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¡Algún día volverá mi príncipe! Hacía cinco años que la guapísima estadounidense Jordan Ashbury había compartido un verano apasionado con Ben Prince, un europeo muy sexy y con mucho que esconder. Con la llegada del otoño, Ben había regresado a su casa, dejando a Jordan un montón de dulces recuerdos... y un bebé que nacería en poco tiempo sin que él tuviera la menor idea. Un día, cinco años después, mientras trabajaba en una recepción real en Penwyck, Jordan se encontró con Ben Prince y descubrió que su apasionado Romeo no era otro que el príncipe Owen. Jordan era incapaz de imaginarse siquiera en el papel de princesa, y se negaba a que su pequeña se encontrara dividida entre los dos. Sin embargo, el poder de los besos de Owen podrían hacer que todo acabara con un final feliz.
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Seitenzahl: 191
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Harlequin Books S.A.
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amores imposibles, n.º 1348- enero 2020
Título original: Her Royal Husband
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-957-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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AQUEL era el ruido que estaba esperando. El roce de la llave al girar en la cerradura. El príncipe Owen Michael Penwyck sintió los músculos tensos, preparados. Al darse cuenta de que contenía la respiración, dejó escapar el aire lentamente.
Los goznes de la pesada puerta de madera chirriaron. Owen estaba agazapado detrás de ella, con la mirada fija en el haz de luz que rasgaba la oscuridad de su celda a medida que la puerta se abría poco a poco.
Una sombra alargada se proyectó sobre el frío suelo de piedra. La sombra de un hombre con un rifle al hombro que sostenía algo delante de sí. Exactamente lo que el príncipe había previsto.
La sombra se detuvo y, para no dar tiempo a su dueño de intuir el peligro si veía el catre vacío, Owen se abalanzó sobre él. El hombre llevaba una bandeja con comida. Al derramarse sobre él la sopa y el café hirviendo, dejó escapar un aullido de ira y de dolor que repitió cuando Owen, con la fuerza de sus piernas fortalecidas por años de montar a caballo y escalada, le dio una patada en el pecho que lo dejó inconsciente.
Owen temió haber hecho demasiado ruido y su sospecha se confirmó al oír aproximarse las pisadas del resto de sus secuestradores, cuyo eco retumbaba en el pasadizo como un trueno en una caverna.
Aunque tuvo la certeza de que escaparse sería prácticamente imposible, al menos en aquella ocasión, sintió una fuerza interior que lo quemaba como si fuera un guerrero invencible. La juventud y la fuerza eran sus grandes atributos. Respiró profundamente para llenarse los pulmones de aire y sujetó con fuerza la pata de hierro del catre que tanto esfuerzo le había costado arrancar.
Con la audacia y la calma que había caracterizado a sus antepasados guerreros, Owen se asomó al pasadizo. Pestañeó con fuerza para acostumbrar sus ojos a la luz después de varios días pasados en la oscuridad de su celda.
Tres hombres vestidos de negro y con el rostro cubierto se lanzaron sobre él. Owen blandió la barra de hierro, asestó un golpe seco a uno de ellos y lo derribó. Con un segundo movimiento, descargó otro golpe y otro asaltante se tambaleó hacia atrás, llevándose la mano a la ceja partida.
Pero el tercer atacante había esquivado los golpes y la confusión de cuerpos y se había colocado tras él. De un salto, rodeó el cuello del príncipe con un brazo poderoso y lo paralizó. El segundo hombre, aprovechando la situación, se lanzó contra él. Owen dejó caer la barra de hierro e intentó librarse del brazo que lo ahogaba. Con un movimiento brusco de la cabeza, consiguió golpear con fuerza la cara de su captor. Oyó un quejido contenido y sintió que el brazo aflojaba la fuerza con la que lo sujetaba. Repitió el movimiento al tiempo que lanzaba una patada hacia delante. Su pie impactó contra el pecho del segundo atacante, dejándolo sin respiración. Al mismo tiempo, su cuello quedó libre.
