¿Arrepentida? ¡Jamás! - Tabitha Webb - E-Book
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¿Arrepentida? ¡Jamás! E-Book

Tabitha Webb

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Beschreibung

Harper F, Historias en Femenino Stella, Ana y Dixie siempre han vivido la vida al máximo. Sin embargo, ahora que se acercan a los cuarenta, la realidad les está empezando a cortar el rollo… Stella adora a sus hijos, pero echa de menos su rutilante carrera. Además, ni se acuerda de la última vez que tuvo sexo. Ana está buscando un bebé con su pareja, Rex. Entonces, ¿por qué no deja de pensar en su ex? Dixie es la más alocada, una adicta a Tinder que nunca sentará la cabeza. Pero ¿acaba de encontrar por accidente al hombre perfecto? Es hora de que las chicas den un cambio radical a su vida y empiecen a pasárselo bien. Porque uno solo se arrepiente de las cosas que no ha hecho, ¿verdad?

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Seitenzahl: 503

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

¿Arrepentida? ¡Jamás!

Título original: No Regrets

© Tabitha Webb 2020

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© Traductora Sonia Figueroa

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: HQ 2020

 

ISBN: 978-84-1897-607-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

1. Stella

2. Ana

3. Dixie

4. Stella

5. Ana

6. Dixie

7. Stella

8. Dixie

9. Stella

10. Ana

11. Stella

12. Stella

13. Ana

14. Dixie

15. Stella

16. Ana

17. Ana

18. Stella

19. Dixie

20. Ana

21. Dixie

22. Stella

23. Ana

24. Dixie

25. Stella

26. Dixie

27. Ana

28. Stella

29. Stella

30. Stella

31. Stella

AGRADECIMIENTOS

 

 

 

 

 

 

Dedicada a todas mis mujeres independientes favoritas. Mi madre, Morwenna; mis hermanas, Julie, Merryn e Imogen; y mis hijas, Betsey y Primrose.

1

 

Stella

 

 

 

 

 

—¡Mierda! ¡Mierda!

Stella masculló la palabrota en voz baja mientras luchaba por meter a Rory, su hijo de dos años, en el asiento plegable naranja chillón del carrito del supermercado. El niño había pasado una pierna por encima del manillar y tenía un regordete brazo atrapado por debajo; el otro brazo estaba pillado en el mango del freno, la otra pierna había quedado encajada en el mecanismo del asiento. Daba la impresión de que había una última extremidad adicional con la que ella no contaba, una con la que Rory aferraba una bolsa de monedas de chocolate que llevaban un buen rato deshechas y estaban goteando. Estaba luchando por desenmarañar las múltiples extremidades del niño cuando su bolso Celine micro color caramelo, uno de los beneficios extra de su antiguo trabajo, se le resbaló y esparció su contenido por el pegajoso e infestado de gérmenes suelo de vinilo. Volvió a soltar una palabrota, esa vez en voz más alta. No tenía un buen día; de hecho, estaba teniendo una mala semana. Desde el lunes como mínimo, su vida había sido un desastre. Desde la llamada de la compañía financiera de la tarjeta de crédito, la llamada que iba a devolver tan pronto como fuera humanamente posible… al día siguiente, quizás.

—¡Perdón!

Estaba cortando el paso, obstruyendo el acceso del resto de madres a los saludables productos frescos, fastidiándoles un horario que tenían coreografiado al milímetro. La una chasqueó la lengua, la otra tosió mientras pasaban por encima, por un lado o por en medio del desparramado contenido de su adorado Celine.

—¡Perdón! ¡Lo siento mucho!

Se había formado una fila de jóvenes madres vestidas en tonos pastel —mamás glamurosas, que entraban con grácil soltura para completar sin problema alguno la compra semanal— junto con su pálida prole chupa-apios. Los niños de boca limpia y mejillas sonrosadas permanecían sentados bien erguidos en sus respectivos asientos plegables, mordisqueando tan tranquilos snacks sin gluten ni lactosa mientras les conducían por los pasillos en rutas bien transitadas donde reinaba el orden. Las salidas de compras de Stella seguían un esquema menos preciso… como para demostrar que ese era el caso, Rory se puso a berrear. Sabedora por experiencia de que estaba a unos diez segundos de que el supermercado en pleno fuera testigo de su fracaso como madre, le entró el pánico y, a toda prisa, sacó como buenamente pudo a su hijo (que no paraba de moquear y cada vez estaba más pringado de chocolate) del asiento y lo puso en el fondo del carro; él dejó de gritar y se quedó allí sentado, boquiabierto e incrédulo al verse degradado, pero entonces empezó a temblarle la mandíbula. Consciente de que aquello era el comienzo de un nuevo berrinche, Stella le exprimió sobre el puño abierto una moneda de chocolate prácticamente líquida que el niño procedió a llevarse de inmediato a la boca. Haciendo caso omiso de la suciedad del suelo, agradecida de llevar puesta su cómoda sudadera de Pineapple Studios (era jueves, así que estaba convencida de que no se la había puesto más de tres días seguidos… Bueno, vale, tres y medio), empleó el antebrazo para juntar en un montoncito pintalabios, protectores labiales, cremas hidratantes, geles desinfectantes, toallitas húmedas usadas, tampones, juguetes mordisqueados, analgésicos y pelusas.

Miró a Rory con nerviosismo para comprobar cómo estaba, y vio que se había hartado de chuparse el chocolate de los dedos y se había subido al asiento. Una persona de hombros bronceados y sonrisa solícita estaba parada junto al carro.

—Permíteme —dijo la persona en cuestión antes de sacar un paquete de tamaño industrial de toallitas húmedas de su bolso (uno inca, fabricado a mano en Sudamérica).

Era la niñera de los Van Ness. Stella había coincidido con ella en alguna breve ocasión… a las puertas de la escuela, probablemente. Con toda la naturalidad del mundo y, lo más importante de todo, sin que Rory objetara lo más mínimo, empezando por la boca y siguiendo de dentro hacia fuera a lo largo de cada miembro, concluyendo en el mango del carro, la joven limpió todas las superficies achocolatadas.

—Ya está. ¿Quién es un niño listo? —Le alborotó el pelo y le pasó el puñado de toallitas sucias a Stella—. Ya está, ahora ya se le ve… ¿Cómo se dice…? ¿Feliz como una lombriz?

La peculiar expresión empleada, dicha además con aquel acento latino, hizo que Stella se echara a reír. No recordaba el nombre de aquella joven, pero sabía que tenía algo que ver con el chocolate.

—Gracias. Soy… Eh… Stella.

—Sí, ya lo sé.

Stella la miró en silencio, a la espera de que añadiera algo, pero la joven se limitó a mirarla a su vez. Era toda ojos (unos ojazos verdes), piel mediterránea y unos labios color rojo eléctrico que esbozaban una sonrisa traviesa.

—No me acuerdo de cómo te llamas.

—Sí, ya lo sé.

Sus labios se entreabrieron y revelaron una sonrisa que habría sido el sueño de cualquier higienista dental. A Stella le llegó el olor de una crema solar: manteca de karité y plátano con una pizca de vainilla.

—Soy Coco. Trabajo para los Van Ness.

—Sí. Claro. Ya lo sabía, sí. Me alegra volver a verte. Me encanta la blusa que llevas, ¿es de Tom Williamson?

—¿Esta? No sé, la he tomado prestada. Me encanta el color. —Tocó con un dedo uno de los finos tirantes amarillos.

