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Un príncipe sin corazón, un genio maldito Vaughn Spencer es el hijo de una familia poderosa. Lo consideran un dios airado, pero para Lenora es solo un príncipe sin corazón. Cuando al terminar el instituto ambos viajan a Londres para estudiar escultura, Vaughn se enfrenta a los fantasmas de su pasado, pero lo que el joven no sabe es que su corazón puede estar a salvo de todo, excepto de Lenora. Una novela sobrecogedora sobre el primer amor y las segundas oportunidades
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Seitenzahl: 546
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Lista de reproducción
Agradecimientos
Sobre la autora
V.1: Abril, 2023
Título original: Angry God
© L. J. Shen, 2020
© de la traducción, Eva García Salcedo, 2023
© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2023
Todos los derechos reservados.
Los derechos morales de la autora han sido reconocidos.
Diseño de cubierta: Letitia Hasser
Adaptación de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: cortesía de la autora
Corrección: Sofía Tros de Ilarduya
Publicado por Chic Editorial
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17972-82-0
THEMA: FRD
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Vaughn Spencer es el hijo de una familia poderosa. Lo consideran un dios airado, pero para Lenora es solo un príncipe sin corazón. Cuando al terminar el instituto ambos viajan a Londres para estudiar escultura, Vaughn se enfrenta a los fantasmas de su pasado, pero lo que el joven no sabe es que su corazón puede estar a salvo de todo, excepto de Lenora.
Una novela sobrecogedora sobre el primer amor y las segundas oportunidades
«Abróchate el cinturón y disfruta del viaje. Una de mis mejores lecturas del año, sin duda.»
Helena Hunting, autora best seller
* Este libro contiene escenas que pueden resultar ofensivas, provocar una fuerte respuesta emocional y/o herir la sensibilidad de algunos lectores. *
A Ratula, Marta Bor y esa brizna de esperanza que brota en los momentos oscuros de la vida.
«No hemos oído nunca la versión del diablo.
Dios escribió todo el libro».
Anatole France
Lenora, doce años; Vaughn, trece años
«No has visto nada».
«No viene a por ti».
«No te ha visto la cara».
Me temblaba todo el cuerpo mientras trataba de olvidar lo que había visto.
Cerré los ojos con fuerza y, muy acurrucada, me moví de un lado a otro en el duro colchón. Las patas metálicas y oxidadas de la cama chirriaron al arañar el suelo.
Siempre me ha dado un poco de cague el castillo Carlisle, pero, hasta hacía diez minutos, creía que lo que me daban miedo eran sus fantasmas, no sus alumnos.
No un chaval de trece años con una cara como la de la escultura de El fauno durmiente, de una belleza indolente y una majestuosidad inconcebible.
No Vaughn Spencer.
Me había criado aquí y, sin embargo, nunca me había topado con algo tan aterrador como ese estadounidense presuntuoso.
Se rumoreaba que Carlisle era uno de los castillos con más apariciones de Gran Bretaña. En teoría, la fortaleza del siglo xvii era el hogar de dos fantasmas. El primero lo había visto un lacayo, al que encerraron en la bodega hacía décadas. Juraba que veía al fantasma de madame Tindall arañando las paredes, pidiendo agua y gritando a los cuatro vientos que su marido la había envenenado. Al segundo fantasma —el del susodicho lord Tindall— se le había visto recorriendo los pasillos por la noche. A veces hacía ademán de recolocar un cuadro, pero no lo movía ni un ápice.
Se decía que madame Tindall había atravesado el corazón del lord con un cuchillo afilado y que lo retorció por si acaso, en cuanto se dio cuenta de que la había envenenado. Según la leyenda, lord Tindall quería casarse con la joven doncella a la que había dejado encinta, tras décadas de matrimonio sin que su mujer hubiera engendrado un hijo. La gente juraba que aún se veía el cuchillo en el pecho del fantasma y que temblequeaba cuando se reía.
Nos instalamos en el castillo hace una década, cuando papá inauguró la escuela Carlisle, una prestigiosa academia de arte. Invitó a los alumnos más dotados y talentosos de Europa.
Vinieron todos. A fin de cuentas, se trataba del mismísimo Edgar Astalis. El hombre cuya escultura de Napoleón a tamaño real, El emperador, se erigía en medio de los Campos Elíseos.
Pero a todos les asustaban los rumores sobre los fantasmas.
Ese lugar daba escalofríos.
El castillo se alzaba entre la neblina del valle de Berkshire, y su silueta se enroscaba hacia arriba como unas espadas negras entrelazadas. Hiedra y rosales silvestres trepaban por la piedra exterior del patio y ocultaban caminos secretos por los que, a menudo, se colaban los estudiantes al caer la noche. Los pasillos eran un laberinto que parecía dar vueltas alrededor del taller de escultura.
El corazón del castillo.
Los alumnos cruzaban los vestíbulos con la espalda recta, las mejillas coloradas y agrietadas por el invierno, que parecía no tener fin, y el semblante tenso. La Escuela Preparatoria Carlisle para alumnos con altas capacidades desaprobaba otras escuelas públicas como Eton o Craigclowan. Papá decía que las escuelas preparatorias ordinarias alentaban a los débiles de espíritu, a los que habían nacido en cuna de oro y a los del montón, no a líderes genuinos. En el bolsillo izquierdo de la capa negra del uniforme estaba bordado con hilo de oro brillante el lema de Carlisle:
Ars longa, vita brevis.
«El arte es eterno, la vida es efímera». El mensaje era claro: el único camino a la inmortalidad era a través del arte. La mediocridad era una blasfemia. Aquel era un mundo de lobos, y nos enzarzábamos los unos con los otros, hambrientos, desesperados y cegados por nuestro idealismo.
Tenía solo doce años el día que vi lo que no debería haber visto. Era la alumna más joven del curso de verano que había inaugurado la escuela Carlisle, seguida de Vaughn Spencer.
Al principio estaba celosa de aquel chico que tenía unos ojos entrecerrados, penetrantes y fríos como la piedra. A sus trece años, ya trabajaba con mármol. No se ponía la capa negra, se comportaba como si no tuviera que seguir las mismas reglas que los demás alumnos, y pasaba como una exhalación junto a los profesores sin inclinarse, algo inaudito en esta escuela.
Mi padre era el director, y hasta yo hacía la reverencia.
Ahora que lo pienso, era la que más se inclinaba.
Nos aseguraban que éramos superiores a los demás, que éramos la vanguardia de todos los artistas del mundo. Teníamos talento, posición social, dinero y una oportunidad. Pero si todos éramos plata, Vaughn era oro. Si éramos buenos, él era excelente. Y cuando nosotros brillábamos, él deslumbraba con la fuerza de mil soles y achicharraba todo a su paso.
Era como si Dios lo hubiera moldeado de manera diferente, como si hubiera prestado más atención a los detalles mientras lo creaba. Tenía los pómulos más afilados que la hoja de un escalpelo, los ojos del azul más claro que se haya visto jamás y el pelo negro como el carbón. Era tan pálido que se le veían las venas debajo de la piel, aunque tenía la boca roja como la sangre fresca: cálida, viva y engañosa.
Me fascinaba y me enfurecía. Pero, como todo el mundo, guardaba las distancias. Spencer no había ido allí a hacer amigos. Su ausencia en las recepciones y los acontecimientos sociales lo dejaba patente.
¿Qué otra cosa tenía Vaughn y yo no? La admiración de mi padre. No sabía por qué el gran Edgar Astalis se rendía ante un chico de California, pero así era.
Papá decía que Vaughn estaba destinado a hacer algo especial; que, algún día, sería tan grande como Miguel Ángel.