La satisfacción le duró poco. Un batallón de hombres de negro surgió de un corredor transversal y se aproximó a toda velocidad por el pasadizo.
Mientras, el atacante que tenía a su espalda volvió a sujetar a Owen por el hombro y descargó una andanada de golpes sobre su mejilla. Owen consiguió volverse y enfrentarse a él.
Vestía de negro, como los demás, pero la banda que le cubría el rostro se le había deslizado, dejándolo al descubierto. Al tiempo que Owen descargaba un puñetazo contra su nariz, hizo un esfuerzo por memorizar los rasgos de su rostro. Estaba seguro que la escapatoria era imposible, pero un instinto primario le exigía hacer el mayor daño posible antes de admitir la derrota.
Aprovechando el desconcierto de su oponente, lo tiró al suelo y le clavó la rodilla en el pecho para inmovilizarlo. Levantó el brazo para darle un puñetazo con toda la fuerza de la ira que sentía, pero antes de que pudiera asestárselo, alguien le sujetó el brazo por detrás y le dio un golpe que le cortó la respiración. Owen cayó de bruces sobre el hombre al que sujetaba.
El joven príncipe luchó desesperadamente, pero ya no había nada que hacer. Sus atacantes se multiplicaban. Uno se sentó sobre su espalda, otro le sostuvo las manos, un tercero, las piernas. Entre los tres, lo levantaron en el aire lo suficiente como para liberar al hombre que había quedado atrapado bajo su cuerpo. Después, lo dejaron caer como un peso muerto sobre las frías losas del suelo.
—Vale, vale –dijo Owen, en tono despectivo—, traidores.
Por respuesta, recibió un golpe en la cabeza y Owen probó el sabor de la sangre en sus labios. Al oír un ruido metálico adivinó lo que iba a suceder y por primera vez tuvo miedo. Sacando fuerza de la extenuación, se revolvió y consiguió liberar una de sus manos, pero sus enemigos lo retuvieron con fuerza y uno de ellos le retorció el brazo detrás de la espalda. A pesar de que Owen siguió luchando, no pudo evitar que lo inmovilizaran con unas esposas.
Más hombres lo sujetaron para impedir que moviera las piernas y unas manos crueles le cerraron unos grilletes alrededor de los tobillos. Con brusquedad, lo obligaron a ponerse de pie. Impotente y humillado, en un desesperado arranque de orgullo, se agachó y embistió contra sus enemigos. Los hombres se echaron hacia atrás y él sintió la satisfacción de comprobar que para ser un hombre solo había causado un daño considerable. Tenían el rostro ensangrentado, la ropa desgarrada y la respiración agitada.
Owen se recordó que el único arma que le quedaba era su mente y miró atentamente a sus enemigos. Iban vestidos exactamente igual que la noche que lo secuestraron, con monos negros de cuello alto que utilizaban para cubrirse el rostro y gorros de lana. Tenían un aspecto malvado y siniestro. Owen trató de identificar su nacionalidad por el color de sus ojos y de su piel, pero no lo consiguió. Lo que sí era evidente era que se trataba de un grupo fuertemente organizado, no de una banda de delincuentes interesados en conseguir un rescate por él.
Debía tratarse de un grupo paramilitar.
Apartó la mirada de ellos. La noche del secuestro le habían vendado los ojos. Hasta aquel momento no había podido ver el pasadizo que conducía a su celda. Era oscuro y húmedo, como el de una mazmorra medieval. A Owen le llamó la atención la tonalidad rosa que tenía la roca de las paredes. Alzó la mirada por la pared y vio una pequeña abertura enrejada. Respiró hondo. Estaba seguro de que podía oler el mar.
Aquel tipo de roca era típico de la isla de Majorco, una isla con la que Penwyck estaba a punto de firmar una alianza militar sin precedentes.
