Aventura de amor en el Caribe - Anne Mather - E-Book

Aventura de amor en el Caribe E-Book

Anne Mather

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Beschreibung

Su atracción prohibida se hizo demasiado intensa como para resistirse a ella... Dominic Montero era terriblemente guapo y resultaba peligroso conocerlo. Cleo lo sabía, pero no podía ignorarlo por completo, ya que él tenía una información que cambiaría su vida definitivamente... Cleo dudaba sobre qué camino tomar, pero finalmente, accedió a seguir a Dominic a su hogar en San Clemente, una paradisíaca isla del Caribe. Pronto, ambos quedaron atrapados en la tupida red de relaciones de la nueva familia de ella…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Anne Mather

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Aventura de amor en el caribe, n.º 1986 - mayo 2022

Título original: His Forbidden Passion

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-642-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CLEO estaba casi segura de que había visto antes a esa mujer. No sabía dónde o cuándo, o si era algo real o imaginado, pero hubo una extraña sensación de familiaridad cuando la miró que no quiso dejar pasar.

Agitó la cabeza impaciente. Algunas veces era demasiado sensible para su propio bien. Pero no había duda de que la mujer la había estado mirando desde que se había puesto a la cola, así que quizá por eso podía resultarle familiar. Quizá le recordaba a alguien que conocía.

Seguro que había una explicación inocente. Que no le gustara que la mirasen no significaba que esa mujer fuese una amenaza. Pagó la leche que había ido a comprar y decidió ignorar el escrutinio, así que casi dio un salto cuando la mujer se dirigió a ella.

–Es la señorita Novak, ¿no? –preguntó bloqueándole el paso–. Me alegro tanto de conocerla, por fin. Su amiga me ha dicho que podrían encontrarla aquí.

Cleo frunció el ceño. Sólo podía referirse a Norah. Lo que significaba que esa mujer debía de haber pasado primero por su apartamento. Suspiró. ¿En qué había pensado Norah diciéndole a una completa extraña dónde podía encontrarla? Con la cantidad de cosas raras que pasaban esos días, habría esperado que tuviera más criterio.

–Lo siento –dijo en contra de su buen juicio–. ¿Debería conocerla?

La mujer sonrió y Cleo se dio cuenta de que era mayor de lo que parecía desde lejos. Había pensado que andaría por los cuarenta, pero de cerca pensó que serían los cincuenta. El pelo corto color cobre engañaba, pero la figura delgada y las finas piernas no.

No era muy alta. Tenía que inclinar la cabeza para mirar a los ojos a Cleo. Pero estaba maquillada con habilidad, la ropa manifiestamente cara y lo que le faltaba de estatura lo suplía con presencia.

–Perdone –dijo con un acento vagamente trasatlántico, arrastrando a Cleo fuera de la tienda con el sencillo gesto de seguir hablando con ella–. Debería haberme presentado. No nos conocemos, querida. Soy Serena Montero, la hermana de su padre.

De todo lo que podía haber dicho, eso era lo que menos se esperaba, pensó incrédula. La miró un segundo. Después, recobrándose un poco, dijo con una mezcla de alivio y diversión:

–Mi padre no tenía ninguna hermana, señora Montero. Lo siento –empezó a andar–. Me temo que se equivoca.

–No creo –dijo Serena Montero, si ése era realmente su nombre, agarrándola de la manga de la chaqueta de lana–. Por favor –rogó–. Escúcheme un momento –suspiró y soltó la manga cuando Cleo le miró la mano–. El nombre de su padre era Robert Montero…

–No.

–… y nació en la isla de San Clemente, en el Caribe, en 1956.

–Eso no es verdad –la miró impaciente y después añadió con resignación–: Bueno, sí, mi padre nació en San Clemente, pero no estoy segura de la fecha, y se llamaba Henry Novak.

–Me temo que no –la agarró de la muñeca, en esa ocasión con firmeza, mientras la miraba a los ojos–. No le estoy mintiendo, señorita Novak. Sé que siempre ha pensado que Lucille y Henry Novak eran sus padres, pero no lo eran.

