AniMalcolm - David Baddiel - E-Book

AniMalcolm E-Book

David Baddiel

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Beschreibung

VIVIR COMO UN ANIMAL ES UNA SALVAJADA... A MALCOLM NO LE GUSTAN LOS ANIMALES Lo cual es un problema, porque a su familia le encantan. Su casa está llena de mascotas. De lo que no está llena es de las cosas que a Malcolm le gustan. Por ejemplo, el ordenador portátil que quería por su cumpleaños. El único detalle positivo es la excursión de sexto, que Malcolm no esperaba que sus padres le pagasen. Pero allí estaba, en el autobús, rumbo a… Oh, no. A una granja. En el transcurso de los días siguientes, Malcolm cambia. Aprende un montón sobre los animales. En muchos aspectos, más de lo que le habría gustado. Descubre cómo es de verdad ser un animal o… un buen número de animales. Esto hace que se sienta distinto. Y que hable de forma distinta. Y coma de forma distinta. Y que… hum…, huela distinto. Pero ¿volverá a ser el mismo de antes? PORQUE A VECES LO MÁS DIFÍCIL ES… SER UNO MISMO.

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Índice

Portada

Parte uno

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Una semana después

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Parte dos

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

Capítulo veintitrés

Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticinco

Capítulo veintiséis

Capítulo veintisiete

Capítulo veintiocho

Capítulo veintinueve

Parte tres

Capítulo treinta

Capítulo treinta y uno

Capítulo treinta y dos

Capítulo treinta y tres

Capítulo treinta y cuatro

Capítulo treinta y cinco

Capítulo treinta y seis

Capítulo treinta y siete

Capítulo treinta y ocho

Capítulo treinta y nueve

Capítulo cuarenta

Capítulo cuarenta y uno

Capítulo cuarenta y dos

Capítulo cuarenta y tres

Parte cuatro

Capítulo cuarenta y cuatro

Capítulo cuarenta y cinco

Capítulo cuarenta y seis

Capítulo cuarenta y siete

Capítulo cuarenta y ocho

Capítulo cuarenta y nueve

Capítulo cincuenta

Capítulo cincuenta y uno

Primera coda

Segunda coda

Agradecimientos

Créditos

Para Pip,Tiger,Monkey, Ron y Chairman Meow

CAPÍTULO UNO

Orejotas peludas

¡Cumpleaños feliz,

cumpleaños feliz,

te deseamos,Maaaaalcooooolm...!

Normalmente, este es el momento en que el niño que cumple años —cuyo nombre en este caso (como quizá hayáis adivinado) es Malcolm— sopla las velas de la tarta.

Pero los Bailey —porque ese es su nombre completo, Malcolm Bailey— tenían una tradición familiar que consistía en que también cantaban «Cumpleaños feliz» en el momento de la entrega de los regalos. Así que esta canción no se estaba cantando en una fiesta y no iba acompañada de una tarta. Solo estaban los padres de Malcolm (Jackie y Stewart), su abuelo (Theo), su hermana adolescente (Libby) y su hermano pequeño (Bert) la mañana de su undécimo cumpleaños, formando un círculo en la sala, alrededor de una caja envuelta en papel de regalo (que tenía dibujos de velitas de cumpleaños).

Malcolm esperó a que terminara la canción. Sinceramente, era una tradición un poco fastidiosa, porque lo que en realidad deseaba hacer era romper aquel papel de regalo. Porque sabía que dentro de la caja había algo de lo que tenía muchísimas muchísimas ganas: un ordenador portátil.

Había dado a sus padres las especificaciones exactas. Un FZY Apache 321. Pantalla de alta definición. Velocidad del procesador: 4.0 GHz. Altavoces cuádruples con sonido envolvente virtual Nahimic. El ordenador portátil más rápido, más fantástico y más guay del planeta. Casi lo veía ya en sus manos, tocando el teclado con luz LED de fondo.

¡... cumpleaaaañoos feeliiiiiiz!

Sonriendo a su familia, Malcolm se inclinó para recoger su regalo.

«Por fin», pensó.

