Amor inesperado - Elle Kennedy - E-Book
SONDERANGEBOT

Amor inesperado E-Book

Elle Kennedy

0,0
6,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

  Solo sé una cosa con certeza: no puedo enamorarme de Jake Connelly.  Reconozco que nunca se me ha dado bien acatar las normas, pero tengo muy claro que no puedo traicionar la confianza de mi padre. Es el entrenador del equipo de hockey sobre hielo de la Universidad Briar, y eso me impide confraternizar con el arrogante y atractivo Jake Connelly, la estrella del equipo de Harvard, nuestro máximo rival. Pero el destino es caprichoso y Jake es el único que puede ayudarme a conseguir unas prácticas como periodista deportiva. ¿Cuál es el plan? Pedirle que se haga pasar por mi novio para que me den el puesto. ¿El inconveniente? Jake quiere salir conmigo de verdad, y ese es el precio que deberé pagar por su ayuda…  Cada vez me cuesta más resistirme a los encantos de Jake, pero me niego a enamorarme de mi gran rival: es un riesgo que no estoy dispuesta a correr.  La nueva entrega de la autora best seller de Kiss Me y Los Royal.   "¡Elle Kennedy escribe las mejores novelas románticas! Amor inesperado es una de esas historias divertidas y apasionadas sobre jugadores de hockey atractivos que me ha enganchado desde el principio." Penelope Ward, autora best seller del New York Times "Elle Kennedy es la reina de las novelas con protagonistas que se odian, pero que acaban enamorándose. ¡Sin duda, es una de mis favoritas!" Vi Keeland, autora best seller del New York Times "Amor inesperado es la combinación perfecta de humor, amor y pasión. Nadie escribe historias tan increíbles y divertidas como Elle Kennedy. ¡Este libro me ha encantado!" Nikki Sloane, autora best seller del USA Today "Después de Amor prohibido, Amor inesperado es todavía más ardiente." Sarina Bowen, autora best seller del USA Today  

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 587

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Amor inesperado

Elle Kennedy

Serie Love Me 2
Traducción de Sasha Pradkhan

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Epílogo
Nota de la autora
Sobre la autora

Página de créditos

Amor inesperado

V.1: enero de 2021

Título original: The Risk

© Elle Kennedy, 2019

© de la traducción, Sasha Pradkhan, 2021

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2021

Todos los derechos reservados.

Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-13-1

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Amor inesperado

Solo sé una cosa con certeza: no puedo enamorarme de Jake Connelly

Reconozco que nunca se me ha dado bien acatar las normas, pero tengo muy claro que no puedo traicionar la confianza de mi padre. Es el entrenador del equipo de hockey sobre hielo de la Universidad Briar, y eso me impide confraternizar con el arrogante y atractivo Jake Connelly, la estrella del equipo de Harvard, nuestro máximo rival. Pero el destino es caprichoso y Jake es el único que puede ayudarme a conseguir unas prácticas como periodista deportiva. ¿Cuál es el plan? Pedirle que se haga pasar por mi novio para que me den el puesto. ¿El inconveniente? Jake quiere salir conmigo de verdad, y ese es el precio que deberé pagar por su ayuda…

Cada vez me cuesta más resistirme a los encantos de Jake, pero me niego a enamorarme de mi gran rival: es un riesgo que no estoy dispuesta a correr.

La nueva entrega de la autora best seller de Kiss Me y Los Royal

«¡Elle Kennedy escribe las mejores novelas románticas! Amor inesperado es una de esas historias divertidas y apasionadas sobre jugadores de hockey atractivos que me ha enganchado desde el principio.»

Penelope Ward, autora best seller del New York Times

«Elle Kennedy es la reina de las novelas con protagonistas que se odian, pero que acaban enamorándose. ¡Sin duda, es una de mis favoritas!»

Vi Keeland, autora best seller del New York Times

«Amor inesperado es la combinación perfecta de humor, amor y pasión. Nadie escribe historias tan increíbles y divertidas como Elle Kennedy. ¡Este libro me ha encantado!»

Nikki Sloane, autora best seller del USA Today

«Después de Amor prohibido, Amor inesperado es todavía más ardiente.»

Sarina Bowen, autora best seller del USA Today

#wonderlove

Capítulo 1

Brenna

Mi cita llega tarde.

Y ni siquiera estoy siendo muy cabrona. Por lo general, doy a los chicos un margen de cinco minutos. Puedo perdonar cinco minutos de retraso.

A los siete minutos, todavía estoy algo receptiva, sobre todo si la tardanza va acompañada de una llamada de aviso o de un mensaje en el que me informa de que va a retrasarse. El tráfico puede ser terrible. A veces te estropea los planes.

A los diez minutos, ya se me acaba la paciencia. ¿Y si el inútil desconsiderado llega diez minutos tarde y encima no me llama? Que pase el siguiente, gracias. Yo ya me estoy yendo por la puerta.

A los quince minutos, debería darme vergüenza. ¿Por qué diantres sigo en el restaurante?

O, en este caso en particular, en la cafetería.

Estoy sentada en una mesa con banco en el Della’s, la cafetería temática de los cincuenta de Hastings, el pueblo al que llamaré casa durante los próximos dos años, pero, con suerte, no me referiré como «hogar» a la casa de mi padre. Puedo vivir en el mismo pueblo que él, pero antes de irme a la Universidad de Briar, dejé claro que no volvería a vivir con él. Ya volé de ese nido. Ni en broma vuelvo a él para someterme a su sobreprotección y horrible manera de cocinar.

—¿Te traigo otro café, cielo? —La camarera, una mujer de pelo rizado con un uniforme de poliéster blanco y negro, me mira con simpatía. Parece estar en la segunda mitad de la veintena. En su chapa identificadora pone «Stacy», y estoy bastante segura de que sabe que me han dejado plantada.

—No, gracias. Solo la cuenta, por favor.

Mientras se aleja, tomo el móvil y le escribo un mensaje rápido a mi amiga Summer. Es todo culpa suya. Y, por lo tanto, debe lidiar con mi cólera. 

YO: Me ha dado plantón.

Summer contesta al instante, como si estuviera sentada junto al móvil a la espera de mi informe. De hecho, sin el «como si». Seguro que lo ha hecho. Mi nueva amiga es una cotilla sin remedio. 

SUMMER: ¡Dios! ¡¡No!!

YO: Sí.

SUMMER: Qué. Cabrón. Lo siento muchichichichísimo, Bren.

YO: Meh. En parte no me sorprende. Es un jugador de fútbol. Son unos imbéciles redomados. 

SUMMER: Pensé que Jules sería diferente.

YO: Pensaste mal. 

Aparecen tres puntos que indican que está escribiendo, pero ya sé qué va a responder. Es otra retahíla de disculpas que no me apetece leer ahora mismo. De hecho, solo quiero pagar el café, volver a pie a mi apartamento minúsculo y quitarme el sujetador.

Estúpido jugador de fútbol. Me había maquillado para este imbécil. Sí, era una cita para tomarnos un café por la tarde, pero había hecho el esfuerzo de todos modos.

Bajo la cabeza para rebuscar billetes pequeños en la cartera. Entonces, una sombra se cierne sobre la mesa y doy por hecho que es Stacy, que ha vuelto con la cuenta.

Error.

—Jensen —proclama una insolente voz masculina—. Te han dado plantón, ¿eh?

Pfff. De todas las personas que podrían haber aparecido ahora mismo, esta es la última a la que quiero ver.

Mientras Jake Connelly se acomoda en el banco al otro lado de la mesa, lo saludo con una ligera reticencia y con el ceño fruncido, más que con una sonrisa. 

—¿Qué haces aquí? —le pregunto.

Connelly es el capitán del equipo de hockey de Harvard, también conocido como el enemigo. Harvard y Briar son rivales, y mi padre es el entrenador de este último. Hace diez años que entrena en Briar y han ganado tres campeonatos con él. «La era de Jensen» fue el titular de un artículo reciente que leí en uno de los periódicos de Nueva Inglaterra. Era una crónica a página completa sobre cómo Briar lo está petando esta temporada. Por desgracia, Harvard también, y todo gracias a la superestrella que está al otro lado de la mesa. 

