Arabia feliz - Javier Puga Llopis - E-Book

Arabia feliz E-Book

Javier Puga Llopis

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Beschreibung

Un relato en primera persona de un destino cautivador y peligroso y del surgimiento de las primaveras árabes. "Arabia feliz"(Arabia Felix) es el nombre que los romanos dieron al territorio que ocupa el actual Yemen. Este libro inclasificable describe la experiencia vital del autor, diplomático de carrera, después de haber vivido cuatro años (2008-2012) en un país único. Gracias a su relato, eminentemente autobiográfico, sustancialmente anecdótico, el lector es transportado a través del recorrido vital del autor al paisaje, las gentes y el quehacer de un lugar tan remoto en el mapa como en el imaginario colectivo. Un país desconocido y fascinante como pocos, presentado con pasajes llenos de la poesía que solo un lugar llamado "Arabia feliz" podía sugerir.

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© del texto: Javier Puga Llopis, 2023.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2023.

REF.: OBDO251

ISBN:978-84-1132-517-2

EL TALLER DEL LLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente pro hibida sin autorización por escrito

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A LOS QUE ME QUIEREN. SÉ QUIÉNES SOIS.

A BRUNO GARCÍA-DOBARCO, QUE NOS DEJÓ EN EL AÑO ACIAGO.

PRÓLOGO

Este libro no busca ser un diario, ni unas memorias siquiera parciales de una etapa importante de mi vida. Sin embargo, sin serlo, lo son en cierto modo, pues contienen vivencias y anécdotas por mí experimentadas en los cuatro años que pasé en Yemen. Lo contado en estas páginas lo fue ya de modo sintético en un capítulo de Muchas vidas y un destino: Experiencias diplomáticas (Ed. Sial Pigmalión, Madrid, 2020) y abarca el periodo comprendido entre agosto de 2008 y julio de 2012. El objetivo de este libro es doble: por un lado, saldar una deuda pendiente conmigo mismo, que no era —me encanta verlo escrito en pasado— otra cosa que poner lo que sigue negro sobre blanco y que la gente lo pueda leer y, espero, disfrutar. Por otro, mostrar de un modo no envarado en qué consiste la vida de un joven diplomático en un destino exótico. En este sentido, Yemen cumple con todas las expectativas posibles, por cuanto se trata de un país mal conocido, lejano en el tiempo y en el espacio, exótico y excéntrico —incluso para sus vecinos árabes— y hasta peligroso de acuerdo con todos los baremos internacionales. Aquello que a prioridebiera restarle atractivo fue precisamente lo que a mí me resultó fascinante, como profesional y como persona.

La vocación de escribir un libro topa a menudo con muchos enemigos. El trabajo y demás obligaciones se presentan como excusas perfectas, con periodicidad diaria, para no enfrentarse a la temida página en blanco. Sin embargo, el destino tiene giros inesperados, y la pandemia pasada nos ha regalado un tiempo libre que ninguno de nosotros hubiera siquiera soñado unos meses atrás. La necesidad de rellenar las horas entre cuatro paredes con aquello que nos gusta me llevó a escribir un diario que compartía con mis amigos —idea muy poco original, sin duda—, y ese impulso por escribir se vio de pronto liberado de las pesadas cadenas de la indolencia y el desasosiego, dos enemigos siempre al acecho.

Paul Valéry dijo que el mundo existe para ponerlo en un libro. Lo mismo se puede decir de Yemen. El empujón final para convertir las palabras que vuelan en palabra escrita vino de mi compañero y amigo Enrique Criado, diplomático y escritor con dos obras publicadas, que me ha servido de guía e inspiración para dar el paso gracias al cual podré morir en paz, pues si bien he vivido en otros países como consecuencia de mi trabajo, ninguno me ha marcado tanto como lo hizo este. Tenía, pues, que contarlo. A él, y a todos los que durante estos años han insistido en que lo hiciera, les doy las gracias.

París, mayo de 2020.

NOTA: Las opiniones o valoraciones políticas contenidas en este libro son exclusivamente mías, y no implican ni al Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación ni a los embajadores de España mencionados en el texto.

