Aquel largo verano - Claudia Cardozo - E-Book

Aquel largo verano E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

HQÑ 361 "Cualquiera de esos hombres te merece mil veces más que yo" Arianna Goodwin es una joven perteneciente a una familia distinguida pero venida a menos que cifra todas sus esperanzas en un matrimonio de conveniencia para conservar su estilo de vida. Ella, sin embargo, sueña con un futuro muy distinto: está enamorada y dispuesta a dejarlo todo para compartir su vida con el hombre que ha elegido. Lucien Wallace es un sirviente más en el hogar de los Goodwin. Ha crecido junto a Arianna y su hermano Alden y se enamoró irremisiblemente de ella desde la primera vez que la vio. No hay nada que anhelen más que compartir sus vidas y están dispuestos a desafiar a quien haga falta para lograrlo. Lo que ninguno puede imaginar es que sus sueños se verán truncados de forma cruel y se encontrarán en una encrucijada: ¿podrán elegir el amor y una vida juntos o se dejarán arrastrar por el horror de un tiempo que amenaza con separarlos para siempre? Una historia de amor inolvidable ambientada en un marco histórico fascinante. - Ambientada en la Era Eduardiana, una época de grandes cambios para la sociedad y la mujer. - Se tratan acontecimientos muy interesantes, como la lucha sufragista, la ascensión del movimiento obrero y la crisis en el parlamento de la época. - Una joven muy de su tiempo, y que pertenece a la aristocracia rural, es utilizada por su familia como moneda de cambio. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, romance… ¡Elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Claudia Fiorella Cardozo

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Aquel largo verano, n.º 361 - junio 2023

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788411419284

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Citas

Primera parte

Segunda parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Tiempos ociosos en los que las mujeres llevaban sombreros propios de los cuadros y no votaban, cuando los ricos no estaban avergonzados de vivir fastuosamente y el sol realmente nunca se ponía sobre la bandera del Imperio británico.

SAMUEL HYNES

 

El mundo estaba viejo y acabado, pero tú y yo éramos alegres.

G.K.CHESTERTON

Primera parte

 

 

 

 

 

Devonshire, 9 de agosto de 1902

 

Aquel día empezó como cualquier otro, y sin embargo no había una sola persona en la mansión de los Goodwin que no supiera que no lo era en absoluto. La emoción se sentía en el aire, en las conversaciones apagadas y en el nerviosismo asentado entre todos y cada uno de los habitantes de la antigua casa enclavada en el condado de Devon.

Arianna Goodwin aguardó a que su doncella la despertara algo más temprano de lo habitual, tal y como le pidió que hiciera la noche anterior. Había prometido a su hermano Alden que darían un paseo por el jardín para mantenerse fuera de la órbita de sus padres, que tenían todo un programa preparado para las celebraciones de aquel día.

Los Goodwin habían invitado a varios de sus vecinos y, aunque tanto Alden como Arianna se verían obligados a reunirse con ellos cuando menos para el té en el jardín y luego durante la cena, ninguno estaba muy tentado a correr tras las faldas de su madre a cada minuto del día para que ella pudiera exhibirlos entre sus conocidos.

De modo que Arianna pidió a su doncella que informara a sus padres de que no podría acompañarlos durante el desayuno porque se encontraba un poco indispuesta y picoteó algunas de las galletas que la joven le subió a escondidas junto con una buena taza de té.

Era una chica estupenda, se dijo Arianna como hacía cada vez que pensaba al respecto. Daisy era sobrina de la cocinera, la señora Dawson, y había ido escalando posiciones en la casa desde el día en que llegó para ocuparse del planchado. Por lo habitual, habría tenido que esperar mucho más tiempo para ocupar un lugar tan importante como el que tenía en ese momento, pero Arianna simpatizó con ella de inmediato y había insistido mucho a su madre para que le permitiera tomarla a su servicio.

El hecho de que Daisy tuviera solo unos cuantos años más que ella había ayudado a que hicieran buenas migas y con frecuencia la veía casi como a una confidente. Daisy conocía buena parte de sus secretos y la trataba en privado con una familiaridad que habría horrorizado a la señora Goodwin. Además, estaba muy al pendiente de la moda y hacía siempre buenas sugerencias para resaltar el atractivo de Arianna. Ella acostumbraba a peinar su largo cabello oscuro en suaves ondas antes de asegurarlo en uno de esos peinados sujetos a la coronilla que empezaban a ser tan habituales en Londres; o al menos eso era lo que comentaba la doncella, que estaba siempre al pendiente de las revistas que llegaban al bazar del pueblo con cierto retraso.

Hacía un par de años que Arianna no pisaba Londres, así que solo le quedaba confiar en los canales de información de la joven, pero la verdad era que, aun cuando lo mismo que a cualquier otra joven de su edad le entusiasmaba la idea de verse bonita y a la moda, en el fondo le preocupaba menos de lo que a su madre le habría gustado.

En opinión de la señora Goodwin, visto que Arianna acababa de cumplir diecisiete años y sería presentada al rey el año siguiente, era inaudito que a veces pareciera tan displicente con su aspecto.

El rey.

Arianna se miró un momento al espejo para comprobar que su sombrero estaba bien sujeto porque, aunque pretendía quitárselo tan pronto como se alejara de la casa, no deseaba ganarse una reprimenda de su madre si se la cruzaba por allí.

Se despidió tras agradecer a Daisy sus cuidados y tomó sus guantes y un libro antes de escabullirse por el pasillo que conducía al primer piso, y con mucho cuidado de mantenerse alejada del comedor para evitar a sus padres. Salió por la entrada que daba al jardín posterior y, una vez allí, apresuró el paso hasta llegar al bosquecillo que limitaba la propiedad de la familia con la de sus vecinos, los Roland, que habían comprado a sus antepasados algunos de los acres que una vez les pertenecieran y de los que estos habían tenido que ir deshaciéndose según sus arcas iban menguando y su mantenimiento les resultó imposible.

Su padre acostumbraba a lamentarse por ello, pero, en opinión de Arianna, había sido sin duda lo más inteligente a hacer. Y, por las charlas que había oído a escondidas entre él y el administrador, era posible que debieran hacer otro tanto pronto. Pero descartó la idea por considerarla deprimente en un día como aquel y procuró concentrarse en lo que cabría esperar de ese momento en adelante en lo que se refería a su propio futuro.

Aún le resultaba difícil hacerse a la idea de la desaparición de la reina Victoria el año anterior y al hecho de que, luego de todas sus décadas al frente del país, ahora contaban con un nuevo rey.

