Atentado en Palacio - Jerónimo Rebolledo Díaz - E-Book

Atentado en Palacio E-Book

Jerónimo Rebolledo Díaz

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Entra en su recta final la disputa por el poder. El presidente Dámaso Pastor viaja al Bajío para apoyar a la candidata de su partido en un acto de campaña. La plaza está a reventar, es el orador inicial de la tarde, pero a centímetros de tomar el micrófono un proyectil de arma de fuego le atraviesa el torso. La potencia del impacto lo empuja contra los andamios que soportan el escenario y cae sobre el templete en estado de coma. Así comienza… Santos y Sebastián Fonzi, periodistas radicados en Guanajuato, husmearán dentro del caso. Creen enfrentar una conspiración que supera los alcances de un atacante trastornado actuando por su cuenta. Su intuición los llevará a contrastar el atentado al presidente Dámaso Pastor con el homicidio de Luis Donaldo Colosio, ocurrido décadas atrás. Atentado en Palacio, una novela de intriga política que ahonda en la naturaleza humana.

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Atentado en palacio

Jerónimo Díaz Rebolledo

Para mi padre

Los sábados jugaba con sus amigos a las canicas, al balero o al trompo, según la temporada. Uno de esos días le preguntaron si cambiaría algo de su vida. Y Tobías Pensado contestó: el futuro. “¡El futuro ni siquiera lo conoces, Tobías! ¡Cómo se te ocurre! ¿No preferirías cambiar un error del pasado o algo que te haya hecho daño?”. Pero Tobías Pensado estaba seguro de su respuesta como de las noches que tiene diciembre: “El pasado que tuvieron nuestros padres fue mejor al futuro que nos espera a nosotros”.

J.D.R

I

Por su mente pasó una ráfaga de recuerdos. En fracciones de segundo se remontó a la niñez, a su juventud y a cada momento importante de su existencia. Esa tarde daría el discurso inicial, luego de ser anunciado por un maestro de ceremonias que no ahorraba en parafernalia, ya entrado en años. Escuchó los aplausos de la gente, se levantó de su silla para tomar el micrófono, caminó dos pasos... Los más cercanos resultaron salpicados de su sangre y los demás corrieron despavoridos, con el miedo de ser los siguientes. Sobre su cuerpo, tendido en el templete, se proyectaban los rayos de un sol candente de mayo como motas filtradas a través de los cientos de agujeritos de la lona promocional puesta en el lugar. Era una anatomía repleta de motas de luz y de sombra, como luciría el cadáver de un narcotraficante que ha sido acribillado por las metralletas automáticas de una cuadrilla de sicarios de un cártel enemigo, o como quedaría el cadáver inocente de alguien que una cuadrilla de sicarios confundió con un rival. Al cabo de algunos minutos su figura se revelaba más uniforme, sombreada de pies a cabeza ante el cielo que se había cerrado por completo mientras continuaban los gritos y los llantos y los desplazamientos de la gente en todas direcciones y a todas velocidades.

—La bala penetró por el costado derecho del torso, fue un milagro que no haya tocado órganos vitales. El golpe en la cabeza al caer, después del disparo, debió provocarle el coma con el que llegó al hospital. Las próximas setenta y dos horas serán críticas.

—¿Conservaron el proyectil o algunas esquirlas, doctor?

—El proyectil abrió un segundo orificio de salida en la zona de la espalda, lo atravesó por completo. Sólo con un arma de grueso calibre se podría conseguir esa trayectoria.

Aún escuchaba las palabras del cirujano cuando le llegó un mensaje de texto. “Acaba de entrar la familia al hospital”. Instruyó al médico para que cualquier información sobre el estado de salud se la diera primero a él, y salió apresurado.

—¿Cómo está? —preguntó entre lágrimas el menor de los hijos tan pronto vio llegar a Salomón desde el área de urgencias.

Max se interpuso:

—¡Fue la oposición! —exclamó al momento de patear con rabia un bote metálico a su alcance. Muchos lo consideraban el más temperamental. Con el paso del tiempo se había convertido en todo aquello que su padre combatía.

—Sus signos se mantienen estables. Les ruego conserven la calma, debemos estar por encima de la situación —dijo Salomón. Dolores, ¿me regalas un minuto?

Caminaron hacia la puerta principal para alejarse del resto.

—Veré a Fausto en la fiscalía para atraer el caso. Te mantendré informada.

—Fui yo quien insistió en visitar Guanajuato. Él quería recorrer primero el sureste, pero yo le persuadí de iniciar la segunda etapa en El Bajío.

—Ni lo pienses —Salomón se detuvo y la tomó del brazo—. Fue Guanajuato, aunque pudo ser cualquier otro estado controlado por la oposición. Se sienten acorralados, Dolores, tu campaña está funcionando. En cuanto a Dámaso, se va a recuperar en un santiamén. Lo conoces bien. Ahora dime, ¿cómo está tu agenda?

