Bárbara - Benito Pérez Galdos - E-Book

Bárbara E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Bárbara es una obra de teatro de Benito Pérez-Galdós. Cuenta la historia de Lotario, un hombre cruel en la Italia de principios del S. XIX, que maltrata a su mujer, Bárbara. Los continuos abusos tendrán consecuencias terribles para el maltratador.-

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Benito Pérez Galdós

Bárb ara

 

Saga

BárbaraCopyright © 1870, 2020 Benito Pérez Galdós and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726495270

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com\

PERSONAJES

BÁRBARA, Cohdbsa Di Tiimini

Sra». Guerrero.

HORACIO MADDALONI, Intendente de Siracusa

Sr. Díaz de Mendoza (D. F.)

DEMETRIO PALEÓLOGO, caballero griego

Sr. Palanca.

LEONARDO DE ACUÑA, Capitán español al servicio del Rey de Sicilia

Sr. Díaz de Mendoza (D. M.)

FILEMÓN, anticuario, pedagogo

Sr. Santiago.

CORNELIA, au esposa

Srta. Cancio.

ROSINA, su criada

Srta. Aaquerino.

EL ABATE SILVIO

Sr. Rivero.

ESOPO

Sr.Mesejo.

MONTANARI, juez

Sr. Guerrero.

TAORMINA, Asesor general de Justicia

Sr. Cirera.

MONSEÑOR SELINONTE, Limosnero de la Intendencia..

Sr. Carsl.

EL CONTADOR DE LA INTENDENCIA

Sr. Soriauo Viosca.

EL COMISARIO DE MONTES

Sr. Urquijo.

EL VISITADOR GENERAL

Sr. Juste.

UN CAPITÁN DE GUARDIAS

Sr. Cayuela.

Curiales, lacayos, criados, guardias, pueblo.

 

Siracusa, 1815.

__________

Esta obra es propiedad de su autor, y nadie sin su permiso podrá traducirla, ni reimprimirla, en España, ni en ninguno de los países con los cuales se haya celebrado ó se celebren tratados internacionales de propiedad literaria.

Los Comisionados de la Sociedad de Autores Españoles son los encargados exclusivamente de conceder ó negar el permiso de representación, como también del cobro de los derechos de propiedad.

Queda hecho el depósito que marca la ley.

ACTO PRIMERO

Sala de la casa de Filemón en la Acradina, suburbio de Siracusa. Puerta pequeña á la izquierda; puerta mayor al fondo. En las Paredes, fragmentos de escultura griega, bajo-relieves, metopas, capiteles, brazos, manos y torsos de estatuas, lápidas funerarias, todo colocado con método en gran profusión. Entre los objetos de arte griego, estantes con libros y legajos indican la erudición y estudio del dueño de la casa. A la derecha, primer término, una mesa cubierta de papeles sirve de escritorio á Filemón. Junto á ella un canapé, estilo Imperio. A la derecha, una mesita donde toman la colación Filemón y Cornelia. Es de noche. Una lámpara colocada en la mesa de estudio alumbra la escena; en la mesita una bujía con Pantalla.

ESCENA PRIMERA

Filemón, sentado á la derecha terminando un trabajo; Cornelia, sentada, lee un librote viejo; Rosina, que entra y sale durante la escena.

 

Cornel. — (Suspendiendo la lectura.) Por el bendito San Jenaro y la Santa Virgen de Loreto, descansa ya, Filemón.

Filem. — (Soltando la pluma, se restrega los ojos.) Por Latona y sus divinos hijos, ya he trabajado bastante. Felizmente, toco al término de mi afán. ¡Si los dioses propicios...!

Cornel. — (Vivamente, interrumpiéndole.) Dios, querrás decir... el grande y único Dios.

Filem. — Digo que si Dios prolonga mi pobre existencia un año más ó dos, dejaré perpetuada en caracteres indelebles esta magna obra. (Pone orgulloso la mano sobre un gran rimero de papeles.) ¡Oh... labor de cuarenta años, substancia de toda una vida, que me asegura la gratitud, la admiración de los siglos venideros...!

Cornel. — No te ciegue la vanidad, viejecillo mío. Ya sabes mi opinión... Recopilando con arte y paciencia todas las mentiras gentílicas, ¿qué has hecho más que una obra de puro pasatiempo?...

Filem. — (Recreándose en sus manuscritos.) Aquí, amada Cornelia, se resume aquel mundo de ideal poesía, la deificación de las fuerzas naturales, origen de todo arte, fuente de toda belleza.

Cornel. — Vade retro. No hay arte ni belleza fuera de nuestra sagrada fe.

Filem. — Distingo... Dice Platón en sus Definiciones...

Cornel. — Al diablo Platón y todos los filosofastros...

Filem. — Kalon ti ágaton...

Cornel. — Que sólo lo bueno es bello. (Burlándose.) Y lo bueno, ¿qué es?

Filem. — Pues en el Diálogo Hipias dice el maestro: Parzenos kale kalon.

