricachón y perfecto y nos saca de nuestra miseria para llevarnos a Huntington Beach. No te puedes ni imaginar lo infinitamente mejor que olía el aire. Eso fue lo primero que noté. —Se encoge de hombros con una sonrisa autocrítica—. Cambié de colegio, pasé de uno público a uno privado. Mi madre se redujo la jornada en el trabajo hasta que, al final, terminó por dejarlo. Cambiamos de vida por completo. —Se detiene un momento—. Él se porta bien con ella. Lo es todo para él. Pero él y yo… no congeniamos. Ella era el premio y yo los restos de los cereales que siempre se quedan olvidados en el armario.

—De eso nada —le digo. Que cualquier niño crezca pensando así me rompe el corazón, y me pregunto si ha sobrevivido a las cicatrices de sentirse así de abandonado gracias a esa actitud desenfadada e indiferente—. Bueno, hay gente a la que no se le dan bien los niños.

—Sí —asiente con ironía. Ambos somos conscientes de que mis comentarios simples y clichés no van a curarle esa herida tan profunda como por arte de magia.

—Yo también he estado sola con mi madre todos estos años —digo para cambiar de tema y hacer desaparecer la amargura que empieza a cernirse sobre Conor como una sombra—. Soy fruto de un apasionado rollo de una noche.

—Vale. —A Conor se le iluminan los ojos. Se tumba de lado para mirarme de frente y apoya la cabeza sobre una mano—. Ahora sí que vamos avanzando.

—Sí, sí, Iris Marsh era empollona durante el día y toda una leona por las noches.

Su risa ronca me provoca otro escalofrío. Tengo que dejar de ser tan… consciente de él. Es como si mi cuerpo hubiese sintonizado su radiofrecuencia y ahora respondiera a todos sus movimientos y sonidos.

—Es profesora de ciencia nuclear e ingeniería en el MIT, y hace veintidós años conoció a un importantísimo científico ruso en un congreso de Nueva York. Tuvieron un encuentro romántico, y, luego, él volvió a Rusia y mi madre a Cambridge. Unos seis meses después, tuvo que leer en el Times que había muerto en un accidente de coche.

—Joder. —Levanta la barbilla—. ¿Crees que tu padre fue, digamos, asesinado por el gobierno ruso?

Me río.

—¿Qué dices?

—Tío, ¿y si tu padre era un espía o algo así? ¿Y si la KGB averiguó que trabajaba para la CIA y por eso se lo quitaron de en medio?

—¿Qué? Creo que te estás viniendo muy arriba. Son los mafiosos los que se quitan a la gente de en medio. Y tampoco sé si la KGB sigue existiendo siquiera.

—Sí, eso es lo que ellos quieren que creas. —Luego abre mucho los ojos—. Ostras, ¿y si tú también eres una de esas espías rusas?

El chaval tiene mucha imaginación, está claro. Pero al menos ha recuperado el buen humor.

—Bueno —respondo, pensativa—, eso podría significar dos cosas. Una, que pronto seré víctima de una muerte horrible.

—Mierda. —Con impresionante agilidad, Conor salta de la cama y, cómicamente, echa un vistazo por la ventana antes de bajar la persiana y apagar la luz.

La única luz que nos ilumina ahora es la lámpara de tortuga sobre la mesita de noche de Rachel y el brillo de las farolas que se filtra por entre las rendijas de la persiana.

Vuelve a acomodarse en la cama entre risas.

—No te preocupes, nena, yo te protejo.

Esbozo una sonrisa.

—O dos, que tendré que matarte por haber descubierto mi secreto.

—O escúchame: me aceptas como tu musculoso y guapo secuaz y nos ganamos la vida como mercenarios.

—Mmm… —Finjo pensármelo a la vez que le doy un repaso con la mirada—. Una oferta muy tentadora, camarada.

—Pero primero deberíamos cachearnos y desnudarnos para ver si tenemos algún pinganillo escondido. Ya sabes, para establecer una relación de confianza.

Es tan adorable como un cachorrillo insaciable.

—Ni hablar.

—Qué aburrida eres.

