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El tiempo es un enigma que la humanidad apenas ha comenzado a desentrañar, pero para Maitre, un joven prodigio apasionado por las civilizaciones antiguas, se convertirá en un desafío personal. Lo que comienza como un viaje académico a Egipto, pronto se transforma en una odisea épica a través de eras y dimensiones, enfrentando enigmas milenarios, guardianes despiadados, y un poder oscuro que amenaza con destruir no solo el pasado, sino también el futuro. En compañía de Anhara, una audaz antropóloga, Eris, una creación de la IA con una humanidad sorprendente, y un grupo de aliados tan inesperados como esenciales, Maitre deberá descifrar los secretos del Reloj de los Eones, una reliquia que controla los ciclos del tiempo. Cada paso los acerca a respuestas, pero también a dilemas éticos, traiciones inesperadas, y desafíos que pondrán a prueba sus límites. Con una narrativa cautivante que mezcla ciencia, historia, y fantasía, Atrapados en el Tiempo explora el poder del amor, la amistad, y el sacrificio frente a fuerzas incomprensibles. En un mundo donde el tiempo no es lineal y los misterios nunca terminan, ¿podrá Maitre salvar el destino de la humanidad... o solo posponer lo inevitable? Hoy puede ser tu primer o último día, tú decides...
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Seitenzahl: 304
Veröffentlichungsjahr: 2025
NACHO A. RODRIGUEZ
Rodriguez, Ignacio Anibal Atrapados en el tiempo : el reloj de los eones / Ignacio Anibal Rodriguez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6135-0
1. Narrativa. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Introducción - El legado del abuelo
Capítulo 1 - El viaje a Egipto
Capítulo 2 - El misterio del obelisco
Capítulo 3 - La profecía del cristal
Capítulo 4 - El valle de los Ecos Perdidos
Capítulo 5 - La ciudad flotante de Arkanos
Capítulo 6 - Caminos entretejidos
Capítulo 7 - El Laberinto del Tiempo Perdido
Capítulo 8 - El Umbral de los Eones
Capítulo 9 - La Convergencia de 2050
Capítulo 10 - La Fractura del Tiempo
Capítulo 11 - El Guardián de las Esferas
Capítulo 12 - Los Ecos del Tiempo
Capítulo 13 - El Juicio de Ananké
Capítulo 14 - La Profecía del Guardián
Capítulo 15 - Ecos de las Visiones
Capítulo 16 - El Laberinto del Portal
Capítulo Final - El Juicio de Kronos
Epílogo - El Reloj Oculto
Reflexión
Este libro no es para vos, no lo leas si…
No estás preparado o preparada para ir más allá de tus límites, si estás atrapada o atrapado en conceptos ideológicos preestablecidos, si no te gustan las historias fantásticas, si no crees en la magia de la vida, y si no aceptas que puede haber otras realidades más allá de las que conoces o crees…
Si estás preparado o preparada para este desafío, entonces sí, este libro es para vos.
¿Tienes tiempo? O ¿él te tiene a ti?
A quienes miran las estrellas buscando respuestas.A quienes desafían el tiempo con preguntas,y a quienes creen que cada segundo tiene un propósito.
A mi familia, amigos, y a todos aquellos que creenen el poder de una historia bien contada. Gracias por acompañarme en este viaje a través del tiempo.
Desde que tenía memoria, Maitre había sentido que el mundo que lo rodeaba era demasiado pequeño para contener sus sueños. Creció en un barrio humilde, donde las calles polvorientas y las casas apretadas parecían reflejar no solo la precariedad económica de su familia, sino también las limitaciones de un destino que ya parecía escrito para todos. Sus vecinos soñaban con trabajos estables, familias tradicionales y una vida sin sobresaltos. Pero Maitre no encajaba en ese molde. Desde muy pequeño, se sentía como un espectador de la realidad, un viajero atrapado en un lugar donde nadie entendía lo que veía más allá de lo evidente.
Cuando los niños de su edad jugaban al fútbol en el parque, él se sentaba en una esquina con un cuaderno y un lápiz, a dibujar. Pero no dibujaba lo que tenía delante; sus páginas se llenaban de constelaciones, pirámides y diagramas complejos que ni siquiera sus profesores entendían. A los seis años, sus dibujos eran tan detallados que uno de sus maestros llegó a llevarlos a una universidad local para mostrárselos a un amigo en el departamento de astronomía.
—¿Quién hizo esto? —preguntó el académico, examinando los trazos minuciosos de una constelación que coincidía perfectamente con la representación de Orión.
—Uno de mis alumnos de primaria —respondió el maestro, todavía sin comprender cómo un niño tan pequeño podía haber creado algo tan exacto.
Aunque su talento despertaba asombro en los adultos, no lo protegía de las burlas de sus compañeros. En la escuela, Maitre era el “bicho raro”, el niño extraño que prefería los libros que a las personas.