¡Es un muchacho excelente,

es un muchacho excelente...!

Malcolm se irguió de nuevo, sin dejar de sonreír, pero con los dientes apretados. «¿Normalmente también cantan esto?», se preguntó.

¡... es un muchacho excelenteee

y siempre lo será!

—¡Genial! ¡Bien cantado! ¡De maravilla! ¡Gracias! —dijo Malcolm mientras volvía a inclinarse para recoger el regalo.

¡Y siempre lo será,

y siempre lo será!

¡Es un muchacho exceleenteeeeeee

y siempre lo será!

Sus padres, abuelo, hermana y hermano se esforzaron por acompasarse —sorprendentemente bien, la verdad— en la palabra será, lo que le hizo creer que la canción, por fin, había terminado. Con temor a llevarse una nueva desilusión, Malcolm esperó cinco segundos por si acaso seguían cantando. Sin embargo, ahora solo sonreían. De hecho, su madre hizo un gesto con la cabeza señalando la caja y animándolo a abrirla.

«Genial», pensó Malcolm. Y rasgó el papel de regalo.

¡Oh, sí! ¡Qué ordenador! ¡Con su carcasa de aluminio, pulida y brillante! ¡Y su panel táctil ultrasensible! ¡Y sus orejotas peludas!

Malcolm frunció el ceño y guiñó sus ojos azulísimos. «¿Sus orejotas peludas...?». No recordaba haber leído esa especificación cuando estuvo mirando las fotos en Elordenadormasguay.net.

Pero, sin que le diera tiempo a adivinar qué ocurría, los demás ya se habían inclinado, acercando mucho las caras a lo que iba quedando al descubierto a medida que retiraba el papel.

Que, en efecto, no se trataba de un ordenador, ni siquiera de una caja de cartón con un ordenador dentro, sino de... una jaula.

—¿A que es la cosa más bonita del mundo? —decía su madre.

—¡Mira qué carita tan linda! —decía su padre.

—¡ODM! ¡Quiero acariciarlo! —decía su hermana.

—¡Quiero comérmelo! —decía su hermano pequeño.

—¡Me recuerda a Lord Kitchener! —decía su abuelo.

—Perdón, pero ¿qué es esto? —preguntó Malcolm.

—Bueno, Malco... —respondió Jackie.

—¡Mamá!

—Perdona.

—Mamá, ya te lo he dicho.

A Malcolm no le gustaba que lo llamaran Malco. No sabía muy bien por qué. Posiblemente porque rimaba con talco, y eso le recordaba a los polvos que una vez había visto a su abuelo echarse en los calzoncillos.

—Perdona, M.

Así era como su madre, a quien le gustaba usar diminutivos con sus hijos, lo llamaba en ocasiones en vez de Malco. Eso ya no le molestaba tanto.

—Es una chinchilla. Una chinchilla macho —continuó su madre.

—¡Pero no una chinchilla cualquiera! —exclamó Stewart—. ¡Es una lanígera andina! —¿Cómo? —dijo Malcolm.

Stewart—. ¡Es una lanígera andina! —¿Cómo? —dijo Malcolm.

—Es la raza. Significa que es de los Andes, en América del Sur. ¡Son las mejores! ¡Los animales de compañía perfectos!

Malcolm miró a la pequeña criatura.

Era casi completamente blanca, con motitas grises en el hocico. Tenía unas orejas redondas y prominentes y una cola peluda y esponjosa. Estaba sentada sobre las patas traseras y lo miraba con ilusión.

La chinchilla, como Malcolm, tenía los ojos muy azules. Aquellos ojos azules parecieron agrandarse al verlo, como si el animal se hubiera dado cuenta de manera instintiva de quién iba a ser su dueño.

Malcolm le devolvió la mirada.

Podía haber sido un momento especial. Un momento en el que niño y chinchilla, chinchilla y niño, podían haber creado un hermoso vínculo.

Pasaron unos largos instantes mientras dos pares de ojos azules se miraban con fijeza.

