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El Covid 19 cambió nuestras vidas. Sus innumerables consecuencias negativas, resultaron también una oportunidad para dar rienda suelta a los sentidos, a las emociones contenidas, a repensar el amor y los sentimientos en distintas circunstancias. Barbijo Arcoiris es un recorrido por distintas historias imaginarias relacionadas con la diversidad sexual, invitando al lector a abrir sus sentidos, a encariñarse con sus distintos personajes. Historias comunes y no tanto que de algún modo también quieren resaltar el valor de muchas personas que han dedicado su vida para lograr una sociedad más inclusiva.
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Seitenzahl: 538
Veröffentlichungsjahr: 2021
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DIEGO DOMÍNGUEZ
Diego Domínguez
Barbijo arcoíris / Diego Domínguez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
350 p. ; 21 x 15 cm.
ISBN 978-987-87-1291-8
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.comIlustracion de portada: Natalia LopesQueda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Lo simple fortalece
La vida continúa aún en circunstancias difíciles. A pesar del encierro, de la lejanía de los amigos, de las pérdidas menos esperadas. El corazón sigue latiendo y el amor encuentra sus cauces para seguir, regando con cariño a los seres que a tu alrededor permanecen más allá de las distancias.
Hay historias pensadas y soñadas, que tocan a tu puerta en el momento justo para ser sacadas a la luz. Hay lugares que son parte de tu historia, hay puntos del camino de tu propio destino que siempre se repiten. Dice la letra de la canción: “No importa saber quién soy, ni de dónde vengo ni por dónde voy”.
Relatos para compartir en forma de cuentos, poemas y novelas. Una invitación para abrir los sentidos, a imaginar un mundo distinto, a reírnos de lo simple para tratar de comprender lo más complejo.
A los que se dedican a cambiar el mundo con sus actos.
A los que no renuncian a los principios en este mundo.
A los amigos que acompañaron e hicieron sus aportes.
A los seres que te tocan el corazón, dejando que fluyan de este modo las palabras que salen del alma.
A los lugares por donde transitan estas historias, cuna de inspiración, de recuerdos, de olor a barrio, de aroma a hogar, de esperanza de cambio, de sueños permanentes.
Floreció en un jardín de rosas, en un viejo cantero de piedras de una casaquinta poco frecuentada.
En otros tiempos, ese lugar era sitio de encuentros y alegrías. Aquel jardín era un reducto de belleza rodeado de un entorno gris.
Fue así como, pese a su aspecto diferente, creció rodeada de aquellas bellas flores de color rojo.
Había un jardinero de nombre Raúl. Para él se trataba de un clavel. Más de una vez quiso cortarla; pero el llanto de una de las niñas que frecuentaban el lugar lo impidió.
Su nombre era Josefina. Juan, su padre, junto a otros primos habían heredado aquella casona rodeada de un inmenso parque en los confines de Ricardone; ahí donde la ruta hacia Roldán es una mezcla de totalidad y vacío a la misma vez.
No obstante como en toda historia familiar había secretos guardados. Uno de ellos, el de la tía Zulma. Su aspecto, su manera de hablar eran objeto de miradas. De muy joven y sin quererlo debió dejar el barrio. Se refugió en el centro de la ciudad buscando un poco de anonimato, luego poco se supo de ella.
Josefina había escuchado acerca de su historia en alguna conversación de sus padres. Más de una vez preguntaba por ella ante el silencio atónito de sus progenitores.
Tal vez entonces, en una actitud que buscó llamar la atención, decidió bautizar con el mismo nombre a aquella flor que tanto amaba.
Luego de que su esposa lo dejó, para Juan aquella casona se había convertido en un refugio emocional.
Era un cuarentón de aspecto mayor. Sus logros profesionales como contador, asentados en el “haber” de un libro diario, se esfumaban en un “debe” lleno de conflictos emocionales sin resolver. Quedó a cargo de la crianza de Josefina. Lo hizo de la mejor manera que pudo. Quiso que creciera cerca de aquel entorno natural.
Le dio todo lo que materialmente necesitó, no obstante, debió comprenderla y prestarle más atención; prefirió desde luego no escuchar las historias que le relataba de aquella flor.
Esas historias sin dudas le recordaban a la hermana de su padre. Asimismo, ponían de relieve la imagen de una niña que no quería ver.
