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Era un barrio de la Capital en Buenos Aires. Un pasaje de tierra apodado "Calabria Chica", allá por los años 50 cuando llegaban los inmigrantes europeos de países arrasados por la miseria después de la Segunda Guerra. Es ese escenario donde se desarrolla esta historia de hombres y mujeres esperanzados. Traían en sus baúles ropa bordada a mano, utensilios de cocina para la pasta, herramientas para sus oficios y alguna foto de su familia dejada atrás, para nunca olvidarlos. En el entramado de sus ilusiones y sueños, Sergio, un niño judío, con una visión del mundo que se le apaga y Cecilia, una niña sensible y curiosa, comparten juegos, lecturas y secretos. Entre gallineros, radios, circo, médico de familia y carnavales, sus vidas son atravesadas por la historia, la enfermedad, la amistad y la esperanza, bajo el olor a café tostado de El Cafetal. Una novela que evoca con lirismo la vida barrial de antaño, los ecos de la posguerra y la belleza de los lazos humanos.
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Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2025
VIOLETA CECILIA CRIBARI
Cribari, Violeta Cecilia Bajo las chimeneas de El Cafetal / Violeta Cecilia Cribari. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6359-0
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
SergioEl amigo inolvidable
Cecilia
La vecina de al lado
La madre
El Dr. Rey
SergioSe avecina la tormenta
Calabria Chica
SergioEl primer beso
Madame
SergioLa mala noticia
El trompetista
Carnaval
El Circo
Revolución del 55
SergioUn ángel a quien pedirle
Amores y celos
SergioLa oscuridad
Don Guido
Un casamiento
Carmelo Rossi
SergioUn resquicio de luz
Doña Antonia
Lucrecia di Rocco
SergioHacia lo desconocido
Don Bustos
La fiesta
SergioUna espera interminable
El libro
SergioBajo las chimeneas
Lo que vendrá
SergioOtra mirada
“Tampoco contemplarás el mundo con mis ojos ni tomarás las cosas de mis manos. Aprenderás a escuchar en todas direcciones y dejarás que la esencia del Universo se filtre por tu ser”.
Walt Whitman
En homenaje a todos nuestros abuelos y bisabuelos que partieron de Europa hacia Argentina, después de la Segunda Guerra Mundial. Llegaron con sus virtudes y defectos y un inmenso afán de progreso.
A sus nietos y bisnietos les dedico esta historia.
Recién habían dado las cinco y ya estaba oscuro, demasiado oscuro. Apenas si podía encontrar los alambres que tenía en el canasto, a mi derecha. Sentado en la sillita baja, los iba tomando de a uno y les enrollaba el papel engomado. Debían quedar totalmente forrados. Para asegurarme, pasaba mis dedos varias veces y después los acomodaba en el canasto de la izquierda.
No necesitaba ver para hacer eso. Llevaba tantos años practicándolo que aunque me hubiera quedado totalmente ciego podría seguir forrando los alambres para las flores de seda que se armaban en casa. Después de todo no sería tan importante quedarse ciego.
Unos años atrás, podía buscar para Cecilia los bichitos más insignificantes entre los tréboles de las zanjas, subir como una langosta trepándome por las ramas de la higuera hasta llegar a los higos más altos que, desde el piso, parecían lamparitas violetas entre las hojas. A Cecilia le gustaban los higos, se levantaba descalza a recogerlos del suelo en las mañanas de verano, antes de que baldearan el patio.
—Estamos trabajando a oscuras, mamá. —A esa hora solo quedaba un resquicio de luz que no se decidía a abandonar los cuartos, aunque desde un tiempo atrás, era como si se estuviera adelantando la noche.
—Para mí está bien, no quiero encender la luz todavía, la ventana está abierta. —Dijo ella. Por el tono de voz, pareció que una de esas primeras sombras se le hubiera quedado rondando entre las manos.
—Las casas de los gallegos están llenas de luz.
—Ellos deben estar siempre de fiesta. Yo veo las telas, con eso me basta, además el sol las decolora y no podemos derrochar la luz eléctrica.
Sonaba a excusa, era como si la miseria y el hambre se le hubieran ido acostumbrando. Tantos años encerrada en tugurios, huyendo, siempre a oscuras. Y en los campos, buscando a tientas algún otro cuerpo para sacarse el frío.
Esa tarde trabajaba sin mirar las flores, como un autómata.
