6,49 €
En esta novela encontrarás que el amor es el verdadero sentido de la vida, que solo se puede crecer cruzando obstáculos, ellos están puestos para ser nuestros maestros en el caminar diario. Cada mañana al despertar te encontrarás frente a dos caminos y deberás elegir con decisión y una profunda convicción el camino que te conduce a casa, a ese lugar de autenticidad. Si caminas sin sentido yendo donde las multitudes van solo por inercia, nunca podrás encontrar el sendero que te toca transitar, amor es pérdida y pérdida es ganancia, un nuevo despertar, una luz en la conciencia que te da el valor de tomar la antorcha que te corresponde, y lo inesperado será lo que la vida te regala, ese premio que tanto estás anhelando recibir. El autor, que es escritor de otros géneros como autoayuda y negocios, hoy nos quiere llenar el corazón con una historia de amor que contiene datos históricos, contexto social, fantasía y, sobre todo, una historia de amor. Si te encuentras decepcionado y ya no quieres continuar la lucha por lo que te corresponde, recuerda que cuando quieres retirarte es cuando más cerca estás de alcanzar el objetivo. Vive una vida auténtica sembrando la buena semilla que, sin duda alguna, cosecharás abundancia.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 238
Veröffentlichungsjahr: 2023
CRISTIAN FERRARI
Ferrari, CristianAmor, pérdidas y lo inesperado / Cristian Ferrari. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4363-9
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Corrección: Silvana Claudia Paoltroni. Mail: [email protected]
ADVERTENCIA AL LECTOR
Los hechos y personajes de esta historia son totalmente ficticios por lo que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
AGRADECIMIENTOS
BIENVENIDOS
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
EPÍLOGO
A mis dos maravillosos hijos:
Aldana, por ser el sol de mi vida;
Matías, por ser la luz de mis ojos.
Los amo con todo mi corazón.
A todas aquellas personas que creen en el amor, que mantienen dentro de su alma una llama encendida y que, a pesar de sus decepciones, nunca abandonan la posibilidad de arriesgarse a amar una vez más, ni se derrumba su fe para construir una nueva historia de amor, escrita, sellada con el corazón.
A Graciela Romagnoli, por aportar ideas para este escrito, historias y datos, sobre todo con una emoción extraordinaria.
A Lorena Galetti, mi prima, que me pidió que su nombre esté en este libro… Siempre animando para que yo pueda seguir editando.
A Lara y Brenda Ferrari, dos maravillosas sobrinas con un corazón especial.
A Rosana Ramírez por su amor incondicional.
A Silvana Paoltroni por su apoyo en corregir y en enriquecer esta historia. Tu dedicación ha hecho que esto se haga posible.
A mi hermano, Claudio Ferrari, y a su esposa, Lorena, que siempre están pendiente de mi vida. A ellos y a todos ustedes les agradezco por alentarme a seguir llevando esta pasión de escritor.
Y a ustedes, sólo a ustedes, el mayor de mi respeto.
Queda totalmente prohibida su reproducción parcial o total. Su derecho está a cargo del autor– escritor: Cristian Ferrari. Para su autorización comunicarse. E–mail. [email protected]
“Amor, pérdidas y lo inesperado”
Es la década de los ’80 en la ciudad de Rosario, Argentina, mi país.
Está rodeada de localidades agro–ganaderas que son una fuente genuina de trabajo. Rosario es una tierra de sueños. Su clima es templado, con veranos calientes de unos 35º grados y arboledas que alivian del agobio estival a sus ciudadanos. Pero en invierno la temperatura es bajo cero, con algunas ventiscas que molestan y hacen que tirites de frío. Aunque yo no tengo frío. Será, como dicen las viejas, que la sangre joven de esta época nunca se siente fría, que la juventud es bella y que ojalá fuera eterna.
Los días dorados de otoño son encantadores en las calles rosarinas. Todo se tiñe de las más variadas tonalidades de marrones, morados y amarillos… y de algunos verdes confusos que se apagan lentamente mientras que las hojas se desvanecen poco a poco bailando al ritmo del viento. El recorrido del largo Río Paraná también se pinta de marrón y sólo cuando el cielo y el agua marcan el horizonte, se dibuja un celeste brillante. Es la belleza natural que nos habita: corazón inquieto, fuente de riqueza pluvial, inagotable de recursos naturales, centros de entradas y salidas de barcos que llegan y se van, con un puerto lleno de trabajadores. En este vaivén de movimientos ondulantes también acompaña el agua a un paso rítmico.
