Animales desamparados - Federico Etchevarne - E-Book

Animales desamparados E-Book

Federico Etchevarne

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"Los cuentos de Animales desamparados trabajan un tipo de inquietud particular, son historias donde lo extraño irrumpe con una fuerza que rompe y reconfigura nuestra idea del mundo. Federico Etchevarne eligió una frase de H. P. Lovecraft como epígrafe: 'Ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura de lo cotidiano'. Me parece una buena síntesis de su poética. Porque en este libro lo que amenaza y está ahí fuera, llega a los personajes en una especie de intercambio espurio: para dejar atrás nuestras existencias insulares, el precio es ver en peligro nuestra propia cordura. En los relatos que van a leer abundan los niños y los viejos, dos extremos de nuestra vida social donde se despliegan distintos tipos de fragilidades y también acechan daños. La lógica de víctima y victimario se ve muchas veces subvertida por pequeñas torsiones que la imaginación de Federico realiza sobre lo real. Y uno, como lector, agradece que el mundo se vuelva así más imprevisible e inestable porque, en definitiva, sabemos muy bien, y desde hace tiempo, que nadie nunca pude decirse a salvo" (Juan Mattio).

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Seitenzahl: 200

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Etchevarne, Federico

Animales desamparados / Federico Etchevarne. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2023.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-75-5

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

© 2023, Federico Etchevarne

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-75-5

1º edición: diciembre de 2023

1º edición digital: noviembre de 2023

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

 

Los cuentos de Animales desamparados trabajan un tipo de inquietud particular, son historias donde lo extraño irrumpe con una fuerza que rompe y reconfigura nuestra idea del mundo. Federico Etchevarne eligió una frase de H. P. Lovecraft como epígrafe: “Ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura de lo cotidiano”. Me parece una buena síntesis de su poética. Porque en este libro lo que amenaza y está ahí fuera, llega a los personajes en una especie de intercambio espurio: para dejar atrás nuestras existencias insulares, el precio es ver en peligro nuestra propia cordura. En los relatos que van a leer abundan los niños y los viejos, dos extremos de nuestra vida social donde se despliegan distintos tipos de fragilidades y también acechan daños. La lógica de víctima y victimario se ve muchas veces subvertida por pequeñas torsiones que la imaginación de Federico realiza sobre lo real. Y uno, como lector, agradece que el mundo se vuelva así más imprevisible e inestable porque, en definitiva, sabemos muy bien, y desde hace tiempo, que nadie nunca pude decirse a salvo.

Juan Mattio

Sobre Federico Etchevarne

Federico Etchevarne nació el 5 de febrero de 1973, en la Ciudad de Buenos Aires. Es licenciado en Publicidad y Coach ontológico. Su pasión por la ficción fantástica y extraña nace de la lectura de autores como J. L. Borges, Julio Cortázar, China Mieville, M. John Harrison y Samanta Schweblin, entre otros. Desde hace seis años participa del taller de escritura dirigido por Juan Mattio, en donde ha desarrollado diferentes proyectos relacionados con el cuento y la novela.

Animales desamparados es su primer libro publicado.

 

IG: @etchevarnefederico

 

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Federico EtchevarneEpígrafeParte 1. Los miedosVenusRefugiosLos miedosLos elegidosNoche de pókerParte 2. Cuerpos extrañosLos alemanesUn montón de viejos llorandoMatar a un hombreUn cuerpo extraño

“Ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de lo cotidiano.”

H. P. LOVECRAFT

Parte 1. Los miedos

“Ensucia tu alma inocente, Isaiah.”

LA PRIMERA PURGA: LA NOCHE DE LAS BESTIAS

Venus

—Lauti, Lauti. Despertate que nos tenemos que ir —escucho que dice Martina.

La voz de mi hermana parece venir de algún lugar distante. Es como un susurro que se mezcla con el sonido de la calle y de la casa. Por unos segundos no sé muy bien si estoy despierto, dormido o si esa voz forma parte de un sueño. Me doy vuelta sobre la cama, tapo mi cabeza con la almohada.

