Aquí asaltan - Sergio Zurita - E-Book

Aquí asaltan E-Book

Sergio Zurita

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Beschreibung

Canciones de rock & roll, una afición antigua por los cómics, una avalancha de juguete, Bruce Springsteen y una instructora de baile son algunos de los objetos y personajes que conforman las viñetas, los relatos, las estampas a través de los cuales Sergio Zurita se narra a sí mismo, a sus afectos y sus recuerdos. Esta compilación de textos breves, que atraviesa la frontera de la ficción y se interna en la realidad va de la autobiografía al testimonio, construye un retrato íntimo donde se reúnen los anhelos infantiles, la curiosidad adolescente y la cruda madurez de la vida.

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Cuentos

Se solicita instructor(a) de baile

Una pequeña venganza

El grito de Mildred

Por qué no he escrito. Una explicación

El güero que se ganó el Nobel

A las puertas de los ángeles caídos

Bob Dylan redeems all and everywhere

Bob Dylan en Parque Lira

Dylan en Zacatecas

Belleza y locura: Bob Dylan en Monterrey

Se acabó la soledad

Mi madre, Bruce Springsteen y la Tierra Prometida

Springsteen despide a Prince

Descansa en paz, dulce Prince

Unas piedras en el camino: Los Rolling Stones siguen siendo los reyes

«El futuro es milenario»: Jaime López y la conciencia cultural

Hervé Pompeyo en el Tren del Misterio

Sinceramente, Leonard Cohen

Las canciones se reproducen

Phil Spector: el lado luminoso

El guitarrista arqueólogo

Santana en León: el amargo despertar del rock

Léase antes de ver a The Who

Bob Dylan, el Nobel y el tren que no se detiene

Chelsea Hotel #3

Poemas obscenos (con tres interruptus)

A una boca

Viva la hueva

Oda a Beyoncé

Sentida carta a Scarlett Johansson

Amar Nueva Orleans

Sentida carta a Eva Mendes

Quién es José Tomás

Oda a Gal Gadot

La dulce munición del blando sueño

Quince años no es nada

Shakespeare, rey de un espacio infinito

En la mente de Edie Sedgwick

Encuentros con José Joaquín Blanco

Veinte años de El miedo a los animales

Contra el Día Mundial del Teatro

Cuadros para una narración

Aquí asaltan

La puta Avalancha

El peor día de mi vida

El rey vaquero

Mexico 86: Mis días de odio

Yendo al teatro solo

¡Viva el circo con animales!

Mi abuelito Pablo

La gata blanca

El asador de salchichas

Mis días de pornógrafo

Un libro de hipnosis

«¡Chingas a tu madre, Zurita!»

La tarde de los cómics

El guapo imaginario

La operado-ra

Habitantes de la luna

La tarde de los pellizcos

El vendedor más chico del mundo

Un amigo

Una historia cruel

Mi año en Carpintería

En busca de Bukowski

A Sara Danius. Just Like a Woman

Cuentos

Se solicita instructor(a) de baile

Se solicita instructor(a) de baile.

Eso decía el anuncio en la calle. Para ilustrarlo, las siluetas de un hombre y una mujer haciendo algo que yo nunca había podido hacer: bailar. Bailo mal, pero ése no es el problema. Hay gente que baila muy mal y lo hace de todas formas. Y hasta lo disfruta.

Ver esas siluetas alejadas una de la otra, pero tomadas de la mano y la leyenda: Se solicita instructor(a) de baile, me hizo llorar y no sabía por qué. Tal vez era porque cada día me volvía más ermitaño. A veces pensaba que un día se me iba a olvidar cómo se habla con la gente. Lo irónico es que cobraba por hablar: tenía un programa de radio y podía hablar durante una hora sin problema. Pero en cuanto el programa terminaba, mi capacidad de hablar disminuía hasta alcanzar un grado de torpeza que a veces me daba miedo.

Había un vacío emocional en la vida que llevaba. Eso era un hecho. Disfrutaba mucho estar solo, pero a veces la soledad se transformaba en una serpiente que mordía. Mordía y no soltaba. Aquel vacío se sentía en el pecho y en la boca del estómago. Era algo que se notaba por ausencia, como un miembro amputado.