Cleo no podía creer lo que estaba pasando.

–¿Por qué hace esto? –exigió–. ¿Por qué insiste en que ese hombre, Robert Montero, su hermano, es mi padre?

–Era –corrigió Serena con tristeza–. Robert era su padre. Murió hace unos años.

–Es una afirmación ridícula y usted lo sabe.

–Es la verdad –Serena era inflexible y se resistía a los esfuerzos de Cleo por cortar el tema–. Créame, señorita Novak, cuando mi padre, su abuelo, me dijo lo que pasó, yo tampoco quise creerlo.

–Bueno, ahora lo entiendo –dijo en tono grave–. No se preocupe, señora Montero. Evidentemente su padre sufre de alucinaciones. Desafortunadamente mis auténticos padres murieron en un accidente de tren hace seis meses, si no se lo habrían dicho ellos mismos.

–Sí, sabemos lo del accidente –Serena estaba llena de sorpresa–. Ahí fue cuando mi padre se enteró de que usted estaba viva –hizo una pausa–. Y no tiene alucinaciones. Por favor, Cleo, ven a tomar algo conmigo y deja que te explique…

–¿Cómo sabe mi nombre? –dijo dando un paso atrás, y esa vez Serena la soltó.

–¿Cómo crees? –empezaba a parecer aburrida–. Es Cleopatra, ¿verdad? –al ver la confirmación en los ojos de Cleo, añadió–: Era el nombre de tu abuela materna. Se llamaba Cleopatra Dubois y su hija, Celeste, fue tu madre. Celeste Dubois era una de las mujeres más hermosas de la isla –la valoró con la mirada–. Dudaba si decirlo, pero te pareces a ella.

–¿Era negra?

–¿Importa? –frunció el ceño.

–Sólo una persona blanca haría esa pregunta –dijo Cleo sacudiendo la cabeza–. Sí, importa.

–Vale, pues sí. Supongo que era negra. Su piel era… color café. No negra exactamente, pero tampoco blanca.

Ya estaba bien. Cleo decidió no seguir escuchando. Si la descripción de su así llamada madre había pretendido apaciguarla, había fracasado completamente. Estaba acostumbrada a la insultante adulación. Normalmente procedente de los hombres, era cierto, pero había tenido que enfrentarse a ello toda su vida.

–Mire, tengo que irme –dijo pensando que, si había algo de verdad en lo que le decía, habría oído algo antes.

Sus padres no habían sido unos mentirosos, dijera lo que dijera Serena Montero. Y ella los había querido demasiado como para aceptar de buen grado semejante sugerencia. Además, había sido la única albacea de su testamento y no había encontrado en él nada que le hubiera hecho sospechar. Salvo esa fotografía, recordó de pronto casi sin querer. En su momento le había dedicado poca atención. Era una fotografía de su madre con otra mujer, una mujer que había pensado se parecía mucho a ella. Pero no había escrito en el reverso nada que dijera quién podía ser. Y lo había dejado pasar. Habría cientos de personas que se parecerían a ella.

Como Serena Montero…

Desechó esa idea y para su sorpresa la mujer ya no trató de retenerla.

–De acuerdo –dijo finalmente–. Soy consciente de que ha sido tanta conmoción para ti como lo fue para mí.

En eso tenía razón, pensó Cleo, pero no lo dijo en voz alta. No era tan tonta como para pensar que aquello sería el final del asunto.

–Necesitas tiempo para asimilar lo que te he contado –dijo Serena mientras se ponía unos suaves guantes sobre los dedos llenos de anillos–. Pero no te tomes demasiado tiempo, ¿vale, querida? Tu abuelo se está muriendo. ¿Vas a negarle su última oportunidad de conocer a su única nieta?

 

 

Cleo volvió al apartamento que compartía con Norah Jacobs media hora después.