Owen evitó demostrar que tenía pistas de dónde podía estar e incluso de por qué lo habían secuestrado. La alianza contaba con poderosos opositores.
Sus segundos de reflexión llegaron a un brusco final cuando una patada en la espalda le indicó que era el momento de volver a su celda. Owen se negó a arrastrar los pies a pesar de los grilletes y, con gesto arrogante, intentó caminar con el paso más largo que le permitieron dar las cadenas.
—Alteza Real —dijo uno de los hombres, sarcástico, e hizo una leve inclinación a la entrada de la celda.
Owen embistió contra el hombre que se había burlado de él y que había cometido la estupidez de descuidarse por un segundo. Una vez más, los demás hombres se lanzaron sobre él y lo acribillaron a puñetazos. Finalmente, lo levantaron en el aire y lo tiraron en el suelo de la celda. Desde allí, exhausto, con la mejilla contra la fría piedra, Owen vio a media docena de hombres entrar y llevarse lo que quedaba del desvencijado catre de hierro, incluido el colchón.
Al salir, el hombre que había hecho una reverencia, le dio una patada.
—Esperaba encontrarme con un príncipe melindroso y resulta que te comportas como el miembro de una banda callejera —escupió.
Owen consiguió dejar escapar una risita de superioridad de sus labios hinchados y notó que alguien se quedaba de pie a su lado. Era el hombre cuyo rostro había quedado descubierto. No se había molestado en cubrírselo.
La nariz le sangraba y Owen vio que se la secaba con un pañuelo caro. Tenía ojos negros y fríos y unos labios finos y crueles. Owen hizo una fotografía mental de la cicatriz que le recorría desde la ceja hasta la mandíbula.
—Has cometido una estupidez, Alteza —dijo el hombre, con calma—. Tu estancia aquí hubiera podido ser agradable.
Desde el suelo, Owen lo observó atentamente. ¿Sería el cabecilla? ¿Tenía acento de Majorco? ¿Qué significaba el que no se esforzara por ocultar su rostro? Estaba seguro de que nada bueno.
—Estoy convencido de que no volverá a repetirse —añadió el hombre, amenazante bajo su aparente amabilidad.
Owen guardó silencio.
El hombre se puso en cuclillas a su lado y se balanceó. Apoyó las manos en las rodillas y, al hacerlo, la manga derecha se deslizó lo suficiente para dejar al descubierto parte de un extraño tatuaje. Parecía una daga.
Owen hizo como que no se fijaba en él y miró al hombre a los ojos en silencio. Este dejó escapar una risa despiadada.
—No eres mi príncipe, sino mi prisionero —dijo—. Cuando te hago una pregunta, exijo que me respondas.
Owen continuó reuniendo información. El estilo y el vocabulario que utilizaba le indicaron que era un hombre educado. Como respuesta, escupió. Creyó que recibiría un puñetazo, pero no fue así.
—El hombre que te vigiló ayer por la noche me ha dicho que hablaste mientras dormías —dijo el secuestrador, con una suavidad engañosa.
Owen se tensó. Aquel hombre era mucho más peligroso que todos los que pensaban que podían someterlo por la fuerza. Este prefería jugar con la inteligencia y la crueldad.
—Pronunciaste un nombre que no tiene nada que ver con tu familia.
Owen intentó ocultar la inquietud que el desconocido estaba despertando en él.
—¿Quién eres? —preguntó, con el tono de quien llevaba veintitrés años siendo educado para rey—. ¿Qué quieres de mí?
En lugar de responder, el hombre puso cara de intentar recordar.
—Era un nombre poco común.
A Owen no le engañaba su fingida falta de memoria.
—¿Laurie Anne? No ¿Tal vez Jo Anne?
El hombre estaba jugando con él y Owen tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para aparentar una indiferencia que no sentía. Aquel hombre podía estar próximo a descubrir su secreto más íntimo.