Pero, después, Malcolm apartó la vista, moviendo la cabeza y chasqueando la lengua en señal de desaprobación.

—Vale..., muy bien —dijo—. Y ahora, ¡¿dónde está mi Apache 321?!

CAPÍTULO DOS

Setecientos gatos,

ochocientos perros y cinco jirafas

– ¿Tu qué? —preguntó el padre de Malcolm.

—¡El ordenador que os pedí! ¡Lo puse en mi lista de regalos de cumpleaños y todo!

—Perdona, Malcolm —contestó su madre—, ¿qué lista?

—¡La que pegué en la pared de la cocina!

—Oh... —dijo Libby, la hermana de Malcolm, con su habitual voz de hastío, que era la que utilizaba la mayor parte del tiempo, cuando no estaba soltando murmullos de admiración sobre animales bonitos—. Creo que la rompió Ticky hace unos días cuando estaba jugando a las peleas con Tacky...

—¿Los gatos rompieron mi lista de regalos de cumpleaños? ¿Y dónde está ahora?

—Me parece... que se la ha comido Mordisquitos —respondió su padre.

—¿El perro se comió mi lista de regalos de cumpleaños?

—O el perro o el hámster.

—Seguro que no fue Marvin —dijo el abuelo—. Le provocaría indigestión.

—Ahora que lo pienso, creo que debí de ponerla en el fondo de la jaula de la iguana. Lo siento, Malco... lm —se disculpó su madre—. Pero es que no me di cuenta de lo que era. Pensé que eran unos trozos de papel inservibles. Y ya sabes lo que le gusta a Nana destrozar el papel.

—Pero... —gimió Malcolm, cada vez más desilusionado—, ¡ya tenemos un montón de animales! Tenemos dos gatos, un perro, un hámster y una iguana. Lo que la mayoría de la gente consideraría que son más que suficientes mascotas.

—¡M! —exclamó Jackie—. Nunca se tienen demasiados animales.

—¡Exactamente! ¡Estoy de acuerdo! —corroboró Stewart.

—SSVUV —dijo Libby, que utilizaba muchísimos acrónimos; en este caso quería decir «Solo se vive una vez».

—¡Sí, señor! —dijo el abuelo Theo.

—¡Quiero comérmelo! —gritó Bert.

Hasta la chinchilla pareció asentir y movió sus enormes orejas arriba y abajo mientras observaba a Malcolm con mirada inquisitiva desde su jaula reluciente, que tenía una botella de agua acoplada en el exterior, una rueda de ejercicio y un espejo en el interior.

—Muy bien —dijo Malcolm—. Pensemos en esa afirmación un momento. Nunca se tienen demasiados animales. Así que..., si tuviéramos setecientos gatos y ochocientos perros y cinco (no sé si se pueden tener en casa como animales de compañía, pero me imagino que si pudieras, mamá, te faltaría tiempo para correr a comprarlas) jirafas..., ¿no os parecerían demasiados?

—Bueno —dijo su padre—, mientras estuvieran todos bien adiestrados para vivir en una casa...

—No creo que pudiéramos conseguir un arenero lo bastante grande para tantos gatos y perros, Stewart —dijo Jackie—. Por no hablar de las jirafas.

El abuelo frunció el ceño.

—No me gustaría ver a una jirafa utilizar el arenero, aunque fuera lo bastante grande. —Sacudió la cabeza—. Tienen el trasero demasiado lejos del suelo.

—MC1 —dijo Libby.

—¿Cómo? —se asombró Malcolm—. ¿En serio estamos hablando de los pros y los contras de tener setecientos gatos, ochocientos perros y cinco jirafas?

Pero su pregunta se quedó sin respuesta. Y es que la chinchilla —que poco después sería bautizada por Stewart como Chinny Anda Ya, en recuerdo de una frase graciosa que solía utilizar en el colegio, allá por los años setenta— se subió a su rueda de ejercicio y empezó a correr.

—¡ODMPD!2 —exclamó Libby, agachándose junto a la jaula—. Pero ¡qué rico, por favoooooor!

—¡Mirad esa naricita! —dijo Stewart.