Al ver el anuncio, supe que el vacío se podía llenar con algo que estaba en ese cartel donde solicitaban un instructor de baile. Llegué a mi casa, me quité la camisa y me quedé mirándome el torso desnudo frente a un espejo. Si algún día me hago un tatuaje, va a ser el de esas dos siluetas bailando, pensé. Luego la soledad mordió con demasiada fuerza.

Regresé a la calle del anuncio y copié el teléfono que traía. Hice un esfuerzo enorme por vencer el miedo de hablar y lo marqué. Del otro lado de la línea se escuchó una voz femenina. Una mujer de unos cincuenta años, calculé. Le dije que hablaba por lo del anuncio. Que yo era instructor de baile. De bailes de salón, para ser exactos, y que mi especialidad era el tango. Hicimos una cita para el día siguiente.

La vi llegar a la cafetería donde quedamos de vernos. Supe que era ella porque parecía bailarina. Tenía el cabello casi totalmente blanco, con la elegancia de la nieve recién caída, pero su rostro era cálido. Una mujer adorable, pensé. La vi sentarse y pedir un té mientras me esperaba. Su teléfono celular sonó y al contestarlo vi que en uno de los dedos llevaba un anillo que asemejaba una serpiente.

Creo que si no hubiera visto ese anillo no me habría atrevido a hablarle. La saludé, le dije que yo era yo y ella me dijo su nombre, que no era Soledad sino Constanza. Rápidamente se dio cuenta de que yo no era bailarín (los bailarines tienen cierta gracia muy específica para hacer hasta el movimiento más simple) y me preguntó qué quería. No tuve más remedio que contarle lo que su anuncio en la calle me había hecho sentir. Me dijo que necesitaba un psiquiatra. Le dije que ya tenía uno y se rió como si no me hubiera creído. Le pedí que se terminara el té mientras yo me fumaba un cigarro. Le juré que nunca más la iba a contactar después. Simplemente quería tener una plática normal con una persona normal, para luego soportar de mejor manera mi vida de ermitaño.

Dance me to your beauty with a burning violin, cantó Leonard Cohen cuando yo estaba apagando el cigarro. Ella no la conocía. Le dije que se llamaba «Dance Me to The End Of Love» y le traduje el título como «Llévame bailando hasta el final del amor». «¿Hasta el final…», preguntó Constanza señalando hacia el cielo, «… o hasta el final?», volvió a preguntar, mientras convertía su mano en un automóvil que se despeñaba hacia el vacío.

Le dije que ciertas estrofas podían significar el primer final y otras el segundo. La canción siguió sonando. «Es un vals», me dijo. Asentí. «¿También puedes dar clases de vals?», me preguntó, rematando el chiste con una sonrisa del tamaño del Danubio. (Nunca he visto el Danubio, pero tiene que ser como esa sonrisa.) Luego me preguntó si de veras tenía psiquiatra y le aseguré que sí. «Entonces necesitas otro tipo de terapia. ¿Por qué no tomas clases en el estudio donde yo trabajo?».

Algo en mí pensó que se trataba de una magnífica idea; algo más poderoso me dijo que saliera corriendo de ahí en ese momento. Pero Constanza era demasiado bella como para decirle que no, y además acababa de poner su mano sobre la mía.

«Nadie sabe bailar. Yo me levanto todos los días como si mi conciencia despertara por primera vez en este cuerpo. Ayer ya no importa. Este cuerpo es tan nuevo como el día que comienza». Y entonces pensé en su cuerpo nuevo. En su cuerpo de nieve. Y luego pensé en mí como un muñeco de nieve; con una zanahoria en vez de nariz, bufanda y sombrero. La nieve de mi cuerpo viejo era gris; la de ella, blanca como el velo de una novia.

Quise decirle que yo no me merecía su presencia ni su belleza. Que no iba a poder soportar tanto. Que la fealdad y la tristeza eran mis terrenos. Que no se me acercara más y que quitara su mano de la mía. Como si me leyera el pensamiento, me apretó la mano con fuerza evitando que me escapara y me dijo: «Déjame que te lleve bailando hasta el final del amor». Lloré. Era demasiado como para no hacerlo. Constanza me abrazó contra su pecho y después me llevó a su casa.