—Ya me acuerdo —el hombre clavó su mirada en Owen para ver cómo reaccionaba—. En sueños llamaste a Jordan.
Owen supo que una fugaz transformación de su mirada acababa de traicionarlo.
El hombre sonrió fríamente.
—Es evidente que estás dispuesto a sufrir las consecuencias de despertar mi ira. Pero me pregunto si serás capaz de asumir la responsabilidad de lo que les suceda a otros.
—Nunca la encontrarás —replicó Owen.
—Gracias por informarme de que se trata de una mujer —el hombre sonrió, satisfecho—. Creía que Jordan era nombre de varón.
Owen se maldijo por haber caído en la trampa.
—Es curioso que alguien con una vida tan pública haya conseguido ocultar una relación amorosa. ¿Cómo lo has conseguido?
Owen lanzó una mirada furiosa a su torturador.
—¿Sabes, Alteza, que hay una droga de la verdad llamada Amytal Sódico?
El hombre pretendía jugar con su mente. Owen estaba seguro de que responder sería admitir que aceptaba las normas de su secuestrador. Pero si no respondía, Jordan podía correr peligro. Tenía que tragarse el amor propio.
—No, no conozco esa droga —dijo, fríamente.
—¿No? —dijo el hombre, satisfecho de haber hecho hablar a Owen—. Se me olvidaba que a los príncipes no les gusta ocuparse de asuntos turbios. A vosotros os corresponde cortar cintas de inauguración, dirigir cacerías y abrir bailes de gala. Pero te advierto que, aunque tu fuerza me ha sorprendido, la droga de que te hablo puede hacer que el hombre más fuerte babee como un niño indefenso. Podría averiguar lo que quisiera de tu Jordan.
—Me doy por avisado —masculló Owen.
—Me alegro —el hombre se puso de pie—. Por hoy hemos acabado. Mañana vendré a interrogarte sobre los diamantes.
—¿Diamantes? —repitió Owen, desconcertado.
—Si no colaboras o vuelves a causarme problemas no será a ti a quien castigue. Buscaré a esa mujer. ¿Comprendido?
Owen pensó que era una amenaza vacía de contenido. Por un lado, porque solo volvería a intentar escaparse si estaba seguro de conseguirlo. Por otro, porque era imposible que revelara a sus secuestradores dónde estaba Jordan cuando ni él mismo lo sabía. Aun así, tal vez podía darles información valiosa, pues sí sabía que era originaria de Wintergreen, en Connecticut.
—¿Has comprendido? —volvió a preguntar el hombre,en tono amenazador.
—Sí.
—Me alegro. Es importante que nos entendamos mutuamente. Jordan se beneficiará de que me procures respuestas satisfactorias.
Owen no podía perdonarse haber desvelado con tanta facilidad su punto débil.
—Te dejo la cena en el suelo. Si tienes hambre puede que te apetezca, aunque está un poco pisoteada.
Owen se sentía furioso. No podía soportar la humillación de verse impotente frente a aquel déspota. Haciendo un esfuerzo, logró tumbarse sobre un costado y dar la espalda a su torturador.
—Buen provecho, Alteza.
Solo cuando oyó el ruido del cerrojo a sus espaldas, Owen dejó escapar un gemido de dolor.
Tenía todo el cuerpo dolorido. Hubiera querido comprobar si tenía uno de los nudillos de la mano abiertos, tal y como intuía, y si la hinchazón de la mejilla y de los labios era exagerada. Pero tenía las manos atadas a la espalda y tuvo que conformarse con apoyar su dolorida mejilla en el frío suelo.
Su intento de fuga no solo había fracasado, sino que había dificultado cualquier otro. No podía arriesgarse a poner a Jordan Ashbury en peligro, estuviera donde estuviera.
El suelo cada vez le resultaba más duro y frío, pero procuró no hacer caso de la incomodidad y el hambre que comenzaba a sentir.
