Amor sin contrato - Janice Maynard - E-Book
SONDERANGEBOT

Amor sin contrato E-Book

Janice Maynard

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Haberle querido fue un error, pero seguía deseándole. Cuando Katie Duncan accedió a trabajar con el hermano de su jefe, sabía que se metía en la boca del lobo. El hombre con el que viviría era su antiguo amante, el multimillonario Quinten Stone. La pasión había durado hasta que Katie no pudo seguir aceptando el adinerado mundo de Quinten. Se marchó para salvarse. Ahora, el poderoso director ejecutivo había vuelto a su vida, tan tentador como siempre, y empeñado a toda costa en seducirla para volver a llevársela a la cama.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 211

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Janice Maynard

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor sin contrato, n.º 189 - mayo 2021

Título original: After Hours Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-393-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Los hermanos mayores de Quinten Stone llevaban toda la vida sacándolo de quicio, pero esa vez habían ido demasiado lejos. Debido a su intromisión, la examante de Quinten iba de camino a su aislada casa para vivir y trabajar con él un mes o algo más. Quinten no sabía cómo sobreviviría.

A los veintiocho años, era el director ejecutivo de la empresa de equipamiento para actividades al aire libre que poseía con sus hermanos. Eso, de por sí, ya era suficiente responsabilidad como para tener que compaginarla con tener que hacer frente a los sentimientos no resueltos que experimentaba hacia la mujer que lo había abandonado.

Estaba a punto de estallar.

–Vosotros dos, dejad de entrometeros en mi vida. Soy yo quien toma las decisiones.

Pero ya era tarde.

Katie había aceptado ir y él no iba a consentir, bajo ningún concepto, que creyera que su presencia lo afectaba, que su traición le había herido.

Los tres hermanos se hallaban sentados en enormes sillones frente a la gran chimenea de piedra. Si hubieran querido, podían haber asado un cerdo en ella, y aún les habría sobrado sitio. Pero estaban en julio, en Maine, así que la chimenea estaba vacía.

Farrell, el mayor de los hermanos Stone, más conocido como el «genio loco» cuando Zachary y Quentin querían burlarse de él, se inclinó hacia delante con el ceño fruncido.

–Últimamente te has comportado como un estúpido, Quin. Según el cirujano, te arriesgas a lesionarte de por vida si no haces lo que dice. Puede que no vuelvas a esquiar si no te das un tiempo para curarte.

A Quin se le hizo un nudo en el estómago ante la idea de no volver a esquiar.

Esquiar era lo que más amaba en la vida, después de a sus hermanos y la empresa. Y no hacía tanto que había sido uno de los mejores esquiadores del mundo.

Observó la roja cicatriz que le dividía la rodilla. Año y medio antes, en el accidente de coche que había arrebatado la vida a su padre, la pierna derecha le quedó destrozada. Le operaron tres veces, y en la última le pusieron una prótesis. Tras seis semanas de agotadora rehabilitación volvió a caminar con normalidad, pero el cirujano insistía en que los ligamentos y tendones necesitaban tiempo para recuperarse.

Quinten no se hallaría en aquella situación si hubiera sido prudente después de las dos primeras operaciones, pero ansiaba demostrar que seguía siendo el mismo hombre que antes del accidente. Así que, el día de Año Nuevo, se puso los esquís y se lanzó por una pronunciada pendiente en Vermont.

Por desgracia, le falló la rodilla, que no estaba totalmente rehabilitada, se cayó y acabó chocando con un grupo de árboles del borde de la pista. Recibió ayuda inmediata, pero el daño estaba hecho. La pierna estaba tan dañada que no pudieron curársela. Por eso le habían puesto una prótesis completa. A cada doloroso paso, aumentaba su decisión de recuperar su vida.

Ansiaba volver a esquiar, llevar su parte de la empresa familiar y disfrutar de un sexo en el que no intervinieran los sentimientos. ¿Era mucho pedir?

Como Quin no contestaba, Zachary siguió sermoneándolo con suavidad.

–El médico quiere que te lo tomes con calma seis semanas más. Con Katie aquí para ayudarte a trabajar desde casa, podrás descansar y no desatender tus responsabilidades. Es la solución ideal, Quin. Inténtalo.

