Ana - Liliana Benitez - E-Book

Ana E-Book

Liliana Benitez

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Beschreibung

En un barrio detenido en el tiempo, Ana transita su existencia entre recuerdos, pérdidas y un constante examen interior. Su mundo se desmorona con la muerte de sus seres queridos, mientras su vínculo con Marta, su amiga de toda la vida, se transforma en una danza de acercamientos y distancias. La historia se teje con la nostalgia del hogar, la mirada crítica sobre la sociedad y una profunda reflexión sobre el sentido de vivir. Es una novela que explora la complejidad de los afectos, la fragilidad del alma y la fuerza de quienes, aun entre ruinas emocionales, buscan un nuevo comienzo.

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Seitenzahl: 532

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LILIANA BENITEZ

Ana

Anatomía de un eterno desencuentro

Benitez, Liliana Ana : anatomía de un eterno desencuentro / Liliana Benitez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6278-4

1. Narrativa. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

1. Principios y finales

2. El reino de las incertidumbres

3. Tiempos de ausencias

4. Aguas turbias y aguas cristalinas

5. Punto de partida

6. El reencuentro

7. Un viaje al fin del mundo

8. Las Diez Manzanas Perdidas

9. La hora de los otros

10. Las Diez Manzanas Perdidas. (La otra historia)

11. La reunión

12. La carta

13. El Arroyo de los Hambrientosy el Pantano de la Muerte. (Metamorfosis)

14. El cazador de moscas

15. Homero

16. Las barriadas de Lucero

17. Esos eternos desencuentros

18. De manifiestos y otras cuestiones

19. Los hijos del camino

20. Roberto Epifanio Capresse

21. La caída de un imperio

22. El nacimiento de un imperio

23. El capataz sin cabeza

24. El espectro de Catalina

25. La casa del árbol

26. El atentado

27. Un puerto sin barcos, una Iglesiasin feligreses

28. Marta y Roberto. (Los diálogos)

29. Cuando cae la noche en Los Condes

30. Entre el arraigo y la eterna fluctuaciónde las cosas

31. El reino de las coincidencias

32. Un alma vagabunda y un espíritu libre

33. La niña sin nombre

34. Entre la ilusión y el desencanto

35. Un desencuentro más de tantos

36. El regreso

37. La Gringa

38. El síndrome del espíritu de la urna

39. Tiempos de despedidas

40. Las vacaciones menos pensadas

41. Las dos caras de una realidad

42. La casa de los embrujos

43. La base y la roca. Los halcones no cazan moscas

He sabido crear un puente imaginario entre vos y yo.

Y ya no estás tan lejos mío y ya no estoy tan sola

Ma

1. Principios y finales

Ana caminó por el valle del desencuentro tantas veces como se lo propuso, se sumergió en los océanos más profundos de la duda. Anochece dijo; y la oscuridad se apropió de ese espacio donde descansan las emociones. El juego termina al amanecer dijo; cuando el sol comienza a amenazar a los trasnochados espectros caprichosos que resisten a todo rayo pseudoluminoso, insisten y permanecen en esa imposición que demanda el pensamiento.

Sus formas y sus modos de conducirse en el mundo de lo sensible no empatizaban con la realidad más próxima a ese colectivo de personas que van por la ruta como si fuese un camino de tierra, y se detienen a un costado del mismo esperando que algún carro sin ruedas los lleve a su destino, a diferencia ella tomando distancia de ese grupo humano, caminaba tratando de ir más rápido de los autos que la rebasaban, más allá de los conflictos que a su paso surgían inevitablemente por esa inmediatez que manejan aquellos que toman decisiones sobre la vida de los otros. Tenía por sabido que cuando una luz se enciende no hay oscuridad que la apague, Ana era un espíritu que luchaba contra sus propios demonios y otras veces se abrazaba a ellos en la necesidad de lograr objetivos.

El final de una etapa importante de su vida estaba a la vuelta de la esquina, y a la espera de una decisión que no soportaba más demoras en vista de los hechos ocurridos los últimos tiempos, esos que pueden definirse dentro lo inevitable, los menos desfavorables.

Una renuncia inesperada para algunos, pero bien pensada por ella, que de principios y finales tenía una larga lista guardada en algún lugar de su memoria, por lo mismo no saldría de esta historia a las corridas pero sí a paso rápido.

—Estas cosas son recurrentes en mi vida—.

Dijo mientras caminaba rumbo a la estación de trenes, observando el paisaje del pueblo que la había tomado como propia los últimos años sin siquiera sospechar el desenlace final. Y, por otro lado, sin la necesidad de caer en comparaciones, volvían a su mente las imágenes del aquel primer día en que llegó a ese paraje inhóspito, donde la monotonía de su gente, el bullicio de los niños corriendo por las veredas que se confundían con las calles de tierra, y por supuesto los perros vagabundos en jauría, libres de todo amo, daban la acogida tibia a la forastera.

Hubo momentos en la vida de Ana en que el tiempo transcurrido no era más que un “círculo caprichoso” donde se fundían el pasado, el presente y el futuro y todo era parte de lo mismo sin ser lo mismo; el tiempo era mucho más que significativo, era la partida y el regreso, y en el centro de toda esta confusión permanecían las instancias agotándose y a la vez marcando los limites, esos que dan por terminada una historia dando comienzo a otra. Aquí el tiempo se había agotado mucho tiempo atrás.

Ella dijo: “Libre de todo amo”, y se abrazó a ese concepto en estado puro sin cuestionarse en qué mundo elegía vivir, si en el mundo natural donde todo es de todos, o en el mundo artificial, donde las vidas se manifiestan en un efecto espejo transformando a los seres humanos en caricaturas víctimas de sus propios individualismos. Y todas estas cuestiones la llevaban a entuertos intelectuales que profundizaban aún más sus desencuentros.

Aunque haciendo honor a la verdad, este pueblo tan particular por su nombre y otras características más, “Las Diez Manzanas Perdidas”, lograba sostener ciertas “distinciones”, principalmente por lo casi imposible de localizar en el norte profundo de alguna provincia argentina, y en líneas generales por la capacidad de contener y sostener a todo aquel fugitivo con aspiraciones suicidas sociales del mundo moderno, y no menos tranquilo que su viejo barrio de Floresta al que pronto regresaría tal vez como destino final.

Y más allá de las profundas convicciones que había sabido construir desde temprana edad, que despertaban inquietudes en su grupo familiar de cara a los proyectos en los que trabajaba, y que según Morelia eran peligrosos porque inspiraban al látigo del verdugo a someter a su víctima, a diferencia de Irenka solía decir que el peor de los castigos era temerle al verdugo, en tanto Marek entendía la lucha desde esos ideales que invitaban a la muerte a reflexionar sobre los valores de la vida. Ana bien pudo decir:

—Suerte que estoy viva—.

Aunque desde sus formas de transitar la vida, solo dijo:

—No he vencido por el hecho de estar viva, me han vencido por la necesidad de vivir—

Mientras sus padres la observaban desde lejos preguntándose si lo dicho por ella, era para festejar o para preocuparse. En esos temas se debatía en tanto caminaba tratando de simular su humor contradictorio de los últimos tiempos.