Cornel. — ¿Y eso qué significa?

Filem. — Que lo bello es... una mujer hermosa.

Cornel. — ¡Qué desvergonzados, qué cínicos eran esos malditos griegos! (Mostrando el libro.) Atengámonos á lo que aquí nos enseña el Angel de las Escuelas... Universalia sunt ante rem et in re...

Filem. — Ya he demostrado á mi sabia esposa que Santo Tomás y el buen Platón no son tan enemigos como parece. En fin, más que disertar sobre puntos tan sutiles, nos tiene cuenta ahora... (Entra Rosina por la izquierda con platos y servicio de mesa.)

Cornel. — Cenar.

Filem. — Ji, ji: cenemos.

Cornel. — Vivir es lo primero.

Filem. — (A la derecha, ordenando sus papeles.) Benditos sean los dioses (Corrigiéndose); bendito Dios, que me ha dado esta descansada vejez, permitiéndome rematar tranquilamente el trabajo de toda mi vida... ¡Y que no es floja tarea, por Júpiter! (Repitiendo con orgullo el título de su obra.) «Tesoro enciclopédico, sinóptico y alfabético de las divinidades y mitos celestes, terrestres, infernales, etc., etc., de la antigua Grecia...» Como tú dices, Cornelia, este saber mío, aunque profano, no debe perderse.

Cornel. — De que no se pierda cuidará Horacio, nuestro sabio Intendente...

Filem. — El grande artista, el déspota ilustrado que nos gobierna.

Cornel. —  Cuidará también la Condesa Bárbara, que se digna costear la impresión.

Filem. — ¡Divina Bárbara! Nuestra bienhechora, incansable en favorecemos, quiere ser mi Mecenas.

Cornel. — Y justo será que en el pórtico mismo de tu obra tributes á la Condesa el homenaje de nuestra gratitud.

Filem. — (Gozoso, con cierto misterio.) Como que transmitiré su nombre á la posteridad. (Vuelve á coger algún manuscrito de los que apartó antes.) Verás, Cornelia, verás.

Cornel. — ¿Qué es eso? ¿Algún trabajo nuevo?

Filem. — Quería sorprenderte, ji, ji... (Con misterio.) Esto es la noticia biográfica que ha de preceder á la obra... noticias del autor, de mí, que no quiero confiar á nadie, por más que la modestia me obligue á callar más de cuatro cosas...

Cornel. — Naturalmente... Pero la verdad ante todo, Filemón. Busca una manera sutil de elogiarte... con muchísima modestia.

Filem. — (Leyendo rápidamente, á saltos.) «El profesor Filemón Polidoro, nacido en Palermo, criado en Siracusa..., ta, ta... consagró toda su existencia al clasicismo griego... (Rápidamente, casi entre dientes), ta, ta... Rechazó honores, ta, ta, ta... fué un investigador incansable... dió á conocer el mito arcáico de Demeter y Coré; descubrió la Afrodita Urania, ta, ta... Las naciones extranjeras le proclamaron como el más eminente helenólogo y helenógrafo de su siglo... ta, ta, ta... y él... siempre modestísimo, humildísimo, ta, ta, ta...»

Cornel. — No tanta humildad, hijo...

Filem. — Ahora viene lo más interesante... (Lee con claridad, marcando los conceptos.) «Ya de edad avanzada nuestro autor»... me llamo así, nuestro autor... «fué solicitado por el Conde de Términi para encargarle la educación de su hija Bárbara. Filemón Polidoro la instruyó en todo lo concerniente á las divinidades del Paganismo, hermosa y sublime ciencia... Y cuando la noble dama entró, por muerte de su padre, en posesión de su corona y riquezas, recompensó los servicios del sabio maestro regalándole este humilde, este plácido retiro...» (Vase Rosina por la izquierda.)

Cornel. — (Alegre.) Muy bien, Filemón... que sepa la Posteridad cuánto debemos á Barberina...

Filem. — Pues oye lo mejor. (Hojeando otro cuaderno.) Ahora viene la dedicatoria... la gallarda inscripción que se pone en la parte más visible de todo monumento...

Cornel. — (Curiosa.) A ver, á ver...

Filem. — «A la excelsa, á la sublimada señora...» tal y tal... Aquí todos los nombres y títulos... «predilecta hija de Minerva...»

Cornel. — Bien.

Filem. — A la que de Juno recibió la prudencia; de Diana, el recato; de Venus, las gracias; de Niobe, las virtudes...

Cornel. — Yo que tú, Filemón, la enaltecería más que por sus gracias, por sus desdichas...

Filem. — ¡Oh! también.

Rosina. — (Entrando con la cena.) La cena.

Cornel. — A cenar. (Dirígese á la mesa.)

Filem. — Indico las desgracias con cierta discreción... (Se sienta á lamesa. Cenan.)

Cornel. — ¡Infortunada Condesa! Y no me digas á mí que su desgracia es obra de eso que llamáis el destino, la fatalidad...