—¿Otra vez con tus dibujos raros, Maitre? —se burlaba Joaquín, el matón de su clase, mientras lo empujaba contra una pared—. Tal vez los extraterrestres vengan a buscarte.
Maitre no respondía. Aprendió a callar y a mirar hacia otro lado, buscando consuelo en el cielo, como si las estrellas pudieran ofrecerle alguna respuesta o, al menos, un respiro. Pero lo que realmente le dolía no era la crueldad de los niños, sino la frialdad en su propia casa.
Sofía, su madre, trabajaba largas horas como limpiadora en el hospital local, y Esteban, su padre, llevaba años desempleado tras el cierre de la fábrica donde había trabajado toda su vida. Las discusiones entre ellos eran constantes y siempre giraban en torno al dinero, o a la falta de este.
—No puedo más, Esteban —decía Sofía, con la voz quebrada por el cansancio—. Estoy trabajando como una esclava y, aun así, no alcanza.
—¿Y qué querés que haga? —respondía Esteban, golpeando la mesa con frustración—. Nadie va a contratar a un hombre de cincuenta años sin estudios.
Maitre, sentado en un rincón con su cuaderno, intentaba ignorar el ruido. Sus dibujos se volvieron su refugio, un lugar donde podía construir un mundo alternativo. En sus páginas, las estrellas hablaban, las pirámides de Egipto eran portales a otros mundos y el tiempo no era una línea recta, sino un enigma que esperaba ser resuelto. Sin embargo, no podía escapar completamente de la realidad. Cada vez que veía a su madre llorar en silencio, sentía un peso en el pecho, una culpa que no podía explicar.
El único respiro en su vida era su abuelo materno, un hombre excéntrico que vivía en una cabaña en las montañas, lejos del bullicio de la ciudad. El abuelo tenía una biblioteca pequeña pero fascinante, llena de libros sobre civilizaciones antiguas, astronomía y mitología. Para Maitre, cada visita a la cabaña era una escapada a otro universo.
—Las civilizaciones antiguas entendían cosas que nosotros hemos olvidado —le decía el abuelo, señalando las estrellas desde el porche—. Miraban al cielo y veían más que luces. Veían conexiones, patrones... significados.
Fue el abuelo quien le regaló un libro que cambiaría su vida para siempre. Era un volumen antiguo, encuadernado en cuero, con páginas desgastadas que parecían haber sobrevivido a siglos de historia. Las páginas estaban llenas de mapas estelares, diagramas de pirámides y fragmentos de textos en lenguas olvidadas. Pero lo que más llamó la atención de Maitre fue un dibujo en el centro del libro: una pirámide con un reloj en su interior, irradiando líneas que se extendían hacia las constelaciones.
—Este libro tiene un propósito —dijo el abuelo, con una mirada intensa—. Pero no es para mí. Es para alguien como vos, alguien que ve más allá de lo que los demás ven.
La conexión entre Maitre y su abuelo era tan profunda que la noticia de su muerte, cuando Maitre tenía doce años, lo devastó. Sin embargo, no dejó que la tristeza lo consumiera. En lugar de eso, se aferró al legado de su abuelo, estudiando el libro con una dedicación obsesiva. Pasaba horas descifrando los diagramas, copiando los mapas y buscando respuestas en las páginas, como si el libro pudiera ofrecerle algún tipo de guía en medio del caos de su vida.
Con el tiempo, las diferencias entre Maitre y sus compañeros se hicieron aún más marcadas. Mientras los demás adolescentes hablaban de fiestas y deportes, él se perdía en debates filosóficos con sus profesores o pasaba horas en la biblioteca local. Sus habilidades académicas le valieron una beca para estudiar en una prestigiosa universidad, pero no sin resistencia en su hogar.
—¿Antropología? —preguntó Esteban, frunciendo el ceño—. ¿Qué clase de carrera es esa?
—Es lo que amo, papá —respondió Maitre, con calma—. Quiero entender las civilizaciones antiguas, sus conexiones con el tiempo...
—¿Y cómo pensás mantenerte con eso? —interrumpió Sofía—. Necesitamos estabilidad, no sueños inútiles.
Las palabras de sus padres lo hirieron profundamente, pero también lo motivaron. Decidió que demostraría que estaban equivocados. Con su beca y un trabajo de medio tiempo como barista, logró mudarse a una residencia estudiantil. Fue allí donde conoció a Anhara, una joven con una personalidad vibrante que lo sacudió de su zona de confort.
—Siempre estás tan serio, Maitre —le decía Anhara, riéndose mientras le daba un codazo amistoso—. ¿Sabés que podés ser un genio y divertirte al mismo tiempo, no?