Los hermanos tenían una pista de aterrizaje, un pequeño avión y un helicóptero. De todos modos, ninguno de ellos pasaba más de dos o tres días a la semana en la sede de la empresa. Pero era la idea de que le cortaran las alas lo que hacía que a Quin le pareciera que se ahogaba. O tal vez, lo que le oprimía el pecho fuera tener que ver de nuevo a Katie.

–No me gusta tener en casa a desconocidos –masculló.

Farell sonrió.

–No digas que Katie es una desconocida. La conocemos de toda la vida. Durante mes y medio, voy a prescindir, de mala gana, de mi secretaria, increíblemente eficiente.

Quin se levantó y comenzó a pasear por la habitación. El cerco se iba estrechando. Hacía dos años, Katie y él habían mantenido la relación en secreto. Y ella lo había abandonado sin ninguna explicación.

Katie llevaba seis años trabajando para Stone River Outdoors, pero Quin no se sentía cómodo teniendo que volver a verla, cuando ella había cortado la relación. Por no mencionar que su orgullo le había impedido preguntarle los motivos.

Nadie sabía nada sobre su relación con Katie. Ella no quería que hubiera habladurías y él estuvo de acuerdo. Ahora no podía decir a sus hermanos la verdad.

Katie era la última persona que quería tener en su casa. Ella le había dejado muy claro que habían terminado. Vivir juntos y solos en los bosques de Maine le resultaría extremadamente incómodo. Aunque hubiera problemas no resueltos entre ellos, no le cabía duda que la química seguía existiendo.

–¿Y mi secretaria? –preguntó. Había heredado a la amable empleada tras la muerte de su padre. La mujer llevaba trabajando en la empresa desde que Bush padre era presidente. Estaba apegada a sus costumbres y la tecnología la desconcertaba. Pero, al menos, no era Katie.

Farrell hizo una mueca.

–En primer lugar, es un desastre. Podemos hacerle una buena oferta para que se jubile. Katie te ayudará a encontrar una sustituta.

Quin inhaló con fuerza ante la idea de que Katie lo ayudara en lo que fuera. Apretó los dientes.

–¿Qué te dijo Katie cuando le pediste que viniera? –Katie y él habían conseguido evitarse casi todo el tiempo desde la ruptura. Sin embargo, ella había acudido al funeral de su padre.

A pesar de todo, a Quin le consoló su presencia.

Zachary se levantó y se desperezó.

–Nos dijo que haría lo que fuera necesario para que Stone River Outdoors siguiera funcionando. Es encantadora. Es mucho pedirle que te soporte.

–Es verdad –Farrell consultó su reloj–. Me tengo que ir. Tengo una cita con un contratista dentro de veinte minutos.

Los hermanos llevaban tiempo sospechando que eran víctimas de espionaje industrial. Dos de los diseños de Farrell habían sido copiados y lanzados al mercado. Eran de inferior calidad y no exactamente iguales que aquellos en los que trabajaba, pero se parecían lo suficiente para despertar sospechas.

Para enfrentarse a tan inquietante posibilidad, Farrell decidió hacer algunos cambios. Iba a trabajar exclusivamente en su residencia de verano, allí, en la costa norte de Maine, durante unos meses, en vez de en el laboratorio de la sede de Portland. De ahí la cita con el contratista.

Quin notó el sabor del pánico.

–Puedo trabajar desde casa yo solo. No necesito ayuda ni tampoco una niñera. Os prometo que me lo tomaré con calma.

Sus hermanos lo miraron con una expresión de compasión que le sentó como si le estuvieran echando ácido por la cabeza. Farrell agitó las llaves.

–Te conocemos. Estiras y estiras de la cuerda como si solamente tu fuerza de voluntad pudiera curarte. Pero las cosas no funcionan así. Seis semanas no es tanto tiempo, Quin. Y no vamos a abandonarte. Te vendremos a visitar con frecuencia. No es una condena a prisión.

Zachary suspiró.

–Todo esto es terrible, Quin: perder a papá, el accidente, que te hayas quedado al margen por motivos de salud… Lo entiendo. Sé que estás al borde del abismo. Pero si haces caso al médico, serás un hombre nuevo.

 

 

Katie se había visto en un aprieto al dar su palabra a Farrell y Zachary. Farrell era su jefe; Zachary, quien le firmaba los cheques.