En primavera Rosario atrapa a las personas que ya lucen sus ropas más livianas, mientras tímidamente todo brota para después reverdecer y llenar de cientos de pinceladas de colores brillantes los paseos y las plazas. El parque Independencia, las canchitas de fútbol, los jardines de las casas, los bulevares, hasta el río es azul verdoso .
Rosario es una ciudad cosmopolita. Se destaca por sus museos, por sus numerosas exposiciones artísticas y culturales, por su educación Es una ciudad que crece a pasos acelerados. Sus bares, restaurantes y confiterías bailables son un mundo multitudinario, como el Servando Bayo Su parque de juegos infantiles, uno de los más lindo del planeta; su tren fantasma, al cual todos temen; sus radios AM; algunas canchas de tenis; la rural, un lugar especialmente importante en donde las escuelas realizan recorridas didácticas con sus alumnos para enseñarle el arte de la tarea rural y de los secretos de la zona… Un recorrido que a los alumnos embelesa, mientras que comparten un día diferente con sus compañeros y aprenden, juegan y aprovechan para tomar un rico helado, aunque algunos prefieren el copo de algodón, hecho con azúcar, blanco o rosado, que tienta a cada transeúnte que los ve y los remonta también a su dulce infancia.
Las calles rosarinas se alternan, por un lado, empedradas y, por el otro, pavimentadas o de tierra, según sea el barrio, la trascendencia, la necesidad o la ubicación Hay barrios para todos los gustos: algunos humildes, otros ostentosos y otros, en pleno progreso. Todos mezcladitos…
La ciudad también cuenta con sus salas de cine, repetidoras de canales, (el Tres y el Cinco), la peatonal Córdoba… Es una ciudad comercial: por todas partes hay negocios generando abundantes movimientos de dinero.
No se puede hablar de Rosario sin nombrar sus dos íconos del domingo: Newell’s Old Boys y Rosario Central. Los dos clubes de fútbol que se disputan el liderazgo. Y aquí aparece mi papá, hincha fanático de “los canallas”, así se llama a Rosario Central. Él no se pierde un sólo partido, tanto jueguen de local como de visitante. ¡Y ni les cuento cómo se vive el clásico rosarino! Si ganamos, la casa es una algarabía y si perdemos ¡¡Dios mío!! Por una semana se respira tristeza y mal humor en cada rincón. Cuando se juega el clásico toda la ciudad vibra: las radios y los televisores están encendidos a todo volumen, se palpita fútbol en cada hogar, mientras se escuchan a los relatores que afinan sus gargantas para gritar los goles, son las otras almas del juego. Aquí todo se vive con pasión. Y la pasión futbolera nos mata
En esta ciudad siempre perduran los buenos modales: el saludo, el respeto al vecino, el respeto a las reglas (más o menos), la buena convivencia aunque cuando se juega “el clásico rosarino” se pudre todo, perdón por la palabra. Así empiezan las cargadas, los cánticos, las burlas, las agrandadas, las historias futboleras… Pero la gente es muy buena: es gente de trabajo, en su mayoría descendientes de italianos o de españoles. Mi ciudad es una ciudad con alma de pueblo y casi todos nos conocemos.
Hay pocos “malandras”, aunque se dice por ahí, que hay mucha “timba”, apuestas clandestinas y “quilombos”.
Tenemos la costumbre de tomar mate en las puertas de nuestras casas. Sacamos las sillas a la vereda y conversamos con los vecinos. Mientras tanto las madres vigilan a sus hijos que se entretienen jugando a la escondida, a la pelota, o a otros tantos juegos infantiles tradicionales. Y, si los chicos están en la escuela, sale Tota, mi mamá, con su herramienta de trabajo de todos los días a barrer la vereda porque todo tiene que estar reluciente y limpito Aunque, de vez en cuando, hace un alto en su tarea y apoya la carita en el palo de la escoba para escuchar con atención las últimas novedades del barrio que, Doña Porota, la vecina, se ve ansiosa por difundir. Es el único momento que la escoba hace un “break” y se queda quieta Ese es justamente el momento que más disfruta Tota, el que espera con mayor ansiedad y el único que la hace romper, sólo por unos momentos, con su rutina Así recoge las últimas novedades que luego replica en el almuerzo o en la cena
En Rosario pasamos fiestas inolvidables como en junio, aunque con mucho frío, cuando celebramos el Día de la Bandera, que es nuestro orgullo por tener el icónico monumento que nos representa a todos los argentinos. Ningún rosarino se pierde la fiesta que convoca a multitudes Más allá de algún aburrido discurso político, todos esperan el izamiento del símbolo patrio, el juramento de los conscriptos, el canto del Himno, el desfile militar, los globos celestes y blancos, la suelta de palomas y la ostentación de las escarapelas en nuestro pecho… La emoción se siente entre los presentes y, a muchos, hasta les provoca que se le caiga un lagrimón.