Era una casa perfecta para una bailarina. Con suficiente espacio para alguien que ondea su propio cuerpo como una bandera. Recuerdo tonos dorados y terciopelo. Pensé en cuadros de Klimt y en escenarios invernales que hasta ese momento sólo habían existido en mi mente. Era un día soleado, pero yo podía jurar que afuera estaba Viena cubierta de nieve, y que el único calor real era el del cuerpo de la mujer que estaba conmigo en ese momento. Una mujer dueña de un tapete persa en el que estábamos sentados. Tuve miedo de que apareciera de repente un gato, pero no. Ni gatos ni perros ni pericos ni nada. Sólo Constanza.

Hacía mucho que no estaba desnudo ante nadie. No me gustaba mi cuerpo y tenía un problema de impotencia selectiva: sólo podía intimar sexualmente con una mujer si no sentía nada por ella. Lo cual, en mi caso, se traducía a que sólo podía acostarme con alguien si estaba pagando por ello. Pero ella parecía saber todo eso sin que yo se lo dijera. Y también supo cómo ponerle remedio; sabía de cuerpos, y el mío no podía ser muy distinto a cualquier otro, por más que yo me sintiera completamente deforme.

Cuando llegamos al final (al que apunta hacia el cielo) yo estaba seguro de que había sanado de todos mis males. Veo tan borroso que ya no manejo de noche, pero en ese momento era capaz de verlo todo con una nitidez sin precedentes. Vista de francotirador. Pero no sólo eran los ojos: todo mi cuerpo se sentía distinto. Habría podido dar clases de baile en ese momento. Me quedé dormido, envuelto en una frescura interna y una comodidad que jamás había sentido.

Desperté renovado. La sensación de estar vivo era clarísima y también el propósito para estarlo. Constanza no estaba. Quise hablarle, pero la voz no me salió. Me metí al baño para echarme agua en la cara y en el espejo no vi mi rostro, sino el de ella. Supongo que grité. Volteé hacia abajo para verme y mi cuerpo era el de una mujer. En medio del pánico me dio tiempo de pensar en el Orlando de Virginia Woolf y de regañarme por ser tan snob en un momento así.

Busqué a Constanza por todo el departamento y luego me puse su ropa para buscarla en la calle. Iba a preguntarle al señor del puesto de revistas si no había visto a la mujer que vivía en el sexto piso del edificio que estaba en contraesquina, pero luego me di cuenta de que no podía hacerlo, pues habría estado preguntando por mí misma. Además, no sabía qué voz iba a salir de mi garganta. Ya lo dije: cuando no estaba al aire, frente al micrófono, a veces olvidaba por un instante cómo hablar. Pero esa vez el olvido duró mucho más tiempo. Durante varios minutos tuve que ubicar mi nuevo diafragma, mis nuevas cuerdas vocales, mi nueva boca.

Cuando por fin supe cómo funcionaba todo, mi voz era la de Constanza, pero como si estuviera borracha. Regresé al departamento rogando que estuvieran mi cartera y mi teléfono. Sí estaban. Tomé un taxi rumbo a mi casa mientras marcaba el teléfono del anuncio donde solicitaban un instructor(a) de baile. No contestaba nadie. Al llegar a mi casa le dije al portero que yo era mi tía. Me dejó entrar sin más explicaciones. Quise reclamarle por dejar entrar tan fácilmente a una extraña, pero no era el momento. En mis espejos seguía reflejándose Constanza y yo no sabía qué hacer.

Volví a llamar al número del anuncio y pregunté, tratando de engrosar la voz, si allí daban clases de tango. La voz de un hombre joven me dijo que sí. Pedí la dirección del lugar. Luego me animé a preguntar por la maestra Constanza y me colgaron el teléfono. Me subí a mi coche y manejé a toda prisa rumbo al estudio de danza. Al entrar, escuché dentro de un salón la voz del hombre joven que me había contestado el teléfono. Estaba dando una clase de danzón (lo supe porque sonaba Nereidas a buen volumen). Abrí la puerta del salón y el hombre volteó a verme. El pánico se apoderó de su mirada, perdió la conciencia y cayó al suelo.

Mientras los alumnos trataban de hacerlo volver en sí, un hombre que se presentó como El Jardinero me dijo que no sabía que la maestra Constanza tuviera una hermana gemela. Que el parecido entre ambas era impresionante y que cómo me sentía yo después de tan dura pérdida. «Y tan de repente. Y tan joven, la señora», añadió. Constanza se había suicidado hacía una semana.