—Dale, Lauti. Tenemos que bajar.

—¿Qué hora es? —pregunto con la voz ronca y pastosa.

—No sé. Todavía no sé bien la hora.

Hago un esfuerzo. Sin muchas ganas me siento en la cama. Me desperezo. Martina se ríe.

—¿De qué te reís, nena?

—Parecés un hipopótamo.

—Y vos una pitufa.

Martina hace una mueca de reproche y después pregunta por Matilda, la muñeca de trapo que le regalamos cuando ella cumplió cuatro.

—Se la llevó mamá anoche —contesto.

—Pero yo te la dejé para que te haga compañía.

—Ya sé, pero se la llevó.

—¿Entró a tu cuarto?

—Sí.

—¿Y qué pasó? ¿Te habló?

—No.

—¿Pudiste descubrir a Venus en el cielo? —le pregunto para cambiar de tema.

Martina se queda unos segundos en silencio. Niega con la cabeza mientras con la mano izquierda se toca el brazo derecho del cual asoma un moretón pequeño pero nítido.

—¿Y esto? —le pregunto.

Ella no contesta. Sólo baja más la cabeza y eleva los hombros. Antes de hablar miro de manera instintiva mi brazo. Yo tenía un moretón parecido, pero ya no queda rastro.

—Dale, decime qué te pasó.

—No sé. Bajemos porque si no se van a enojar —dice y camina hacia el pasillo.

Mamá y papá están sentados. Los dos serios. Mamá tiene puestos unos lentes negros y la cara pálida. Parece un vampiro, o un cadáver, pienso. Papá está igual que siempre, leyendo el suplemento deportivo del diario. Al vernos mamá se levanta y trae unas rodajas de pan lactal, miel y manteca. Cuando apoya el plato sobre la mesa, vuelca sin querer un vaso con agua. Papá baja el diario, corre la silla rápido para evitar que el líquido lo moje. Cuando se da cuenta de que no pasó nada, mira a mamá. Martina se cubre la cabeza. Él lanza un suspiro y vuelve a leer. Por unos segundos el silencio es tan profundo que hasta puedo escuchar el sonido de la respiración de Martina. La miro a mamá. Ella baja la cabeza y se apura a limpiar la mesa con un repasador. En ese momento siento que algo por dentro me quema. Es un odio profundo. Tengo ganas de pararme, tirar la mesa por el aire y salir corriendo. Lejos, bien lejos, a un lugar en el que nadie pueda encontrarme. Pero pienso en Martina. Ella, como si estuviera leyéndome la mente, me mira con esos ojitos tan lindos que tiene y, despacio, mueve los labios: Quedate, no te vayas. Alcanzo a entender.

Yo asiento, y ella se queda tranquila. Tan tranquila como el día que le dije que la iba a pasar a buscar a la salida de la escuela. Vamos al mismo colegio y yo salgo media hora antes. Ella estaba nerviosa y tenía miedo porque papá y mamá estaban enojados. Acordamos encontrarnos en un poste de luz que está a unos cincuenta metros del portón verde por donde salen los más chicos. Yo le había dicho a mi hermana que prefería un lugar que estuviera alejado del revoltijo de padres que se acumulan a la salida. No quería que me vieran, todavía muchos seguían hablando de mí y me daba vergüenza. Me acuerdo de que el primer día que fui a buscarla, me distraje viendo cómo, por la vereda de enfrente, Ramiro Gauna y Silvina Consiglio caminaban agarrados de la mano. Si el resto del aula se enterara, pensé. Me alejé un poco del poste, me los quedé mirando, pero ellos no me vieron. Caminaban despacio, bamboleando las manos entrelazadas de un lado a otro. No les importaba qué pasaba a su alrededor.

—Hola —escuché la voz de mi hermana.

—Hola —Le contesté un poco desconcentrado.

—¿Qué mirabas?

Con la cabeza le señalé la vereda de enfrente.