Lo normal era tardar cinco minutos desde el supermercado, pero se había dado un paseo por el parque para pensar.

En cualquier otro momento nada la hubiera convencido de entrar sola en el parque después del anochecer, pero en ese instante no pensaba con mucha coherencia. Le acababan de decir que sus padres, las dos personas en el mundo de las que siempre había pensado que podía confiar, le habían mentido sobre su identidad. Que en lugar de estar sola en el mundo, como había creído, tenía una tía y un abuelo… y quién sabía si alguien más. Además eran… bueno, blancos.

No quería creerlo. Quería que las cosas volvieran a ser como eran antes.

Si no hubiera ido al supermercado…

Eso era una tontería. Tarde o temprano la señora Montero la hubiera abordado.

¿Por qué habría hecho algo así? ¿Qué ganaba con ello? No le había parecido la clase de mujer que abordaba a una completa extraña. A menos que su padre se estuviera muriendo realmente y tuviera una agenda oculta que aún no le había revelado.

Norah la esperaba en el estrecho salón del apartamento. A la casa le faltaba espacio por todos los lados, pero los alquileres en esa zona de Londres eran prohibitivos y Cleo había decidido compartir gastos con ella.

Norah era rubia y guapa y con tendencia a engordar. Exactamente lo contrario que ella. Pero eran amigas desde la escuela y, a pesar de las limitaciones de espacio, normalmente se llevaban muy bien. Sin embargo, en ese momento, Norah parecía ansiosa.

–¡Has llegado! –exclamó aliviada cuando Cleo abrió la puerta–. Estaba preocupada. ¿Dónde has estado? –alzó las cejas mientras Cleo entraba en la zona más iluminada del salón–. ¿Pasa algo? Parece como si hubieses visto un fantasma.

Cleo sacudió la cabeza sin decir nada, pasó al lado de su amiga y rodeó la barra que separaba la cocina del salón para meter la leche en la nevera.

Después se volvió a mirarla.

–¿Por qué demonios le has dicho a una completa extraña dónde estaba?

–Oh… –Norah se ruborizó–. Así que te ha encontrado.

–Si te refieres a Serena Montero, sí.

–¿Serena Montero? ¿Se llama así? –trató de relajar la conversación, pero no lo consiguió–. Bueno, me dijo que era tu tía –se excusó–. ¿Qué podía decirle? No me pareció una estafadora.

–Como si pudieras darte cuenta de eso –dijo seca. La incapacidad de Norah para encontrar un hombre decente era legendaria. Volvió al salón y se dejó caer en el sofá–. Sinceramente, Norah, pensaba que tenías más sentido común.

–¿No es tu tía?

–No, no es mi tía –afirmó con más fuerza que convicción–. Pero ¿te hizo algo pensar que podía ser así? Sé sincera, ¿parezco la sobrina de Serena Montero?

–Podría ser. De hecho, aunque tú eres más alta, tienes rasgos similares –hizo una pausa–. Montero es un nombre español, ¿no?

–No lo sé. Creo que vive en el Caribe, así que podría ser –estaba impaciente–. Pero mis padres eran negros, Norah, no españoles. Eso lo sabes.

Se encogió de hombros reacia a recordar las ocasiones en que se había cuestionado su identidad. No se parecía mucho a sus padres y se había preguntado si alguno de los dos tendría sangre latina. Pero esas preguntas había decido dejarlas a un lado. No podía creer que la hubieran mentido. Los quería demasiado para eso.

–Bueno… –dijo Norah filosófica–. ¿Qué más te dijo? Tiene que haber alguna conexión para que haya venido hasta aquí.

–No hay ninguna relación –dijo exasperada–, pero al ver la indignación de Norah, siguió–: Vale. Dice que mis padres no eran mis auténticos padres. Que mi padre biológico se llamaba Robert Montero –hizo una pausa–. Su hermano.

–¡Oh, Dios!