—Pasaba por el barrio. —Hay un brillo divertido en sus ojos verde bosque. 

La última vez que lo vi, él y uno de sus compañeros de equipo merodeaban por las gradas del estadio de Briar para espiarnos. Al cabo de poco, cuando nuestros equipos se enfrentaron, les dimos una paliza, hecho que fue tremendamente satisfactorio y que compensó nuestra derrota previa contra ellos en la misma temporada.

—Mmm-hmmm, estoy segura de que estabas en Hastings por casualidad. ¿Tú no vivías en Cambridge?

—¿Y?

—Pues que está a una hora de aquí. —Le dedico una sonrisa de suficiencia—. No sabía que tenía un acosador.

—Me has pillado. Te estoy acosando.

—Me siento halagada, Jakey. Hacía bastante tiempo que nadie estaba tan colado por mí como para conducir hasta otra ciudad para buscarme. 

Los labios se le curvan lentamente en una sonrisa. 

—Mira, por muy buena que estés…

—Oh, ¿piensas que soy una tía buena?

—… no me gastaría el dinero de la gasolina para venir hasta aquí solo para que alguien me toque las pelotas. Siento decepcionarte. —Se pasa una mano por el pelo oscuro. Lo lleva algo más corto, y la barba de tres días le resalta la mandíbula.

—Lo dices como si tuviera el más mínimo interés en tus pelotas —contesto suavemente.

—Mis pelotas metafóricas. No serías capaz de manejarte con las de verdad —sentencia—. Tía buena.

Pongo los ojos en blanco con tanta intensidad que casi me da un tirón.

—En serio, Connelly, ¿por qué estás aquí?

—He venido para visitar a una amiga. Y me ha parecido un buen sitio para tomarme un café antes de volver a la ciudad. 

—¿Tienes amigos? Qué alivio. Te había visto salir por ahí con tus compañeros de equipo, pero suponía que fingen que les caes bien porque eres su capitán.

—Les caigo bien porque soy genial. —Vuelve a mostrar una sonrisa rápida. 

Mojabragas. Así es como Summer describió su sonrisa una vez. Juro que esta chica tiene una obsesión insana con la esculpida apariencia de Connelly. Algunas de las frases que ha soltado para describirlo incluyen: sobrecarga de atractivo, explosión de ovarios, terror de las nenas y empotrable. 

Solo hace un par de meses que Summer y yo nos conocemos. Pasamos de ser unas desconocidas a mejores amigas en alrededor de, oh, treinta segundos. Quiero decir, se trasladó aquí desde otra universidad después de incendiar por accidente parte de la residencia de su hermandad: ¿cómo no iba a caer rendida a los pies de esta locura de chica? Estudia diseño de moda, es divertidísima y está convencida de que me gusta Jake Connelly.

Se equivoca. El chico es guapísimo, y es un fantástico jugador de hockey. Pero también se lo conoce por jugar con las chicas fuera de la pista. Eso no lo convierte en un bicho raro, por supuesto. Muchos deportistas tienen una cantera de chicas que se conforman perfectamente con 1) estar de rollo, 2) no ser exclusivas, y 3) ir siempre por detrás del deporte que el chaval en cuestión practique. 

Pero yo no soy una de ellas. No me disgusta estar de rollo, pero las otras dos opciones no son negociables.

Por no mencionar que mi padre me mataría si saliera con el enemigo. Mi padre y el entrenador de Jake, Daryl Pedersen, llevan enemistados varios años. Según mi padre, Pedersen sacrifica bebés a Satán y hace rituales de magia con sangre en su tiempo libre.

—Tengo muchos amigos —añade Connelly, que se encoge de hombros—. Incluida una muy cercana que asiste a Briar. 

—Creo que cuando alguien farda de todos los amigos que tiene, normalmente significa que no tiene ninguno. Para compensar, ¿sabes? —Sonrío, inocente.

—Por lo menos no me han dejado plantado.

Se me borra la sonrisa.

—No me han dado plantón —miento. Pero la camarera escoge ese preciso instante para acercarse a la mesa y mandarme la excusa a la mierda.

—¡Has llegado! —Se le llenan los ojos de alivio al ver a Jake, y le brillan tras echarle una buena ojeada—. Empezábamos a preocuparnos.

¿Empezábamos? No sabía que éramos cómplices en esta humillante aventura. 

—Las carreteras estaban resbaladizas —dice Jake, y señala con la cabeza hacia las ventanas delanteras de la cafetería. Unos riachuelos de humedad cubren los cristales empañados. Y a lo lejos, la fina línea de un relámpago ilumina el cielo oscuro por un momento—. Hay que ir con mucho cuidado cuando se conduce bajo la lluvia, ¿sabes?

Ella asiente con fervor.

—Las carreteras se mojan mucho cuando llueve.

No me jodas, Capitana Obviedad. La lluvia moja. Que alguien llame al jurado de los Premios Nobel. 

Jake frunce los labios.

—¿Te traigo algo de beber? —pregunta ella.

Yo lo fulmino con la mirada.

Jake me responde con una sonrisa pícara antes de girarse hacia ella y guiñarle el ojo.

—Me encantaría tomarme una taza de café… —Entrecierra los ojos para verle la chapa identificadora—. Stacy. Y rellénale la taza a mi cita enfurruñada.

—No quiero más café, y no soy su cita —gruño.

Stacy parpadea, confusa.

—¿Oh? Pero…

—Es un espía de Harvard al que han mandado para que descubra las novedades del equipo de hockey de Briar. No le sigas el rollo, Stacy. Es el enemigo.

—Qué dramática —se ríe Jake—. Ignórala, Stace. Solo está enfadada porque he llegado tarde. Dos cafés, y algo de tarta, si no te importa. Un trozo de… —Su mirada se posa en los recipientes de vidrio que hay en la encimera central—. Ay, mierda, no me decido. Todo parece muy apetitoso.

—Sí, lo eres —murmura Stacy para sus adentros.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta él, pero su leve sonrisa me indica que la ha oído alto y claro.

Ella se sonroja.

—Oh, ehm, decía que solo nos quedan la de melocotón y la de nuez pecana. 

—Hmmm. —Se humedece el labio inferior. Es un movimiento ridículamente sexy. Todo él es sexy. Y por eso lo odio—. ¿Sabes qué? Un trozo de cada, por favor. Mi cita y yo los compartiremos.

—Definitivamente no lo haremos —digo, entusiasmada, pero Stacy ya se ha apresurado para procurarle la maldita tarta al rey Connelly. 

Joder.

—Mira, por mucho que disfrute hablando sobre lo horrible que es tu equipo, esta noche estoy demasiado cansada para insultarte. —Intento disimular mi agotamiento, pero se me cuela en la voz—. Quiero irme a casa.

—Todavía no. —El rollo alegre y socarrón que transmitía se convierte en algo más serio—. No he venido a Hastings por ti, pero ya que estamos tomando un café juntos…

—En contra de mi voluntad —lo interrumpo.

—… hay algo de lo que deberíamos hablar.

—Ah, ¿sí? —Muy a mi pesar, me corroe la curiosidad. La disimulo con sarcasmo—. Me muero de ganas de oír de qué se trata.

Jake se agarra al borde de la mesa. Tiene unas buenas manos. En plan, unas muy buenas manos. Tengo una pequeña obsesión con las manos de los hombres. Si son demasiado pequeñas, pierdo el interés al instante. Si son demasiado grandes y rechonchas, me da un poco de aprensión. Pero Connelly ha sido bendecido con unas manos perfectas. Tiene los dedos largos, pero sin ser huesudos. Las palmas grandes y poderosas, pero sin estar fornidas. Lleva las uñas limpias, pero tiene dos nudillos rojos y agrietados, quizá por una escaramuza en la pista de hielo. No le veo las yemas, pero estoy segura de que tiene callos.