1

RITOS DE PASO

«Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche...». Jorge Luis Borges abre su libro Las ruinas circulares con esta imagen rotunda y evocadora que describe mi llegada a Yemen en agosto de 2008. Mientras el avión de alguna compañía árabe de dudosa reputación iniciaba el descenso al aeropuerto internacional de Saná, me asomé con tanta curiosidad como temor a la ventanilla del aparato. La ciudad dormida se perfilaba a nuestros pies, de madrugada —las cuatro de la mañana, hora local—. Aquella serenidad contrastaba con la impaciencia de unos pasajeros incapaces de guardar la compostura necesaria previa al aterrizaje. Hombres de aspecto tan rudo como afable hacían caso omiso de las advertencias de las azafatas, mientras buscaban sus pertenencias en el portaequipajes, cuando el morro del avión ya había dejado de estar alineado con el horizonte. La megafonía lanzaba mensajes en árabe, que sonaban como advertencias expiatorias de Alá en mi todavía ignorante oído. Pese a la hora inane, los teléfonos móviles del pasaje no dejaban de crepitar, y las conversaciones con los familiares y amigos que les esperaban a diez mil pies bajo los nuestros se sucedían con el entusiasmo de quien regresa del exilio. A mí me esperaba un funcionario de la Embajada. Incrustado en mi butaca de ventanilla y ajeno a aquella indisciplina, observé cómo apenas unas tenues luces balizaban aquel inmenso paralelepípedo de apabullante oscuridad, los contornos de la capital de un país ignoto para el común de los mortales, andurrial que había de ser mi futuro de los años siguientes. Dos, en principio, que luego fueron cuatro.

En aquel momento de extrañamiento forzado por un Ministerio de Asuntos Exteriores que no había sido capaz de cubrir la plaza con voluntario alguno, en la cola del control de aduanas, a escasos metros de un policía joven y mal afeitado que bostezaba al final de su turno, no pude evitar preguntarme eso que todos nos hemos preguntado alguna vez cuando nos encontramos lejos de lo que nos es cercano: ¿Qué coño hago yo aquí? Generalmente, cuando esa pregunta emerge en nuestro pensamiento es que ya es demasiado tarde para pegar la vuelta. Uno se encuentra de pronto en manos de lo sobrenatural, llámese Destino, Providencia o como se quiera. Lo que siempre tuve claro es que a Yemen no me llevó el libre albedrío, si es que tal cosa existe y no es un mero constructo religioso.

Ese sería el primero de una serie de destierros de duración y frecuencia variables, muertes sucesivas con sus consiguientes reencarnaciones que no dejan de ser tan fascinantes como cansinas. Uno deja atrás familia, amigos, amores y se embarca hacia lo desconocido empujado por un viento abstracto llamado vocación, un sentimiento tan fuerte como nebuloso. Gide hablaba de ella en sus Diarios como algo «irresistible, inevitable». En mi caso esa revelación llegaría gracias a mi madre, que un buen día se presentó en casa, terciada ya mi anodina carrera de Derecho, con las bases de una oposición que en mi soberbia juvenil me dije que podía sacar. Resulta paradójico que la persona que te dio la vida sea la misma que te anima a alejarte de ella, para dejarte en los pechos de otra alma mater fría y abstracta, con quien se establece un vínculo nuevo entreverado de sentimientos encontrados de euforia y desánimo, amor y resentimiento, cercanía y lejanía, libertad y disciplina, un cordón umbilical que solo se verá seccionado el día de nuestro setenta cumpleaños, uno que debiera ser de júbilo y sin embargo lo es de destierro a los arrabales de la vida, a las cajas del teatro que la representa.

Francisco Umbral hablaba de la vida de escritor como de un «sacerdocio». Decía que había que vivir en escritor, expresión esta que yo había oído de los toreros. Con ello el miope magistral quería expresar dos cosas: por un lado, la necesidad de consagrar una dedicación absoluta al oficio y, por otra, habitarlo, esto es, vestir el hábito de escribidor y lucir la persona que va con el personaje, como los kosmetaide las tragedias griegas. En la visión que Umbral —entre otros— tiene de la escritura como medio de vida hay mucho de renuncia. No puede tratarse nunca, según él, de un oficio a tiempo parcial que se compagine, dice en La noche que llegué al Café Gijón, con un trabajo de oficina, pues el espíritu de observación e introspección que todo escritor debe tener y cultivar quedaría pervertido por una labor esencialmente activa y una confusión de prioridades.

Ese periodo de indigencia actuaría en él como un rito de paso, una frontera ineludible que debe franquearse y que forja el nervio y espolea la creatividad y el ingenio. Umbral busca con esa fórmula revestir la vocación de sacrificio. La una no va sin el otro, y ello vale para cualquier profesión, incluida la de diplomático.

