Astutas apariencias - Jorge Ángel Hernández Pérez - E-Book

Astutas apariencias E-Book

Jorge Ángel Hernández Pérez

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Beschreibung

Astutas apariencias revela a un autor que sabe manejar los recursos del género narrativo con soltura; haciendo gala de un excelente manejo del lenguaje, la intertextualidad, las concepciones sobre el espacio, el tiempo y los gajes de la escritura contemporánea. Jorge Ángel Hernández actúa como portador de un magnífico cometido dialogal y la referencia a un presente que quema, capaz de dejar huellas en sus personajes y los lectores; cuentos, en fin, que son básicamente imágenes, casi alegorías de la condición humana.

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Seitenzahl: 68

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Índice de contenido
Fecundaciones
Isla del día anterior
Avatar del que piensa
Solo manifestaciones
Acerca del autor

Astutas apariencias

Jorge Ángel Hernández

Isla de la Juventud, 2022

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

JURADO

Raúl Aguiar Álvarez

Rubén Rodríguez González

Eduardo Sánchez Montejo

Edición: Eduardo Sánchez Montejo

Diagramación y diseño: Reynaldo Duret Sotomayor

Ilustración de cubierta: Lenna María Hernández

Corrección: Yojamna Anitza Sánchez Ponce de León

© Jorge Ángel Hernández Pérez, 2022

© Sobre la presente edición,

   Ediciones El Abra, 2022

ISBN 9789592761780

Ediciones El Abra

Calle 37 s/n e/ 36 y 38, Nueva Gerona,

Isla de la Juventud, Cuba

CP 25100

Los libros son apariencias astutas, estructuras artificiales que has creado para habitarlas temporalmente

Joyce Carol Oates

(Dame tu corazón)

Fecundaciones

Apenas tecleé su nombre sobre la barra de Google, apareció por cientos. Comprobé que era él, y me extrañó. Lo recordaba apocado, casi nunca consciente de sus posibilidades, retraído a la hora de saltar las barreras cotidianas o saldar imprevistos. Su timidez, oculta entre sarcasmos cargantes, no lo dejaba pasar de las gallardas intenciones que nutrían su verbo. Vivía en una dimensión futura del deseo, más que en el presente inmediato, al que no conseguía someter. Y así mismo su obra, que ni premios ganaba y menos conseguía las paredes de alguna galería de arte. Cuando lo conocí llevaba un trabajo subalterno de rango provincial que lo obligaba a vivir en el roñoso albergue de Cultura. Acaso ese contraste sacó mis tentaciones.

Era normal en el sexo, aunque podía ser intenso si yo lo alimentaba; o insufrible si no estaba de buenas y lo dejaba llevar la iniciativa. Daba temor y cansancio al poco tiempo, con tantas predicciones y frases reticentes. No podía dominarlo, aunque jamás se atrevió a darme órdenes. Cedió, eso sí, a algún que otro de mis ruegos y caprichos, creados para descompensarlo, y de trasfondo creados para descompensar a Arnaldo. Lo había dejado por eso, aunque en principio no lo comprendiera, y no, según creyera entonces, por la diferencia de edad, que era en efecto amplia y provocaba rumores e indirectas. Hoy se vería tal vez menos, pero en aquellos días en que estudiaba en la Universidad Central mis amigas lo asumían como una mancha sosa en mi expediente. De corta estatura, retraído y chamuscado por el sol que a diario lo castigaba en sus viajes de trabajo. Sin plata que gastar y vestido a la norma bohemia de los años ochenta, válida solo para el recóndito gremio de las artes. Callaba, imperturbable, mientras en el cuarto seguían alborotando. Fingía además no entender las indirectas ni, mucho menos, las insinuaciones procaces que mis compañeras traspasaban de oficio.

Arnaldo, en cambio, era alto, joven e impetuoso, dispuesto a cumplir con mis deseos y a activarlos sin coto a cada instante. Sabía varias rutinas que tensaban mi orgasmo y lo dejaban fluir más de una vez, dejándome en la cima del placer.

Era además superficial, pragmático y lleno de ambiciones. Mis amigas se acostaban con él furtivamente solo por disfrutar de su pericia. Él se acostaba con ellas por su necesidad de sentirse atractivo y deseado. Un hombre que se agota en sí mismo con mucha rapidez, pero que nunca extingue el horizonte al que te puede conducir. No era difícil la elección, después de todo.

Mientras saltaba entre los hipervínculos, recordé cómo fingió abrumarse cuando por fin le anuncié, escueta y crudamente:

—Ya, lo terminamos todo aquí.