Alguna vez su vida fue diferente; los padres añosos, la tía solterona, el barrio que la vio crecer como hija única, su salud frágil que la hacía víctima de un aislamiento exagerado. Quizás una excusa que les permitía a los parientes ejercer un exceso de sobreprotección, que generaban ciertos desencuentros de los cuales sabía sacar provecho muy a menudo en su primera infancia, cuando las cosas no resultaban como ella pretendía. Fundamentalmente en el ciclo primario con sus compañeras, “colegio religioso y padres ortodoxos”, y como si esto no sumara en su vida, allí estaba Marta su pequeña amiga y vecina.

—Cualquier cosa menos laico—.

Le instó Marek a Morelia que optó por las Benedictas cuando hubo que buscar escuela para Ana.

Las monjas vigilantes con sus ropajes lúgubres, mimetizadas como cuervos sin alas observándolo todo, eran parte del paisaje gris y monótono de ese antiguo castillo convertido en monasterio, para luego transformarlo en escuela costosa de barrio de trabajadores. Algo tan obsceno como las cuadras inundadas de niñas ricas de otros barrios y estas, las oriundas de Floresta con Marta parada en la primera línea de combate, convirtiéndose en la pequeña heroína y amiga defensora de todas las batallas en que Ana incursionaba, en un juego que bien pudo ser de niñas y terminó siendo un acto político de defensa del territorio frente al invasor. Desde ese lugar las veían pasar casi con desprecio, haciéndoles notar quienes eran las locales, frente a las arribistas que debían pisar las baldosas con respeto. Y esos eternos recreos donde el estudiantado compartía juegos silenciosos y nunca las invitaban a participar de ninguno, porque ambas amigas habían hecho su discriminación en tiempo y forma con mucha autoridad cuando constataron que ellas eran el motivo de susurros y burlas a sus espaldas.

Fueron estos los primeros desencuentros que en particular llevaron a Ana en algún momento de su vida de estudiante, a contemplar la idea de ser parte del folklore de las Benedictas, solo para poner un tono de “realidad” a la cosa, aunque la familia ya había padecido una historia con características similares que no resultó del todo bien.

Y así un día con otro fue creando un espacio de despreocupación en su mente desde el estar ausente en una realidad aumentada por una guerra de orgullo y ego que proponía el resto del estudiantado y que Ana astutamente ignoraba. Las cosas no mejoraron en el segundo ciclo, dado que era una continuidad del primero, en la misma escuela y con más de lo mismo de los años anteriores. Pareciera ser que todas las mujeres iban a envejecer y luego morir allí sin que nadie jamás lo notara, entonces se convertirían en cuervos sin alas y ni volar podrían. Ana al intuir el vacío de emociones en los corazones de las personas que allí permanecían, se propuso por aquel entonces alejar esas ideas de su cabeza y pasar lo más desapercibida posible, como aceptando que ya venía disfrutando de esa invisibilidad desde siempre por propia elección.

Fue en el transcurso del tiempo que como un aliado implacable junto a las circunstancias que acompañaron ese largo derrotero en una multiplicidad de hechos inevitables, construyó el principio de un camino por donde transitaría su vida. Comenzando por el ingreso a la Facultad de Veterinaria que sin haber tenido nunca una mascota terminó la carrera en tiempo y forma dando por descontado que no iba a ejercer la profesión.

Esta situación podría llamarse “anatomía de un eterno desencuentro” desde ese viaje a la facultad en colectivo de una hora quince de ida, porque el regreso era más rápido, dado que el tránsito mermaba de noche. Bajar del colectivo e ir al alcance de sus padres y caminar junto a ellos esa cuadra y media, noche tras noche hasta la casona donde aguardaba Irenka con la mesa puesta y la comida lista, era una cita ineludible que esta familia respetaba por el solo hecho de compartir lo sucedido en el día a cada uno de ellos. La familia Symaski convivía desde un vínculo emocional transparente, lucido y a la vez confuso, sin demasiados tratamientos. En realidad era un nido de emociones controladas, casi una fórmula perfecta para disfrutar de una vida en paz, donde nadie interfería en la vida de nadie y todos observaban en silencio el proceder de todos, hasta que ocurrían esas pequeñas catástrofes que alteraba la rutina interrumpiendo la paz familiar.

Sentía profundo afecto por el viejo barrio de Floresta que la había visto nacer en un hogar de inmigrantes; Marek y Morelia oriundos de Polonia se habían instalado en el barrio por invitación de Irenka (su prima), que junto a sus padres habían llegado al país mucho tiempo atrás, comprando una casona confortable donde seguramente pasarían el resto de sus días, y así fue hasta la muerte de estos, en que Irenka tomó la decisión de invitar a sus primos a viajar a esta noble y pacífica nación donde todo era posible si se tenía voluntad de trabajo, ya que la vida en Polonia era muy difícil por aquellos tiempos.

Floresta era un barrio que se defendía del modernismo que avanzaba con torres de cemento devorándose todo a su paso, permaneciendo intacto al paso de los años. Y donde según Ana, las personas flotaban como sombras fantasmales en procesión por las veredas diluyéndose a la vuelta de cualquier esquina. Más allá de los sonidos naturales que pudiera percibirse solamente en la ciudad de los muertos, (habitantes eternos de sus propias necrópolis), con pájaros piando sobre los árboles aromosos que emanaban una mezcla de perfumes todo el año. Sin lugar a dudas era la postal perfecta que ella contemplaba todos los días de su vida desde la ventana de su dormitorio en lo alto, que daba en dirección directa a la vereda de enfrente de la avenida Alberdi, donde se encontraba la casa de Marta, que desde la ventana de su dormitorio podía observar la ventana del dormitorio de Ana. Y que en la complicidad de las noches solían practicar el juego de luces y sombras adivinando las frases la una de la otra, convirtiéndose en pequeñas luciérnagas desprendiendo rayos de luces en un idioma mágico que solo las amigas podían interpretar en esos largos inviernos en Floresta.

Y no poder sustraerse noche tras noches a “espiar” escondida detrás de las cortinas, en la oscuridad de su cuarto, a ese grupo de personas anónimas que en una procesión interminable arrastraban sus carros vacíos tratando de simular sus miserias. Estos mismos “espiados”, que quizás avergonzados por la mirada insistente de esta joven mujer por el solo hecho de observar la desgracia ajena sin compromiso alguno, como solía decir Irenka: “gratis de todo color”, agachaban aún más sus cabezas como quien besa el asfalto con la frente. “Gratis de todo color”, una frase que llegaría al corazón de Ana, tomando relevancia mucho tiempo después. Estas figuras humanas irreconocibles, apenas sombras deambulando por las calles de Buenos Aires, no eran más que la antítesis de estos otros anónimos que en sus autos lujosos trataban de esquivarlos como quien esquiva una bolsa de basura nauseabunda que sin lugar a dudas les era propia; y no dejar de preguntarse ¿qué tan tóxico era ese mundillo perturbador que generaba lo que generaba con una naturalidad siniestra sabiéndose impune de toda impunidad?