Anhara lo retaba constantemente, llevándolo a lugares y situaciones que él nunca habría explorado por su cuenta. Fue gracias a ella que Maitre comenzó a encontrar un equilibrio entre su pasión por el conocimiento y la necesidad de vivir el presente, ya que era una de las pocas personas que confiaba en él y sus visiones.
Durante su segundo año en la universidad, su vida dio un giro inesperado. El profesor Álvaro Freyre, una eminencia en arqueología, anunció un viaje de investigación a Egipto.
—Exploraremos Saqqara —dijo Freyre en el aula, mientras proyectaba imágenes del complejo funerario—. Es una oportunidad única para estudiar estructuras que aún no han sido completamente investigadas.
Maitre sintió un escalofrío al escuchar esas palabras. Algo en su interior le decía que ese viaje no era una simple excursión académica, sino el comienzo de algo mucho más grande. Mientras el avión despegaba hacia Egipto, las palabras de su abuelo resonaban en su mente: “El tiempo no es lo que creemos”. Lo que Maitre no sabía era que ese viaje cambiaría su vida para siempre, llevándolo a un camino donde el pasado y el futuro colisionarían de formas que nadie podía prever.
El avión descendió lentamente, y El Cairo apareció ante los ojos de Maitre como un mosaico de luces y sombras. Era un paisaje abrumadoramente diferente a todo lo que había conocido. Desde el asiento junto a la ventana, podía distinguir las inmensas avenidas llenas de tráfico y las pequeñas calles que parecían laberintos, todo enmarcado por el horizonte donde las pirámides asomaban como gigantes dormidos. Una emoción indescriptible crecía en su interior. Sentía que cada latido de su corazón lo acercaba a un destino del que aún no conocía los detalles, pero que intuía que sería trascendental.
El resto de los pasajeros de la expedición también se encontraban extasiados. Eran estudiantes y académicos de diferentes disciplinas, todos unidos por un mismo objetivo: descubrir los secretos de la antigua civilización egipcia. Aunque compartían el entusiasmo, Maitre sabía que su conexión con aquel lugar era diferente, más profunda. No era solo curiosidad académica lo que lo había traído hasta allí. Era como si el llamado hubiera sido personal, como si algo o alguien lo hubiera estado esperando durante siglos.
Al salir del aeropuerto, el aire caliente del desierto los envolvió como una manta, y el bullicio de la ciudad los recibió con un torbellino de colores, sonidos y olores. Los vendedores ambulantes ofrecían todo tipo de mercancías, desde dátiles frescos hasta réplicas de artefactos antiguos. Anhara, su compañera de clase y amiga cercana, no tardó en comentar:
—Esto es como estar en una película, ¿no creés?
Maitre asintió, pero su mente estaba en otra parte. Mientras caminaban hacia el autobús que los llevaría al hotel, sintió un escalofrío inexplicable, como si un par de ojos invisibles lo estuvieran observando.
El hotel donde se hospedaban era sencillo pero cómodo. Las paredes estaban decoradas con mosaicos de colores desgastados, y el aroma a incienso llenaba el aire. Mientras el resto del grupo hacía planes para explorar la ciudad esa noche, Maitre decidió quedarse en su habitación. Había algo en el ambiente que lo inquietaba, una sensación que no podía ignorar. Sentado en la cama, sacó el libro antiguo que su abuelo le había dejado. Pasó sus dedos por la cubierta de cuero desgastado y lo abrió con cuidado, deteniéndose en una página que había mirado docenas de veces antes pero que ahora parecía llamarlo con mayor intensidad.
En la página había un dibujo detallado de un obelisco rodeado de símbolos que parecían jeroglíficos, pero con un patrón diferente, casi futurista. En el centro del obelisco estaba grabado el Ojo de Horus, acompañado de una inscripción que le heló la sangre:
“El río del tiempo no fluye para todos por igual.Solo aquellos que lo entienden pueden cruzar sus aguas”.
Esa noche, Maitre soñó con un desierto infinito bajo un cielo lleno de constelaciones que no reconocía. En el centro del desierto había un obelisco luminoso, y frente a él, una figura encapuchada. La figura extendió una mano hacia él, pero antes de que pudiera tocarla, despertó bruscamente, cubierto de sudor. Miró el reloj: eran las 3:33. Durante el resto de la madrugada, no pudo volver a dormir.
La camioneta que los llevó a Saqqara a la mañana siguiente era tan antigua como los caminos que recorría. El doctor Álvaro Freyre, con su característico sombrero de explorador y su entusiasmo contagioso, no dejaba de hablar durante el trayecto.
—Saqqara no es solo un cementerio —decía con pasión, señalando un mapa que sostenía en sus manos—. Es un reflejo físico de la conexión entre el cielo y la tierra. Los antiguos egipcios no solo querían honrar a sus muertos; querían abrir portales a lo eterno.