Aunque los dos habían insistido en que su participación en aquel experimento poco ortodoxo era completamente voluntaria, no podía negarse y quedarse con la conciencia tranquila. Stone River Outdoors la necesitaba.

Quinten la necesitaba.

Notó que la ansiedad crecía en su interior, a pesar de que hacía un precioso día de verano, en que el sol brillaba en el cielo azul.

En Ellsworth, tomó una carretera menos frecuentada para llegar a Stone River. Solo los habitantes de los alrededores circulaban por ella. No había mucho que ver, salvo los campos, los bosques, los estanques y los lagos.

Su inminente reencuentro con Quinten le produjo un nudo en el estómago. Notó las manos sudorosas al apretar el volante. Hacía dos años que él había sido su amante, lo cual, incluso ahora, la desconcertaba.

Quinten Stone era un rico e impresionante deportista y playboy. Después de perder una medalla de oro por medio segundo, cuando era adolescente, siguió compitiendo en el escenario del mundo. Tanto él como sus hermanos estaban acostumbrados a viajar por todo el planeta.

A pesar de la mutua atracción, su vida y la de Quin, así como sus valores, eran muy distintos. Ella creía que el dinero servía para ayudar a los demás; él se gastaba su fortuna de forma temeraria, como demostraban sus escandalosos intentos de impresionarla con ella.

A Katie le daban igual los viajes y los regalos, por muy agradables que fueran. Ansiaba una relación íntima y profunda. Pero Quin era uno de los hombres menos dispuestos al compromiso emocional que conocía.

Cuando el GPS perdió la señal, se vio obligada a prestar atención a la carretera, en vez de seguir pensando en Quin.

Al final, halló el sitio donde debía girar. Era la primera vez que estaba tan al norte de Maine, pero había visto fotografías aéreas. Tres casas espectaculares se hallaban en promontorios rocosos con vistas al mar. Hacía casi dos siglos que un antepasado de la familia Stone había adquirido un enorme terreno virgen y había puesto su apellido al pequeño río que serpenteaba por la propiedad.

La habían avisado de que había un verja de entrada y disponía del código de acceso. El camino adoquinado debía de haberles costado muy caro, pero era necesario porque, además de Land Rovers y vehículos todoterreno, a los hermanos les gustaban los coches que no soportaban ser maltratados.

El preferido de Quinten era un precioso Ferrari negro. Una vez, durante su corta relación, él la había llevado en el elegante vehículo a medianoche. Se alejaron de Portland por una carretera de dos carriles bastante recta. La velocidad a la que Quin conducía era excitante.

Incluso ahora, Katie recordaba el viento en las mejillas y su sobresalto cada vez que Quin aceleraba. Él estaba en su elemento, riéndose y burlándose de ella cuando gritaba.

Más tarde halló un sendero aislado donde le hizo el amor sobre el capó aún caliente.

Katie respiró hondo y notó que se le endurecían los pezones. Todo lo referente a Quinten Stone le había parecido perfecto, si no tenía en cuenta los ceros de su cuenta corriente ni su incapacidad de relacionarse emocionalmente con una mujer.

Olvidarse de aquellos dolorosos recuerdos no sería fácil. Probablemente fuera imposible.

A su alrededor, el bosque creaba un túnel de verdor: fresnos, álamos, pinos, hayas, nogales, enebros y abetos. No era de extrañar que los hermanos Stone fueran allí en cuanto podían. Por desgracia, todos los caminos terminaban, tanto si el viajero estaba preparado como si no.

Katie aparcó el Honda Civic junto a los escalones de entrada y observó la casa de Quinten.

Era magnífica, construida con madera de cedro y piedra, con enormes ventanales para contemplar el mar y el horizonte. Ese día, el mar estaba en calma.

Nadie salió a recibirla, aunque Katie pensaba que el viejo Toyota aparcado un poco más allá pertenecía a algún empleado. Subió los escalones despacio. Estaba nerviosa, lo cual era absurdo.

Habían pasado casi dos años desde la ruptura con Quinten. Durante ellos, se había preocupado de saber cuándo estaba él en la sede de la empresa para evitar encuentros embarazosos.