Ana solía someter a Marek de tanto en tanto con tamañas reflexiones:

—Si una cuestión social como bien decís papá, se transforma en un relato histórico, y hacen de este una construcción intelectual naturalizándolo como un hecho normal; entonces si te digo que la cola mueve al perro te quedas a observar el momento en que va a ocurrir ese fenómeno en el perro del vecino, porque vos ni perro tenés—.

Cuando Marek insistía en que sus ideas eran tan peligrosas como disparatadas porque había que seguir al rebaño, dado que oveja que se apartaba del resto, oveja que era alimento para lobos. Y porque “realidad” eran esos tiempos no tan buenos y no tan malos que transcurrían en Argentina, como solía decir Morelia y por lo mismo Ana demoraba su llegada a este mundo. Una niña escuálida, casi pelirroja, casi pecosa y casi sin vida, así fue la llegada de Ana a este mundo de forma sorpresiva y antes de tiempo.

Esta niña con muy pocas esperanzas de sobrevida lograría revertir los pronósticos funestos que le auguraban un futuro dudoso, y por lo mismo con este tipo de preocupaciones Irenka y Morelia habían sabido repartirse los tiempos de cuidados de la pequeña. Las noches eran interminables para Irenka que cuidaba con devoción a Ana, y lo mismo sucedía con los días de Morelia, que ya había hecho la promesa de no traer más niños a este mundo dado el trabajo que significaría el cuidado de su hija vaya una a saber hasta cuándo, y aunque la niña parecía ser normal todos los pronósticos eran reservados.

A diferencia de estas dos mujeres, Marek profundamente convencido que su hija era una enviada de Dios, le daba un trato muy especial y pasaba horas transmitiéndole mensajes religiosos a una niñita de no más de seis meses de vida. Era tanta la angustia de estas dos mujeres como desesperante el fanatismo de este buen hombre que recurría a cualquier doctrina religiosa si grandes pudieran ser las posibilidades de sobrevida de la criatura. Y contra todo diagnóstico Ana fue logrando revertir ese retardo de crecimiento y además porque a estas horas ya se parecía más a un ser humano que a un ser de otro planeta.

Marta a diferencia de su amiga, había crecido en una típica familia italiana, pródiga en parientes y desde muy pequeña había desarrollado un interés muy particular por los números, y según su forma de ver el mundo insistía en que “la verdad revelada consistía en los cálculos numéricos”. Incluso el ser humano era una pieza cúbica que debía junto con las demás piezas encajar en el círculo que formaba la tierra, que era la pieza contenedora de la totalidad de las piezas que encajaban perfectamente, y no así la humanidad que no dejaba de fluctuar, y por lo mismo el caos era el común denominador de todas las tragedias ocurridas en el planeta.

Una cosa fue llevando a otra hasta que llegó el momento de tomar la decisión de independizarse de sus padres después de haber egresado de economía, y sin ningún pudor, y con el proyecto en manos se lo manifestó a Ana:

— ¿Por qué sería cuestión de estado que dos amigas de toda la vida se fueran a vivir juntas?—.

Marta proponía una y otra vez el mismo tema y toda conversación quedaba en un final abierto una y otra vez. Ana nunca dejó la casa paterna y por lo mismo Marta se hartó de sus entuertos intelectuales y por un tiempo desapareció de su vida, dedicándose a sus propios proyectos porque no todo en la vida eran los “otros” y no todo en la vida pasaba por “los libros”.

Esta situación podría ser un desencuentro más entre dos amigas que luchaban por liberarse pero que las circunstancias de la vida las hacían permanecer en una temporalidad mezcla de amor y odio anunciando un final que no llegaba, condenándolas a ver pasar la vida la una de la otra detrás de las ventanas. Ana dando por hecho que el tiempo una vez más pondría las cosas en su lugar, construyó desde su rutina diaria un proyecto que la llevaría por caminos que jamás hubiera imaginado.

Ese mismo tiempo le daría a Marta la oportunidad de entablar una relación con un hombre, viudo él, y de muy buen pasar económico, dueño de la fábrica de muebles más importante de la ciudad; se produjo un corto noviazgo que concluyó en una boda inesperada. Ana, al enterarse del destino que había dibujado su amiga para sí, comprendió que hay instantes en las vidas de las personas, en que la inteligencia individual supera a la inteligencia colectiva y apoyada en esa perspectiva, proyectó un puente imaginario donde ella transitaba por arriba de este, y ellos, (su amiga y su esposo) caminaban por debajo del mismo, claro está que sentenciando desde algún lugar de su razonamiento que no podía tener luz aquello que hubiera sido gestado en la oscuridad, Ana dio por cerrado el tema frente a Irenka y Morelia que no entendían el motivo de su enojo y aún menos las últimas palabras que sonaban más a melodrama que a otra cosa:

—La diferencia entre la realidad y creer en tus propias fantasías es caer en un círculo vicioso que solo genera violencia, de esas que no se pueden interpretar fácilmente desde la razón sin sufrir un estallido de ira—.

La preñez de Marta fue una noticia recibida sin mucho interés por parte de Ana, que dio su opinión muy por arriba de la situación, mientras que Morelia e Irenka cuchicheaban por lo bajo, dijo:

—Solo es una época de aguas turbias donde alguna vez fueron cristalinas—.

Y una vez más ese mecanismo emocional, confuso por cierto de manejar sus emociones desde algún espacio sobrecogedor de su cerebro, sin caer en conflictos de esos que agotan y no traen soluciones, creó una espiral de cuestiones calculables desde lo intelectual, pero demasiado filosófico para la interpretación de un hecho casi cotidiano en la vida de las personas, porque con solo darle un final honorable a tantos años de amistad y continuar con su vida era más que suficiente.

Marta manejaría su destino con la convicción de que el usufructo de este le proveería de experiencias nuevas, de esas que solo se comparten entre los propios, y Ana continuaría observando la ventana del dormitorio de su amiga que guardaba un luto de persianas bajas en esas noches solitarias en el barrio de Floresta.

Esa madrugada en un último intento por rescatar de un final trágico la amistad que las había unido por tantos años desde su primera infancia, Ana se rindió al concepto primario del sentimiento y los vientos que corrieran alrededor del mismo, porque en definitiva una amistad se construye desde los misterios de las emociones humanas, y se destruye desde el paupérrimo relato mezquino de quien no entiende de lealtades. Esos recuerdos y otros tantos más permanecerían en su mente al ritmo de una danza ciega alrededor de su cabeza, siendo ella el motor de ese mágico carrusel de ensueños; por lo mismo había llegado el momento de dejar que las cosas se sucedan.

En tanto sus padres e Irenka esgrimían razones suficientes para que Ana retomara su vida sin resistirse a los hechos naturales que hacen a la existencia de las personas, aceptando que las cosas son como se manifiestan en lo cotidiano y no lo que se observa detrás de una ventana en un eterno juego de niñas.