–Sí, eso –sintió una súbita aprensión al pensar que pudiera ser cierto–. Por eso estaba un poco… alucinada cuando he llegado. Supongo. No sucede todos los días que alguien te dice que las cosas no son como siempre has pensado.

–Pero tú crees que miente… –se mordió el labio.

–¡Pues claro! –la miró cargada de sentimiento–. Por supuesto que miente. ¿Cómo puedes preguntarme algo así? Conociste a mis padres. ¿Te parecieron la clase de personas que ocultarían un secreto semejante?

–Bueno, no –suspiró–. Aun así, muchas veces he pensado que no te parecías nada a ellos, Cleo. Vale, ya sé que tu piel es más oscura que la mía, pero tú no eres rubia, ¿no? Tienes un precioso pelo negro liso.

–No sigas por ahí, Norah.

Cleo se puso en pie bruscamente y se dirigió al pequeño dormitorio que Norah había decorado para ella cuando se había mudado.

No quería considerar que pudiera haber ni una pizca de verdad en lo que le había dicho Serena Montero. Eso haría pedazos su vida.

Debería haberle preguntado más cosas, reconoció. Debería haberle pedido pruebas.

En lugar de eso, se había limitado a negar una afirmación que, mirado en retrospectiva, podía significar algo. Quizá no fuera cierto lo que Serena decía, pero tenía que haber alguna razón para que se hubiera puesto en contacto con ella.

 

 

Dominic Montero miraba por la ventana en la planta cuarenta de su hotel cuando Serena entró en la habitación. Las luces de la ciudad brillaban a sus pies, una ruidosa metrópoli muy distinta de la finca de su familia.

El sistema de retención automática de las puertas evitó que golpearan a Serena al cerrarse, pero el juramento que dejó escapar hizo que su sobrino se volviera a mirarla con sus ojos verdes.

–Debe de haber ido bien –señaló mientras Serena cruzaba la habitación en dirección a una bandeja de bebidas. La miró servirse un vodka con hielo y llevárselo a los labios antes de añadir–: Doy por sentado que la has encontrado.

Serena se bebió la mitad de la copa antes de responder. Después dijo tensa:

–Sí, la he encontrado –sus ojos azules brillaron–. Pero ya puedes ir tú a verla la próxima vez.

Dominic metió los pulgares en los bolsillos traseros del vaquero y se balanceó sobre los tacones de las botas de cuero.

–Así que habrá una próxima vez –dijo en tono desenfadado–. ¿Lo has arreglado ya?

–No –Serena era testaruda–. Pero uno de nosotros tendrá que hacer de tripas corazón, ¿no? Tu abuelo se va a llevar un berrinche.

Dominic arqueó las cejas con gesto interrogativo y Serena pensó, no por primera vez, en que era un hombre muy atractivo. Sintió una punzada de resentimiento. Pasase lo que pasase, su padre jamás le echaría la culpa a él.

Casi desde el primer momento en que su hermano, Robert, había encontrado a un niño, Dominic, deambulando por las calles de Miami con apenas tres años, siempre había sido así. Dominic era el más afortunado de los seres: el nieto favorito.

El único nieto conocido, pensó irritada. Aunque su hermano estaba casado desde el principio de la veintena, ella nunca lo había hecho. Había tenido ofertas de joven, pero la prematura muerte de su madre cuando ella era adolescente había hecho que se ocupara de su padre y nunca había mirado atrás.

Al descubrir que su hermano había tenido una aventura adúltera con Celeste Dubois se había venido abajo. Siempre había pensado que estaban muy unidos. Había sufrido mucho su muerte. Pero hacía poco tiempo, su padre le había revelado las circunstancias de la aventura y como él, y sólo él, había ayudado a Robert a mantener la existencia de la niña en secreto.

Sacudió la cabeza y Dominic pensó que sabía lo que ella pensaba. Sabía que jamás perdonaría a Robert por engañarla a ella y a su madre adoptiva, Lily. El que Lily no pudiera tener hijos había hecho mucho más sencilla su adopción.