Aunque el despacho de ella estaba al lado del de Farrell, le resultaba fácil escabullirse cuando sabía que era probable que Quinten se presentara, lo cual solo sucedía cuando sus dos hermanos estaban en la sede de Portland al mismo tiempo.

Hacía año y medio, en el funeral del señor Stone, había hablado con su antiguo amante, que estaba tenso y estresado, y aún vendado y con muletas. Al verlo, a Katie se le partió el corazón. Intercambiaron unas palabras, antes de avanzar por la fila de personas que recibían el pésame.

Saber lo cerca que había estado Quinten de morir la había conmocionado.

Ahora, allí estaba, más de un año después, a punto de entrar en la boca del lobo. Sin embargo, Katie quería ver a Quinten. Lo que la asustaba de la situación era su total falta de control.

Quinten Stone era el único hombre cuyas caricias había anhelado. A pesar de saber que no estaba hecho para ella, había necesitado toda la determinación que poseía para dar la relación por concluida.

Ahora estaba a punto de deshacer lo que tan bien había hecho. Su sensata decisión se había pulverizado

Se acercó de puntillas a la ventana más cercana y echó una ojeada al interior. El lugar parecía desierto, aunque sabía que era una falsa impresión. El dueño de la casa no podía moverse de allí. Por eso le habían pedido que trabajara allí, en vez de en Portland.

Por desgracia, se había dejado las gafas de sol en el coche. Cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el cielo para calentarse el rostro. Un error, porque bajo sus párpados comenzaron a bailar imágenes de Quin sonriendo, riendo… Medía un metro ochenta, frente al metro setenta de ella. Una vez, él le había dicho que le gustaba que fuera alta porque, así, el sexo de pie era más fácil. Y procedió a demostrárselo.

Le dolía la cabeza. ¿Qué iba a decirle cuando lo viera?

Volvió a mirar al interior. El pulso se le aceleró. No iría a desmayarse, ¿verdad? Estaba asustada y ansiosa por verlo. Se llevó la mano al estómago y volvió a echar una última ojeada antes de llamar al timbre.

Cuando levantó el dedo para hacerlo, un ruido a sus espaldas la hizo volverse. Tropezó y se cayó. Aterrizó sentada.

El hombre alto y largirucho que la miraba esbozó una sonrisa torcida.

–¿Estás inspeccionando la casa para robar?

–Claro que no –mascullo ella, roja como un tomate–. Hola, Quinten.

Él asintió con la cabeza.

Katie… –hizo una mueca–. Te ayudaría a levantarte, pero sigo trabajando para mantenerme erguido.

Ella se levantó, contenta de no llevar falda.

–¿Cómo estás?

Él se encogió de hombros

–Estoy harto de que se preocupen de mi salud.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–Tal vez deberías dejar de compadecerte y alegrarte de no haberte quedado paralítico.

Quinten hizo una mueca de disgusto. Probablemente por eso sus hermanos querían que Katie estuviera con él, porque no toleraba a los estúpidos ni a lo quejicas ni a los gandules. Llevaba el departamento de Farrell de forma estricta y eficaz. Como era tremendamente justa y compasiva, sus colegas la querían y temían por igual.

Quinten se dio cuenta de que no podía ofrecerse a llevarle la maleta. Podía ofrecerse, pero el resultado no sería agradable de contemplar.

¿Llevaba callado tanto como le parecía? Ver a Katie después de tanto tiempo lo cohibía como si fuera un escolar. El corazón se le había desbocado y le flaqueaban las piernas, más de lo que era habitual en los últimos tiempos.

–No pensé que accedieras a venir –le espetó mientras se preguntaba si los recuerdos de lo que había habido entre ellos la tentaban.

Porque a él lo tentaban, y mucho.

Ella llevaba el cabello, rubio claro, recogido en una cola de caballo, pero él recordaba perfectamente lo que sentía cuando tenía la sedosa melena extendida sobre el pecho.

Los grandes ojos castaños de ella lo observaron con cautela.

–No creí que lo consintieras –musitó ella–. Así que la sorpresa ha sido mutua.

Él respiró hondo.

–Creo que deberíamos empezar de nuevo. Gracias por venir, Katie. Te lo agradezco de verdad, al igual que Farrell y Zachary.