Me encanta sentir cómo unos callos me recorren la piel desnuda, me raspan un pezón…

Uf. No. Prohibido tener pensamientos subidos de tono en las inmediaciones de este hombre.

—Quiero que te mantengas alejada de mi chico. —A pesar de que lo enfatiza al dejar los dientes al descubierto, no se puede considerar una sonrisa. Es demasiado salvaje.

—¿Qué chico? —Pero ambos sabemos a quién se refiere. Puedo contar con un dedo de una mano con cuántos jugadores de Harvard he tonteado.

Conocí a Josh McCarthy en una fiesta de Harvard a la que Summer me arrastró hace un tiempo. Al principio, le dio un berrinche cuando se enteró de que era la hija de Chad Jensen, pero luego reconoció el desacierto en sus maneras, se disculpó por redes sociales, y nos hemos visto varias veces después de eso. McCarthy es mono, un poco torpe y un sólido candidato a follamigo. Como vive en Boston, no existe la posibilidad de que me agobie con muestras de afecto ni de que aparezca en la puerta de mi casa sin avisar.

Está claro que tampoco es una opción a largo plazo. Y eso va más allá de la cuestión de que mi padre me mataría. La verdad es que McCarthy no me excita. Sufre de una grave carencia de sarcasmo, y es un poco aburrido cuando su lengua no está en mi boca. 

—Va en serio, Jensen. No quiero que te enrolles con McCarthy.

—Caray, Mamá Oso, aparta esas garras. Es solo algo casual. 

—Casual —repite. No es una pregunta, más bien un «no te creo» burlón.

—Sí, casual. ¿Quieres que le pida a Siri que te defina la palabra? Casual significa que no es algo serio. En absoluto.

—Lo es para él.

Pongo los ojos en blanco.

—Bueno, pues es su problema, no el mío.

Pero por dentro me preocupa la franca valoración de Jake. «Lo es para él».

Oh, Dios. Espero que no sea cierto. Sí, McCarthy me escribe muchísimo, pero he intentado no seguirle el juego a menos que se tratara de algo sexy. Ni siquiera le respondo con un «LOL» cuando me manda enlaces a vídeos graciosos porque no quiero que me malinterprete. 

Pero… ¿Tal vez no he dejado tan claro como creía que solo estamos de rollo?

—Estoy cansado de verlo arrastrarse por ahí como un cachorro enamorado. —Jake niega con la cabeza como agravante—. Está fatal, y esto lo distrae durante los entrenamientos. 

—De nuevo, ¿por qué es mi problema?

—Estamos justo en mitad de la temporada. Sé lo que estás haciendo, Jensen, y tienes que parar.

—¿Parar el qué?

—Se acabó el folleteo con McCarthy. Dile que no estás interesada y no lo veas más. Fin.

Hago un puchero a modo de burla.

—Oh, papi. Eres tan estricto. 

—No soy tu papi. —Vuelven a curvársele los labios—. Pero podría serlo, si quieres.

—Ay, qué asco. No te pienso llamar «papi» en la cama. 

Para demostrar que tiene el don de la oportunidad, Stacy vuelve justo cuando esas palabras salen de mi boca. 

Trastabilla al dar un paso. La bandeja cargada que lleva tiembla de manera precaria. La cubertería tintinea. Me preparo, a la espera de que una cascada de café caliente caiga sobre mi cara cuando Stacy se inclina hacia delante. Pero se recupera con rapidez y se vuelve a poner recta antes de que tenga lugar la catástrofe. 

—¡Café y tarta! —Su tono de voz es agudo y claro, como si no hubiera oído nada.

—Gracias, Stacy —dice Jake, amable—. Pido perdón por la boca cochina de mi cita. Ya ves por qué no la saco demasiado por ahí. 

A Stacy se le enrojecen las mejillas de la vergüenza mientras huye.

—La has traumatizado de por vida con esas fantasías sexuales guarras tuyas —me informa antes de atacar un trozo de tarta.

—Lo siento, papi.

Suelta una carcajada a medio mordisco y unas cuantas migajas le salen disparadas de la boca. Toma la servilleta.

—Te prohíbo llamarme así en público. —Me dedica una mirada traviesa con sus ojos verdes—. Guárdatelo para más tarde.

El otro pedazo, el de nuez pecana, por lo que parece, yace intacto delante de mí. En lugar de eso, opto por el café. Necesito otro chute de cafeína para despertar los sentidos. No me gusta estar aquí con Connelly. ¿Qué pasa si nos ve alguien?

—O a lo mejor me lo guardo para McCarthy —contraataco.

—Qué va. No lo harás. —Se traga otro trozo de tarta—. Vas a cortar lo que tenéis, ¿recuerdas?

Vale, debe dejar de emitir órdenes sobre mi vida sexual como si tuviera algún tipo de voz y voto en el asunto. 

—No puedes tomar decisiones por mí. Si quiero salir con McCarthy, lo haré. Si no quiero salir con McCarthy, no lo haré.

—Vale. —Mastica lentamente y luego traga—. ¿Quieres salir con McCarthy?

—Salir, no.

—Bien, entonces estamos de acuerdo.

Frunzo los labios y doy un trago largo. 

—Hmmm. Creo que no me gusta estar de acuerdo contigo. A lo mejor cambio de opinión sobre esto de salir… Debería preguntarle si quiere ser mi novio. ¿Sabes dónde puedo comprar un anillo de compromiso?

Jake rompe un trozo hojaldrado del borde con el tenedor.

—No has cambiado de opinión. Te habías cansado de él a los cinco minutos de tenerlo. Solo puede haber dos razones por las que todavía te lo estás tirando: o te aburres o tratas de sabotearnos.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Nada capta tu atención durante demasiado tiempo. Y conozco a McCarthy: es un buen chaval. Divertido, dulce, pero, a partir de ahí, todo va para abajo. Que alguien sea «dulce» no es suficiente para una mujer como tú. 

—Ya estás otra vez pensando que me conoces.

—Sé que eres la hija de Chad Jensen y que aprovecharías cualquier oportunidad para enredar a mis jugadores. Es probable que nos enfrentemos a Briar en la final de la liga en un par de semanas, y el ganador de ese partido conseguirá acceder automáticamente al torneo nacional de la Frozen Four…

—Ese puesto será nuestro —suelto.

—Quiero a mis chicos espabilados y concentrados en el partido. Todo el mundo dice que tu padre juega limpio. Esperaba que se pudiera decir lo mismo de su hija. —Chasquea la lengua con desaprobación—. Y aquí estás, jugando con el pobre y dulce McCarthy.

—No estoy jugando con él —digo, irritada—. A veces nos enrollamos. Es divertido. Al contrario de lo que puedas pensar, las decisiones que tomo no tienen nada que ver con mi padre ni su equipo.

—Bueno, las decisiones que tomo yo sí que son para mi equipo —replica—. Y he decidido que quiero que te mantengas al margen de mis chicos. —Se traga otro bocado de tarta—. Joder, esto está buenísimo. ¿Quieres un poco? —Me acerca el tenedor. 

—Prefiero morir antes que poner los labios en ese tenedor.

Se ríe.

—Quiero probar la de nuez. ¿Te importa?

Lo miro.

—Si la has pedido tú, so memo. 

—Guau, estás gruñona esta noche, tía buena. Supongo que yo también lo estaría si me hubieran dado plantón.

—No me han dado plantón.

—¿Cómo se llama y cuál es su dirección? ¿Quieres que vaya a darle una paliza?

Rechino los dientes. 

Toma un trozo del postre intacto que tengo delante.

—Madre mía, esta está incluso mejor. Mmmm. Ohhh, qué bueno.

Y, de repente, el capitán del equipo de hockey de Harvard gime y gruñe de placer como si representara una escena de American Pie. Trato de ignorarlo, pero ese punto traidor entre mis piernas tiene otra idea y se estremece sin parar con los ruiditos sexuales de Jake Connelly.