—Estaba por dar un discurso para madres trabajadoras cuando ocurrió. Fue tan rápido —Dolores agachó la cabeza y la meneó despacio, recordando la escena—. Más tarde tendría un encuentro con obreros y trabajadores de la industria minera en el monumento al Pípila, nuestro mito genial. ¿Por qué será que las fantasías, mientras más absurdas, más veneradas? Lo cancelé. Mañana viajaría a Sinaloa para una gira de dos días, me tenían preparado un desayuno con el gobernador y al terminar, ya sabes, el trajín de la política.

—No dejes de ir, Sinaloa es muy importante. Ah, y tienes razón —señaló Salomón Meltzer al cruzar la puerta de salida—, creemos en lo inverosímil y dudamos de lo evidente. La condición humana, supongo —abandonó el Hospital Central Militar y se dirigió rumbo a la fiscalía general de la República.

A décadas de distancia, la muerte de Luis Donaldo Colosio regresaba a la memoria de los mexicanos como el trance cruel, doloroso, de un atleta profesional que ve truncado su futuro por la amputación de una extremidad. Eso había sentido la nación aquel 23 de marzo de 1994: que le habían arrancado una parte. Entonces México era distinto. Para muchos seguía siendo una dictadura perfecta o una presidencia imperial o una monarquía sexenal o, en el mejor de los casos, un régimen en transición. ¿Por qué ahora, por qué otra vez? Retumbaba en el imaginario colectivo la posibilidad de vivir nuevamente un magnicidio, esta vez con un agravante: la incertidumbre. Esa que quita el sueño y paraliza, porque la salud del presidente pendía de un hilo, debatiéndose entre la vida, la muerte y el estado vegetativo. El parte médico dado a conocer con algunas notas de un optimismo resbaladizo no logró devolverle a la gente el aliento perdido. Todo se tornó caótico. La Bolsa Mexicana de Valores registró una caída de siete puntos porcentuales, después de haber mantenido una tendencia alcista durante la jornada. En cuestión de minutos las acciones de las principales emisoras se habían desplomado hasta su peor cotización desde marzo de 2009. Al nerviosismo en los mercados le siguió un encontronazo en el Congreso, con diputados oficialistas y opositores lanzándose insultos y a poco de llegar a los golpes. Negocios bajaron sus cortinas y los militares salieron a las calles. Después reinó el silencio. La gente en sus casas trataba de digerir la noticia. México parecía una república inerte, silenciada por el dolor y la memoria. El atentado había ocurrido a las 13 horas con 11 minutos del viernes 10 de mayo.

—Licenciado, acaba de llegar el señor Salomón, está en la sala de espera —dijo su secretaria por la red. “Hágalo pasar de inmediato”, respondió.

—Salomón, no tengo palabras —abrió Fausto la conversación al recibirlo en su despacho.

—Todos estamos igual, consternados. Vengo a verte para poner el asunto en manos de la justicia federal.

Fausto frunció el ceño. Vio venir las órdenes de Salomón. No toleraba que le dijera cómo hacer su trabajo.

—¿No deberíamos esperar más información?... No precipitarnos, ser prudentes, mostrar sensatez —protestó Fausto intentando plantar cara o tratando de defender su autonomía como fiscal.

—Llamaremos ahora mismo al gobernador —se impuso Salomón—. Le anunciamos la decisión de atraer el caso y tú convocas a rueda de prensa para informar. Saldrás periódicamente a medios para reportar avances en la investigación. Debemos dar con los autores materiales e intelectuales, y obtener órdenes de aprehensión cuanto antes. Necesitamos rostros de carne y hueso tras las rejas.

—Los rostros de carne y hueso tras las rejas tal vez deban esperar. La prisión preventiva es de aplicación excepcional, se limita a casos de delincuencia organizada o de peligro inminente. Por ahora desconocemos si el que nos atañe reúne los méritos.

—Estás yendo por la tangente.

—Digo que el debido proceso es el alma del derecho penal. Ignorarlo podría derrumbar el caso en tribunales. Además, cualquier arrebato de nuestra parte solo empeorará las cosas —Fausto seguía pataleando, pero Salomón puso fin a la discusión:

—No estamos ante un expediente más de tu escritorio. Olvida las formalidades y concéntrate en los resultados— remató dejando a Fausto con la palabra en la boca y el ceño fruncido, mientras enlazaba una llamada en altavoz al gobierno de Guanajuato.

