Aromas de seducción - Tessa Radley - E-Book
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Aromas de seducción E-Book

Tessa Radley

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Beschreibung

Una venganza muy peligrosa. El marqués Rafael de las Carreras había viajado hasta Nueva Zelanda con un único propósito: vengarse de la poderosa y odiada familia Saxon y reclamar lo que le correspondía por derecho. Seducir a Caitlyn Ross, la joven y hermosa vinicultora de los Saxon, era un juego de niños para él y la manera perfecta de conseguir lo que quería. Pero a medida que fue conociendo a Caitlyn, su encantadora mezcla de inocencia y pasión le hizo preguntarse si no sería él quien estaba siendo seducido.

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Seitenzahl: 165

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Tessa Radley

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Aromas de seducción, n.º 1989 - julio 2014

Título original: Spaniard’s Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4563-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Rafael Carreras, marqués de Las Carreras, estaba fuera de sí. Y cuando el temperamental español se enfadaba más valía alejarse de él hasta que recuperase su habitual cortesía.

Se dijo que tenía razones de sobra para estar furioso. Había volado desde España a Auckland, en Nueva Zelanda, pasando por Londres y Los Ángeles. Una alarma de seguridad en el aeropuerto de Heathrow había provocado un retraso de seis horas, haciendo que perdiera la conexión a Estados Unidos. Por si fuera poco, no quedaban plazas en primera clase en el siguiente vuelo y tuvo que viajar entre un sudoroso vendedor de coches con graves problemas de sobrepeso y una mujer al borde de un ataque de nervios con un niño llorón en brazos.

Cuando finalmente aterrizó en Auckland, con dieciocho horas de retraso, no había ni rastro de su equipaje, marcado con el monograma de Louis Vuitton. Y para rematarlo todo, le comunicaron que el Porsche que tenía reservado había sido alquilado a otra persona por no haberse presentado antes a recogerlo. Ni siquiera su tarjeta platino, sus cheques de viaje o la generosa cantidad de dólares americanos que ofreció en metálico le sirvieron para conseguir otro coche. Por lo visto, se celebraba un evento deportivo internacional y no quedaba ningún vehículo disponible en las agencias de alquiler.

El marqués no estaba acostumbrado a que lo trataran con displicencia, y menos una mujer de mediana edad que apenas se dignó a mirarlo mientras se pintaba las uñas y con la que no le valió de nada ni su sonrisa más encantadora ni un tono de voz amenazadoramente grave. Normalmente bastaba con decir su nombre para que le brindaran la mejor atención posible, las mejores localidades en las corridas de toros, la mejor mesa en los restaurantes, la compañía de las mujeres más hermosas y los mejores coches de alquiler.

No se podía creer que aquello le estuviera pasando a él. Finalmente, y desembolsando una fortuna en un sórdido negocio, consiguió que le alquilaran un espantoso cacharro negro y amarillo, lleno de abolladuras y de pegatinas fosforescentes de surf.

Hacía dos días que no pegaba ojo. No había podido asearse ni cambiarse de ropa. Y encima tenía que conducir aquella abominación con ruedas.

Veinte minutos de inestable conducción después, vio el letrero tallado a mano que daba la bienvenida a las bodegas de Saxon’s Folly, hogar de la familia Saxon. Un camino bordeado de árboles conducía a unas modernas instalaciones vinícolas y auna imponente mansión.

Detuvo el coche y contuvo la respiración. La casa era exactamente igual a como su madre la había descrito. De tres pisos y estilo victoriano, elegante y llena de historia, pintada de blanco y con balcones de hierro forjado.

Soltó el aire y aparcó el cuatro latas a la sombra de un gran roble. Fue entonces cuando descubrió que el freno de mano no funcionaba. Tuvo que saltar sobre una valla de alambre para encontrar una piedra lo bastante grande que poder colocar bajo el neumático trasero. No solo acabó con las manos sucias, sino con una mancha de barro en su inmaculado traje.

Masculló en voz baja y fue en busca de Phillip Saxon. Y de su destino.

Caitlyn Ross se fijó en el desconocido que llegó al funeral de Roland Saxon. Tras ella, los viñedos se extendían hasta las colinas que formaban The Divide. Pero en aquella ocasión no le echó ni un vistazo al paisaje.