Ella se dio vuelta y cuando los descubrió abrió la boca grande y se la tapó con las dos manos.

—¿Viste? Hay amor ahí —le dije sonriendo.

—Pero tienen once, como vos.

—Sí, y qué tiene que ver.

Martina se quedó pensando unos segundos, pero cuando estaba a punto de contestarme se escuchó el ruido de una bocina que tocó dos veces. Era mamá. Con Martina nos quedamos callados. Los dos teníamos miedo de cómo podía estar ella. Unos segundos después, como ninguno de los dos se movía, bajó la ventanilla, le dio una pitada al cigarrillo y con voz desganada dijo:

—Por favor, vamos, que se hace tarde.

Martina me agarró de la mano y los dos caminamos despacio hacia el auto. Hacía mucho que no la veía fumar, pensé, antes de subir.

Papá deja el diario sobre la mesa, mira el reloj, bufa. Después pregunta con voz firme:

—¿Te falta mucho?

Martina se mete rápido en la boca el pedazo de pan que le queda y con los cachetes todos inflados le dice que no.

—Mirá que no tengo todo el día.

—Bueno, Héctor, tiene que desayunar tranquila.

Papá se levanta, corre la silla hacia atrás y se para delante de mamá. Martina se apura más y se atraganta. Mamá encoge el cuerpo, se hace tan chiquita que parece de la edad de mi hermana.

—¿Ves lo que provocás? —le dice papá que, con suavidad levanta la cara de mamá y la obliga a mirarlo.

Yo le hago un gesto a Martina para que se tranquilice. Ella respira, hace un esfuerzo y logra tragar la tostada. Entonces papá se inclina y le acaricia la cara a mamá, que permanece quieta como una estatua de yeso.

Después de unos segundos de un silencio incómodo, Martina dice que quiere que vuelva Rosa. Entonces mi cuerpo se tensa, porque sé que la mención de ese nombre puede provocar que papá se enoje de nuevo. Él tiene los ojos clavados en Martina y la mandíbula apretada, como si estuviera haciendo fuerza por contener algo. Un impulso, una acción. De nuevo tengo ganas de desaparecer. Volar hasta Venus. Por suerte mamá se interpone. Me llama la atención que se haya atrevido. Con la cabeza aún baja y casi en un susurro dice que Rosa ya no va a venir más a casa.

—¿Por qué? —se anima a preguntar mi hermana con voz muy suave.

—Cosas de grandes —contesta mamá en el mismo tono. Es un tono raro, como si estuviera midiendo como impactan cada una de esas palabras en papá, que ya no se preocupa por ninguno de nosotros y mira el reloj.

—Ya es hora, dice él agarrando las llaves del auto que cuelgan de un gancho clavado sobre la pared de la cocina.

Antes de salir, Martina pregunta por Matilda. Mamá le dice que no tenemos tiempo para buscarla, pero mi hermana no le hace caso y contesta que sin Matilda no va a ningún lado. Al escucharla, mamá detiene sus pasos debajo del arco de la puerta. Mira alternativamente a papá, que camina hacia el auto y a Martina. Se lleva las manos a la altura del pecho, las retuerce mientras se muerde los labios. Mi hermana busca debajo del sillón, detrás de la mesa del televisor, entre los cajones del mueble grande del living. Entonces escucho a mamá que, en voz muy baja, le pide que por favor se apure. Recién cuando Martina encuentra a su muñeca, mamá deja de retorcerse las manos y sonríe con una mueca triste.

—Acá está —dice mi hermana dando saltitos.

Mamá asiente. Cuando pasamos delante de ella le acaricia la cabeza y salimos.

Subimos al auto. Papá pregunta por qué tardamos.

—Es que no encontraba a Matilda —contesta Martina.

Papá recuesta el cuerpo contra la puerta del auto, ajusta el espejito retrovisor. Después, con la mano se toca la mandíbula.

—¿La encontraste? —pregunta, por fin.

—Sííí —responde ella levantando la muñeca.

