Aventura clandestina - Más que una amante - Michelle Celmer - E-Book
SONDERANGEBOT

Aventura clandestina - Más que una amante E-Book

Michelle Celmer

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Aventura clandestina Michelle Celmer Nada podía impedir que Nathan Everett se convirtiera en magnate de una compañía petrolífera… excepto tener una cita con la hija de su enemigo empresarial. Sin embargo, cuando pensó que ya había dejado atrás la aventura con Ana Birch, apareció ella, magnífica como siempre… y con un bebé que lucía la reveladora marca de nacimiento de los Everett. Con todo su futuro en juego, Nathan tenía que tomar una importante decisión. ¿Se atrevería a hacer pública su relación con Ana, arriesgándose a perder todo por lo que tanto había trabajado? ¿O le daría la espalda a la familia que siempre había temido tener? Más que una amante Michelle Celmer A Jordan Everett, director de operaciones de la petrolera Western Oil, le parecía que había algo sospechoso en su nueva y sexy secretaria, Jane Monroe, y estaba decidido a revelar todos sus secretos. Pero no iba a limitarse a hacerle preguntas; prefería descubrir la verdad seduciéndola. Jane solo tenía una cosa en mente: descubrir al culpable de un boicot en la refinería, y su principal sospechoso era Jordan. Pero cuando su misión secreta entró en conflicto con el irresistible encanto del ejecutivo, se vio obligada a elegir entre el trabajo con el que había soñado y el hombre de sus sueños.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 330

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 418 - marzo 2019

 

© 2011 Michelle Celmer

Aventura clandestina

Título original: A Clandestine Corporate Affair

 

© 2011 Michelle Celmer

Más que una amante

Título original: Much More Than a Mistress

 

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-918-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Aventura clandestina

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Más que una amante

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Oh, eso no era bueno.

Ana Birch miró con indiferencia por encima del hombro a la cubierta superior del club de campo, con la esperanza de que el hombre con la cazadora de piel oscura la mirara, mientras rezaba para haberse equivocado. Se dijo que quizá solo se pareciera a él. Durante meses, después de que la dejara, había visto sus facciones en la cara de cada desconocido: los ojos sensuales y oscuros y la seductora curva de sus labios; veía sus hombros anchos y físico fibroso en hombres junto a los que pasaba por la calle. Entonces contenía el aliento y el corazón se le disparaba. En los dieciocho meses que habían pasado desde que él le pusiera fin a la aventura que habían tenido,no la había llamado.

Finalmente lo vio junto al bar, con una copa en la mano mientras hablaba con otro de los invitados. Sintió que el corazón se le hundía y que se le formaba un nudo en la garganta. No se trataba de ningún engaño de sus ojos. Decididamente era él.

¿Cómo podía hacerle eso Beth?

Acomodando mejor a Max, su hijo de nueve meses, contra la cadera, cruzó el césped impecable mientras notaba cómo los tacones se le hundían en la tierra blanda y húmeda. Cada vez que Max se movía se deslizaba hacia abajo.

Con los vaqueros ceñidos y las botas de caña alta, con el cabello recién teñido de rojo sirena, era la antítesis de las madres de sociedad que bebían y alimentaban su vida social mientras unas agobiadas niñeras perseguían a sus hijos. Un hecho que no le pasaba a nadie por alto, ya que allá por donde iba la seguían miradas curiosas. Pero nadie se atrevía a insultar a la heredera del imperio energético Birch, al menos a la cara, algo que a Ana le resultaba un alivio y una irritación al mismo tiempo.

Vio a su prima Beth de pie junto al castillo hinchable observando a su pequeña de seis años, Piper, la niña del cumpleaños.

Quería a Beth como a una hermana, pero en esa ocasión se había pasado.

Entonces los vio acercarse y sonrió. Ni siquiera tuvo la decencia de aparentar culpabilidad por lo que había hecho, algo que no sorprendió a Ana. La propia vida de Beth era tan terriblemente tranquila y aburrida, que parecía obtener placer de meterse en los asuntos de otras personas.

–¡Maxie! –Beth extendió los brazos. Max chilló entusiasmado y se lanzó hacia ella y Ana se lo entregó.

–¿Por qué está aquí? –demandó en voz baja.

–Quién?

Beth se hizo la inocente cuando sabía muy bien de quién le hablaba.

–Nathan.

Ana miró por encima del hombro a Nathan Everett, presidente de la rama principal de Western Oil, de pie junto a la barandilla, con una copa en la mano y exhibiendo un atractivo conservador e informalmente sofisticado como el día en que Beth los había presentado. No era su tipo, en el sentido de que tenía una carrera de éxito y carecía de tatuajes y de historial policial. Pero era un pez gordo en Western Oil, de modo que tomar una copa con él había sido el «corte de mangas» definitivo para su padre. Esa copa fueron dos, luego tres y cuando le preguntó si la llevaba a casa, había pensado que era inofensivo.