Ah, aquel color. Aquel color amarillo, como el de un campo de girasoles, le evocaba tantos recuerdos felices a Stella… Era exactamente el mismo tono de los vestidos de dama de honor que Ana y ella se habían puesto para la boda de Dixie. Todavía tenía una foto de las tres: Dixie de un rosa vergonzante, como el de un vestido para el baile de fin de curso; y Ana y ella misma, sus sonrientes cómplices bañadas por un cálido sol. El matrimonio en sí había sido una catástrofe, por supuesto, pero había sido una de las bodas más desmadradas a las que había asistido; de hecho, todavía estaba en pie una prohibición de hablar sobre la mitad (como mínimo) de todo lo ocurrido durante la fiesta posterior. En aquel entonces debían de tener la edad de Coco más o menos; en aquella época Stella era tan joven y sexi como ella, estaba igual de segura de sí misma. Echaba de menos esa sensación, aunque la verdad es que no sabría decir si alguna vez había llegado a ser así de sexi.

—¿No tienes frío con eso puesto?

Coco se rio con despreocupación y se sacó una sudadera con capucha del bolso. Stella percibió un aroma a limón.

—Sí, un poco. Pero estamos en primavera. Es muy importante que te dé el sol en la piel, ¿no te parece? —Alzó un antebrazo y acarició la firme, satinada piel. Una piel bronceada de la que emergían pelitos rubios.

Stella se estremeció y reprimió el impulso de comparar el bronceado brazo de la niñera hispana de veintipocos años con la epidermis salpicada de marcas y dañada por el sol de una mujer de cuarenta años con dos hijos, una mujer que llevaba unos cuatro días sin ducharse ni cambiarse de ropa.

—Me alegra volver a verte, Coco. ¿Qué tal están los Van Ness? Hace semanas que no veo a Penelope.

—¡Oh, están de maravilla! La señora Penelope Van Ness está disfrutando de unos días de relajación en Goa.

—¡Qué bien! Bueno, qué suerte la suya. Salúdala de mi parte. Vamos, Rory. Intentemos terminar este espectáculo de terror antes de que se te caiga el halo.

Los ojos del niño siguieron a Coco mientras esta reía, la devoraba con la mirada como si estuviera bañada de chocolate. La joven se inclinó hacia delante y le besó, primero en la frente y después en los labios, y Stella tuvo que reprimir el impulso de apartarla de un empellón. ¡Los labios! ¡Eso ya era pasarse!, ¡puaj!

—Le gustas. Eso es muy inusual —comentó.

—Los críos me adoran, saben que les quiero incondicionalmente —lo dijo con suma seriedad.

Stella decidió que ya había tenido bastante. Hete allí otra hippynew age perdida en el fantasioso país de las hadas.

—Sí, seguro que es por eso. Un placer verte, Coco. Seguro que volveré a coincidir contigo.

Se dirigió hacia el pasillo de la fruta a toda prisa con su carro y su retoño, que se inclinó hacia un lado para intentar lanzarle una sonrisa de oreja a oreja a Coco.

—Eso espero, me encantaría —dijo la joven.

Al rodear la pirámide de patatas amontonadas, Rory la perdió de vista y se puso a berrear. Stella le exprimió otra moneda de chocolate en la zarpa y empezó a rodearle de alimentos que, Dios mediante, llegaría a comerse algún día: zanahorias, apio, pepinos, clementinas. Todo sano, vamos. Rory se sentó entre el arcoíris creciente de fruta y verdura, y se consiguió algo de chocolate que chupar en un ticket de compra que había encontrado en el fondo del carro.

Stella estaba pasando por delante de la sección de lácteos refrigerados cuando vio fugazmente la morena espalda desnuda de Coco en el pasillo de las galletas. La joven estaba llenándose la cesta de Hobnobs, digestivas de chocolate y glaseadas de jengibre. Además de la blusa amarilla de tirantes finos, y de la suave sudadera gris que olía a limón y que llevaba en ese momento echada sobre los hombros (seguro que algún instructor de surf veinteañero se la había dejado olvidada en su cama), llevaba también unos pantalones blancos de licra que, al estirarse cuando se agachó para agarrar una caja de Oreos, revelaron que no le hacían falta soporte ni protección adicionales. Stella lamentó haber optado por unos baratos pantalones rosa de Sweaty Betty (se suponía que eran de deporte, pero la verdad es que nunca habían echado a correr).

Se escabulló para evitar ser vista y verse obligada a soportar más conversación, pero no pudo resistir la tentación de asomarse desde detrás del expositor de patatas fritas Kettle para ver qué más había metido en la cesta. Tres paquetes de fideos instantáneos; una caja de salvado con pasas; un litro de helado de vainilla; otro litro de helado, pero de mango. Mantenía una postura ejemplar: el cuello curvado y erguido como una bailarina, los hombros rectos, brazos y espalda tonificados.

Tras verla doblarse por la cintura sin titubear lo más mínimo para alcanzar una hogaza de pan integral y cuatro latas de alubias rojas del estante de abajo del todo, Stella tomó una bolsa de patatas fritas de tamaño familiar del expositor que tenía justo al alcance de la mano. Al meterla en el carro, su mirada recayó en su propia vestimenta: en la parte frontal de la sudadera había manchas de té y de café, varias salpicaduras de aceite, y en ese momento notó un olorcillo a… ni a limón ni a manteca de karité, olía a pescado; ah, y llevaba puestas las botas de agua pintadas a mano de su suegra. A ver, para ser justos, eran las que había visto más cerca de la puerta y, teniendo en cuenta que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que lloviera cada vez que iba al supermercado, le habían parecido la opción más sensata. Pero en ese momento, viendo a Coco con toda aquella saludable, adorable, juvenil vitalidad, sentía una vergüenza y un pesar demoledores: vergüenza por cómo iban en declive sus estándares, y pesar porque lo de doblarse por la cintura para tomar algo de un estante inferior era algo que ella no podría volver a hacer jamás; en vez de eso, se inclinó ligeramente y bajó la mano hacia uno que estaba más a su alcance para hacerse con unos cacahuetes tostados con miel.

—¿Steeeella? Pero ¿qué estás haciendo ahí abajo?

Era una de esas voces chillonas que se expanden y llenan hasta el último recoveco, era tal y como Stella imaginaba que sonaba la suya propia cuando su vida se volvía demasiado dura. Era una voz que la perseguía y la atormentaba. Agarró a toda prisa unas calabazas, linaza y semillas de chía, añadió también algunas legumbres variadas y lo metió todo en el carro alrededor de Rory en un intento desesperado de ocultar los paquetes de chocolatinas variadas, los caprichitos de chocolate de gran tamaño y el pack en oferta de patatas fritas Kettle. Sabía que allí debajo, en algún lugar, había fruta y verduras frescas.

Olivia Oysten-Taylor iba vestida de blanco, tal y como cabía esperar en ella. Pero no era un blanco normal, sino uno de esos que solo existen en el mundo de los anuncios. Ah, y había optado por un estilo deportivo.

—Hola, Olivia, qué alegría verte. Estás fantástica, pareces Billie Jean.

Se dieron dos besos al aire.

—¡Te he reconocido desde atrás de inmediato!

Stella se preguntó qué querría decir eso de «desde atrás», pero se limitó a decir:

—¿Te acuerdas de Rory?

Olivia se inclinó un poco hacia él.

—Oh, no sé por qué, pero estaba convencida de que se llamaba Tom. Tommy es un nombre precioso, de lo más británico.

—Tom es su hermano, está en el colegio.