Y él era consciente de la suerte que había tenido por disfrutar de unos padres tan amorosos. Su madre biológica nunca lo había querido y había sido feliz cuando alguien se había ofrecido para asumir esa responsabilidad.

Había tratado de encontrar a su madre una vez cuando era adolescente y había sentido curiosidad por conocer sus raíces. Pero había descubierto que había muerto de una sobredosis semanas después de que a él lo adoptaran. Había tenido mucha suerte de que lo encontrara Robert.

Quizá por eso contemplaba la situación en curso con mucha menos angustia que Serena. Ciertamente había sido una conmoción para todos, sobre todo para su madre quien, como Serena, había confiado completamente en su marido.

E iba a ser difícil para ella. El viejo, su abuelo, tenía muchas respuestas que dar después de hacer aparecer a la chica después de tantos años tras la muerte de Robert. Debía de haber sufrido un ataque de conciencia, pensó Dominic, tras el descubrimiento de que padecía un cáncer de próstata.

–¿Por qué va a tener un berrinche mi abuelo? –preguntó, y Serena se volvió a mirarlo.

–Porque es la viva imagen de su madre –respondió escueta–. ¿Sabes? Me enteré que Celeste había tenido un bebé, pero jamás pensé que fuera la hija de Robert.

–Es evidente que nadie lo hizo. Salvo, quizá, el abuelo.

–Oh, sí, él lo sabía –dijo amarga–. Pero ¿cómo pudo Robert hacer algo así a Lily? Pensaba que la amaba.

–Sé que la amaba –dijo Dominic en tono suave–. Esa mujer, Celeste… sería sólo una locura momentánea.

–Una locura sexual momentánea –no quería transigir–. O quizá una forma de demostrar que no era impotente, ¿no? –se dejó caer en uno de los sillones que flanqueaban la chimenea–. ¿Cómo pudo, Dom? ¿Le harías tú algo así a una mujer a la que amas?

–Esto… no –estaba indignado–. Pero no hablamos de mí, Serena. Y tu hermano está muerto. Alguien tiene que defenderlo. No era un mal hombre, por Dios. ¿Puedes juzgarlo menos duramente?

–No es fácil.

–De todos modos, dudo mucho que Robert aprobase lo que está haciendo tu padre –Dominic era persuasivo–. Y yo me atrevería a decir que él pensaba que lo que hizo estaba bien.

–Hacer desaparecer las pruebas, ¿no?

–Oh, Rena… –se acuclilló al lado de ella–. Seguro que hizo lo mejor para la niña. Su madre estaba muerta y dudo que mi madre la hubiera aceptado en la familia.

–Yo también lo dudo –reconoció–. ¿Qué te hace pensar que Lily lo vivirá de otra manera ahora?

Dominic suspiró y se irguió.

–Dudo que lo haga –admitió–, pero no depende de ella, depende de tu padre, ¿no?

–Bueno, creo que todo esto es muy desagradable. No sé cómo conseguí contenerme cuando esa… chica ignorante no me creyó –resopló–. No tiene ni idea de lo que se le ofrece.

–Quizá no le importe –sugirió tranquilo–. Bueno… ¿has conseguido convencerla?

–No lo sé –se levantó para servirse otra copa y volvió al sillón–. Pensará en lo que le he dicho, pero tampoco me importa mucho. No es lo que yo esperaba.

–¿Porque parece una Dubois? –dijo, y Serena se volvió indignada a mirarlo.

–Puedes pensar eso –dijo enfadada–. Eres un hombre. Los hombres siempre se vuelven locos por las Dubois. O eso he oído –suspiró–. Pero lo acepto, vale, puede que esté un poco celosa. Una cosa es segura: no se parece a Robert.

–¿Nada?

–Bueno, claro, algo sí –admitió–. Tiene su nariz y sus manos y su altura.

–¿Pero es negra?

–No –se movió un poco incómoda–. Bueno, no del todo. Es… guapa. Alta, delgada y morena y guapa. Como su madre, ya te lo he dicho.