—¡Y esas orejotas adorables! —añadió Jackie.

—La verdad es que no se parece tanto a Lord Kitchener... —dijo el abuelo.

—¡Quiero comérmelo! —gritó Bert.

Con sus once años recién estrenados, Malcolm contempló a la chinchilla corriendo en su rueda durante unos instantes. La chinchilla lo miró a su vez, pero siguió corriendo, casi como si quisiera impresionarlo.

—¡Mira! —exclamó su madre—. ¡Te quiere!

Malcolm observó a su familia mientras hacían ruiditos de admiración embobados con la nueva mascota. Parte de él deseó unirse a ellos, formar parte de aquel abrazo familiar en torno a la jaula. Pero otra parte no fue capaz.

—Sí —dijo Malcolm en voz baja—. La cosa es que... yo no lo quiero a él. —Y, para dar más énfasis (un poco como hace Terminator, una de sus películas favoritas, cuando dice «Hasta la vista»), lo repitió, pero en español, un idioma que acababa de empezar a estudiar en el colegio—: Yo no lo quiero.

Como siempre que intentaba hacer comprender a su familia sus sentimientos hacia los animales, nadie pareció oírlo. Así que suspiró, les dio la espalda y entró en el pasillo que conducía a su cuarto, pasando ante los dos gatos de la familia, Ticky y Tacky, su perro Mordisquitos, su hámster Marvin y su iguana Banana.

Sin embargo, resultó que alguien lo había oído en la sala. Alguien que tenía unas orejas enormes; alguien capaz de oír palabras, aunque se dijeran en voz baja. Alguien que, cuando Malcolm dijo «Yo no lo quiero», dejó de correr en la rueda, se bajó y se sentó en un rincón de su jaula de cara a la pared.

CAPÍTULO TRES

Minibolas masticables de colores

Malcolm se tumbó en la cama y miró a la calle3. Oía vagamente los ruiditos de admiración que seguía haciendo su familia alrededor de la jaula, a los que ahora se añadía el clic, clic, clic del teléfono de su hermana, lo que significaba que se había empezado a hacer selfis poniendo morritos delante de la chinchilla. También oía ruiditos de animales enlatados con lo cual supuso que Bert se habría apoderado del teléfono de su padre. La familia de Malcolm no tenía mucho dinero4; su madre era recepcionista en la clínica veterinaria del barrio y su padre diseñaba apps, aunque ninguna de ellas había tenido demasiado éxito.

La única que había logrado que incluyeran en Apple Store se llamaba AnimalSFX, en la cual pulsabas distintos dibujitos de animales y sonaban los ruidos que hacían. En realidad, nadie jugaba ya con ella excepto Bert, lo que significaba que, aparte de todos los ruidos de los animales de la casa, Malcolm también oía sonidos creados artificialmente de vacas, jirafas y elefantes. Algo que le resultaba aún más deprimente.

Se preguntó por qué su familia nunca se daba por enterada de sus sentimientos hacia los animales. Al fin y al cabo, pensó mirando a su alrededor, su cuarto era el único de la casa que no tenía cuadros de animales en las paredes. Los de Libby y Bert estaban llenos de imágenes enternecedoras de gatitos y perritos y de focas y pingüinos y..., bueno, de todo tipo de animales. El dormitorio de sus padres no tenía pósteres de animales en las paredes, pero sí un montón de fotografías de la familia, y todas ellas incluían a sus mascotas. Hasta la habitación del abuelo tenía un cuadro de unos perros jugando al póker.

Todo ello hacía que Malcolm se sintiera bastante mal. Sabía que lo lógico era que a los niños les gustaran los animales. Sabía que lo lógico era que a la gente le gustaran los animales. Sabía que el hecho de que no te gustaran los animales hacía que mucha gente te considerase una mala persona.