Para llegar hasta ahí, hay que cruzar otro Rubicón: aprobar las oposiciones.

Una oposición es una serie de exámenes de reminiscencias decimonónicas y contornos galdosianos, de tradición muy anclada en Madrid y provincias. No tanto en Barcelona, donde el espíritu empresarial ha prevalecido siempre sobre la función pública. Es una lucha contra uno mismo y contra el tiempo, contra el tiempo que dibuja la vida. Es en cierto modo una negación voluntaria de la vida misma, un monacato autoimpuesto que tiene un objetivo no contemplativo, aunque sí trascendental, en la acepción más prosaica del término.

Uno pone durante la preparación de las oposiciones la efervescencia de la juventud en cuarentena, y se convierte en una botella de champán que no sabe si será descorchada algún día, guardada hasta que la ocasión lo merezca. Se deja atrás la belle époque universitaria mientras uno observa cómo sus amigos de pupitre lo adelantan a velocidades siderales en experiencias, amoríos, salidas, viajes y todas aquellas cuitas vitales que se llevan mejor con un sueldo y con la emancipación que este provee. Mientras eso ocurre, el opositor permanece como un desfigurado interrogante al que sus allegados miran con sentimientos variables de ánimo y conmiseración, de pena e incomprensión, por haberse echado a perder entre manuales de derecho internacional.

La oposición es algo anómalo per se, un frenazo que casi nadie entiende, un doctorado sin diploma asegurado ni título de precedencia, un viaje en la niebla; es remar en un inmenso lago en la endeble barca de nuestra confianza, una laguna Estigia de la que no atisbamos la otra orilla. Uno rema con tanta fe como convicción decreciente a medida que ve sus fuerzas flaquear a cada convocatoria fallida, y a cada suspenso parece que nos acerquemos un poco más al precipicio dantesco. La mente no deja de jugarle al opositor malas pasadas, y a ratos uno se convierte en Raskolnikov, cuando unas horas antes se tenía por Metternich.

La oposición es un duelo al sol contra el tribunal y nuestros competidores, una odisea en la que se mezclan el sadismo y la condescendencia, el terrorismo y la envidia. Es una estupefacción suspendida de novias pacientes que pierden su paciencia a medida que los meses pasan y sus expectativas se incumplen sistemáticamente. La oposición es masturbación física e intelectual —más la primera que la segunda—, son horas a deshora, es distanciamiento y dependencia familiar a partes iguales, es horror vacui y mal dormir, miedo al fracaso y al futuro, mientras uno se encuentra encerrado un sábado de primavera en la jaula magna de un lugar llamado Escuela Diplomática, metro Metropolitano, frente a varios hombres encorbatados que parecen de cera, a ratos somnolientos, de formas impecables y corrección severa, y otros detrás, uniformados, en retratos de pátina, solera y pretensión, donde sobresalen muchas condecoraciones y algún monóculo, cuadros de insignes embajadores que lo fueron y que visten aquellas paredes de un edificio de arquitectura anodino-franquista, mientras custodian el tarro de las esencias. Junto a aquellos varones vivos se sientan catedráticas de Historia de pelo cardado y falsostailleurs de Chanel, pendientes, tras el cafelito de la sobremesa, de que no fallemos la fecha de la batalla de Nördlingen o el último trueque territorial de las guerras balcánicas, mientras el candidato, todo congoja, se alegra en su miseria de que no le hubieran tocado en suerte la guerra ruso-japonesa o las emancipaciones iberoamericanas, con sus conflictos de ida y vuelta y toda su retahíla masónica de generales criollos ávidos de batalla, laurel y pronunciamiento. Profesoras de inglés y francés de aspecto casi feliz aguardaban su momento de gloria durante las lecturas de traducciones a cara de perro, sudokus de enrevesada resolución, de pronombres agazapados, falsos amigos y trampas para osos. En ese viaje vital de la Troya del chándal a la Ítaca del uniforme con hilo de oro y hojas de lira, la oposición es el puerto de montaña, el alto del collado, el monte Gurugú del que algunos nunca volvieron.