Fausto Huerta había llegado al cargo de fiscal general luego de esparcir una serie de intrigas palaciegas en contra de su antecesor; era la segunda vez que lo intentaba. Los rumores de un manejo financiero desaseado llegaron a oídos del presidente, quien al unir esa información con un deterioro en la salud del entonces fiscal, había tomado la decisión de nombrar a un nuevo titular. El procedimiento legislativo en el Senado transitó con rapidez: se integró una lista de diez abogados que cumplían los requisitos, Dámaso la redujo a una terna y en menos de cuarenta y ocho horas se había obtenido la designación de Fausto Huerta por una amplia mayoría parlamentaria. Fausto vio el nombramiento como un movimiento estratégico en su carrera política. Sentía estar cabalgando en caballo de hacienda. Sus cálculos, no obstante, revelaban la realidad paralela en la que se alojaban sus aspiraciones, producto de aquella peregrina idea de estar sentado algún día en la silla del águila del centenario. Esa ambición le impidió reservada desde un principio para Dolores, incondicional de Dámaso Pastor. Durante algún tiempo el presidente consideró una baraja de aspirantes. El juego le entretenía y también saciaba la necesidad informativa de los medios. Pero su candidata era reconocer que la candidatura presidencial por el partido gobernante había estado siempre Dolores.

II

Pa’su mecha, ¿la vio? Pasó hecha la mocha, como la locomotora, la que no lleva vagones detrás, la mocha —dijo un padre de familia.

—Este muchacho la va a sacar del estadio cuando sea grande —asintió el entrenador.

Ese día su equipo ganó la liga infantil de Macuspana por segundo año consecutivo, apoyado en su temerario desempeño al bate: tres carreras impulsadas, cuatro hits y un cuadrangular solitario. Su pasión por el beisbol desbordaba el terreno del diamante y era llevada al plano personal, a decir por la enigmática fe que le tenía al número nueve. Le intrigaba que los equipos se conformaran de nueve jugadores en el campo, que el número de entradas en un juego regular fuese nueve y que la distancia entre las almohadillas de las bases se midiera en noventa pies, con el nueve por delante. No era afecto a creer en las coincidencias; para él, el nueve tenía un arreglo misterioso que explicaba su conexión con la pelota. Los billetes de lotería, el número de bocados para terminar sus tamales de chipilín y hasta los minutos diarios de oración, todos deberían contener el nueve. El lunes de regreso en la escuela, la directora del plantel Marcos Becerra felicitó al equipo por su victoria, haciendo énfasis en la contribución de Dámaso Pastor e invitándolo a seguir los pasos del gran Roberto Clemente, santo de su devoción. Lo mismo hizo su maestro de quinto grado, evocando la sangre beisbolera del abuelo materno de Dámaso, a quien deberían agradecer la existencia del campo de juego en primer lugar. Puchero y agua fresca de pitahaya completaron el convivio.

Sin ser un alumno aplicado y a pesar de mantener una disputa política con las matemáticas, el tiempo que Dámaso dedicaba al estudio bastaba para aprobar los cursos y no retrasarse de grado. En casa, ser el primogénito de siete hermanos le ofrecía un menú de derechos no disponible para los otros miembros de la familia. Sólo él tenía duplicado de las llaves que abrían Miscelánea Manuelita, el modesto negocio familiar atendido según la mística de su precursora, La Revoltosa, cuyo éxito mercantil se basaba en el valor de la palabra empeñada —el fiado—, algo muy alejado de las pautas capitalistas movidas por la maximización de utilidades y el cobro de intereses. Las ausencias temporales de sus padres, generalmente ocasionadas por la compra de insumos fuera de Tepetitán (municipio de Macuspana, estado de Tabasco), le dejaban como encargado del establecimiento. A veces se llevaba a un hermano al negocio para hacerle compañía mientras atendía el mostrador, a veces le pedía a una hermana su ayuda para acomodar la mercancía. Algunos alzaban la mano cuando él preguntaba: “¿Quién viene?”, y los menos comedidos se escondían detrás de un sillón.

No había mucho que decir sobre Tepetitán. Daba la impresión de que ni la Conquista, ni la Independencia, ni la Revolución lo habían alcanzado. Su población manifestaba cambios tan insignificantes en los censos demográficos levantados por el gobierno cada diez años, como el que a simple vista podría observarse entre un diente de leche y uno permanente. Eran mil 500 habitantes. En sus momentos de mayor auge llegaban a rozar los dos mil, pero luego regresaba la normalidad y Tepetitán volvía a su mágica cifra de 750 mujeres y 750 hombres: no había nacimiento sin defunción, ni bautizo sin funeral. El movimiento diario en la comunidad no se sujetaba a las agujas de un reloj, tenía su propio ritmo. Apenas el primer rayo del sol y la gente retomaba sus actividades, apenas el sereno de la tarde y todos volvían a sus hogares. En las estancias de las casas el queroseno alumbraba las lámparas antes de dormir, y la electricidad tardó años en ser una realidad, luego de su introducción en México durante el porfiriato. La actividad comercial era escasa. Además de Miscelánea Manuelita, la tienda de los Pastor, pocos negocios podían verse alrededor: una tlapalería atendida por un español que sólo Dios sabrá cómo llegó de Santander a Tepetitán; una tienda de abarrotes ubicada en una esquina, merodeada cada tarde por un indigente, dispuesto a pagar hasta ocho centavos a cambio de infusiones de té con alcohol; un puesto ambulante de tamales; una botica mal surtida y una ferretería propiedad de un asturiano que trabajaba de lunes a domingo, salvo cuando jugaba el Sporting de Gijón o cuando su esposa lo ponía a bailar el zapateado en fiestas familiares. Y ya, nada más, ahí acababa la economía de mercado de Tepetitán.