Con el avance de la soja, aquel lote se valorizó y con ello la tentación de vender aquella parcela. Juan debió esmerarse mucho para convencer a sus primos de conservar aquel lugar.
La siguiente primavera Raúl se jubiló dejando su lugar a su sobrino Oscar. Él era un enamorado de aquel sitio. Por un lado su mano y por el otro la naturaleza hicieron lo suyo. El jardín floreció y Zulma se destacó por su belleza. Los pájaros preferían sus semillas que esparcían por aquella quinta. Brotaron rosas, claveles y otras flores.
Aquel lugar gris se llenó de colores. Aquellos primos deseosos de vender cambiaron de idea empezando a disfrutar de aquel lugar. Regresaron otros familiares, incluso los más mayores.
De todos modos, una triste noticia empañó ese tiempo de alegría. Un mensaje a través de una red social dio cuenta del fallecimiento de aquella tía, que debió como pudo seguir su camino.
Josefina celebraba sus cumpleaños allí, siempre rodeada de amigos. Ellos la cuidaban y no les importaban su aspecto, sus gustos. Escuchaban con atención y cariño cada una de sus historias.
De mayor nuestra niña se hizo maestra. Contó una y otra vez a sus alumnos la historia de aquella flor, que en su interior siempre traía a su memoria el recuerdo de su tía; a la cual hubiera deseado poder tratar y recibir su cariño
Siempre pensó que a diferencia de su tía tenía la oportunidad de cambiar su entorno aportando su semilla. El mundo para ella debía ser un bello jardín donde gracias al amor, cada flor, cada niño, “niñe” o niña, se sintieran cobijados.
Breve historia trans escrita, que surge luego de ver la serie Historias de San Francisco. A partir de ella, se dispara el interés por convertirla en novela
Esta obra es una invitación a abrir el corazón. Una oportunidad de pensar diversidades que nos atraviesan en este mundo.
Una invitación a que el respeto, la escucha por el otro, la posibilidad de resarcirnos, y el perdón, sean la mejor manera de poder relacionarlos.
Se mencionan a lo largo de este escrito una serie de hechos y circunstancias históricas y espaciales. Pese a ello, resulta necesario recordar que se trata de contar una posible historia a través de la ficción.
De este modo, no debe tomárselo como un trabajo de investigación, ni el fiel reflejo de las distintas realidades diversas que aquí se presentan, en especial las trans.
Desde la buena fe, se pretende invitar al lector a abrir sus mentes y sus corazones.
Un pequeño cuento con componentes de poesía, que inspiró la reflexión de una serie, terminó transformándose en esta novela.
Esta obra está dedicada a todos aquellos que han sufrido discriminación, dejando incluso su vida, por el simple hecho de intentar ser en este mundo, nada más ni nada menos, que uno mismo.
Cerca de las 8 de la mañana del 11 de noviembre de 1951, Francisco se aproximaba a una escuela primaria del barrio de Echesortu.
Por primera vez, las mujeres podían ejercer el derecho al voto. La fila femenina llegaba a la esquina. El entusiasmo por el ejercicio de aquel derecho se reflejaba en la expresión de las señoras mayores, que siempre habían deseado poder hacerlo. Mientras tanto, la fila masculina era más corta, alcanzando casi a la esquina. Ahí se encontraba Francisco vestido de traje y camisa, portando además su prolija libreta de enrolamiento en mano.
Lentamente avanzaba hacia la puerta, cuando de repente se acercó su vecina del fondo para avisarle que Nora, su mujer, había roto bolsa. Rápidamente aquella tranquilidad que este hombre tenía a prueba de todo, se vio alterada. Corrió por los pasajes de aquel barrio rumbo a su domicilio.
Minutos después llegó a casa, tomó a su esposa y, manejando su Chevrolet Cupé, se dirigió a Hospital Roque Sáenz Peña. Horas después nacía un niño, al que le pusieron de nombre Ignacio. Era gordito, pesaba cerca de 4 kg, de cachetes colorados, cabello de color castaño y de tez clara. Ese bebé era el primero de aquella familia de trabajadores. Francisco era portuario y Nora ama de casa.
Aquella noche de primavera, la radio anunciaba la reelección de Juan Domingo Perón. En los barrios más populares, la noticia era recibida con algarabía. La vida de ambos había mejorado en los últimos años. Francisco era hijo de inmigrantes italianos instalados en Ricardone.