—Pero ¡qué guapo eres!, ¡qué adorable! ¿Serás un hombre de éxito como tu padre cuando crezcas y te pongas grande? ¿Serás como ese encanto de Jack?

—Jake.

—Sí, ¡por supueeeesto! Jake. Un encanto de hombre.

—¿Qué tal está Rups? —Le encantaba decirlo. Rups. Era un nombre que solo le quedaría bien a un osito de peluche—. ¿Está bien? Rups.

—¡Está de maravilla! Vamos a comprar una casita en Vermont, un pequeño lugar de escapada para el otoño. Es que resulta de lo más difícil encontrar un lugar entretenido al que ir de vacaciones en otoño, ¿no te parece?

—Sí, tienes toda la razón.

Mientras hablaba era consciente de que Rory estaba empezando a soliviantarse otra vez. Estaba mordisqueando la envoltura de papel de aluminio de una de sus desaparecidas monedas, la mitad de las cuales estaban secándose entremedio de su flequillo (hablando del flequillo, Stella se dio cuenta en ese momento de que al niño le hacía falta con urgencia un buen corte).

El niño alargó una amistosa mano para intentar tocar el impecablemente maquillado rostro de Olivia, quien se echó hacia atrás como si las manchas de chocolate fueran tóxicas en vez del inofensivo residuo de un dulce de chocolate con leche.

Stella deseó haberse puesto las gafas de sol. Si la gente no la reconocía, dejaría de tener aquellos encuentros incómodos y perturbadores. Era uno de los mayores inconvenientes de vivir en Wandsworth: siempre corrías el riesgo de encontrarte con alguien conocido cuando ibas a alguna tienda, así que se suponía que siempre tenías que esforzarte por arreglarte un poco antes de salir de casa aunque eso supusiera luchar por enfundarte las mallas de Sweaty Betty que te compraste cinco años atrás (justo después de que naciera Tom), unas mallas que hasta esa semana no te habías puesto para salir a la calle ni una sola vez.

Rory estaba parloteando y limpiándose los dedos en la chaqueta con sumo regocijo. Pero eso no era algo que le preocupara, ya que había aprendido tiempo atrás a ponerles a sus hijos ropa oscura para disimular los problemas que tenían con el chocolate.

El niño chilló algo que ella interpretó como «moneda», pero que podría ser vete tú a saber qué. A lo mejor estaba dando un informe pormenorizado sobre sus defectos como madre.

—Shhh… Calla, cielo —susurró antes de darle una zanahoria que su hijo procedió a tirar al suelo.

—Qué testarudo es, ¿no? —comentó Olivia, que tenía un aspecto prístino. Pintalabios aplicado a la perfección; cejas delineadas con esmero. ¡Por el amor de Dios, si hasta llevaba puesta una falda de tenis de verdad!

—Ajá. ¿A dónde vas con esa pinta tan fabulosa?

—He encontrado el profesor de tenis más subliiiiime del mundo, ¡es un sueño! Jugó en el circuito en los noventa. Francés. Un talento inmenso. —Simuló un débil revés a dos manos—. ¿Tú juegas?

—¿Al tenis? No, ya no. Lo dejé cuando me torcí una rodilla esquiando en Klosters en el 97. Ahora ya no puedo practicar todos los deportes, tengo que priorizar.

Alzó la mano hacia el primer estante de arriba para agarrar algo beis que tenía pinta de ser orgánico… Ah, quinoa. Sonrió a Olivia como si tuviera perfectamente claro qué era aquello, y cuál era la mejor forma de prepararlo y servirlo.

—Tengo que irme ya, Olivia. A Tom le han pedido que haga la prueba en el club de ajedrez, y no quiero que llegue tarde a clase de cantonés.

—Ah, sáisáugãan hái bindouh a. —Al ver su cara de desconcierto, Olivia añadió sonriente—: ¡Ay, cielo, es cantonés! Significa «que tengas un día propicio». Siempre ayudo a Felix con los deberes.

—¡Ah, sí, claro! —Stella se echó a reír—. ¡Chao chao! —Vio que ponía cara de no entender nada, y optó por no pararse a explicarle que estaba haciendo un chiste racista.

—Tenéis que venir a casa para tomar unas Pimms y que los niños jueguen, en cuanto haga un poco más de calor.

—Sí, por supuesto, pero es posible que vuelva a trabajar en breve. Va a ser muy difícil compaginarlo todo. —Fue la primera mentira que se le ocurrió.

—Ay, ¿qué era lo que hacías…? ¿Estabas en relaciones públicas?

—Era periodista. Moda y famosos.

—¿En seeeriooo? Periodista, de moda… ¡y también de famosos! —¿Se dirigió su mirada con desdén, por un breve instante, hacia la informal ropa deportiva llena de manchurrones de Stella?—. ¡Qué actual!, ¡qué maravilla! ¿Vlogueabas? ¿Qué es una vloguera? ¡Qué emocionante! En fin, tenéis que venir a casa sí o sí. Tenemos una niñera nueva y prepara unas magdalenas glaseadas realmente divinas, ¡Felix y Quentin y Sebastian y Honor las comerían a todas horas! Podríamos ver si tiene una receta de pastel de chocolate para el pequeño Ror-Ror. Hemos remodelado el jardín entero con un cenador y un estanque…

—Sí, muy bien. Tenemos que… —Stella le dijo adiós con la mano al marcharse, y se inclinó hacia delante para susurrarle a Rory al oído un improvisado final de la invitación de Olivia—: un estanque para el rebaño de búfalos de agua, una colonia de garcetas y otra de flamencos, y un cartel gigantesco donde pone «La maternidad no es un deporte de competición». Tienes razón, Olivia es una arpía. ¡No tenemos por qué volver a verla en la vida!

Alrededor del chocolateado crío se amontonaban capas de comida: pan y harina integrales; productos orgánicos certificados varios, desde semillas hasta legumbres; después había varias capas de dulces y aperitivos para picotear; y, al fondo de todo, fuera del alcance de la mano, compactadas y deformadas a esas alturas por el peso de todo lo que tenían encima, frutas y verduras variadas que habían sido golpeteadas por Rory en su mayoría y que no tardarían en quedar incomibles. Tenía que hacer algo respecto a la dieta, la verdad. Se inclinó un poco hacia delante para agarrar un tarro de Nutella y notó que algo se le aflojaba en la espalda… Un disco. ¡Dios, no, un disco no! ¡Y tenía que ser en ese preciso momento! Con un gemido y mucha cautela fue incorporándose, y no pudo evitar recordar la fluidez carente de esfuerzo de la maniobra con la que Coco había alcanzado el estante de abajo del todo: Tuladandasana-Nutella, bastón en equilibrio con Nutella. ¡Algún día sería capaz de alcanzar un bote de Nutella situado en un estante inferior sin correr el riesgo de sufrir un fallo total de la médula espinal! Más yoga, se prometió a sí misma. O tal vez Pilates. Decidió informarse un poco al respecto, no tenía sentido tomar decisiones precipitadas.

Se preguntó si debería comprar más semillas y legumbres (por cierto, tenía que buscar «legumbres» en el diccionario, a juzgar por cómo sonaba debía de ser un alimento de lo más completo). Revisó los estantes en busca de más productos de ese estilo y se sintió mejor de inmediato; podía comprar un surtido variado de alimentos «sanos» (productos naturales, lentejas, arroz salvaje, piñones, semillas de girasol…), y decidir más adelante lo que iba a hacer con ellos. Quedarían la mar de bien en el armario de la cocina, y la mera idea de pensar en comprarlos hacía que ya se sintiera más delgada. Que ella supiera, no existía ni un solo plan dietético en el mundo que no abogara por las semillas, a lo mejor podía tostarlas en su horno y guardarlas en un viejo tarro de mermelada para cuando le apeteciera picar algo… Sí, no había duda de que esa era una opción. Estaba convencida de haber visto a Victoria Beckham ir de acá para allá con unas semillas y la cosa parecía funcionarle bien, incluso con cuatro hijos de diseño y dos carreras boyantes.