Le creí.
Así pues, odiaba a Vaughn.
En realidad, odiaba a Vaughn hasta hace exactamente quince minutos, cuando entré en el cuarto oscuro para revelar las fotos que había sacado el día anterior. La fotografía era mi afición, no mi arte. Mi arte se centraba en ensamblar y hacer esculturas con basura. Me gustaba coger cosas feas y convertirlas en algo bello.
Transformar lo imperfecto en algo perfecto.
Me daba esperanza. Quería dar esperanza a todo lo que no fuera perfecto.
En cualquier caso, se supone que debía esperar a que uno de los tutores me acompañase al cuarto oscuro. Esas eran las normas. Pero tenía el presentimiento de que mis fotos serían insulsas y sosas. No quería que las viera nadie hasta que pudiese repetirlas.
Era bien entrada la noche. No habría nadie allí.
Así pues, como estaba celosísima de Vaughn Spencer, interrumpí algo que me hizo sentir confusa e inexplicablemente enfadada con él.
En la cama, me golpeé la frente al recordar mi patética actuación en el cuarto oscuro: murmuré «perdón», cerré de un portazo y volví corriendo a mi cuarto.
Bajé de dos en dos las escaleras que llevan al segundo piso, choqué con la estatua de un guerrero, pegué un grito y doblé el pasillo que daba a los dormitorios de las chicas. Todas las puertas eran iguales y yo estaba demasiado cegada por el pánico para encontrar mi dormitorio. Fui abriendo puertas y asomándome a ver si veía la colcha blanca que mamá me había hecho a ganchillo cuando era un bebé. Para cuando encontré mi cuarto, casi todas las chicas de esa ala se cagaban en mí por haber interrumpido su sueño.
Me metí en la cama y allí me quedé, escondida bajo la colcha.
«No puede encontrarte».
«No puede entrar en los dormitorios de las chicas».
«Por muy genio que sea, si lo hace, papá lo echaría».
Entonces, el repiqueteo de unos zapatos atravesando el pasillo hizo que se me acelerara el corazón. Un vigilante silbaba una nana a oscuras. Oí un golpe fuerte y brusco. Un gemido gutural emergió del suelo, junto a mi puerta. Me hice un ovillo. El aire resonaba en mis pulmones como un penique en un tarro vacío.
La puerta de mi habitación se abrió. Una ráfaga de viento se coló por ella y me erizó el vello de los brazos. Me tensé como un pedazo de yeso seco: duro pero frágil.
«Rostro blanco. Corazón negro. Legado de oro».
Así oí una vez al tío Harry —también conocido como el profesor Fairhurst tras estos muros— describir a Vaughn a un compañero.
La energía que irradiaba Vaughn al entrar en una sala era inconfundible, pues lo absorbía todo como una aspiradora. De pronto, el ambiente se cargó de peligro. Era como querer respirar bajo el agua.
Las rodillas me temblaban debajo de la colcha mientras fingía dormir. Los veranos en el castillo Carlisle eran insoportablemente húmedos, por lo que llevaba un top de tirantes y unos pantalones cortos.
Vaughn se movía a oscuras, pero no lo oía, lo que me asustó todavía más. Se me pasó por la cabeza la idea de que quizá fuera a matarme, en plan, coger y estrangularme de verdad. No tenía la menor duda de que había noqueado al vigilante que recorría nuestro pasillo por la noche para asegurarse de que nadie se saltara el toque de queda o asustara a las otras alumnas como si fuera un fantasma. Ningún fuego era tan grande y ardiente como el nacido de la humillación, y lo que yo presencié esa noche había avergonzado a Vaughn. Se lo noté en la cara pese a las prisas por irme.
Vaughn no estaba incómodo nunca. Lucía su piel con arrogancia, como si fuera una corona.
Noté que me arrancaba la colcha, que la bajaba desde los hombros hasta los tobillos con precisión y de un solo gesto. Al no llevar sujetador deportivo, mis coles de Bruselas —como mi hermana mayor Poppy las llamaba— se me transparentaban y quedaban a la vista de Vaughn. Cerré los ojos con más fuerza.
Dios. ¿Por qué habría abierto la dichosa puerta? ¿Por qué tendría que haberlo pillado? ¿Por qué me habría puesto en el punto de mira de uno de los chicos más talentosos del mundo?
Vaughn estaba destinado a la grandeza, y yo a lo que se hubiera propuesto hacer conmigo.
Me puso un dedo en un lado del cuello. Estaba frío y seco de esculpir. Se cernió sobre mí y me recorrió la espalda de arriba abajo mientras observaba lo que ambos sabíamos que era mi patético intento por hacerme la dormida. Pero estaba muy despierta, y lo sentía todo: la amenaza velada tras su caricia, su aroma a piedra pulida, a lluvia y el tenue y dulce olor a porro que, por aquel entonces, aún no sabía identificar. Por entre los ojos firmemente cerrados, distinguí que ladeaba la cabeza mientras me observaba.
«Por favor. No se lo diré a nadie».
Me pregunté: si ya era tan magnífico a los trece años, ¿cómo sería de mayor? Deseé no descubrirlo nunca, pero la suerte quiso que ese no fuera nuestro último encuentro. No muchos artistas célebres y multimillonarios tenían retoños, y daba la casualidad de que nuestros padres se movían en los mismos círculos.
Conocí a Vaughn incluso antes de ir a la escuela, un verano, cuando estaba de vacaciones en el sur de Francia con su familia. Mis padres habían organizado una cata de vinos con fines benéficos a la que asistieron Baron y Emilia Spencer. Yo tenía nueve años; Vaughn, diez. Mamá me embadurnó de crema solar, me puso un sombrero horrendo y me hizo jurar que no me metería en el agua porque no sabía nadar.
Así que me pasé todas las vacaciones observándolo en la playa desde debajo de un toldo, mientras pasaba las páginas del libro de literatura fantástica que estaba leyendo. Vaughn cortaba las olas con su cuerpo escuálido —corría directo hacia ellas con la fiereza de un ávido guerrero—, sacaba medusas del mar Mediterráneo y las llevaba a la orilla cogiéndolas por la cabeza para que no le picaran. Un día, les metió hielo hasta asegurarse de que estaban muertas y luego las despedazó mientras murmuraba para sí que daba igual cómo las cortaras que siempre quedaban dos mitades perfectas.
Era raro. Cruel y diferente. No tenía intención de hablar con él.
Entonces, durante uno de los muchos e importantes eventos de la semana, se coló detrás de la fuente en la que me había sentado a leer un libro y partió un brownie de chocolate que había birlado antes de cenar. Serio, me ofreció la mitad.
Gruñí al aceptarlo, pues tenía la estúpida sensación de que le debería algo.
—A mi mami le dará un infarto como se entere —le dije—. No me deja comer azúcar.
A continuación, me metí todo el trozo en la boca y luché contra la sensación pegajosa que notaba en la lengua y la masa que se me pegaba en los dientes.
Su boca, una mueca de desaprobación, no casaba con el resto de sus estoicos rasgos.
—Tu mamá no mola.
—¡Mi mamá es la mejor! —exclamé exaltada—. Además, te he visto pinchando medusas. Tú no sabes nada. No eres más que un niño malo.
—Las medusas no tienen corazón —dijo arrastrando las palabras, como si eso justificara su acto.
—Como tú. —No pude evitar chuparme los dedos mientras me comía con los ojos la mitad del brownie que sostenía Vaughn y que aún no había probado.
Frunció el ceño, pero, no sé por qué, no parecía que mi insulto lo hubiera ofendido.
—Tampoco tienen cerebro. Como tú.