Los diplomáticos no somos ejemplo de casi nada frente a la sociedad. Las más de las veces, cuando algo se tuerce, somos objeto de escarnio social. Se nos pretende dibujar como una casta privilegiada dedicada en cuerpo y alma a la frivolidad, que nunca está ahí cuando se la necesita, y cuya razón de ser el ciudadano medio desconoce y pone en duda, por mucho que le atribuya un poder omnímodo cuando vienen mal dadas y cierto prestigio de modo inconsciente y algo reverencial. Sin quitarle importancia a esas ideas preconcebidas, de poder indiscutible, lo cierto es que los diplomáticos somos, por lo general, funcionarios obedientes y, con alguna frecuencia, héroes perfectamente anónimos.

Pese a todo, a mí me gustan los clichés, pues son esencialmente ciertos. En la época en que vivimos, existe un cierto empeño en desmontar con denuedo aquello que el tiempo se ha encargado de grabar en el imaginario colectivo con los contornos tan precisos como probablemente equivocados del prejuicio. No nos quitemos la máscara, pues nos arriesgamos a que el mito caiga y nos vean únicamente como personas de carne y hueso, funcionarios con hipotecas pendientes, planes de pensiones magros, trajes de El Corte Inglés, ambiciones burguesas y gustos sexuales ordinarios —todos lo son—, como todo quisque. Exiliados voluntarios, desterrados business class. Siendo todo eso cierto, ¿qué ganamos mostrándolo? Nada, en mi opinión, más allá de alimentar el insaciable afán del español medio por el igualitarismo a la baja. De ahí la importancia de los mitos, tótems o arcanos que, bien sea por sólidos o por desconocidos, toda sociedad necesita para alentar sus veleidades o calmar sus vilezas. No dejemos de cultivar el misterio. Seamos, pues, algo lafarguianos, ya que no podemos permitirnos ser rentistas.

2

LA HÉGIRA

Siempre llegamos al sitio donde nos esperaban.

JOSÉ SARAMAGO

Más allá del gusto por la aventura, de la señalada vocación, cuando uno se va volando del lugar que le vio nacer emprende una hégira vital. En mi caso ese lugar de nacimiento fue Barcelona, el 16 de julio de 1978. Del mismo modo que la geografía determina la historia de los países, no es de extrañar que también cincele el carácter de las personas. Se habla mucho de ello en términos sociológicos, pero no tanto en los de la propia historia personal. Mi lugar de nacimiento, casual por definición, determinaría mi vida en una medida mucho mayor de lo que uno pudiera creer.

Desde que tuve uso de razón nunca me sentí de allí. Barcelona es una bonita ciudad que no es una ciudad. Es un club. Sí, allí estaba mi casa, parte de mi familia, el colegio, los amigos que con el andar de los años pude hacer, allí pagábamos nuestros impuestos y veíamos correr los años sin grandes avatares, y allí me sentí siempre al borde de un precipicio cultural. Mis padres —madrileña y gallego— se empeñaron, no sin sacrificio, en llevarnos a mi hermano y a mí a colegios de lo que allí se llama la zona alta —caros, privados, dizque ingleses—, habitados por la progenie de la gente que mandaba en aquella ciudad, que en aquellos primeros ochenta era todavía, como decía Jaime Gil de Biedma, «color de paloma sucia». Hijos e hijas de empresarios, de políticos, de anticuarios o médicos de renombre, niños envalentonados y niñas rubias a los que venía a buscar la chica, o, si tenían suerte, sus propias madres, señoras que a mí me parecían todas iguales e intercambiables y que aparcaban sus precoces e imponentes todoterrenos de cualquier manera en las estrechas aceras de aquella callecita de León XIII, paralela a la avenida del Tibidabo; mujeres ociosas en su gran mayoría, presas pese a todo de un estrés insufrible que se dibujaba en el balanceo nervioso de su melena recogida en una coleta, y en esa aceleración al hablar tan propia de aquella parte de la ciudad, una dicción ligeramente nasal, poco clara y trufada de localismos, como corresponde. Señoras bien, señoras fetén, que diría un grupo de música moderno, señoras que no eran sino chicas jóvenes y de buen ver de treinta y pocos años, que llegaban tarde a recoger a sus vástagos tras una partida de tenis en el Real Club de Polo más larga de la cuenta; las fuerzas económicas vivas de una ciudad esencialmente burguesa y cerrada como un castro al recién llegado o al advenedizo sin provenance.