Hasta ahí la teoría brillante. Pero cuando la besó ante su puerta, prácticamente estalló en llamas. A pesar de lo que inducía a la gente a creer, no era la precoz gatita sexual que describían las páginas de sociedad. Era muy selectiva con quién se acostaba y nunca lo hacía en una primera cita, pero se podía decir que lo había arrastrado al interior de su casa. Y aunque él hubiera podido parecer conservador, decididamente sabía cómo complacer a una mujer. De pronto el sexo había cobrado un sentido nuevo para ella. Ya no se trataba de desafiar a su padre. Simplemente, deseaba a Nathan.

Y a pesar de que se suponía que solo iba a ser una noche, él no paró de llamar y descubrió que le era imposible resistirse. Cuando la dejó, estaba locamente enamorada de él. Por no mencionar que también embarazada.

Nathan miró en su dirección. Ana quedó atrapada en esa mirada penetrante. Un escalofrío le erizó el vello de los brazos y de la nuca. Luego el corazón comenzó a latirle deprisa a medida que la recorría esa sensación familiar y el rubor le invadía el cuello y las mejillas.

Apartó la vista.

–Era el compañero de cuarto de Leo en la universidad –explicó Beth, haciéndole cosquillitas a Max bajo el mentón–. Me era imposible no invitarlo. Habría sido una grosería.

–Al menos podrías habérmelo advertido.

–De haberlo hecho, ¿habrías venido?

–¡Claro que no! –tenerlo tan cerca de Max era un riesgo que no podía permitirse. Beth sabía muy bien lo que sentía al respecto.

Esta frunció el ceño mientras susurraba:

–Quizá pensé que ya era hora de que dejaras de esconderte de él. Tarde o temprano la verdad saldrá a la luz. ¿No crees que es mejor ahora que tarde? ¿No crees que él tiene derecho a saberlo?

En lo que a Ana concernía, él jamás podría conocer la verdad. Además, le había dejado bien claro lo que sentía. Aunque ella le importaba, no estaba en el mercado para una relación seria. Carecía de tiempo. Y aunque lo tuviera, no lo beneficiaría ser visto con la hija de un competidor. Representaría el fin de su carrera.

Era la historia de su vida. Para su padre, Walter Birch, dueño de Birch Energy, la reputación y las apariencias siempre habían significado mucho más que su felicidad. Como supiera que había mantenido una relación con el presidente de la sucursal principal de Western Oil, y que ese hombre era el padre del inesperado nieto que le había llegado, lo vería como la traición definitiva. Ya había considerado una vergüenza que tuviera un hijo fuera del matrimonio, y se había mostrado tan furioso cuando no quiso revelarle el nombre del padre, que había cortado toda comunicación con ella hasta que Max había cumplido casi los dos meses. De no ser por el fideicomiso que le había dejado su madre, Max y ella habrían terminado en la calle.

Durante años se había regido por las reglas de su padre.

Había hecho todo lo que él le había pedido, interpretando el papel de su perfecta princesita con la esperanza de ganarse sus halagos. Pero nada de lo que hacía era demasiado bueno, de modo que cuando ser una buena chica no la llevó a ninguna parte, se convirtió en una chica mala. La reacción negativa fue mejor que nada. Al menos durante un tiempo, pero también terminó por cansarse de ese juego. El día que se enteró de que estaba embarazada, por el bien del bebé supo que había llegado el momento de crecer. Y a pesar de ser ilegítimo, Max se había convertido en el ojito derecho del abuelo. De hecho, este ya hacía planes para que un día Max dirigiera Birch Energy.

Como su padre se enterara de que el padre era Nathan, por simple despecho los desheredaría a ambos. ¿Cómo iba a negarle a su hijo el legado que era suyo y le correspondía?

En parte, esa era la razón por la que resultaba mejor que Nathan jamás averiguara la verdad.

–Solo quiero que seas feliz –dijo Beth, entregándole a Max, quien había empezado a mostrar de forma sonora que la echaba de menos.

–Me llevo a Max a casa –dijo Ana, acomodándolo de nuevo contra su cadera. No creía que después de todo ese tiempo Nathan intentara aproximarse. Desde que se separaran, ni una sola vez había tratado de contactar con ella. Había desaparecido.

Pero no pensaba correr el riesgo de toparse con él por accidente. Aunque no creía que quisiera tener nada que ver con su hijo.

–Luego te llamo –le dijo a Beth.

Estaba a punto de darse la vuelta cuando a su espalda oyó la voz profunda de Nathan.

–Señoras.

Por un momento el pulso se le detuvo y luego se le desbocó.

«Maldita sea». Se paralizó de espaldas a él, sin saber muy bien qué hacer. ¿Debería huir? ¿Girar y encararlo? ¿Y si miraba a Max y, simplemente, lo sabía? ¿Resultaría demasiado sospechoso huir?