Maitre, que tomaba notas en un cuaderno, levantó la vista y preguntó:
—¿Cree que estas estructuras podrían haber tenido un propósito más allá del religioso? Algo relacionado con el tiempo, quizá.
El doctor Freyre sonrió con interés.
—Esa es una teoría interesante, Maitre. Algunos creen que las pirámides y los obeliscos eran herramientas para interactuar con dimensiones más allá de nuestra comprensión. Pero son solo teorías, claro.
Anhara, que estaba sentada junto a Maitre, lo observó con una ceja levantada.
—Siempre tan místico, ¿eh? Algún día tendrás que enseñarme a pensar así —dijo, dándole un codazo amistoso.
Cuando llegaron al sitio arqueológico, el paisaje los dejó sin palabras. La Pirámide Escalonada de Djoser se alzaba como un coloso entre las arenas, rodeada de templos, columnas y estructuras semienterradas que parecían susurrar historias de un pasado lejano. Mientras el grupo seguía al doctor Freyre, quien explicaba la disposición del complejo, Maitre sintió una atracción inexplicable hacia una estructura al borde del sitio.
Sin decir nada, se separó del grupo y caminó hacia el lugar que lo llamaba. Era un obelisco cubierto parcialmente por la arena, su superficie erosionada por los milenios. Pero incluso en su estado deteriorado, había algo en él que lo hacía destacar. Maitre se arrodilló y comenzó a limpiar la arena con las manos, revelando un patrón de jeroglíficos que parecía diferente al resto. En el centro del obelisco estaba grabado el Ojo de Horus, rodeado por líneas que parecían formar un mapa estelar similar al dibujo que siempre le había llamado la atención del libro que le había dado su abuelo.
Cuando sus dedos tocaron el símbolo, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo. El aire a su alrededor se volvió denso, como si el tiempo mismo hubiera comenzado a ralentizarse. Una luz azul comenzó a emanar del obelisco, rodeándolo con un resplandor sobrenatural. Maitre intentó retroceder, pero era como si sus pies estuvieran pegados al suelo. De repente, escuchó una voz, baja y profunda, que parecía provenir de todas partes:
—Eres digno. El río del tiempo te llama. Cruzá si tenés el valor.
El mundo a su alrededor comenzó a girar, y Maitre sintió como si fuera arrastrado por una corriente invisible. Cuando abrió los ojos, ya no estaba en Saqqara. Frente a él se extendía un paisaje que parecía salido de un sueño: templos y columnas que brillaban bajo un sol radiante, rodeados por un desierto que parecía vibrar con energía.
Antes de que pudiera procesar lo que veía, un grupo de hombres vestidos con túnicas blancas apareció en la distancia. Caminaban hacia él con pasos firmes, y sus rostros reflejaban una mezcla de asombro y cautela. Uno de ellos, que parecía ser el líder, levantó la mano y gritó:
—¡Detengan al intruso!
Maitre levantó las manos en señal de paz, pero no pudo evitar ser rodeado y escoltado hacia lo que parecía ser un palacio. Allí, sentado en un trono de oro y lapislázuli, estaba Akenatón, el faraón conocido por su conexión con el dios Atón. Su mirada era intensa, casi como si pudiera ver a través del alma de Maitre.
—¿Quién sos y cómo llegaste hasta acá? —preguntó con una voz que resonaba con autoridad.
Maitre intentó responder, pero las palabras se le atragantaron. Antes de que pudiera decir algo coherente, uno de los sacerdotes que lo acompañaba habló.
—Faraón, este joven lleva consigo las señales de la profecía. El Ojo de Horus lo ha elegido.
El faraón lo observó en silencio durante un largo momento antes de levantarse de su trono.
—Si las señales son ciertas, entonces debemos ponerlo a prueba —dijo, señalando a los sacerdotes para que lo llevaran a un templo cercano.
En el centro del templo había un objeto que Maitre nunca había visto antes: una esfera luminosa que flotaba en el aire, emitiendo un zumbido hipnótico. Los sacerdotes lo rodearon, susurrando cánticos en un idioma que no podía entender.
—Si sos digno, esta esfera revelará tu destino. Si no lo sos, serás consumido por ella —advirtió uno de ellos.
Maitre tragó saliva y extendió la mano hacia la esfera. En cuanto sus dedos la tocaron, una visión inundó su mente: veía pirámides flotando en el espacio, civilizaciones conectadas por hilos de luz, y un río dorado que parecía cruzar el universo. Las imágenes eran tan vívidas que casi podía sentir el calor de las estrellas y el frío del vacío.
Cuando la visión terminó, Maitre cayó de rodillas, exhausto. Los sacerdotes lo observaban con asombro, y uno de ellos susurró:
—Es él. El viajero de la profecía.