Y, además, lo cierto no era que no le gustaran los animales. Lo que no le gustaba era tener animales. La mayoría andaban por ahí comiendo y durmiendo y sin hacer nada de provecho5. Había observado a Ticky y Tacky (o, posiblemente, a Tacky y Ticky; aunque en uno de ellos predominaba el marrón y en el otro el blanco, Malcolm nunca estaba seguro de quién era quién) durante largos ratos y nunca los había visto, por ejemplo, leer un libro ni hacer una tarta, ni diseñar un ordenador fantástico, ni hacer ninguna de las cosas que a él le parecían interesantes. Incluso ahora, mientras miraba por la ventana, veía a algunas palomas en la calle hacer esa cosa tan tonta que hacen de quedarse en el medio de la calzada esperando hasta el último momento para apartarse volando cuando pasaba un coche. ¿Por qué hacían eso?

Pero como a su familia le gustaban tanto los animales y tenían muchos animales y no paraban de dar la lata con los animales, a veces —como ahora— sentía que a él no le gustaban nada. De hecho, en ocasiones se preguntaba si a sus padres les gustarían más los animales que los niños, o al menos que él, el único de sus hijos que no estaba obsesionado con los bichos.

En aquellos momentos, a veces sentía que odiaba los animales. No le gustaba reconocerlo, pero sabía que en aquellos momentos era cierto.

Oyó un golpe en la puerta.

Malcolm no respondió.

—Malco —llamó la voz de su madre.

—¡Mamá! —protestó.

—Perdona, M. ¿Estás bien? ¿Estás dormido?

—Es obvio que no —contestó Malcolm.

—Vaya, qué raro —dijo su madre.

—¿Podemos pasar? —preguntó su padre.

—¿Traéis a la chinchilla?

Malcolm oyó unos cuchicheos, unos pasitos apresurados y el sonido de la puerta de una jaula al cerrarse.

—No —respondió Stewart por fin.

—Vale —dijo Malcolm.

La puerta se abrió y su familia entró despacio; traían los demás regalos de cumpleaños a modo de ofrendas de reconciliación6.

Malcolm los perdonó inmediatamente por lo de la chinchilla y los abrió con avidez.

Los regalos eran:

•Guía para el cuidado de las chinchillas.

• Chuches para chinchillas, 5 kilos.

• Minibolas masticables de colores (para chinchillas).

Cinco, de distintos colores.

Malcolm procuró controlarse (al principio, bastante bien), levantó la vista y dijo:

—Gracias. Lo digo en serio, gracias. Os lo agradezco mucho. Eeeh..., ¿algo... que no tenga que ver con chinchillas?

Jackie y Stewart intercambiaron una mirada.

—Hum... ¡Por supuesto! —exclamó su padre mientras le entregaba otro paquete.

Malcolm lo desenvolvió con cierto recelo. Luego sacó lo que había en su interior y miró a sus padres.

—Es una chinchilla —anunció—. Una chinchilla de peluche.

—No —objetó su madre—, yo diría que es... un conejo. ¿Tú no, papá?

—¡Sí! O quizá..., un... ¡un hámster con las orejas muy grandes!

—Sí, es verdad. Un hámster con las orejas muy grandes. Quizá podrías llamarlo..., mmmm...

—¡Hammy Orejotas! —propuso Stewart.

—LOLPD7 —dijo Libby.

—¡Eso es! —exclamó Jackie—. ¡Hola, Hammy Orejotas! ¡Mira qué preciosas... y grandes... orejas de hámster!

—Muy bien —dijo Malcolm—. Así que cuando comprasteis este peluche, ¿no estabais seguros de qué animal era? ¿No tenía ningún tipo de etiqueta? ¿No estaba en ninguna sección en particular de la tienda de peluches? ¿Quizá en la sección CH? ¿Justo después de los chitas y chimpancés?

—¿Puedo comérmelo? —preguntó Bert.

—Decidido, entonces —dijo Malcolm, lanzándole el peluche a su hermano pequeño—. Es una chinchilla.

Dicho esto, volvió a tumbarse en la cama con los brazos cruzados y la vista clavada en el techo.

—Papá, mamá —susurró Libby—, sabéis por qué Malcolm es así, ¿ON8? —Bajó la voz todavía más hasta que se convirtió en un murmullo apenas audible, y más bajo aún por su tono de hastío, como si hablara bostezando—: Es por el Momento Mono. YSLST9...