–Vaya, hola, Nathan –dijo Beth, dándole un beso en la mejilla–. Me alegra tanto que pudieras venir. ¿Recuerdas a mi prima, Ana Birch?

Ana tragó saliva al girar, bajando la gorra de lana de Max para cubrir el pequeño mechón rubio detrás de la oreja izquierda en su, por lo demás, pelo tupido y castaño. Un pelo como el de su padre. También tenía el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda cuando sonreía y los mismos ojos castaños llenos de sentimiento.

–Hola, Nathan –saludó, tragándose el miedo y la culpabilidad. «Él no te quería», se recordó. «Y no habría querido al bebé. Hiciste lo correcto». Tenía que haber oído hablar de su embarazo. Había sido el tema preferido de la alta sociedad de El Paso durante meses. El hecho de que jamás cuestionara si él era o no el padre le revelaba todo lo que quería saber: que no quería saberlo.

La fría evaluación a que la sometió, la falta de afecto y ternura en su mirada, le indicó que para él solo había sido una distracción temporal.

Deseó poder decir lo mismo, pero en ese momento lo echaba de menos de la misma forma, anhelaba sentir esa conexión profunda que jamás había experimentado con otro hombre. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que era él y habría sacrificado todo por estar con él. Su herencia, el amor de su padre… aunque ni por un momento creía que Walter Birch quisiera a alguien que no fuera él mismo.

–¿Cómo estás? –preguntó él.

A Ana le pareció que, en el mejor de los casos, era un tono cortés y de conversación superficial. Aparte de que hizo poco más que mirar a su hijo.

Decidió adoptar el mismo tono cortés, a pesar de que las entrañas se le retorcían por un dolor que después de todo el tiempo pasado aún le desgarraban lo más profundo de su ser.

–Muy bien, ¿y tú?

–Ocupado.

No lo dudaba. La explosión de Western Oil había representado una gran noticia. Había habido páginas de prensa negativa y cuñas publicitarias desfavorables… cortesía de su padre, desde luego. Como presidente de la sucursal principal, era responsabilidad de Nathan reinventar la imagen de Western Oil.

–Bueno, si me disculpáis –dijo Beth–, he de ir a ver a por la tarta –y se largó sin aguardar respuesta.

Esperó que también Nathan se marchara. Pero eligió justo ese momento para reconocer a su hijo, que se movía inquieto, ansioso de atención.

–¿Es tu hijo? –le preguntó él.

–Es Max –respondió, asintiendo.

El vestigio de una sonrisa suavizó la expresión de Nathan.

–Es precioso. Tiene tus ojos.

Max, que era un sabueso para captar cuando se hablaba de él, chilló y agitó los brazos. Nathan le tomó la manita en la suya y las rodillas de Ana se convirtieron en gelatina. Padre e hijo, estableciendo contacto por primera vez… y, con suerte, la última. De pronto el amago de lágrimas le quemó el borde de los ojos y una aguda sensación de pérdida le atravesó todas las defensas. Necesitaba irse de ahí antes de cometer una estupidez, como soltar la verdad y convertir una mala situación en una catástrofe.

Pegó al pequeño contra ella, algo que a Max no le gustó. Chilló y se revolvió, moviendo los bracitos con frenesí y haciendo que la gorra de lana se le cayera de la cabeza.

Antes de poder recogerla, Nathan se agachó y la levantó de la hierba. Ana pasó la mano alrededor de la cabeza de Max con la esperanza de cubrirle la marca de nacimiento, pero cuando Nathan le entregó el gorro, no le quedó más alternativa que retirarla. Se situó de tal manera que él no pudiera ver la cabeza del pequeño, pero al alargar el brazo hacia la gorra, Max chilló y se lanzó hacia Nathan. Resbaló sobre su chaqueta de seda y estuvo a punto de que se le escapara. El brazo de Nathan salió disparado para sujetarlo en el momento en que ella lograba volver a afianzarlo y, con el corazón desbocado, lo pegaba a su pecho.

–Bueno, ha sido agradable volver a verte, Nathan, pero me estaba yendo.

Sin aguardar una respuesta, se volvió para irse, pero antes de que pudiera dar más de un paso, la mano de Nathan se cerró sobre su antebrazo. Ella la sintió como una descarga de electricidad.

–¿Ana?

Maldijo para sus adentros y se volvió para mirarlo. Y en cuanto vio sus ojos, pudo ver que lo sabía. Lo había deducido.

¿Y qué si lo sabía? Había dejado bien claro que no quería hijos. Probablemente, ni siquiera le importara que el bebé fuera suyo, mientras ella aceptara no contárselo jamás a nadie ni solicitar su ayuda. Cosa que no necesitaría, ya que el fideicomiso les permitía vivir muy bien. Nathan podría seguir adelante con su vida y fingir que jamás había sucedido.