2. El reino de las incertidumbres

Por esos tiempos Ana se sumergía en dilemas filosóficos invirtiendo horas de sueño en analizar la sumisión del pensamiento natural frente al razonamiento lógico e insolente, y por lo mismo sin resolución sobre las expectativas que se crean las personas, desde las actitudes propias que afectan significativamente la vida de los otros (por no simplificar, desde la insensibilidad con que se analizan las cosas), no porque le preocupara la aceptación de estos otros, sino la actitud frente a estas innecesarias dificultades. La falta de empatía o consideración que le producía la lógica aplicada al común de las cosas y no el pensamiento puro aplicado a las emociones naturales, y un ejemplo era el poder observar la miseria humana padecida por los más empobrecidos y naturalizada por los poderosos, y es más, buscar culpables allá en el submundo de los abandonados e invisibilizarlos, y que por lo mismo les fuera eternizada la agonía de haber nacido en un mundo dentro de otro mundo, donde su condición social los obligaba necesariamente a ser responsables de su pobreza, y desde ese lugar crítico expresaba a los suyos, a los otros y a quien tuviera la voluntad de prestarle atención a su discurso, honesto sin lugar a dudas, pero demasiado extenso y pretensioso para los tiempos rápidos que corrían, entonces ella dijo:

— ¿Por qué si una persona manifiesta lo que naturalmente piensa puede ser sujeto de crítica, cárcel o muerte según los tiempos que se presenten? ¿Qué es correcto, lo moderado, o lo inadecuado y por ende peligroso?—.

Y fue así que mientras cursaba el último año de la carrera de veterinaria, con un título que no sería encuadrado y por lo mismo su madre guardaría atesorando un recuerdo más de su hija, tomó una decisión inesperada para el resto de la familia; “porque cuando se va por la vida sin saber qué se quiere solo queda atesorar recuerdos”, según palabras de Morelia.

Ana ingresó en la carrera de Ciencias Políticas sin imaginar que viviría una época de psicosis colectiva, en la facultad tomada por los estudiantes que sin cuidar las formas junto con la gente de sociales a la salida de los mítines, en las escalinatas, en las veredas y en los bares se transmitían mensaje amenazantes unos a otros, convirtiendo los conflictos personales en un desmadre “popular”.

Eran épocas violentas y de poca argumentación entre los intelectuales de izquierda y los niños ricos de derecha, que se mezclaban con los niños bien de centro pero que en los discursos solían confundirse con los de doble apellido malintencionados desde sus orígenes; y Ana con una línea de pensamiento quizás más humanística que política tradicional, por llamarla de alguna manera, no calzaba en ninguna de estas pseudo categorías sin contenido social pero con definiciones rimbombantes; y por lo mismo incursionó con todos sus compañeros de un lado y del otro de la contienda, pero no invitó ni a propios ni ajenos a su casa, porque la gente de buena fe solo lleva a su casa gente de buena fe.

Abocada a preparar su tesis final basándose en: “El hombre debe ser fiel mientras duren sus opciones”, donde incluiría los cinco elementos de contemplación para enriquecer la política; terminó de cursar la carrera muy comprometida con su causa, pero desentendida de su entorno y así lo expresó:

— ¿Desde qué lugar se interpreta lo que se desconoce invitando al otro a desnudar su espíritu frente a un pensamiento ajeno y quizás capcioso?, luchando por lo que sabe que debe luchar, pero no sabe cómo luchar, entonces, ¿cuál es el cuadro de situación en estas circunstancias en que la angustia de la persona choca de frente con la poca capacidad de resolución de los dirigentes?—.

Eran los cuestionamientos que se hacía de forma permanente, tratando de encontrar respuestas que la alejaran de tantos desencuentros intelectuales. y fue por estas razones que tomó la decisión que tomó, y casi con cierto placer caminó por última vez hacia el consultorio de su terapeuta, terminó su sesión y luego se despidió de todos los presentes allí, girando sobre sus pasos, cerrando la puerta y yéndose por la misma calle que solía caminar dos veces por semana los últimos tiempos. Ana dijo a la terapeuta en su última sesión:

—Nada es definitivo en una realidad que se multiplica por cientos de lecturas, si bien todas las acciones tienen un principio de espontaneidad, es inevitable la falla porque no existe perfección en el producto terminado, que por cierto es el hombre dentro de otro hombre más allá del sujeto convencido y del por convencer, y por cierto no es posible vivir el mismo día una y otra vez como si el tiempo no pasara—.

Y sin nada más que explicar dio por terminada su terapia, caminó hacia su casa, disfrutando del paisaje que la rodeaba, porque Floresta era definitivamente a toda hora su motivo de inspiración, y caminar por sus calles y desaparecer en cualquier esquina para luego aparecer sabiendo que era parte de aquellos que como ella, les bastaba una mirada para reconocerse y saludarse con un movimiento de cabeza, aunque no se hablaran, era mágico. Floresta era el olor perfumado de los árboles y el sonido de los pájaros, y de faltarle estos elementos naturales, seguramente sería cualquier barrio de Buenos Aires menos Floresta.

Y así fue que entró a la casa familiar en un horario poco común para lo que era su rutina diaria, sorprendiendo a los suyos, que la recibieron con preguntas de preocupación, sospechando algún infortunio que pudiera haber sufrido, mientras ella se recostaba en la cómplice mirada de Marek para encontrar en él, una sonrisa afectuosa de padre que no espera ver a su hija tan temprano y de tan buen humor, en tanto Irenka y Morelia se abalanzaban con preguntas sin esperar respuestas y corrían a preparar la mesa porque había llegado Ana.

La casa invadida por el olor a comida sabrosa de clase media trabajadora y el murmullo de las mujeres que venía de la cocina, más de fondo el sonido que desprendía la radio de Marek con la melodía clásica de siempre, alimentó en Ana esa convicción de que todos hasta el último de los desdichados deberían gozar de ese cobijo natural y único, que es la familia y el hogar con olor a comida sabrosa esperando al que va a llegar con lo resuelto del día.

Ana fácilmente pudiera confundirse con una niña bien de esas de buen vivir y mal pensar, pero en definitiva son los lugares de origen que marcan el carácter en la persona, y ella con todas sus incertidumbres había nacido y crecido en un barrio de trabajadores, y ese era el punto exacto que marcaba la diferencia en su vida.

El hecho simple de pertenecer a una clase social que no se esforzaba por mejorar su situación económica, sino porque esta no empeorara, la comprometía a no caer en esos lugares comunes en que la razón humana propone luchar a como dé lugar porque Argentina es un país mucho más que noble, pero con la posibilidad latente de que uno se puede ir a dormir cómodo, económicamente hablando, y amanecer incómodamente pobre, pero jamás lo contrario, por esta y otras tantas razones más, ejercía ese grado de compromiso social empatizando con aquellos que como bien propio solo atesoraban miserias, de esas que las malas políticas alimentaban generosamente.

Irenka solía decir con mirada inquisidora:

—Ellos son impetuosos y estúpidos, y ella se comporta como una casquivana caprichosa, y así está el mundo—.

— ¿Quiénes, tía?—.