Miré al frente y pasé de él. No quería discutir ni montar un pollo. Papá se enfadaría si alzaba la voz. Mamá se llevaría un chasco, que era incluso peor.
—Qué niña más buena —se burló Vaughn, cuyos ojos refulgían con pillería. En vez de pegarle un mordisco a su brownie, me lo ofreció.
Lo acepté mientras por dentro me odiaba por haber sucumbido a la tentación.
—Qué niña más buena, educada y aburrida.
—Eres feo. —Me encogí de hombros. No lo era en absoluto, pero deseaba que lo fuera.
—Feo o no, podría besarte si quisiera, y tú me dejarías.
Me ahogué con el cacao que me inundaba la boca, se me cayó el libro al suelo y se cerró sin que le hubiera puesto el marcapáginas. «¡Miércoles!».
—¿Qué te hace pensar eso? —Me volví hacia él, escandalizada.
Se acercó y pegó su pecho plano al mío. Olía a un aroma extraño, peligroso y salvaje. A las playas doradas de California, quizá.
—Mi padre me ha dicho que a las chicas buenas les gustan los chicos malos, y yo soy malo. Muy malo.
Y ahí estábamos. Cara a cara de nuevo. Por desgracia, Vaughn distaba mucho de ser feo, y parecía estar considerando qué hacer respecto al secretito que ahora compartíamos.
—¿Matarte? ¿Herirte? ¿Ahuyentarte? —sopesó exudando un poder implacable.
Mi garganta se esforzó por tragarse un nudo que se empeñaba en no bajar.
—¿Qué debería hacer contigo, Chica buena?
Recordaba el apodo que me puso aquel día en la playa. Por alguna razón, aquello empeoraba las cosas. Hasta la fecha, ambos fingíamos que no nos conocíamos.
Vaughn puso su cara a la altura de mi rostro. Noté su cálido aliento —la única parte de él que desprendía calor— en el cuello. Se me secó la garganta; cada respiración era como si me cortaran con un cuchillo. Aun así, seguí con la pantomima. Quizá si creía que era sonámbula, me ahorraría su ira.
—¿Qué tal se te da guardar secretos, Lenora Astalis? —Su voz se enredó en mi cuello como una soga.
Quise toser. ¡Necesitaba toser! Vaughn me aterraba. Lo odiaba con el calor y la pasión de mil soles ardientes. Me hacía sentir como una cobardica y una chivata.
—Por supuesto. Si eres tan cobarde como para hacerte la dormida, sabrás guardar un secreto. Eso es lo que hay, Astalis. Podría reducirte a polvo y ver tus motas bailar a mis pies. Mi monito de feria.
Puede que odiara a Vaughn, pero me odiaba más a mí misma por no plantarle cara. Por no abrir los ojos y escupirle en la cara. Por no sacarle esos ojos de un azul de otro mundo. Por no devolvérsela, por todas las veces que se había burlado de todos en la escuela Carlisle.
—Por cierto, se te mueven los párpados —dijo en tono seco, y se rio por lo bajo.
Se enderezó y, por un breve instante, detuvo el dedo en la parte baja de mi espalda. Chasqueó los dedos, lo que sonó como si me rompiera la columna. Casi se me salió el corazón del cuerpo. Ahogué un grito, apreté más los ojos y seguí haciéndome la dormida.
Se rio.
El muy cabrón se rio.
¿Me vigilaría a partir de ahora? ¿Me castigaría si me iba de la lengua? Era muy impredecible. No tenía claro qué sería de mi vida a la mañana siguiente.
Ahí fue cuando me di cuenta de que quizá fuera una chica buena, pero Vaughn se había infravalorado hacía tres años.
Para nada era un chico. Era una deidad.
* * *
Poco después de lo que ocurrió en el curso de verano del castillo Carlisle, perdí a mamá. La mujer a la que le aterraba que me quemara el sol o me raspase las rodillas se fue a dormir y no despertó. Parada cardíaca. La encontramos tumbada en la cama como una princesa de Disney a la que hubieran hechizado. Tenía los ojos cerrados y su sonrisa era ligera, rosada y estaba llena de planes para el mañana.
Ese día íbamos a embarcar en un yate rumbo a Tesalónica y hacer un viaje para descubrir vestigios históricos que nunca llegó.
Esa fue la segunda vez que quise hacerme la dormida mientras mi vida iba de mal en peor porque sí. Regodearme en la miseria era tentador, pero me contuve.
Tenía dos opciones: romperme o erigir una versión más fuerte de mí misma.
Me decanté por la segunda opción.
Para cuando papá consiguió trabajo en All Saints un par de años después, yo ya no era esa chica que se hacía la dormida cuando la atacaban.
Poppy, mi hermana mayor, se fue con él a California, pero yo le pedí que me dejara quedarme en Carlisle.
Me quedaba con mi arte y evitaba a Vaughn Spencer, que vivía al otro lado del charco e iba al instituto All Saints. Todos ganábamos, ¿no?
Pero, entonces, papá insistió en que cursara mi último año de instituto con él y con Poppy en el sur de California.
Sin embargo, la nueva Lenny no se achantaría ante Vaughn Spencer.
Ya no le tenía miedo.
Había perdido a la persona más importante de mi vida y había sobrevivido. Ya nada me asustaba.
Ni siquiera un dios airado.
Lenora, diecisiete años; Vaughn, dieciocho años
Nací con un apetito insaciable por la destrucción.
No tenía nada que ver con lo que me había ocurrido.
Ni con la historia de mi vida.
Ni con mis padres.
Ni con el puto universo.
Estaba hecho de cables enredados a más no poder. Tenía alambres en vez de venas. Una caja negra vacía en vez de corazón. Ojos láser para detectar flaquezas en vez de pupilas.
Hasta cuando sonreía de niño me dolían los ojos y las mejillas. Era una sensación antinatural y abrumadora. No tardé mucho en dejar de sonreír.
Y a juzgar por cómo había empezado el último año de instituto, sonreír no entraba en mis planes de futuro.
Casi me pareció oír a mi madre rogándome con su voz afable y tranquila:
—Respira hondo diez veces para purificarte.
Por una vez en mi miserable vida, le hice caso. Seguramente, asestar un puñetazo a todas las taquillas del pasillo era la forma más tonta de que me expulsaran y, de paso, de romperme los huesos de la mano izquierda, con lo que diría adiós a mi carrera.
No es que fuera a clase por las agudas mentes de mis educadores o, peor, por la mierda del título. Pero, al contrario que el descerebrado de mi mejor amigo, Knight Cole, yo no tenía un botón de autodestrucción rojo y reluciente que estuviera deseando apretar.
Uno.
Dos.
Tres.
C… oño, paso.
Lenora Astalis en carne y hueso. Vivita y coleando en mi barrio. En mi reino. Había guardado su existencia en un cajón de mi cerebro que normalmente reservaba para vídeos porno insatisfactorios y charlas triviales sin importancia, que mantenía con chicas, segundos antes de que agachasen la cabeza y me la chuparan.
Pero a ella la recordaba. Joder si la recordaba. Mi monito bailarín. Tan complaciente que podías meterle un bate de béisbol por el gaznate si se lo pedías, y ni siquiera con educación. En teoría, esto era un trato de favor con el sexo débil, pero Chica buena era demasiado sumisa y pura hasta para mi gusto.
Por aquel entonces tenía el pelo rubio como el oro encendido, llevaba mocasines relucientes y se le notaba en la cara que tenía miedo a que le hicieran daño. La capa de Carlisle la hacía parecer la amiga friki de Hermione Granger. Nominada a la mujer con más probabilidades de casarse hasta la muerte, Lenora Astalis tenía la dudosa cualidad de parecer siempre limpia, educada y sensata.