Con suavidad, Nathan alzó la mano y acarició la carita de su hijo, girándole la cabeza para poder ver detrás de la oreja del pequeño. Pensando que se trataba de un juego, Max agitó la mano y se revolvió en los brazos de Ana.

Al ver cómo palidecía, comprendió que lo sabía y no lo esperaba. Ni siquiera había considerado semejante posibilidad remota.

–¿Hablamos en privado? –preguntó con la mandíbula tensa y los dientes apretados.

–¿Dónde? –se hallaban en una fiesta con al menos doscientas personas, la mayoría de las cuales sabían que los dos tendrían mucho de qué hablar–. Sin duda no querrás que te vean con la hija de un competidor directo –soltó con una voz tan llena de resentimiento acumulado que apenas pudo reconocerla–. ¿Qué pensaría la gente?

–Solo dime una cosa –musitó él–. ¿Es mío?

¿Cuántas veces había imaginado ese momento? Había ensayado la conversación miles de veces; pero una vez hecho realidad, la mente se le había quedado en blanco.

–¿Contesta? –demandó él con tono perentorio.

No le quedaba más opción que contarle la verdad, pero solo pudo asentir con rigidez.

–¿He de suponer que jamás pretendías contármelo? –preguntó él con los dientes apretados.

–Para serte sincera –alzó el mentón en gesto de desafío con el fin de ocultar el terror que la atenazaba por dentro–, no pensé que te importara.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Tenía un hijo.

Nathan apenas era capaz de asimilar el concepto. Y Ana se equivocaba. Le importaba. Quizá demasiado. En el instante en que la vio hablar con Beth, el corazón había empezado a martillearle en el pecho con tanta fuerza que lo dejaba sin aliento, y cuando sus ojos se encontraron, había experimentado una necesidad tan profunda de estar cerca de ella que bajó las escaleras y fue hacia Ana antes de poder considerar las repercusiones de sus actos.

Después de poner fin a la relación, la primera semana debió de haber alzado el teléfono una docena de veces, dispuesto a confesarle que había cometido un error, que quería volver a estar con ella, aunque ello hubiera representado el fin de su carrera en Western Oil. Pero se había deslomado para llegar donde estaba como para tirar todo por la borda por una relación que desde el principio estaba predestinada al fracaso. De modo que había hecho lo único que había podido… o eso había creído, porque ya no estaba tan seguro.

Ella intentó liberar el brazo y la mueca en su cara le indicó que le hacía daño. Maldijo para sus adentros. La soltó y controló con voluntad férrea su carácter. Se afanaba en todo momento para tener el control. ¿Qué tenía esa mujer que hacía que abandonara todo sentido común?

–Hemos de hablar –susurró con aspereza–. Ahora.

–Este no es el sitio más idóneo –repuso ella.

Tenía razón. Si desaparecían juntos, la gente lo notaría y hablaría.

–De acuerdo, haremos lo siguiente –indicó–. Vas a despedirte de Beth, subirte a tu coche e irte a casa. Unos minutos después, yo me escabulliré y me reuniré contigo en tu casa.

–¿Y si me niego? –alzó un poco la barbilla.

–No es recomendable –contestó él–. Además, me debes la cortesía de una explicación.

Ni siquiera ella podía negar esa afirmación.

–De acuerdo –aceptó tras una breve pausa.

Después de que ella se marchara, Nathan vio a Beth y se encaminó en esa dirección. No dudaba ni por un segundo de que ella estaba al tanto de que el bebé era suyo. Y la expresión que puso al ver que se acercaba se lo confirmó.

–Nos hizo jurar guardar el secreto –expuso Beth antes de que él dijera nada.

–Deberías habérmelo dicho.

–Como si tú ya no lo supieras –bufó ella.

–¿Cómo iba a poder saberlo?

–Vamos, Nathan. Rompes con una mujer y un mes después se queda embarazada, ¿y me dices que ni siquiera sospechaste que el bebé era tuyo?

Claro que sí. No dejó de esperar una llamada de Ana. Confiaba en que si el bebé era suyo, ella tendría la decencia de decírselo. Al no tener jamás noticias de ella, dio por hecho que el bebé era de otro hombre, lo que lo llevó a pensar que Ana no había perdido el tiempo en seguir adelante. Algo que inesperadamente le dolió como mil demonios.

Saber en ese momento que no era de otro, sino suyo, no representaba un gran consuelo.

–Hizo mal en ocultármelo –le dijo a Beth.

–Sí. Pero, y me mataría si supiera que te estaba contando esto, tú le rompiste el corazón, Nathan. Quedó destrozada cuando pusiste fin a la relación. Así que, por favor, dale un margen.

Esa no era excusa para ocultarle a su hijo.

–He de irme. Dale un beso de mi parte a la niña del cumpleaños.