Preguntaba Ana, mientras Morelia permanecía sin intención de opinar, porque para qué iba a opinar ella que poco y nada tenía para decir, dando por hecho que su prima estaba en lo correcto, entonces asentía con la cabeza en tanto observaba de reojo a Marek que se disponía a contradecir a la vez que se arrepentía de hacerlo, manteniendo el mismo silencio que su esposa. En tanto Ana interpelaba a la casquivana y a los impetuosos dando por hecho de que Irenka se refería a la política y a sus acólitos.

3. Tiempos de ausencias

La muerte comenzó a visitar muy seguido a la familia Symaski, en una continuidad pausada entre una ausencia y la otra, claro está que no menos desdichada por el desenlace que a su vez le permitía cierto respiro a la angustia de los que le precedían desde una rutina agobiante por lo agorera.

El final de Marek se puede decir casi ineludible, no así al año siguiente la muerte de Morelia, con la particularidad de que en el caso del padre según dijo Ana, ya había partido el día que vio el cadáver de Irenka un año atrás en un desenlace esperado y a la vez rechazado por el espanto del que se queda en el andén viendo partir al otro, recostado en la espera de un regreso que no va a suceder, más allá de haber padecido una larga enfermedad que le iba quitando poco a poco una lucidez única que la hacía brillar a la hora de tomar decisiones como bien decía ella:

—Hagámoslo definitivo porque la vida no es cosa fácil y la muerte es la prueba de que esto y lo otro no tiene devolución—.

Toda la familia fue parte activa de los logros obtenidos por Ana, y aun se esperaba mucho más de ella, porque no era cuestión de esperanza dejar que las cosas se sucedieran naturalmente en una niña que había nacido con pocas posibilidades de vida a esta mujer de altos estudios, entonces la paz que les daba el deber cumplido quizás fue la puerta que cruzó Irenka dejándola entreabierta por si algunos de ellos la seguía.

Morelia sobreviviría un año a la muerte de su esposo, y ese último tiempo final Ana ya liberada de los compromisos personales, se acercó más a su madre, compartiendo los espacios vacíos que estos otros dos habían dejado con su partida, aunque no tan solas desde la mirada respetuosa de Morelia hacia los que parten porque tienen que partir, pero vuelven de visita porque nadie se va definitivamente de los lugares que transitó la vida.

Las tragedias se fueron sucediendo desde ese lugar inevitable donde pareciera ser que en esta familia un pariente le pasara la posta al otro como si nadie tuviese vocación de longevo, y todos transitaran por un canal comprendiendo y aceptando que la muerte es todo lo que está bien en la vida. Ana con una pequeña herencia producto de los ahorros familiares, para nada ricos y muy austeros en sus formas de vida, deambuló un tiempo más por las noches de Buenos Aires, buscando la magia que le había prometido “la ciudad que nunca duerme”, y que nunca encontró, porque no era cuestión de magia sino de sueños, de esos que deberían prohibirse desde el no tiempo y no espacio del colectivo humano, por más que la locura fuese colectiva.

Es verdad que los sueños solo abrigan esperanzas mientras que los proyectos obligan a la ambición a concretarlos, y por lo mismo fue tomando distancia de esta ciudad loca y ruidosa que la hacía sentir una extranjera más en su propia casa, entre tantos rostros desconocidos que deambulaban por sus calles con un grado de anonimato social, y cómplices nocturnos de cualquier ligereza de la carne. Por consiguiente no se privó de alguna experiencia de tono íntimo con “el sexo opuesto”, como solía llamar al género masculino, y que recordaría en noches solitarias y de mucho hastío como un fantasma que apareció por un instante en su vida, y la hizo claudicar frente a un cuadro de situaciones desconocidas para ella, pero no menos honorables en la intimidad de un hombre y una mujer anónimos y desnudos de todo pudor en comunión con las necesidades físicas.

La noche de Buenos Aires comenzaba a anunciar su decadencia y dejó de ser para Ana un motivo atractivo cuando ya cansada de caminar las calles, en busca de ese rostro anónimo que se manifestó en una situación multicausal, porque de no tener la necesidad de… a padecer la necesidad de… creó en ese mismo cielo nocturno que los cobijó por un instante un holograma, con la intención de que aquel que despertara ese instinto en ella también padeciera al verlo; y no a modo de transferencia humana de esas que insta la carne, sino desde la ausencia de ser sujeto de inspiración por un instante, tan simple como eso. Ya convencida del resultado estéril de su búsqueda, decidió continuar desde esa libertad forzada de la que hacen un arte las mujeres solitarias retomando las actividades de su vida.

Al paso de los días las circunstancias se iban acomodando al hecho en sí de ser la última sobreviviente de una familia casi extinguida como solía decir ella; sin amigos y en un caserón antiguo lleno de espíritus y recuerdos, emocionalmente no tuvo más alternativa que hacer de su tristeza un refugio seguro, por más oscuro y lúgubre que manifestase ser el sentimiento que la invadía. Y allá a lo lejos una luz que le advertía que vendrían tiempos mejores porque no había posibilidad de que estos empeoraran.

El teléfono no dejaba de sonar y las propuestas laborales le llegaban en forma permanente, y no obstante no encontraba una sola motivación que la sacara de la casa y de esa angustia que amenazaba con instalarse en su corazón. Un llamado en particular hizo que Ana prestara atención al contenido de la propuesta que le resultó interesante porque iba a darle el tiempo suficiente para reponerse del momento que estaba transitando, y así mismo para empezar a acariciar el proyecto, porque todo lo que se proyecta debe llevarse a cabo para no caer en esa situación de desconsuelo de temer al fracaso en vez de apostar al triunfo.

Las cosas pueden parecer permanentes y, aun así, hay veces en la vida de las personas que no son definitivas, porque no todo es lo que parece, si uno tiene la intención de revertir incluso desde las ausencias, que quizás sea lo más difícil de aceptar; el “yo no estoy, pero sí lo está mi ausencia”, el “yo vivo en mi obra”, que pueden continuar otros si fui motivo de inspiración. Y las ausencias fueron un punto de inflexión en Ana, las ausencias como un ritual permanente, las ausencias como una cuestión natural e inevitable que invita a aceptar los finales de la vida.

Y como una sentencia criminal una vez más desde su ventana vio pasar el invierno en soledad, pero no tanto, porque allí afuera de su mundo la vida continuaba en los olores que seguían emanando los árboles junto al piar de los pájaros, en tanto la esquina de la avenida Alberdi se transformaba misteriosamente en un portal mágico donde las personas como fantasmas desaparecían al pisar el frío adoquinado de la calle, y quizás entre ellos, los suyos propios que desde esa misma esquina antes de desaparecer la saludaban. Para luego volver a la realidad más inmediata que era esa imagen representada por un hombre harapiento arrastrando un carro lleno de cartones, y vaya a saberse cuántas miserias más que quizás sirviera de alimento a su familia, mientras la otra realidad viajaba a su lado en autos caros y ostentosos con toda la intención de atropellarlo, por ese viejo refrán de que “si no está no es, y si no es, no existe”, cuando es sabido que la pobreza no es el problema, sino quienes la generan. La lectura era tan simple y cruel como este mundo de los que se creen ricos, y no de los que se saben pobres y no se desencantan con su realidad.