Filem. — Destino, fatalidad, ¿qué son? Lo que cada sér lleva en sualma: cualidades, defectos... No me negarás que una parte del infortunio de Bárbara tiene su raíz en ella misma.

Cornel. — En su carácter impetuoso...

Filem. — En su imaginación, que podríamos llamar volcánica, como si la hubiera forjado el Etna; en su voluntad sin freno...

Cornel. — Y en su paganismo...

Filem. — Eso no, Cornelia: no veamos en las desventuras de la Condesa otra causa que su desatinado matrimonio... Culpa fué de los padres, que, sin consultar el corazón de la pobre niñala casaron con un hombre odioso, con un hombre indigno.

Cornel. —  Estamos conformes. Ese griego infame ha traído la maldición de Dios á la casa de Términi.

Filem. — Los señores Condes se deslumbraron con las riquezas de Lotario Paleólogo, adquiridas en el comercio; les fascinó también el nombre sonoro que recuerda á los Emperadores de Bizancio; no vieron su brutalidad, su grosería...

Cornel. — Lo que yo digo: si alguna vileza humana se pierde, búsquenla en el corazón de ese degenerado bizantino.

Filem. — En ese antro donde jamás entró un sentimiento noble.

Cornel. — No pasa día sin que la pobre Bárbara tenga que sufrir desaires, humillaciones, cuando no los ultrajes más soeces. Ayer mismo... no te hemos dicho nada por no disgustarte. Peroconviene que lo sepas. Rosina, cuenta á tu amo la escena escandalosa que presenciaste ayer en Castel-Términi.

Rosina. — ¡Ah, qué paso!... Espanto me dió de verlo, y con el espanto vergüenza.. Fuí á llevar á la señora Condesa las estampasnuevas de esa diosa que llaman...

Filem. — Afrodita... con los amorcillos Eros, Pothos é Himeros.

Cornel. — Déjala que siga... Verás qué amorcillos andaban alrededor de ella.

Rosina. — Cuando entré en el palacio, el bruto del Conde se entretenía en castigar á su esposa.

Filem. — (Indignado, haciendo con la mano indicación de castigo.) ¡Castigar... pero castigar!...

Rosina. — No con la mano, señor... con la brida de un caballo.

Filem. — ¡Oh!

Cornel. — ¿Ves qué abominación?

Filem. — ¡Horror!...

Rosina. — La Condesa huyó de sala en sala clamando socorro. El bellaco del Conde, detrás, echaba por aquella boca llamaradas del infierno.

Filem. — ¡Sayón, asesino!

Rosina. — Eso mismo le dijo la señora... Volvióse contra él como una fiera... (Dando á sus actitudes toda la expresión descriptiva.) «Monstruo— le dijo,— merezco la muerte, sí: debo morir por haber consentido en ser esposa de un salvaje, por haberle creídodigno de vivir junto á mí... Pero no me des tú la muerte que merezco... es demasiada ignominia morir á tus manos... Trae un verdugo, trae un león, una serpiente venenosa... pero tú nono.» Esto dijo. El Conde rugía, rechinaba los dientes, revolvía de una parte á otra su mirada feroz... No sé lo que habría sido de la pobre señora si no acuden los criados, y yo con ellos, á sujetar á la bestia...

Filem. — ¿Hay mayor desventura?

Rosina. — Dejé las estampas sobre el clave y me vine corriendo á casa.

Filem. — ¡Villano!

Cornel. — Yo digo: el motivo de esta trapisonda no puede ser otro quelos malditos celos.

Filem. — Por Vulcano, que así ha de ser. Habrá llegado á sus oídos el rumor de los galanteos de ese militar español, Leonardo de Acuña...

Cornel. — Poco á poco... Que el tal caballero español le haga la corte con finura exquisita, no quiere decir que ella...

Filem. — Justo, no quiere decir que ella... (Concluída la polenta, comen fruta. Beben vino blanco.)

Rosina. — Pues yo, con perdón, he oído que...

Filem. — ¿Qué has oído tú, bachillera?

Rosina. — Nada, señor: una cosa muy natural... que mi señora la Condesa... ama al español... aunque... todavía...

Filem. —  Eh... calla, mala lengua.

Cornel. — Déjame que te explique, Filemón. Los que á tontas y á locas hablan de ese galanteo, sin quererlo se van de la murmuración inocente á la calumnia mansa. Me consta... nadie tiene que contármelo, porque lo he visto... me consta que todas las entrevistas de Bárbara con el español han sido casuales... No negaré que Bárbara...

Filem. — ¿Qué...? ¿Gusta del caballero?

Cornel. — Síntomas he visto de que en su corazón ha prendido la llama. Pronto arderá locamente. (Rosina recoge los platos; se retira por la izquierda y vuelve.)

Filem. — ¡Ay, ay!

Cornel. — Pero el amor de Bárbara es platónico, absolutamente platónico... Como declaro y aseguro que es el español el tipo del caballero enamorado, de aquéllos que adoraban á sus damas en el altar del respeto.

Filem.