Antes de que pudiera obtener respuestas, el mundo volvió a girar, y Maitre se encontró de nuevo en Saqqara, de pie frente al obelisco. Su cuerpo temblaba, y su mente estaba inundada de preguntas. Anhara apareció corriendo, con una mezcla de preocupación y furia en su rostro.
—¿Qué demonios estabas haciendo? ¡Parecías hipnotizado! —exclamó, tomándolo del brazo.
—Anhara... creo que viajé en el tiempo —murmuró Maitre, apenas capaz de procesar lo que había sucedido.
Mientras regresaban al hotel ya anocheciendo, Maitre no podía apartar la mirada del cielo estrellado. Sabía que lo que había experimentado era solo el comienzo. Algo más grande lo esperaba, y esta vez no estaba seguro de estar preparado.
Esa noche cayó exhausto en la cama y parecía hundirse en el colchón como en un sueño vivido o una realidad que no podía controlar. Comenzó a sentir que de nuevo entraba en otra época, en otra dimensión que le resultaba familiar. De repente, en el fondo de la habitación vio algo que brillaba, como la luz que relatan las personas cercanas a la muerte. Al principio tuvo miedo, pero luego de haber experimentado una sensación de realidad, de que estaba controlando lo que pasaba, se acercó al objeto. Vio que era un reloj de arena que emanaba luz por todos lados. Se acercó más; su intuición le decía que tenía que agarrarlo. Era como un imán que solo su mano era capaz de atraer, y en una conexión inexplicable, Maitre sostuvo el reloj y sintió cómo todo se desvanecía a su alrededor. Pero esta vez sintió paz, libertad, como si estuviera flotando y a la vez viajando…
Cuando Maitre tomó el reloj de arena, una voz resonó en el aire, la misma que había escuchado en su sueño.
—Has encontrado la segunda llave. El camino hacia la verdad está lleno de sombras, pero también de luz.
De repente, el reloj comenzó a girar en sus manos, y el tiempo pareció detenerse. Anhara, las estrellas, el desierto... todo quedó congelado en un instante eterno. Maitre sintió que su cuerpo era transportado a otro lugar, un lugar donde el pasado, el presente y el futuro se entrelazaban.
Al abrir los ojos, estaba nuevamente frente a Akenatón, pero esta vez no estaba solo. A su lado había un grupo de figuras envueltas en capas oscuras, sus rostros ocultos.
—La lucha por el tiempo no ha terminado, joven guardián —dijo Akenatón—. Debés elegir sabiamente a quién le confías tu viaje.
Cuando Maitre regresó al presente, Anhara que había escuchado ruidos extraños y fue hasta el cuarto de Maitre lo miraba con preocupación.
—¿Estás bien? —preguntó.
Él asintió, pero sabía que nada volvería a ser igual. En el plano de su realidad donde todo ocurría, vio que el artefacto, el reloj de arena, estaba al lado de su cama, junto a él. Quedó atónito, sin poder encontrar una explicación física ni acordarse si lo que vivió fue real o fue uno de sus viajes dimensionales. Pensó que, si decía lo que había pasado, no le iban a creer, o lo iban a tratar de loco. Por lo cual se juró no decir la verdad. Si le preguntaban, iba a decir que lo había encontrado en una habitación vacía del hotel, cuando, recorriendo el mismo, se perdió y lo encontró allí.
Con el reloj de arena en su poder, las pruebas apenas estaban comenzando, y el destino del tiempo mismo parecía depender de sus decisiones.
El reloj continuaba pulsando con su brillo azul, marcando un ritmo que parecía alinearse con el latido de Maitre. Anhara, con su habitual pragmatismo, intentaba entender por qué un artefacto tan extraño parecía guiar todos sus pasos. Sin embargo, la tensión en el ambiente hacía que incluso su confianza tambaleara. A lo lejos, las sombras de las dunas parecían moverse, como si ocultaran más que arena.
Esa noche, el grupo acampó bajo un cielo estrellado. A pesar de la calma aparente, Maitre sintió una inquietud creciente. Se tumbó en su tienda, pero los pensamientos no lo dejaban dormir. Cerró los ojos y, como si un portal se abriera en su mente, fue transportado a un sueño extraño.
En el sueño, un hombre encapuchado sostenía un fragmento de cristal azul que brillaba con intensidad.
—El tiempo no es una línea recta, Maitre —dijo el hombre, su voz resonando como un eco lejano—. Es un ciclo que podés romper... o proteger. Pero para ello, necesitarás algo más que valentía.
El hombre extendió el cristal hacia él, y cuando Maitre lo tocó, sintió una corriente eléctrica que lo sacó abruptamente del sueño. Al abrir los ojos, su palma brillaba levemente con el mismo resplandor azul del reloj.