—Entonces ¿Nos podemos ir, Matilda? Pregunta papá en un tono que no sé si es de chiste o qué.

Mi hermana asiente.

—Por fin —contesta papá.

Gira la llave. El motor hace un ruido ahogado. Acelera, pero el coche no enciende. Chasquea la lengua, inclina la cabeza hacia un lado. Mamá tose, hace como que busca algo en su cartera. Vuelve a girar la llave con más fuerza y aprieta el acelerador, una, dos, tres veces. El motor vuelve a hacer ese sonido, pero esta vez más fuerte, parece un viejo con asma. Después de unos segundos, suelta la llave y saca el pie del pedal. Con la mano derecha golpea el manubrio. Mamá, se encoge en el asiento de adelante y le dice que tenga paciencia, que ya va a arrancar. Papá ni la mira. Sólo niega con la cabeza y vuelve a girar la llave. Pisa el acelerador, con más fuerza que antes, inclina su cuerpo hacia adelante, como si ese gesto pudiera lograr algo en la mecánica del auto. Cuando parece que el motor está por ahogarse de nuevo, un sonido ronco surge de un lugar indefinido, como un trueno en el medio de una tormenta, se impone y arranca.

El auto avanza. Todavía adentro se siente el olor a nafta quemada y a humo, producto del esfuerzo que hizo el motor. Estamos todos callados. Mamá inmóvil, con la mirada hacia el frente. Parece un maniquí abandonado, de esos que hay en los negocios a los que van a comprar ropa las viejas. En un momento mueve la cabeza, baja la visera que sirve para protegerse de los rayos de sol y se mira en el espejo. Con la mano se acomoda los anteojos. Por unos segundos mira hacia el lugar en donde estoy. Le sonrío, pero apenas lo hago ella sube la visera y se recuesta en el asiento. Papá maneja nervioso. Acelera y frena fuerte, se mete entre los autos, insulta. Martina juega con Matilda y yo miro por la ventana. Pasamos por unas calles que tienen empedrado. Son las calles de la parte más vieja del barrio. Me gusta caminar por ellas porque en algunas todavía se pueden ver restos de vías que sobresalen por sobre los adoquines y me imagino que por ellas andaba el tranvía hace muchos años. Pasamos frente a la panadería, por la casa de pastas, después doblamos por la avenida. A esa hora del sábado no hay mucha gente. Las calles están casi vacías y el ritmo parece otro, no el de los días de semana en donde la gente está apurada por llegar vaya uno a saber dónde y a qué. El semáforo cambia de color, se pone en rojo. Papá, que quería pasar frena de golpe y resopla. Yo apoyo la cabeza contra la ventanilla. Veo como los peatones cruzan. Una señora se detiene y mira hacia donde estamos. Es la mamá de Ramos, un compañero de colegio. Martina la saluda sonriente. Papá, en voz muy baja, dice algo que no alcanzo a entender pero que, por el tono, no es nada bueno. Mamá, en un primer momento, levanta la mano, pero enseguida se arrepiente, la baja y tampoco le devuelve el saludo.

Salimos de la ciudad, nos subimos a la Panamericana. El sol, que entra por las ventanillas calienta el interior del auto. Papá prende el aire acondicionado. Afuera el cielo está azul y despejado. Es una de esas mañanas en las que se puede ver al sol y a la luna al mismo tiempo. Martina la señala y frunce el ceño. Yo sé que está buscando a Venus como lo hicimos hace unos días cuando, sin su permiso, me metí en el balcón de su habitación.

—Eso que ves ahí es Venus —le dije.

—¿Venus? ¿Cómo sabés que es Venus?

—Porque Venus es uno de los cuerpos celestes más brillantes en el cielo.

—¿Qué es un cuerpo celeste?

—No sé, eso me dijeron en la escuela —le dije acordándome de la pregunta que le había hecho Rodriguez a la maestra: ¿Un pitufo es un cuerpo celeste?

—¿De qué te reís? —me pregunta.

—De nada.

—Si te reís es por algo.

—De nada, de un recuerdo. No importa.