Me fui de ahí con la sensación de haber perdido la brújula en medio de un bosque tupido y hostil, donde todos los árboles son iguales y se camina en círculos, sin encontrar jamás la salida.

Me subí al coche y vi la hora. En ese momento se estaba transmitiendo mi programa de radio. Yo no estaba al aire y mis compañeros hablaban de mí en pasado, con mucha seriedad. Alguien estaba llorando.

Entré a Internet desde mi teléfono. La noticia de mi muerte estaba en varias páginas que yo mismo consideraba fuentes fidedignas y que siempre consultaba antes de dar una noticia delicada, como la muerte de alguien. En casi todas, mi nombre no aparecía en el encabezado de la nota. «Locutor se quita la vida» y «Conductor aparece muerto en su domicilio» son dos que recuerdo con precisión.

El comunicador fue hallado con el torso descubierto y un dibujo en el pecho, con tinta indeleble negra, que parece ser la imagen de una pareja bailando. Al parecer, este dibujo se lo realizó él mismo poco antes de ingerir una cantidad considerable de somníferos y otras sustancias que aún no han sido reveladas por las autoridades.

Manejé con un zumbido intenso en la cabeza. Entonces vi un letrero que tomé como una orden: Barranca del Muerto. No conduje hacia esa avenida, sino rumbo a las afueras de la ciudad, donde, entre la fealdad y la tristeza, había un desfiladero perfecto para irse hasta el final del amor. Convertí mi mano, la mano de Constanza, en un automóvil que se despeñaba hacia el vacío. Hice sonar «Dance Me to The End Of Love» y aceleré todo lo que pude para llegar lo más rápido posible a mi segunda muerte. Entonces, Leonard Cohen cantó Dance me to the children who are asking to be born. Frené el automóvil. Pensé que se iba a volcar, que iba a chocar contra algo o alguien, pero no había pasado nada.

Una hora después estaba en el baño de un motel, esperando el resultado de una prueba de embarazo. Una rayita se pintó de azul.

Al día siguiente estaba de nuevo en el estudio de danza. Le expliqué a Tomás (así se llama el hombre joven que se desmayó al verme) que yo era la hermana gemela de Constanza, que me llamaba Soledad, y que necesitaba el trabajo de instructora de baile con urgencia, pues en unos meses iba a ser mamá. Me preguntó por el padre de la criatura. Le dije que era un locutor de radio, «pero yo soy el padre y la madre», afirmé.

Me volvió a preguntar, incrédulo, si en verdad era tan buena como Constanza. Le volví a decir que sí. «Pues… si vas a ser mi nueva instructora de baile, tengo que hacerte una audición». Se puso de pie y extendió hacia mí su brazo.

Un segundo después estábamos bailando.

Una pequeña venganza

Nunca se sintió mexicana. Había nacido en México de padres mexicanos, abuelos mexicanos, bisabuelos mexicanos y así hasta tiempos de la Conquista. Sin embargo, no había una sensación de pertenencia. Lo que sentía no era odio, sino desapego. Y era absoluto. Un día, siendo muy niña, estaba en clase de Ciencias Sociales aprendiendo historia de México y se preguntó qué sentiría si en ese momento el país era invadido por fuerzas extranjeras. No pudo evitar sentir cierta simpatía por los invasores.

Poco después empezaron a pasar en televisión una serie que se llamaba precisamente así: Los invasores. Venían de otro planeta para apoderarse del nuestro, haciéndose pasar por humanos. La identificación con esas criaturas fue inmediata. Durante mucho tiempo vivió convencida de que ella también era una extraterrestre.

Hasta que llegó la adolescencia, acompañada de la muerte de aquella fantasía, en la que una nave espacial llegaba por ella para llevarla, por fin, a casa. La nave nunca llegó y la casa estaba en el mismo México que a todos los turistas les parecía tan misterioso, tan pintoresco, tan fascinante. «Los extranjeros se preocupan más por nuestra cultura que nosotros mismos», le dijo una maestra cuando iba a terminar la secundaria. No tuvo más remedio que aceptar que era mexicana; la indiferencia por su cultura lo demostraba.