Quizás fue desde ese lugar el recurso que usó Ana para ponerse su historia al hombro y continuar con su vida, con el reparo necesario de alguien que jamás había tomado decisiones libremente por haber estado sujeta a la voluntad de sus mayores. De cualquier modo no sería la duda la que demorara su determinación final. En realidad, el temor más importante era el hecho de tomar cualquier tipo de resolución por el solo motivo de huir de una experiencia tan desconocida como difícil de transitar, y para la cual no estaba preparada desde el sentido común de aquel que no conoce de soledades porque jamás estuvo solo, o desconocer el dolor de las ausencias definitivas porque jamás sufrió una, y en esos temas se debatía sin poder de resolución. Entre tanto la vida continuaba para todos en Floresta y en el mundo.

4. Aguas turbias y aguas cristalinas

Marta cumpliendo la promesa hecha en un juego de luciérnagas y muñecas, que el paso del tiempo transformó en recuerdo en la memoria de ambas amigas, fue en busca de Ana y le ofreció el madrinazgo de su futura hija, acto que sellaron con abrazo, un café y un compromiso con mirada al futuro, entendiendo que entre sumas y resta que esta amistad había sufrido, felizmente los resultados acompañarían los tiempos por venir. Al nacimiento de Anita se sumó un viaje por toda Europa obsequio de su esposo agradecido por su paternidad tardía, cuando ya no esperaba más bondades de la vida, porque el buen Dios le había dado todo y también se lo había quitado. Pero luego la tragedia enlutaría la vida de Marta cuando durante el trayecto en barco hacia el viejo mundo su esposo sufriera un paro cardíaco y muriera sorpresivamente. Hecho que obligó a esta mujer a tomar decisiones de esas que se toman a las apuradas casi sin pensar, porque caer en un análisis profundo sobre el futuro a edificar para ella y su hija, no solo era pretencioso que sino sobrado de lugar por el momento ingrato que se estaba haciendo presente en su familia sin pedir permiso. Ana llamaría a esta época “aguas turbias y aguas cristalinas”.

La región del Piamonte (Italia) fue el lugar elegido por Marta donde habría de comprar un viejo viñedo explotado mucho tiempo atrás por sus dueños fallecidos a la fecha, pero que en la actualidad por capricho de la misma naturaleza aún conservaba los parrales a modo de arbustos salvajes. Solo ella sabía que ese pequeño paraíso a cielo abierto y a la vez protegido de la mirada entrometida de algún turista distraído, sin dudas debía ser suyo; sumando así una razón más para dar por descontado el regreso a Argentina por el momento. No fue bien recibida la noticia en Floresta, más allá de que Ana comenzaba a acostumbrarse a estos arrebatos de su amiga, por lo mismo no lo viviría como una actitud egoísta pero sí, lo sufriría desde la ausencia de ambas mujeres, tanto madre como hija. Más allá de la pregunta crítica sobre los conocimientos que pudiera tener al respecto Marta, ya que no era enóloga y muy lejos estaba de ser sommelier, claro está que si de caprichos se trataba, nadie le quitaba el primer puesto a esta noble mujercita.

Supo decir en su momento a modo de excusa:

—Querida, los piamonteses son gente muy amigables, te sorprenderías—.

Tiempo después Ana sentada a la mesa de la cocina, terminada la cena, y entre copa y copa del vino tinto de Marek, recordó el día en que este cataclismo familiar comenzó con la muerte de Irenka que tenía su dormitorio en el piso superior de la vieja casona de Floresta.

La negación es una conducta fenomenal a aceptar cuando los finales determinan los cambios definitivos en la vida de las personas, y quizás engañarse desde un sentimiento propio se transforme en un gesto de verdad absoluta frente al dolor que inspira la muerte.

Y así fue que Ana compartió los últimos tiempos de la vida de Irenka que fueron dramáticos desde los pronósticos médicos, sobre el diagnóstico de tan grave enfermedad en la figura de demencia senil en etapa terminal, y aconsejaban internarla en un instituto psiquiátrico para su mejor atención, consejo que la familia no aceptó dado que no dejarían a Irenka en manos de desconocidos aunque gritara hasta dormida.

Ana tenía su cuarto tipo colonial con baño propio y ventana con vista a la avenida Alberdi, (típico altillo), y por ende era la persona más cercana a Irenka para auxiliarla, ya que los padres ocupaban la planta baja y según Morelia, eran demasiado viejos para estar subiendo y bajando todo el tiempo la escalera caracol tan peligrosamente empinada.

El caso es que una mañana Irenka no despertó, había muerto por la noche, y la casa se llenó de gente llorosa por culpa de Morelia, que compartió con un vecino la tragedia que estaba viviendo la familia y por lo mismo se enteró todo el vecindario, que fueron como comparsa humilde pero ruidosa de carnaval de barrio a ver el cadáver de Irenka. Hecho que le recriminaba Ana a su madre mientras trataba de escapar de tamaño gentío chismoso.

La cosa fue empeorando en el transcurso del día porque parecía ser que la polaca (así la nombraban en el barrio a Irenka), empezó a despedir un olor nauseabundo, pero ¿qué se podía esperar de un cadáver más que olor “desagradable”?, y no faltó una vecina, de estas tan metida como mal pensada, gritando a viva voz que le trajeran un sacerdote a la polaca para la bendición pues debido a lo “desagradable” del olor, seguro que así tenía el alma de pecaminosa. La cosa fue para peor cuando Marek escuchó el comentario malintencionado que le provocó una crisis nerviosa haciéndolo trastabillar y caer por la escalera caracol hasta la planta baja a la vez que gritaba:

— ¿Qué pecados podía tener mi prima que murió solterona y sin salir ni a regar las plantas, la pobrecita?—.

Entrada la tarde llegó el transporte de la morgue para trasladar el cuerpo de Irenka y una ambulancia para trasladar a Marek a la clínica, ya que según el hombre no sentía las piernas y estaba en un solo grito de dolor. La casa fue vaciándose de gente y de ruidos hasta no quedar nadie, pareciera ser que todo el barrio había entrado en un luto compartido por el silencio de tumba que se percibía en el ambiente.

El matrimonio subió a la ambulancia con rumbo a la clínica, y por fin Ana pudo cerrar las ventanas, correr las cortinas pesadas, (impecablemente almidonadas por su madre), y dejarse llevar por el dolor que le causó la pérdida de su amada tía. Este hecho pudo ser el cierre de una historia en la vida de esta pequeña familia de inmigrantes aunque en realidad no fue así. Los días iban pasando y la casa permanecía en un duelo que invitaba a un silencio fúnebre, y en medio de tanto vacío familiar Ana hubo de encargarse del cuerpo y las exequias de Irenka tomando decisiones comprometidas, sabiendo que no contaría con el apoyo de sus padres, ya que había optado por la cremación y depositaría las cenizas en el osario de la iglesia.