El rey Eduardo había ascendido al trono luego de la muerte de su madre y llevaba todo un año ejerciendo sus funciones, pero una enfermedad le impidió ser coronado en junio, tal y como se había planeado. Ahora, ya repuesto del todo, estaba a punto de ser ungido oficialmente como monarca y no había un rincón del Imperio británico que no se encontrara atento a la ceremonia.

De ahí la fiesta organizada por sus padres. Habría sido inadmisible que una familia tan antigua y con un historial de obediencia al Imperio como los Goodwin no hubiera organizado algo para celebrar el ascenso del nuevo rey.

Arianna dio una mirada alrededor para asegurarse de que se encontraba a solas y levantó un poco sus faldas antes de dejarse caer sobre una roca lisa bajo un castaño. Luego, se despojó del sombrero y parpadeó cuando los rayos del sol le dieron de lleno en el rostro.

Qué sensación tan agradable, se dijo al cerrar los ojos y apoyar las palmas sobre la superficie de la roca, echando el cuerpo hacia atrás con un ademán lánguido; pero apenas habían pasado unos minutos cuando percibió más que oyó la llegada de alguien desde el flanco izquierdo.

Descartó la posibilidad de que pudiera ser Alden casi de inmediato. Su hermano era de movimientos bruscos y tan bulliciosos que su presencia era anunciada incluso antes de que apareciera.

Él, sin embargo…

Arianna entreabrió los ojos y dio una mirada sobre su hombro, sonriendo al encontrarse con un rostro familiar y al que, no tenía sentido negarlo, había estado esperando con ansias. Seguro que a Alden no le gustaría saberlo, pero tampoco la habría culpado: su hermano sabía mejor que nadie lo importante que era para ella.

Mientras Lucien Wallace iba hacia ella, Arianna intentó recordar un momento en que su corazón no pareciera estar a punto de salírsele del pecho cada vez que lo veía, pero no pudo dar con ninguno. Lo hizo incluso cuando se conocieron hacía muchos años y ambos no eran más que unos niños poco conscientes de las diferencias entre ellos. Y aunque esas diferencias no habían hecho más que incrementarse con el tiempo, a Arianna y Lucien aquello no podría haberles interesado menos.

La alta figura se recostó a su lado incluso antes de que Arianna tuviera tiempo de abrir la boca y sus dedos reptaron sobre la hierba para rozar los suyos en una caricia discreta y un poco torpe, pero le bastó con sentir el calor de su piel sobre la suya para saber que él entendería con facilidad todo lo que deseaba expresar con ese toque.

Lucien no la miró, de la misma forma en que tampoco lo hizo ella; ambos mantuvieron la vista fija en la extensa arboleda que se recortaba a lo lejos, mucho más allá de las tierras de los Roland; pero Arianna sintió que nunca había sido más consciente de la presencia de otro ser humano. Aunque Lucien estaba a una distancia que nadie habría podido acusar de poco decorosa, sus dedos aún rozaban los suyos y percibió su respiración acompasada y su aroma a tierra y sudor.

—¿Cómo está tu tío? Hace varios días que no lo veo.

La voz de Arianna se alzó como un suave velo, deslizándose entre ambos con una entonación musical que arrancó al joven a su lado una sonrisa curiosa.

—Tan viejo como siempre, y un poco más gruñón; pero está bien. Me extraña que no lo hayas visto porque ha estado trabajando en el jardín a sol y sombra los últimos días.

Arianna captó un leve matiz de reproche en su voz y apretó los labios, incómoda; pero no dijo nada al respecto. En su lugar, observó a Lucien por el rabillo del ojo y no le sorprendió encontrarse con su semblante pensativo y los ojos velados por esas largas pestañas que ella solo se había atrevido a delinear con los dedos una vez cuando eran pequeños y lo había descubierto dormido en el granero.

Era un muchacho muy apuesto. Tenía un espeso y lustroso cabello castaño que le caía en ondas sobre la frente, y sus pómulos altos y la barbilla pronunciada le conferían un aspecto severo, pero Arianna sabía que esa podía ser una impresión engañosa. Al menos en lo que a ella se refería, Lucien era el joven más encantador con el que había tratado jamás, y si bien a Alden le gustaba decir que él solo se conducía de esa forma con ella y que podía ser tan duro como su aspecto indicaba, Arianna estaba lejos de darle importancia a su opinión.

Para ella, Lucien era maravilloso y a su parecer eso era suficiente.

—Tendremos una cena esta noche; varios de nuestros amigos vendrán para celebrar la coronación.

—Eso mencionó el tío. El pobre estaba desesperado porque temía que sus rosas no fueran a florecer a tiempo, pero tu madre no tiene nada de lo que preocuparse: no le faltará un centro de mesa para el banquete.

Arianna le lanzó una mirada de reojo.

—¿Estás disgustado? —preguntó ella.

—Claro que no.

Él respondió demasiado rápido. Con demasiado énfasis. Qué inocente por su parte pensar que podría engañarla; a ella, que conocía los matices de su voz como nadie y que podía saber con una sola mirada si era feliz o si, como en ese momento, se sentía agobiado por el peso de una vida con la que se encontraba cada vez menos a gusto. En ese momento recordó las palabras de Alden, que decía con frecuencia que cualquier día se darían con la sorpresa de que Lucien se había aburrido de ser tan solo el sobrino del jardinero jefe y que había decidido marcharse para siempre.

Arianna descartó el pensamiento porque la idea de no verlo más le provocó un retortijón en el estómago y procuró imprimir a su voz un tono algo más alegre al retomar la charla.

—Mis padres están muy entusiasmados por la coronación —comentó ella.

—Lo mismo ocurre en el pueblo. No se habla de otra cosa, pero si te soy sincero no deja de parecerme un poco raro. El rey lleva en el trono casi un año; no sé qué diferencia hará la ceremonia.

Arianna parpadeó y ladeó el rostro para mirarlo con una suave sonrisa.

—Bueno, esto lo hará oficial porque será ungido formalmente ante Dios. Es una ceremonia muy importante, una tradición.

—Una tradición —repitió él las palabras con una entonación pensativa—. Ustedes le dan mucha importancia a esas cosas, ¿no? Odiarían que algo cambiara.

«Ustedes».

Arianna se humedeció los labios con la punta de la lengua y emitió un leve suspiro. No era la primera vez que aquel tema salía en una de sus conversaciones y él hacía referencia a ese mundo dividido en que ambos parecían vivir. Con frecuencia le parecía que pese a lo mucho que Lucien la quería, tanto como lo hacía ella, para él, su familia, sus amigos y conocidos, incluso la misma Arianna, no eran más que «ustedes».