De repente, Maitre escuchó entredormido un ruido afuera de su tienda, como si alguien se acercara. Era Anhara, que venía a ver qué estaba pasando, ya que escuchaba ruidos extraños. Al entrar, vio algo que casi hace que se desmaye: el reloj de arena brillando con una luz incandescente, como si estuviera encendido. Detrás del mismo, había una especie de círculo girando como si fuera un agujero negro, pero hecho de arena del lugar. Anhara miró a Maitre sin comprender lo que estaba ocurriendo. Él la miró con cara de compasión y valentía, la tomó de la mano y le dijo:
—Anhara, ¿confiás en mí?
Ella le respondió:
—Claro que sí, Maitre, pero esto es imposible.
Él le respondió:
—No, ya nada es imposible. No hay tiempo. Vení, quiero que probemos algo: si te puedo llevar conmigo a ese lugar que te he contado, al que voy sin saber por qué... creo que podemos lograrlo.
Ella, con mucho miedo, pero a la vez con curiosidad y confianza en Maitre, tocó el reloj. Sintió lo mismo que Maitre cuando pasa a esas otras dimensiones, como si se estuviera cayendo a un pozo infinito. De repente, aparecieron en el desierto. Seguían en Saqqara, pero en medio de unas dunas.
Antes de que pudieran procesar lo que había ocurrido, un ruido proveniente de las dunas los puso en alerta.
Unas figuras emergieron de las sombras como espectros. Eran los Hijos de la Arena, una secta fanática liderada por Nefria, una mujer con un pasado enigmático y un fervor casi religioso por el caos. Los Hijos de la Arena creían que el tiempo debía ser desatado, sin restricciones, y que los cristales del tiempo eran la clave para liberar su poder destructivo.
Amunet, una campesina a la que le habían puesto ese nombre en honor a la diosa Amunet —que significa “protectora del misterio, la que trae la vida”—, personificaba el viento del norte. Apareció en el horizonte justo a tiempo para organizar una defensa improvisada y exclamó:
— Queda mucho por recorrer... tanto en este desierto como en otros lugares del planeta, en esta dimensión y en otras. Estén siempre atentos y no nos separemos.
Bastet, una gata negra egipcia de unos ojos azules brillantes como dos piedras de lapislázuli, que hasta entonces había permanecido en su forma inanimada, despertó con un rugido que resonó en las dunas. Su silueta negra y luminiscente se movía con una gracia felina, protegiendo a Maitre y Anhara.
—¡Corran hacia las rocas! —gritó Amunet, al tiempo que invocaba un campo de energía con su báculo.
A todo esto, Anhara no entendía nada de lo que estaba pasando, qué hacía ahí, quiénes eran todas esas personas, lo que estaba ocurriendo. Sentía que era un sueño, pero uno muy real, porque podía sentir todo: hasta los olores, las sensaciones y, sobre todo, sus emociones.
Sin embargo, los Hijos de la Arena no retrocedieron fácilmente. Utilizaron artefactos antiguos que emitían pulsos de energía para romper el campo de protección. Maitre, Anhara y Bastet apenas lograron escapar hacia una formación rocosa que escondía la entrada a una cueva.
Dentro de la cueva, la atmósfera cambió drásticamente. Las paredes estaban cubiertas de grabados que brillaban débilmente bajo la luz del reloj. Amunet parecía reconocer los símbolos.
—Este lugar fue creado por los Guardianes del Tiempo —dijo, recorriendo los grabados con la punta de los dedos—. Aquí se registran los ciclos del tiempo y los portadores del reloj.
Maitre se acercó a un mural que mostraba figuras sosteniendo relojes similares al suyo. Una inscripción en una lengua desconocida parecía contar una historia. Al acercar su reloj, las palabras se tradujeron:
“El portador del reloj es el puente entre el caos y el orden. Su elección decidirá el destino de todas las líneas temporales”.
Mientras leía, Anhara —como si estuviera perdida, shockeada y mareada por la experiencia que acababa de vivir—, mientras exploraba el lugar, descubrió un pedestal en el centro de la cueva. Tenía tres ranuras, claramente diseñadas para sostener cristales. Al examinarlo más de cerca, encontró un mapa tallado en la base, que parecía señalar lugares específicos en el mundo.
—Es un mapa de anclajes temporales —explicó Amunet—. Cada cristal pertenece a un lugar que estabiliza el flujo del tiempo. Si los Hijos de la Arena destruyen estos puntos, el caos dominará.
Antes de que pudieran planear su próximo movimiento, un eco resonó en la cueva. Una figura emergió de la oscuridad, con ropas desgastadas pero un porte inusual. Era Kader, un hombre que afirmaba haber seguido la señal del reloj hasta allí, un antiguo cazarrecompensas.
—No tengo intención de hacerles daño —dijo, levantando las manos en señal de paz—. Busco lo mismo que ustedes: proteger el tiempo.