Había pronunciado el nombre de Jordan en sueños. Cerró los ojos y su imagen le vino a la mente. La recordó corriendo por la orilla del mar bajo la luz de la luna, con el cabello rubio flotando al viento y un brillo en los ojos que superaba al de las estrellas. Recordó el sabor salado de sus labios la primera vez que la besó en la bruma marina que los envolvía.
El recuerdo le hizo gemir una vez más con un dolor más profundo que el físico.
Desde el principio había sabido que la relación entre ellos era imposible. Imposible de resistir y de controlar. Imposible porque el abismo entre sus vidas era infranqueable.
Oyó una carcajada fuera de su celda. Era la hora del cambio de guardia. Intentó adivinar la hora, pero se dio por vencido. Prefirió cerrar los ojos y abandonarse al placer de recordar el sonido de su nombre escapando de los labios de Jordan. O al menos el nombre falso con el que ella lo había conocido.
Por primera vez desde que estaba secuestrado se preguntó si sus secuestradores pensaban matarlo. Sabía que haber visto el rostro y el tatuaje del cabecilla no podía depararle nada bueno.
Sentir la proximidad de la muerte le dotó de una clarividencia que no había sentido nunca con anterioridad. Y supo, súbitamente, que había dejado escapar de su vida aquello que debía haber valorado por encima de cualquier otra cosa.
Después de cinco años tratando de evitarlo, dejó que su mente recordara a Jordan y se dijo que debía haber intentado cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Su rebeldía había estallado el verano que cumplió dieciocho años, al tener la certeza de que sería él, y no su hermano gemelo, Dylan, quien algún día sería nombrado rey. Por algún motivo desconocido, aquel año no había querido asumir su propio destino.
Siempre había sabido que su vida estaría marcada por las exigencias de su pequeña nación de Penwyck, no por sus deseos personales. Sabía que las grandes decisiones de su vida, incluida la persona con la que tendría que casarse, dependerían de terceras personas.
Al cumplir dieciocho años se había sentido prisionero de un destino al que no podía escapar. Veía que lo preparaban para ser rey y que su hermano se sentía herido. Y no podía comprender un sistema que enfrentaba a dos hermanos porque valoraba más unas características personales que otras.
Él era fuerte, rápido y listo. Dylan también lo era, pero de diferente manera. Y Dylan tenía otras virtudes que no se tenían en cuenta porque él, Owen, poseía un conjunto de rasgos que la gente adoraba. Su atractivo físico contribuía a alimentar en la nación de Penwyck la idea de que era un príncipe de cuento de hadas. Y a Owen le había inquietado sentir cómo su imagen pública se manipulaba en detrimento de la de Dylan para convertirlo en futuro rey de la pequeña isla que su padre gobernaba.
Mientras que los demás hombres tenían que forjarse un destino, él había nacido con el suyo bien definido.
Con dieciocho años era consciente de todo ello. Y también de que aquello le otorgaba cierto poder para exigir algo a cambio. Por eso pidió disfrutar de un verano en libertad en Estados Unidos antes de entregar su vida al futuro que tenía asignado. Si le otorgaban lo que pedía, juró que volvería a Penwyck y asumiría toda la responsabilidad que le correspondía en los asuntos de estado.
Pero para cumplir su promesa tuvo que luchar arduamente consigo mismo y con un espíritu de rebeldía que hasta entonces no había descubierto que poseyera. Una característica de su personalidad que, por otro lado, le proporcionó la mayor felicidad de su vida.
Bajo una falsa identidad que tuvo que memorizar hasta convertirla en suya y tras jurar que no revelaría la verdad sobre sí mismo bajo ninguna circunstancia, Owen consiguió a regañadientes el permiso de sus padres y del Gabinete de Elite de la Realeza para asistir a un curso de cinco semanas sobre política internacional en la prestigiosa Fundación Smedley de Laguna Beach, California.
—Tú, rubio.
Fueron las primeras palabras que Jordan le dedicó con sorna, insinuando que su cabello teñido no la engañaba.