—Estás disgustado —insistió ella entonces.

Aunque no lo hizo a propósito, la molestia fue evidente en su voz; tanto que él pareció sorprendido y parpadeó varias veces antes de ponerse de lado para mirarla a los ojos; los suyos eran de un tono precioso de verde, tan oscuros como el fondo del arroyo en que acostumbraban a jugar cuando eran niños. La animosidad había desaparecido de su mirada cuando se dirigió a ella; por un momento fue como si hubiera olvidado con quién se encontraba y qué le había llevado a decir aquellas cosas.

—Lo siento, no sé por qué estoy siendo tan odioso —se disculpó él—. Es que… tuve una discusión un poco tonta con el tío esta mañana. Estaba ayudándolo en el jardín para preparar las flores que enviaría a la casa hoy y él volvió a mencionar que deseaba hablar con tu padre para que empezara a trabajar aquí.

Lucien habló con rapidez y, aunque su mirada permaneció clavada en el rostro de Arianna, fue evidente que hubiera preferido no decir nada, pero a ella todo eso le permitió hacerse una idea de la razón de su fastidio.

—Creí que a estas alturas el viejo Peter ya habría asumido que no tienes ningún interés en hacerte jardinero; solo hay que ver lo mal que se te da podar un rosal. —Ella intentó bromear, pero se puso algo más seria al continuar—: Seguro que dijo cosas que no habría dicho de no encontrarse tan agobiado por el trabajo; ya sabes cómo se pone en ocasiones como esta. Se le pasará pronto.

Lucien sacudió la cabeza de un lado a otro y un grueso mechón de cabello cayó sobre su frente; a Arianna le costó reprimir el impulso de tomarlo entre sus dedos y acariciarlo.

—La verdad es que no es algo que me importe; hace mucho que me hice a la idea de que no podría complacerlo. —Él se encogió de hombros—. Solo me gustaría… Quisiera que confiara un poco más en mí. A veces parece pensar que aún soy un niño y que no podré arreglármelas a menos que haga lo que él espera.

Arianna suspiró y asintió, pesarosa.

Aún recordaba con claridad el día en que su padre anunció durante el desayuno, muchos años atrás, que el señor Riddle, el jardinero, le había comentado que pensaba hacerse cargo del hijo de su hermana, fallecida unos meses después que su esposo. El niño era callado y no daría problemas, aseguró el hombre entonces; además, pensaba instruirlo para que un día ocupara su lugar, así que trabajaría desde muy pronto, lo que terminó por convencer a su padre de no poner pegas a su decisión. Entonces Arianna apenas tenía ocho años y no tenía ni la más remota idea del vuelco que daría su vida y lo que la llegada de ese chico arisco y siempre inconforme significaría en su futuro.

—Dale tiempo —sugirió ella procurando enfocarse en el momento y apartar sus recuerdos—. Ahora que has empezado a valerte por ti mismo, a él no le quedará más opción que reconocer que tienes derecho a seguir tu propio camino.

Lucien esbozó una sonrisa ladeada.

—Dudo que el tío esté de acuerdo contigo —comentó él—. Él piensa que soy un tonto por haberme ofrecido a trabajar para Simmons.

El señor Simmons era el guardabosques de los Roland, y a todos les sorprendió un poco saber que Lucien había decidido ponerse a su servicio cuando este empezó a buscar un ayudante que lo acompañara a hacer las rondas de vigilancia en los terrenos de sus señores, además de mantener custodiada la propiedad. Al padre de Arianna aún le escocía cada vez que alguien hacía referencia a ese asunto porque lo consideraba poco menos que una traición, pero visto que en realidad Lucien jamás había trabajado formalmente para él, no había nada que pudiera decir al respecto sin enemistarse con los vecinos.

—Además, ya sabes que no pienso hacer esto por siempre —continuó él ante su silencio—. Pero la paga es buena y he podido reunir una pequeña cantidad durante estos meses. Creo que en poco tiempo podré contar con los medios para hacer algo más.

Los dedos de Lucien se enroscaron alrededor de los suyos sobre el césped y Arianna se vio aferrándose a ellos con todas sus fuerzas. Sabía lo que a él le habría gustado decir, así como lo que ella hubiera terminado por responder de haber tenido ambos el valor para poner sus pensamientos en palabras.

Ninguno pudo decir nada, sin embargo, porque en ese momento oyeron el sonido de unos pasos arrastrándose por el césped y se soltaron como si se hubieran quemado. Lucien echó el cuerpo hacia atrás para adoptar una postura despreocupada y Arianna se llevó una mano al cabello en un ademán inconsciente.

—¡Ahí estás!

Arianna se decía con frecuencia que era asombrosa la capacidad de su hermano para irrumpir en un lugar y conseguir no solo atraer toda la atención, sino hacer también como si absorbiera la energía del espacio para volcarla luego nuevamente en uno de sus arranques entusiastas.

—Mamá lleva un buen rato buscándote. ¿En verdad pensaste que podrías engañarla con eso de haber amanecido indispuesta? Lucien, ¿sabe ese cascarrabias de Simmons que vienes por aquí a holgazanear cuando deberías estar trabajando?

Pese a la burla soterrada, había una buena cuota de estima en la voz de Alden cuando se dejó caer sobre el césped ante ambos con las piernas cruzadas; su inmaculado traje de tweed no resistiría el oprobio, supuso Arianna, pero sabía que a él eso le importaba más bien poco porque tenía otras decenas como ese y el cuidar de sus posesiones nunca había sido una prioridad para él.

—¿Qué sabes tú de trabajar?

La respuesta de Lucien surgió con la familiaridad esperada, pero Arianna sabía que, de haberse tratado de cualquier otro, él no se habría mostrado igual de comprensivo. Lucien tenía en los alrededores una bien ganada fama de estar siempre poco dispuesto a tolerar mofas o comentarios que pudiera considerar insultantes; aún más, habían llegado a sus oídos algunos chismes respecto a peleas en la taberna del pueblo, pero él siempre restaba importancia a esos asuntos cuando ella lo mencionaba.

—A decir de padre, nada en absoluto. —Alden sonrió con ese tinte un poco infantil que le era tan particular—. Aunque en lo que a mí respecta, pienso que mi vida es una constante fuente de trabajo. ¿Crees acaso que es sencillo ser yo?