Mientras el tiempo en el pueblo transcurría lentamente, dando la sensación de estar suspendido, las horas en la vida de Dámaso Pastor pasaban con rapidez. Al lado de su amigo Madrigal Izquierdo o de su hermano Moncho, dejaba a diario constancia del uso de su tiempo libre y de las meticulosas travesuras que la imaginación les hacían idear. Las historias iban desde las salidas a pescar en el río, con cañas hechas de ramas de árbol e hilo de pita al que anudaban lombrices de tierra como señuelos, y que en más de una ocasión les harían volver con las manos vacías, hasta las bromas con arácnidos que dejaban petrificada a la tía Lucía, y por las cuales los regaños de alarido en casa de Dámaso podían escucharse varios cientos de metros a la redonda, sirviendo de espantapájaros en los sembradíos de frijol de la familia. Era ahí, en su pequeña parcela, donde Dámaso respiraba plenitud. Le gustaba agarrar puños de tierra y dejarlos caer despacio, como un delgado hilo que regresa a su origen, al suelo sagrado. Ayudaba en la fertilización, la siembra y la cosecha. Cuando había plaga, rociaba pesticida hasta dejar intoxicado al ganado de ejidos colindantes, o exterminaba con sus propias manos al maldito gorgojo, deshojándolo como una margarita cada vez que ese invasor amenazaba el sustento familiar. Podía pasar horas trabajando bajo los rayos del sol, al cuidado del cultivo desde que despuntaba la mañana hasta el atardecer o sentado en la mecedora debajo del cobertizo de la casa, escuchando el hipnótico sonido que producía la lluvia al estrellarse contra la hojarasca de los framboyanes, mientras olía ese olor a tierra mojada de julio y agosto.

—Esa de allá, la más anaranjada, pronto va a morir. Así se ponen cuando su luz se va apagando. ¿Cuántas habrá? Mi maestra dice que en la Vía Láctea son más de 300 mil millones —dijo Dámaso.

Él y su hermano tomaban el fresco en la noche, recargados contra el barandal que daba a la parcela de su casa. Un cielo estrellado y la luna llena iluminaban el campo.

—¿Qué te gustaría ser de grande? —le preguntó Moncho—. A mí policía, para tener pistola y dar las órdenes.

—No sé —contestó Dámaso—. Veo esas plantas allá enfrente y no pienso en nada más. Eso sí, prefiero sembrar a cosechar, y mi perdición es el gorgojo. ¿De dónde habré sacado el placer de destriparlo con mis manos? Si esos bichos hablaran… ¿Y tú, para qué quieres una pistola? No vas a dar órdenes siendo policía. Las órdenes las dan los de arriba. Es mejor ubicarnos, Moncho, saber dónde estamos parados en vez de andar divagando con cosas que nunca pasarán. Ser policía, ser rico, ser poderoso. No, Moncho, vivimos en Tepetitán, no lo olvides.

En días de lluvia sacaban una tasa de chocolate caliente y la bebían mientras conversaban. Y luego se escuchaba desde el interior de la casa: “¡Chumanía! Dámaso, Moncho, ¿dónde andan, escuincles? Ya está la merienda servida, se les va a enfriar”.

—¿Tú vas a vivir en Tepetitán cuando seas grande, Dámaso, o te gustaría irte a otra parte? ¿Crees que si vivimos en diferentes lugares nos sigamos llevando como hasta ahora? Quiero decir, a veces la gente cambia.

“¡No se los vuelvo a decir, vienen ahorita mismo o se quedan sin cenar! ¡Terminarán siendo unos milishos!”, gruñó su madre desde la cocina.

—La gente cambia al crecer, pero tú y yo seremos los mismos. Tal vez cambiemos frente a otras personas, pero entre nosotros seremos los mismos de ahora. Siempre estaremos juntos, Moncho, eso nunca va a cambiar —le dio un coscorrón y pegó un salto en dirección a la casa—. ¡Vieja el último que llegue!