Owen la reconoció como la chica lista de la clase, la que siempre levantaba la mano, la que hacía los deberes y sabía todas las respuestas, la que no consentía ningún comentario machista. El cabello le llegaba a los hombros y habría podido ser bonita si se hubiera esforzado, pero era evidente que dedicar tiempo a su imagen le parecía una pérdida de tiempo.
Aquel día llevaba unos vaqueros y una camiseta amplia que ocultaban las formas de su cuerpo esbelto, y sus bonitos ojos quedaban casi ocultos bajo el ala de una gorra que se había calado demasiado. Casi. Porque cuando Owen la miró a los ojos por primera vez, sintió un extraño escalofrío. Sus ojos no eran los de una mujer agresiva e inteligente, sino que transmitían una mirada sosegada y llena de fuerza, y desvelaban características de su personalidad mucho más profundas: honestidad, bondad y solidez.
Al mirarla, la palabra «destino» se había dibujado incomprensiblemente en la mente de Owen. ¿Cómo podía aquella chica formar parte de su destino cuando este ya estaba tan rígidamente marcado para él y ella veía a los hombres como seres vulgares de los que debía protegerse?
Owen se cruzó de brazos y balanceó la silla.
—¿En que puedo ayudarte, rubia?
Jordan no pudo evitar sonreír.
—Me ha tocado hacer el proyecto de clase contigo. Eres Ben Prince, ¿no? Espero que a pesar de esa mandíbula de actor de cine y ese cuerpo de modelo estés dispuesto a trabajar.
—¡Cuerpo de modelo! —exclamó él, con la indignación de quien estaba acostumbrado a recibir un trato respetuoso. Se quitó las gafas que utilizaba como parte de su disfraz.
—¿Para qué usas gafas si no las necesitas? ¿Pretendes que te hagan parecer más inteligente?
Fue la señal de que el disfraz que el Gabinete de Elite había fabricado para él no la había engañado. Y también de que ninguna de sus intervenciones en clase la habían impresionado por su perspicacia. Por un instante pensó que trabajar con ella iba a ser tan agradable como colaborar con un puercoespín. Pero una voz interior le dijo que si prestaba atención a sus ojos y no a sus palabras, comprobaría que también ella se ocultaba tras un disfraz.
—No te preocupes —continuó ella, divertida— Lo único que me importa es que haya algo debajo del tinte —añadió, a la vez que le daba un golpecito en la frente.
—¿Debajo del tinte? —Owen se sintió desconcertado. El contacto de los dedos de Jordan contradecía la frialdad de sus palabras. Era puro hierro candente.
—No puedes ocultar que eres un rubio teñido —dijo ella, bajando el tono de voz.
—Tengo que ir de incógnito —replicó él fríamente.
—¿Estás en la lista de los delincuentes más buscados por el FBI?
—Casi. Pertenezco a la familia real de una isla de la que no habrás oído hablar.
Jordan dejó escapar una carcajada sincera mientras él se daba cuenta de pronto de que acababa de romper el juramento de no desvelar su verdadera personalidad.
Al reírse, la frialdad y la rigidez con la que Jordan solía comportarse se diluyeron por completo.
—Bien, Alteza Real de pacotilla —dijo, poniéndose seria pero sin abandonar una actitud relajada—. ¿Sobre qué déspota quieres que hagamos el proyecto? Yo pensaba que podía ser Stalin.
—Genghis Khan —dijo él, convencido de que solo podría explorar la misteriosa calma de aquellos intrigantes ojos si lograba mostrarle que tenía suficiente personalidad.
—¡Caramba! Espero que estés dispuesto a hacer tu parte del trabajo y no que lo haga yo todo mientras tú te vas a ligar a la playa.
—Puede que no lo creas, pero estoy aquí para aprender.
Jordan lo miró con desconfianza antes de dedicarle una sonrisa franca que acabó por conquistarlo.