—No. No es por eso —repuso Malcolm.

Estaba claro que el susurro no había sido lo suficientemente susurrante.

Jackie y Stewart volvieron a intercambiar una mirada.

—Es muy probable, ¿no, Stewart? —murmuró Jackie.

—Sí, cariño, creo que todos sabemos que lo es —murmuró Stewart a su vez—. Creo que es por el...

—... Momento Mono —terminó ella.

—Sí, el Momento Mono... Quizá por eso Malcolm siga un poco traumatizado con las criaturas peludas...

—¡Cuchichear no sirve de nada! —exclamó Malcolm—. ¡Os estoy oyendo! ¡Es un cuarto pequeño! ¡Y no tiene nada que ver con el Momento Mono! ¡Y dejad de decir las palabras «Momento Mono»!

—¿Qué «Momento Mono»? —preguntó el abuelo.

—¡Oh, papá! ¡Te lo hemos contado un millón de veces! —exclamó Jackie.

—Cuéntamelo otra vez —pidió el hombre—. Ya sabes que se me olvidan las cosas.

Malcolm suspiró y volvió a mirar por la ventana. Una paloma echó a volar y esquivó un parachoques en el último segundo.

CAPÍTULO 4

El Momento Mono

Así que se lo volvieron a contar al abuelo. Por lo menos tuvieron la consideración de volver al salón y dejar a Malcolm en su cuarto, pues no querían que tuviera que revivir el trauma del Momento Mono, por mucho que dijera que no seguía traumatizado.

—Pues bien, papá —empezó Jackie—, cuando Malcolm tenía seis años, un domingo hicimos una de nuestras habituales visitas al zoo. Por entonces le encantaba ir a ver a los animales, ¿verdad, Stewart?

—Sí —respondió Stewart—. Lo recuerdo mientras corría como loco una jaula a otra con la mejor de sus sonrisas.

—Y los animales que más le gustaba ir a ver eran los monos...

—Como debe ser —dijo el abuelo—. Los monos son lo mejor de cualquier zoo.

Todo el mundo asintió.

—Y cuando llegamos allí..., a la casa de los monos...

—La casa de los monos, sí —interrumpió el abuelo.

—¡Estaba emocionadísimo!

—MDE... —dijo Libby, asintiendo, pero de una manera que insinuaba que lo hacía por compromiso.

—Y eso ¿qué significa? —preguntó el abuelo.

—Muerto de entusiasmo.

—Y así era, es cierto.

—Así que echó a correr hacia la jaula. Esa donde están todos los chimpancés. Y los chimpancés estaban columpiándose en las cuerdas y haciendo volteretas y saltando de un neumático a otro y persiguiéndose por los troncos...

—¡Qué divertido! —exclamó el abuelo.

—¿Puedo comérmelos? —preguntó Bert.

—Y a Malcolm le encantaba ver todo eso. Qué contento estaba. De hecho, le gustó tanto que se puso a aplaudir.

En aquel momento, Jackie hizo una pausa, algo preocupada.

—Sí, bien —dijo el abuelo—. ¿Y qué pasó después? No te quedes callada. ¡NS10!

—Pues... —continuó la mujer—, cuando Malcolm aplaudió, todos los chimpancés dejaron lo que estaban haciendo. Y entonces, uno de los más grandes..., el macho dominante, creo...

—Louie —añadió Stewart muy atento—. Así se llamaba. Recuerdo que lo leí en la plaquita que había junto a la jaula. Lo habían traído de un zoológico de Fráncfort.

—Sí, es verdad, Louie. Pues...

Por un momento, Jackie dio la impresión de estar al borde de las lágrimas. Stewart se acercó y le puso un brazo sobre los hombros. Libby bostezó. Bert encontró una pelusa en el suelo y se la comió.

—No tienes que continuar si no quieres, cariño —dijo Stewart.

—No, no pasa nada. Estoy bien. —La mujer respiró hondo—. Louie recogió un poco de su... caca. Del suelo. Y se la lanzó a Malcolm a la cara.