Mientras circulaba apresuradamente por los pasillos, mantuvo un ojo alerta por si veía aparecer a Coco… y el otro lo mantuvo alerta por Olivia. Pensó para sus adentros que era una lástima que las amistades que tenía en ese momento fueran más como la segunda, en vez de interesantes como la primera. Tal vez Coco fuera un poco rara, la verdad, pero Olivia… Olivia era todo cuanto ella no quería ser, aquello en lo que quizás estaba convirtiéndose (y eso le aterraba), pero también la envidiaba. Gracias a Dios que todavía tenía amigas como Ana y Dixie para mantenerla cuerda. Compartir con ellas el caos de sus respectivas vidas la ayudaba a convencerse a sí misma de que no estaba perdiendo el juicio, o que al menos no era la única a la que estaba sucediéndole.

No volvió a ver a Coco, pero Olivia —de espaldas a ella, por suerte— estaba pagando una botella de agua en la caja para compras de hasta seis productos cuando vio, para su gran regocijo, que Rory se las había ingeniado en algún momento dado para limpiarse cuatro dedos pringados de chocolate en su falda de tenis. Las rayas verticales parecían mierda bajo las brillantes luces del supermercado, era como si se hubiera quedado sin papel y hubiera empleado la mano antes de limpiársela en su faldita de tenis azul y blanca. La cajera interrumpió su momento de felicidad.

—Lo siento, cielo, ¿podrías intentarlo otra vez?

—¿Qué?

—La tarjeta no funciona.

—¿En serio? ¡Qué raro!, no sé por qué… —Empezó a ponerse roja como un tomate, sintió el sudor que empezó a emergerle de los poros por encima del labio superior. Recordó avergonzada los mensajes de voz de Barclaycard a los que había hecho caso omiso—. Espere, lo siento, ¡tengo otra! —Intentó reírse con naturalidad—. Demasiadas fiestas, suele suceder, ¿verdad?

Sacó la tarjeta vinculada a su cuenta personal y rezó a todos los dioses de la economía familiar organizada, rogando haber dejado algo de dinero en dicha cuenta.

—Hecho.

Las gotas de sudor empezaron a secarse, y Stella encontró consuelo y distracción en el recuerdo de la falda manchada de Olivia.

—¡Bien hecho, Rory! Llegarás lejos.

Aún estaba alabando risueña a Rory cuando salió del supermercado y se encontró con un aguacero. La oscuridad opresiva de las nubes bajas, la cortina de agua que les rodeaba… La inundó una sensación de temor que le heló las venas, y se prometió a sí misma que iba a devolver las llamadas de Barclaycard. Sabía que, por una vez, lo más probable era que no tuviera la culpa de aquel problema de liquidez, ya que la tarjeta de Barclaycard se pagaba desde la cuenta de Jake… Se detuvo en seco ante una súbita oleada de preocupación por la posible relación del problema con Barclaycard con lo taciturno que había estado Jake últimamente, pero descartó la idea y procedió a meter la compra en el monovolumen mientras Rory sonreía de oreja a oreja y le mostraba con orgullo sus nuevos ojos, unos ojos de panda recién creados a base de chocolate.

—¡Qué payaso eres! —exclamó ella, riendo, mientras él protestaba chillando al ver que le separaban de su carro.

2

 

Ana

 

 

 

 

 

—¿Seguro que estás listo, Rex? —preguntó Ana en voz alta, al salir de la ducha del pequeño cuarto de baño que ambos compartían. Su cabello, largo y oscuro, caía chorreando por su espalda de piel color caramelo—. ¿Vamos a hacerlo?, ¿en serio? Quiero que de verdad sea la decisión correcta, para ambos, no quiero que te sientas… atrapado.

Se escurrió un poco el pelo, se envolvió en una toalla y se dirigió descalza a la pequeña cocina de estilo años setenta con revestimientos de madera. Rex estaba allí, tomándose un café.

—Aunque no tengo ni idea de dónde vamos a ponerlo —añadió ella mientras recorría con la mirada el pisito tipo estudio que compartían, que tenía el tamaño de un sello de correos—. Tengo que regar esa planta.

En la ventana de la cocina, una cinta de la que colgaban hijuelos a rebosar estaba deshidratándose milagrosamente. ¿No se suponía que eran como las cucarachas? Podían soportar un invierno nuclear, pero una primavera en Battersea era demasiado. Parte de la preparación de Ana para la edad adulta y una futura maternidad se basaba en una progresión: el objetivo consistía en, primero de todo, mantener viva una planta durante más de seis meses, pasar de nivel entonces a una mascota y, si ambas seguían vivitas y coleando doce meses después, un hijo. La planta todavía estaba viva; su gato, Boris, atigrado y medio asilvestrado, se había largado varios meses atrás. Rex insistía en que debían de haberlo atropellado, pero ella sabía que seguía vivo: le había visto en más de una ocasión escondiéndose detrás de los cubos de basura. Había fingido que no la conocía.

—Ya te lo he dicho otras veces, Ana, si es lo que quieres…, lo que necesitas, pues vamos allá. Yo estaré aquí a cada paso del camino.

—¿De verdad? —Le sonrió con timidez—. ¿Aunque se supone que es tan estresante como un divorcio o perder a tu padre o a tu madre?

—Mira, no quiero ser una de esas personas que se obsesionan tanto con la idea de tener un hijo que son incapaces de pensar o de hacer nada más allá de eso. Es algo que me aterra. Si estamos destinados a tenerlo, pues así será; de no ser así, podemos comprar un barco, navegar por el mundo, disfrutar de la vida.

—No te gustan los barcos, Rex. Ni siquiera te gusta el agua.

—Bueno, en realidad es el agua dulce la que no me gusta, me estropea las lentillas. —Sus ojos azules la miraron chispeantes mientras se reía—. Te amo, tan sencillo como eso. Y, si somos tú y yo por siempre jamás, seguiré siendo un hombre muy feliz. —Echó al fregadero lo que le quedaba del café y se dirigió hacia la puerta.

Justo cuando iba a pasar junto a ella, Ana dejó caer la toalla al suelo y preguntó:

—¿No estás olvidándote de algo?

Una suave corriente de aire la acarició, su piel desnuda se erizó y se le irguieron los pezones. Tenía la manía de que a lo mejor eran demasiado grandes, pero nadie se había quejado hasta el momento.

—¡Vaya! ¿¡Estás ovulando!? —Le cubrió un pecho con la mano—. El tamaño perfecto para que quepa en la mano. —Le atrapó el pezón entre los nudillos del índice y el corazón.

Ella bajó la mano hacia su entrepierna y le acarició el miembro.

—Lo que no cabe en la mano no se debe desperdiciar. —Se echó a reír cuando notó cómo se agrandaba y superaba el tamaño de su mano—. Esta es la mejor forma de empezar la jornada, ¿verdad? ¿Me estás diciendo que preferirías estar trabajando?