—Así el trabajo rinde —dijo, pero a mí me pareció que quería terminar lo antes posible.*
—No tenés necesidad de trabajar tanto, mamá. —Contesté con una mezcla de lástima y de culpa.
Las otras madres del pasaje también trabajaban, pero salían a conversar, o cantaban, o hacían rosquillas los días de lluvia. Debía ser otra su alegría, que les iluminaba las casas y les dejaba tiempo para cantar.
—Es hasta que termines la carrera, después voy a poder descansar —dijo en voz baja, dejando que se le escurriera la voz como para disimular la tristeza. Para terminar mi carrera faltaba tanto que ni lo podía imaginar, el secundario, después la facultad, eran montones de años. No, yo no lo podía creer, y menos ahora, eso me parecía cada vez más lejano.
—¿Y si no termino mi carrera? —pensé en voz alta. Me arrepentí enseguida, ya vendrían las recomendaciones y los reproches.
—Te vas a lamentar, acordate Sergio que ser judío es duro, pero ser judío pobre es mucho peor. Pase lo que pase tenés que seguir. Y no vas a darnos semejante disgusto.
Ella soñaba encorvada sobre la mesa, hablando de mi futuro como si estuviera contando una película, que el consultorio, que la sala de espera, que yo te voy a recibir a los pacientes, y nos vamos a tener que mudar al Once, te va a ir bien, allá te van a conocer enseguida, nuestros paisanos viven allí. Nos darán una mano.
No sé si seguía soñando todavía o quería convencerse.
Llegó la hora, Cecilia debe estar pasando sin detenerse ni mirar para adentro, siente vergüenza. Irá contando los ladrillos de la vereda, acariciando el cerco de madreselvas, vestida con el uniforme del colegio de monjas. Tomará una flor del cerco, la sostendrá entre los labios hasta sentir su gusto; son dulces las madreselvas, le recuerdan a mí.
—Si me prestás el gato te cuento un cuento —me dijo la primera vez que conversamos y debe habernos convencido porque a partir de ese día Caruso se instaló en su casa y terminé viéndolo solamente por las noches, cuando me golpeaba la ventana a coletazos.
—Son las cinco, voy a salir un rato, mamá.
—¿Cuánto hace que no ves a Cecilia? —me preguntó con una pizca de complicidad.
Me da bronca, no quiero que se dé cuenta, pero es más que seguro que se lo debe palpitar. “No la veo mamá, pero la siento”.
Mi madre levantó la vista y se le fue perdiendo la mirada y el tiempo, tanto, que aquella noche no pudimos entregar el trabajo.
Cecilia se paró en el umbral de la casa, miró por primera vez la franja de tierra, las veredas angostas del pasaje, los puentes, y suspiró. El olor a café penetró en ella con tal intensidad que, aunque hubiera pasado el resto de su vida bañándose y perfumándose seguiría dejando a su paso la esencia tibia y aromática de aquel mediodía.
Cecilia había llegado a la hora en la que las chimeneas de “El Cafetal” hacían rugir sus bocas hirvientes. En el azul ceniza del cielo de otoño, el aire se convertía en una bruma luminosa y el olor a café recién tostado se filtraba en las casas, impregnando la ropa, las miradas y el pelo.
De la mano de su mamá cruzó el umbral y se enfrentó con su casa, la que nunca dejaría de ser “su casa”, la primera en el listado de la memoria, la que siempre deja en todos la marca que ningún tiempo podrá borrar. Vio el patio embaldosado, blanco y negro, la galería, las piezas corridas. Recorrió las habitaciones, los huecos de las puertas y la cocina oscura, que su madre alegraría con cortinitas floreadas y canto. Pasó su dedo índice por las paredes, como para ir reconociéndolo todo, sin saber todavía que aun cerrando los ojos la recordaría palmo a palmo. Aspiró uno por uno los ambientes que poco a poco se irían impregnando de los aromas familiares y después se sentó a adivinar el cielo entretejido por las hojas de la higuera.
“Este será nuestro lugar preferido” se dijo mientras acomodaba la silla hamaca verde, con forma de patito, que le había fabricado su abuelo.
En el sótano escondió la ropa para las representaciones y en el cuarto de adelante guardó su pizarra y un ábaco de colores, para jugar a la maestra. Después, salió a explorar el barrio.