El abuelo hizo un gesto de asentimiento con expresión seria.

Después siguió asintiendo con cara todavía más seria.

Después..., se echó a reír.

—¡Abuelo! —exclamó Stewart.

—Lo siento, pero... —No fue capaz de terminar la frase, intentando respirar entre carcajada y carcajada.

—Las heces del mono se estrellaron contra los barrotes de la jaula —dijo Jackie—, pero no impidieron que le acertaran en la cara. ¡No tiene gracia! ¡Fue horrible!

El abuelo continuaba riéndose. Luego empezó Stewart. Luego se les unió Bert, al tiempo que apretaba una y otra vez el icono del mono en AnimalSFX en el teléfono de su padre para recrear el sonido de los chillidos de los chimpancés. Hasta a Libby se le quitó la cara de aburrimiento y esbozó una sonrisa.

—¡Callaos! ¿Qué os hace tanta gracia? —protestó Jackie—. Y después..., después..., el resto de los chimpancés lo imitaron.

—¡¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!!

De nuevo, todos estallaron en carcajadas.

—¡LOLP27!

—¡Parad ya! —exclamó la mujer—. Todos se pusieron a buscar (los veinte chimpancés) y recogieron restos de caca..., ¡y se los tiraron a Malcolm a la vez! ¡Fue como un batallón de soldados medievales lanzando balas de cañón a un castillo con sus catapultas! ¡Solo que no eran soldados medievales, eran monos! ¡Y que no era un castillo, era la cara de Malcolm! ¡Y que no eran balas de cañón, era...! ¡¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!!

Por desgracia, esas carcajadas eran de Jackie, que había terminado por unirse a la risa general.

—¡... caca! —terminó por fin.

—¡¡¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!!!

—¡Era caca! —repitió sin que hiciera ninguna falta, la verdad—. ¡Excremento de mono! ¡Deposiciones de chimpancé! ¡El planeta de las heces de los simios!¡¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!!

—¡¡¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!!!

Esas eran las carcajadas de todos los demás.

—¿Qué? ¿Os divertís? —Ese era Malcolm.

Todos se volvieron.

Malcolm estaba junto a la puerta del salón con los brazos cruzados.

El resto de la familia se quedó en silencio.

Durante casi doce segundos.

Después se echaron a reír de nuevo. Como cuando uno intenta contenerse, con la risa escapando a resoplidos, como chorros de aire de un globo demasiado lleno y alguien empieza a soltar aire, luego lo cierra y después suelta otro poco. Y, cuando uno es el objeto de esa risa, sienta muchísimo peor, porque parece que la gente no solo se ríe de uno, sino que también está soltando ventosidades.

—¡PFFFFFFF! ¡¡JA, JA, JA, JA!! ¡ JA, JA, JA, JA! ¡PFFFFF! ¡¡¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!!! —hacía la familia de Malcolm.

—¡Uh, uh, uh, uh, ah, ha, ah, ah! —hacía AnimalSFX en la mano de Bert.

Malcolm sacudió la cabeza, alzó los ojos al cielo y regresó a su cuarto.

—Espera un momento, Malcolm —dijo su padre—. ¡Perdón, perdón, perdón! ¡Todos lo sentimos muchísimo! ¿A que sí?

—¡Sí! —exclamó Jackie.

—¡Sí! —exclamó su abuelo.

—LSEGM...11 —dijo Libby.

—¿Puedo comerme el perdón? —preguntó Bert.

—Pero mira... —dijo Stewart—. Por si sirve de algo, aún queda un regalo por entregarte.

—¿Un sombrero en forma de chinchilla? —preguntó Malcolm sin girarse—. ¿Un llavero en forma de chinchilla? ¿Entradas paraChin-Chininy Chin-chin-Chilla, el musical?

—¡No!

—¿No tiene nada que ver con chinchillas...?

—Nada.

Poco a poco, Malcolm se volvió. Miró a su padre con recelo.

—De acuerdo, entonces —dijo.