A Ana le preocupaba que las relaciones sexuales que mantenían no fueran lo bastante frecuentes. Siempre le preocupaba no estar teniendo sexo suficiente y, ahora que lo practicaban con un propósito concreto, que era algo que formaba parte de su plan de vida, de lo que tenía que hacer porque, en caso de no aprovechar el momento, cabía la posibilidad de que no pudiera llegar a vivir esa experiencia jamás, le aterraba la idea de que pudiera convertirse en una tarea rutinaria. Un buen hombre era difícil de encontrar, y Rex estaba dentro de esa categoría. No quería tener que encontrar otro, se tardaba demasiado tiempo en adiestrarlos. Le condujo a la sala de estar, se tumbó de espaldas en el sofá, abrió las piernas lo suficiente para que pudiera ver el interior de su cuerpo y, acariciándose el clítoris con un dedo, le tentó juguetona:

—¿Seguro que tienes que irte a trabajar ahora mismo?, ¿en este preciso momento…?

—Dios, me pones tan…

Ella se deslizó un poco más hacia abajo en el sofá, de un dedo pasó a usar dos.

—Eres una picarona…

Ana le observó en silencio y sonrió con picardía cuando él, sin quitarse la ropa, se abrió la bragueta, sacó su erecto miembro y la penetró con una húmeda y fluida envestida. Sentir aquella dureza en su interior le hizo soltar un jadeo, y se sintió aliviada por un instante por el hecho de que siguiera deseándola tanto.

—Oh, Dios, qué mojada estás…

Sus largos y lentos movimientos (ni los más largos ni los más lentos que ella había experimentado, pero le bastaban en ambos aspectos) la hacían golpetear rítmicamente con la cabeza el respaldo del viejo y desgastado sofá Chesterfield. Le encantaba follar con él. Era cariñoso y tierno, distaba mucho de ser un animal salvaje, pero el sexo estaba bien. No es que fuera el mejor sexo del mundo, pero estaba bien; sí, lo suficientemente bien, mejor que en la mayoría de los casos. Y sospechaba que mejor, desde luego, que el que tenían la mayoría de amigas suyas que llevaban una feliz y estable vida hogareña. Pero no era el mejor, la verdad. El mejor había quedado atrás en el tiempo, muy atrás. Y Rex era la decisión adecuada, sí que lo era. No era una decisión tomada a la ligera. No había sido tomada sin un sólido análisis, sin extensos debates con las chicas. No era una decisión tomada sin una hoja de cálculo.

Rex la agarró del pelo mientras aceleraba el ritmo y la embestía con más fuerza, estaba cada vez más enardecido y ella se tocó para que pudieran correrse a la vez. Tal vez en esa ocasión apenas necesitara esa estimulación añadida; quizás, pensó para sus adentros, la decisión de utilizar el sexo para procrear pudiera mejorar el sexo en sí… sería sin duda un descubrimiento interesante, su hoja de cálculo no tenía ninguna columna para ese dato tan útil.

—¡Sí! —gimió él—, ¡ahora, cariño, vamos, por favor…! —Soltaron un grito de placer al unísono cuando se corrió, varias sacudidas lo recorrieron mientras yacía sobre ella y finalmente se echó a un lado para quitarse de encima.

Estaba jadeante, tenía el cabello húmedo y la camisa arrugada, y Ana lo miró y pensó que, para ser un hombre de cuarenta y cinco años, la verdad es que no estaba en mala forma; además, ese aspecto de «recién follado» parecía sentarle bien. Ya estaba bastante desaliñado de por sí, despeinado y con el rostro sin afeitar, así que daba la impresión de que aquel añadido no hacía sino complementar su look. De momento había logrado eludir la barriguita de la mediana edad, y ella no le había encontrado ninguna cana todavía.

—Bueno, ¿algo más que deba hacer antes de ir a trabajar? —le dijo él con una sonrisa picarona—. ¡Que sea el jefe no significa que pueda llegar con horas de retraso a diario! —Se levantó de un salto y, tras ponerse bien la ropa, se inclinó para besarla y le susurró al oído—: A ver, ángel dormilón, ¿no tendrías que mover ese culito respingón tuyo y poner rumbo al trabajo también?

—De hecho, esta mañana tengo hora en el ginecólogo.

—¿Otra vez?

—Quiero comprobar que todo esté bien, eso es todo. No es por nada en concreto, solo será una revisión. Estoy cerca de los cuarenta, tengo que asegurarme de que todas las cañerías funcionan bien.

—¿No hay nada que yo deba saber?

—No, para nada.

—Seguro que no hay ningún problema, ¿por qué habría de haberlo? —Se inclinó hacia delante y besó el oscuro triángulo de vello—. Un besito adicional de despedida, y para asegurarme de que no se me olvide pensar en ti durante todo el día…

—¡Eres un guarrete! ¡Eso, vete ya! —bromeó ella mientras le veía marcharse.

Se quedó allí, tumbada en medio del piso que compartían, desnuda aún, mientras el sol de principios de primavera se deslizaba por su piel. Rex era genial, eso era algo de lo que ella era plenamente consciente; era una mujer con suerte. Vale, tal vez no fuera una estrella del rock, ni tan siquiera una de country, pero ella sabía que sería un gran padre y que siempre podría contar con él. Era un hombre cariñoso, de buen corazón y estable y, aunque esas palabras la habrían horrorizado veinte años atrás, había crecido y él era lo que necesitaba en ese momento de su vida. La época para comportarse… ¿Cómo lo llamaba Dixie…? Ah, sí. La época para comportarse «a lo loco» había quedado atrás. Su vida había sido planeada mediante un sencillo esquema que abarcaba las distintas décadas. Adolescencia: descubrir el sexo, sobresalir en dicha materia; de veinteañera: sexo «a lo loco», trascender; de treintañera: sexo con padre de bebé, relajado; en los cuarenta: sexo de madre de familia/posición del misionero, funcional y recreativo. No se casaría nunca, esa era una decisión que había tomado mucho tiempo atrás. Si no te casabas, nunca te arrepentirías de haberlo hecho. Vale, no es que la vida que llevaba con Rex fuera la más excitante del mundo, pero se divertían, compartían risas y, en una escala de posibles finales felices, no era el peor ni mucho menos. La hoja de cálculo no mentía. Además, mientras siguieran manteniendo relaciones sexuales, todo iría bien. El sexo lo arreglaba todo.

3

 

Dixie

 

 

 

 

 

La vida de Dixie en Tinder necesitaba una buena limpieza primaveral. Había modificado su edad recientemente… una vez más. Sabía que las redes sociales limitaban el número de veces que podías cambiar la edad, pero, ya que iba a pasar unos días en Manhattan, por qué no aprovechar para hacerse unos selfis en la sala de espera de British Airways. Después podría retocarlos (añadir un poquitín por aquí, perder otro poquitín por allá…), y reinventarse a sí misma para disfrutar de unos días de folleteo de fantasía entre reuniones y fiestas. Hizo morritos con la mirada puesta en la pantalla del móvil mientras se atusaba su rizada melena pelirroja, y se sintió satisfecha tanto por el pintalabios «rojo radioactivo» que había elegido como por el tinte caoba que se había aplicado antes de la fiesta de la noche anterior. Los ventanales abarcaban del suelo hasta el techo y la luz que aportaban era mágica. Amplió una de las fotos con el zoom y llegó a la conclusión de que tenía un aspecto espectacular, sobre todo teniendo en cuenta el estropicio de la noche anterior. ¿Cómo se llamaba aquel tipo…? Era algo relacionado con coches, ¿Lancia? ¡Ah, sí, Lance! De cero a sesenta en 4,6 segundos, pero nunca te llevará a donde quieres llegar. Carlton, su exmarido, había tenido un Lancia, y con eso quedaba todo dicho. La tía Pearl le había advertido que el matrimonio no iba a funcionar, pero, siendo como era, ella no le había hecho caso. Quedarte huérfana de niña y que te criara tu tía abuela tenía sus ventajas, pero Pearl jamás había logrado tenerla controlada ni que anduviera por el buen camino.