Eran aquellos años los albores del pujolismo, tras el escándalo apagado como un incendio en una cocina de la Banca Catalana y el establecimiento de un lucrativo esquema Ponzi de tráfico de influencias y favores cruzados entre el poder autonómico, Madrit y la nueva burguesía convergente, que no eran más que los herederos de la burguesía de toda la vida, una casta que en su admirable capacidad de adaptación a las circunstancias, ya fuera con el franquismo o ya llegada la democracia, ahora hablaba algo de catalán y antes mucho de castellano.

Pero no eran esos asuntos de baja política los que a mí me atribulaban a aquella tierna edad, sino un hecho mucho más prosaico, que no fue otro que entrar en un colegio nuevo, de primaria, pequeño, de quince alumnos por curso, un colegio al que acabé cogiendo cariño, pero que por mi carácter quizá cobarde o temeroso me llevó a vivir en un particular armario toda mi infancia y parte de la adolescencia. El primer día de colegio cometí un pecado mortal y otro venial. El venial fueron unas bambas, como se llama en Barcelona a las zapatillas deportivas, que mis padres habían decidido unir al uniforme —uno de los mejores inventos de la historia— con la mejor voluntad de que anduviera cómodo aquel camino que entonces iniciaba, y que fueron señaladas con el dedo y escasa piedad por toda la reata de alumnos ya veteranos —pese a que la mayoría no pasaban de los nueve años y no levantaban un metro treinta del suelo— que hacían fila cual convictos pegados al muro del patio, antes de subir a clase.

Me di cuenta enseguida de que había entrado con mal pie en aquel lugar, rompiendo de primeras una regla inveterada de obligatorios zapatos negros que regía en aquel colegio, como si de un gentlemen’s clubde Pall Mall se tratara. Y eso que en aquel lugar lo único verdaderamente inglés era su directora, Mrs. April Bofill, née Shanley, una señora aterrizada en España por matrimonio, que siempre me pareció anciana y venerable en su porte y cuyo despacho, de aire colonial, como de gobernadora de Nassau, estaba presidido por un retrato oficial de Isabel II —la de la Casa de Windsor, no de la de Borbón—. Cuando uno era llamado a capítulo a aquella oficina, no eran buenas noticias. Se solía entrar allí envarado y se salía corvo. Desde el incidente con las zapatillas, el no ir adecuadamente vestido es algo que me persigue hasta la pesadilla, en una visión peor que la de encontrarse desnudo ante cien pares de ojos.

En el pasillo de baldosa hidráulica que hacía de zaguán de aquel chalé y antesala de ese sanctasanctórum, había otra fotografía firmada de nuestros Reyes de entonces —Juan Carlos y Sofía—, que a mí, aferrado ya inconscientemente a todo lo que recordara a España, me daba un extraño chaud au coeur. El retrato era para mí un icono casi votivo, pues, sin saberlo, era yo de los pocos a los que no rechinaba la idea de España en aquel colegio lleno de hijos de convergentes. A ellos mi país, que era también el suyo, les parecía un lugar lejano, seco y ajeno. A España se la invocaba siempre desde un tono altivo que yo no alcanzaba a entender. Tan era así que uno tenía la impresión de vivir en un régimen de partido único, a sabiendas de que todo lo que estuviera fuera de ese ámbito de pensamiento político quedaba proscrito y castigado con la cruel condena social de la que inconscientemente son capaces los niños, a lo que se añadía la connivencia colaboracionista de alguna profesora que se deshacía en atenciones hacia los futuros herederos de alguna familia insigne, un hacer méritos para no se sabe muy bien qué, en la mejor tradición del lumpen-proletariado. Resulta curioso que, siendo infante, uno perciba con claridad meridiana ciertas cosas a priori reservadas a la razón de los adultos. O así lo viví yo, acaso equivocadamente.

El pecado mortal, el que habría de acompañarme durante todos aquellos años que parecían eternos, fue hijo de una mentira. En aquel colegio había mucha afición al fútbol. No contaba con unas instalaciones adecuadas para la práctica de ese deporte ni de ningún otro, pero se jugaba en el exiguo patio de aquel chalecito que entonces me parecía imponente, y que con el tiempo se fue encogiendo ante mis ojos. Los alumnos mayores, bigardos que ya se afeitaban y que a mí me parecían colosos desde mi cuerpo enclenque y mis gafas de varios aumentos, intentaban ocupar por la fuerza el llamado campo grande frente a los más chicos, con el objeto de expulsarlos al campo pequeño, donde habitaban los niños de preescolar y donde el fútbol estaba, a priori, prohibido. Aquella deportación nos parecía intolerable a nuestros tiernos seis años, y en el peor de los casos las querellas en sede futbolística acababan a pedradas —el suelo del patio estaba imprudentemente cubierto de canto rodado—, en una intifada cuya fuerza de interposición sin casco azul era una andaluza salerosa y de mucho carácter a la que llamábamos señorita Estrella, pese a que yo tenía para mí que aquella señora no cumplía ya los cincuenta y me constaba que estaba casada y tenía hijos que alimentar. Cuando había entente entre grandes y chicos, jugábamos unos contra otros en lo más parecido al calcio medieval.