Los domingos —y ocasionalmente entre semana—, Dámaso cumplía funciones de monaguillo en la parroquia del pueblo. Difícil adivinar si su incursión en la liturgia cristiana respondía más a su fe en la divinidad o a su interés por acercarse a Clara, la hija de doña Refugio, mujer de las mil angustias: “Clara, apúrate, hija, ya van a dar las cinco y nos van a ganar la banca en la misa”. Su casa estaba en la esquina siguiente del templo y la misa comenzaba a las siete. “Clara, acompáñame a pagar al municipio, ayer me dijeron que no tenemos adeudos, pero así son los del gobierno y luego inventan recargos.” Doña Refugio desconfiaba hasta de su sombra. “Clara, Clarita, alcánzame la medicina y pídele a Diosito que no me lleve todavía, que le conceda unos días más a esta samaritana moribunda.” Para nadie era un secreto que también era hipocondriaca. Una diarrea por exceso de picante en los alimentos la relataba como tifoidea, y la más leve tos adquiría en su mente los síntomas de una neumonía terminal. “Padre, me acuso de tener malos pensamientos”, y ella misma se propinaba semejante cachetadón que la mejilla le quedaba morada. En una ocasión se dio tres bofetadas y el padre optó por tomarlas a cuenta de su penitencia en el confesionario.

A media misa, los ojos de Dámaso revoloteaban buscando a Clara entre la gente. La veía y, si ella le correspondía, las manos le temblaban poniendo en riesgo el cáliz y las hostias. El cura lo miraba por el rabillo de un ojo o, si el ritual estaba avanzado y tenía los dos cerrados, entreabría discretamente uno para observarlo. “Este hijo de Dios me va a sacar de mis cabales”, pensaba. Varias décadas más tarde, con las licencias que la edad concede, el señor cura revelaría durante su homilía dominical las historias protagonizadas por Dámaso, su hermano Moncho y el vino de consagrar.

—Hermanas, hermanos —contaría algún domingo el sacerdote—, tenemos varios avisos parroquiales colocados sobre el muro de la entrada. Le pido a alguno de ustedes que sepa leer, que los lea en voz alta para los demás.

Siempre era Ángeles del Sagrado Corazón de Jesús, siempre. Era una señora de mediana edad a la que le gustaba hablar hasta por los codos. Se paraba, echaba bruscamente la cabeza hacia adelante y después hacia atrás, se colocaba la diadema y caminaba espigadita hasta el muro de los avisos. La cabellera le cubría la pantorrilla y bailoteaba de un lado a otro con cada paso que daba. Un domingo su orgullo fue puesto a prueba cuando vio a alguien más tomar su lugar en el muro de los avisos parroquiales. Experimentó celos, envidia, y no paró hasta descubrir quién era, de dónde venía y por qué sabía leer. Ángeles del Sagrado Corazón de Jesús estudió de cabo a rabo el Antiguo Testamento, vocalizó en su casa de piso de tierra y tejado quebradizo el Nuevo Testamento al derecho y al revés, hasta asegurarse de obtener una articulación de orador, con los acentos y las pausas donde consideró que mejor quedaban para darle dramatismo a cada pasaje. Tras meses de preparación intensiva, le pidió al cura la oportunidad de realizar una de las lecturas durante la homilía. Eso bastó para poner en su sitio a la impostora que había usurpado su autoridad ante el muro de los avisos parroquiales.

—Les recuerdo también que el próximo domingo celebraremos la fiesta de Pentecostés —continuó el sacerdote—, y el sábado serán los quince años de Flor, hija de don Claudio y Azucena, por si alguno de ustedes puede cooperar con los gastos. Quienes así lo deseen pueden retirarse, nuestra eucaristía ha terminado.

Pero nadie se levantaba de las bancas y hasta las almas más alejadas del Señor hacían repentino acto de presencia, permaneciendo de pie a la entrada de la iglesia o en el pequeño atrio anterior. Aquello parecía más un concierto con la estrella musical del momento que una ceremonia religiosa.

—Muchos de ustedes siguen aquí y otros más se nos han unido. Lo sé, esperan mis relatos sobre las andanzas de nuestro querido presidente. Pues bien, les platicaré de aquella ocasión cuando la creatividad del niño Dámaso me puso en una penosa situación ante la diócesis de Tabasco. Nunca estuve más cerca de ser excomulgado.