Arianna no pudo evitar sonreír ante el tono resignado de su hermano e intercambió una sonrisa con Lucien cuando este se puso de pie y empezó a sacudir los bajos de sus pantalones de faena. Aunque esbelto, tenía una figura de músculos remarcados por el trabajo y se conducía con una elegancia poco propia de otros hombres como él. Todos sus movimientos parecían estar siempre calculados y en cierta forma incluso contenidos; solo con ella se permitía conducirse con absoluta normalidad. A Arianna le gustaba pensar que solo era él mismo cuando se encontraban a solas, tanto como lo era ella cada vez que estaba a su lado.

—No, seguro que no; debe de ser una pesadilla ser tú. —Lucien dio una palmada amistosa al hombro de Alden y lanzó una mirada de reojo a la figura de Arianna—. Tengo que irme; nos veremos pronto.

Ambos hermanos lo vieron marchar con paso resuelto en dirección al bosque hasta que se perdió del todo entre la espesura de la propiedad de los Roland, aunque Arianna no fue capaz de desviar la mirada hasta mucho después.

—Oí decir a mamá el otro día que no entiende por qué padre permite que siga viviendo aquí cuando ahora que trabaja para los Roland le corresponde mudarse a su casa.

La voz de su hermano atrajo su atención y Arianna frunció el ceño al descifrar sus palabras.

—No creo que padre le preste oídos —dijo ella—; sabe que el viejo Peter no resistiría que se fuera. Además, Lucien le ayuda en los jardines, aunque no es su obligación; sería un ingrato si lo echara.

Alden elevó las manos ante él como si pretendiera defenderse.

—Era solo un comentario; no tienes que tomarlo a mal. Después de todo, no recuerdo cuándo fue la última vez que nuestro padre hizo caso a alguna de las ideas de mamá.

Arianna frunció el ceño y dirigió una tensa mirada a su hermano. Aunque él era dos años mayor, siempre había dado la impresión de ser un poco más joven que ella; sus rasgos eran más suaves, sus maneras un tanto más aniñadas y su forma de conducirse…, bueno, a veces parecía como si se negara a crecer, determinado a quedarse en una adolescencia perpetua que le permitía hacer lo que le venía en gana sin hacerse responsable de sus actos. Y pese a todo ello, que volvía loco a su padre y sumía en la frustración a su madre, Arianna lo quería con todo su corazón.

—Eso espero —dijo ella en tono seco al cabo de un rato en silencio—. ¿Te dio mamá algún mensaje para mí?

Alden sacudió la cabeza de un lado a otro en un ademán divertido. Su corto cabello oscuro destelló bajo la luz del sol y sus labios delgados se estiraron para formar una amplia sonrisa.

—¿Además de exigir que volvieras a casa inmediatamente, te probaras el vestido que usarás en la cena y practiques un rato al piano para deslumbrar a nuestros invitados? —se preguntó él en tono socarrón—. No, nada en absoluto.

Arianna sonrió.

—Qué alivio —dijo ella tras encogerse de hombros—. Supongo que eso nos dará tiempo de dar un paseo.

Alden se incorporó con esa confiada soltura tan propia de él y extendió una mano para ayudarla a ponerse de pie. Arianna enlazó un brazo con el suyo y sostuvo su sombrero con ademán descuidado, arrastrándolo por el césped; siguió a su hermano en dirección opuesta a la casa, lejos de los lindes de la propiedad de los Roland, pero su mirada se vio atraída con frecuencia hacia allí.

Estaba segura de que, en algún lugar, entre la espesura del bosque, Lucien debía de estar haciendo lo mismo.

 

 

La reunión organizada por la señora Goodwin resultó ser el éxito que había esperado y Arianna tuvo que reconocer que, aun cuando su madre no era una mujer particularmente animosa o encantadora, había pocas anfitrionas tan capaces como ella.

Los invitados alabaron la música surgida del gramófono, que era una de las posesiones favoritas de su padre, y no hubo más que alabanzas para la comida que se sirvió durante el día, tanto en la reunión en el jardín como en la cena. Los arreglos florales se llevaron también varios halagos y Arianna se prometió que se lo haría saber al viejo Peter tan pronto como lo viera; luego de su discusión con Lucien, al jardinero le vendría bien recibir unas cuantas palabras amables.

Desde luego, la señora Goodwin se había esmerado por invitar a tantos conocidos como le fue posible, aunque, para su malestar, varios de sus vecinos más ilustres habían viajado a Londres para estar presentes en la celebración.

El padre de Arianna tenía un título de baronet, pero ni era antiguo ni fue cedido en su momento por ninguna clase de acción heroica de sus antepasados, así que, aun cuando se veía muy bien en las tarjetas de visita, estaba lejos de situarlo entre lo más destacado de la aristocracia. De ahí que ni siquiera consideraran hacer el viaje a Londres, aunque como todos sabían, si bien nadie se atrevió a mencionarlo, el gasto habría sido demasiado para sus exiguas arcas incluso de haberlo deseado. El señor Goodwin aún se quejaba a media voz de lo mucho que les costaría viajar el año siguiente para la presentación de Arianna en la corte.

Aun así, las importantes ausencias no impidieron que su madre armara una lista significativa de invitados. Estaban los Roland, desde luego, con su hija Elizabeth y sus hijos George y Matthew, que eran muy cercanos a ella y Alden tanto en edad como en carácter. Los Richmond llegaron poco después del mediodía en ese automóvil diabólico que el viejo vizconde se obstinaba en conducir, aunque ya había provocado más de un aparatoso accidente, y a ellos se sumaron una docena más de vecinos y amigos que, por una causa u otra, habían preferido permanecer en el campo y seguir las novedades de la coronación a distancia.

Cuando llegó la hora estimada para la ceremonia, el señor Goodwin elevó su copa en el jardín y arengó a los demás para brindar en nombre del rey Eduardo. Poco después, cuando la noche estaba al caer, invitó a todos a entrar a la casa para refrescarse para la cena y Arianna dio gusto a su madre tocando al piano acompañada por la hermosa voz de barítono de Alden que, cuando quería y le convenía, podía ser el hijo más obediente y encantador de todos.

Las horas pasaron con la lánguida lentitud que Arianna relacionaba con esa clase de veladas, aunque hubiera sido una hipocresía por su parte no reconocer que disfrutó de la atención de sus amigos y de sus preguntas respecto a lo que esperaba de su próximo cumpleaños, para el que faltaban apenas un par de meses. Ella respondió que no pensaba hacer ninguna celebración en especial porque, tal y como se apresuró a intervenir su madre, toda su atención estaba puesta en su presentación en sociedad; aunque, desde luego, organizarían algo para compartir con sus amigos.