Toda su atención se concentraba en el desconocido. Pero no era su estatura, su pelo largo y oscuro ni sus ojos negros lo que despertaba su interés, sino el fuego que despedía su mirada y la rígida pose con que se mantenía al margen del resto.

No tenía ni idea de quién podía ser ni de qué relación tenía con los Saxon, lo cual era extraño. Caitlyn llevaba trabajando allí desde que salió de la universidad, y casi se podía decir que formaba parte de la familia, pero a aquel hombre no lo había visto en su vida.

Junto a ella, alguien sorbió por la nariz y sacó un pañuelo. Phillip Saxon había acabado su discurso. Caitlyn recordó dónde estaba y apartó la atención del hombre misterioso. Era el turno de Alyssa Blake, quien pronunció unas breves y conmovedoras palabras. Roland era su hermano, pero nadie había sabido hasta entonces que los Saxon lo adoptaron cuando era un niño pequeño. Sin duda había sido un golpe muy duro para Heath, Joshua y Megan, los otros hermanos Saxon, quien siempre habían creído que los unía un vínculo de sangre.

Devolvió la mirada al desconocido. Estaba entre Jim y Taine, dos trabajadores de la bodega, pero no hablaba con ninguno. Observaba a los asistentes con el ceño fruncido, escrutándolos uno por uno.

¿Quién demonios podía ser? ¿Otro periodista que intentaba sacar los trapos sucios de la familia? Era lo último que necesitaban los Saxon en aquellos momentos.

Examinó la alta e imponente figura. Tenía el traje manchado de polvo, pero no parecía un periodista. Y tampoco podía ser un paparazzi, ya que no parecía llevar una cámara escondida en ningún sitio. Tal vez fuese un viejo amigo de Roland, de la escuela o de la universidad.

Decidió aproximarse y se internó entre la multitud, murmurando disculpas mientras se abría camino. Menos de un minuto después había llegado junto a Jim, quien le hizo sitio con una media sonrisa. Caitlyn se lo agradeció con un asentimiento y se colocó junto al desconocido.

En efecto, era alto. Por lo menos siete centímetros más que ella, que medía un metro ochenta.

–Creo que no nos han presentado –le dijo en voz baja.

Él la miró de arriba abajo con aquellos ojos en llamas, provocándole una sensación que no sentía desde hacía mucho tiempo.

–Soy Rafael Carreras –su acento extranjero era deliciosamente sensual. No parecía que fuese un amigo de la escuela… Tal vez un conocido. Al fin y al cabo, Roland había viajado por todo el mundo como director de marketing de Saxon’s Folly.

–¿Conocía a Roland? –le preguntó.

–No.

La breve y seca respuesta daba a entender que no quería revelar más información, lo que reavivó las sospechas de que fuera un periodista que acudía a alimentarse de la desgracia de la familia. Algo que Caitlyn no podía tolerar. Los Saxon ya habían sufrido bastante.

–¿Entonces qué está haciendo aquí? –le exigió saber.

Él volvió a recorrerla con una mirada entornada. Empezó por los zapatos, unas cómodas zapatillas negras de piel que tenía desde hacía diez años y que solo se ponía en las ferias vinícolas. A continuación subió por las piernas, sin medias y blancas tras pasar un invierno más largo de lo habitual enfundadas en vaqueros y pantalones. Examinó atentamente la chaqueta. A Caitlyn le había costado una fortuna, y solo se la había comprado porque Megan había insistido, asegurándole que el lino color melocotón combinaba maravillosamente bien con su piel blanca y su pelo rubio rojizo.

Finalmente levantó la vista hacia su rostro. Sus ojos se encontraron y Caitlyn se quedó momentáneamente aturdida. La expresión de aquel hombre sugería que no le gustaba nada de lo que veía. Todo lo contrario. Sus ojos negros tan solo transmitían el desprecio más profundo.

–¿Es usted miembro de la familia Saxon? –le preguntó él, arqueando una ceja.

–No, pero…

–Entonces, no es asunto suyo lo que hago yo aquí.

Caitlyn parpadeó con asombro. No estaba acostumbrada a que la trataran con una grosería semejante. Buscó con la mirada a Pita, el guardia de seguridad.

Miró de reojo al alto y moreno desconocido. Harían falta bastantes hombres para someterlo. Bajo el traje oscuro se adivinaba un cuerpo atlético y unos hombros anchos. Sus duros rasgos, nariz torcida y mirada feroz, no dejaban lugar a dudas: era un luchador nato que no se rendiría sin oponer resistencia.