—¿Puedo irme ya? —gruño. Solo que, un segundo. ¿Por qué le pido permiso? Nadie me tiene como rehén. No puedo negar que estoy ligeramente entretenida, pero este chico también me acaba de acusar de acostarme con sus chavales para arruinar las posibilidades de Harvard de ganar a Briar. 

Me encanta mi equipo, pero no hasta ese punto.

—Claro. Vete si quieres. Pero primero escribe a McCarthy para decirle que habéis terminado.

—Lo siento, Jakey. No acato órdenes tuyas. 

—Ahora sí. Necesito la cabeza de McCarthy en el partido. Corta con él. 

Alzo la barbilla en una pose testaruda. Sí, debo aclarar las cosas con Josh. Creía que había remarcado la naturaleza casual de nuestros encuentros, pero está claro que él ha ido más allá si el capitán del equipo se ha referido a él como «enamorado».

De todos modos, no quiero dar a Connelly la satisfacción de ponerme de su parte. Soy así de quisquillosa. 

—Que no acato órdenes tuyas —repito mientras meto un billete de cinco dólares bajo mi taza medio vacía. Con esto debería bastar para pagar mi café, la propina de Stacy y cualquier desajuste emocional que pueda haber sufrido esta noche—. Haré lo que me dé la gana con McCarthy. Tal vez lo llame ahora mismo.

Jake entrecierra los ojos.

—¿Siempre eres tan difícil?

—Sí. —Sonrío, salgo del banco de la mesa y me enfundo la chaqueta de cuero—. Conduce con cuidado de vuelta a Boston, Connelly. Me han dicho que las carreteras se mojan mucho cuando llueve.  

Suelta una carcajada suave.

Me subo la cremallera y me inclino hacia delante para acercar la boca a escasos centímetros de su oído.

—Oh, y Jakey… —Juro que oigo cómo se le entrecorta la respiración—. Me aseguraré de guardarte un asiento detrás del banquillo de Briar en los campeonatos de la Frozen Four. 

Capítulo 2

Jake

Son las nueve y media pasadas cuando llego a casa. El apartamento de dos habitaciones que comparto con mi compañero de equipo, Brooks Weston, es algo que jamás podría permitirme solo, ni siquiera con el bonito contrato de debutante que he firmado con los Oilers. Estamos en la planta de arriba del edificio de cuatro plantas, y nuestro piso es increíble: hablo de cocina de chef, ventanas mirador, tragaluces, una terraza trasera enorme e incluso una plaza de garaje privada para el Mercedes de Brooks. 

Oh, y el alquiler es gratis.

Brooks y yo nos conocimos un par de semanas antes de empezar el primer año de universidad. Acudimos a un evento del equipo, una cena de las de «conoce a tus compañeros antes del inicio del semestre». Conectamos enseguida y, para cuando nos servían el postre, ya me estaba proponiendo que me fuera a vivir con él. Resultó que tenía una segunda habitación en su apartamento de Cambridgeport. Gratis, insistió. 

A él ya le habían concedido el permiso especial para vivir fuera del campus; una ventaja de ser el hijo rico de un exalumno cuyas donaciones se echarían muy en falta si la facultad no lo contentaba. El padre de Brooks movió un par de hilos más y a mí también me dieron el permiso para salir de las residencias. Es cierto que el dinero te allana el camino.

Con el tema del alquiler, primero me opuse, porque no hay nada gratis en esta vida. Pero a medida que conocía a Brooks Weston, más claro me quedaba que para él todo es gratis. El chaval no ha trabajado un solo día de su vida. Sus fondos son infinitos y tiene todo lo que quiere servido en bandeja de plata. Sus padres, o alguno de sus subordinados, le aseguraron este apartamento, e insisten en pagar el alquiler. Así que, durante los últimos tres años y medio, he vivido de manera indirecta cómo es ser un niño rico de Connecticut. 

No me malinterpretéis, no soy un gorrón, he intentado darle dinero, pero Brooks no lo acepta y sus padres tampoco. La señora Weston se escandalizó una vez que saqué el tema durante una de sus visitas.

—Chicos, vosotros debéis centraros en la universidad —cacareó—, ¡y no preocuparos por pagar las facturas!

Me tuve que aguantar la risa porque he pagado facturas desde que tengo memoria. Tenía quince años cuando conseguí mi primer trabajo y, en el momento en que cobré mi primer sueldo, se esperó de mí que contribuyera a los gastos de la casa. Compraba comida, me pagaba el móvil, el gas, la factura del televisor, etc. 

Mi familia no es pobre. Mi padre construye puentes y mi madre es peluquera; diría que estamos justo entre la clase baja y la clase media. Nunca nos hemos bañado en dinero, así que experimentar el estilo de vida de Brooks de primera mano es estremecedor. Ya me he prometido que en cuanto me asiente en Edmonton y reciba los incentivos en el contrato de la NHL, lo primero que haré será mandarle un cheque a la familia de Weston por los tres años y lo que siga de alquiler sin pagar.

Me vibra el móvil mientras me quito las Timberland de una patada. Lo saco del bolsillo y veo un mensaje de mi amiga Hazel, con quien he cenado antes en uno de los sofisticados salones de Briar. 

HAZEL: ¿¿Has llegado bien?? Está lloviendo a cántaros ahí fuera.

YO: Acabo de entrar por la puerta. Gracias otra vez por la cena.

HAZEL: Cuando quieras. ¡Te veo el sábado en el partido!

YO: Genial.

Hazel me manda un par de emoticonos que lanzan un beso. Otros chicos podrían interpretar que hay algo más, pero yo no. Hazel y yo somos completamente platónicos. Nos conocemos desde primaria.

—¡Epa! —grita Weston desde el comedor—. Te estamos esperando, cabrón.

Me desprendo de la chaqueta mojada. La madre de Brooks nos mandó un decorador cuando nos mudamos y se aseguró de comprar todo aquello en lo que no piensan los chicos, como colgadores para chaquetas, colgadores para zapatos y colgadores para utensilios de cocina. Al parecer, los hombres solo tienen en cuenta las cosas que cuelgan cuando se trata de tetas. 

Dejo los bártulos en el recibidor y atravieso la puerta que lleva al salón. El apartamento tiene un concepto abierto de distribución, así que mis compañeros están repartidos por la sala de estar y el comedor. Algunos incluso se han sentado en los taburetes de la cocina. 

Echo una ojeada. No han venido todos los chicos de la plantilla. Lo dejaré pasar teniendo en cuenta que he convocado la reunión en el último momento. De camino a casa desde Hastings, todavía le estaba dando vueltas a la mofa de Brenna sobre los Frozen Four, los campeonatos que organiza la Asociación Nacional Deportiva Universitaria, y seguía preocupado por cómo está distrayendo a McCarthy. Y eso me ha llevado a hacer una investigación mental de todas las demás distracciones que podrían afectar al equipo. Como soy de los que actúan, he enviado un mensaje de grupo: Reunión de equipo, en mi casa, ahora.

La mayoría de la plantilla, y somos casi veinte, ocupa el espacio, por lo que mis fosas nasales se han visto bendecidas con la combinación de fragancias de geles de ducha, colonias y el olor corporal de los cabrones que han decidido no ducharse antes de venir.

—Ey —saludo a los chicos—, gracias por venir.

Como respuesta recibo un par de asentimientos de cabeza, varios «tranquilo, tío» y algunos gruñidos generales.

Solo hay una persona que no responde: Josh McCarthy. Está inclinado contra la pared junto al sofá modular de cuero marrón, con la mirada fija en el móvil. Su lenguaje corporal transmite una pizca de frustración, con los hombros levemente agarrotados. 