Morelia continuaba en la clínica junto a Marek que penosamente tras una larga operación ya no volvería a caminar, y la noticia habría de dársela con mucho cuidado para que el disgusto no le produjera un infarto. Al cabo de quince días de mucha tristeza para Ana, vio por la ventana llegar a su madre empujando una silla de ruedas donde trasladaba a su padre, pero más allá de conmoverse e ir en auxilio de Morelia abrió las cortinas de la sala y dejó que todo el sol entrara por las ventanas que habían permanecido cerradas todo ese tiempo, mientras su madre no dejaba de lamentar tamaña tragedia luchando por entrar rápido a la casa para evitar las miradas curiosas. Entre ambas lograron acostar a Marek en la cama quien yacía con la vista perdida y sin decir palabra, ni siquiera un gesto de dolor, porque el dolor había dejado de ser físico y por lo mismo lo acompañaría donde fuera que él fuera, en su viaje final.

—Si no hay dolor no hay vida—.

Dijo Ana abrazándose a su madre y dejándose llevar por el espanto sin que se le cayera una lágrima. Los días siguientes a la llegada del matrimonio a la casona, madre e hija se turnaban para permanecer junto a este hombre que no era ni la sombra de aquel que fuera muy poco tiempo atrás. La vida se detuvo para Marek que sin salir de la cama permaneció un tiempo más en ese mundo donde las ideas se confunden. Y en el desarrollo del antes de la tragedia casi esperada, una madrugada entrada la primavera Marek partió sin dejar huellas que dieran muestras de la ruta que habría de transitar. El jefe de familia había dejado de serlo mucho tiempo atrás, y, aun así, en un esfuerzo más espiritual que físico las integrantes que quedaron en pie sostuvieron hasta el último instante de su partida el rol que había sabido cumplir en la vida de ellas.

Francamente la muerte va más allá del dolor humano que provoca su tarea, que en definitiva es un llamado de auxilio que la vida como tal le exige, porque si bien Morelia no hallaba consuelo en el desconsuelo, quizás Marek ya libre de tanta miseria física habría recuperado su naturaleza espiritual una vez liberado de su cuerpo en ruinas.

Ana le recordó a su madre la chusma que había invadido la casa la vez anterior con la muerte de Irenka, razón suficiente para que Morelia se repusiera a duras penas y ambas decidieran llamar a la ambulancia que al llegar y constatar la muerte de Marek fuese trasladado a la morgue para hacer las cosas que había que hacer para solucionar tan triste desenlace. Luego venciendo toda resistencia de Morelia, cremó el cuerpo de su padre, y en un gesto de osadía por una parte y renunciamiento por la otra depositaron las cenizas en el osario de la iglesia, y contra todo pronóstico afín a las ideas religiosas de su madre, fue ella quien le pidió a su hija que le diera el mismo tratamiento final que les había dado a Irenka y Marek. La muerte en la vida de Ana había entrado todas las veces por la ventana, a hurtadillas y de madrugada como para que nadie la detuviera.

Algunos creen que la muerte por definición es una imagen de osamenta y oscuridad, relato que le da un prestigio único y quizás por lo mismo disimula su mortaja y cumple con su servicio de forma tan prolija que se maquilla de negro cubriendo sus cabellos y llega cuando nadie la espera, pero definitivamente, la muerte solo es una amiga que vendrá en algún momento y nos hará comprender los límites de la vida, y por más que no se muestre, el olor la delata. Y ese olor tan particular comenzó a sentir Ana nuevamente unos días antes de encontrar muerta a su madre que al no poder superar tanta pena, sola con su alma se durmió una noche y una mañana cualquiera del siguiente invierno no despertó, yacía en su cama con el retrato de Marek sobre la almohada. Ana entró al cuarto de sus padres y al ver el rostro lívido pero calmo de Morelia comprendió que ella había iniciado el viaje final con destino a un reencuentro eterno.

Se dirigió hasta los pies de la cama, levantó la tapa del viejo baúl, en busca de algún elemento con qué cubrir a Morelia, vio un hermoso juego de sábanas blancas, tomó una de ellas y en un acto ceremonioso cubrió el cadáver de la cabeza a los pies como quien tiende una cama pero con sumo respeto. Luego llamó a la ambulancia y como ya conocía de memoria el procedimiento hizo lo que tenía que hacer.

La mañana que le entregaron las cenizas de su madre tres días después del sorpresivo desenlace, Ana se dirigió caminando hasta la iglesia católica de Floresta, a sabiendas de que los católicos ortodoxos tenían prohibido cremar sus muertos, por esa idea de que si Jesús resucitó al tercer día en su cuerpo todo podía suceder; y sucedió que Ana una vez más respetando la Ley de Dios, le dio el tiempo necesario al milagro de resurrección y como este no ocurrió, tomó la decisión que tomó frente a la muerte misma y se permitió todo lo que se permitió porque no consideraba nada que no fuera definitivo en estos temas de la vida y de la muerte.

—La muerte es el final de todas las alternativas finitas—.

Dijo Ana y donde ya había depositado las cenizas de Irenka y también la de su padre, consideró el pedido de su madre y allí hizo lo propio, previo hablar con el sacerdote.

—Domingo, siete treinta horas—.

Dijo el cura ya que iban a honrar la memoria de todos los muertos incluso los de ella.

Ana esbozando una mueca que no llegó a ser sonrisa, dijo:

—Tendrán que esperarme mil años, aunque nunca se sabe—.

Cruzó la plaza dejando atrás la iglesia de Ntra. Señora de las Camelias y apurando sus pasos se encaminó hacia la vieja casona, como quien vuelve de un lugar donde se hacen bien las cosas y nada más. Convencida de lo ya resuelto pero no cerrado aún, porque su intuición le advertía que ella más temprano que tarde sería la próxima en ser invadida por ese olor tan particular que solo trae malos augurios; decidió levantarse muy temprano al día siguiente para comenzar con la ardua tarea de cerrar una casa que estuvo abierta casi por cien años, ocupada por personas que ya no iban a estar allí nunca más al menos físicamente. Y aunque nadie muere en su víspera, alejarse por un tiempo sería lo más prudente sin la intención de escapar, porque nadie escapa de sí mismo, entonces asumiendo que solo ella podría abrir la puerta de su calabozo, la única opción a la vista era hacer lo que había que hacer posponiendo su dolor para otro momento de la vida.

—Las personas se perpetúan en sus cosas como si no se fueran a morir nunca—.

Triste pensamiento de Ana cuando despertó esa mañana dispuesta a ponerse en acción, previo una buena ducha seguida de un buen desayuno; y es verdad que los olores marcan la agenda cotidiana de las personas, y un ejemplo es el olor de la colonia sobre el cuerpo húmedo recién duchado que invita a abrir las ventanas al nuevo día, o el olor a tostadas y café recién hecho que anuncian un desayuno servido por una madre afectuosa, esa nueva realidad fue tan impactante como un ladrillazo en su cabeza desde la ausencia misma. Y aunque los muertos no gozaban en esa casa del privilegio del dolor expuesto por la falta de ellos, aun así, permanecían desde esos espacios vacíos y desde la ausencia tan real como la muerte misma que no se deja ver pero que está presente en cada desaparición definitiva de las personas.