Eran tantas las anécdotas en la memoria del cura Abascal, que el pueblo terminó haciendo de los domingos por la noche una fiebre de esparcimiento para alegrar la conclusión de la semana. El cura llegaría a contar del día en que acudió al domicilio de don Cenobio Verduzco para aplicarle los santos óleos. Estaban todos reunidos alrededor de la recámara: su esposa Carmen, sus tres hijos y el sacerdote, asistido por Dámaso. El padre tomó con una mano la crismera guardada en el maletín de servicios religiosos y, al verter su contenido sobre la frente de don Cenobio, formando repetidamente la señal de la Santa Cruz mientras elevaba una oración en latín por el descanso de su alma, se percató de que el recipiente no tenía aceite bendecido sino esencia de gardenias. Varias semanas después se enteraría de las verdaderas intenciones del niño Dámaso: obsequiarle a Clara, el día de su cumpleaños, aquel perfume almacenado en la crismera. De penitencia lo obligó a escribir mil veces en las páginas de un cuaderno: “No debo practicar alquimia en la casa del Señor”. Tanto trabajó Dámaso que acabó con el grafito de cuatro lápices, con los dedos entumidos y sin poder conectar un solo batazo en nueve partidos consecutivos.

Con el correr de los años el padre Abascal desarrolló cataratas en los ojos. Se ayudaba al caminar de la varita hecha de cáñamo que alguna vez le sirviera de disciplina en las clases de catecismo, y su andar fue perdiendo la energía de otras épocas. De a poco fue delegando obligaciones para las que ya no se sentía apto. Dejó de celebrar bautizos y casamientos, y terminó por quedarse únicamente con la misa del domingo. Su obstruida visión le impediría darse cuenta de que, en meses recientes, los feligreses habían adoptado la costumbre de llevar pan de nata y polvillo para merendar dentro del templo, mientras escuchaban aquellos relatos sobre las peripecias del acólito convertido en presidente.

—Súbete, Moncho, ándale —dijo Dámaso.

—¿A dónde vamos? —preguntó su hermano mientras ponía los pies sobre los diablitos de la bicicleta.

—Mamá me pidió ir a casa de Gaspar para cobrarle un dinero que nos debe. No me dijo cuánto. Sólo gritó alborotada: “¡No vamos a convertir una sociedad anónima en una asociación civil!” No le entendí.

—¿Y por qué no va ella? —cuestionó Moncho alzando la cabeza, con esa tendencia suya a ver gato encerrado en cada situación.

—Ya sabes, primero nos mandan a nosotros para recordarles a los deudores que, no por ser amables, se nos olvidan las cosas. Es algo así como la primera llamada en una función de teatro.

—¡Pérate, Dámaso! Vas muy rápido y adelante está la bajadita.

—Sin riesgo no hay emoción.

—Ya ni la chingas, como tú no vas atrás… Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre… —balbuceó Moncho.

Después del empinado descenso, de unas vueltas a la derecha, otras a la izquierda y de un difícil empedrado, Dámaso y Moncho llegaron a la calle Augusto César Sandino, dentro de un arrabal a las afueras de Villahermosa, ciudad a la que se habían mudado con sus padres esperanzado en mejorar su economía, y también para continuar los estudios que Tepetitán no podía ofrecerles. Dámaso tocó el timbre de la única casa azul añil, con trozos de vidrio de botella pegados en lo alto de la barda. A los dos minutos abrió la puerta Gaspar Gómez de la Cruz. Estaba sudoroso, con la camisa abierta, sucia. Llevaba puestos unos shorts y calzaba huaraches. Se veía que no había trabajado en todo el día. Al examinarle de arriba abajo, Moncho consideró la visita una pérdida de tiempo.

—Dámaso, qué gusto verte, muchacho. Y tú ¿por qué esa cara de asustado, Moncho?

—Buenas, Gaspar, mi mamá nos pidió recordarle el pago de la mercancía que compró en el negocio. Dice que esta vez ya se le pasó la mano con el fiado, que van semanas sin saber de usted, que si está todo bien o le ha pasado algo —dijo Dámaso.

—Casi muero. Casi me voy de hocico en la bicicleta, por eso la cara de susto —contestó Moncho.

—Anden con cuidado. Nomás salga el dinero de la cosecha, voy lueguito, lueguito, a pagarles. Con esto de la plaga y después la salida de cauce del río, se han acumulado los gastos —les dijo, llevándose la mano derecha a la cabeza para rascarse los pocos pelos que le quedaban—. Denle a su mamita el recado, en los próximos días me presento a saldar la deuda. No se les vaya a olvidar, anótenlo, aquí tengo papel y pluma.

—No hay por qué azotarse, nosotros le avisamos a mi mamá. Le diremos que irá a pagar cuando salga la venta de los tejocotes —comentó Dámaso.

—La venta de los tejocotes y de las mazorcas que pude recuperar —reviró Gaspar—. Ah, y sigue así, muchacho, ya supe que volviste a brillar con el bate.