–De nada. Me alegra haberlo hecho –contestó ella al tiempo que se protegía los ojos con la mano y miraba el mar, cuya superficie brillaba como un diamante–. Tienes una casa preciosa, Quin.

–Gracias.

La conversación era forzada, aunque educada, pero ocultaba miles de recuerdos. Katie llevaba una blusa de seda rosa y pantalones negros. Unas sencillas sandalias plateadas mostraban sus uñas pintadas de rosa. ¿Estaba mal que él quisiera mordisquearle los dedos?

Quin carraspeó.

–Vamos a entrar.

–Claro.

Se detuvieron en el amplio vestíbulo. Era evidente que ella estaba nerviosa, aunque intentaba ocultarlo.

La miró atentamente tratando de disimular la frustración que sentía al no ser capaz de subir las escaleras.

–Duermo aquí abajo desde que me operaron. La señora Peterson te acompañará a la suite de invitados del primer piso. Si necesitas algo, lo que sea, dímelo. Quiero que estés a gusto.

¿Era su imaginación o los ojos de Katie se habían abierto ligeramente al tiempo que un leve rubor hacía juego con su blusa?

–Muy bien.

Él volvió a carraspear.

–Instálate con tranquilidad. Cenaremos a las siete. Si te apetece tomar algo de beber antes, estaré en la biblioteca.

 

 

Cuando Quinten se marchó por el pasillo hacia la parte trasera de la casa, Katie soltó el aire con fuerza.

El ama de llaves, que tendría cerca de sesenta años, se comportó con amabilidad mientras la conducía por las enormes escaleras de madera a su habitación.

–¿Vive cerca? –preguntó Katie.

–Llámeme Lydia, si lo desea. Sí, muy cerca. Mi esposo es pescador, un trabajo que tiene altos y bajos. Tenemos una casa en el bosque. Yo tenía dificultades para encontrar trabajo, pero cuando el señor Quinten construyó esta casa, hace cinco años, y puso un anuncio pidiendo un ama de llaves, fue la solución perfecta para mí.

El ama de llaves le mostró un lujoso baño y un salón con una pequeña nevera y un microondas.

–Desde la última operación, vengo con mucha más frecuencia. Hasta hace poco, ha habido un fisioterapeuta viviendo aquí. El señor Quinten quiere recuperar la pierna, cueste lo que cueste.

–La paciencia no es su fuerte.

El ama de llaves sonrió.

–Y que lo diga. El señor Quin tiene un gimnasio completamente equipado en casa y sigue con la rutina de ejercicios que el fisioterapeuta le recomendó.

–Entiendo. ¿Sabe dónde voy a trabajar?

–Sí, se lo enseñaré por la mañana, no ahora. El señor Quinten ha insistido en que tenga tiempo de instalarse y sentirse cómoda. Los tres hermanos trabajaron juntos la semana pasada para reorganizar la planta baja. Tendrá su propio espacio para trabajar. No es muy grande, pero creo que verá que lo han organizado todo de modo que se parezca lo más posible a lo que está acostumbrada en Portland.

–Me parece perfecto.

–¿Necesita ayuda con el equipaje?

–No, gracias. Después de conducir tanto rato, me vendrá bien moverme un poco.

–Muy bien. Si necesita algo, por favor, dígamelo a mí o al señor Quinten.

Katie siguió a la señora Peterson al piso inferior y volvió a darle las gracias antes de dirigirse al coche. Tuvo que hacer tres viajes para meter todo lo que tenía: su almohada preferida, un maleta grande y varias bolsas. Seis semanas era mucho tiempo.

La casa estaba siniestramente silenciosa, aunque la señora Peterson seguiría allí y estaría preparando la cena. ¿Dónde estaría Quentin? Su tensa forma de darle la bienvenida le había puesto los nervios de punta. Ninguno de los dos había olvidado lo que era estar desnudos juntos. Ella se lo había visto en los ojos.

Le impresionaba que Farrell y Zachary hubieran convencido a Quin de la conveniencia de que ella estuviera allí. Quinten Stone era obstinado e inflexible. Ella juraría que, a veces, disentía de los demás solo por el gusto de hacerlo.

Cuando hubo acabado de deshacer el equipaje, salió a la terraza del primer piso, que se extendía a lo largo de la fachada. En ella había una fila de hermosas mecedoras de madera. Eligió una y se sentó suspirando. Era la primera vez aquel día que se sentía verdaderamente relajada.