No me aclaro con este chico. Es dulce, encantador, gracioso…, tiene todas esas cualidades furtivas de los hombres que nos hacen creer que podemos convertirlos en personas civilizadas. Pero, a la vez, también es atrevido, abierto y modesto de un modo que casi nadie lo es en la universidad. Todos tratamos de descubrirnos a nosotros mismos, con mayor o menor éxito, mientras ponemos buena cara a los demás. ¿Cómo encaja eso con el Conor Edwards que conoce todo el mundo? El que se ha acostado con más tías que copos de nieve caen en enero. ¿Quién es el verdadero Conor Edwards?

¿Y a mí qué me importa?

—Bueno, y… ¿qué estudias? —pregunto, aunque me resulta un poco cliché.

Él echa la cabeza hacia atrás y exhala.

—Finanzas, supongo.

Vale, eso no me lo esperaba.

—¿Supones?

—Sí, no me gusta mucho. No era lo que yo quería.

—Entonces ¿quién quería que estudiaras eso?

—Mi padrastro. Se le ha metido en la cabeza que vaya a trabajar para él una vez me gradúe. Para enseñarme a dirigir su empresa.

—No pareces muy ilusionado que digamos —comento. Esa obviedad hace que se ría.

—No, la verdad es que no —conviene—. Preferiría que me cortaran las pelotas antes que ponerme un traje y pasarme todo el santo día mirando hojas de contabilidad.

—¿Qué te gustaría estudiar, entonces?

—Esa es la cosa. No tengo ni idea. Supongo que al final accedí a meterme en Finanzas porque no se me ocurría ninguna otra excusa mejor. No podía hacer como que me interesaba otra cosa, así que…

—¿Nada? —le insisto.

Yo estaba dividida entre muchas posibilidades. Sí, es cierto que algunas no eran más que fantasías infantiles, como ser arqueóloga o astronauta, pero bueno. Cuando llegó la hora de decidir lo que quería hacer durante el resto de mi vida, no me faltaron opciones.

—Por cómo crecí, no tenía yo muchas esperanzas de nada —repone con voz ronca—. Me imaginaba que terminaría trabajando por el salario mínimo en algún restaurante de mala muerte o en la cárcel y que no iría a la universidad. Por eso nunca le di mucha importancia.

No me imagino vivir así. Mirar al futuro sin esperanzas de conseguir nada. Eso me recuerda lo privilegiada que soy por haber crecido oyendo que podría llegar a ser lo que quisiera, y sabiendo que el dinero y los contactos estaban ahí para respaldarme.

—¿En la cárcel? —Trato de aligerar el ambiente—. No te quites méritos, hombre. Con esa cara y ese cuerpo, habrías ganado una fortuna en el porno.

—¿Te gusta mi cuerpo? —Sonríe a la vez que señala su cuerpo enorme y musculoso—. Todo tuyo, T. Sube a bordo.

Dios, ojalá. Trago saliva y finjo que su atractivo no tiene efecto sobre mí.

—Paso.

—Lo que tú digas, mujer.

Pongo los ojos en blanco.

—Y tú ¿qué? —me pregunta—. ¿Qué estudias? No, espera. Déjame que lo adivine. —Conor entrecierra los ojos y se me queda mirando—. Historia del Arte.

Niego con la cabeza.

—Periodismo.

Otro gesto negativo.

—Mmm… —Me observa con mucha más intensidad y mordiéndose el labio. Dios, qué boca más apetecible tiene—. Diría Psicología, pero conozco a uno de esos y tú no eres así.

—Educación Primaria. Quiero ser profesora.

Enarca una ceja y luego me lanza una miradita casi… hambrienta.

—Qué sexy.

—¿Qué tiene de sexy? —pregunto, incrédula.

—Todos los tíos hemos fantaseado alguna vez con tirarnos a una profesora. Nos pone.

—Los hombres sois muy raros.

Conor se encoge de hombros, pero el deseo sigue tiñendo su rostro.

—Dime una cosa… ¿Por qué no estabas aquí ya con alguien?

—¿A qué te refieres?

—¿No hay ningún hombre en tu vida?

Ahora soy yo la que escurre el bulto. Probablemente tenga más cosas que decir sobre la indumentaria que llevaba la gente en el siglo xiii que sobre ese tema. Y como ya me he puesto suficiente en ridículo por una noche, preferiría no agravar la humillación compartiendo con él los detalles de mi inexistente vida amorosa.