Entre las doce y la una, la calle se poblaba de chicos que iban o volvían del colegio. Las madres los acompañaban hasta la Avenida o salían a esperarlos, siempre recogiéndose el delantal hacia un costado. Comentaban las novedades del día y esparcían los secretos en voz baja dejando que los sueños más íntimos se hiciesen colectivos. Por eso, los chicos repararon en su llegada y no habían terminado de bajar los trastos cuando tocaron el timbre para presentarse y ayudar en lo que se pudiera.
Cecilia, mata de cabello enrulado cayendo sobre los hombros, tristeza en el fondo de sus ojos castaños. Venían a vivir con su papá, habían dejado la casa de los abuelos. Traía poco equipaje, un cajón de manzanas forrado para la ropa cosida a mano, una muñeca de cartón con trencitas de lana amarilla, un libro de poesías que le había regalado su madrina y una vara de mimbre para recoger las ovejas cuando jugaba a la pastora
—Buenos días, señora, Soy Cecilia, acabamos de mudarnos al lado. ¿Puedo pasar? —se presentó después de lograr alcanzar el timbre.
Doña Susana, la vecina de al lado, la miró sorprendida, se acomodó los gruesos anteojos, se secó las manos en el delantal negro y la invitó a pasar. Era una mujer de andar pausado y mirada misteriosa. Vivía con su marido en esa casa grande y semivacía, donde no se oían voces más que las de una radio grande muy antigua.
Un gran rosal cubría las paredes del patio y asomaba a la calle por el tapial, perfumando la vereda. Todo se veía limpio y ordenado.
—Puedo contarte un cuento si me mostrás tu casa. —Dijo Cecilia quien llevaba su libro debajo del brazo y sin perder tiempo la tomó de la mano y la condujo hacia adentro. Allí fue que escuchó, por primera vez, el extraño cuchicheo de un gallinero. Nunca antes había visto un gallinero. En casa de su abuela no se aceptaban animales y los pollos vivos que conocía eran los que tiraba en el patio el pollero, cuando hacía su reparto. La mujer la llevó hasta el fondo por un pasillo sombrío bordeado de helechos. Cecilia apoyó sus manos en el alambrado abriendo con fuerza los ojos y los oídos ante tanto alboroto recién descubierto. En el único recorte de luz del terreno, pajas y plumas volaron por los aires, enredándose en sus rulos y dibujándole garabatos a su vestido.
Doña Susana calmó a las gallinas dando palmaditas y chistidos, la tomó de las manos, hizo un hueco con ellas, como formando un nido, y les depositó un huevo recién puesto. Volvieron por el camino de ladrillos húmedos, dejando atrás hortensias y jazmines prometiendo volver a encontrarse.
Desde entonces, todas las mañanas Cecilia se escapaba a la casa de al lado con cualquier excusa. Doña Susana la llevaba al fondo, le enseñaba a distinguir el aroma a menta y a poleo, le cortaba flores para el pelo y escuchaba con paciencia sus poesías. Después le regalaba un huevito casero.
En unos meses Cecilia era un personaje tan conocido en el pasaje, que se le podía ver entre las verduras de las quintas, en las huellas que dejaban los carros cuando llovía y en el humo de las cocinas.
Nadie recordaba desde cuándo vivía en el pasaje y todos aseguraban que no había nacido en él. Pero Sergio, que la esperaba desde siempre, la vio por primera vez, abriéndose paso entre los olores de ese mediodía de invierno, de la mano de su madre, cuando solo tendría unos tres años.
Cecilia adoraba a su madre y esta la cuidaba siempre con una mezcla de amor y temor a perderla.
Era una mujer pequeña, de cabello oscuro, ojos grandes, sonrisa fácil y una hermosa voz. Para todo el barrio ella era doña Beba.
Tenía las manos enrojecidas de tanto lavar y más allá de su mirada, se notaba que había sufrido mucho. Cuando llegó al pasaje, su luz la encandiló y volvió a tener la esperanza de volver a ser feliz, como lo había sido de niña, cuando vivía con su familia, y reía y cantaba con sus hermanos en el parque Avellaneda, a unos pasos de su casa.