¿Debería llamar a Pita y provocar un altercado’ No, definitivamente no era el momento de crear problemas.

Además, ¿qué pasaría si aquel hombre resultaba ser un socio comercial y ella intentaba echarlo? Se estremeció solo de pensarlo. Era mejor dejarlo en paz… Por el momento.

Un murmullo generalizado le llamó la atención. Alyssa había terminado de hablar y estaba abandonado la plataforma mientras se secaba las lágrimas. Joshua Saxon la rodeó con un brazo y se la llevó aparte. Estaban comprometidos y se amaban profundamente a pesar de todo lo sucedido el mes anterior.

Una extraña punzada atravesó a Caitlyn. Ella también ansiaba encontrar el amor. Estaba cansada de ser Caitlyn Ross, vinicultora jefe de Saxon’s Folly, número uno de su promoción, la estudiante modelo.

Quería lo mismo que todo el mundo. Amor, compañía, una vida compartida con alguien especial. Pero sabía que sus probabilidades de encontrarlo eran más bien escasas. No podía quejarse. Le encantaba trabajar en Saxon’s Folly, y hubo un tiempo en el que albergó la esperanza de que ella y Heath Saxon pudieran… Para Heath no era más que una buena amiga. En Saxon’s Folly, como en todas partes, la veían como a un chico más.

Sin embargo, el descarado examen al que acababa de someterla aquel desconocido no la hacía sentirse como un chico. Ni muchísimo menos. Aquel hombre la había mirado con arrogancia y desdén, pero desde luego la había visto como a una mujer.

No pudo resistir la tentación de fijarse otra vez en el desconocido y comprobar qué miraban aquellos ojos negros y escrutadores. Echó una mirada de soslayo… y el alma se le cayó a los pies.

Se había marchado.

Rafael había localizado su objetivo.

Con paso silencioso pero decidido se abrió camino hacia el hombre alto y con canas, Phillip Saxon. Se detuvo tras él y esperó a que terminase lo que a todas luces era un funeral. Había llamado a Saxon, había hablado con su secretaria, había hecho oídos sordos a las protestas de que no podía recibir a nadie en aquellos momentos y había advertido que se presentaría personalmente en las bodegas para verlo. No había explicado sus motivos, solo había dicho que era el dueño de unos famosos viñedos españoles. Pero lo que no se esperaba era que aquel encuentro fuese a tener lugar en público.

La multitud se separó y Rafael frunció el ceño al ver de nuevo a la mujer alta y pelirroja que lo había abordado minutos antes. Apretó los labios al verla acercarse. No era bonita y carecía de aquella conciencia de sí misma que poseían las mujeres hermosas. Pero tenía algo que…

Se encontró con sus sorprendentes ojos azules y la determinación que vio en ellos le hizo apartar la mirada. Ni nadie ni nada iban a distraerlo de su objetivo.

La gente se estaba moviendo. Un hombre alto y moreno permanecía en el borde del patio, junto a una parra y un rosal que parecía recién plantado.

–Se ha plantado en memoria de mi hermano Roland –explicó el hombre–. Que viva para siempre en nuestros corazones.

Todas las mujeres presentes hicieron uso de sus pañuelos, pero Rafael apenas oyó los lamentos y sollozos. Las palabras «mi hermano, Roland» resonaban en su cabeza. Roland Saxon había muerto. Una extraña ola de calor se desató en su pecho.

Se giró para mirar a Phillip Saxon y reconoció al instante la emoción que lo embargaba. Ira. Saxon se alejó de él. La ceremonia había concluido.

Rafael se apresuró a tocarlo en el hombro.

–Disculpe –el hombre se volvió hacia él y los dos se miraron en silencio.

Phillip Saxon tenía la nariz estrecha, el pelo negro, la frente ancha y unos ojos tan oscuros como los de Rafael, que lo miraban muy abiertos.

–No –espetó.

Rafael esperó unos segundos a que se recompusiera.

–No puede ser… –murmuró Saxon, sacudiendo la cabeza.

–¿Phillip? –la mujer con el cabello rubio rojizo apareció a su lado–. ¿Va todo bien?

Rafael apartó reacio la mirada de Saxon y vio la expresión hostil en los azules ojos de la mujer.