Terminó el desayuno y se dirigió al dormitorio de sus padres en busca del viejo baúl con la firme idea de arrastrarlo hasta la sala donde continuaría con la tarea que había dejado pendiente la tarde anterior, encendió la radio de Marek y mientras la filarmónica emitía su música de ópera clásica por radio “La Armonía”, la emisora preferida de su padre, solo porque no tenía noticieros que interrumpieran con cosas que a él en lo personal lo tenían sin cuidado; y quizás porque dependiendo de quién las dijera eran un tanto peligrosas en tiempo de paz y en tiempos de guerra.

Abrió ambas puertas y comenzó a arrastrar el viejo baúl hacia la sala en dirección al ventanal, que luego abriría corriendo previamente las cortinas para que la luz del sol y la brisa mañanera inundaran la sala. Y continuando con la tarea, levantó la tapa del baúl, y de rodillas comenzó a sacar cosa por cosa, no sin antes haber traído de la cocina una serie de bolsas de esas que se usan para arrojar desechos, lo primero que encontró fue el juego de sábanas incompleto que le recordó el rostro pálido de su madre antes de cubrirla con la sábana faltante, y supo que iba a ser agobiador vivir con esa imagen eternamente en su memoria, así que decidió desprenderse del resto del juego que quedaba, colocándolo en una bolsa de las que iba a donar al Ejército de Gloria. Y siguiendo la misma rutina encontró un paquete de papel madera que al desarmarlo saltó frente a sus ojos un viejo y amarillento vestido de novia, con su coronita y un par de guantes haciendo juego, que seguramente habrían sido de Morelia ya que Irenka abrazaba otros proyectos incompatibles con la realidad marital del común de los humanos, sin perder tiempo dejó de lado esos viejos secretos familiares, para continuar con la tarea de depositar delicadamente y con el debido respeto el contenido del paquete dentro de la misma bolsa donde había dejado antes las sábanas, con la idea de empezar a separar las cosas que iba a preservar de las que iba a desprenderse.

Sobre Irenka había oído conversaciones entre Marek y Morelia de su vocación por entrar al convento de la Hermandad de las Camelinas Silentes, proyecto que sus padres nunca le aceptaron por no compartir las mismas creencias religiosas, y ella en una actitud de rebeldía optó por la soltería, incursionando en un celibato de entre casa inmolando su futuro.

Continuó con la tarea de vaciar el baúl que era el tema principal, encontró una caja chica con un par de zapatos ortopédicos de niña, que sin dudarlo metió en la bolsa de las donaciones, encontró una caja con viejos documentos, que separó para leerlos en otro momento, también encontró un álbum de fotos muy antiguas y otras no tanto, encontró un enorme y pesado cofre de madera por fuera y terciopelo por dentro que al querer abrirlo se le resbaló de las manos por lo pesado en sí de tamaño objeto delicado, lo puso sobre el piso y pensó por un momento que valía más el cofre que las chucherías que podría haber dentro, pero que al empezar a escudriñar con mucha atención descubrió que no eran ningunas chucherías sino más bien alhajas de oro, collares de perlas blancas, anillos y colgantes con las iniciales de los padres de Morelia, un estuche chiquito con un juego de alianzas junto a un cintillo que en particular llamó su atención por estar envuelto en tela de seda y que seguramente la única gema que portaba tendría un valor importante; observó atentamente intentando leer las iniciales y al ver que le eran desconocidas y como las fechas estaban muy borrosas tal vez por el uso, sospechó que podrían ser el recuerdo de algún pariente ajeno a ella. Y recordó que su padre en un momento de la vida se había dedicado a comprar alhajas de oro para invertir el salario en vez de tenerlo en la casa, siendo posible, que este juego de alianzas tuviera un origen desconocido, encontró un relicario de oro del que a simple vista se podía apreciar la antigüedad del mismo, con una cadenita muy delicada que parecía haber sido elaborada por el talento de un orfebre y que al abrirlo contenía dos fotitos de personas desconocidas que pudieran ser sus abuelos seguramente de muy jóvenes, y varios juegos de aritos de oro. Encontró también un paquetito muy prolijamente armado con una serie de sobres de cartas atadas con una cintita, que por el color del papel se notaba que no llevaba mucho tiempo allí guardado, y porque aún conservaba un suave olor a jazmines que le recordó a su querida amiga Marta que tanta falta le hacía en esos momentos. Y un sinfín de pulseritas de oro de esas que usaban las mujeres casadas regalo de sus esposos en cada aniversario, llamadas “esclavas” que el correr de los tiempos fue naturalizando su razón de ser para transformarse en un simple obsequio a modo de reconocimiento y no más que eso.

La tarea en cuestión hizo que desistiera de la idea de salir a comprar algún alimento para almorzar, y recordó el vino tinto que Marek guardaba en el cuartito que estaba a un costado del lavadero en el patio, a modo de almacén casero. Allí encontró no solo los vinos de Marek sino los licores caseros de Irenka y las conservas de Morelia, encontró los jamones que solían guardar en sal y pimentón, fideos secos, galletas con y sin sal, las aceites de oliva, las aceitunas negras en aceite con mucho ají molido, los quesos de molde, y envueltas en papel de diario una buena cantidad de bananas verdes; “cosas de Morelia, seguramente para que maduren”, y el querido cuaderno con las recetas de cocina polaca de la madre de Irenka, y ya con tamaño tesoro a mano la idea de salir a la calle a enfrentarse con las miradas curiosas quedó de lado. Así fue que agarró una botella de vino tinto, una horma de queso, el jamón crudo y el frasco de aceitunas, previo dejar todo acomodado cerró la puertita del almacén y se dirigió a la cocina en busca de una bandeja donde puso todo lo que pudo, más una copa que fue llenando a medida que se iba vaciando, en tanto preparaba un segundo sanguche de jamón crudo y queso con pan lactar casero, habilidad de Morelia para amasar y conservar todo lo que se pudiera, sin necesidad de andar gastando dinero en cosas que ella bien podía hacer con sus manos.

Sentada frente al baúl rodeada de recuerdo e imágenes entrando y saliendo de su mente abatida y en un estado extremo de desolación, aceptó la pérdida definitiva de su familia, y en esa soledad que empezaba a instalarse en todos los rincones de la casona, se entregó a la angustia dejándose llevar por el llanto.

Las horas iban pasando, la tarde iba llegando a su fin y los secretos del baúl iban cubriendo el piso de la sala, y a estas alturas de las circunstancias Ana cerró el ventanal, corrió las cortinas y se adormeció apoyando la cabeza en un sillón mientras que frente a sus ojos iban apareciendo una vez más las imágenes como figuras fantasmales de Morelia e Irenka sirviendo la mesa, y Marek cargando su pipa, sentado en su mecedora disfrutando de la ópera de Verdi.

Nadar en aguas turbias estaba dejando de ser una opción para comenzar a contemplar la posibilidad de volver a nadar en aguas cristalinas, y solo ella podría dibujar desde un lugar quizás surrealista un océano de posibilidades donde el rol de la palabra jugara un papel trascendental. Y fue así que sucedieron las cosas en esa casona vacía de esperanza, esa tarde donde se comenzó a construir una salida que nada tenía que ver con un punto de escape, sino con una nueva historia que muy lejos estaba de imaginar Ana cuán importante sería en los tiempos por venir.