En aquellos años, sus padres aún vivían allí, en una casa pequeña rodeada de mucho espacio verde. Con sus 130 años de vida, recién en estos días el pueblo parece perder su calma, su sosiego. Un lugar de cerealeras con oportunidades de empleo y, a la vez, un reducto de paz. Luego de los padecimientos vividos en el rural italiano, Ricardone era para ellos un paraíso; lo sería también para sus descendientes.
Nora por su parte había llegado a Rosario de Pueblo Esther. Era la menor de diez hermanos. Llegó de muy jovencita, tratando de ganarse la vida de la mejor manera. Trabajó en fábricas, en casas de familias, e incluso salió a la calle a vender lo que podía cocinar. Casarse con Francisco la situó en una zona de confort hogareño, dispuesto a mantener a cualquier costo. Cualquier recuerdo con su vida de soltera era recordado por ella con sufrimiento. Prefería de algún modo haber perdido su libertad, quedando así bajo los designios de su marido. Años atrás un baile de carnaval unió los destinos de esta pareja, luego se pusieron de novios y al tiempo se casaron. Eran un matrimonio tradicional con rutinas preestablecidas. En la semana, de la casa al trabajo y del trabajo a casa.
Algunas tardes cuando los días se alargaban, Francisco jugaba a las bochas. Ella se abocaba a las tareas domésticas. Los fines de semana, una vuelta en coche, generalmente al Parque Independencia, misa los domingos por la mañana y una vez al mes, la clásica visita a Ricardone.
En aquella casa sobre el final del pueblo, ahí donde el horizonte aún resulta infinito, solía reunirse de tanto en tanto toda la familia. Mucho verde, árboles, plantaciones de verduras, propio de las costumbres traídas de Italia, caracterizaban la singularidad del aquel sitio.
En esa familia nació Ignacio. Fue un bebé como la mayoría, con dificultades para conciliar el sueño por las noches. Pasado el tórrido verano de 1952, se fue tranquilizando. Antes del año ya caminaba, se mostraba inquieto y era sumamente inteligente.
La Navidad de aquel año sorprendió a la familia. Nora estaba otra vez encinta. En la primavera de 1953 nació Juan, el segundo hijo. Para el padre todo era alegría. Se imaginaba llevando a ambas criaturas a ver a Newell’s Old Boys. El fútbol, ir a pescar al río, hacer el asado en la casa de Ricardone, eran, entre otros, los sueños de aquel hombre con sus hijos varones.
La Rosario de mediados del siglo XX se convierte en un lugar donde se cumplen las expectativas. Los hijos y nietos de inmigrantes pisan las universidades y consiguen mejores empleos. Los más afortunados logran veranear en las sierras cordobesas o en las aguas de Mar del Plata. Aquella ciudad de casas bajas iría de a poco convirtiéndose en una gran urbe, sin perder nunca su proximidad con el campo. De este modo Echesortu también se fue poblando. La vieja avenida Pellegrini comienza a tener sus primeros edificios. Los migrantes llegados del interior de la provincia y de otros lugares del país ocupan los sectores sur y oeste.
Los Marconi, ese es el apellido de esta familia, tuvieron las mismas oportunidades que otras de clase media. Como primera generación de argentinos en el seno de una familia de inmigrantes, Francisco terminó los estudios secundarios, y ello fue un auténtico logro. Su buen aspecto, su porte, la corrección en sus modales, su tenacidad, lo fueron haciendo progresar. Con los años consiguió ascender en la terminal portuaria, aspirando a que sus hijos trabajaran junto a él.
¿Ahora qué iría a pasar por la mente y el corazón de aquellos dos pequeños niños? ¿Qué sería de sus sueños y de sus posibilidades de desarrollarse en esta vida? Juan e Ignacio transitaron su niñez en la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta. Por la mañana iban a la escuela con los otros niños del barrio. La tarde era el momento de hacer las tareas y el esparcimiento.