Arianna se contentó con asentir a todo, tal y como esperaba su madre que hiciera, y permaneció atenta hasta que la cena terminó y algunos invitados empezaron a marcharse. Los despidió junto a sus padres y oyó los halagos de los jóvenes Roland, que no aceptaron irse hasta que ella y Alden prometieron que irían al día siguiente a su casa para participar en la cacería que habían organizado para continuar con los festejos por la coronación.

Cuando solo quedaban unos cuántos rezagados, todos ellos amigos cercanos de sus padres, y con quienes permanecieron en el salón hablando y bebiendo ante las mesas de juego dispuestas para entretenerse hasta que decidieran marcharse también, Arianna se excusó con un punzante dolor de cabeza, pero aun cuando en otras circunstancias su madre la hubiera regañado por ello, en ese momento estaba tan embebida en la charla que cuando más la despidió con un gesto distraído.

Al buscar con la mirada a su hermano, descubrió que él también estaba entretenido, aunque en su caso se debía a que intentaba convencer a uno de sus amigos para meterse en algún tipo de problema.

Típico de Alden, se dijo ella al abandonar el salón con paso tranquilo. Con seguridad, se enterarían pronto de lo que estuviera tramando, aunque lo más seguro era que entonces fuera muy tarde para evitar que ocasionara un desastre.

Sin embargo, ella no permitió que lo poco alegre de sus pensamientos la distrajera de lo que planeaba hacer desde el momento en que empezó la reunión. Lo deseaba demasiado y su corazón empezó a latir con rapidez al cruzarse con uno de los lacayos y hacerle un gesto ambiguo mientras se dirigía al piso en que se encontraban sus habitaciones. Tan pronto como llegó allí, no obstante, abandonó su expresión despreocupada y frunció el ceño, mordiéndose los labios en ademán nervioso.

Dio un quiebre al corredor que conducía a esa ala de la casa y desanduvo sus pasos para internarse en la galería de pinturas desde la cual se accedía a una estrecha escalera que llevaba nuevamente al piso inferior. Ese acceso la dejó en el saloncito familiar donde solían reunirse en privado cuando no contaban con invitados y desde allí pudo atravesar las puertas acristaladas que conducían a un sendero estrecho en la parte posterior de la mansión.

Hizo el camino en silencio y con las manos alrededor de sus hombros desnudos. Su madre había insistido en que usara ese vestido de escote bajo y de un tono de rosa que ella jamás habría elegido, pero que, no tenía sentido negarlo, le sentaba estupendamente. Las amplias mangas caían alrededor de sus brazos delgados hasta las muñecas como un traje del renacimiento y sentía la pesada falda ajustada a sus piernas por encima de las enaguas y el rígido corsé.

Una vez que se alejó de la mansión, distinguió una luz titilante en la casa del jardinero y anduvo un poco encorvada por si al viejo Peter se le ocurría asomarse a la ventana. Dio un rodeo hasta que la construcción desapareció tras ella y no se detuvo hasta llegar al viejo cobertizo adosado al establo; el pequeño edificio parecía encontrarse del todo a oscuras, pero hubiera podido jurar que vio el resplandor de un lamparín en su interior una vez que se acercó a la puerta entreabierta.

No dudó al poner una mano en la hoja y empujar con suavidad, cerrando tras ella una vez que se encontró en su interior.

Parpadeó un par de veces para acostumbrar su vista a la semioscuridad porque, tal y como había supuesto, sí que había una lámpara encendida en lo alto del techo abovedado; pero la luz era muy tenue y le costó distinguir la figura que se dirigió hacia ella tan pronto como la vio aparecer. Cuando lo hizo, no dudó en ir hacia él y, de pronto, se vio rodeada por unos brazos fuertes; su rostro se acurrucó sobre un pecho firme y posó sus manos sobre sus antebrazos con un suspiro.

—Debí enviarte una nota, pero mamá ha estado todo el día sobre mí y no hubo forma de que pudiera pedírselo a Daisy.

Ella habló en voz tan baja que le pareció un milagro que él fuera capaz de entenderla; pero supo que así había sido porque lo oyó aspirar al tiempo que sus dedos se encajaban en su espalda.

—No hacía falta. Sabía que vendrías.

Arianna sonrió y se alejó lo suficiente para recorrer el rostro de Lucien con ojos codiciosos. A veces le parecía que podría verlo durante cada segundo de su vida y nunca tendría suficiente de él.

—Claro que lo sabías —susurró ella, que pareció encantada con la idea—. ¿Has esperado mucho?

—No, apenas unos minutos; Simmons insistió en que lo acompañara a dar una última vuelta por los terrenos.

—¿Y has hablado con tu tío?

—Todavía no. Ni siquiera he ido a la casa; quería verte primero.

Arianna entreabrió los labios de forma instintiva cuando Lucien bajó el rostro hacia ella. Su voz había adquirido un matiz áspero que le provocó un escalofrío de expectación; le ocurría siempre que él la miraba de esa forma, como si no hubiera nada en el mundo que amara más.

Él la besó y ella recordó lo mucho que le había sorprendido la primera vez que lo hizo. De eso había pasado una eternidad y, aunque entonces se sintió muy torpe e insegura respecto a qué hacer, él se había mostrado paciente y tan considerado que no le costó ponerse a la par una vez que dejó de lado sus inhibiciones.

Lucien parecía saber siempre qué hacer para arrancarle un suspiro tras otro y dejarla reducida a un puñado de miembros temblorosos y piel ardiente. Su lengua buscaba con apremio la suya y Arianna solo atinaba a cerrar los ojos y abandonarse a todas esas sensaciones que siempre parecían sobrepasarla y dejarla al borde de un abismo al que hubiera saltado con gusto si Lucien no la hubiera sujetado una y otra vez.

Como ocurría casi siempre, fue él quien se separó entonces, abandonando su boca para posar sus labios sobre su frente. Su respiración surgía agitada de su pecho y mantenía sus manos firmemente asidas alrededor de su cintura; sus cuerpos adheridos el uno al otro.

—Te he extrañado tanto.

Oyó la risa surgir del pecho de Lucien y el sonido reverberó entre ambos; Ariana habría deseado sujetarlo entre los dedos y llevarlo a su interior para atesorarlo por siempre. Tenía una risa preciosa, pero era poco habitual que riera en público; con ella, sin embargo, lo hacía todo el tiempo y eso le hacía sentir ridículamente importante.

—¿No hablamos esta mañana? —preguntó él.

Ella sacudió la cabeza de un lado a otro y elevó el rostro para buscar sus ojos.

—No así —respondió sin vacilar—. Cuando no puedo tocarte…

—Lo sé.