–Nos gustaría tener un poco de intimidad, por favor –exigió Rafael con el tono y la mirada glacial que reservaba para los paparazzi.

Phillip puso una mueca de horror.

–¿Quieres que me vaya? –le preguntó la mujer a Saxon, pero sin apartar los ojos de Rafael.

–No… Quédate.

Aquella mujer debía de ser alguien importante para la familia y él la había despreciado como si fuera alguien insignificante. ¿Quién podía ser?

Volvió a mirarla de arriba abajo, ignorando el gemido ahogado de la mujer. Por su aspecto, su sencillo peinado y su ropa no parecía pertenecer al refinado círculo social de los Saxon, por lo cual debía de tratarse de una empleada. Una empleada muy impertinente.

–Allá usted si no le importa que esta conversación se haga pública. Pensaba que querría evitarlo, al menos hasta haber tenido ocasión de negociar.

Saxon comprendió lo que le estaba diciendo. Se irguió en toda su estatura y una mezcla de alivio y desprecio brilló en sus ojos. Sin duda creía que podía sobornar a Rafael.

–Pensándolo bien, será mejor que nos dejes, Caitlyn.

¿Caitlyn? ¿Aquella mujer era Caitlyn Ross, la afamada vinicultora de Saxon’s Folly? Rafael esperaba encontrarse con una mujer mayor y más sofisticada que aquella insolente veinteañera.

–De ninguna manera voy a dejarte a solas con él –declaró Caitlyn–. Lo que ha dicho suena a amenaza –le sostuvo la mirada a Rafael, desafiante–. Me quedo aquí.

Así que también era valiente. E insensata.

–No debería meterse donde no la llaman –le dijo en voz baja.

–¿Ahora me está amenazando a mí? –replicó ella, poniéndose roja.

–Es un consejo, no una amenaza. Es un asunto de familia… No tiene nada que ver con usted.

–Los asuntos de familia son también mis asuntos –declaró ella con vehemencia.

–Caitlyn es como de la familia –dijo Phillip al mismo tiempo.

A Rafael lo irritó profundamente la mirada de gratitud que la mujer le dedicó a Saxon. Se metió las manos en los bolsillos y los miró a ambos con furia.

Saxon tragó saliva, buscando las palabras que hicieran marcharse a Rafael.

Por primera vez desde que descubrió la verdad, Rafael comenzó a disfrutar con la situación. Saxon se encontraba en un aprieto, y aquella mujer aparentemente tan inofensiva estaba demostrando ser un desafío que Rafael no había previsto.

–Caitlyn, cariño, ¿dónde has pedido que sirvan los canapés? –preguntó Kay Saxon, acercándose a ellos con expresión apurada.

Caitlyn abrió la boca para responderle, pero Rafael se adelantó.

–Preséntenos –le ordenó a Phillip.

Saxon palideció y miró angustiado a su mujer.

–Kay, este es… –vaciló mientras Rafael aguardaba en silencio–. Lo siento, no sé su nombre.

–Me llamo Rafael Carreras.

La señora Saxon le brindó una sonrisa cortés y le ofreció la mano.

–Mucho gusto, señor Carreras.

Así que lo tomaba por un socio comercial o algo por el estilo…

–Ah, un apretón de manos es algo muy británico… Seguro que llegaremos a conocernos muy bien –se adelantó y le rozó las mejillas con las suyas al modo europeo. Por encima del hombro de la mujer vio el pánico y la angustia en los ojos de Phillip.

A Rafael lo satisfizo saber que aquel hombre le tenía miedo. Y con razón, pues él podía destruir todo cuando le era querido.

Vio a Caitlyn con la mano extendida.

–Si va conocer a los Saxon será mejor que nos presentemos. Soy… –Rafael ignoró la mano que le ofrecía. En vez de eso le puso las manos en los hombros y se inclinó hacia delante. La mujer desprendía un delicado aroma a flores.

–Encantado de conocerte –le dijo en español. Le rozó la mejilla con los labios, oyó su gemido ahogado y la besó en la otra mejilla, prolongando el contacto con su piel, blanca y suave–. El placer es todo mío, señora Ross –le susurró al oído.

Ella se echó hacia atrás, sobresaltada.