Aunque Amunet mostraba recelo, Bastet, la gata negra egipcia de ojos azules, pareció confiar en Kader. El recién llegado explicó que había sido parte de una resistencia en el futuro, luchando contra Kronos, un ser que había logrado manipular el tiempo para construir un imperio tiránico. Y, sin encontrar ejército o misión a la que unirse, se dedicó a encontrar objetos de valor y personas buscadas, para venderlas en los mercados egipcios a mercaderes o políticos.
—Vi lo que Kronos puede hacer —dijo Kader, con un tono sombrío—. Si no lo detenemos, no quedará futuro para nadie.
El mapa en el pedestal señalaba el templo de Abu Simbel como el próximo destino. Sin embargo, el viaje no sería sencillo. Los Hijos de la Arena seguían rastreándolos, y el terreno desértico ofrecía pocos refugios.
Cuando finalmente llegaron al templo, su majestuosidad los dejó sin aliento. Las colosales estatuas de Ramsés II parecían observarlos, como guardianes silenciosos de los secretos del tiempo. El reloj de Maitre comenzó a brillar intensamente, indicando un pasaje oculto detrás de una de las paredes.
Anhara, que ya se había recompuesto y aceptado lo que estaba ocurriendo, encontró un mecanismo que requería una combinación de símbolos específicos para abrir el pasaje. Utilizando los conocimientos de Amunet y las pistas del libro de su abuelo, Maitre logró descifrar el código y abrir la entrada.
El pasaje los condujo a una cámara subterránea que albergaba un altar. En el centro, un cristal azul pulsaba con una energía casi hipnótica. Sin embargo, no estaban solos. La malvada Nefria y los Hijos de la Arena los habían alcanzado.
—¡El cristal pertenece al flujo del caos! —exclamó Nefria, mientras ordenaba a sus seguidores atacar.
Una batalla feroz se desató en la cámara. Bastet luchaba con agilidad felina, mientras Amunet utilizaba su báculo para proteger al grupo. Kader demostró ser un luchador hábil, aunque su lealtad aún era incierta.
En el clímax del enfrentamiento, Maitre logró alcanzar el cristal. Al tocarlo, una visión lo envolvió: vio a Kronos, un ser imponente, rodeado de un mundo en ruinas. Su risa resonaba como un trueno, mientras el tiempo mismo parecía desmoronarse a su alrededor.
Cuando la batalla terminó, Kader se acercó a Maitre con una expresión de alivio.
—Lo lograste —dijo, extendiendo la mano hacia el cristal.
Pero en el último momento, su verdadera intención quedó al descubierto, sin que el grupo se diera cuenta, y simulando sus deseos más personales. Kader había estado trabajando con Nefria hacía un tiempo, buscando reunir los cristales para liberar a Kronos, pero luego se alejó de ella buscando su propio camino.
—No podés imaginar lo que significa tener el control del tiempo —dijo Kader, su voz llena de fervor—. Kronos puede salvarnos de nuestras propias limitaciones.
Antes de que pudiera tomar el cristal, Bastet instintivamente intervino, arrojándose sobre él con una fuerza inesperada. El impacto desató una onda de energía que sacudió la cámara, forzándolos a escapar antes de que se derrumbara. Kader sintió una confusión, como si algo se hubiera apoderado de él, como si lo que había dicho y hecho fuera parte de su pasado. Ya no pensaba de esa forma y estaba profundamente en contra de Kronos, pero algo hizo que sus deseos más profundos resurgieran y tomaran el control. Gracias a Bastet, que pudo intervenir como un ser especial, cayó al suelo, casi desmayado, volvió en sí y recuperó sus deseos: luchar contra Kronos.
De regreso en la superficie, el grupo sabía que su misión estaba lejos de terminar. Aunque habían recuperado el cristal azul, los otros aún estaban en peligro.
Maitre miró el reloj, sintiendo el peso de su responsabilidad. Aunque el camino era incierto, estaba decidido a proteger el tiempo, incluso si eso significaba sacrificarlo todo.
Después del intenso día en Saqqara, el grupo acampó en un claro a las afueras de las ruinas. El calor abrasador del día había cedido a una fresca brisa nocturna, y el cielo estaba sembrado de estrellas. Maitre se sentó en silencio junto a la fogata, con el cristal azul apoyado en sus rodillas. Lo observaba con detenimiento, fascinado por las formas cambiantes que parecían fluir en su interior, como si estuviera vivo. Anhara rompió el silencio al acercarse con dos tazas de té.
—¿Sabés? Podrías quedarte mirando ese cristal toda la noche y aún no descubrirías todos sus secretos.
—Es hipnótico —respondió Maitre, tomando una de las tazas—. Pero también... extraño. Cuando lo toco, siento algo, como si el cristal supiera quién soy.
Anhara rio suavemente.
—¿Y qué creés que sabe de vos?