En épocas de vacaciones de verano, festejamos los carnavales con hermosas carrozas llenas de color y participan muchísimas personas que se disfrazan, aunque nunca sabemos realmente quiénes son Durante ese tiempo, es común ver en los barrios cómo los niños juegan con agua celebrando el carnaval y cómo se divierten ingenuamente Una hermosa época que siempre trae recuerdos maravillosos.
Así es esta hermosa ciudad en la que yo vivo. Bella por donde la mires, repleta de personas elegantes caminando por su peatonal eligiendo la cafetería para disfrutar un rico café con una porción de torta, todas personas mágicas que supieron escribir historias maravillosas, amores encontrados caminando debajo de una luna romántica, aromas a flores, un paisaje de verde natural y un río que lo dice todo. Rosario es una ciudad de enamorados, tierra de poetas con manos ásperas cargadas de trabajo Es la ciudad donde todos los sueños se realizan y en donde uno se siente orgulloso de ser argentino. Rosario es todo. Y más.
Y es, justamente, la cuna donde comenzó a escribirse mi bella historia.
Amanda Martínez.
Dos hechos fundamentales ocurrieron en 1983 en Argentina. El primero fueron las elecciones democráticas que se hicieron después de la ferocísima dictadura Cívico–Militar. El segundo, el 10 de diciembre de 1983, fue nada más ni nada menos que el retorno a la democracia con la asunción a la presidencia de Raúl Alfonsín.
Es inexplicable aún hoy, el latir popular de esa época. La algarabía en las calles, el júbilo en los ojos de los transeúntes. El aire claramente había cambiado. Más liviano, más pacífico. Durante esos meses, no importaba a qué partido político pertenecieras, regocijo era lo que se sentía y se palpaba por todas partes, aunque al país le quedaba un largo camino de recuperación, de generar memoria y de cicatrizar heridas profundísimas.
En ese contexto de ebullición e introspección, el grupo del último año del Normal 1 de Rosario, organizaba la fiesta de despedida del secundario. Ideada por el líder del grupo, Pepe, que no encontraba trabas para ser escuchado y que, en poco tiempo, había unificado entre sus compañeros el deseo de celebrar el egreso y el inicio de sus vidas como adultos.
En esa época los argentinos podían ser parte de uno de los dos grupos marcadísimos que se habían formado: aquél integrado por los que despertaban de un largo sueño y se enteraban recién de todo lo que había sucedido durante la Dictadura. O del otro, que, por el contrario, siempre supo lo que estaba pasando entre las sombras. Para cualquiera de los dos casos, el 10 de diciembre, significaba lo mismo: se cerraba un capítulo nefasto y empezaba otro, que todos esperaban que fuera mejor.
Y ahí estaba Pepe, con su cara de gil y actitud pedante, que pertenecía al segundo grupo, y necesitaba a sus amigos, necesitaba saltar y salir a festejar la vida. Necesitaba despedirse de ellos y de esa rutina de años de encontrarse con los ojos rojos de sueño: – “Una noche más de camaradería y después vemos”, pensaba.