–Ve tranquilo con ella, Nathan –dijo Beth ceñuda–. No tienes idea de todo lo que ha tenido que pasar el último año y medio. El embarazo, el alumbramiento… todo sola.

–Fue su elección. Al menos tuvo una.

Sintiéndose enfadado y traicionado por la gente en la que confiaba, se dirigió al aparcamiento. Pero, con franqueza, se preguntó qué había esperado. Leo y él se habían alejado desde los tiempos de la universidad y Beth era la prima de Ana. ¿De verdad había esperado que quebrantara un vínculo familiar por un conocido casual?

Se sentó al volante de su Porsche y reconoció que quizá había sospechado que el bebé era suyo y en el fondo no había querido. Porque eso era admitir la verdad. Tal vez por eso nunca la llamó. Quizá la verdad lo aterraba. ¿Qué haría si fuera su hijo? ¿Qué le diría a Adam Blair, su jefe y presidente de Western Oil? ¿Que iba a tener un hijo que por casualidad era el nieto del propietario de la principal empresa competidora? Habría sido un desastre entonces, pero en ese momento, desde la explosión de la refinería y la sospecha de que Birch Energy podía estar involucrada en el suceso, tenía unas ramificaciones completamente nuevas. No solo podía despedirse de la posibilidad de ocupar el puesto de presidente que pronto quedaría vacante, sino que probablemente perdería el trabajo que ya tenía.

Además, ¿qué diablos sabía él de ser padre, aparte del hecho de que no quería parecerse en nada al suyo propio? Pero el margen de error seguía siendo astronómico.

Al llegar a la casa de Ana en Raven Hill, que tan bien conocía, vio un todoterreno de lujo aparcado. Ella debía de haber cambiado su deportivo por algo más práctico. Porque eso era lo que hacían los padreas responsables. Ni por un segundo dudaba de que Ana sería una buena madre. Solía hablarle de cómo había perdido a su madre y de cómo su padre la ignoraba. Decía que cuando tuviera hijos serían el centro de su universo.

Nathan y su hermano Jordan habían sufrido el problema opuesto. Habían tenido a su padre constantemente encima imponiéndoles los principios en los que creía y obligándolos a hacer las cosas como él quería desde que fueron lo bastante mayores como para tener libre albedrío, que Nathan no había titubeado en emplear al máximo, enfrentándose al viejo a diario.

Aparcó. Respiró hondo para calmarse, bajó y se dirigió al porche. Ana lo esperaba ante la puerta abierta, tal como había hecho tantas veces en el pasado. No los podían ver en público, por lo que habían pasado gran parte de su tiempo en ese piso. Solo que en esa ocasión, al dejarlo entrar y cerrar la puerta, no le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso largo y apasionado.

Ana se había quitado la chaqueta de seda y las botas, y con unos vaqueros ceñidos, una blusa y los pies descalzos, se parecía más a una universitaria que a la madre de un bebé.

Se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero próximo a la puerta.

–¿Dónde está el bebé?

–Acostado.

–Quiero verlo –giró hacia el pasillo que conducía a los dormitorios, pero ella se interpuso en su camino.

–Quizá más tarde.

La furia se encendió en su interior, ardiente e intensa, e hizo que la sangre le martilleara en las venas.

–¿Estás diciendo que te niegas a que vea a mi propio hijo?

–Está dormido. Además, creo que es mejor que primero hablemos.

Tuvo ganas de apartarla, pero estaba plantada ahí con los brazos cruzados, con una expresión de madre protectora que expresaba que más le valía no meterse con ella o con su hijo.

Contuvo la furia y dijo:

–De acuerdo, hablemos.

Ella indicó el sofá del amplio salón.

–Siéntate.

Había tantos juguetes, que era como atravesar un campo de minas. Al sentarse, experimentó el recuerdo vívido de los dos sentados juntos y desnudos, con ella encima de él a horcajadas, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, cabalgándolo hasta que ambos quedaron ciegos por el éxtasis. El recuerdo hizo que otra vez la sangre le martilleara.

–¿Quieres beber algo? –preguntó ella.

–No, gracias –en todo caso, habría preferido una ducha fría.

Ella se sentó con las piernas cruzadas en el sofá que había frente a él.

–¿De modo que te pareció correcto tener a mi hijo y no decírmelo?

–Cuando te enteraste de que estaba embarazada, podrías haberlo preguntado –replicó ella.

–No debería haberlo hecho.

Ana se encogió de hombros, como si no viera nada malo en sus actos.

–Como te he dicho, no pensé que te importara. De hecho, pensé que te sentirías más feliz sin saberlo. Dejaste bien claro que no querías una familia. Si te lo hubiera contado, ¿qué habrías hecho? ¿Habrías arriesgado tu carrera para reconocerlo?

Sinceramente, Nathan no lo sabía, aunque no podía argüir que eso legitimaba la decisión de ella. Pero eso no trataba solo de cómo afectaría su carrera profesional. Había otros factores a considerar, cosas que ella desconocía de él.