Ahora, en cambio, estaba… diferente.
No me impresionaba el pringue negro con el que se había embadurnado los ojos ni las pintas de gótica. No eran más que el camuflaje para disimular que era una gallina y que se cagaría en las bragas en cuanto alguien soltase un taco cerca de ella.
Chica buena estaba al lado de su nueva taquilla, con su pelo negro como el carbón, pintándose más la raya de los ojos (le hacía tanta falta como a mí más excusas para odiar el mundo) mientras se miraba al espejo de bolsillo que había pegado en el interior de la puerta de su taquilla. Llevaba un gorro de lana en el que ponía «OBEDECE», pero lo había corregido con un rotulador permanente y decía: «DESOBEDECE».
«Qué rebelde, Dios. Que alguien llame a las autoridades antes de que cometa una locura de las gordas, como comer arándanos no orgánicos en el comedor del instituto».
—¿Qué pasa, amargado? —Knight, mi mejor amigo, vecino, primo e imbécil a jornada completa, me encajó una palmada en el hombro desde atrás y me dio un abrazo de colegas. Centré la mirada en un punto invisible al frente y pasé de él y de Astalis. Con el debido respeto a Lenora (el cual era inexistente), no se había ganado mi atención. Me hice una nota mental para recordarle cuál era su sitio.
O, en su caso, cuál era el sitio en el que debía arrodillarse.
Aún recordaba cómo había reaccionado cuando me colé en su cuarto aquella noche. Cómo tembló cuando la acaricié, como una muñeca de porcelana, casi como si me suplicara que la destruyera. Destrozarla no me habría dado el subidón de costumbre. Era como robarle un caramelo a un niño. Si me apiadé de ella no fue por una cuestión de amabilidad. Era pragmático por naturaleza.
Tenía una meta.
Y ella no se interpondría en mi camino.
Riesgo. Recompensa. Reinicio.
Hacerle daño habría sido redundante. Astalis había mantenido su boquita rosa cerrada todos estos años, a todas luces intimidada. Sabía que no se había chivado porque lo comprobé. Tenía ojos y oídos en todas partes. Mi nombre no salió de su boca, y, cuando su hermana vino a cursar aquí su último año de secundaria, ella se quedó en Inglaterra, seguramente acojonada por mí y lo que fuera a hacerle. Bien. Por mí de lujo.
Pero esa frágil confianza se quebró en cuanto la vi aquí.
En mi reino.
Un caballo de Troya con un vientre lleno de malos recuerdos y gilipolleces.
—Su coño brilla especialmente hoy —señaló Knight, mirándome mientras se pasaba los dedos por su pelo de anuncio de champú, del color de las tostadas con mantequilla. Era el pasador principal, el rey del baile y el tío más popular del instituto.
Eh, lo que sea con tal de ayudarlo a dormir mejor por las noches y apaciguar su complejo de niño adoptado.
—Me sorprende que veas algo con esa niebla de pedos pretenciosos —dije con desdén, mientras me plantaba ante mi taquilla y la abría de un tirón.
Me fijé en que estaba justo a seis taquillas de distancia de Astalis. El karma era un cabronazo de cuidado.
Knight apoyó un codo en una taquilla cercana y me observó detenidamente. Me tapaba a Lenora sin querer. Ya ves tú. Su disfraz de Robert Smith no es que hiciera más sexy su aspecto, ya de por sí anodino.
—¿Vas a venir a la fiesta que da Arabella esta noche para celebrar el inicio del curso?
—Preferiría que me la chupara un tiburón hambriento.
Arabella Garofalo me recordaba a esos perros canijos concebidos por endogamia que llevan collares rosas tachonados de diamantes y ladran con estridencia, que te mordían en el culo de vez en cuando y se meaban encima de la emoción. Era mala, bocazas, estaba necesitada y, quizá lo peor de todo, se moría de ganas de chupármela.
—¿Qué tal si le pides a Hazel que te la chupe? Le acaban de poner una ortodoncia como las de antes, por lo que es casi lo mismo —me propuso Knight amablemente mientras sacaba una botella de agua alcalina de su mochila de cuero de marca y le daba un trago.
Sabía que contenía vodka. Fijo que también se había metido unas cuantas oxicodonas antes de venir. El muy capullo hacía que Hunter S. Thompson pareciera un puto boy scout.
—¿Poniéndote pedo de buena mañana? —Esbocé una sonrisilla perezosa. Cartas de amor y fotos de tías en bolas salieron de mi taquilla como un río de desesperación adolescente. Ninguna chica tuvo huevos de venir a hablar conmigo. Lo recogí todo y lo tiré a la papelera más cercana sin dejar de mirar a los ojos a Knight—. Creía que lo de ser virgen a los dieciocho cubría tu cupo de pringado este curso.
—Cómeme el rabo, Spencer. —Le dio otro lingotazo.
—Si lo hago, ¿te irás a tomar por culo? Porque, en ese caso, me tientas.
Cerré mi taquilla de un portazo. Knight no sabía lo de Lenora Astalis. Que se fijase en ella no entraba en mis planes. En ese momento, era una friki gótica carente de reputación o estatus social, por así decirlo, y así era como iba a ser en esos pasillos, salvo que mostrase algún sentimiento por ella.
El cual —aviso— no albergaba.
—No seas fresco, Spence.
—Soy tan seco como un mojón de cinco días. —Me colgué la mochila al hombro. Anda que no.
—Qué asco, tío. Tenernos a Luna, Daria y a mí de amigos no te ha humanizado como esperaban tus padres. Es como ponerle un sombrerito a un hámster. Mono, pero inútil.
Lo miré impasible y dije:
—¿Acaso hablas mi idioma? Ve a por algo grasiento y una botella de agua si no quieres envenenarnos a todos con tu tufo a alcohol.
—Como quieras. Más carne inglesa de primera para mí. —Knight se despidió con la mano, más contento que unas pascuas.
Negué con la cabeza mientras lo seguía. Como si fuera a hacer algo respecto a dicha carne. Se mirase por donde se mirase, el chaval estaba a dieta de chochetes, era más virgen que el aceite de oliva. Solo quería mojar el churro en un agujero, en uno en concreto. El de Luna Rexroth, su amor de la infancia, que estaba en la uni, a kilómetros de distancia (con suerte, siendo menos panoli que él, echando un casquete).
No obstante, era indudable que la metáfora de «carne inglesa» iba por Lenora, lo que significaba que su presencia en All Saints ya había llamado la atención.
Entendía que su hermana mayor, no sé qué Astalis, fuera un pibón para los memos. La había visto por allí. Parecía la típica rubita fabricada en serie que busca llamar la atención y que vendería su alma por un par de taconazos caros.
—La única inglesa a la que me apetece conocer es a Margaret Thatcher. —Me metí un chicle de menta en la boca y otro a Knight sin su permiso. Su aliento de Mel Gibson era tan inflamable que quemaría el puto instituto como se encendiera un porro.
—Está muerta, tío. —Mascó obedientemente mientras arrugaba el ceño.
—Por eso —dije mientras me pasaba la otra tira de la mochila por el hombro para mantener las manos ocupadas. Solo eran las nueve y media y el día ya estaba siendo una puta mierda.
Cuando vi que Knight seguía pegado a mí, pese a no ir juntos a la primera clase, dejé de caminar y dije:
—Sigues aquí. ¿Por qué?
—Lenora. —Volvió a abrir su botella de «agua» y le dio otro lingotazo.
—Decir nombres al azar no es hablar, Knighticito. Empecemos con una frase completa. Repite conmigo: «Tengo. Que. Ir. A. Rehabilitación. Y. Echar. Un. Buen. Polvo».