Con Pepe comienza la historia. Pero sólo comienza. Porque es en Amanda, su mejor amiga, alrededor de la que se desplegaron todos los acontecimientos. Amanda, la preferida de todos, ésa era su descripción perfecta. No era una alumna despampanante, sino más bien tirando a charlatana, pero los profesores la adoraban. La energía y el entusiasmo que derrochaba al hablar de sus sueños eran tan fuertes que atraía, como un imán, a quien la escuchara. La docencia era su futuro, lo sabía desde pequeña, cuando acomodaba a todos sus muñecos con los que se pasaba horas enseñándoles a escribir. “Docente de una escuela rural”, ése era su deseo más grande, para llevar a los chicos del campo a un nivel superior de vida. Ella sabía que la educación era una garantía para generarles un mundo nuevo, con mayores posibilidades. Podía, a través de ella, lograr un cambio de conciencia; dejando atrás malas costumbres que hacen de la mediocridad un rasgo que no le pertenece a la humanidad. Sabía, en lo más profundo de su alma que la dignidad les pertenecía por completo a los niños. Y que para lograrlo, debería dedicar mucho tiempo para entregarles todas las herramientas intelectuales necesarias. Ese era su pensamiento más altruista, tan altruista como ella que sólo brindaba amor en todo lo que tocaba. Todo su cuerpo vibraba de emociones positivas porque su sueño pronto se haría realidad.
Su amabilidad y natural timidez habían ganado el alma de sus compañeros casi desde el día en que se había incorporado al grupo, a pesar que había empezado una semana más tarde el segundo año de la secundaria. El lunes se había incorporado y ya el martes, la mitad del curso estaba convencido de que era la mejor persona del mundo. Para el miércoles, la parte que restaba. Ese era el magnetismo que provocaba en los otros. Y Pepe estaba entre ellos. Mientras que Lorena, su mejor amiga del barrio, se vanagloriaba – y lo siguió haciendo durante años – sobre haberla convencido del cambio de colegio. El grupo, con su incorporación, ya estaba cerrado.
Ellos ya tenían el plan para el fin de curso. Primero, el viernes 16, llegaría la graduación formal, la tediosa fiesta académica, rigurosa y eterna en el salón de actos, con el discurso aburrido de la directora, la entrega de diplomas y después… sólo volver a casa. Pero luego llegaría el sábado, sinónimo de FIESTA. Habían planeado hacerla con cena con familiares, después baile – con los que quisieran quedarse–, y amigos invitados después de hora. “Tiraremos la casa por la ventana”, era el slogan inicial.
Desde el comienzo de la semana de la graduación las conversaciones giraban en torno a lo que pasaba en el país: la asunción de Alfonsín; la plaza de Mayo, en donde había concurrido una multitud y que mostraba sin descanso la televisión; la fiesta que se acercaba; el vestuario y el calor. La algarabía general era tal que los profesores se felicitaban por haber pactado unánimemente dejar a los egresados disfrutar de esa última semana y haber adelantado los exámenes recuperatorios a principios de mes.
Para el sábado, las chicas habían acordado un sistema de turnos para compartir peluquería. De esta manera, le tocaba a Amanda a las 16 horas y temía no llegar con los preparativos. Pero, Olga Rivas, su peluquera, sabía perfectamente cómo manejar la ansiedad de las chicas y, con voz calmada y la paciencia de una madre, cuando le tocó atender a Amanda le recordó gratos momentos de su infancia en el barrio para traerle un poco de serenidad.
Pepe, en un arranque de inspiración, había pedido el turno de las 18 horas pero fue rechazado amablemente por la peluquera y por los gritos de sus amigas. Ya estaba todo definido. Las chicas irían de vestidos largos y “de gala”, del color y con los detalles a su libre elección. Mientras que los chicos, más relajados, se presentarían con un riguroso traje negro, camisa blanca y corbata, también negra. Aunque sólo con una preocupación: con quién bailarían el sábado. Mientras tanto, quedaría en el recuerdo la anécdota sobre la elección por corbata o moño y que habían hecho por votación en un cuarto oscuro en un partido de fútbol a través de un fascinante juego de piedra, papel o tijera.
Así pasó la semana más recordada por todos los argentinos y también para este grupo de amigos. Con la llegada del viernes, la bulla dio paso al recuerdo, a los abrazos y al cariño sosegado de quienes sabían que el próximo lunes ya no sería igual.
Entonces llegó el momento del acto de egresados y los preparativos para la cena y el baile…
Padres y alumnos estaban citados a las 19 en punto, hora en que comenzaba el acto. Sin que los chicos supieran, los profesores, con ayuda de alumnos y padres, habían decorado la fachada del colegio desde el pasillo hasta el auditorio con todos los adornos que encontraron guardados. Así, entre escarapelas gigantes, la figura de Sarmiento en cartulina, el esqueleto del laboratorio de Química –“Flacucho” para todos–, globos y guirnaldas, los chicos fueron recibidos por profesores que los aplaudían.