–¿Sabe mi nombre? –era demasiado modesta. Pues claro que Rafael sabía su nombre. Una joven promesa que dos años antes había ganado la medalla de plata en el World Wine Challenge y que el año anterior se había hecho, junto a Saxon, con la codiciada medalla de oro.

–Le sorprendería lo mucho que sé…

Fue el turno de Phillip de ahogar un gemido.

El temor inicial fue reemplazado por un brillo de furia en los ojos de Caitlyn.

–Puede que no sepa tanto como cree, señor Carreras. Soy la señorita Ross.

–Ah –murmuró él, entornando los ojos ante el intento de Caitlyn por mantenerlo a raya con una gélida formalidad–. Debería haberlo imaginado.

Los azules ojos de Caitlyn ardieron de indignación. Mejor así. Prefería verla enfurecida en vez de asustada, aunque se preguntó de qué podía tener miedo, ya que era imposible que supiera lo que hacía él allí.

Saxon se removió inquieto y Rafael devolvió la atención al hombre por el que había cruzado el mundo para encontrarlo.

–Caitlyn, Kay, será mejor que hable a solas con el señor Carreras.

Su esposa frunció el ceño.

–¿Por qué?

–Puede que su marido no le haya contado algunas cosas, señora Saxon –le insinuó Rafael con un ligero toque sarcástico.

–Mi marido me lo cuenta todo –replicó ella.

–¿En serio?

–Es usted un impertinente –no fue Kay quien habló, sino Caitlyn. Rafael se volvió hacia ella, irritado. La única insolente allí era ella. ¿Cómo se atrevía a faltarle al respeto? Nadie había osado jamás ofender al marqués de Las Carreras.

–Tenga cuidado…

–¿O qué? –lo retó ella–. ¿Me está amenazando? Está en una propiedad privada y…

–Caitlyn –Phillip le puso una mano en el brazo, pero ella no se dejó apaciguar.

–Llama a Pita. No puede entrar aquí y amenazarte como si nada, Phillip.

–No estoy amenazando a nadie –dijo Rafael, mirándola fijamente–. Y nadie va a echarme de aquí. Pero estoy seguro de que él preferiría que hablásemos a solas.

–Tiene razón, Caitlyn –afirmó Phillip.

–Me gustaría escuchar lo que este hombre tiene que decir y que según él no me has contado –añadió Kay, hundiendo sus tacones Ferragamo en la tierra–. Caitlyn tiene razón, es un impertinente.

A Rafael se le acabó la paciencia. La irritación de los dos últimos días, unida al dolor y la ira que había estado conteniendo en los últimos meses, estalló en su pecho y terminó por desatarle la lengua.

–¿Es impertinente viajar hasta Nueva Zelanda para conocer a mi padre?

–Kay, cariño, vámonos. La gente está esperando para presentar sus respetos –Phillip le pasó un brazo por los hombros a su mujer, tenso y pálido.

Kay no hizo ademán de moverse. Rafael apoyó las manos en las caderas y sacó pecho, preparado para la batalla.

–Señora, mi nombre completo es Rafael López y Carreras.

–¿López? Hubo una chica, una joven… –Kay arrugó la frente–. Creo que se llamaba María López. No, no lo creo; estoy segura. Estaba buscando a su familia… Su padre, o quizá su tío, había muerto en el terremoto de Napier… Sí, eso es. La recuerdo muy bien. Se llamaba María.

–Es el nombre de mi madre –dijo Rafael, clavando la mirada en Phillip.

Kay abrió los ojos como platos, se llevó la mano a la boca y se volvió hacia su marido.

–Dime que no es verdad.

A Caitlyn se le cayó el alma a los pies al ver la expresión de Kay. ¿Cómo podía creer las palabras de Rafael?

Phillip sacó un pañuelo del bolsillo y lo desdobló para secarse la frente.

–Ya veo que no vas a negarlo… –dijo Kay, y examinó a Rafael–. ¿Cuántos años tiene?

–Treinta y cinco.

¿Por qué Kay no lo mandaba al infierno?

–La misma edad que Roland… ¿Cuándo nació?

Rafael se lo dijo y Kay encogió el rostro con una mueca de dolor.

–Eso te convierte en el hijo mayor de Phillip… aunque Roland, nuestro… mi primer hijo no hubiera muerto.

La mirada que le echó a su marido estaba cargada de reproche. Él le agarró la mano.

–Kay, lo siento. Yo nunca…