—¿Quieres que te haga una foto?

Aquella voz baja y ronca que sonó a su espalda la arrancó de sus pensamientos.

—Perdona, ¿estás hablando conmigo?

—Sí —contestó la cálida voz, resonante como un chelo.

Ella se dio la vuelta y se sorprendió al ver a un hombre alto, delgado y de cabello oscuro con unos vivaces ojos azules y una media sonrisa.

—He pensado que a lo mejor querrías que te hiciera una foto para que pudieras conseguir mejor ángulo, ¿querías tener el Dreamliner al fondo?

«Joder, qué bueno está», pensó ella para sus adentros. Sí, vale, llevaba puesto un anillo de casado, pero estaba bueno. Además, lo del anillo podría beneficiarla, ¿no? Nada de lloriqueos cuando no quisiera volver a verlo.

—¿Dreamliner?, ¿así se llama? Sí que sabes de aviones. —Esbozó una sonrisita. A lo mejor era una especie de tipo rarito aficionado a ese tema—. Sí, sería genial que me hicieras una foto, gracias.

Se sorprendió al ver que él sabía perfectamente bien lo que hacía: sostuvo el teléfono en alto para conseguir el ángulo que te hace parecer más delgada, y tomó unas cinco fotos seguidas para que ella pudiera elegir la mejor. Su mujer debía de ser bastante quisquillosa.

—Eres todo un experto. —Alargó la mano, sus ojos verdes lo miraron chispeantes—. Soy Dixie, ¿y tú?

—Freddie, encantado de conocerte. ¿A dónde vas?, ¿de viaje para ver a tu novio?

Dixie no le había pillado mirándola con disimulo para ver si llevaba anillo de casada. Vale, era un mujeriego… «¿Por qué no?», decidió para sus adentros.

—Ah, voy a Nueva York. Tengo varias reuniones allí, eso es todo. Nada especial. ¿Y tú?

Posó la mirada en su anillo de casado de forma deliberada para ver cómo reaccionaba.

—Pues, por lo que parece, voy a viajar rumbo al este contigo. Tenemos oficinas en Londres, así que voy y vengo con frecuencia. Es una ciudad que me encanta, pero elijo Nueva York. Londres es todo agua; Manhattan, electricidad.

—Sí, te entiendo a la perfección, ¡es un sitio que tiene algo que te revitaliza! ¡Por no hablar de las tiendas tan increíbles que hay! —Se contuvo por temor a estar sonando demasiado entusiasta. «Que sea él quien se lo curre», pensó—. En fin, ha sido un placer conocerte, Freddie, y espero que te vaya bien el viaje…, y gracias por la foto. A lo mejor nos vemos también después de aterrizar.

Se fue sin más, siendo plenamente consciente de que la seguía con la mirada mientras ella se alejaba con paso decidido. Siempre hay que dejarlo cuando una lleva la delantera, ese era su lema; déjales con ganas de más. Además, tenía la nariz congestionada y dolorida, y algo estaba goteando en otra zona. Tenía que ir al baño.

Cuando le escanearon la tarjeta de embarque en la puerta, oyó el pequeño pitido, vio la tan ansiada luz roja y ¡tachán!… la subieron de categoría y la pasaron a business. La cosa iba bien de momento… un hombre sexi, y viajar en una categoría superior; no estaba mal para una asistente personal.

Llevaba cerca de quince años trabajando para Peter Pomerov, quien, a pesar de su nombre ruso, tenía un historial tan británico como la mayoría de los primeros ministros del partido conservador: Eton, Oxford, el Colegio de Abogados del Reino Unido. Confiaba en ella como si fuera su mujer… incluso más, de hecho. Hacía de todo para él, desde organizarle los viajes hasta volar de un lado a otro para manejar las propiedades que Peter poseía alrededor del mundo, y a cambio él se las ingeniaba para orquestar cosas como la mejora a una categoría superior en un vuelo. Se adoraban mutuamente, y lo cierto es que estaría dispuesta a hacer lo que fuera por él. Era el director de una empresa familiar (cuya historia ella seguía sin conocer al completo), estaba metido en múltiples negocios, y Dixie era consciente de lo afortunada que era por haber conseguido un trabajo tan increíble con un hombre tan amable, tolerante y honesto. En un principio, se suponía que el empleo sería un parche temporal cuando se había visto en la obligación de trabajar mientras el divorcio se tramitaba. Siempre había soñado con ser ilustradora (incluso había empezado a crear un libro infantil quince años atrás), con utilizar su cerebro y sus dotes artísticas, pero no había visto un camino viable en esa dirección y, como su complicado divorcio iba alargándose, necesitaba algo sencillo y bien pagado. Le habían ofrecido contratos de prácticas, pero el dinero era poco menos que inexistente y, además, la atracción de codearse con hombres con dinero y poder era algo a lo que no había tardado en acostumbrarse, algo a lo que había sido incapaz de renunciar. El dinero y los hombres eran tan necesarios para ella como la comida y el agua, la cuestión era que se sentía cada vez más feliz con más dinero y muchos hombres. No había visto su carrera profesional ideal como un camino viable y, de igual forma, tampoco se imaginaba a sí misma transitando por la senda de una vida hogareña y monógama.

Poco le faltó para atragantarse con el champán que estaba tomando cuando, estando bien acomodada en su asiento (uno de los de la doble fila central, por desgracia), alguien se sentó en el contiguo con pesadez y al volverse a mirar se encontró de lleno con los ojazos azules de Freddie. Lo tenía justo al lado, pero mirándola cara a cara, con una pantalla que ella podía interponer entre ambos en cuanto despegaran…, o también podía pasar las horas siguientes tomando champán y viendo cuánto se esforzaba él por seducirla mientras decidía si quería tirárselo o no. La segunda opción parecía la más interesante sin duda, pero se había prometido a sí misma que aprovecharía el vuelo para trabajar en unas ilustraciones del libro que había dejado inacabado por tanto tiempo; además, también estaban los selfis que tenía que retocar. Pero eso podía esperar… podía dejarlo para el día siguiente y, en cualquier caso, tal vez no necesitara Tinder, por una temporada al menos.

Él sacó un pijama de su equipaje de mano, organizó su espacio personal y, una vez que terminó, se reclinó en el asiento y la miró sonriente.

—Vaya, vaya, el vuelo acaba de ponerse un poco más interesante. —Alzó su copa de champán en un brindis—. ¡Chinchín!

—Sí, supongo que sí —contestó ella—. ¡Chinchín!

Después de brindar se ató su vívido cabello pelirrojo con teatralidad; se hizo un desmañado recogido en lo alto de la cabeza y se dejó varios mechones sueltos alrededor del rostro deliberadamente. Sonrió y le observó mientras él la observaba a su vez.

Siempre pensaba en lo embarazoso que era estar en uno de aquellos asientos; básicamente, estabas en la cama durante seis horas con una persona a la que no conocías de nada. Había tenido relaciones más cortas. Te dabas la vuelta y resulta que le tocabas la pierna con el trasero, o podrías quedarte dormida y ponerte a roncar con la boca abierta de par en par. Era una situación muy invasiva en lo referente al espacio personal. Un obeso y sudoroso hombre de negocios estaba sentándose justo al lado, en la otra fila doble central… Gracias a Dios por la fortuita aparición de un madurito Rob Lowe.