Lucien tiró de ella para que se sentara a su lado sobre un estrecho banco que olía un poco a serrín y a la cera que las doncellas usaban para lustrar los pisos, pero a ella no le importó; se hubiera lanzado con gusto sobre un cubo repleto de todo eso con tal de permanecer a su lado.

—¿Cómo ha ido la fiesta?

Arianna parpadeó y se encogió de hombros en un ademán despreocupado.

—Bien. Todos parecieron divertirse mucho —respondió ella.

Él le dirigió una penetrante mirada.

—¿También tú?

—Algo. En especial cuando mamá no me alentaba a tocar.

Ella dejó de sonreír cuando se topó con su semblante serio.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Nada. Es solo que no puedo evitar preguntarme si no estaré siendo muy egoísta.

—¿A qué te refieres?

Lucien tomó sus manos entre las suyas y buscó su mirada.

—Pareces ser tan feliz aquí —dijo él—. No puedo imaginarte en ningún otro lugar o viéndote de otra forma a como lo haces ahora. Hermosa. Perfecta.

—Lucien…

—Sé que te he dicho con frecuencia que quiero que vengas conmigo cuando esté listo para marcharme, pero ¿podrás hacerlo realmente? ¿Cómo puedo pedirte que dejes todo lo que tienes para ir a solo Dios sabe dónde? No sé si habrá fiestas allí, si podrás usar esta clase de vestidos, disfrutar de todos esos halagos…

Arianna exhaló un hondo suspiro y apretó sus dedos; sintió su piel áspera contra la suya más suave, pero no fue una sensación desagradable en absoluto. Al contrario, habría deseado apoyar la mejilla contra esa mano agrietada y cubrirla de besos; pero no lo hizo entonces porque era importante que él la mirara a los ojos cuando dijera lo que pensaba.

—¿Es que no te has dado cuenta aún? —preguntó ella—. Si te parezco feliz ahora es porque estoy contigo, y si crees que este es el lugar al que pertenezco es porque tú también estás aquí. Si tú no estuvieras… Lucien, todo lo que ves en mí, esta persona a la que quieres…, no sería yo misma de no ser por ti. Nunca dudes de eso.

—Pero…

Ella llevó sus manos enlazadas a sus labios y un brillo peligroso asomó a sus ojos grises en señal de advertencia.

—Pero nada. —Arianna zanjó la discusión con un gesto firme—. Me iré contigo cuando llegue el momento; ya te lo he prometido. Solo tienes que decirme cuándo.

Él pareció a punto de discutir, pero entonces, rendido, esbozó una suave sonrisa y el vaho de su aliento se coló entre sus dedos; ella le devolvió la sonrisa y apoyó el mentón sobre su hombro.

—Ahora cuéntame cómo ha ido tu día —pidió ella.

Lucien pasó un brazo sobre sus hombros y Arianna cerró los ojos, dejándose arrullar por la cadencia de su voz y el ritmo acompasado de su corazón. Como había ocurrido muchas veces antes, permanecieron así durante horas hasta que ella tuvo que excusarse para volver a casa, pero incluso entonces, luego de que lo dejara atrás en tanto Lucien la observaba desde las sombras, le pareció que dejaba una parte de ella con él.

 

 

Aunque Arianna se había mostrado muy entusiasta con la idea de asistir a la cacería de los Roland, la verdad era que nada la tentaba menos.

Odiaba cazar; le parecía un deporte cruel y un poco tonto. ¿Todo un grupo de jinetes rigurosamente compuestos yendo tras un animal que no les había hecho nada con el único fin de exhibirlo luego como un trofeo?

Pero Alden había insistido en que fuera con él y le bastó con ver la mirada de advertencia en el rostro de su madre cuando ella deslizó la posibilidad de excusar su asistencia para saber que no le quedaba otra salida que ir. Se prometió, no obstante, que tal y como hacía siempre en esas ocasiones, se las arreglaría para permanecer a la zaga y volver a la primera oportunidad.

Su hermano aguardó a que se reuniera con ella en la entrada junto a sus monturas y Arianna no pudo evitar sonreír al verlo ufanarse de su espléndido aspecto. En verdad se veía extraordinario, tuvo que reconocer ella cuando le ayudó a subir a la silla y maniobró con las faldas del traje de montar para poner luego al caballo en camino. Con su chaqueta oscura y ajustada a su esbelta figura y los pantalones blancos rematados en altas botas se veía como todo un caballero.

Le bastó con toparse con su sonrisa traviesa cuando la retó a una carrera hasta llegar a la propiedad de los Roland, sin embargo, para resignarse a la idea de que en el fondo no era más que un tunante, desde luego, pero lo quería mucho como para que ello le impidiera disfrutar de su compañía.

A diferencia del profundo desagrado que despertaba en ella el acto de cazar, había pocas cosas que disfrutara en el mundo más que montar. Le encantaba sentir el roce del viento contra sus mejillas cuando iba al galope y, aunque a su madre le habría horrorizado saberlo, era consciente de que era mucho mejor amazona que la mayor parte de sus amigas, tanto que en más de una ocasión había convencido a su hermano de que le permitiera montar a horcajadas cuando estaban fuera de la vista de sus padres. Hacerlo de lado le resultaba de lo más incómodo, aunque tenía que reconocer que el efecto en sí era bastante atractivo.

Aminoró el paso al distinguir a un grupo de jinetes reunidos cerca de un matorral y elevó una mano para saludar a los jóvenes Roland al tiempo que procuraba recuperar el aliento y acomodaba la redecilla de su sombrero para que no le impidiera la visión.

George, el menor de los Roland, se acercó a ellos de inmediato y alabó su aspecto antes de reclamarla como su compañera durante la cacería. Cuando su hermano Matthew cabalgó hasta ellos poco después, fue evidente que resintió que el más joven se le hubiera adelantado, pero Arianna tan solo sonrió e hizo un gesto vago para dar a entender que le daba más bien igual.

Eran chicos muy amables, ambos, pero ninguno le inspiraba nada que no fuera una simpatía distante rayana en la indiferencia. Había crecido cerca de ellos, lo mismo que de su hermana Elizabeth, pero le costaba sentirse del todo en confianza a su lado. Quizá aquello se debiera a que en cierta forma los veía como una extensión de ese mundo que parecía cercarse siempre a su alrededor y que la mantenía presa de sus convencionalismos y sus normas, marcando una odiosa distancia entre ella y Lucien. Una distancia que estaba segura no existiría en otro lugar u otro tiempo.

Como si lo hubiese invocado, sintió su presencia tras ella poco después. Para entonces, ella y Alden ya se habían unido al grupo y aguardaban en tanto se culminaban los últimos preparativos; unos cuantos sirvientes pululaban a su alrededor para asegurarse de que tenían todo lo que necesitaban y un lacayo ofrecía bebidas sobre una bandeja de plata que Alden ya se había ocupado de atender.