–Fuera como fuere, era una decisión que debía tomar yo, no tú.

–Si no tuviste tiempo para mí, ¿cómo ibas a tenerlo para un bebé?

No era solo cuestión de tiempo. Quizá ella jamás lo entendiera, pero le había hecho un favor cuando puso fin a la relación. Ana le hacía bajar la guardia, perder el control, y con un hombre como él eso solo podía significar problemas. No era la clase de relación que ella se merecía. Era demasiado apasionada y estaba llena de vida. Y también… dulce. No necesitaba que él la arrastrara al fondo.

–¿Lo que quieres decir es que te hice daño y este era tu modo de devolvérmelo? –le preguntó.

–No es lo que he dicho.

No, pero pudo ver que tocaba una tecla sensible.

–Esto no nos lleva a ninguna parte –prosiguió ella–. Si quieres hablar de Max, perfecto. Pero si has venido aquí a repartir culpas, puedes marcharte.

–Al menos podrías tener la decencia, el valor, de reconocer que tal vez cometiste un error.

–Hice lo que consideré mejor para mi hijo. Para todos –guardó silencio y luego añadió a regañadientes–. Pero no te negaré que me sentía herida y confusa y quizá no tomé en consideración los sentimientos de todas las partes.

Nathan supuso que eso era lo más parecido que iba a conseguir como disculpa. Y ella tenía razón: repartir culpas no los iba a llevar a ninguna parte. El único modo de tratar el tema era de forma racional y con serenidad. Pensó en cómo llevaría la situación su padre e hizo lo opuesto.

Se tragó su amargura y una gran dosis de orgullo antes de decir:

–Olvidemos quién tiene la culpa o quién salió perjudicado y háblame de mi hijo.

 

 

–Primero, ¿por qué no me cuentas qué planeas hacer ahora que sabes de su existencia? –repuso Ana. No tenía sentido que aprendiera cosas de un hijo al que no pretendía ver.

–Para serte sincero, aún no estoy seguro.

–¿Te preocupa cómo afectará a tu carrera?

–Claro que esa es una preocupación.

–No debería serla. Es tu hijo. Deberías amarlo y aceptarlo incondicionalmente. Si no puedes hacer eso, en su vida no hay espacio para ti.

–Eso es un poco duro, ¿no crees?

–No. Es mi responsabilidad y yo sé lo que es mejor para él. Y a menos que estés dispuesto a aceptarlo como a tu hijo y brindarle un espacio permanente en tu vida, y eso incluyen visitas habituales que sean convenientes para mí, puedes olvidarte de llegar a verlo. Necesita estabilidad, no un padre esporádico que lo introduce y lo saca de su vida a su capricho.

Una inusual muestra de furia le endureció las facciones.

–Imagino que también esperarás una pensión alimenticia –manifestó con la mandíbula tensa.

Simplemente, no lo entendía. Eso no tenía nada que ver con el dinero o una necesidad de manipularlo. Todo era por Max.

–Guárdate tu dinero. No lo necesitamos.

–Es mi hijo y mi responsabilidad económica.

–No puedes comprar el acceso a su vida, Nathan. No está en venta. Si no puedes estar presente emocionalmente para él a largo plazo, te quedas fuera del juego. Es algo innegociable.

Pudo ver que no lo entusiasmaba nada su enfoque directo.

–Supongo que tengo mucho que pensar –expuso Nathan.

–Imagino que sí –se levantó del sofá, instándolo a hacer lo mismo–. Cuando hayas tomado una decisión, entonces podrás ver a Max. Entiendo que necesites tiempo para pensártelo. Y quiero que sepas que lo que decidas, estará bien para mí. Me encantaría que Max conociera a su padre, pero no quiero que te sientas presionado por algo para lo que no estás preparado. Puedo manejar esta situación yo sola.

Fue hacia la puerta y se puso la cazadora, mirando por el pasillo hacia los dormitorios.

–¿Puedo llamarte? –preguntó.

–Mi número sigue siendo el mismo –lo sabría si hubiera intentado contactar con ella en los últimos dieciocho meses.

Él se detuvo junto a la puerta con la mano en el pomo y se volvió hacia ella.

–Lamento cómo resultaron las cosas entre nosotros.

Pero no lo suficiente como para quererla de vuelta en su vida, pensó mientras él regresaba a su coche.

Observó desde la ventana principal hasta que se marchó, luego salió y cruzó el césped hasta la casa de al lado, frotándose los brazos contra el frío. Llamó a la puerta y casi de inmediato Jenny Sorensen, su vecina y buena amiga, abrió con expresión preocupada.

–¿Va todo bien? –le preguntó al hacerla pasar.

Max estaba sentado en el suelo del salón con Portia, la hija de quince meses de Jenny. Ana no había sabido cuál sería la reacción de Nathan, así que le había parecido mejor dejar a Max fuera de la escena.