Dominic no pudo evitar sonreír.

–No sorprende que no te guste –bromeó, y su tía también sonrió.

–Es una arrogante –se defendió–. Parecía que me hacía un favor cuando me hablaba.

–Querida… –se estaba divirtiendo–. Afrontémoslo, eres una completa extraña para ella. Seguramente desconfía de tus motivos.

–Cree que los Novak eran sus padres de verdad.

–Bueno, yo también lo creería –se encogió de hombros–. Son los únicos padres que ha conocido. Los últimos veintitantos años no ha sabido que tuviera más parientes.

–Veintidós años –dijo Serena pedante–. Tú tendrías siete u ocho cuando nació.

–Ahí tienes la razón.

–¿Pero no habrá tenido dudas?

–Los niños tienden a creer lo que les dicen sus padres –dijo en tono razonable–. A menos que los pillen en una mentira. Tampoco debe de haber sido fácil para los Novak.

–No eran pobres –señaló Serena–. Según mi padre, Robert les entregó una pequeña fortuna para que se llevaran a la niña a Inglaterra y la hicieran pasar por propia.

–Hay más problemas que los económicos –señaló seco, pero ella no le escuchaba.

–Ya habían arreglado las cosas para emigrar –continuó–. Y el dinero fue un extra –sonrió–. Supongo que la muerte de Celeste en el parto hizo más fácil a Robert escapar de las consecuencias de sus actos.

Dominic decidió no seguir incidiendo en el tema. Serena jamás reconocería que ni su hermano o los Novak habían actuado bien.

Dudaba que hubiera resultado fácil a su padre renunciar a su hija, aunque fuera por salvar su matrimonio. Se habría arrepentido muchas veces, por mucho que amara a su esposa.

–Bueno, ahora está en tus manos, cariño –dijo Serena con malicia–. He hecho todo lo posible, pero es evidente que no ha sido suficiente. Esperemos que tú tengas más éxito.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CLEO se abotonó el cuello de la chaqueta de cuero y se envolvió en una bufanda azul y verde. No tenía sentido hacer como que no se iba a quedar congelada viendo un partido de rugby. A pesar de que Eric le había prometido que estarían protegidos por un tejado, no había ninguna clase de calefacción.

¿Por qué había accedido a ir con él? No quería que sacase una impresión errónea sobre su relación. Era un buen amigo. Un buen vecino. Nada más.

La verdad era que desde la visita de Serena Montero pasaba todas las tardes nerviosa, esperando que sonara el timbre de la puerta. Aunque habían pasado tres días desde el encuentro en el supermercado, no podía creer que esa mujer no volviera a intentarlo. Y una tarde fuera, incluso en un partido de Rugby con Eric era mejor que quedarse en casa sola.

Norah tenía una cita. No llegaría a casa hasta tarde y ella, profesora de una escuela infantil, llegaba a casa a las cinco.

Después de ponerse unas botas con borrego por dentro, pensó en ponerse un gorro de lana que había encima de la mesa. No era muy bonito, estaba pensado para ser cómodo y dar calor.

Pero tampoco quería que Eric pensase que era una endeble. Y el gorro de lana de raros, pero al mismo tiempo…

Con un bufido agarró el gorro y se lo puso en la cabeza. Siempre podría decir que lo llevaba para sujetarse el pelo, pensó mientras se miraba insatisfecha en el espejo. Tenía el pelo largo y era difícil mantenerlo fuera de la cara, aunque lo llevara recogido en una coleta.

Al menos nadie podría decir que estaba guapa. Más bien lo contrario. Sonrió y se propuso no pensar en lo que le había dicho la señora Montero.

Sonó el timbre a las seis y media y no sintió la aprensión de los días anteriores. Era Eric unos minutos antes, vivía en el apartamento de arriba.

–¡Espera! –gritó agarrando el bolso y metiéndose el móvil en un bolsillo. Abrió la puerta–. Ya estoy lis..