Amor inocente - Elle Kennedy - E-Book

Amor inocente E-Book

Elle Kennedy

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Beschreibung

¿Quién querría matarla? Había mucha gente en Serenade con motivos para matar a Teresa Donovan, pero todos pensaban que su exmarido, Cole, era el asesino. Todos salvo la agente del FBI Jamie Crawford. Aunque la atracción que había entre ellos amenazaba su objetividad, su infalible instinto le decía que el magnate inmobiliario era inocente. El desastroso matrimonio de Cole había arruinado su confianza en las mujeres, pero al conocer a Jamie su armadura protectora comenzó a derretirse...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Leeanne Kenedy. Todos los derechos reservados.

AMOR INOCENTE, Nº 1944 - julio 2012

Título original: Millionaire’s Last Stand

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0679-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

TENEMOS un cadáver. La llamada lo había despertado de madrugada y mientras salía de su granja para subir al jeep, Finn no podía controlar el miedo que lo atenazaba. Tenía el presentimiento de que el tranquilo pueblo de Serenade estaba a punto de dejar de serlo.

Patrick «Finn» Finnegan apagó el motor del jeep y miró la impresionante mansión que se alzaba frente a él. Situada sobre un promontorio, la casa parecía una versión pequeña de un castillo medieval. Según los rumores, Cole Donovan había querido usar madera para que la estructura se pareciese a las casitas rústicas de la zona, pero su esposa había exigido que fuese de piedra.

Y no le sorprendía. Teresa Donovan siempre había actuado como si fuese una reina, ¿por qué no vivir como tal?

Un golpecito en la ventanilla del jeep interrumpió sus pensamientos. Anna Holt, una de sus alguaciles, estaba mirándolo con sus astutos ojos castaños, su seria expresión dejaba claro lo que Finn esperaba encontrar en el interior de la extravagante casa.

—¿Malas noticias? —preguntó, a modo de saludo.

Anna vaciló durante un segundo.

—Muy malas —respondió por fin.

Juntos tomaron el camino que llevaba a la entrada de la mansión y atravesaron la ornada puerta con filigrana de bronce, más parecida a la entrada de una catedral que a la de una casa de Carolina del Norte. El espacioso vestíbulo era de mármol blanco, algo incongruente considerando que el exterior era de granito. Teresa Donovan había optado por el boato más que por la consistencia.

—Está aquí —dijo Anna, señalando un arco a la izquierda.

El comisario se pasó una mano por la mandíbula mientras miraba los carísimos muebles del cuarto de estar. Su segundo alguacil, Max Patton, estaba frente a la enorme chimenea de pizarra negra, buscando huellas en la repisa y en las fotografías que había sobre ella. Finn se fijó en una en particular que mostraba a Teresa con su vestido de novia, al lado de un hombre alto, de piel morena y ojos oscuros.

Cole Donovan, el magnate inmobiliario, exmarido y posible sospechoso del asesinato.

Finn masculló una maldición. Aquello era lo último que el pueblo necesitaba. En los cinco años que llevaba como comisario de Serenade, no había habido un solo asesinato. La gente, sencillamente, no se mataba en Serenade.

Suspirando, hizo un esfuerzo para mirar el cadáver de Teresa Donovan.

Incluso muerta era una mujer bellísima, tuvo que reconocer. Su pelo negro estaba extendido sobre el suelo de parqué y su piel, antes blanca como la porcelana, tenía en aquel momento un tono azulado. Llevaba un camisón corto de color vino de seda o raso que dejaba al descubierto sus muslos. No era una mujer alta, pero su belleza siempre le había parecido extraordinaria.

Como su desagradable personalidad.

—Tiene algo bajo las uñas —dijo el forense.

Finn frunció el ceño.

—¿Arañó a su asesino?

Len Kirsch se encogió de hombros, las gafas de montura metálica se deslizaban por el puente de la delgada nariz.

—Posiblemente, pero puedes tener células de piel bajo las uñas solo por acariciar el brazo de alguien. Examinaré el cadáver meticulosamente durante la autopsia para ver si son heridas defensivas.