Era posible que nadie más lo hubiera notado, se dijo Arianna al reparar en esa mirada ardiente que parecía clavada en su rostro. Al final, logró reunir el valor para buscarlo con los ojos entornados y lo encontró unos metros más allá bajo un árbol alto y tupido; él tenía un hombro apoyado contra su tronco nudoso y los brazos cruzados a la altura del pecho.

Su madre había comentado una vez que el viejo Peter debía corregir a su sobrino sobre esa forma tan descarada que tenía de mirar, y aunque a ella eso siempre le había parecido una tontería nacida de la convicción de su madre de que nadie a quien considerara inferior tenía derecho a mirarla con nada que no fuera un temor servil, en ese momento, cuando menos, debió reconocer que Lucien estaba pecando de indiscreto.

No había otra forma de llamar al hecho de que la observara con tal intensidad en medio de un grupo de personas que, de haber reparado en ello, habrían encontrado inaudito que un sirviente se condujera de esa forma. Sus ojos recorrieron su rostro con lentitud y Arianna sintió su piel arder bajo su mirada hasta que estuvo a punto de caer de la montura por la impresión y, cuando el joven George reparó en su turbación, debió de achacarla al calor y al tiempo de espera. Como se trataba de un verano más intenso de lo habitual, el muchacho pareció tomar sus palabras por ciertas y la invitó a seguirlo bajo un toldo que habían dispuesto para tomar un refrigerio cuando terminaran con la cacería.

Arianna aceptó porque de pronto le pareció que tenía que marcharse de allí, alejarse de Lucien, o haría alguna tontería como bajar de su caballo y correr hacia él para lanzarse a sus brazos. Ella no podía ponerse en evidencia de esa forma, no cuando aún no tenía idea de cómo llevarían a la práctica ese loco sueño de vivir juntos por siempre.

Sintió la mirada de Lucien asentada en su espalda incluso cuando se perdió entre el follaje y, poco después, al oír el sonido del cuerno que daba inicio a la cacería y buscarlo discretamente con la mirada, no le extrañó ver que había desaparecido. Sin embargo, su intuición le dijo que él debía de encontrarse aún por allí, de vuelta a sus labores a solas o en compañía del viejo Simmons, y que eso no le impediría mantenerse atento a sus movimientos. Rogó porque no cometiera ninguna locura, como acercarse a ella en medio de todas esas personas, porque dudaba de que fuera capaz de conservar la cordura por ambos durante más tiempo.

 

 

Luego de aquello, Arianna no volvió a ver a Lucien hasta unos días después; estaba convencida de que la evitaba porque no encontraba otra explicación al hecho de que hubiera pasado por varios de sus puntos de encuentro habituales, como el claro en el bosque y el cobertizo, y él no se encontrara allí ni una vez. Eso no era nada común. Hasta entonces, Lucien siempre parecía saber que ella había ido en su busca y, si no tenían oportunidad de encontrarse, él se las arreglaba para estar allí en la siguiente ocasión.

Era posible que las cosas hubieran continuado de la misma forma por un periodo de tiempo indeterminado de no ser porque, una tarde en que ella se encontraba leyendo en la biblioteca poco antes de reunirse con sus padres y Alden para tomar el té, oyó el ruido de pasos acercándose por el corredor y se puso inmediatamente en alerta.

Habría reconocido esos pasos en cualquier parte.

Lucien apareció con un hato de flores y follaje entre los brazos que dejó caer sobre un aparador con pocas ceremonias. Iba cabizbajo y pensativo y por ello no pareció reparar en su presencia hasta que ella abandonó el diván en el que se encontraba recostada y fue hacia él con una sonrisa que se esfumó tan pronto como se topó con su expresión hosca.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

Él empezó a sacudir la cabeza de un lado a otro, pero Arianna se le adelantó antes de que tuviera tiempo de negarlo, como no dudaba que hubiera hecho de haber podido.

—No te he visto en toda la semana; siento que has estado evitándome —espetó ella sin vacilar—. ¿Por qué?

—Estás equivocada.

Arianna resopló y, tras asegurarse de que la puerta se encontraba entornada, posó una mano sobre su brazo y buscó su mirada.

—No, no lo estoy —negó ella—. Te conozco y sé que hay algo que te molesta; y no me digas que se trata de tu tío porque sé que esta vez es por mí. Es por lo de la cacería, ¿no? No te gustó que te ignorara de la forma en que lo hice. —Lucien llevaba los puños de la camisa remangados y ella clavó sus dedos sobre su piel en un ademán desesperado—. No tenía otra alternativa. No podía acercarme como hubiera querido, todos me hubieran visto…

Lucien suspiró y lo vio apretar los labios en un ademán de furia contenida.

—¿No lo entiendes? Se trata precisamente de eso —dijo él al fin, sin hacer ademán de alejarse; por el contrario, inclinó el rostro hacia ella hasta que sus labios casi se tocaron—. ¿Sabes lo que siento al ver la forma en que todos te miran? ¿Que cualquiera de ellos pueda admirarte y hablarte con la esperanza de…? ¿Y que yo no pueda hacer nada? No puedes imaginar cuántas veces he estado a punto de acercarme y exigirles que se aparten de ti porque eres mía, pero entonces recuerdo que eso no es cierto, y que, aunque me pese reconocerlo, cualquiera de esos hombres te merece mil veces más que yo.

—No digas eso.

—¿Por qué no? ¿Acaso no es la verdad? —replicó él—. Lo piensan todos ellos, igual que tus padres, y si tuvieras un ápice de sentido común lo pensarías tú también.

Lucien dijo aquello último con la respiración contenida y una expresión de furia casi palpable, pero Arianna no permitió que su actitud la amedrentara. No era una conversación que no hubiesen tenido antes, aunque esa era la primera vez que lo veía perder el control de esa forma. Hasta entonces, siempre había parecido tan seguro de sí mismo y de lo que deseaba para ambos que le rompió un poco el corazón verlo así.

Por eso, no dudó al tomar su rostro entre las manos y hablar con una seguridad que, en verdad, estaba lejos de sentir. Porque ella también tenía dudas y temía por lo que el destino les tuviera deparado; se preguntaba si serían capaces de echar abajo todas esas barreras que los separaban, pero por encima de todo ello se encontraba el amor absoluto que sentía por él y fue precisamente eso lo que le dio las fuerzas para fingir.