Con el fin de la secundaria se presentó la oportunidad de ir a estudiar al extranjero por un año. Su padre no era estúpido, sabía que ella no era feliz, pero era muy buena hija y muy buena estudiante, así que arregló todo para ver si ella encontraba alegría en algún otro lugar del planeta. Entre las opciones, eligió la más lejana a México: Estrasburgo, capital de Alsacia, esa tierra que según el orden geopolítico es Francia, pero cuya cercanía con Alemania y Suiza la volvían, en lo concreto, un mundo aparte.

Los alsacianos son guapos, fue lo primero que pensó al instalarse en casa de una familia amabilísima que le daría asilo durante todo el año escolar. Ella sabía que Alsacia había sido motivo de disputa entre los franceses y los alemanes durante mucho tiempo, y cuando llegó entendió por qué: todo era bellísimo. Una belleza por la que valía la pena matar o morir. Helena, la de Troya, también pudo haberse llamado Alsacia, pensó ella, intoxicada por entender, de un golpe, lo que significaban expresiones como patriotismo y amor al terruño. Un terruño que, después de tanta sangre derramada, devino en un símbolo de paz.

Paz era precisamente lo que sentía ella cuando la brisa del Rin acariciaba sus hombros. Pero el fin de semana previo a que comenzaran las clases, la paz se acabó y en su lugar llegó Achille. Era el hijo único de la familia. De su familia. A los pocos días había aprendido a querer a Chloé y Abélard más que a sus padres mexicanos. Así lo decía en su cabeza: mis padres mexicanos, porque le parecía deshonesto pensar en Rafael y Maricarmen como sus padres verdaderos.

Achille era demasiado grande para ella. Tenía veinte años y ella apenas quince. Esto parecía causarle gran descontento a Chloé, porque en aquella muchacha mexicana tan amable, tan callada, tan hacendosa, se hallaba la respuesta a todas sus plegarias. Pero cinco años en aquel momento eran toda una vida y Achille, como siempre, parecía no estar interesado.

No es que la despreciara. Al contrario. La trataba extremadamente bien. De hecho, era la única persona con quien se portaba amable. Sostenían pláticas intensas, compartían los mismos intereses, ella se quedaba boquiabierta escuchándolo hablar acerca de la deuda moral que Europa tenía con los países de África y América Latina. En esa casa donde el sol parecía una piedra preciosa, nada le parecía más romántico que la defensa del proletariado y los sueños de igualdad que con tanta pasión describía Achille.

Los ojos verdes del Adonis alsaciano parecían acuarelas de Monet cuando hablaba de los obreros, de los campesinos, de los horrores del capitalismo. En aquellos momentos, la conexión entre ambos era innegable. Ella podía sentir cómo la amaba, casi podía tocar el amor de Achille. Pero el fulgor de su mirada se apagaba cuando la conversación se tornaba cotidiana. Era como si hablar del clima o de la sazón de un guiso le provocara una especie de melancolía que sólo lo hacía ver más hermoso. Como un príncipe decimonónico invadido por el spleen, incapaz de moverse para besar a una joven muerta de amor por él.

Pero ella no soñaba ni siquiera con un beso. Se habría conformado con una caricia mínima, un abrazo fraternal, una palmada en el hombro. Pero nada. Achille no le ponía un dedo encima. Le sonreía ampliamente cuando regresaba de la escuela y él apenas estaba despertando. La sonrisa estaba llena de dulzura que ella podía ver, pero no probar. Le preguntó a Chloé si el joven había tenido novia alguna vez y ella le respondió que no, pero le aclaró que un par de veces había tenido que prestarle dinero a su hijo (a escondidas de Abélard) para interrumpir embarazos de sus enamoradas.

Pese a lo que había aprendido en la clase de Física ese año, en el mundo real el tiempo sólo iba hacia adelante y su estancia en Estrasburgo estaba a punto de acabarse. Tal vez Achille le daría un beso en su último día en Alsacia, antes de regresar a la realidad nacional. O tal vez no haría nada. Las dos posibilidades le parecían insoportables. Lo ideal era no regresar a México y esperar a que ella se hiciera más mujer y Achille se mantuviera exactamente como estaba, hasta que fueran la pareja perfecta.

Después de varias sesiones de llanto estremecedor en el teléfono, pudo convencer a sus padres mexicanos de quedarse dos años más para concluir el liceo y hacer el baccalauréat. Chloé y Abélard estaban felices con la idea. Tú te puedes quedar aquí toda la vida, le dijeron. Y lo hubiera hecho, pero Achille no hizo nada durante el siguiente año ni tampoco en el que vino después. Sólo hablaba. Hablaba con arrebato hasta que la hacía sentir como Estrasburgo, con un río atravesándole el cuerpo.