Finn contuvo otro suspiro. ¿Por qué tenía que haber sido precisamente aquella mujer? Sería difícil encontrar una sola persona en Serenade que apreciase a Teresa. De hecho, en aquel caso todo el pueblo sería sospechoso.

Entonces miró el agujero que había en el camisón de Teresa, justo sobre el corazón. El asesino había disparado a matar.

Mientras los fotógrafos del laboratorio forense hacían su trabajo, Finn dio un paso atrás. El resto del salón estaba impecable, los muebles y cojines en su sitio. No había señales de lucha, solo el cadáver tumbado al lado del sofá de piel y el siniestro charco de sangre sobre el suelo.

Maldito fuese Cole Donovan, que no había hecho más que crear problemas desde que se mudó a Serenade dos años antes. Había comprado la fábrica de papel para construir un hotel, se había casado con la chica mala del pueblo, de la que se había divorciado un año después…

Y, casi con toda seguridad, la había asesinado.

Aquel era un pueblo tranquilo. Los cinco mil habitantes de Serenade eran gente agradable y trabajadora que no se metía en líos. Educaban a sus hijos, llevaban sus negocios o vivían del turismo que en verano visitaba el pintoresco pueblo.

Cole Donovan no era uno de ellos. Él era un hombre de ciudad que había creado su imperio inmobiliario en Chicago para extenderlo después por la costa atlántica, construyendo hoteles en pueblos pequeños en los que no debería construir.

Finn miró de nuevo el cadáver de Teresa y, al ver el charco de sangre, solo pudo pensar una cosa:

Serenade no volvería a ser el mismo.

Capítulo 1

Dos semanas después

—¿Seguro que no quieres que me quede? —insistió Ian Macintosh, en la puerta de la solitaria casa de Cole Donovan.

—Vuelve a Chicago —respondió Cole, interrumpiendo la protesta de su ayudante con un gesto—. Estoy bien, Ian. Lo peor que puede pasarme es que el comisario me detenga.

—No entiendo por qué estás tan tranquilo. Si me acusaran a mí de algo que no he hecho, me liaría a golpes con todo el departamento —Ian se puso colorado—. No le cuentes a mi madre que he dicho eso. La pobre se pasó veinticinco años intentando enseñarme buenas maneras.

Su acento británico era más marcado que nunca, de modo que Ian debía de estar realmente preocupado por él. Cole había contratado al chico durante un viaje a Londres, cuando Ian lo había buscado después de una conferencia para decirle que le gustaría formar parte de la Compañía Donovan. Al principio, Cole tenía sus reservas porque Ian acababa de terminar la carrera, pero durante los últimos cinco años había demostrado ser fundamental para él.

Y por eso necesitaba que volviese a Chicago, para controlarlo todo desde el cuartel general de la compañía mientras él intentaba solucionar aquella pesadilla.

Maldita fuera Teresa.

Seguía sin creer que su exmujer hubiese muerto. Aquella mujer que solo le había ocasionado problemas y quebraderos de cabeza en los últimos dos años. Teresa le había hecho daño, lo había humillado, le había costado no solo dinero, sino su orgullo.

Pero había muerto y el comisario Finnegan estaba entre las sombras, esperando el momento para detenerlo.

Cole contuvo un suspiro. Tenía que solucionar aquello antes de que se le escapase de las manos. Los periódicos ya habían olido la historia y lo último que necesitaba en aquel momento era publicidad negativa. La inmobiliaria Donovan había sufrido tanto como las demás con la caída de los mercados y no podía permitirse el lujo de perder dinero porque el comisario de Serenade hubiese decidido que era un criminal.

—Ponte en contacto con Kurt Hanson cuando llegues a Chicago —le dijo mientras lo seguía hasta el porche—. Invítalo a cenar en un buen restaurante. No podemos perder ese hotel de la playa.

Ian anotó las instrucciones en su BlackBerry, tan eficiente como siempre.