Cierto que aún tenía por delante la cena, pero trataba de adoptar una actitud positiva. Quin solo era un hombre. Y aquello solo era un trabajo, temporal además.

La mecedora, que se balanceaba suavemente, le recordó que él solo aflojaba el ritmo durante el sexo, aunque a veces lo hacía rápida y furiosamente.

Algunos lo denominarían energía nerviosa, pero ella sabía que era un hombre resuelto. Su capacidad de concentración era legendaria. Había ganado muchos campeonatos nacionales e internacionales de esquí.

¿Quería seguir compitiendo?

Cuando salían, ella anhelaba conocer al hombre bajo la máscara. Lo poco que había podido adivinar de su interior había despertado su curiosidad y, además, la halagaba el interés de él por ella. Pero, a medida que pasaba el tiempo, era progresivamente evidente que Quin no deseaba nada más que una relación física.

No quería conocerla. Y su indiferencia le dolió. ¿Sería ahora igual?

Dudó a la hora de vestirse para la cena. Al final no se cambió de ropa. No quería que él se hiciera una idea equivocada. Su relación sería laboral, no un paseo por la memoria.

De todos modos, se soltó el cabello y se lo cepilló. En cuanto el sol se pusiera, refrescaría. La cola de caballo le parecía demasiado informal para una cena y le dejaba el cuello al descubierto.

A pesar de todo lo que se había dicho a sí misma, estaba expectante. Le temblaban las piernas al bajar la escalera y dirigirse a la biblioteca. La pequeña estancia estaba llena de estanterías, del suelo al techo, donde había libros de historia, biografía y novelas.

Quinten sí se había cambiado de ropa. Vestía informalmente cuando ella había llegado. Ahora lleva unos pantalones azul marino y una camisa blanca. Las gafas de carey que descansaban en el puente de su nariz, mientras leía un volumen encuadernado en cuero, eran nuevas.

Katie se mordió el labio inferior con fuerza. A Quin le sobraba atractivo sexual. No necesitaba el detalle de las gafas.

–¿Son los libros de tu padre? –preguntó buscando un tema intrascendente. La alternativa era lanzarse sobre él.

La arruga que se le formó a Quin entre las cejas le indicó que la pregunta lo había desconcertado.

–No, son míos.

Ella no pudo disimular la sorpresa. ¿Cuándo se quedaba sentado Quinten el tiempo suficiente para leer?

–Ah…

Él la miró, claramente contrariado.

–¿Creías que no era más que un deportista estúpido?

–Claro que no, pero…

–¿Qué? Suéltalo.

Lo que ella quería decir era que él parecía cambiado. Estaba más centrado.

–Nada –masculló–. ¿Puedo tomar algo?

Él le sirvió una copa de su champán preferido y se la tendió.

–Salud –dijo con brusquedad.

Sus dedos se rozaron levemente cuando le entregó la copa. ¿Cómo se acordaba él del champán que prefería?

–Me sorprende que te acuerdes de lo mucho que me gusta –debía de haber salido con cientos de mujeres desde la ruptura y de haber intimado con unas cuantas. ¿No era eso lo que los hombres de la familia Stone hacían? ¿Probar todo el bufé?

Quinten dio un paso hacia ella. Sus ojos lanzaban chispas.

–Recuerdo cada momento del tiempo que pasamos juntos, Katie. Todos y cada uno. Eres una mujer difícil de olvidar.

La forma en que la miró la dejó sin respiración. Y el corazón comenzó a latirle a menos velocidad. Estuvo a punto de lanzarse a sus brazos.

–No debería haber venido, ¿verdad?

–Depende –contestó él mirándole la boca.

–¿De qué?

–De si quieres avivar el fuego.

 

 

Media hora después, Quinten se hallaba sentado a la mesa frente a su nueva secretaria maldiciéndose por su peligrosa estupidez. Los ojos castaños de Katie estaban empañados de excitación. No era una conjetura presuntuosa por su parte. La conocía. Íntimamente. Sabía cuál era su aspecto después de una noche de pasión, cuando se despertaban abrazados, dispuestos a volver a hacerlo.

Ni siquiera habían pasado veinticuatro horas y ya se había pasado de la raya.