Por las mañanas lavaba los patios, ordenaba la pieza grande de techo alto y puerta a dos hojas y piso de madera de listones largos que rigurosamente lijaba y enceraba todos los sábados, después de sacar los muebles al patio. Y lloviera o tronara nadie se salvaba de la limpieza general. Cuando lavaba la ropa en el piletón, cantaba siempre canciones tristes muy melodiosas, y de tanto en tanto se secaba la cara. Cecilia la escuchaba, sentada en el patito verde y terminaba llorando con ella. Pero después al cocinar, las dos reían y se enchastraban con harina, con la esperanza de que esta vez por fin saliera un buen pan.
Al mediodía llegaba el papá, se asomaba a la puerta cancel y abrazaba a Cecilia con fuerza, tal vez para recuperar el tiempo en el que habían estado separados. En los almuerzos Cecilia parloteaba a sus anchas contando las novedades del pasaje.
A veces ella escuchaba llorar a su madre, entonces se encerraba en el cuartito del frente y tomando su libro de poesías leía y releía en voz alta.
Cuando Cecilia se enfermaba, la mamá corría hasta el kiosco de la Avenida, con unas pocas monedas que siempre escabullía, pedía permiso para llamar al médico, y de paso compraba algún libro de la colección Robin Hood que le leía toda la tarde, esperando que entre lágrimas y risas bajara la temperatura. A las pocas horas llegaba el Dr. Rey.
Algunas tardes, en el recorte gris del pasaje sobre la Avenida, doblando la esquina del cafetal, esquivando los charcos dormidos en las veredas angostas, aparecía el doctor Osvaldo Rey. Era el médico de familia, de la cuadra, del barrio entero, porque era el primero en llegar, a cualquier hora, y era el último al que se acudía cuando los demás no daban con la tecla.
Hombre muy alto, desgarbado, con el pelo cortito, a la usanza, corbata floja y zapatos abotinados que por lo general suplicaban pomada. Caminaba con paso firme haciendo girar el estetoscopio entre los dedos de la mano derecha, en un delirio de pensamientos, angustias, fórmulas magistrales, pociones y comprimidos. Iba hablando solo, discutiendo en voz alta los diagnósticos del día, haciendo y rehaciendo el pase de guardia de su hospital con esa necesidad que tienen los médicos de poner a andar el reloj para atrás.
Llegaba silbando bajito disimulando la tensión, a la espera de la próxima consulta, adivinando de antemano las caras desencajadas de las madres y la súplica paciente de las abuelas. Cecilia lo miraba de reojo, mientras esquivaba las baldosas flojas y los chicos que jugaban en la calle un tanto ajenos al acontecer del barrio, se iban cada uno a sus casas mientras los vecinos, que tomaban aire fresco en sus sillitas bajas, murmuraban las razones de su llegada mientras le daban paso. Todo cambiaba cuando llegaba el doctor, se apagaban las radios, se hacía un silencio respetuoso, y se esperaba el diagnóstico rezando para adentro.
Atendía a grandes y chicos, viejos, partos, luxaciones y cataratas. Recetaba emplastos, lavativas, baños de asiento, y cataplasmas con seguridad, sin trastabillar, a cara de piedra. A nadie se le hubiera ocurrido poner en duda su parecer y menos que menos contradecir, salvo cuando el destino o Dios o lo que fuera, decidía que el caso era muy grave, y entonces se recurría sin reparos a la presencia de una viejita menuda, toda vestida de negro, que recitaba en italiano, en voz muy baja, oraciones indescifrables, haciendo cruces sobre el enfermo y bostezando sonoramente.
Cecilia, al verlo llegar, se sentía en la obligación de acompañarlo hasta el domicilio del enfermo porque justamente era su mamá la que lo había recomendado fervientemente
Aquella vez cuando la vio, la saludó con una palmadita en la cabeza, fuerte, como para despabilar al más dormido. Ella lo siguió hasta la puerta del dormitorio de Sergio y se aprontó para espiar detrás de las cortinas de ganchillo. Oyó al médico lavarse las manos en la palanganita, sobre la cómoda, las refregó con alcohol fino largo rato, y las secó cuidadosamente con la toalla de granité blanco que colgaba a los pies de la cama y que había sido preparada para la circunstancia. Entonces, como siempre, abrió su inmenso maletín, y sacó de allí sus relucientes instrumentos, frascos, ampollas, enormes agujas y otros enseres igualmente aterradores. Pidió una cuchara para bajar la lengua y sus manos llegaron al ombligo. En ese preciso momento, alguna mujer de la casa tomó de las colitas a Cecilia y la sacó a la calle