—No me interesa lo que puedan pensar ellos, y a ti tampoco debería importarte —negó ella—. Porque te quiero y sé que tú me quieres también. ¿Crees que encuentro algún placer en tratar con toda aquella gente si no estás tú conmigo? ¿No sabes que paso cada minuto del día preguntándome dónde estás? ¿Que haría cualquier cosa para que podamos estar juntos por siempre? Lucien, no dudes ahora porque, si lo haces, entonces yo no sabré qué hacer. Si te rindes…

Él apresó sus manos con las suyas y se las llevó a los labios en un ademán cargado de pasión que debilitó sus rodillas e hizo aflorar unas cuantas lágrimas a sus ojos.

—No dudo; jamás podría dudar de lo que siento por ti —aseguró él—. Pero a veces… Es solo que, al verte allí, tan bella y feliz…, nunca me había sentido tan lejos de ti.

—Nunca podrías estar lejos de mí, Lucien; estás conmigo incluso cuando no te veo, a cada segundo.

Lucien suspiró y asintió un par de veces antes de reclamar sus labios con un ardor que le habría asustado en otras circunstancias, en especial por el lugar en que se encontraban; él nunca se había atrevido a besarla dentro de la casa, pero parecía haber abandonado cualquier atisbo de prudencia y a Arianna le alegró que así fuera.

Ella tampoco podía ni deseaba pensar. Solo lo quería a él; a él y esa pasión que le recordaba una y otra vez que la quería por encima de todo, incluso de sus miedos y de la oscuridad que parecía cernirse sobre ellos a cada momento.

Mientras correspondía a sus besos, permitiéndole explorar en el interior de su boca en tanto sus manos recorrían cada centímetro de piel a la vista en un arranque desesperado que parecía tener por objetivo marcarla para siempre, se dijo que haría lo que fuera por desterrar cualquier duda que pudiera albergar.

De no haberse encontrado tan concentrada en Lucien, sin embargo, habría oído el sonido de la puerta al abrirse, así como los pasos amortiguados por la alfombra que se detuvieron de golpe y se perdieron poco después por el corredor.

 

 

Arianna siempre recordaría aquellas semanas en la campiña como el último verano en que fue realmente feliz. Los días se sucedieron el uno al otro en una seguidilla cadenciosa y lánguida; interminables mañanas en las que pasaba las horas correteando por el campo en compañía de Alden y, a veces, también de los Roland y algunos de sus amigos que iban de visita para quedarse algún fin de semana en la mansión.

Las tardes le pertenecían por completo a su madre, que había asumido la responsabilidad de organizar una presentación en la corte para Arianna con la tenacidad propia de un general a punto de entrar en batalla.

Vivian Goodwin fue una belleza en su tiempo; había quienes consideraban que aún lo era, aunque el paso de los años y su carácter más bien álgido y poco presto a las alegrías le habían pasado factura. Era extraño verla sonreír; su rostro parecía sumido en una permanente expresión desdeñosa y reprobadora que hacía temblar a los sirvientes y repelía un poco a quienes la rodeaban, incluso su propia familia.

Y a pesar de ello, tanto Alden como Arianna la querían sinceramente y ella no dudó en aceptar todos y cada uno de sus sermones respecto a lo que habría de esperarse de ella una vez que fueran a Londres. En el fondo, se sentía culpable porque sabía que nunca podría complacer a su madre y que, visto lo que planeaba para su futuro a sus espaldas, era poco probable que tuviera oportunidad de llevar a la práctica sus enseñanzas.

Ella se marcharía con Lucien antes de su presentación, o tal vez poco después; en realidad daba igual. Lo importante era que nunca se plegaría a sus exigencias de conseguir un marido apropiado, como llamaba ella a los caballeros cuyo interés confiaba en atraer. A falta de dinero que asegurara una buena dote, la señora Goodwin estaba convencida de que la belleza y el encanto de Arianna tendrían que ser suficientes.

Pero no habría nunca un rico pretendiente en el horizonte ni un matrimonio con algún miembro de la nobleza. Arianna se casaría por amor, eso ya lo tenía decidido, así como el hombre con el que habría de dar ese paso; solo lamentaba que su madre jamás pudiera entenderlo.

De modo que tan solo le quedaban las noches para ver a Lucien. Cada día, después de la cena, y enredándose en mil y una excusas a las que sus padres no prestaban mayor atención, se retiraba algo más temprano que los demás y luego se escabullía fuera de la casa para encontrarse con él en el cobertizo o en cualquier otro lugar de la propiedad que les confiriera cierta intimidad.

Entonces hablaban durante horas, se besaban hasta la extenuación y permitía que la tocara como no lo había hecho nadie jamás. Ella no hubiera dudado en entregarse a él en muchas de esas ocasiones; se lo había pedido entre suspiros y ruegos cada vez que Lucien la llevaba más allá de la razón, pero él siempre parecía encontrar las fuerzas para detenerse justo cuando estaba a punto de abandonar cualquier rastro de cordura.

Entonces la besaba con dulzura, la miraba como si fuera lo más precioso del mundo y prometía que ya tendrían tiempo para eso porque no deseaba que su primera vez juntos fuera un acto furtivo y con prisas; que ella merecía mucho más que eso y que él no descansaría hasta dárselo.

Arianna lo entendía, desde luego, y en el fondo apreciaba que mostrara esa consideración; había oído tantas historias de hombres que no habían dudado en tomar lo que las jóvenes les ofrecían en un arrebato de pasión sin pensar en las consecuencias que sabía que era afortunada. Y, sin embargo, cuando volvía a casa y se metía en la cama, no podía evitar pensar que le habría gustado que él se dejara llevar cuando menos una sola vez. Se rozaba los labios que Lucien había besado y llevaba sus manos a su pecho, preguntándose lo que sentiría cuando pudiera pertenecerle por completo.

El verano estaba cerca de terminar cuando, durante uno de esos desayunos cargados de silencios y conversaciones vacías a las que estaba acostumbrada, se sorprendió al oír la voz de su padre dirigiéndose a ella.

No era habitual que el señor Goodwin prestara mucha atención a su hija salvo para asegurarse de que se veía y conducía tal y como esperaba gracias a las rígidas enseñanzas de su esposa. Por lo demás, la trataba como si fuera un elemento decorativo más de la mansión y cifraba la mayor parte de sus esfuerzos en procurar enderezar a su frívolo y despreocupado hijo mayor, aunque, como todos en la familia sabían, esa era una labor más bien inútil.

—La casa de Londres está lista para nuestra llegada y creo, Arianna, que lo mejor será que adelantemos el viaje para llegar poco antes de que empiece la temporada.