—La hermana del pibón de Poppy Astalis. —Knight pasó de mi pulla—. Está en último año. Como nosotros. Parece buena chica. —Sonrió con pillería, se volvió y dio un repaso a la figura vestida de negro. Estaba a unos metros de distancia, pero con todo el jaleo no nos oía—. Pero veo sus colmillos afilados. La tía esta es una asesina nata.
«Poppy. Así se llamaba la no sé qué. Eh, casi acierto».
Lenora era un año más joven que yo y, si ya estaba en último curso, se había saltado uno. Maldita empollona. No me extrañaba.
Knight prosiguió con su informe sensacionalista.
—Su padre es el artista este forrado, que dirige esa academia de arte tan pija del centro. Sinceramente, me estoy aburriendo como una ostra al volver a contar esta información, así que voy a ir al grano: la oveja negra de la familia se va a quedar este año aquí, y todo el mundo quiere un trozo de ese corderito.
A cada nanosegundo las metáforas sobre carne daban más repelús. Además, sabía muy bien quién era Edgar Astalis.
—Supongo que ahora es cuando debería fingir que me interesa. —Se me crispó la mandíbula y rechiné los dientes. Mentía. Era imposible que alguien quisiera tocar a Lenora. Distaba mucho de ser el típico pibón. Las greñas negras. El delineado. El piercing del labio. Para eso te haces una paja con un póster de Marilyn Manson y te ahorras el condón.
Knight puso los ojos en blanco con aire teatral.
—Tío, me vas a obligar a decirlo en voz alta. Te he visto tragarte Inocencia interrumpida. —Me dio una palmada en el hombro cual viejo y sabio mentor—. Tendrás suerte si no está preñada después de cómo te la has follado con la mirada.
—Me sonaba, ya está.
Claro que me sonaba. Llevaba esperando que diese la cara desde que su hermana y su padre llegaron al pueblo.
En el instituto.
En el gimnasio.
En las fiestas.
No tenía sentido, pero lo comprobaba hasta en mis propias fiestas, en las que solo entraban los que yo había invitado. Era una sombra oscura que me seguía a todas partes, pero yo siempre procuraba llevar la voz cantante en nuestra relación imaginaria. Joder, si hasta le cotilleé el perfil de Instagram para enterarme de qué veía y escuchaba y así entender más su cultura y destrozarla, si se daba la ocasión.
Pues mira tú por dónde, la ocasión la pintan calva.
En ese momento decidí que, pese a que Knight ostentaba el título de mi mejor amigo, no iba a confesarle que la conocía. Solo complicaría las cosas y arrojaría un poco más de luz sobre mi secreto.
Admitámoslo, la verdad me arañaba y me dejaba ronchas de cruda realidad. A veces, en mis peores noches, estaba tentado de contarles a mis padres lo que me había ocurrido. Eran padres decentes, hasta un cabrón como yo lo reconocía. Pero, en definitiva, se resumía en esto: nadie era capaz de aliviar mi dolor. Nadie.
Ni siquiera mis multimillonarios, poderosos, cariñosos, adorables y casi perfectos padres.
Venimos al mundo solos y morimos solos. Si enfermamos, luchamos solos. Los padres no están para pasar la quimio por nosotros. No es a ellos a los que se les va a caer el pelo, ni a los que van a moler a palos en el colegio. Si sufrimos un accidente, no son los que van a perder sangre, a luchar por su vida en el quirófano o a perder un miembro. «Estoy contigo» es la frase más estúpida que he oído en mi vida.
No estaban conmigo.
Lo intentaron. Y fracasaron. Si quieres ver a tu protector más acérrimo, a la persona con la que siempre puedes contar, mírate al espejo.
Estaba en proceso de vengar mi dolor; había una deuda que saldar.
Me la cobraría. Pronto.
En cuanto a mis padres, me querían, se preocupaban por mí, morirían por mí, bla, bla, bla. Si mi madre supiera lo que se me pasó por la cabeza, lo que ocurrió de verdad aquel día en la subasta de París, cometería un asesinato a sangre fría.
Pero ese era mi trabajo.
Y pensaba pasármelo en grande.
—¿Me estás diciendo que no crees que Lenora Astalis esté buena? —Knight levantó las cejas, se apartó de las taquillas y siguió mi ritmo.
La observé de nuevo. Llevaba los libros de texto pegados a la cadera de camino al laboratorio; no los abrazaba como las demás damiselas repipis del instituto All Saints. Llevaba una minifalda vaquera negra mucho más corta que mi paciencia, medias de rejilla con agujeros en las rodillas y el culo y botas militares más ajadas que las mías. Ni siquiera el septum y el aro del labio podían mancillar su tímida apariencia. Hizo estallar su chicle de fresa mirando al frente y pasó por mi lado como si no existiera o sin reparar en mí.
Su belleza —si se le podía llamar así— me recordaba a la de los niños. Naricilla redonda, ojos grandes, azules, moteados de verde y dorado, labios finos y rosas. Su cara no tenía nada de malo, pero tampoco nada claramente atractivo. En un mar de californianas bronceadas, con sus melenas relucientes y sus cuerpos hechos de purpurina, músculo y curvas, sabía que no destacaría…, al menos, no por algo positivo.
Enarqué una ceja y le di a Knight en el hombro de camino a clase. Me siguió.
—¿Me estás preguntando si dejaría que me la chupase? Seguramente. Dependería de mi humor y de lo borracho que estuviera.
—Qué considerado por tu parte, pero no me refería a eso. Solo quería decirte que Lenora, al igual que su hermana, está prohibida para ti.
—Ah, ¿sí? —Le seguí el rollo para tenerlo contento. Acataré órdenes de Knight Cole (o de cualquier otra persona, ya puestos) cuando las ranas críen pelo.
—No puedes romper el corazón a las Astalis. Su madre murió hace unos años. Lo han pasado fatal, y lo que menos necesitan es que vayas tú a tocarles las narices. Que resulta que es tu pasatiempo favorito. Así que te lo advierto: como las toques, te mato. Sobre todo, a la que da yuyu. ¿Queda claro?
¿La madre de Lenora había muerto?
¿Cómo no me enteré cuando Poppy se mudó aquí?
Ah, cierto. Me importaba menos su existencia que las fiestecillas de Arabella.
Sabía que su madre no se mudó con Edgar y Poppy, pero supuse que se había divorciado o quedado con la hija talentosa en Inglaterra.
A Knight le afectaba mucho el tema madres por incontables razones. Sabía que se tomaría como un ataque personal que le rompiese el corazoncito a Chica buena a propósito. Por suerte para él, me interesaba bien poco ese órgano y la chica que lo llevaba en su pecho.
—No se preocupe, capitán Salvazorras, no les tocaré un pelo. —Abrí la puerta de clase y entré como una exhalación sin dedicarle otra mirada a Knight. La promesa más fácil de mi vida.
Cuando me senté y miré a la puerta, vi a Knight por la ventana haciendo como que se rajaba el cuello con el pulgar. Me amenazaba con matarme si faltaba a mi palabra.
Mi padre era abogado; la semántica era su fuerte.
Dije que no le tocaría un pelo.
En ningún momento dije que no le tocaría los cojones.
Si había que azotar públicamente a Lenora para que entrase en vereda, se le iba a poner el culo colorado.
Y pasaría a ser mío.
* * *
La oportunidad de acorralar a Lenora Astalis surgió solo tres días después. No fui a la fiesta de Arabella. No me extrañó enterarme de que Lenora tampoco había ido. Pero su hermana Poppy sí: bailó, bebió, socializó y hasta ayudó a Arabella y a Alice a limpiar vómito y manchas de semen después.