Resulta ser aquí, donde la vida de ambos comienza a ir por carriles diferentes. Juan era un chico al que el contexto podría describir como “normal”. Jugaba al fútbol con su camiseta rojinegra. Su ídolo era Anacleto Peano. Acompañaba en aquellos años a su padre a ver a Newell’s. Lloró junto a él y lo abrazó fuerte, la tarde del 27 de noviembre de 1960, en el que el empate con Ferro sentenció el primer descenso del club en su historia. Entre sus amigos era muy popular, dado que contaban con él para todos sus planes y travesuras. A la hora de la siesta, solían meterse en el fondo de la casa de una vecina para jugar en los árboles, llevándose de ellos nísperos y limones.
En los carnavales acostumbraban a mojar a cuanto vecino se les atravesara. En el colegio, más de una vez le escondieron el borrador y la tiza a la maestra. Desde luego sus cumpleaños eran muy concurridos.
Ignacio también amaba las calles de su barrio. Los árboles, las aceras angostas, saludar a los vecinos mayores que conversaban en la puerta, pisar las hojas caídas en otoño. Le gustaba ir a la Plaza Ciro. Ahí se sentaba a escuchar el sonido de los pájaros, a observar las flores, a ver pasar a la gente. Su lugar predilecto era la punta del triángulo, desde donde podía observar la totalidad de aquel espacio verde.
Compartía cosas con su hermano, incluso algún que otro partido de fútbol. Aun así, tenía a la par otros gustos. Quería estar con su madre. La ayudaba en las tareas domésticas. Un día, cuando tenía cinco años, les pidió a sus padres una muñeca. Ellos le explicaron que ese era un juguete de niña, a lo que contestó: “¿Cuál es el problema?”.
Creyeron que se trataba de un episodio aislado, pero aquella escena se repetía una y otra vez, particularmente cuando pasaban por una juguetería. Siempre elegía juguetes de niña. De este modo, con el paso de los años, su identificación con el género femenino se fue acentuando. En la calle prefería estar con las niñas, en las tiendas de ropa quería probarse vestidos, ante la mirada desconcertada de los adultos que la acompañaban. Cuando estaba en segundo grado, le dijo a la maestra que quería disfrazarse de mazamorrera para el acto escolar del 25 de mayo. Lejos de comprenderla, la reprendió y llamó a su madre.
Fue así como, una noche de mayo de 1959, recibió la primera cachetada por parte de su padre, ante la actitud pasiva de Nora. Sintió temor desde entonces, pero sus deseos se mantenían vivos. Encontró un grupo de amigas que la cobijaron y la incluyeron en sus juegos. Para lograr esos encuentros físicos, contaba muchas veces con la complicidad de su hermano Juan.
En la casa de Miriam, una de esas niñas, se disfrazaba de mujer y comenzó a autorreferenciarse con el nombre de Zulma. Podía jugar con tranquilidad a las muñecas, al igual que a todos los otros juegos, que le permitían sentirse feliz. En ese lugar esta niña, que era niño para la mirada de una parte importante del mundo, podía sentirse bien.
Miriam vivía con su abuela, una anarquista exiliada de la España franquista, dado que sus padres vivían en el campo. Fue ella quien pronto divisó la situación, y cierta amistad con María; la abuela de Zulma que vivía en Ricardone, terminó siendo un salvoconducto para ella. Uno de los pocos teléfonos del barrio estaba en esa casa, pudiendo de este modo esa revolucionaria, de nombre Manuela, hacer los contactos necesarios para ayudar a Zulma.
A comienzos de julio de 1959, María se trasladó a Rosario, dado que tenía que hacerse unos estudios. Conociendo la situación, les propuso a los padres de Zulma llevarla al pueblo a pasar las vacaciones de invierno. Convenció a su hijo de que ella y Antonio su marido estaban grandes, de que precisaban compañía y un poco de cariño.
María había llegado de Italia a comienzos del siglo XX. Trabajando a la par de su marido lograron, con mucho sacrificio, comprar ese bello refugio que era su hogar. Antonio era mayor que ella y se encontraba enfermo. Por ese motivo, ella se ocupaba de casi todo, incluso manejaba un viejo Rastrojero para poder desplazarse. No era una mujer con mucha instrucción, pero la vida la llevó a tener que sobrellevar diferentes situaciones. Su modo de amar fue determinante para entender cosas, para las cuales no se encontraba preparada.