Para no pensar en él se iba todas las tardes a la biblioteca a leer La cartuja de Parma de Stendhal (cuya lectura era indispensable para el bac). Y en una de esas tardes conoció a un noruego llamado Eberg, muy serio, atlético, responsable y callado. Muy callado y firme, como el mástil de un barco que, incluso en las peores tempestades, jamás se hubiera hundido.

Se casaron un año después en Oslo. ¿Qué caso tenía hacer la boda en México, si no tenía amigos ni quería a sus parientes? Rafael y Maricarmen asistieron, por supuesto, a la ceremonia. Ambos lloraron. Eberg también. Ella no. Mientras bailaban un vals en la boda, Rafael le dijo que ahí había vivido el dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli. Le contó que unos amigos fueron a visitarlo y el día que se despidieron él les dijo: «Bueno, yo aquí me quedo, en mi osledad». Ella entendió perfectamente lo que su padre le estaba diciendo y respondió diciéndole que los estremecedores cuadros de Edvard Munch retrataban la vida en Oslo «El Grito también, al fondo se ve el fiordo, parece lava en vez de agua, papá».

El salto del impresionismo de Monet en los ojos de Achille al expresionismo de Oslo no parecía asustarla. Era como si la primavera y el verano de su vida hubieran acabado y ella entrara, con resignación, de regreso al invierno donde todo comenzó. Noruega era otro planeta. Tenía sueños en los que ella y Eberg eran la primera pareja en la luna. Y luego, cuando nació la pequeña Nora, también la soñaba en la luna, pero con el presentimiento de que era un bebé alienígena que un día acabaría por matarla.

La invención de las redes sociales hizo que la osledad se hiciera más soportable. Y fue ahí donde Alsacia volvió a aparecer. Chloé y Abélard le dijeron que iban a cumplir cincuenta años de casados y le suplicaron que asistiera. Eberg no se opuso y Nora dejó de llorar bajo la promesa de que su mami regresaría en unos días.

Estrasburgo no había cambiado, pero Achille sí. Era como si ella de verdad se hubiera ido a vivir al espacio unos años y, al regresar, en la tierra hubieran pasado décadas. Se veía viejo. El verde de sus ojos era distinto, ya no brillaba como antes y ella se tranquilizó al sentir que su amor por él se disolvía. Él la abrazó por primera vez durante un instante larguísimo y luego le dijo que había escrito una novela y le pidió que la leyera.

Se dio a la tarea en cuanto estuvo a solas. Ella lo amaba, sí, pero no tanto como para perder la objetividad. Era una lectora voraz, había leído toda la Comedia humana de Balzac, todo Flaubert, Tolstoi, Chéjov, Shakespeare, Hugo, Faulkner. Y en esa primera noche de vuelta en Alsacia, descubrió que Achille era uno de ellos. Toda aquella pasión seguía viva en la novela que acababa de leer. Era como una radiografía del ser humano, llena de compasión y tristeza. Una obra maestra.

Se lo dijo. Él le sonrió con la dulzura de antaño y la llama revivió. Esta vez no lo iba a dejar escapar, así que tomó su rostro con ambas manos y lo besó con furia. Para su sorpresa, Achille correspondió el beso. Aquella segunda noche en Alsacia fue la noche con la que siempre había soñado. Oyó todo lo que siempre había querido oír. Sintió todo lo que había deseado sentir. Y él parecía desearla con la misma magnitud. Ella había oído que era posible, en el encuentro carnal, fundirse con el otro hasta ser uno solo. Esa noche con Achille comprobó que era totalmente cierto. En el colmo del éxtasis vinieron a su mente un mar y un cielo volviéndose horizonte.

El regreso a Oslo dolió. Pero Eberg sabía que la cama que compartía con ella era una Siberia, así que el divorcio no fue tan doloroso. Nora insistió en quedarse con su padre. Acordaron que ella iría de visita cada dos meses.