Es posible que Brenna Jensen todavía lo tenga agarrado por las pelotas. Me peleo con mi propia frustración al pensar en ello. Este chaval no debería estar perdiendo el tiempo. Es un estudiante de segundo año y tiene un físico decente, pero ni de lejos está al alcance de Brenna. Esa chica está como un tren. Sin duda, es una de las mujeres más atractivas sobre las que he posado los ojos. Y tiene una bocaza de esas que hay que callar de vez en cuando. Tal vez presionando otra boca contra la suya… o con una polla entre sus labios rojos.

Oh, mierda. Me deshago de ese pensamiento. Sí, Brenna es preciosa, pero también es una distracción. El caso es que McCarthy no ha levantado la cabeza desde que he entrado en la sala. 

Me aclaro la garganta. Fuerte. Él y los otros pocos que todavía estaban con el teléfono levantan la cabeza para prestarme atención.

—Voy a ser breve —anuncio.

—Más te vale —sentencia Brooks desde el sofá. Lleva unos pantalones de chándal negros y nada más—. He dejado a una tía en la cama por esto.

Pongo los ojos en blanco. Por supuesto que Brooks se estaba tirando a alguien. Siempre se está tirando a alguien. Tampoco es que sea el indicado para hablar. Yo también he traído una considerable cantidad de chicas a casa. Me sabe mal por nuestros vecinos de abajo. Aunque, por suerte para ellos, no celebramos demasiadas fiestas. Ser anfitrión es un rollo, ¿a quién le gusta que le dejen la casa hecha un desastre? Para eso están las hermandades. 

—Qué especial eres —espeta Dmitry, nuestro mejor defensa, a Weston—. Yo también he abandonado mi cama por esta reunión. Mi cama, fin. Porque estoy puto cansado.

—Todos lo estamos —interviene Heath, un ala derecha de tercero.

—Ya, D, bienvenido al club de los cansados —se mofa Coby, uno de los de cuarto.

Cruzo la sala hacia la cocina, donde tomo una botella de agua. Sí, los oigo. Este último mes ha sido intenso. En todos los partidos de las distintas ligas que he visto se han puesto las pilas con sus respectivos torneos, lo que significa que llevamos un mes entero del hockey más competitivo que jamás se haya visto. Todos deseamos llegar al torneo nacional y, si eso sale mal, esperamos una puntuación lo suficientemente buena como para ir a la final. Hay temporadas enteras en juego aquí.

—Sí —coincido, y abro la botella—. Estamos cansados. Apenas puedo mantener los ojos abiertos en clase. Todo mi cuerpo es un gran moretón. Vivo y respiro por estas eliminatorias. Me obsesiono con la estrategia cada noche antes de dormir. —Doy un trago largo—. Pero esto es por lo que nos apuntamos, y estamos muy cerca de recoger los frutos. El partido contra Princeton será el más duro de la temporada.

—A mí no me preocupa Princeton —dice Coby con una sonrisa arrogante—. Ya les hemos ganado una vez este año. 

—Muy al principio de la temporada —señalo—. Se han puesto las pilas desde entonces. Han arrasado en los cuartos de final contra Union.

—¿Y? —Coby se encoge de hombros—. Nosotros también lo hicimos.

Tiene razón. La semana pasada jugamos el mejor partido de hockey de nuestra vida. Pero ahora estamos en las semifinales. La cosa se ha puesto seria.

—Ya no es al mejor de tres —les recuerdo a los chicos—. Ahora es eliminación directa. Si perdemos, estamos fuera.

—¿Después de la temporada que hemos hecho? —dice Dmitry—. Nos seleccionarán para el torneo nacional incluso si no llegamos a la final de la liga.

—¿Apostarías la temporada entera por eso? —lo reto—. ¿No preferirías tener el puesto garantizado?

—Bueno, sí, pero…

—Pero nada —lo corto—. No dejaré que nuestras esperanzas dependan de que nuestra temporada se considere lo suficientemente buena como para continuar. Voy a apostar por que le demos una paliza a Princeton este fin de semana. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor —masculla Dmitry.

—Sí, señor —repiten algunos de los chicos más jóvenes.

—Ya os he dicho que no tenéis que llamarme señor. Dios.

—¿Quieres que te llamemos Dios? —dice Brooks, que parpadea inocentemente.

—No, eso tampoco. Solo quiero que ganéis. Que ganemos. —Y estamos tan cerca que casi noto el sabor de la victoria.

Llevamos… mierda, ni siquiera sé cuánto hace que Harvard no gana el campeonato de la NCAA de hockey. De todos modos, no lo ha hecho durante mi liderazgo.

—¿Cuánto hace que los Carmesí no ganamos la Frozen Four? —le pregunto a Aldrick, nuestro chico de estadísticas residente. Su mente es como una enciclopedia. Sabe cualquier trivialidad que exista sobre el hockey, por minúscula que sea. 

—1989 —confirma.

—Ochenta y nueve —repito—. Hace casi tres décadas que no nos coronamos campeones nacionales. Los partidos del Beanpot no importan. La final de la liga no cuenta. Nos centramos en el premio de verdad.

Barro la sala con la mirada de nuevo. Para colmo, McCarthy está mirando el móvil otra vez, y ni siquiera se molesta en disimularlo.

—En serio, ¿sabes qué le estaban haciendo a mi polla cuando has convocado esta reunión? —se queja Brooks—. Había sirope de chocolate de por medio.

Algunos de los chicos aúllan. 

—¿Y lo único que querías hacer era soltarnos este discursito digno de El Milagro? Porque, sí, lo entendemos —añade Brooks—. Tenemos que ganar. 

—Sí, tenemos que hacerlo. Y no necesitamos distracciones. —Le dedico a Brooks una mirada penetrante y, luego, hago lo mismo con McCarthy.

El de segundo se alarma.

—¿Qué?

—Que también me refiero a ti. —Fijo la mirada en la suya—. Déjate de jueguecitos con la hija de Chad Jensen. 

La aflicción se refleja en su rostro. No me siento mal por delatar a McCarthy a quien sea que no lo supiera, porque estoy bastante seguro de que todo el mundo ya lo sabía y sus madres también. Lleva su rollo con Brenna como una insignia de honor. No habla del tema en los vestuarios como un cerdo, pero tampoco se calla la boca sobre lo guapa que es la chica. 

—Mira, no suelo deciros qué hacer con vuestras pollas, pero estamos hablando de unas pocas semanas. Seguro que las podéis tener guardaditas en los pantalones durante este tiempo.

—¿Entonces no tenemos permiso para follar? —exclama horrorizado Jonah, uno de tercero—. Porque, si es así, me gustaría que fueras tú quien llamara a mi novia para informarla del tema.

—Buena suerte, capitán. Vi es una ninfómana —añade Heath entre risas, en referencia a la chica de Jonah de toda la vida.

—Espera un segundo. ¿Tú no saliste del bar con una pelirroja guapísima la otra noche? —pregunta Coby—. Porque no parece que hagas lo que predicas, hermano.

—La hipocresía es la muleta del demonio —dice Brooks con solemnidad.

Reprimo un suspiro y levanto una mano para que dejen de hablar.

—No digo que no tengáis rollitos; solo quiero que no os distraigáis. Si no puedes organizarte con el rollo, no lo tengas. Jonah, Vi y tú folláis como conejos y nunca ha afectado a tu rendimiento sobre el hielo. Así que, por mí, seguid haciéndolo. Pero tú… —Echo otra mirada severa a McCarthy—. Tú la has liado durante toda la semana en los entrenamientos.

—Qué va —protesta.

Nuestro portero, Johansson, se une a la conversación: 

—Has fallado todos los tiros a puerta en el ejercicio de esta mañana. 

McCarthy se queda atónito.

—Tú has parado todos mis tiros. ¿Me estáis echando esto en cara porque tú eres un buen portero?

—Eres nuestro mejor marcador después de Jake —responde Johansson, y se encoge de hombros—. Tendrías que haber metido al menos un par.

—¿Y por qué tiene que ser culpa de Brenna que haya tenido un mal día? Yo… —se calla de golpe y se mira la mano. Supongo que ha recibido una notificación.