—¿Y qué pasa con el hotel Warner? Kendra Warner ha decidido doblar el precio de la propiedad. ¿Vamos a pagar tanto?

Cole se pasó una mano por la mandíbula.

—No —respondió por fin—. La propiedad no vale ese dinero. Añade un millón más y si no acepta, dile a Margo que busque otro sitio.

—Muy bien, te llamaré cuando llegue —Ian abrió la puerta del coche, mirándolo con cara de preocupación—. Podría quedarme —insistió.

—Vete —dijo Cole—. Puedo solucionar esto yo solo.

Con una sonrisa de resignación, Ian subió al coche y lo puso en marcha.

Después de decirle adiós con la mano, Cole entró en casa y, en cuanto la puerta se cerró tras él, dejó caer los hombros, con el peso de la angustia de esas dos semanas abrumándolo.

Teresa estaba muerta.

La mujer con la que había estado casado durante dos años estaba muerta.

Entonces, ¿por qué solo sentía alivio?

Después de marcar el código que activaba la alarma se dirigió al bar situado en la esquina del salón. Le temblaban las manos mientras echaba un par de cubitos de hielo en un vaso antes de servirse el whisky, mirando el intrincado reloj de pared que había al otro lado de la habitación. Las cuatro, genial. Se estaba dando a la bebida a media tarde. Se estaba dando a la bebida, punto. Él no bebía desde que estaba en la universidad, cuando llevó a su madre a una clínica de desintoxicación.

Cole se dejó caer sobre uno de los sillones y bebió en silencio, deseando, no por primera, vez no haber conocido nunca a Teresa Matthews. Una noche, solo había hecho falta eso para que se enamorase de ella. Seis meses más tarde estaban casados.

Y un año después pedían el divorcio.

Estaba terminando su copa cuando oyó el motor de un coche por la ventana abierta. Ian era la única persona que tenía el código de la verja de entrada, de modo que su ayudante había vuelto. Probablemente se habría dejado algo, pensó.

Suspirando, Cole dejó el vaso sobre la mesa y se levantó, frunciendo el ceño al ver un coche negro subiendo por el camino de tierra.

Maldita fuera. Era la segunda vez que Ian olvidaba marcar el código de seguridad cuando se iba de la casa. ¿Para qué pagaba un carísimo sistema de seguridad cuando sus propios empleados eran incapaces de cerrar la verja?

Las ventanillas del coche estaban tintadas, de modo que no podía ver al conductor, pero quien fuese aparcó al lado de su camioneta.

Y cuando bajó, Cole vio que era una guapísima pelirroja. Llevaba un traje de chaqueta negro que destacaba su preciosa figura y una camisa blanca bajo la chaqueta desabrochada. Tenía un aspecto muy profesional, salvo esa melena roja que caía en cascada por debajo de sus hombros.

Cole contuvo el aliento cuando la mujer se dirigió hacia el porche con paso seguro. Caminaba con los hombros rectos y la barbilla levantada, como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

Desapareció de su vista mientras subía los escalones del porche y Cole intentó controlar esa breve chispa de deseo mientras salía del salón para marcar el código que cerraba la verja, mirando la docena de monitores que vigilaban varias zonas de la propiedad. No había nada raro en las pantallas, salvo la preciosa pelirroja en el porche.

Pero cuando sonó el timbre, estaba enfadado otra vez. Seguramente sería otra periodista que, siguiendo los pasos de sus predecesores, intentaba conseguir una jugosa entrevista.

Pues a la porra. Estaba harto de extraños que querían meterse en su vida.

Furioso, abrió la puerta y fulminó a la pelirroja con la mirada.

—Sin comentarios —le espetó.

Ella parpadeó, sorprendida, antes de esbozar una sonrisa.

—¿Le he pedido que hiciese algún comentario?

Cole la miró fijamente. Esa sonrisa, maldita fuera, iluminaba toda su cara. Y parecía sincera, sin el interés y la vanidad que exudaban la mayoría de los reporteros.