Semanas atrás la inundación provocada por el desbordamiento del Grijalba había estropeado parte de la siembra. Gaspar actuó con rapidez para rescatar lo que le fue posible, pero el daño había sido severo. A la tierra le llevó siete días y siete noches absorber el exceso de agua que hacía parecer al terreno como un lago. Cuando oscurecía, la luz de la luna proyectaba sobre la superficie un espejo saturado de estrellas que le devolvía a Gaspar la imagen invertida de su signo zodiacal, pero, sobre todo, le recordaba el descalabro en sus finanzas personales. Dentro de las casas, sobre todo en las construidas con materiales de escasa resistencia, como el adobe mal cocido, el cartón y la lámina, los muy contados muebles que las vestían se dieron por perdidos. O estaban hechos de madera corriente que se hinchó y pudrió, o eran de materiales tan provisionales como las propias construcciones. Con el agua al cuello, los electrodomésticos habían dejado de funcionar y el servicio público de electricidad había sido interrumpido. En Tabasco las precipitaciones ahogaban el progreso.

—¿Quieres manejar de vuelta? —sugirió Dámaso.

—¿Qué, de subida escasean el riesgo y la emoción? —respondió.

Pocas cosas les entretenían tanto como contar leyendas de terror a sus vecinos los viernes por la noche. Se reunían con ellos adentro de la casa o bajo el cobertizo que miraba a la parcela. Aprovechaban la luna llena para echar a volar su ingenio y a cualquier ruido en el ambiente le atribuían causas sobrenaturales. Las historias se volvían cada vez más fantasiosas a medida que las miradas de espanto se contagiaban de unos a otros. Surgían entonces las temblorinas manifestando una urgencia fisiológica que algunos diferían con éxito y otros no atinaban a contener. Una vez que Dámaso y Moncho tenían a la audiencia a su merced, comenzaban los juegos de manipulación: linternas encendiéndose y apagándose sin explicación aparente, árboles sacudiendo su follaje, pisadas al acecho y cuanta tontería se les ocurría, haciendo a todos sus amigos jurar que Pazuzu, un espíritu maligno de la antigua Mesopotamia, no era un personaje de ficción y en verdad podía teletransportarse al edén mexicano. “Pazuzu no se anda con cuentos. Le gustan los sesos jóvenes, hace levitar las hamacas y llega cuando estamos dormidos”, repetía Dámaso una y otra vez, apropiándose del estilo del merolico al que escuchaba de pie durante horas en la feria de San Isidro. “En Macuspana los niños se quedan sin ideas, todas se las traga el voraz Pazuzu”, remataba Moncho. Aquellos jóvenes rondando los doce o trece años de edad terminaban por salir corriendo en estampida hacia sus casas. Y cuando uno de ellos osó poner en duda la veracidad de los relatos, el relámpago que calcinó una palmera en sus narices transformó su actitud hereje en una inscripción temprana en el colegio seminarista más cercano.

Al cumplirse quince días de la visita que Dámaso y Moncho le hicieran, Gaspar se presentó en el negocio de la familia Pastor, Novedades Andrés, la tienda en Villahermosa que reemplazó al local de Tepetitán. Iba con la intención de llegar a algún acuerdo para poner fin a su deuda.

—Don Andrés, vengo a pagarle la resina y la lona que me vendió —le dijo al pararse frente al mostrador.

—Le agradezco, Gaspar, ya nos hacía falta el flujo de efectivo.

—Tal vez podríamos negociar. Le traigo esta Colt calibre 38 en perfectas condiciones. ¿Qué dice?

—¿Y yo para qué quiero una pistola?

—Ahora la ciudad está serena, pero si la situación económica empeora, y seguro lo hará con estos gobiernos nuestros, no faltarán ladronzuelos en las calles. Es lo primero que se ve cuando escasea el dinero. No le vendrá mal tener una pistola de protección.

—Yo no soy un hombre de armas tomar —contestó.

—Anímese. Si no le gustan las armas, tómela como inversión. Estas pistolas se venden en miles de dólares en los Estados Unidos, allá son de las más apreciadas. Podría conservarla unos años y después llevarla a una tienda de subastas o de empeños, le darán una fortuna.

Don Andrés no tenía opciones. Gaspar no había reunido el dinero y quizá no lo haría después. O aceptaba la pistola, o podía irse olvidando del pago de la deuda. Accedió y concluyó:

—Está bien, Gaspar, pero comprenderá que no podremos volver a fiarle. Aunque nos guste conceder plazos a los clientes y confiemos en su palabra, nuestro negocio vive de la venta en efectivo, no de los pagos en especie —y guardó el revólver Colt calibre 38.