Ya en el pueblo se fue ganando la confianza de su nieta. Le enseñó a cuidar de las flores que allí tenía, a querer a cada uno de los árboles. Por las tardes, ambas abrigadas, tomaban el té contemplando los grises atardeceres de julio. Sin mediar demasiados preámbulos, María comenzó a llamarla Zulma a su nieta. Juntas hacían las labores del hogar. Le prestaba su ropa dejando que la usara y que se sintiera bien. Aquella casaquinta resultó un oasis para la niña durante ese invierno.
Pese a ello los días pasaron y nuestra querida protagonista debió regresar al barrio, a la escuela y al entorno familiar. Su abuela, lejos de abandonarla, la siguió yendo a buscar. Fue así como pasaban juntas los veranos.
A fines de marzo de 1962, falleció Antonio. María convenció a su hijo Francisco de que Zulma, Ignacio para él, se fuera a vivir con ella. Dudó y bastante. La situación política del país era compleja. Frondizi había sido desalojado del poder y no se sabía qué iría a pasar. Pese a ello accedió.
A diferencia de María, Nora raramente intervenía en las decisiones familiares. Se limitaba a cumplir su rol de ama de casa, acompañaba la crianza de los hijos y por su puesto callaba; callaba bastante, frente a las violencias reales y simbólicas que su marido ejercía hacia su hija. La niña pudo concluir sus estudios primarios en Ricardone. La abuela había podido anticipar posibles conflictos, hablando con una joven maestra; quien con tacto y mucho amor pudo manejar la situación.
Se dejó crecer el pelo, no mucho, pero lo suficiente para marcar una diferencia. También las uñas que limaba prolijamente. Su aspecto exterior seguía siendo masculino, aunque sus largas cabelleras llamaban la atención. Hubiera deseado ir más allá; pero el silencio circundante en aquel entorno que no la criticaba, pero que tampoco la avalaba, no se lo permitió. Sabía también del esfuerzo de su abuela para tratar de contenerla. Cuando su familia iba a visitarla observaban sus cambios. La mirada fulminante de María lograba que nadie se animara a expresar nada.
En esos tres años, ella fue feliz. Adoraba el fondo de aquella casaquinta, donde había un jardín de rosas, claveles, gladiolos y otras flores. Le gustaba mezclarlas esparciendo sus semillas por diferentes lugares. Producto de esa pasión, de esa magia, esas flores brotaban con pétalos de los colores más variados. Ese jardín era diverso en todo sentido.
Por las tardes, se sentaba allí junto con su cuaderno de bitácora, escribiendo poesías y relatos de vivencias.
Como a todo adolescente, el amor tocó a su puerta. Una tarde yendo a la panadería de doña Luisa conoció a Pedro, un joven de alrededor de 15 años. Vestía con la clásica indumentaria de campo: bombacha, camisa, pañuelo al cuello y sombrero. Dentro de ese local cruzaron miradas fulminantes. Luego de comprar, esperó a su salida y una vez que estuvo en la calle, le habló:
Zulma: Hola, ¿cómo estás?
Pedro: Yo muy bien. ¿Y vos?
Zulma: Bien, te vi y me dieron muchas ganas de hablarte.
Pedro: Ah, sí, ¿y por qué?
Zulma: Me parecés una bella persona.
Pedro: Vos también me lo parecés. Vos sos… (sabiendo de su historia en aquel entorno pequeño donde todo se sabe, hace un silencio a la espera de su respuesta).
Zulma: Soy Zulma. ¿Y vos?
Pedro: Soy Pedro. ¡Mucho gusto! ¿Vos llegaste este año desde Rosario?
Zulma: Sí, así es.
Pedro: ¿Vivís muy lejos?
Zulma: No tanto, al final de la calle, en una casaquinta de color gris.
Pedro: ¡Ah, sí, la casa de María! La conozco, he estado trabajando con mis hermanos. ¿Ella es tu abuela?
Zulma:Sí, así es. Ya sabés dónde estoy, y si no, nos vemos por aquí.
Pedro:Perfecto, posiblemente debamos ir, porque quedamos hace tiempo en ir a pintarle.
Luego se despidieron, cada cual siguió su camino. Zulma regresó a casa llena de pajaritos en la cabeza, aunque no sabiendo si efectivamente volvería pronto a ver a Pedro.