—¿Qué haces en mi cuarto?

—No quería ir al mío.

—¿Te da miedo?

—Algo así. ¿Mamá sigue enojada?

Martina asintió con la cabeza y se sentó a mi lado.

Mi hermana se cansa de buscar a Venus por todos lados, bosteza, se abraza a Matilda y cierra los ojos.

Después de una hora, llegamos. Papá agarra el camino de grava. Avanza despacio, tan despacio que el ruido que hacen las piedras debajo de las ruedas y el bamboleo del auto sobre esa superficie irregular despierta a Martina. Estaciona el auto debajo de un árbol, para que la sombra lo proteja de los rayos de sol y nos bajamos. Caminamos por el lugar. Es un parque grande, con muchos caminos interiores. Adelante van mamá y papá.

Caminan distanciados, como si fueran dos desconocidos. Dos imanes del mismo polo que se repelen. Martina los ve, no le gusta que estén así. Entonces con una mano se abraza fuerte a Matilda y con la otra busca la mía. De nuevo siento ese fuego en el interior que me quema y me dan ganas de correr lo más lejos posible de todos ellos, menos de mi hermana. Caminamos unas cuadras hasta que nos detenemos debajo de un árbol. Nos quedamos en silencio. Mamá llora, como siempre que venimos acá. Martina me aprieta la mano y se abraza bien fuerte a su muñeca.

Yo miro el cielo. Cierro los ojos. Respiro el aire fresco de la mañana. Escucho el sonido de los pájaros que se mezclan con el de los autos que recorren la ruta a gran velocidad. Lejano, el llanto de mamá se hace presente. Abro los ojos, me vuelvo hacia ella. Papá le pasa el brazo por los hombros y la abraza con un gesto frío, ausente. Mamá, resignada, recuesta la cabeza sobre su pecho. Después de unos minutos de estar así, sin hacer nada, en completo silencio, papá dice: Vamos y, sin esperarnos, camina en dirección al auto. Mamá se queda unos segundos más, se levanta los anteojos negros. Mientras se seca las lágrimas veo el párpado inflamado. Una vez que termina de secarse, guarda el pañuelo y se va. Desde donde estoy veo cómo apura el paso para llegar hasta donde está papá.

Martina y yo seguimos parados en el mismo lugar. Mi hermana me mira, después levanta la cabeza hacia el cielo. Está buscando a Venus. Yo me río y con la cabeza le digo que no.

—¿De qué te reís, bobo? —me pregunta.

—A esta hora no lo vas a poder ver.

Ella baja la cabeza. Mueve las piedritas en el piso con la punta del pie.

—Vamos al auto, que si no papá se va a enojar —dice en voz baja.

—Andá vos, yo me quedo.

Deja de mover el pie, levanta la cabeza.

—¿Pero vas a volver?

—Sí, un día de estos.

Ella, se balancea en el lugar. Se muerde el labio inferior. Suspira.

—Bueno, mientras tanto te dejo a Matilda para que te haga compañía —dice y sale corriendo.

Los veo alejarse hasta que sus cuerpos se hacen chiquitos. Cuando desaparecen me siento sobre el pasto. Leo mi nombre escrito sobre la piedra. A su lado, descansa Matilda.

El día pasa rápido, anochece. En el cielo aparecen las primeras estrellas. Me imagino a Martina buscando a Venus. Y me quedo así, recostado, con Matilda a mi lado, hasta que mis ojos se cierran.

Refugios

Lucía está nerviosa. Lo noto por su respiración agitada y porque le tiemblan un poco las manos. Está acá, a unos pocos metros, arrodillada, hecha bolita, haciéndose bien chiquita, para que no la vean. Yo también estoy nervioso, pero no lo demuestro. No quiero que se dé cuenta. Tiene sólo cinco años y soy su hermano mayor. Tengo que protegerla. Este es el lugar más seguro de la casa, nuestro refugio. Si algún día pasa algo, acá no los van a encontrar, nos dijo papá.