–Todo va bien.

Cuando el pequeño oyó su voz, chilló y gateó en su dirección, pero entonces se distrajo con el juguete que Porrita aporreaba contra la mesita de centro y cambió de curso.

–Se te veía realmente alterada cuando me lo trajiste. Estaba preocupada.

–Hoy me topé con el padre de Max. Desconozco si quiere figurar en el cuadro general. Quería hablar y consideré que sería mejor que Max no estuviera presente.

–¿Qué sientes al respecto?

–Cosas encontradas. Me encantaría que Max conociera a su padre, pero al mismo tiempo siento como si lo preparara para que lo decepcionaran. Como sea la mitad de malo que mi padre…

–Es justo que le brindes una oportunidad –expuso con firmeza, mirando a su hija, que forcejeaba con Max por un oso de peluche–. Un bebé necesita un padre.

Aunque Portia apenas veía al suyo.

Brice Sorenson era un cirujano ocupado que a menudo se marchaba de la casa antes de que el bebé despertara y regresaba una vez que ya estaba dormida. Si tenían suerte, ambas podían verlo unas horas los domingos entre las rondas en el hospital y el golf. Era mayor que Jenny y había criado hijos de un primer matrimonio. No cambiaba pañales ni limpiaba el desorden, y ni una sola vez se había levantado a medianoche para alimentar a su hija. El escenario tocaba una cuerda familiar y perturbadora para Ana. Una que se negaba aceptar para Max.

–La pelota está en su lado de la pista ahora –dijo Ana. Y si Nathan quería algo inferior a lo que era mejor para Max, lo suprimiría de la vida de su hijo sin pestañear.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Aunque Nathan odiaba que las palabras de Ana tuvieran tanto sentido, después de varios días de analizar el bienestar de su hijo, supo que tenía razón. O estaba dentro o fuera de la vida de Max. No había término medio. Pero tenía que considerar de qué manera podría afectar a su carrera el hecho de reconocer esa paternidad. Estaba seguro de que si la verdad salía a la luz, ya podía despedirse de sus posibilidades de llegar a ser presidente ejecutivo de la empresa. La junta lo consideraría un conflicto de intereses directo y flagrante. Desde que averiguaran que la explosión en la refinería había sido por la manipulación del equipo, todos se habían mostrado prestos en señalar a Birch Energy… a pesar de que hasta el momento no habían podido presentar ninguna prueba de semejante conexión.

Pero lo más importante era que Nathan no tenía idea de cómo ser padre… al menos no uno bueno. Lo único que sabía con certeza era que no quería parecerse un ápice a su propio padre, quien solo aceptaba la perfección y estallaba en un ataque de ira si alguien se atrevía a quedarse corto ante las expectativas utópicas que planteaba.

Nathan era como su padre, tenía demasiada ira contenida como para soslayar la posibilidad de que sería un padre horrible. Sin embargo, no podía olvidar que había un niño al que había traído al mundo que compartía la mitad de su código genético. Al menos debía intentarlo. Y si no podía estar ahí para Max, a pesar de que Ana afirmaba que no necesitaban su dinero, se encargaría de que el pequeño estuviera cubierto económicamente el resto de la vida.

El miércoles por la tarde llamó a Ana para preguntarle si podía pasarse a verla para hablar.

–¿Qué te parece esta noche a las ocho y media? Después de que Max se acueste.

–¿Sigues sin dejarme verlo?

–Sí, hasta no saber qué tienes que decirme.

Era justo.

–Nos vemos a las ocho y media, entonces.

Nada más colgar, el director financiero de la empresa llamó a la puerta de su despacho.

Le hizo un gesto para que pasara.

–Lamento interrumpir –comentó Emilio, entregándole un pequeño sobre blanco–. Solo quería dejarte esto.

–¿Qué es?

–Una invitación.

–¿Para…?

–Mi boda.

Nathan rio, pensando que debía tratarse de una broma.

–¿Tú qué?

Emilio sonrió.

–Ya lo has oído.

Nathan no conocía a nadie más vehemente en contra del matrimonio. Se preguntó qué diablos había pasado.

Dominado por la curiosidad, abrió el sobre y sacó la invitación. Se quedó boquiabierto al reconocer el nombre de la novia.

–¿Se trata de la Elizabeth Winthrop, que fue acusada de fraude financiero?

–Al parecer no has estado viendo las noticias. Todos los cargos fueron retirados el viernes pasado.

Aquel día había trabajado hasta tarde antes de ir a la fiesta y desde entonces prácticamente solo había pensado en Ana y en su hijo.

No recordaba haber encendido el televisor ni haber abierto un periódico.

–¿Y ahora te casas con ella?

Sí.

Nathan movió la cabeza.

–¿Su marido no murió hace unos meses?

–Es una larga historia –indicó Emilio.