Era la última entrada al colegio como estudiante. Y era significativa. Ese lugar, que hasta el día anterior era parte de una rutina amada y odiada al mismo tiempo, dejaba de pertenecerles. La sensación de la transición, de estar con un pie afuera sin saber lo que afuera les deparaba, les generaba un sentimiento de abatimiento y de extrañeza muy particular, que sólo se interrumpió con el carraspeo de la directora en el micrófono. A todos nos pasó, lo recordemos o no.
El último acto escolar de Amanda y sus amigos empezó en el momento mismo en el que la directora produjo, como siempre, una molesta interferencia con el micrófono. Y como en cada acto, todos los asistentes se resignaron a escuchar un largo, aburrido y acartonado discurso. Luego llegó la sorpresa. La misma directora que los tuvo en vereda, con el ceño fruncido y siempre mostrándose tan estricta que daba miedo, dejó las hojas del discurso de lado con ademán molesto y empezó a discurrir:
—¡Cómo me hicieron renegar! pero ahora vamos a extrañarlos. Cada profesor tiene un grupo especial, ligado a recuerdos bellos y significativos que provocan que cada una de sus caras y de sus nombres, no se borren fácilmente de la memoria. Y no me cabe la menor duda, de que ustedes, son parte de nuestra memoria. La mayoría de ustedes están dejando la adolescencia claro está –dijo mirando fijo al lugar donde estaban sentados Pepe y sus secuaces–, para entrar en la adultez y espero, sinceramente, que TODOS logren desarrollar su mayor potencial, lo que les permitirá alcanzar sus sueños. Sueñen en grande porque hoy tienen la libertad de hacerlo. Estudien, trabajen, sean cada día superiores en aquello que decidan ser. DEN LO MEJOR DE USTEDES, porque ustedes chicos, son nuestro promisorio futuro. La historia de nuestro país tiene altos y bajos políticos, problemas económicos eternos, pero también tiene su orgullo propio. Nuestra esperanza está en construir un nuevo presente, a través de la mejor educación posible que nosotros, junto a cada una de sus familias, hemos intentado brindarles. Tenemos la profunda esperanza, y sobre todo deseamos, que así sea, para, con y por ustedes”.
Con un discurso semejante, los padres sólo atinaron a aplaudir mientras que los chicos cuchicheaban entre ellos:
—¡¡Nos quiere!! Yo pensé que no tenía corazón– dijo Beto muy serio.
—Nos va a extrañar bueno, es normal. ¿Quién no nos extrañaría?–, agregó irónica Lorena.
—Eso es verdad… ¿Vamos a abrazarla? Vamos todos, yo solo no me animo– dijo Pepe. Y ése, como siempre, fue el puntapié inicial para otra de las anécdotas del grupo.
¿Alguno se anima a despeinarla? – aventuró otro integrante.
—Pepe, cálmate– intercedió Amanda en el momento correcto.
Los aplausos no decayeron en ningún momento después que los jóvenes subieron al estrado y le dieron un genuino abrazo grupal a la directora. Luego, mientras uno por uno subía para retirar su merecido diploma, los aplausos fervorosos continuaban retumbando por todos los rincones.
Mientras tanto Amanda lloraba emocionada. El cambio de colegio había sido una decisión que lamentó sólo el primer día, presa de su timidez. Después, cuando conoció a sus compañeros, fue forjando una profunda amistad que los uniría muy fuertemente. Ello había sido motivo de continua alegría para ella, una alegría que persistía hasta ese mismo momento. Mientras esperaba ansiosa su llamado, la embargaba una mezcla de sensaciones en donde no sabía si quería ser nombrada o no. Sabía que justo en el instante dónde terminaran de decir su apellido, sería el principio de un fin: el comienzo de la despedida real, palpable de su adolescencia.
Doña Tota, su mamá, con un reto la sacó de su ensoñación:
—Nena, deja de llorar que se te corre la pintura de los ojos ¡vas a salir mal en las fotos! Sabes que tu papá sufre del corazón y tiene que estar tranquilo.
—Bueno, mamá – respondió con la natural resignación que la caracterizaba en sus intentos de complacer a sus padres.