—Entonces sí que hay algo —supone Conor, confundiendo mi vacilación por simple evasión—. Cuéntame.

—¿Y tú qué? —le devuelvo—. ¿Aún no te has decidido por ninguna groupie?

Se encoge de hombros, impávido ante la pulla.

—No me van mucho las novias.

—Ja, eso no se lo cree nadie.

—No, me refiero a que nunca he salido con nadie durante más de unas cuantas semanas. Si no siento nada, pues para qué alargarlo, ¿sabes?

Ah, conozco a los de su tipo. Se aburren con facilidad. No dejan de buscar a la siguiente que les llame la atención. Es como un meme con patas. 

Quién lo diría. Los guapos siempre son los que más valoran la libertad.

—No creas que te vas a librar —me advierte antes de lanzarme una sonrisilla cómplice—. Responde a la pregunta.

—Lamento decepcionarte, pero no hay nadie. Lo siento. —Un lío de nada el año pasado y que apenas llegó a considerarse relación es demasiado patético como para mencionárselo siquiera.

—Venga ya. No soy tan tonto como parece. ¿Qué, le rompiste el corazón? ¿Se ha pasado seis meses durmiendo en la calle, fuera de casa?

—¿Por qué presupones que alguien dormiría bajo la lluvia y el granizo por mí?

—¿Estás de coña? —Su mirada plateada se pasea por mi cuerpo, deteniéndose parsimoniosos sobre ciertas partes antes de volver a mirarme a los ojos. Ahora me cosquillean todos los sitios donde la ha posado—. Nena, tienes el cuerpo con el que los tíos soñamos por las noches.

—Ni se te ocurra —le advierto a la vez que hago amago de apartarme. Todo rastro de humor ha desaparecido de mi voz—. No te burles de mí. No tiene gracia.

—Taylor.

Me sorprendo cuando me agarra de la mano para evitar que me dé la vuelta. El pulso se me acelera a mil por hora en el momento que se lleva mi mano temblorosa al pecho. Noto su cuerpo sólido y cálido. Su corazón late a un ritmo rápido y regular bajo mi contacto.

Estoy tocando el pecho de Conor Edwards.

¿Qué narices está pasando? Ni en mis sueños más salvajes me habría imaginado nunca que una fiesta de la sororidad fuera a terminar así.

—Lo digo en serio. —La voz se le agrava—. No he dejado de tener pensamientos guarros sobre ti toda la noche. No confundas mis modales con indiferencia.

Consigo esbozar una sonrisa reacia en los labios.

—Modales, ¿eh? —No sé si creerle. Ni que haberse imaginado un vídeo porno conmigo cuente como cumplido. Aunque imagino que la intención es lo que cuenta.

—Mi madre no ha educado a un sinvergüenza cualquiera, pero, si es lo que te mola, puedo volverme de lo más indecoroso.

—¿Y qué es indecoroso exactamente en la costa oeste? —pregunto, reparando en cómo se le crispa el labio superior cuando está siendo atrevido.

—Bueno… —Toda su actitud cambia. Entrecierra los ojos. Ralentiza la respiración. Conor se relame los labios—. Si no fuese un caballero, podría intentar colocarte el pelo detrás de la oreja. —Me roza el pelo con los dedos. Luego los baja por la columna, desde mi cuello. No se oye más que un breve rumor de piel contra piel.

Se me ponen los vellos de punta en el cuello y dejo de respirar.

—Y te acariciaría el hombro con un dedo.

Lo hace, y se me acelera el corazón. El deseo se arremolina en mi interior.

—Lo llegaría hasta… —Llega al tirante de mi sujetador. No me había dado cuenta de que se me veía, ni tampoco de que el jersey se me había escurrido por el hombro.

—Bueno. Relájate, anda. —Recuperando el buen juicio, le aparto la mano de encima y me recoloco la manga. Joder, este tío debería venir con una señal de advertencia—. Creo que ya lo he pillado.

—Estás muy buena, Taylor. —Esta vez, cuando habla, no dudo de su sinceridad, aunque sí, tal vez, de su cordura. Supongo que los tipos como él tampoco ganan mucho siendo exigentes—. No pierdas más el tiempo pensando lo contrario.

Durante las siguientes horas, no lo hago. En lugar de eso, me permito fingir que, de hecho, atraigo a alguien como Conor Edwards.