Maitre la miró, con una seriedad que la desconcertó.
—Más de lo que yo mismo sé.
La conversación quedó interrumpida cuando Bastet apareció entre las sombras, moviendo la cola con inquietud. La gata negra se colocó junto a Maitre, como si estuviera vigilando algo. Amunet, que estaba sentada más lejos, se acercó con una expresión grave.
—Los guardianes de Saqqara nunca abandonan su tarea por completo. Si el cristal ha sido perturbado, algo más despertará.
El grupo se miró en silencio, sintiendo que las palabras de Amunet cargaban un peso que aún no comprendían.
El sueño de esa noche fue inquieto para todos. Maitre se vio atrapado en una visión en la que una figura encapuchada lo observaba desde lejos. Estaba de pie frente a un reloj monumental que goteaba arena, como si el tiempo mismo estuviera desmoronándose. A medida que Maitre se acercaba, el encapuchado levantaba la mano, y una voz retumbaba en su mente.
—El cristal es solo el principio. Las piezas deben unirse antes de que sea demasiado tarde.
Cuando despertó, el sudor le cubría la frente. Miró a su alrededor y vio que Anhara y Kader también estaban inquietos. Bastet, en cambio, estaba sentada, inmóvil, con sus ojos azules fijos en la oscuridad.
—¿Algo anda mal? —preguntó Maitre.
La gata emitió un bajo gruñido y corrió hacia las sombras. Maitre se levantó de un salto, siguiéndola a pesar de los murmullos de Anhara pidiéndole que no fuera. La siguió hasta una formación rocosa en las afueras del campamento. Allí encontró a Bastet parada frente a un obelisco cubierto de inscripciones antiguas. A pesar de que no había tocado el cristal, las marcas brillaban con un tono azul similar al que había visto en su visión.
—Esto no estaba aquí antes... —murmuró.
Pero antes de que pudiera inspeccionarlo más, el suelo bajo sus pies comenzó a temblar. El obelisco se iluminó completamente, y una figura holográfica emergió de él. Era una mujer con túnicas antiguas; sus ojos brillaban con una intensidad sobrenatural.
—Bienvenido, portador del cristal —dijo con una voz que parecía resonar desde todas direcciones—. Mi nombre es Neferka, y soy una protectora de los secretos del tiempo. Escuchá bien, porque este mensaje no se repetirá.
Maitre quedó paralizado mientras Neferka continuaba.
—El cristal que has encontrado es una llave, pero solo una. Hay seis en total, y juntos desbloquean el Reloj de los Eones. Quien controle ese reloj controlará los ciclos del tiempo. Pero cuidado: cada cristal tiene un guardián, y su lealtad no siempre será hacia los humanos.
—¿Dónde están los otros cristales? —preguntó Maitre, apenas encontrando su voz.
Neferka señaló hacia el horizonte.
—El siguiente cristal yace en el Valle de los Ecos Perdidos, donde las voces del tiempo susurran secretos y mentiras. Pero tené cuidado: no todos los que te acompañan son lo que parecen.
Antes de que Maitre pudiera preguntar más, la figura de Neferka desapareció, y el obelisco volvió a su estado inerte. Bastet maulló suavemente, como si entendiera algo que Maitre no podía.
Cuando Maitre regresó, el grupo estaba en estado de alerta. Kader sostenía un machete, y Anhara tenía una linterna apuntando a los árboles.
—¿Dónde estabas? —demandó Kader—. Escuchamos ruidos y pensamos que algo te había pasado.
Maitre les contó lo que había visto, omitiendo la advertencia sobre la posible traición. No quería sembrar desconfianza cuando ya había tanta tensión. Sin embargo, Amunet notó su inquietud.
—No nos estás diciendo todo, ¿verdad? —preguntó, con los brazos cruzados.
Maitre evitó su mirada.
—Les he dicho lo que importa. Hay otro cristal, y sabemos dónde buscarlo.
Amunet lo observó por un momento, pero no insistió. Sabía que Maitre guardaba secretos, pero también sabía que el tiempo revelaría la verdad.
El campamento en las cercanías de Saqqara comenzó a desmoronarse con la salida del sol. La revelación de Neferka había cambiado la dirección de la expedición. Aunque no todos los miembros del grupo sabían lo que realmente estaba en juego, la atmósfera estaba cargada de una mezcla de ansiedad e intriga. Maitre repasaba mentalmente las coordenadas que Neferka había señalado, sabiendo que el próximo destino no sería menos desafiante.
—¿Estás seguro de que debemos ir allí? —preguntó Anhara mientras ajustaba su mochila—. El Valle de los Ecos Perdidos no suena precisamente acogedor.
—Nada de esto es acogedor, Anhara —respondió Maitre con una sonrisa forzada—. Pero si Neferka tiene razón, no tenemos otra opción.