—Ah, ya entiendo, cree que soy periodista —dijo ella, riendo—. Siento decepcionarlo y le pido disculpas por no haber presionado el intercomunicador de la entrada. La verja estaba abierta, así que he pensado que podía entrar.

Cole abrió la boca para decir algo, pero no consiguió articular palabra. Estaba hipnotizado por sus ojos, que eran de un azul casi violeta.

Era una mujer preciosa, aunque no una belleza convencional. Sus ojos eran exóticos, almendrados, pero la nariz aristocrática y la boca de labios perfectos le daban un aspecto elegante. Y las pecas que tenía en las mejillas la hacían parecer simpática.

Exótica, elegante y simpática. Definitivamente, un trío peculiar. Si añadía un cuerpazo a la mezcla, aquella mujer, fuese quien fuese, resultaba muy interesante.

—¿Quién es usted? —le preguntó cuando por fin pudo encontrar la voz.

—Jamie Crawford —respondió ella, sacando una placa del bolsillo de la chaqueta—. FBI.

No parecía un asesino, pensó Jamie mientras hacía un esfuerzo para no quedarse boquiabierta ante aquel hombre tan guapo. ¿Hombre? Estrella de cine, más bien.

Tenía la piel bronceada, los ojos oscuros, casi negros, y un pelo castaño que se rizaba ligeramente detrás de las orejas. La camiseta azul y los vaqueros gastados revelaban un cuerpo musculoso que no parecía el de un magnate inmobiliario.

Ella había esperado un tipo como Donald Trump y lo que tenía delante se parecía más a Johnny Depp.

Pero aquello no era una cita, se dijo. Estaba allí para entrevistar a un sospechoso de asesinato.

—FBI —repitió él—. Genial, así que el comisario quiere echarme encima a los federales.

—Me gustaría hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente.

—Ya he hecho mi declaración en la comisaría —replicó Cole—. No tengo nada más que añadir.

Finn le había advertido que Donovan podría no querer cooperar, pero Jamie estaba decidida a ganarse su confianza. Cuando Finn la llamó el día anterior para pedirle que fuese a Serenade para ayudarlo en un caso, no había vacilado. Además, tenía unas semanas de vacaciones obligatorias, ya que su supervisor creía en «rejuvenecer la mente». Jamie había temido esas vacaciones porque no sabía qué hacer con tres semanas libres, de modo que la llamada de Finn había sido un regalo del cielo.

Pero habría ido aunque no tuviese vacaciones. Finn y ella eran amigos desde que se conocieron en Raleigh cuatro años antes, cuando Jamie estaba impartiendo un seminario sobre el arte de hacer perfiles psicológicos.

Finn la había buscado cuando terminó la primera clase, impresionado por su charla y sorprendido por lo joven que parecía. Y lo había sorprendido aún más al saber que tenía veintiocho años y llevaba seis en el FBI. A partir de entonces, se hicieron amigos.

No había nada romántico en su amistad con Finn. Eran como hermanos y lo consideraba su mejor amigo, por eso se había ofrecido a ayudarlo. Además, aquel caso parecía interesante. Bueno, cualquier caso que diera el titular: Magnate inmobiliario implicado en el asesinato de su exmujer tenía que ser interesante.

—Me gustaría que lo reconsiderase, señor Donovan.

Le será más fácil hablar conmigo que con el comisario Finnegan.

Podría haber jurado que él esbozaba una sonrisa.

—En eso tiene razón.

—Por favor —añadió Jamie—. Deme media hora. Al contrario que algunos de mis colegas, yo soy capaz de ver las cosas sin prejuicios de ningún tipo. No estoy aquí para detenerlo o para inculparlo, solo quiero conocer su versión de la historia.

Estaba siendo sincera. Ella era capaz de ver las cosas con perspectiva, al contrario que Finn, que estaba convencido de su culpabilidad. Pero Jamie no estaba tan segura porque lo que sabía de Cole Donovan no lo señalaba como un asesino. Aunque había heredado la compañía de su padre, Cole había decidido donar ese dinero a una organización benéfica y construir su propio imperio. A los treinta y cuatro años era multimillonario habiendo empezado desde cero y eso era admirable.