Entonces contempló a su madre, mientras que la nostalgia y la alegría se entremezclaban con la comprensión de los nervios maternos y de la exasperación que siempre le producían sus comentarios.
—Mamá, les agradezco la vida que me han dado. Me enseñaron con dedicación a valorar cada detalle y que los sueños se alcanzan con esfuerzo y con ternura y que siempre, unidos en familia, tendrá sentido vivir. Gracias por tanto amor.
—Cállate nena que me vas a hacer llorar–, agregó como siempre mandona Doña Tota.
Mientras tanto, Amanda hizo caso omiso del comentario y continuó con sus palabras de inmensa gratitud:
—Mi compromiso con ustedes es difundir esa enseñanza allí donde esté. Les prometo que me entregaré por completo a esa noble causa con mis futuros alumnos. Así intentaré devolverles parte de todo lo que hicieron por mí y honraré nuestro apellido.
Las últimas palabras de la joven, salieron como susurros, tal vez por la emoción que hizo que los abrazara intensamente mientras sus padres rompieron en un llanto notoriamente conmovedor.
Cuando llegó su turno, el auditorio se encendió en un aplauso fuerte lleno de emociones. Claro, ella siempre había sido especial para todos: buena amiga, noble, dispuesta a escuchar a sus compañeros sin importar que fuera lo que tuvieran que decir, y siempre, siempre, una excelente mediadora cuando discutían entre ellos. Pero sus virtudes iban más allá: era generosa y totalmente desinteresada. Si planificaban una salida de fin de semana con cine y pizzas y algún compañero no tenía dinero, Amanda se ponía en campaña para conseguirlo, pero siempre esforzándose para que muy pocos se enteraran. Esa era otra de sus virtudes: la humildad. De esa manera, dulce y delicada, lograba que nadie faltara. En su corazón siempre existía un espacio para las personas que amaba.
Amanda tomó su diploma como un trofeo, “como si fuera la mismísima Copa Mundial”, diría Pepe años más tarde. Lo levantó lo más alto que pudo y lo dedicó a su mamá y a su papá, a los directivos y a sus amigos de todos esos años. Ese gesto, fue tan desprovisto de su timidez característica, que logró que todas las familias saltearan el protocolo por un rato y que el acto se transformara en abrazos y en continuas felicitaciones que se replicaban por todos los rincones. Hasta los directivos, acostumbrados a esas ocasiones, se dejaron llevar por una emoción maravillosa y, sin haber planificado o previsto que las cosas se desencadenarían por ese lado, se sumaron a esa gran fiesta de emociones como una gran familia.
El acto duró mucho más de lo esperado. Y cuando se entregó el último diploma, los chicos –que tenían una sorpresa más para el recuerdo y con la que iniciaron una tradición que marcaría a todas las promociones venideras–, se dirigieron al patio del colegio para tirarse harina con huevos, baldazos de agua que, con la complicidad de las celadoras, estaban listos desde temprano.
Allí, en el mismo lugar donde hacía muchos años jugaron por primera vez siendo muy niños, allí en donde hacía mucho tiempo atrás se habían conocido, ésa noche, se despedían. Y de vuelta, los sentimientos contradictorios. Se percibía en el aire su mayor angustia: sabían, “de verdad”, que estaban viviendo el último día en el patio de ese colegio. Pero también allí estaba su mayor felicidad: lo hacían en un nuevo momento importante en la historia del país, tan importante como ese momento particular en la historia de sus vidas. Sabían que todo estaba bien, porque estaban juntos.
Ahora ya estaba próxima la noche más esperada por todos los amigos y compañeros graduados. Sería un sábado inolvidable. Ansiosos para que las agujas del reloj se paren o se transformen en arena para que aquella noche dure más.
Como en toda dinámica de grupo en que cada una de las partes cumple un rol específico, ya sea práctico o teórico, que es aprovechado, magnificado o complementario a todos los demás, cada miembro del grupo tenía su propia función: Pepe, era nada más ni nada menos que el líder no buscado, el líder natural; Lorena, la instigadora; Beto, el deportista y Nacho… él conseguía lo inconseguible. Nacho agudizaba siempre su ingenio para encontrar o conseguir hasta lo más rebuscado que se les pudiera ocurrir en esa época. Si alguien quería ir a ver algún grupo de rock, él conseguía entradas. ¿Para las bebidas? Siempre listo. ¿Un lindo lugar y barato para hacer una fiesta de egresados? Ahí estaba también Nacho. Y había conseguido nada más ni nada menos que La Luna.