Pasaron varios días y su bello galán no aparecía. Finalmente, un sábado a media mañana, vino a hablar con su abuela, con el objeto de concluir ese trabajo pendiente. En las siguientes semanas Pedro fue a pintar la casa, junto con sus hermanos. Ambos cruzaban miradas, conversaban y trataban de buscar momentos para quedarse solos.
Una tarde media nublada, ella lo llevó hasta el jardín y en dicho lugar, le dio su primer beso. Los encuentros se fueron dando más frecuentemente. A menudo conversaban, se acompañaban. Una noche Pedro vino a verla. Golpeó su ventana suavemente, Zulma salió sigilosamente de su habitación. Se fueron a ver la luna llena. En ese encuentro, que para ambos fue mágico, hablaron de sus sueños, de sus temores.
Pedro le preguntó:
Pedro: ¿Vos a qué le tenés miedo?Zulma: A la oscuridad, me asusta profundamente.Pedro: Yo sé que es de noche, pero aquí estoy para cuidarte.Zulma: Lo sé, por eso quiero que me abraces fuerte.Minutos después, ella reinicia el diálogo y le pregunta: Zulma: ¿Qué te gustaría hacer cuando seas mayor?Pedro: A mí me gustaría poder seguir estudiando, pero me es muy difícil. Debo ayudar a mi familia.Zulma: Te entiendo, yo para hacerlo debería regresar a Rosario, no sé si quiero.Pedro: ¿Por qué?Zulma: Porque debería volver a vivir en casa de mis padres, no me siento bien con ellos. ¡No me aceptan como soy! ¡Quisiera poder ser yo misma cuando sea mayor!Pedro: Podrás, Zulma, yo sé que lo lograrás.
Luego se quedó callado y prefirió abrazarla. Ella se durmió en sus brazos, escuchando el sonido del viento y algunos grillos. Antes de que amaneciera, y la abuela reparara en su ausencia, la acompañó hasta la casa y se fue.
Unas semanas después los hermanos concluyeron el trabajo. Pese a ello, el joven siguió frecuentando la casa de todas maneras. La abuela María sin preguntar entendió la situación, sin perderles mirada, les dejó vivir esa historia de amor. Tiempo después, Pedro y su familia debían trasladarse a Coronda por razones laborales. Por lo pronto dejarían de verse.
Corrían días felices pese a todo, pero el tiempo, como en la vida de todos nosotros, transcurría. Al concluir sus estudios primarios, la niña debía regresar a Rosario para seguir estudiando. Aquella primavera en su vida pronto se transformaría en jornadas grises, rodeadas de llanto, de angustia y de tristeza.
A comienzos de 1965, Zulma debió regresar a Rosario. Su padre había decidido que siguiera la escuela técnica. La vuelta no fue sencilla. Si bien su abuela la iba a visitar y se la llevaba muchos fines de semana, la mayor parte del tiempo transcurría en la casa de Echesortu.
Francisco había comprendido muy poco de las señales de su hija. Más bien, habiendo recuperado el control de la situación, redobló la apuesta. Le hizo cortar el pelo y las uñas, se empeñó en comprarle ropa que a las claras no le gustaba usar. La llevó a pescar, algo que la fastidiaba enormemente.
El primer año de aquel secundario no le resultó nada sencillo, para colmo no estaba su hermano que podía defenderla. Él aún transitaba los últimos años de la escuela primaria.
Los pasillos eran largos y grises, varios profesores. El overol azul le resultaba una cadena al cuello. Las burlas de sus compañeros eran constantes. Los adultos lejos de defenderla, avalaban, por activa o pasiva, esa actitud de hostigamiento.
Un día de noviembre sobre fin de año, aprovechando un viaje de trabajo de su padre a Buenos Aires, se animó a recuperar un poco de esa libertad que había perdido. Decidió ir a la escuela vestida de mujer. Sus compañeros la miraron con asombro y en tono burlesco. Los profesores expresaban en sus rostros un desprecio intencional e hiriente.
La retiraron del aula y la llevaron a la Dirección. Luego, le aplicaron una suspensión de tres días, por su vestimenta indecorosa. Como era de esperarse, las represalias continuaron en su hogar. Su padre al enterarse de lo sucedido, al volver de Buenos Aires, la golpeó y la encerró en su habitación.