Lenora no tenía pinta de fiestera. Tenía un gen extraño, el mismo que la hacía destacar para mal allá donde fuera, aunque no vistiera como Maléfica. Lo sabía porque yo también lo tenía. Éramos hierbajos que brotaban del hormigón y arruinaban el paisaje general de club náutico.
El primer día, me fumé la última clase y seguí su coche después de clase para ver dónde vivía. Conducía un Lister Storm negro —nada que ver con el Mini Cooper de su hermana— y le pitaron cinco veces por girar a la derecha en rojo. En dos ocasiones le hizo la peineta al otro conductor. Una vez paró en doble fila para revolver en su bolso y echarle unas monedas a un vagabundo.
Cuando acabó el trayecto, no pude evitar sonreír para mis adentros. Edgar Astalis había encerrado a sus hijas en un castillo junto al mar, con altas vallas blancas y cortinas cerradas a cal y canto.
Bonito. Predecible. Seguro.
Como sus hijitas inútiles.
Di media vuelta y volví a clase. Allí encontré a Poppy en un ensayo de la banda con su acordeón de los cojones. Su bolso de Prada colgaba indolente en el respaldo de su silla y ella me daba la espalda. Le birlé las llaves de casa, fui al centro, me hice una copia y volví justo a tiempo de devolvérselas. Acto seguido, cogió el bolso y se fue a tomar un batido con la banda.
Al día siguiente, seguí a Lenora y me hice una nota mental para ver si había alguien más en casa. Poppy realizaba todas las extraescolares disponibles, desde banda, clases particulares, club de inglés hasta senderismo. Era la típica adolescente que exageraba todo lo que hacía, hasta caminar. Edgar Astalis se rompía los cuernos en la institución de arte que cofundó, de la mañana a la noche, y allí no se veía a nadie.
La oveja negra, el corderito, se quedaba sola por las tardes, a la espera de que se la zampara el lobo.
Al tercer día, es decir, hoy, fui a por mi presa. A esas alturas ya me sabía la rutina que seguía Lenora. Le dejé cuarenta minutos para que gozara de su ignorancia mientras yo me sentaba en mi camioneta desvencijada, con las botas militares cruzadas por los tobillos encima del salpicadero, y ella se disponía a disfrutar de la tarde. Hice un esbozo de una escultura en la libreta de bocetos con trazos largos y circulares, mientras un porro a medio fumar me colgaba de la comisura de los labios.
Cuando el reloj dio las cuatro y me sonó la alarma, salí del coche y me dirigí a la propiedad de los Astalis, abrí el cerrojo y entré como Pedro por su casa. Crucé el vestíbulo, dejé atrás el salón con sus toques de mármol sobre pintura color crema y sus muebles antiguos y me encaminé hacia las puertas de cristal doble. Al abrirlas, divisé la piscina con forma de riñón y localicé a Chica buena.
Estaba haciendo largos por debajo del agua. Daba brazadas ágiles y breves. Me dirigí al borde de la piscina, me encendí lo que me quedaba de porro y, con el conjunto que tanto detestaba mi madre: unos pantalones pitillo negros, rasgados, y una camiseta a rayas, que había pasado de negro a gris, me agaché. Odiaba ser rico por poderes, pero esa era una historia que Lenora no oiría, pues hoy cortaríamos toda comunicación.
La próxima vez que tuviera que hacerme oír sería con actos, no con palabras.
Exhalé una bocanada de humo hacia arriba y vi a Lenora asomar la cabeza por encima del agua. Era la primera vez que la veía desde que había entrado.
Reparé en que no había cogido aire en ningún momento.
Ya no era esa niña del sur de Francia que no sabía nadar. Había aprendido.
Y estaba en pelota picada.
De sus pestañas caían goterones de agua que le bajaban por las mejillas. Apoyó los codos en el borde de la piscina y miró la hora en su reloj Polar. Ahí fue cuando se percató de que algo —alguien— le tapaba el sol de soslayo. Entornó los ojos y usó la mano de visera.
—¿Qué narices haces aquí, Spencer? —Se echó hacia atrás del impacto, como si mi existencia le hubiera salido por la culata.
—Llevo preguntándome lo mismo desde que vi tu cara de mojigata en mi territorio. Supongo que te perdiste de camino al cuento de hadas con el que estés absorta.
Era curioso que, aunque no habíamos vuelto a presentarnos oficialmente desde que Lenora se había mudado aquí, aún recordásemos lo importante del otro. Yo sabía que ella leía novelas fantásticas, escuchaba a The Smiths y The Cure y consideraba a Simon Pegg un genio de la comedia. Y ella sabía que yo era el típico mamón que se colaría en su casa para exigirle algo, y que la había estado observando.
Eso confirmó lo que sospechaba en un principio: que me había visto en clase como yo a ella, pero ninguno de los dos creyó prudente informar al otro. Al menos públicamente.
Di una calada al canuto, me senté en el trampolín y, con parsimonia, levanté su albornoz con la punta del dedo, como si me asqueara.
—No, no, no. —Negué con la cabeza mientras veía mi sonrisilla malvada reflejada en sus cautivadores ojos de Drusilla de no sé si azul, verde, dorado o ni puta idea—. ¿Nadando en bolas? A las chicas buenas les da igual que se les marque el bikini. Ni que fueras a comerte un rosco en este instituto. Me temo que eso es algo que no voy a consentir.
—Eso es algo para lo que no te pediré permiso —repuso seria y fingiendo que bostezaba.
—La cosa no va así, Chica buena. Cuando digo salta, la gente pregunta ¿hasta dónde? Y a partir de mañana, todo el mundo va a saber que eres un bien dañado, así que ahorra fuerzas, porque no te vas a comer un colín.
—Yupi. —Aplaudió a cámara lenta y silbó con sarcasmo—. Estás en lo alto de la cadena alimenticia, ¿eh, Spence?
Me llamó por el apodo que tanta rabia me daba. Había oído hablar de mí por los pasillos y estaba al tanto de mi legión de admiradores. Perfecto.
Ladeé la cabeza. ¿Y si fingía que se la sudaba lo popular que era?
—Cuidado. Tú no estás ni en el menú vegano, Lenora.
—Muérdeme de todas formas.
—Solo para chuparte la sangre, encanto.
—Morir en tus manos siempre será mejor que hablar contigo, Spencer.
Lenora se echó hacia delante para arrebatarme el albornoz del dedo, pero yo fui más rápido. Me lo colgué a la espalda y me erguí. Me acabé el porro y lo tiré a la piscina. Lenora olía a cloro y algodón. Virginal, pura y libre de hormonas adolescentes y perfumes caros. Estaba convencido de que Edgar Astalis, dueño de la mitad de las galerías de Londres, Milán y París, tenía un chico que venía a ocuparse de la piscina como mínimo dos veces por semana. Lo mismo ese chico le daría a Chica buena la vitamina D que no iba a conseguir en clase.
—¿Qué quieres? —escupió con los labios más finos y descoloridos de lo habitual.
En serio, Lenora no era guapa se mirase por donde se mirase. Fíjate en mi vecina Daria, por ejemplo. Era el clásico bombón de concurso de belleza. O en Luna, mi amiga de la infancia, que estaba de toma pan y moja. Lenora te alegraba la vista sin más; eso sí, según desde qué ángulo la mirases. Ahora mismo tenía las mejillas manchadas de delineador, por lo que parecía el payaso de It.
Sonreí y dije:
—Ponernos al día, tontita. ¿Qué tal tu arte? ¿Aún coleccionas basura?