En 1983 existían numerosos boliches y bares en Rosario. Algunos más populares y reconocidos que otros. Dentro de los primeros estaba La Luna. Había abierto el año anterior y rápidamente se había instalado como punto de encuentro entre los jóvenes amantes del rock. Nacho estaba entre ellos. Amaba ese espacio tanto o más como a la misma música y a sus amigos más allegados. Era lógico que, con su insistencia, perseverancia, y un poco de gallardía lograra, al menos por una noche, juntar a todos sus amores. Fueron tantos los ruegos y las insistencias que debió escuchar el dueño del lugar que, al final, por hartazgo o por admiración de la avidez juvenil de Nacho, terminó aceptando una fiesta de egresados llena de padres, un sábado de diciembre y, como si fuera poco, con comida incluida. Pero había un precio por pagar: Nacho debería trabajar todo el verano de “che pibe”, gratis. Para el comerciante, no había punto flojo en la transacción. Y para Nacho, no había nada que pudiera disuadir su deseo.
La tarde del sábado se convirtió, en cuestión de horas – y luego de la emotiva despedida del colegio–, en una vorágine de llamadas telefónicas, visitas y nervios, hasta que fueron elegidos dos lugares como “centros de operaciones”.
Olga, la peluquera, no recordaba a otra promoción más ruidosa y alegre. Las chicas prácticamente habían pasado todo el día en su negocio, acompañándose entre ellas. El entusiasmo era palpable. La posibilidad de que los respectivos padres se fueran temprano y que la música estallara, o la de conocer a un amigo de los chicos como un potencial romance de verano... eran algunas de las expectativas que las jóvenes adolescentes barajaban entre sus pensamientos y las corridas. Todo aquello que había sido soñado por tanto tiempo ahora parecía al alcance de las manos. Y las desbordaba en palabras y con risotadas nerviosas.
Los chicos, aunque con menos tiempo de preparación, sentían el mismo grado de exaltación. Sus compañeras se habían convertido en mujeres ante sus propios ojos, pero sólo unos pocos, aquellos que estaban enamorados de alguna de ellas, lo habían notado. El caso paradigmático era el de Tony, perdido de amor por Lorena, nunca correspondido y que no paraba de soñar en voz alta.
—Chicos, por favor, hoy compórtense como corresponde, que vamos a estar con los padres de Lorena… y de las otras chicas, también, sí claro. Y tenemos que quedar bien. No como la junta de trogloditas que son, que somos. Sí. Vamos. ¡Encima las chicas invitaron a amigas! ¡Duplicaremos nuestras posibilidades de enganche! Ojalá los viejos de Lorena, digo, de las chicas, claro, se vayan pronto.
La ansiedad de los varones estaba exaltada. Sabían que padres, hermanos, familiares y amigos, asistirían a la cena de graduación y al baile. Allí aparecía su amenaza: ¿qué tal si aparece un galán que conquista a alguna de sus compañeras o amigas? Ese temor se apoderó en ellos más fuerte que nunca esta vez no podían defender del todo su territorio. Entonces Tony insistió:
—Sean respetuosos. Saluden primero a los familiares, eso ayudará a conquistar a la jefa de familia de la chica que les gusta. Acomódense la corbata y mantengan su peinado con la raya del pelo bien prolija. No tienen que demostrar que sienten celos o miedo, aunque los tengan. Tomen de sus vasos algo de alcohol demostrando estilo, sean elegantes… estén cerca de la chica que los enloquezca, pero no la miren mucho para no invadirla e inhibirla. Y, cuando tengan la oportunidad, saquen una caja de cigarros desplegando toda la hombría que nos caracteriza. Cuando comience el baile ahí iremos por ellas, con mucho perfume en las orejas, en el cuello…El aroma se nos mezclará con el del tabaco y el de nuestras hormonas Será un coctel fantástico y la atracción no nos fallará – agregó Tony –. A propósito – hizo un alto– ¿dónde está Nacho?
—Ya está en La Luna acomodando todo con los padres de Lorena– le respondió Pepe muy serio.
—¿Pero a quién se le ocurre que haga todo sólo? Ya voy a ayudarlo ¡Con los padres de Lorena! – Tony se vistió como pudo y salió corriendo a La Luna.