De vez en cuando nos miramos, pero sin decir nada. No podemos hacer ningún ruido, porque si nos escuchan pueden venir por nosotros. Acá cualquier sonido retumba y nos puede delatar.

Papá construyó el refugio apenas nos mudamos a este departamento. Tapó con unas maderas la habitación de servicio y le hizo una puerta secreta que camufló con el empapelado. Después puso la biblioteca delante, para que pase más desapercibida. Desde lo que les pasó a los primos no podemos correr riesgos, decía.

Escucho gritos, pisadas fuertes. No sé si ya agarraron a los otros, desde acá sólo podemos ver parte del pulmón de manzana a través de un pequeño ventiluz. También escuchamos los ruidos del edificio, que se mezclan un poco con los de la calle. Entonces me acuerdo lo que le dice mamá a Lucía cada vez que la acompaña a dormir: No tenés que tener miedo, hija. Los edificios viejos son como el cuerpo de un abuelo, a cada rato les hace ruido la panza, le crujen los huesos y le funcionan mal los pulmones. El recuerdo de mamá me hace sonreír. También el de Lucía cuando le preguntaba si el edificio se tiraba pedos.

A diferencia de mi hermana yo estoy parado, bien pegado a la pared, detrás de un par de cajas de cartón que huelen a humedad y a polvo. Son cajas en las que papá y mamá guardan fotos y papeles que no quieren que otros vean. Cosas personales, suele decirme papá cuando le pregunto por qué no tira todo esto.

Para calmarme un poco cierro los ojos y respiro. Recuerdo el primer día que invité a mis amigos a este departamento. Wow, es supergrande Juli, me había dicho Nacho mientras se limpiaba el bigote de chocolatada que le había quedado en el labio. Sí, está rebuena, mucho mejor que la otra que estaba más lejos del cole y era más chiquita, comentó Rodri. Cuando terminamos de jugar en la terraza bajamos, pero en medio del camino Nacho se quedó quieto, como si algo lo hubiera detenido de repente. Su mirada estaba fija en la biblioteca. Me puse nervioso, tan nervioso como ahora. Intenté desviar la mirada, para que no se diera cuenta que yo estaba mirando directo al refugio. Después de unos segundos preguntó: ¿Tantos libros leen tus papás? Al escucharlo sentí como el alma me volvía al cuerpo, como suele decir mi abuela. Sí, leen un montón, le contesté un poco nervioso mientras lo agarraba del brazo para que siguiera caminando. Desde que pasó lo de mis primos mi cuerpo está más atento que nunca.

Me tenés que prometer que nunca le vas a contar a nadie sobre este lugar. Ni a tus mejores amigos. No podemos confiar en todos. A veces la gente puede decepcionarte y te traiciona, me dijo papá mientras pintaba el último centímetro de la puerta falsa. Yo lo miré. Estaba transpirado y con manchas de pintura blanca en toda la cara y le dije que sí.

Ahora Lucía gira muy despacio sobre sí, y me mira. Su cara queda iluminada. La luz, mínima, se refleja sobre sus ojos. Me acuerdo de los reflectores del salón de actos del colegio. Me veo en el escenario, vestido de granadero, izando la bandera de papel crepé mientras el sonido de la marcha de San Lorenzo suena en todo el salón, ante la mirada seria de la directora del colegio.

Mi hermana alza la mano y me saluda. Yo, con mi dedo índice en los labios, le indico que se mantenga en silencio. Ella asiente nerviosa. Se oye un ruido, mínimo. Noto que se sobresalta y mi respiración se detiene. No quiero que haga algo que pueda delatarnos. Necesitamos estar en silencio, concentrados para saber si están cerca.

De nuevo me acuerdo de mamá y de su comparación. Escucho un televisor, alguien que habla en voz alta y firme. Son como ecos profundos que parecen salir de las paredes con un sonido ahogado. Creo que son los vecinos de arriba. Después de unos segundos nos damos cuenta de que no estamos en peligro, de que acá seguimos a salvo.