El caso es que aquel día primero, arrinconado contra una pared por los que luego supe serían compañeros de clase, en esa primera mañana fatídica, dos rubios energúmenos me preguntaron dos cosas, sus caras a apenas medio centímetro de mis gafas: «¿Juegas al fútbol?». «Sí», respondí. Sin casi dejarme terminar el í, dispararon de nuevo: «¿De qué equipo eres?».Ahí tuve un par de segundos de duda. Sabedor de que todos allí eran del Barcelona, intuí inmediatamente que de haber dicho que era, como era y soy, del Real Madrid, mi vida en aquel centro se iba a convertir en un gulag insufrible. «Del Barça», mentí. Y me dejaron tranquilo. Hubo algo dickensiano en todo aquello. Otro rito de paso.

Extrañamientos: en esa mentira se produjeron dos. El primero me venía dado, y tenía que ver con la idiosincrasia. Un inglés diría que yo «no pertenecía» a aquel lugar, y probablemente a ningún otro. Con el tiempo y la distancia he aprendido, sin embargo, a querer a Barcelona. El segundo fue conmigo mismo. Al mentir nos alejamos, por instinto de protección, por miedo, por toda una serie de bajas razones, de nosotros mismos. Los tres yos freudianos tiran, en los engaños, cada uno por su lado, y actúan como caballos de tortura que buscan descuartizar nuestra alma como en una ordalía medieval. En aquel momento, a esos seis años recién cumplidos en que uno todavía es arcilla mojada, el torno en el que esta debe girar y el tornero que la debe moldear, que no son otros que el tiempo y la vida, se mueven en sentido inverso al debido, y así se atrasa, de modo casi irremediable, la forja de la personalidad. La autoafirmación, si llega, lo hace mucho más tarde, redoblada y no exenta de inquina, pues uno siente que ese extrañamiento de su propio yo no es sino fruto de la falta de gallardía que el momento exigía. Quizá era demasiado pedir para un menor de edad, pero con los años uno se da cuenta de que la mentira es un camino corto y sucio a un oasis que creemos de paz y que no es sino un espejismo de arenas movedizas, mientras que la verdad requiere a veces de un machete con el que defenderse, para desbrozar ese sendero selvático trufado de imaginarios peligros, un derrotero que nos conduce sin embargo a tierras mucho más firmes donde nuestra personalidad brilla y no queda sepultada bajo la lápida de la cobardía. Heráclito dijo que el carácter es el destino, y no seré yo quien le contradiga. Siempre me arrepentí de haber pronunciado aquellas palabras.

Recuerdo haber leído hace no mucho la entrevista a Enrique Vila-Matas en The Paris Review. Se me agolparon de pronto recuerdos de mi propia infancia en Barcelona mientras él hablaba de la suya, en plena posguerra. Describe cómo recorría el camino entre su casa, en la calle Rosellón, y su colegio, los Maristas, en el paseo de San Juan, cuatro veces al día durante catorce años, y añade que ese era su universo vital, el de un niño cuya madre obligaba a ir al barbero dos veces por semana y así tener tiempo para hacer sus recados y acaso librarse de él; un muchacho cuya mayor emoción cotidiana era detenerse a ver los nuevos estrenos en el Cine Chile. A ese colegio de los Maristas iban mis primos y yo llegué a detestarlo, pues a mi madre se le ocurrió apuntarme a clases de natación los sábados por la mañana a una hora inaudita, que a mí me parecía de una crueldad intolerable. Esa zona de la ciudad estaba relativamente cerca de mi casa, pero mentalmente muy alejada, pues mis errancias de niño, viajes obligados al colegio como los de Vila-Matas, se encaminaban forzosamente hacia el lado opuesto de la ciudad a bordo del autobús 22, una guagua en la que, sumadas las horas y multiplicados los trayectos, posiblemente haya pasado al menos un año entero de mi vida.