Le sorprendía no haberse enterado hasta ese momento. Pero, como él, Emilio era una persona muy reservada. Y Nathan no podía sentirse más feliz de que hubiera encontrado a alguien con quien quisiera pasar el resto de su vida.

–Estoy impaciente por oírla –comentó.

Emilio sonrió.

–A propósito, leí tu propuesta. Me gustaría establecer una reunión con Adam para repasar los números. Probablemente, la semana que viene.

–Que lo arreglen nuestras secretarias.

Pasó el resto de la tarde en reuniones, y en la última pidieron algo para cenar, lo que le ahorró tiempo de comprar algo para comer en casa antes de cambiarse para ir a la casa de Ana. Llegó a las ocho y media en punto. En algún momento desde el sábado, ella había decorado la parte frontal de su casa para las inminentes navidades. Las ramas de abeto enmarcaban las ventanas y las puertas y en la entrada una guirnalda decorada con luces y acebo fresco daba la bienvenida a todo el mundo. Nathan no había puesto nada decorativo. ¿Para qué, si nunca estaba allí?

Antes de llamar a la puerta, esta se abrió.

–Justo a tiempo –comentó Ana. Llevaba un sexy chándal rosa sobre una gastada camiseta manchada con algo anaranjado que quizá podría haber sido puré de zanahoria. Lucía el intenso cabello de color rojo recogido al azar con un broche y no llevaba maquillaje.

La maternidad le sentaba de maravilla.

Se hizo a un lado para dejarlo pasar.

–Disculpa el desorden, pero acabo de acostar a Max y aún no he tenido tiempo de ordenar.

No bromeaba. Daba la impresión de que una bomba hubiera caído en el salón. No tenía idea de que un solo niño pudiera jugar con tantos juguetes.

–Parece que hubiera habido una docena de niños aquí –se quitó la cazadora y la colgó del perchero.

–En realidad, cinco. Era día de juegos y mi semana de ser anfitriona.

–¿Día de juegos?

–Ya sabes, un grupo de padres se reúne con sus hijos y los deja jugar juntos. Aunque mi vecina Jenny y yo somos las únicas madres de verdad. Otras dos son niñeras y una es una au-pair francesa. Jenny y yo estamos convencidas de que la au-pair se acuesta con el padre del bebé. Y una de las niñeras nos contó que la pareja para la que trabaja está al borde del divorcio y que él ahora duerme en el cuarto de invitados.

–¿Max no es un poco pequeño para jugar con otros niños –preguntó.

–Nunca es demasiado pronto para hacer que los niños desarrollen su vida social.

–¿No tienes una canguro?

–Me encanta estar con Max y me encuentro en una posición en la que ahora no tengo que trabajar. Me gustar ser madre a tiempo completo. No es que haya sido fácil, pero sí valioso.

La madre de él había estado demasiado ocupada con sus galas benéficas y sus diversos grupos como para prestarle demasiada atención a sus hijos.

Le indicó el salón.

–Pasa y siéntate. ¿Te apetece beber algo?

Probablemente le sentaría bien una copa, pero ninguna cantidad de alcohol iba a hacer que fuera más fácil.

–No, gracias.

Esperó hasta que él se sentó en el sofá y luego ocupó el borde de una silla.

–Bueno, ¿has tomado una decisión?

–Sí –apoyó los codos en las rodillas y se frotó las palmas de las manos. No estaba seguro de cómo se tomaría Ana su respuesta–. Me gustaría un período de prueba.

Ella enarcó las cejas.

–¿Un período de prueba? No hablamos de ser socio de un gimnasio, Nathan. Es un bebé. Un ser humano.

–Razón por la que creo que entrar de lleno sería una mala idea. No sé nada sobre ser padre. Como tú bien señalaste, jamás planeé tener familia. Por lo que sé, podría ser un padre horrible. Me gustaría la oportunidad de probarlo durante unas semanas, pasar un tiempo con Max y ver cómo me acepta.

–Max tiene nueve meses, adora a todo el mundo.

–De acuerdo, entonces, quiero ver cómo lo acepto yo a él.

–¿Y si no lo… aceptas? Entonces, ¿qué?

–No sé… –movió la cabeza.

–Sé que esperabas una respuesta más definitiva, pero de verdad creo que es el mejor modo de hacerlo –suspiró–. No sé si estoy preparado. He cometido muchos errores en mi vida, Ana, y esto es demasiado importante para fastidiarlo.

–Doy por hecho que también está la cuestión de cómo se verá en el trabajo.

–No negaré que fue un factor para mi decisión. Nuestro actual presidente ejecutivo se jubila y yo soy uno de los pocos que compiten por el puesto. No quiero agitar el bote.

–De modo que es por trabajo –no se molestó en ocultar la amargura en su voz.

–He de tomar en consideración todo –confirmó él–. Pero, en última instancia, esto trata sobre lo que es mejor para nuestro hijo.