Achille la estaba esperando en la estación de trenes. Los tres años de espera durante el liceo fueron recompensados con un año de felicidad. Achille ya tenía su propio departamento, pero con ella reía como si fuera un niño. A veces, ella se asustaba de pensar que, cuando la novela se publicara, él se convertiría en una celebridad literaria y tal vez el idilio se terminara. Pero eso estaba muy lejos de ocurrir. Achille sentía que lo que había escrito estaba muy lejos de la perfección. «Sólo tú sabes que la he escrito», le decía. «Sólo tú, mi amor, la has leído. Tal vez nunca me atreva a enviarla a una editorial. Porque aún no está lista, sí, pero también porque no quiero que mi obra de arte se convierta en un producto. No es una hamburguesa ni una Coca-Cola ni un tampón…»

Con los años, Achille se había vuelto un tanto amargo. Ahora, cuando hablaba de las injusticias contra el proletariado, había en su voz un dejo de resignación amarga. Pero mientras la conversación no gravitara hacia esos temas, el entendimiento entre ellos era perfecto. Eran el uno para el otro, como ella siempre lo había sabido.

La dicha se interrumpió de tajo cuando Maricarmen llamó para decirle que Rafael, su padre mexicano, estaba muy enfermo. Ella voló a México y lo encontró muy cambiado. No quería aceptarlo, pero la verdad es que lo que antes le parecía soso, ahora le fascinaba. Tal vez porque al fin había dejado de ser mexicana. Su padre estaba grave, en terapia intensiva, pero estable. Su madre, aunque angustiada, estaba feliz de verla y ella también estaba feliz de haber vuelto. Hasta que le avisaron que Achille estaba en coma.

Durante el vuelo de regreso a Francia, ella maldijo a México en todos los idiomas que dominaba, usando todos los insultos que conocía. Esa tierra maldita la había hecho volver sólo para arrebatarle al amor de su vida. Cuando llegó al hospital, le pareció idéntico al de México, como si hubiera estado nueve horas en un avión que no se había movido. Achille viajaba en bicicleta cuando un automóvil lo golpeó de frente. Tuvieron que inducirle el coma para salvarle la vida. Al verlo ahí, inconsciente, lo amó más que nunca, y junto a la tristeza vino un pensamiento clarísimo: pasara lo que pasara, ella había encontrado al hombre de su vida y él la había amado. De lo demás, que el destino se hiciera cargo.

A partir de ese día, ella llegaba al hospital a las nueve de la mañana y se iba a las seis de la tarde. Siempre. Luego, al llegar al departamento de Achille, llamaba a México para preguntar por su padre. La respuesta era siempre la misma. Estable, pero mal. Luego colgaba el teléfono, preparaba la tina y se quedaba durante mucho tiempo fumando Gauloises del cartón que Achille había comprado una vez que volaron a los Alpes a esquiar.

«Estable, pero mal», le dijo otra vez su madre. Ella colgó. Se encaminó hacia la tina, como todas las noches, y el teléfono volvió a sonar. Era Chloé, llamándole para decirle que su hijo escribía. «Sí, lo sé, dijo ella». «¿Él te dijo de los diarios?», preguntó Chloé. «¿Cuáles diarios, Chloé?» Su suegra le explicó que cada año Achille compraba un cuaderno que usaba como diario. Que era algo que había hecho desde que era adolescente. Le explicó que los diarios estaban en una caja azul en el departamento y que, en caso de que su hijo muriera, ella quería conservarlos. Te los llevo mañana al hospital, dijo ella, y corrió a buscar la caja azul. Ahí estaban los diarios. Eran cuadernos hermosos. Abrió uno y reconoció la letra. Lo cerró de inmediato, pensando que no era lo correcto. Pero luego decidió que sabía demasiado poco de su amado y que, luego de tantos pesares, merecía tener más información antes de que los diarios pasaran a manos de Chloé.

Abrió el del año en curso. Sabía que leer acerca de la felicidad tan reciente le iba a doler, pero no le importó. Abrió el cuaderno al azar y su mirada cayó en lo siguiente: «Hoy volvió ella. Como siempre simplona. Estúpida. El día entero fue un fiasco». Abrió otra página: «Su optimismo me repugna. A veces me dan ganas de abofetearla. Por fortuna, hoy se larga a ver a la niña insufrible que tuvo con el vikingo». Siguió leyendo. Todas las entradas en el mismo tono, además de un par de caricaturas que los representaban a ellos en el acto carnal, en posiciones denigrantes.