Y sí, los hombres ricos e importantes también cometían crímenes, pero Jamie tenía la sensación de que aquel hombre no era un asesino.

Tuvo que disimular una sonrisa cuando por fin Cole Donovan capituló. Abriendo la puerta del todo, le hizo un gesto para que entrase y Jamie se tomó unos segundos para admirar el interior de la casa, de madera y piedra, con unos techos tan altos que la hacían sentirse diminuta en comparación.

Cuando miró hacia la izquierda, vio un enorme salón con un ventanal que ocupaba toda una pared. Oh, sí, Cole Donovan era un hombre muy rico. Con su salario tardaría varias vidas en poder pagar una casa así.

—No sabía que Finnegan hubiera llamado a los federales —dijo Cole mientras la llevaba a una fabulosa cocina de estilo rústico.

Jamie miró las encimeras y los armarios de caoba, las paredes pintadas de color amarillo… y se encontró sonriendo al ver unas cortinas de cuadros verdes. Había esperado un ambiente más estéril, más moderno, la guarida perfecta para un hombre tan rico como el rey Midas.

—Es muy hogareña —comentó, sin molestarse en ocultar su sorpresa—. Y los electrodomésticos parecen usarse.

—Me gusta cocinar —dijo él, señalando una mesa ovalada que había en el centro—. Siéntese, por favor. ¿Quiere un café?

—Sí, gracias —respondió Jamie, apartando una silla.

—¿Leche y azúcar?

—No, solo. Y no estoy aquí de manera oficial, señor Donovan.

Su propósito al ir allí era encontrar el perfil de la persona que había matado a Teresa Donovan, pero tenía la impresión de que a Cole no le haría gracia que un psiquiatra forense lo interrogase.

Como investigadora en la unidad de análisis del comportamiento, se dedicaba a examinar casos pensando como un asesino. Una tarea bastante más complicada de lo que parecía en las series de televisión que estaban tan de moda.

Era un trabajo lento, metódico. Debía concentrarse en el análisis del crimen, sobre todo en las decisiones que el asesino había tomado antes, durante y después de un asesinato.

Jamie estudiaba todos los aspectos, desde el porqué al método con el que se había llevado a cabo o lo que se había hecho con el cadáver. Pero en aquel caso no conocía los detalles, solo lo que Finn le había contado.

—¿Entonces por qué está aquí? —le preguntó Cole Donovan, ofreciéndole una taza de café antes de sentarse frente a ella.

—Finn me ha pedido que viniera, como un favor. Parece que aún no ha unido todos los cabos.

—Tal vez si dejase de tratarme como a un sospechoso llegaría a algún sitio —comentó él, irritado.

Jamie se encogió de hombros.

—Es posible —murmuró, apoyando los codos en la mesa—. Dígame cómo conoció a su exmujer.

Esa pregunta pareció sorprenderlo. Seguramente porque había esperado que le preguntase si mató a Teresa, pero ser tan directo era más típico de Finn que de ella.

—Vine al pueblo por una cuestión de negocios hace dos años y medio —respondió Cole—. Después de una reunión pasé por el bar en el que trabajaba Teresa y empezamos a charlar…

—Y se casó con ella seis meses después.

Cole asintió con la cabeza.

—¿Y por qué se divorciaron?

—Pensé que Teresa era de otra manera.

Jamie no dijo nada, mirándolo a los ojos con expresión relajada. Había descubierto que en los interrogatorios el silencio era a menudo la mejor estrategia. Si te quedabas callado el tiempo suficiente, la persona del otro lado de la mesa se ponía nerviosa y acababa contándolo todo para llenar el vacío. Como no había esperado que ese truco funcionase con un hombre tan astuto como Cole Donovan, le sorprendió que siguiera hablando:

—Lo que me atrajo de ella fue su carácter espontáneo. Le daba igual lo que la gente pensara, no vivía para complacer a los demás. Hacía lo que le daba la gana y yo admiraba eso —Cole se detuvo, llevándose la taza a los labios—. Pero me equivoqué. Todo eso que me gustaba de ella no era espontaneidad o alegría de vivir, era egoísmo y codicia.