—¿Le sirvo más champán? —le preguntó la azafata a Freddie.

—Sí, gracias —contestó él—. Y creo que a mi amiga tendrá que llenarle de nuevo la copa en breve, vaya pasando por aquí.

Champán en mano, Dixie llegó a la conclusión de que la cosa prometía. Aquel tipo se las sabía todas… y ella se sabía unas cuantas, pensó para sus adentros mientras buscaba con la mirada el baño más cercano.

—Dime, Freddie, ¿a qué te dedicas? Espera, déjame adivinar… Me parece que tienes pinta de ser un hombre al que le habría gustado estar en algún campo creativo, pero esa oportunidad pasó de largo y terminaste disfrutando de los beneficios económicos que te daba una profesión más estable… y ahora eres abogado… Sí, un abogado especializado en fusiones y adquisiciones, ¡mejorando el mundo fusión a fusión! ¿Qué tal voy?

Él estaba riendo, le brillaban los ojos.

—¡Vaya, vaya! Eres toda una pitonisa, pero no, lamento decirte que soy científico, por llamarlo así: terapia génica. Investigamos condiciones degenerativas. Me encanta lo que hago, aunque comprendo que le suene muy aburrido a alguien como tú.

—¡Qué va, si yo no soy más que una humilde asistente personal! Es interesantísimo conocer a alguien con cerebro, alguien que disfruta de su profesión. Me basta y me sobra con todos los abogados que he conocido a lo largo de mi vida, te lo aseguro, así que es motivador encontrar a alguien que ayuda de verdad a la gente. A menos que todo sea un invento tuyo para intentar impresionarme, claro…

—Bueno, eso solo lo sé yo por el momento. Tú tendrás que averiguarlo.

A Dixie empezaba a gustarle el jueguito del tal Freddie. Ligar en un avión podría resultar ser más efectivo que Tinder para encontrar su siguiente rollito pasajero.

Cuando despertó de golpe, se quedó atónita al ver que estaban aterrizando en el JFK. Estaba sentada con el respaldo recto, ¡ni siquiera había llegado a hacer la cama! Les rogó a todos los dioses de la higiene personal que no se le hubiera escapado algo de pis; todavía tenía el pelo recogido en lo alto de la cabeza, aunque la cosa era bastante precaria; ¿habría estado roncando? Notaba los senos de la nariz doloridos y congestionados, tenía la lengua seca y dura como la de un gato. Se había pasado con el champán.

Se volvió hacia Freddie y le vio allí sentado, mirándola de lo más sonriente. «A ver, tengo que centrarme, joder», pensó para sus adentros.

Recordaba haber reído un montón, y que la auxiliar de vuelo les había pedido que no hicieran tanto jaleo…, pero a partir de ahí todo se volvía bastante confuso y no recordaba gran cosa. Con un poco de suerte, lo único que había pasado era que se había quedado dormida.

—¡Buenos días, dormilona! —le dijo él, con una actitud que era un pelín más afectuosa de lo debido.

—Eh… Debí de quedarme dormida, perdona —contestó, un poco aturullada—. En fin, siempre va bien echarse un buen sueñecito y… eh… ¡despertar con las pilas cargadas!

—Echémosle la culpa al champán… A ver, estoy dispuesto a compartir una botella contigo siempre que quieras si me haces promesas como las de anoche, aunque lo de quedarse KO a media frase (a media frase mía, además…) no lo había visto nunca.

Dixie notó cómo se ruborizaba. A la vergüenza que sentía se le sumó además el temor a parecer una remolacha pelirroja embadurnada de pintalabios rojo radioactivo y rímel Maybelline resistente al agua. Se soltó el pelo, lo sacudió para que le ocultara el rostro y, mientras procedía a adecentarse los labios y el contorno de los ojos, se preguntó qué leches era lo que había pasado.

—Supongo que estarás bromeando, Freddie. Estoy demasiado bien educada como para ponerme a hacer promesas a lo loco estando borracha. —Se puso a rebuscar con nerviosismo en su bolso para ver si encontraba un caramelo que le lubricara la lengua y disimulara el mal aliento que le había dejado el alcohol.

—¿Estás segura de eso? Pues la verdad es que estaba esperando con ganas lo que me tenías reservado para esta noche, por lo que dijiste suena bastante atrevido. Supongo que eres una mujer de palabra, ¿no?

—¡Por supuesto que sí!

Dixie se echó a reír, consciente de que aquello se estaba descontrolando. ¿Qué habría podido prometer estando tan borracha como para perder la consciencia durante un vuelo transatlántico? El único consuelo era saber que lo que había intercambiado no eran favores, sino promesas. Miró con nerviosismo hacia el baño…, no habría sido la primera vez que acababa en uno de ellos.

¡Dios! ¿Por qué tenía que hacer siempre lo mismo?, ¿qué diantres le pasaba? En fin, al menos sabía que a las chicas les parecería una anécdota divertidísima. Ya se las imaginaba partiéndose de risa y tomándole el pelo… «¡Típico en ti, Dixie! Un hombre guapo y casado, una botella de champán y seis horas en una cama, ¡qué otra cosa cabría esperar!».

A esas alturas ya se había acoplado la pasarela de embarque y estaban preparándose para bajar del avión.

—Ha sido un placer conocerte, Freddie.

—Lo mismo digo, Dixie Dressler.

¡Dios, le había revelado su verdadero apellido! ¿De qué otras cosas habrían hablado?

—Entonces, ¿nos vemos luego?

—¡No me lo perdería por nada del mundo! —Lo miró sonriente, actuando como si nada, consciente de que estaba a punto de escapar—. ¡No llegues tarde!

—¿Qué te parece a las siete en el bar de tu hotel? Si hubiera algún cambio, te mando un mensaje de texto. —Alzó un poco el móvil y lo agitó con suavidad.

—Genial. Oye, tengo que irme ya.

—¿No quieres que compartamos mi coche de alquiler?

—No, no hace falta.

Se dieron un beso. Él le posó una mano en la base de la espalda para atraerla hacia sí.

—¡Hasta luego, Romeo!

Dixie se reprendió para sus adentros mientras se dirigía hacia la terminal. ¿De qué servía tener todos aquellos rollitos, si después no recordaba lo ocurrido? Lamentó no haber tenido tiempo de actualizar su perfil de Tinder; después de haberla pifiado en aquel flirteo cara a cara, iba a tener que recurrir al perfil que ya tenía más que usado para evitar que el viaje se volviera un aburrimiento.

4

 

Stella

 

 

 

 

 

Rory estaba sentado bien recto en la bañera de estilo victoriano. Estaba desnudo. Después de desvestirle, darle una ducha y secarle, Stella le había dejado allí sentado porque era, literalmente, el único lugar seguro de toda la casa. Allí no tenía escapatoria posible ni podía sembrar el caos, pero no estaba nada contento y la contempló enfurruñado mientras ella empleaba una toalla húmeda para limpiarse la cara y los brazos. Después de limpiar también buena parte de las pintadas amarronadas que tenía en la parte frontal de su sudadera de Pineapple (Olivia no era la única víctima de las manos pringadas de chocolate de su retoño de dos años), intentó peinarse un poco. Se esforzó por lograr que su pelo se comportara como era debido, lo atusó y lo alisó y lo cepilló, pero debido a la humedad y a que casi nunca se aplicaba acondicionador las probabilidades de poder controlarlo eran limitadas.