III

Daban las cuatro de la madrugada y algunos ruidos urbanos, en su mayoría de camiones de carga, comenzaban a hacerse sentir en las inmediaciones de la casa de Fausto Huerta. La noche previa al atentado no logró conciliar el sueño, se le notaba ansioso, más de lo acostumbrado. Enfundado en ropa de dormir, circulaba con pasos rápidos por la casa, daba sorbos a un vaso con agua que temblaba en su mano, levantaba la cabeza hacia el cableado electrificado de la barda, del que salían algunas chispas, y seguía caminando sin cesar, pasando del cálido interior de la sala y el comedor al frío del jardín y de la cochera, y de regreso. Se detuvo con las primeras señales de luz solar, cuando decidió tomar un baño para refrescar cuerpo y mente. Llegó a la hora habitual a su oficina ubicada en el último piso del edificio que la fiscalía arrendaba sobre Avenida de los Insurgentes, en punto de las ocho. Le esperaban Adelita, su secretaria desde que Fausto trabajaba en el bufete jurídico, y su brazo derecho en la fiscalía, una abogada de apellido francés, dura de roer. Dio los buenos días, le encargó a Adelita un espresso doble y dos analgésicos para mitigar la jaqueca detonada por el insomnio. Encerrado en su despacho, las ideas regresaban una y otra vez como un taladro en su cerebro. El pensamiento obsesivo estaba despojando a Fausto de la tranquilidad de días pasados. Dio vueltas alrededor intentando poner en orden su cabeza:

—Adelita, comuníqueme con el vicefiscal —le pidió a su secretaria por la red interna.

Dos minutos más tarde ella entró a su despacho con el espresso doble y las pastillas. Fausto sacó de un bolsillo del pantalón su navaja suiza y se recortó un molesto pellejo del pulgar.

—Ay, licenciado, ya le salió sangre otra vez. Ya le he dicho que esas navajas no sirven para hacerse manicura. Ahorita le traigo una curita y mertiolate —dijo Adelita con esa voz atiplada capaz de romper una copa de cristal. Después de tantos años de trabajar a su servicio, había desarrollado sentimientos encontrados. Le agradecía a su jefe el salario mensual que recibía, más alto al de otras secretarias dentro de la fiscalía y hasta homologado al de un director de rango medio, suficiente para pagar las cuentas del apartamento que rentaba con su madre. Fausto llegaría incluso a despertar en ella impulsos de ternura, pero después brotaban los desplantes de prepotencia ante errores cometidos por algún funcionario, y Adelita quedaba aterrorizada al escuchar los gritos que atravesaban las paredes. Se ponía mal, en ocasiones durante semanas.

—Desde hace tiempo he notado a las delegaciones atrapadas en la inercia burocrática —inició Fausto su conversación telefónica con el vicefiscal—. Me parece que sus titulares comienzan a administrar las labores, en lugar de mostrar el arrojo necesario para procurar justicia en los estados. Hay regiones del país en llamas y nuestras oficinas quietas, esperando a la temporada de lluvias para apagarlas. Necesitamos cambios.

—Entiendo su preocupación. Yo también he observado descuidos en los informes mensuales que me entregan. ¿Cómo desea proceder?

—¿Recuerdas cuándo tuvimos la última reunión nacional de delegados?

—Hace aproximadamente un año. Fue en junio, la segunda desde su nombramiento.

—Convoca a un tercer encuentro para el lunes, en el auditorio de la planta baja. Ahí les pediremos redoblar esfuerzos. También instruiré cambios de personal en algunas delegaciones. Les explicaremos que se trata de movimientos de rutina, rotaciones para prevenir la generación de intereses contrarios a su función. Ofréceles apoyo logístico para el traslado de sus enseres. No quiero demoras. La próxima semana deberán quedar listos todos los ajustes.

Tan pronto colgó el auricular, Fausto comenzó a atender las audiencias de costumbre: funcionarios de la fiscalía actualizándole sobre el estado de los asuntos importantes en los juzgados; señoras con privilegiada posición socioeconómica solicitando su intervención ante los casos de robo ocurridos en sus residencias de descanso, vajilla y platería europeas, principalmente; abogados de renombre haciendo gala de sus influencias para lograr que sus clientes evadieran la cárcel, o para meter en ella a sus acérrimos rivales; y la visita de algún reportero de prensa escrita, de radio o de televisión para sostener una entrevista o para revisar una columna editorial firmada por Fausto. Ésta era su parte favorita del día, el momento en el que afloraban libres, galopantes, el ego y los sueños de opio sobre su lugar dentro de la política nacional. Esa mañana recibió a un enviado del periódico Cosmos para pulir su artículo del lunes. “Hacia un Estado de derecho sin privilegios”, lo tituló. La columna carecía de gracia. Era, mejor dicho, un refrito de textos anteriores con parches del momento, pero así eran, en general, las publicaciones de funcionarios y políticos en las secciones de opinión de los medios de comunicación: monólogos ideologizados según dónde se estaba ubicado, parado en el ruedo o sentado en las gradas.