—Por Dios, acabas de confirmar lo que dice Connelly —ruge Potts, uno de nuestros delanteros—. Deja el móvil. Algunos de nosotros queremos que la reunión se termine ya para irnos a casa y abrirnos una cerveza.

Me giro hacia Potts.

—Hablando de cerveza… Bray y tú tenéis oficialmente prohibido asistir a fiestas de hermandades hasta nuevo aviso. 

—Venga ya, Connelly —se resiste Will Bray.

—El beer pong es divertido, lo entiendo, pero vosotros dos tendréis que absteneros. Por el amor de Dios, Potts, te está saliendo barriga cervecera. 

Todos los ojos de la sala se posan en su torso. Lo lleva cubierto por una sudadera de Harvard, pero lo veo en el vestuario cada día. Sé lo que hay debajo.

Brooks me chista con desaprobación.

—No puedo creer que estés avergonzando a Potts por su cuerpo.

Le frunzo el ceño a mi compañero de piso.

—No lo avergüenzo. Solo señalo que todos esos torneos de beer pong lo ralentizan en la pista.

—Es verdad —dice Potts, taciturno—. Últimamente, meto mucho la pata. 

Alguien se ríe.

—No estás metiendo la pata —le aseguro—. Pero sí, podrías considerar dejar la cerveza un par de semanas. Y tú. —Es el turno de Weston—. Llegó la hora de la abstinencia para ti también. 

—Que te den. El sexo me da superpoderes.

Pongo los ojos en blanco. Lo hago mucho con Brooks. 

—No hablo del sexo. Me refiero a esa mierda que tomas en las fiestas. 

Se le tensa la mandíbula. Sabe perfectamente a qué me refiero, igual que el resto de nuestros compañeros. No es un secreto que a Brooks le gusta consumir alguna que otra droga en las fiestas. Un porrito por aquí, una raya de cocaína por allá. Va con cuidado respecto a las cantidades y a cuándo lo hace, y supongo que el hecho de que la cocaína solo permanece en la sangre durante cuarenta y ocho horas también ayuda. 

Pero eso no significa que lo tolere. No es así. Pero decirle a Brooks lo que tiene que hacer es tan efectivo como hablar con una pared. Una vez, amenacé con decírselo al entrenador, pero Weston no estaba dispuesto a detenerme. Juega a hockey porque es divertido, no porque le encante el deporte y quiera convertirse en profesional. Podría dejarlo en un abrir y cerrar de ojos, y las amenazas no funcionan con alguien que no teme perder.

No es el primero que tontea con las drogas ocasionalmente, y tampoco será el último. Aunque parece que es puramente recreacional y nunca toma en días de partido. Pero ¿y en la fiesta de después? Hagan sus apuestas. 

—Si te pillan con algo de material o no superas un análisis de orina, ya sabes lo que pasa. Así que, enhorabuena, vas a estar oficialmente limpio hasta después de la Frozen Four —le informo—. ¿Lo pillas?

Tras un largo y tenso instante, asiente con la cabeza.

—Lo pillo.

—Bien. —Y me dirijo a los chicos—. Centrémonos en ganar a Princeton este fin de semana. Todo lo demás es secundario.

Coby me pone una mueca de engreído.

—¿Y tú qué sacrificas, capitán?

Frunzo el ceño.

—¿De qué hablas?

—Convocas una reunión de equipo. Le dices al pobre McCarthy que deje de tener sexo, le quitas la droga a Weston, y privas a Potts y Bray de su victoria en el campeonato de beer pong. ¿Y tú qué piensas hacer por el equipo?

El silencio inunda el apartamento.

Por un segundo, me quedo sin palabras. ¿En serio? Marco un gol en cada partido como mínimo. Si alguien más lo hace, suele ser gracias a mi asistencia. Soy el patinador más rápido de la costa este y un capitán rematadamente bueno.

Abro la boca para replicar cuando Coby estalla en una risa.

—Tío, tendrías que haberte visto la cara. —Me sonríe—. Tranquilo. Ya haces bastante. Eres el mejor capitán que hemos tenido nunca.

—Sí, sí —coinciden algunos de los chicos.

Me relajo. Pero Coby tiene un poco de razón.

—Mirad, no voy a disculparme por querer que nos centremos, pero lo siento si he sido duro con vosotros. Especialmente contigo, McCarthy. Lo único que pido es que nos concentremos en el juego. ¿Podemos hacerlo?

Unas veinte cabezas asienten. 

—Bien. —Doy una palmada—. Podéis retiraros. Descansad y traed vuestras mejores jugadas al entreno matutino de mañana.

Se levanta la sesión y el grupo se dispersa. De nuevo, nuestros vecinos sufren el ruido de los pasos; esta vez, los fuertes pisoteos de dos docenas de jugadores de hockey que dan golpes secos por las escaleras. 

—¿Puedo volver a mi habitación, papá? —pregunta Brooks con sarcasmo.

Le sonrío.

—Sí, hijo, puedes irte. Echaré la llave.

Me saca el dedo del medio y se precipita hacia las habitaciones. Mientras tanto, McCarthy me espera junto a la puerta.

—¿Qué le digo a Brenna? —pregunta.

No sé si está enfadado, porque su expresión no revela nada. 

—Dile que tienes que concentrarte en el torneo. Que os volveréis a ver cuando termine la temporada.

«Nunca se volverán a ver».

No lo digo en voz alta, pero sé que es cierto. Brenna Jensen nunca le perdonaría a nadie que la pusiera «en espera» y, todavía menos, a un jugador de Harvard. Si McCarthy lo termina, aunque sea durante un tiempo, ella lo convertirá en una ruptura definitiva.

—Briar ha ganado tres campeonatos nacionales en la última década —añado, sin emoción—. Nosotros, en cambio, aquí estamos. Sin una sola victoria. Eso es inaceptable, chaval. Así que ya me dirás qué te importa más, ¿que Brenna Jensen te folle la cabeza o derrotar a su equipo?

—Derrotar a su equipo —dice de inmediato.

Sin titubear. Eso me gusta.

—Entonces, vamos a ganarles. Haz lo que tienes que hacer.

Con un asentimiento de cabeza, McCarthy sale por la puerta y la cierro tras él.

¿Me siento mal por ello? Tal vez un poco. Pero cualquiera vería que él y Brenna no están destinados a estar juntos. Ella misma lo ha dicho.

Solo estoy acelerando lo inevitable.

Capítulo 3

Brenna

—¿Dónde has estado? Te he llamado tres veces, Brenna.

El tono brusco de mi padre siempre me saca de mis casillas. Me habla como a sus jugadores: de forma seca, impaciente e implacable. Me gustaría decir que siempre ha sido así, que me ha ladrado y gruñido toda la vida. Pero sería mentira.

Papá no me grita desde siempre. Mi madre murió en un accidente de coche cuando yo tenía siete años, y mi padre se vio obligado a adoptar el rol materno a la vez que el paterno. Y era bueno con los dos. Me hablaba con todo el cariño y la ternura tanto en el rostro como en la voz. Me sentaba en su regazo, me revolvía el pelo y me decía:

—Cuéntame qué tal el cole hoy, Manzanita. —Mi mote era «Manzanita», por el amor de Dios.

Pero eso fue hace tiempo. Ahora solo soy Brenna y ni siquiera recuerdo la última vez que asocié las palabras «cariño» y «ternura» con mi padre. 

—Estaba volviendo a casa bajo un aguacero —le contesto—. No podía responder al móvil.

—¿Volviendo a casa de dónde?

Me bajo la cremallera de las botas en el estrecho recibidor de mi apartamento, que es un sótano. Me lo alquilan Mark y Wendy, una pareja muy agradable que viaja mucho por trabajo. Si a eso le sumamos que tengo una puerta de entrada propia, pueden pasar semanas sin que interaccione con ellos. 

—Del Della’s Diner. He ido a tomar un café con un amigo —le digo.

—¿Tan tarde?