El teléfono empezó a sonar. Ponía Número desconocido, pero ella sabía de quién se trataba.

—Joder, ¿no podéis dejar un mensaje?

Se inclinó un poco más hacia el espejo y se arrancó un solitario pelillo negro que le reaparecía insistentemente en la mejilla, era más grueso de lo normal y le salía cada dos semanas de la noche a la mañana. Estaba convencida de que cada vez que reemergía estaba un poquito más rígido, un poquito más grueso…, al igual que ella. Antes hacía gracia, pero Jake ya no se reía casi nunca. Ninguno de los dos lo hacía. Un súbito sonido procedente de su móvil la alertó de que había recibido otro mensaje de voz. Se preguntó qué conexión podría tener aquel problema de Barclaycard con las prolongadas ausencias de Jake, con su malhumor y sus arranques de genio, con el hecho de que se negara a hablar sobre unas posibles vacaciones e insistiera en que ya no necesitaban una niñera. Era socio en un bufete de abogados… Vale, no era un bufete muy grande, pero era uno de los socios; y sí, tenían una hipoteca grande, pero no es que fuera inasumible. Ella quería una niñera, una como Coco: alguien capaz de hipnotizar a su pequeño y volátil diablillo, que tuviera un cabello brillante como una piedra preciosa y una piel que oliera a los trópicos. Una niñera capaz de doblarse hacia delante sin lesionarse la espalda. Ella se merecía algo así, ¿no?

—¿Sí o no?, ¿me lo merezco? —le hizo la pregunta a su imagen del espejo. No tenía nada clara la respuesta.

Agarró el teléfono con impaciencia al ver que empezaba a sonar de nuevo.

—¿Qué? —contestó con sequedad.

—Yo también te quiero, cielo. —Era Jake.

—Perdona, estoy teniendo una crisis existencial. Oye, los de Barclaycard no dejan de llamar. ¿Sabes…?

—Barclaycard. Ah, sí. Claro. No te preocupes, yo me encargo.

—Vale, pero yo podría…

—No, qué va… Ya les llamo yo, ¿de acuerdo? Bueno, mira, el motivo de mi llamada. Un cliente nuevo, tengo que quedarme hasta tarde, bla, bla, bla. Lo siento, cariño. No me queda más remedio, ya sabes cómo es esto.

—Eres un capullo, ¿otra vez? ¿Se te ha olvidado que invitamos a Tim y a Jenny a que vinieran a tomar algo? De hecho, ¿no fuiste tú el que propuso la idea?, ¿no fue cuando te pasaste toda la tarde del domingo limpiando esa moto inútil que nunca usas?

—Ya lo sé, lo siento. Las cosas son como son, no como a mí me gustaría que fueran, y tengo que quedarme aquí. Te lo compensaré. Podemos ver Factor X el viernes por la noche, el programa entero. Sin interrupciones, burlas ni menosprecios en general.

—Eso es imposible, no soportas ese programa.

—Te lo prometo, ni una mala palabra. Silencio, concentración y atención focalizada.

—¿Controlarás tú a los niños?

—Me encargaré hasta de eso.

—De acuerdo. Pero igual cancelo lo de Tim y Jenny. Son nuestros vecinos, con ellos no tenemos amistad. Ya tengo bastantes amigos. —En un lateral del espejo tenía metida una foto enmarcada de Dixie y Ana posando con ridiculez como si estuvieran maquillándose, esa sí que había sido una noche divertida—. No quiero más, sobre todo si son unos aprovechados. Lo único que quiere Jenny es ascender socialmente, está convencida de que soy una especie de conducto que puede acercarla a gente famosa. Yo trabajaba de periodista especializada en el mundo de la moda, no era una anfitriona de la alta sociedad. Era…

—Ya lo sé, lo siento. Llegaré tarde a casa. Y llamaré a Barclaycard, yo me encargo de eso. —Colgó sin más.

Cada vez estaba más convencida de que estaba pasando algo raro. A Jake no le gustaba lo más mínimo Factor X. Detestaba los reality shows, decía que eran un virus. Cada vez que ella intentaba ver algún programa de ese tipo, él lo echaba a perder con comentarios burlones e imitaciones satíricas. Era imposible disfrutar de la tele teniéndole cerca, y lamentaba haberse vendido a cambio de la oferta de compartir algo que Jake terminaría destruyendo. No había duda de que lo del matrimonio era un misterio, una se enamoraba de alguien debido a todo aquello en lo que esa persona se diferenciaba y al final terminaba por detestar esas mismas idiosincrasias. Menuda paradoja.

Estaba preocupada. La tarjeta de Barclaycard era para los gastos de la casa, y con ella iban sumando puntos de cara a unas vacaciones cuyas fechas todavía estaban por concretar. El total del saldo se pagaba desde la cuenta conjunta que tenían. Debía de tratarse de un error, el sueldo de Jake iba a parar a aquella cuenta y era la que usaban también para pagar la hipoteca; allí había dinero de sobra, por supuesto que sí. Se dijo a sí misma que Jake se encargaría de solucionar el tema y borró el mensaje de voz sin escucharlo.

Rory estaba observándola desde el fondo de la bañera vacía, muy calladito, con el ceño fruncido y semblante preocupado.

—¡No te preocupes, cariño! El mundo está lleno de tontos automatizados, papá lo solucionará.

Se oyó un petardeo, como si algo acabara de reventar, y entonces la boca de Rory se abrió y de entre sus regordetas piernas emergió un chorro de caca color chocolate. El niño soltó un berrido de protesta.

Media hora después se había visto obligada a reemplazar la sudadera de Pineapple Studios (estaba manchada más allá de toda posible salvación) con una blusa de Stella McCartney que, a pesar de ser del todo inapropiada, al menos estaba limpia. La tenía desde hacía años, la lazada tipo pussy bow le daba un aire retro al estilo de Los Ángeles de Charlie y en otros tiempos solía ponérsela para ir al trabajo y salir de copas. Aquella blusa había presenciado muchas noches en el Soho House, noches que habían quedado en el olvido pero que eran inolvidables. En aquellos tiempos aprovechaba al máximo la tarjeta Gold Amex de la revista y se creía la dueña y señora del mundo; en fin, la típica arrogancia corta de miras de la juventud. Soltó un suspiro… Echaba de menos los noventa, las noches de los viernes.

Tenía que ir a buscar a Tom al colegio y no quería llegar tarde, la directora empezaba a perder la paciencia. Se la imaginó con esa expresión tan horriblemente crítica y desaprobadora, la actitud de superioridad, las gafas con cadenita.

A decir verdad, las cosas no habían sido fáciles para ella desde que Jake había insistido en prescindir de la niñera (Betty, una estudiante belga con el físico de una jugadora de rugby cuya mera presencia generaba tanto en Rory como en Tom una especie de hipnótico letargo que hacía que estuvieran la mar de obedientes); no es que no pudiera lidiar con aquellas mil y una tareas tan tediosamente repetitivas, pero la aburrían hasta el punto de llevarla a un estado de pasmosa incompetencia. Cada una de aquellas tareas destructoras de neuronas le recordaban a la mujer que solía ser: temida y respetada por sus conocimientos, su concisa comprensión y su precisa habilidad a la hora de deconstruir la moda y describir tendencias. Y hétela ahí ahora, vestida con ropa que había estado de moda diez años atrás (sí, ropa de alta costura, pero la cuestión no era esa) mientras hacía de fregona y de conductora de Uber para dos salvajes desagradecidos y un marido ausente.