—Ensamblaje. —Se apoyó en el borde de la piscina, cada vez más pálida. Una ráfaga de viento atravesó el jardín de atrás y le erizó el vello rubio de los brazos. Estaba incómoda.
Pues como yo, no te jode.
—Yo hago arte con desechos antiguos. La única diferencia entre tú y yo es que tú solo usas piedra y mármol, los elementos de los que se compone tu corazón.
—Y que yo soy bueno. —Me pasé la lengua por los dientes y los junté haciendo ruido.
—¿De qué vas? —Se le sonrojaron las mejillas; ya estaban tan rojas como sus orejas.
Era la primera vez que veía a Lenora Astalis ruborizarse desde que se mudó a All Saints, y ni siquiera era por vergüenza, sino por rabia. Puede que hubiera cambiado, pero no lo bastante como para ser una rival decente.
—Que uses basura no es lo único que nos diferencia. Yo además soy talentoso. Y tú eres… —Junté la ceniza de mi porro y la arrojé en su albornoz—… una nepotista repipi que se parece a Bellatrix Lestrange.
—Cómeme el coño —gruñó entre dientes.
—Paso. Me gustan guapas.
—Y bobas —me espetó.
—Como tú, sí. —Negué con la cabeza—. Pero no tienes ni una oportunidad conmigo.
Fue un golpe bajo. Y le prometí a Knight que no iba a pasarme de la raya, pero había algo en la situación que me empujaba a ir más allá. Su actitud desafiante, sin duda.
Me dirigí a una de sus muchas tumbonas turquesas, me tumbé con las manos detrás de la cabeza y miré al sol.
—Buah, vaya rasca, ¿no?
Lenora estaba atrapada en la piscina hasta que me marchara; eso, o la vería desnuda, y estaba decidido a prolongar mi bienvenida. Me pareció oír que le castañeteaban los dientes, pero ni se amilanó ni protestó.
—Al grano, Spencer, o llamo a la policía. —Nadó hasta la otra punta de la piscina para verme mejor. Salpicó el borde de piedra gris con sus brazadas.
—Va, llama. Mi familia es la dueña del pueblo, incluidos los pitufos. Es más, fijo que a tu viejo le da un infarto como lo añadas a la lista negra de mi padre. Y a tu tío otro infarto. ¿Qué tal le va a Harry Fairhurst, por cierto? ¿Aún les hace la pelota a mis padres para que le compren su birria de cuadros?
No exageraba. Mi padre, Baron Spencer, alias Vicious, era un cabronazo con todo el mundo menos con mi madre y conmigo. Era el dueño del centro comercial del pueblo y dirigía una asesoría con la que ganaba más que un país europeo de tamaño medio cada cuarto de hora, por lo que estaba más forrado que Dios. Además, tenía contratada a una cantidad ingente de personas de los pueblos vecinos, donaba a las beneficencias locales y enviaba tarjetas regalo asquerosamente generosas al cuerpo de seguridad de nuestro pueblo por Navidad. Era imposible que la poli nos pusiera una mano encima a él o a mí.
Hasta Edgar, el padre de Lenora, y Harry, su tío, estaban a su merced. Pero, a diferencia de ella, yo no tenía intención de usar los contactos de mi familia para salirme con la mía.
Obviamente, Lenora no sabía eso de mí.
No sabía mucho de mí, salvo ese crucial detalle que ojalá pudiésemos olvidar.
—Lamento interrumpir tus delirios de grandeza, pero ¿te importaría contarme a qué has venido y hacerlo ya, que a este paso voy a pillar una neumonía? —me exigió con su acento inglés de postín mientras le daba una palmada al borde de la piscina.
Me reí con aire enigmático sin dejar de mirar el sol e ignorando la quemazón. Ojalá a esa bola de fuego gigante se le diera tan bien calcinar recuerdos como quemar retinas.
—Creía que los ingleses se enorgullecían de tener buenos modales.
—Y yo que los estadounidenses eran tiradores de primera —repuso.
—Y lo somos.
—Pues si vas a disparar, dispara. No te enrolles.
El bueno, el feo y el malo. Era los tres.
Casi se me escapó una sonrisa sincera. Casi. Entonces recordé quién era ella. Qué sabía.
—En cuanto al incidente que presenciaste…
—Relaja la raja, que te estás alterando por nada. —Tenía el valor de interrumpirme con esa boca húmeda que se movía a toda pastilla—. No le he contado tu secreto a nadie y nunca lo haré. No es mi estilo, ni asunto mío ni me incumbe. Lo creas o no, que no me mudara a California con mi padre y Poppy no fue por ti. Me encanta la escuela Carlisle. Es la mejor escuela de arte de Europa. No te tenía miedo. Por lo que a mí respecta, no nos conocemos ni sé nada de ti, salvo la información que corre por los pasillos del instituto All Saints y que está al alcance de cualquiera.
Aguardó a que le formulara la pregunta. No solía tolerar ese tipo de comportamiento. Pero me hacía gracia. Como he dicho, era mi mono de feria.
—¿Qué información? —Me incliné hacia delante.
—Que eres un ruin y un sádico de mierda que disfruta aprovechándose de las chicas y acosando a la gente.
Si esperaba que reaccionase a mi reputación, iba a llevarse un chasco tremendo. Me eché hacia delante, apoyé los codos en las rodillas y la miré con los ojos entornados.
—¿Por qué debería creerte?
Estampó la mano contra el borde de la piscina y se impulsó para salir. Emergió del agua y se plantó delante de mí.
Sin parte de arriba.
Sin parte de abajo.
Sin nada.
Chica buena estaba en pelota picada, mojada y con ganas de guerra. Puede que en ese preciso instante no fuera tan penosa.
Digamos que si existiera un estado de ánimo en que dejaría que me la chupara y me masajeara los huevos, lo estaba viviendo en ese momento.
Tenía las tetas pequeñas, pero redondas y respingonas; tenía los pezones puntiagudos, rosados y suplicaban que alguien los chupara. Tenía un cuerpo curvilíneo, aunque se esforzaba un huevo por esconder esa carne suave y sedosa tras sus medias de rejilla negras y sus pantalones de cuero. Su coño estaba cubierto por una ligera capa de vello rubio. No había mucho, pero sí lo justo como para demostrarme que era rubia de nacimiento. Ni se lo había depilado ni decolorado ni se lo había dejado monísimo para que algún imbécil se sintiera actor porno al follarse un chochito pelón.
Tenía un tatuaje en la cara interna del muslo, pero no llegaba a ver lo que ponía, y mirarlo embobado habría sido como dejarme ganar.
Al volver a mirar su rostro, decidí que quizá al final no fuera tan anodina. Todo lo tenía pequeño —la nariz, los labios, las pecas, las orejas—, pero sus ojos eran enormes y de color aguamarina. La melena negra como el carbón junto con sus raíces amarillo huevo no disimulaban el hecho de que era quien era.
Una loca pura y patética.
Me erguí y alcé el mentón, plenamente consciente de que no iba a empalmarme a menos que así lo deseara. Esa era una de las ventajas de mi condición. Era capaz de controlar mi libido. Y se me ponía dura a voluntad…, a mi voluntad. La mayoría de los rabos adolescentes eran unos traidores y metían a mis amigos en una de mierda que nada tenía que ver con el sexo anal. El mío no. El mío me obedecía. Y, en ese momento, no iba a darle a Lenora la satisfacción de saber que quería follarme su boca de sabionda.
Estábamos cara a cara. Le sacaba cabeza y media, pero, por alguna razón, entre la barbilla ladeada, la mirada fija y la pose de descaro total, no parecía tan pequeña en comparación conmigo.