—¿Tarde? —Alargo el cuello hacia la cocina, que es incluso más pequeña que la entrada, y echo un vistazo al reloj del microondas—. Apenas son las diez. 

—¿No tienes esa entrevista mañana? 

—Sí, ¿y? ¿Crees que haber llegado a casa a las nueve y media significa que mañana me dormiré? —No puedo evitar el tono sarcástico. A veces, es difícil no ser tan borde como él. 

Ignora la burla.

—Hoy he hablado con una persona de la cadena —me cuenta—. Stan Samuels, es el responsable del panel de control principal, un tipo firme. —La voz de mi padre se vuelve ronca—. Le dije que mañana irías y le he hablado bien de ti. 

Me ablando un poco. 

—Oh. Qué amable por tu parte. Gracias. —Hay gente que se siente rara si alguien mueve hilos por ellos, pero a mí no me supone ningún problema usar los contactos de mi padre si eso me ayuda a asegurar las prácticas. Son hipercompetitivas y, aunque esté más que cualificada para ellas —he trabajado sin descanso—, estoy en clara desventaja por ser mujer. Por desgracia, es un campo con predominancia masculina. 

El programa de comunicaciones de Briar ofrece puestos de trabajo para los estudiantes de cuarto, pero espero superarlos a todos. Si consigo unas prácticas de verano en HockeyNet, tendré una posibilidad de seguir trabajando allí durante mi último año. Eso significa una ventaja por encima del resto de mis compañeros y un potencial puesto de trabajo para cuando me gradúe. 

Mi meta siempre ha sido convertirme en periodista deportiva. Sí, HockeyNet solo tiene diez años de historia (y los fondos para la originalidad debían de estar bajo mínimos cuando escogieron el nombre), pero la cadena cubre exclusivamente los partidos de hockey y, cuando empezó, llenó un gran vacío en el mercado de la cobertura deportiva. Veo la ESPN religiosamente, pero uno de sus mayores fallos es la falta de cobertura del hockey. Algo indignante. Quiero decir, en teoría, el hockey es el cuarto deporte del país, pero las cadenas más grandes a menudo lo tratan como si fuera menos importante que la NASCAR, el tenis o —me da un escalofrío— el golf.

Sueño con aparecer en las pantallas y estar con esos analistas en la mesa de los mayores, desglosar las partes más destacadas, analizar partidos, decir mis predicciones en alto. El periodismo deportivo es un camino complicado para una mujer, pero conozco el hockey y me siento segura con mi entrevista de mañana. La voy a bordar. 

—Ya me contarás cómo te va —ordena papá.

—Lo haré. —Mientras cruzo el comedor, mi calcetín izquierdo topa con algo mojado y profiero un aullido.

Papá se preocupa enseguida. 

—¿Estás bien?

—Perdón, todo bien. La alfombra está mojada. Supongo que habré derramado algo… —Me detengo en cuanto me fijo en un pequeño charco que hay frente a la puerta corredera que conduce al patio trasero. Todavía llueve, oigo el constante martilleo contra el suelo de piedra—. Mierda. Se está acumulando agua en la puerta trasera. 

—Eso no está bien. ¿A qué nos enfrentamos? ¿El desagüe dirige agua hacia la casa?

—¿Y yo qué sé? ¿Crees que me estudié la posición de los desagües antes de mudarme? —No me ve poner los ojos en blanco, pero espero que me lo note en la voz.

—Dime de dónde viene la humedad.

—Ya te lo he dicho, la mayoría está cerca de la puerta corredera. —Recorro el perímetro del salón en unos tres segundos. El único punto mojado está cerca de la puerta.

—Bien. Bueno, es buena señal. Significa que es probable que no sean las tuberías. Pero si el agua de la lluvia no va a las alcantarillas, podría haber otra causa. ¿La carretera está pavimentada?

—Sí.

—Tus caseros podrían plantearse opciones de desagüe. Llámalos mañana y diles que lo investiguen.

—Lo haré.

—En serio.

—He dicho que lo haré. —Ya sé que intenta ayudar, pero ¿por qué tiene que usar ese tono conmigo? Cualquier cosa que Chad Jensen dice es una orden, no una sugerencia.

No es un mal hombre, lo sé. Solo es sobreprotector, y hubo un tiempo durante el que tuvo razones para serlo. Pero hace tres años que vivo sola. Puedo cuidar de mí misma.

—¿Estarás en la semifinal el sábado por la noche? —pregunta mi padre de repente.

—No puedo —digo. Y me da muchísima pena perderme un partido tan importante. Pero hace muchísimo tiempo que hice estos planes—. Voy a visitar a Tansy, ¿te acuerdas? —Tansy es mi prima favorita, la hija de la hermana mayor de mi padre, Sheryl.

—¿Es este fin de semana?

—Sí.

—De acuerdo, entonces. Salúdala de mi parte. Dile que tengo ganas de verla a ella y a Noah en Pascua. 

—Lo haré.

—¿Pasarás la noche allí? —Hay algo de hostilidad en la pregunta.

—Dos noches, en realidad. Me voy a Boston mañana y vuelvo el domingo.

—No hagas… —se detiene.

—¿Que no haga el qué? —Esta vez soy yo la que se pone borde.

—No hagas nada insensato. Y no bebas demasiado. Ve con cuidado.

Aprecio que no me diga: «No bebas nada», pero es posible que lo haga porque sabe que no puede detenerme. Desde que cumplí los dieciocho, no ha logrado obligarme a cumplir su límite horario ni sus demás restricciones. Y, desde que cumplí los veintiuno, no ha conseguido evitar que tome una copa o dos. 

—Iré con cuidado —le prometo, porque es la única declaración que puedo hacer con certeza.

—Bren —dice. Y vuelve a callarse.

Siento que la mayoría de las conversaciones con mi padre son así. Empezamos a hablar y nos callamos. Decimos palabras que queremos y nos guardamos otras que no. Es muy difícil conectar con él.

—Papá, ¿podemos colgar ya? Quiero darme una ducha caliente y prepararme para ir a la cama. Mañana tengo que madrugar.

—Muy bien. Ya me contarás cómo va la entrevista. —Hace una pausa. Cuando vuelve a hablar, me muestra un apoyo inusual—. Tú puedes con esto.

—Gracias. Buenas noches, papá.

—Buenas noches, Brenna.

Cuelgo y hago exactamente lo que he dicho: me doy una ducha ardiente porque la caminata de veinte minutos bajo la lluvia me ha calado hasta los huesos. Estoy más roja que una gamba cuando salgo del estrecho plato de ducha. El pequeño cuarto de baño no tiene bañera, y es una pena. Darse un baño caliente es lo mejor del mundo.

No me gusta dormir con el pelo mojado, así que me lo seco a toda prisa con el secador y rebusco un rato en el armario hasta encontrar el pijama más calentito. Escojo unos pantalones a cuadros y una camiseta de manga larga con el logo de la Universidad de Briar. Los sótanos son fríos, y mi apartamento no es la excepción. Me sorprende no haber pillado una neumonía en los siete meses y pico que llevo aquí. 

Cuando me meto bajo las mantas, desenchufo el móvil del cargador y veo una llamada perdida de Summer. Tengo la sensación de que volverá a llamarme si no respondo, muy probablemente a los cinco minutos de haberme quedado dormida, así que le devuelvo la llamada para evitar que me arruine el sueño. 

—¿Estás enfadada conmigo? —me dice.

—No. —Me acurruco en un lado y dejo el móvil apoyado en el hombro.

—¿Incluso después de que te haya emparejado con Jules y haya respondido por él? —La culpa le rasga la voz.

—Soy adulta, Summer. No me obligaste a decir que sí.

—Ya lo sé. Pero me siento fatal. No puedo creer que no haya aparecido.

—No te preocupes. No estoy ni mínimamente enfadada. En todo caso, me he librado de una buena.

—Vale, bien. —Parece aliviada—. Encontraré a alguien mejor con quien emparejarte. 