Cerró el diario, se agachó ante la caja y lo metió en ella. Permaneció en cuclillas durante varias horas, en la misma posición. Habría parecido un maniquí de no ser porque temblaba muy fuerte. Pensó en los lirios de Monet convirtiéndose en el fiordo de Oslo y pudo sentir sus facciones tornándose en El Grito de Munch. Pero era un grito mudo. Nadie en Estrasburgo se enteró de que había gritado.

Cuando dejó de temblar, supo que si se veía al espejo vería a un alien. De esos sin nariz y con ojos saltones y negros. Se dirigió a la computadora de Achille, la encendió, encontró el archivo de la novela y lo borró para siempre. Luego empacó sus cosas, se fue al aeropuerto y compró un boleto rumbo a Oslo. Por fin estaba lista para ser la madre de Nora.

El grito de Mildred

La pequeña Mildred lo supo a los cuatro meses de nacida. Ni su madre ni Rogelio sabían qué hacer.

«Nunca había llorado así», dijo Mildred grande con una angustia que Rogelio nunca le había visto.

La nena gritaba con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones. Su mamá la paseaba en brazos por la sala de Rogelio, le daba mamila, le enseñaba sus juguetes. Nada. Mildred seguía aullando con un dolor cuyo origen era desconocido para todos, excepto para ella.

21 años después, Mildred estaba estudiando ciencias de la comunicación en la universidad más cara de México. Tenía un novio, Ernesto, que había sido internado tres veces en Oceánica por deshacer tres automóviles nuevecitos. A ella no la trataba mal. De hecho, era bastante tierno y caballeroso. Pero era una causa perdida y Mildred lo sabía. Sin embargo, se negaba a aceptarlo ante su madre, Mildred grande, quien para entonces estaba a punto de cumplir 50 años.

Todavía era guapa, y lo hubiera sido más excepto porque la última rinoplastia no fue del todo exitosa. Y no porque mamá Mildred hubiera ido con un mal doctor. Al contrario: el mejor de México. Lo que pasa, y él mismo se lo dijo, es que una tercera operación de nariz tiene pocas posibilidades de éxito. Pero ella insistió. Y la nariz le quedó delgadísima y puntiaguda, como de resbaladilla.

Había empezado con eso de las cirugías plásticas muchos años antes. Justo a los 21, cuando por primera vez en su vida tuvo dinero, estaba entre comprarse un coche o ponerse bubis. Se decidió por lo segundo, y un par de semanas después era talla C, con dos cicatrices marrón, una debajo de cada seno, que sólo eran visibles para algunos de sus amantes: los que le hacían sexo oral.

Mildred se dio cuenta de que su madre se había puesto implantes cuando éstos cumplieron 15 años. Ella tenía nueve y acompañó a Mildred grande al consultorio del mejor cirujano plástico de México, a que se los cambiaran. Aprovechando el viaje, salió del quirófano con una talla más. «Estoy loca, estoy loca, ya lo sé. Yo misma se lo prohibiría a mis pacientes. Tú nunca vayas a hacer algo así, ¿eh? Además, ni lo necesitas. Tan bonita mi nena». Y luego un beso muy ensalivado en la mejilla de nueve años de la niña.

Mildred grande no era doctora, pero tenía pacientes porque había estudiado fisioterapia, una carrera técnica que no hubiera sido su primera opción si su padre no se hubiera quedado cuadrapléjico cuando ella tenía 16 años. Típico accidente de carretera. Una imprudencia y hasta ahí llegó la carrera de don Víctor Hugo, que en sus mejores tiempos había sido Mister México. Su excelente condición física lo ayudó a vivir seis años después del accidente. Seis años de los cuales Mildred, que todavía no era Mildred grande, pasó cuatro cambiándole el pañal, dándole de comer, bañándolo y cortándole el pelo. Cuatro años así. Y hubieran sido los seis, de no ser porque sus hermanos –dos, hombres ambos– se dieron cuenta de que Mildred trabajaba en un table dance.

Nunca supo cómo se dieron cuenta. Ellos, sus hermanos, jamás habrían ido a un lugar así. No porque no fueran putañeros, sino porque ése era el table más exclusivo de México, donde no hubieran entrado más que en calidad de meseros. Y ni eso, porque eran demasiado holgazanes.