No era la misma chica temblorosa que aquella noche se hizo la dormida y, en silencio, me suplicó con todo su cuerpo que no le rebanase el cuello.
Similar, pero diferente.
Inocente, pero ya no sumisa.
—Deberías creerme —declaró— porque, para destruirte, antes necesito conocerte. Para arruinarle la vida a alguien, debes odiarlo. Envidiarlo. Sentir alguna reacción visceral hacia él. Tú no me despiertas nada, Vaughn Spencer. Ni siquiera asco. Ni siquiera compasión. Y mira que debería compadecerme de ti. Eres el chicle que se me pega a las botas. Eres un momento efímero que nadie recuerda: prescindible, innecesario y olvidable. Eres el chico que una vez creí que me mataría, así que, gracias a ti, sí, gracias a ti, inicié el camino hacia la persona que soy hoy. Invencible. Ya no me das miedo, Spencer. Soy indestructible. Ponme a prueba.
Retrocedí un paso sin dejar de mirarla a los ojos. Sabía que la ahogaría como me quedase cerca de ella. No porque no creyera que le daba igual, sino porque lo creía.
A Lenora Astalis le importaba una mierda.
Sabía que iba a su instituto, y no me había mirado ni una vez.
No me hablaba.
Ni pensaba en mí.
Ni me perseguía.
Y eso era… nuevo.
A la gente yo le importaba, tanto si quería mamármela, como ser mi novia, o mi amigo, mi compañero de laboratorio, mi socio, mi colega o mi mascota. Fuera lo que fuera lo que las personas quisieran ser para mí, se esforzaban por conseguirlo. Me miraban con una fascinación evidente. Y yo alimentaba la leyenda. Ni comía, ni dormía ni hablaba mucho en público. Lo único humano que hacía delante de la gente era dejar que me la chupasen en las fiestas. Y con eso, yo me apuntaba un tanto más que ellas.
Sonreí con suficiencia y la acerqué a mí cogiéndola por la mandíbula. Lenora creyó que iba a recular, cuando lo que en realidad quería hacer era echar otro vistazo a ese cuerpecito antes de hacerlo mío.
—Chica buena, tú y yo nos vamos a ver mucho las caras en los próximos años.
—¡¿Años?! —Se rio con agitación, sin molestarse en cruzar los brazos y taparse las tetas. Lo que no jugó mucho a mi favor, que digamos. Tenía pleno control de mi polla, pero tampoco se merecía que la provocasen—. No hagas las pulseras de la amistad todavía, Spencer. No tengo intención de quedarme aquí. Volveré a Inglaterra el año que viene.
—Y yo —dije sin emoción.
Ese había sido el plan desde el principio. Volver a Inglaterra una vez que me graduase y hacer lo que estuviera en mi mano para abrir un taller en algún lugar de Europa. Comenzar de cero.
—¿Te vas a mudar a Inglaterra? —Parpadeó mientras desentrañaba el significado de mis palabras. Me dieron ganas de colar una mano entre sus muslos para ver cómo le había sentado la noticia.
—A la escuela Carlisle —mascullé—. Tienen un programa de prácticas para preuniversitarios.
—Ya. Yo también voy a apuntarme. —Inspiró bruscamente; por fin el pánico empezaba a apoderarse de ella.
Por fin. Me hervía la sangre solo de ver cómo se quedaba lívida. Ver cómo le afectaban mis palabras era como notar los primeros rayos de sol tras un largo invierno.
El programa de prácticas consistía en un proyecto de seis meses en el que trabajabas codo a codo con Edgar Astalis y Harry Fairhurst en una obra de tu elección. Astalis dejaría California para hacer justo eso. Amaba Carlisle como si fuera su puñetero bebé.
«Ya desearás haber estado tan pendiente de tu verdadero bebé como de tu escuela preparatoria, capullo».
Lenora quería hacer prácticas en la escuela Carlisle tanto como yo, pero por motivos muy distintos. Ella lo quería porque había nacido para ello: estudiaba en Carlisle desde los seis años y heredaría el legado de su padre. Además, el alumno expondría su obra en el Tate Modern, tras los seis meses de prácticas. Era una oportunidad que brindaba la clase de prestigio que te catapultaba al estrellato artístico. Y yo lo quería porque…
«Porque quería notar el sabor a sangre en la lengua».
Solo había dos plazas disponibles por año, y se rumoreaba que una ya estaba destinada a Rafferty Pope, un genio capaz de pintar un paisaje urbano entero de memoria y que pronto se graduaría en Carlisle. Había oído que Edgar viajaba de Los Ángeles a Londres de seis a ocho veces al año para echar un ojo a sus alumnos; por no hablar de que desaparecía por Europa en verano.
—Ya veo. Conque vendiendo la piel del oso antes de cazarlo… —Saqué papel de liar del bolsillo trasero y lo rellené con briznas de maría, como si me aburriera que estuviera desnuda—. Tus posibilidades de superarme en algo son ínfimas. Espero por tu bien que pruebes suerte en otro centro.
—Pues no —me informó sin alterarse.
—Te va a picar cuando tu papi te diga que no das la talla —repuse alegremente mientras le daba golpecitos en la nariz con mi porro sin encender.
—Mira quién fue a hablar. —Se cruzó de brazos.
—Exacto. El chico que merece las prácticas. No obstante, el ganador elige a un ayudante de la lista de inscritos. Lo que significa… —Dejé de mirar el porro y me pasé el pulgar por el labio inferior— que podrías ser mi zorrita esos seis meses. Me gusta cómo suena, Lenora. Tu cuello estaría precioso con una correa.
—No voy a ser tu prisionera, si es lo que insinúas —dijo en voz baja—. En Carlisle estoy en mi salsa, ¿recuerdas?
Me estaba amenazando. A mí.
Estaba a punto de troncharme de risa cuando prosiguió.
—Ah, y ahora soy Lenny —gruñó con los dientes apretados—. Lenora es de señora.
Fue la primera grieta en su fachada. Por ella se asomó la chica de los cabellos de oro que se ocultaba tras la paliducha gótica.
—Siento desilusionarte, pero Lenny es nombre de gremlin. —Retrocedí, al fin mostré un ápice de compasión y le arrojé el albornoz a las manos—. Ten. Tápate. Tengo intención de cenar esta noche. A ver si recupero el apetito.
No hizo ademán de ponerse el albornoz, probablemente para vengarse de mí. Negué con la cabeza mientras me di cuenta de que llevaba allí más tiempo del que había previsto. La chica Astalis no era tan importante como para monopolizar mi tiempo. Sujeté el porro en la comisura de la boca y me dirigí con calma a las puertas del balcón. Por el camino fui recogiendo sus prendas y arrojándolas de espaldas, a la piscina. Lenora conocía mi secreto. Tenía poder sobre mí y ambos luchábamos por la misma plaza. Había llegado el momento de mandar a la mierda la promesa que le había hecho a Knight.
La madre de Lenora había fallecido. Aquello había sido una tragedia.
Pero lo que me ocurrió a mí también fue horrible.
La única diferencia era que mi tragedia era silenciosa y motivo de vergüenza, mientras que la suya era ruidosa y de conocimiento público.
Me detuve frente a las puertas de cristal y volví la cabeza.
—Esto va a ponerse feo, Astalis.
—Ya lo es. —Apretó los labios sin inmutarse—. Pero si miras de cerca, verás que lo feo también puede ser bello.
Me fui sin mediar palabra.
Lenora me estaba tocando las narices. Oficialmente. Y aunque no me iban los follones, solo con pensar en destruirla me invadían el deseo y la euforia.
Ella volvía bello lo feo.
Pensaba demostrarle que mi alma estaba tan corrompida que no tenía arreglo.