—Sinceramente no, no lo harás —respondo, alegre—. Te eximo oficialmente de tus tareas de celestina. Que tú misma te concediste, por cierto. Créeme, cariño, no tengo ningún problema a la hora de conocer chicos. 

—Sí, se te da bien conocerlos. ¿Pero salir con ellos? Eres nefasta.

Enseguida protesto.

—Porque no quiero salir con nadie.

—¿Por qué no? Tener novio es maravilloso.

Claro, quizá lo sea cuando tu novio es Colin Fitzgerald. Summer sale con uno de los chicos más decentes que he conocido. Inteligente, majo, sagaz, por no mencionar lo bueno que está.

—¿Fitzy y tú seguís igual de obsesionados el uno con el otro?

—Muy obsesionados. Él aguanta mi locura, y yo tolero sus tonterías. Además, tenemos el mejor sexo del mundo.

—Apuesto a que a Hunter le encanta —digo seca—. Espero que no seas de las que gritan.

Hunter Davenport es el compañero de piso de Summer y Fitz, y ella lo ha rechazado hace poco. Aceptó tener una cita con él, y comprendió que lo que sentía por Fitz era demasiado fuerte como para ignorarlo. Hunter no se lo tomó bien.

—Dios, no tienes ni idea de lo difícil que es ser silenciosa cuando Fitz hace su magia mágica con mi cuerpo —dice Summer con un suspiro.

—¿Magia mágica?

—Sí, magia mágica. Pero si te preocupa que Hunter esté tumbado en la cama mientras nos escucha y solloza desconsolado, puedes estar tranquila. Trae a una chica diferente cada noche.

—Bien por él —me río—. Estoy segura de que Hollis está que explota de la envidia.

—No sé si Mike se ha dado cuenta siquiera. Está demasiado ocupado llorando por ti.

—¿Todavía? —Joder. Esperaba que ya lo hubiera superado.

Cierro los ojos un momento. He cometido varios actos asesinos en mi vida, pero enrollarme con Hollis casi encabeza la lista. Los dos estábamos muy borrachos, así que lo único que hicimos fue compartir una sesión chapucera de besuqueos y me dormí mientras le hacía una paja. Definitivamente, no fue mi mejor momento ni tampoco nada del otro mundo. No tengo ni idea de por qué querría repetir.

—Está pilladísimo —confirma Summer.  

—Ya se le pasará.

Se ríe, pero el humor muere enseguida.

—Hunter es un capullo con nosotros —admite—. Cuando no se está tirando a cualquier cosa que lleve falda.

—¿Supongo que le gustabas mucho?

—Si te soy sincera, creo que no se trata de mí. Creo que es por Fitz.

—Lo entiendo. Quería tirarse a Fitz —digo, solemne—. O sea, ¿y quién no?  

—No, zorra. Fitz le mintió cuando Hunter le preguntó si yo le gustaba y este lo ve como una traición al código de los colegas. 

—El código de los colegas es sagrado —concedo—. Sobre todo, entre compañeros de equipo.

—Lo sé. Fitz dice que hay mucha tensión en los entrenamientos —gime Summer—. ¿Qué pasa si afecta a su rendimiento en las semifinales, Be? Eso significará el pase de Yale a las semifinales.

—Mi padre los pondrá rectos —le aseguro—. Puedes decir lo que quieras sobre Hunter, pero le gusta ganar los partidos de hockey. No dejará que estar enfadado por una chica —sin ánimo de ofender— lo distraiga de la victoria.

—Debería…

Un zumbido en la oreja silencia su pregunta.

—¿Qué ha sido eso?

—Un mensaje —explico—. Perdona, sigue. ¿Qué decías?

—Me preguntaba si debería intentar volver a hablar con él.

—No creo que cambie nada. Es un cabezota rematado. Pero tarde o temprano madurará y lo superará. 

—Eso espero.

Hablamos un rato más hasta que los párpados empiezan a pesarme. 

—Summer. Me voy a dormir ya, cariño. Tengo la entrevista mañana temprano.

—Vale. Llámame mañana. Te quiero.

—Yo también te quiero.

Estoy a punto de apagar la lámpara de noche cuando me acuerdo del mensaje. Le doy al icono del mensajito y entrecierro los ojos al ver el nombre de McCarthy.

Ey, B. Ha sido genial vernos estos días, pero tengo que dar un paso atrás por un tiempo. Por lo menos hasta que terminen las clasificaciones. Me tengo que concentrar en el juego, ¿sabes? Te llamo cuando todo se haya calmado un poco, ¿vale? Un beso

Me quedo boquiabierta. ¿Es broma?

Vuelvo a leer el mensaje y no, el contenido no cambia. McCarthy ha cortado conmigo de verdad.

Parece que Jake Connelly acaba de declararme la guerra. 

Capítulo 4

Brenna

Por lo general, me desenvuelvo bien en todo tipo de situaciones. Nunca he sufrido de ansiedad y la verdad es que nada me asusta, ni siquiera mi padre, conocido por hacer llorar a hombres creciditos con tan solo una mirada. No exagero: lo vi hacerlo una vez.

Sin embargo, esta mañana me sudan las palmas de las manos y unas mariposas diabólicas me roen el estómago. Y todo gracias a este ejecutivo de HockeyNet, Ed Mulder, que ha sido desagradable desde que ha pronunciado la palabra «empieza». Es alto, calvo y terrorífico, y lo primero que hace tras darme la mano es preguntar por qué una chica guapa como yo se presenta a un trabajo detrás de las cámaras.

Reprimo una mueca de asco por el comentario sexista. Tristan, uno de mis profesores auxiliares de Briar, hizo las prácticas aquí y me advirtió de que Mulder es un capullo integral. Pero Tristan también dijo que ninguno de los estudiantes en prácticas trabajan directamente con Ed Mulder, lo que significa que no lidiaré más con él después de esta entrevista. Solo es un obstáculo por el que tengo que pasar para llegar al oro de las prácticas.

—Bueno, como figura en mi carta de presentación, mi objetivo es ser analista o reportera en las pantallas, pero espero reunir algo de experiencia tras las cámaras también. Soy estudiante de Comunicación y Periodismo en Briar, como ya sabe. El año que viene haré prácticas en…

—Esto no son unas prácticas remuneradas —me interrumpe—. ¿Eres consciente de ello?

Me pilla desprevenida. Me resbalan las manos cuando las junto, así que las pongo sobre las rodillas.

—Oh. Ehm. Sí, soy consciente.

—Bien. Estoy acostumbrado a que los hombres que aspiran a estos puestos lleguen completamente informados, mientras que las mujeres a menudo esperan que les paguemos.

Ha pasado de ser vagamente sexista a serlo de manera obscena. Y ese comentario tampoco tiene mucho sentido. La oferta de trabajo en la web de HockeyNet especificaba claramente que eran unas prácticas no remuneradas. ¿Por qué los hombres iban a esperar una cosa y las mujeres otra? ¿Acaso sugiere que las mujeres no leen bien la oferta? ¿O que directamente no sabemos leer? 

Se me acumulan unas perlitas de sudor en la nuca. Lo estoy haciendo fatal.

—Entonces, Brenda, háblame sobre ti.

Trago saliva. Me ha llamado Brenda. ¿Debería corregirlo?

«Por supuesto que deberías corregirlo. Que le den a este tío. Ya lo tienes». La Brenda segura de sí misma —quiero decir, Brenna—, alza su espectacular cabeza. 

—En realidad me llamo Brenna —digo suavemente—, y creo que encajaría muy bien aquí. Antes que nada, adoro el hockey. Es…

—Tu padre es Chad Jensen. —Mueve la mandíbula arriba y abajo y me doy cuenta de que está mascando chicle. Elegante.

Respondo con un tono cuidadoso: 

—Sí, así es.

—Un entrenador que ha ganado campeonatos. Múltiples victorias en la Frozen Four, ¿verdad?

Asiento.

—Es un buen entrenador. 

Mulder también asiente.