—¿Se casó con usted por su dinero? —le preguntó Jamie.

—Por supuesto. Le encantaba ser la esposa de un millonario y odiaba que yo quisiera vivir en Serenade en lugar de en Chicago o Nueva York, donde podría portarse como una reina.

—¿Por qué se quedó aquí?

—Porque me gusta el pueblo —respondió Cole—. Me imagino que habrá visto lo bonito que es Serenade. Pero es más que eso, es un hogar, un sitio donde puedes formar una familia, donde todo el mundo conoce tu nombre y te saluda cuando te ve. Yo crecí en una ciudad, rodeado de extraños, y quería algo diferente cuando me casé con Teresa.

Jamie lo entendía perfectamente. El opresivo camping de caravanas en el que ella había crecido no había sido un hogar, al contrario, más una cárcel que otra cosa. Había pasado una gran parte de su vida adulta intentando encontrar su sitio en el mundo, un sitio en el que se sintiera feliz. Pero aún no lo había encontrado, a menos que contase su apartamento en Charlotte.

—Pero su exmujer no quería quedarse en Serenade.

—No, ella quería viajar conmigo, aunque sabía que tendría que quedarse en el hotel mientras yo trabajaba. Pero después del primer viaje empezó a portarse de manera mezquina e infantil, haciendo ridículas exigencias, protestando por todo. Y poco después empezaron sus aventuras.

—¿Aventuras extramaritales?

—Parker Smith es el único del que estoy seguro porque Teresa mencionó su nombre durante una discusión, pero sé que hubo otros. Lo sé porque ella misma me lo contó.

—Pero no le dio nombres —dijo Jamie, pensativa.

—No —respondió Cole—. Además, yo no quería saberlo. Solo quería alejarme de Teresa, por eso pedí el divorcio y me fui de la casa.

—¿Por qué se quedó aquí? Si su matrimonio se había roto, Serenade ya no podía parecerle un hogar.

—Como le he dicho, me gusta el pueblo —Cole se encogió de hombros—. No sé por qué, ya que todo el mundo me ve como un extraño.

Jamie se pasó una mano por el pelo.

—A mí también me gusta Serenade —le confesó—. Solo llevo una hora aquí, pero he tenido la misma sensación mientras lo atravesaba: es un buen sitio para vivir.

—¿Es usted una chica de ciudad?

—Nací y me crié en Charlotte —Jamie sonrió—. Normalmente, los pueblos pequeños me parecen aburridos y demasiado tranquilos. Y todo el mundo lo sabe todo sobre los demás.

—En eso estoy de acuerdo —dijo él.

Jamie notó que su tono era menos agresivo y eso significaba que podía lanzarse al ataque.

Mirándolo a los ojos, se inclinó hacia delante y le preguntó:

—¿Qué ocurrió la noche que murió Teresa, Cole?

Capítulo 2

COLE no estaba acostumbrado a que lo pillasen desprevenido, pero la pregunta de Jamie Crawford no solo lo sorprendió, sino que lo hizo palidecer. Y se dio cuenta entonces de que la pelirroja había estado jugando con él. La había dejado entrar en su casa porque, como le había dicho a Ian, quería solucionar aquella pesadilla y si la agente del FBI quería escuchar su versión, ¿qué podía perder?

Pero Jamie lo había engañado dándole una falsa sensación de confianza. Había usado su sonrisa y su tono agradable para hacer que le contase cosas y luego, de repente, le había metido un gol.

Cole hizo un esfuerzo para disimular su enfado. Muy bien, había bajado la guardia y estaba disfrutando de la conversación con la inteligente pelirroja. Pero se puso a la defensiva de nuevo, sabiendo que debía ser cauto a partir de ese momento.

—Seguro que te lo ha contado el comisario.