Pude advertir su gesto agradecido, su alivio ante el descargo. Había fingido una total conformidad con la ruptura y se ataba al prejuicio de no reconocer que, más allá del esporádico sexo, era un objeto ya fuera de moda.

¿Lo busco?, me dije mientras miraba con asombro las tantas referencias. No sería difícil, pensé, envolverlo de nuevo. Debía responder a mi llamado y, como antes, concederme por fin cada deseo.

Marqué el teléfono de la Uneac y me identifiqué como gestora ejecutiva de la Compañía de Artes S.A., adjunta al Ministerio de Turismo y al Gabinete de Colaboración de Artex. Solicité su número y en apenas segundos me dictaron su ficha. Agradecí la gestión, elogié la eficiencia y prometí, en primera persona del plural, que de inmediato sería localizado.

No le fue fácil descubrir quién lo llamaba. Se veía tras sus frases un tanto incoherentes, trabadamente irónicas, aunque estimuladas por la vanidad que yo misma intentaba sonsacarle. Por fin le di una pista más explícita y pareció caer en cuenta. No pronunciaba mi nombre, esperando que la memoria lo sacara de aprietos.

—Me estaba preguntando qué sería de tu vida y se me ocurrió teclear en Google —comenté, como si estuviese rellenando espacio de conversación. —¿Por qué no lo buscas?, me dije —insistí en los rellenos y pronuncié mi nombre sílaba por sílaba para que pudiese retenerlo en la memoria, o copiarlo en un archivo de texto.

Su silencio decía que ya se estaba haciendo una idea de con quién conversaba.

—¿Puedo verte esta noche? —pregunté—. Podría pasar por tu casa, o en un Café, o un parque. Como quieras.

—Pues sí —me respondió, mecánico, aunque de nuevo se tomara una pausa silenciosa.

—A las ocho nos vemos —precisé, casi en tono de orden, cuando por fin decidió que un Café sería buen sitio.

El ambiente era insulso, escandaloso y de nula intimidad, así que recogimos las cervezas y nos fuimos a un parque. Él no sabía para qué lo requería y se veía nervioso, expectante, aunque intentaba, como antes, parecer seguro y descuidado.

—Tengo una oferta para ti —le dije al ver que terminaba su cerveza. Él sonrió en una mueca y se quedó esperando mis palabras.

—Necesito que me fecundes.

No dejé de observarlo ni un segundo, para captar en sus rasgos la verdadera reacción.

El peligro de la fecundación había sido un problema en nuestras relaciones, sobre todo cuando recuperábamos fuerzas y nos lanzábamos a una nueva embestida en la que obviábamos el paso de poner el condón. Él no quería, ni yo tampoco, pero la fuerza del deseo desplaza esos detalles y se aboca al peligro, que es la más intensa forma de entregarse al sexo. No sabía él que, tras dejarlo, me había hecho un aborto, supongo, después de tantos años, que de un hijo suyo. Entonces creí que era fruto de Arnaldo, quien estaría para aportar otro cuando el tiempo preciso lo indicara.

Lo había tomado por sorpresa, pero no demoró en interrogarme. Le expliqué: estaría pronto al borde de la edad y no lo conseguía con Arnaldo, por más que lo intentáramos.

—Él está de acuerdo, de más está decírtelo —añadí. Respiró hondo, en vano intento de ocultar su tensión.

—Piénsalo y me dices —dije, en un tono que impelía al mismo tiempo en que velaba su carácter de ruego. —Estoy dispuesta a acudir a lo que sea: pago, ayuda, favor, súplica, humillación; o todos a la vez.

—¿Y las clínicas? —preguntó, tragando aún en seco.

—Tenemos un motivo que no nos es posible revelar —le respondí. —Y espero que un hombre como tú sepa aceptarlo. No exagero si te digo que eres el único que conozco con capacidad para entenderlo… y ayudarme.

Le extendí la botella del excelente Havana Club, Añejo Reserva, que guardaba en mi bolso. Una jugada atesorada para si conseguía pasar a nuevas fases. Me auscultó mientras bebía a largos sorbos. No decía una palabra ni lo interrumpí. La espera era mi cómplice.

—Puede ser cuando quieras —anuncié, cuando advertí que muy poco quedaba en la botella. —Incluso esta noche, que ya estoy en perfecta ovulación.

—¿Estará Arnaldo presente? —preguntó con la voz ya quemada por el ron.

—Si lo pides —respondí, sin inmutarme un ápice.

No lo esperaba de él, pero no estaba fuera de las variables que habíamos analizado. Mi voz era solícita y eso le dio confianza. Le aseguré, apenas añadió la otra pregunta, que el estimulante que pidiera se hallaba en mi cartera, escuchando la conversación y presto a ser usado.