El día que debía regresar a la escuela, decidió escaparse. Caminó en sentido inverso hacia la avenida Pellegrini, se tomó el viejo 218 rojo, para abordar luego, un transporte de media distancia que la dejara en Ricardone. Se bajó en la ruta, corrió rápidamente hacia la casa de su abuela. Se fundió con ella en un abrazo al verla y no paró de llorar.
Cuando regresó la calma, María llamó a su hijo, el cual se acercó al pueblo. Luego de dialogar, acordaron que la niña pasara ahí el verano. De todos modos, debería regresar a Rosario para continuar sus estudios.
Francisco accedió a ver la posibilidad de un cambio de escuela. Fue así como le buscó una vacante en un bachillerato del centro de la ciudad. En aquel verano del 66, Zulma había recuperado la tranquilidad. La compañía de su abuela, la casaquinta y desde luego su bello jardín.
Junto a sus flores volvía a escribir poemas e historias de amor. Tiempo después, para su grata sorpresa, se produce el reencuentro con Pedro una tarde de enero. Luego de hacer la temporada, la familia había decidido regresar al pueblo. Todo parecía perfecto. Se veían por las tardes, caminaban juntos, andaban en bicicleta y una noche pasó lo que tenía que pasar.
Bajo la luna llena, cerca del jardín y fundidos el uno con el otro, tuvieron su primera vez. Para ambos sería una experiencia que jamás irían a olvidar. El destino quiso que esa historia no continuase, aun así, en el recuerdo y en el corazón de Zulma, permanecería mucho tiempo su bello príncipe, al que le dedicaba desde luego hermosas poesías. Los días corrieron y también las semanas. Finalmente se hizo marzo, regresando a Rosario para iniciar el segundo año en un bachillerato.
Pese a lo que en un principio no imaginaba, el arribo al nuevo colegio fue más llevadero de lo esperado. No podía dejar de ser Ignacio en ese ámbito, pero al menos se sentía menos incomodada por sus modales, por su forma de actuar. Como pudo fue transitando el secundario. La relación familiar no fue de lo mejor, pero al menos la fue sobrellevando. Encontró en ese bachillerato el soporte afectivo de algunos compañeros, e incluso tuvo algunos amores.
Nada se inventó en estos tiempos como a veces creemos.
Ya en 1969, le iban a ocurrir varias cosas. Durante el verano falleció su abuela María, siendo ya bastante mayor. Tiempo después, se hizo de un círculo de amigas trans. En abril conoció a Marcos, un estudiante de abogacía de 22 años, que sería su pareja durante un tiempo. Él era de un pueblo del sur de Córdoba, muy cerca de San Luis. Era el menor de varios hermanos. Sus padres, propietarios de campos, creyeron que Rosario era una opción para sus futuras carreras.
De ese modo, habían comprado un departamento grande en la zona de Plaza Pringles. De tanto en tanto los visitaban, pero no se metían en sus vidas. La única condición para seguir ayudándolos era que avancen en sus estudios. Zulma vio en Marcos un camino hacia la libertad. Poco a poco fue dejando sus cosas en aquel departamento. De todos modos sentía tristeza en su interior. Ella no deseaba dejar ni las calles, ni la plaza de su barrio. Sentía que, para vivir su vida, debía alejarse de aquello; que además implicaba estar bajo el mismo techo de un padre autoritario.
Dicho lugar era un reducto libertario. En ella había por las tardes, reuniones políticas, actividad restringida por la dictadura de Onganía. Por las noches a veces había fiestas, donde no faltaban porros y otras yerbas.
Marcos estaba enganchado con esa relación, pero su pasión era la política. La facultad era apenas un trampolín. Su verdadero sueño, ser protagonista de una revolución, que creía que estaba al llegar. Entrado mayo, ella lo acompañaba a las manifestaciones que se daban durante el Rosariazo. Esos acontecimientos terminaron de producir el quiebre con su padre, luego de que fuera detenida y tuviera que irla a buscar.
Francisco había pasado a ocupar un puesto importante en la terminal portuaria. Años atrás había peleado por mejoras laborales, llegando incluso a ser delegado gremial. El tiempo lo había aburguesado. Ya no recordaba, por ejemplo, la felicidad que sintió el 17 de octubre de 1945, cuando liberaron a Perón. Tristemente ni en este punto ambos podrían estar cerca.
Zulma decidió terminar de mudarse una tarde gris de junio, luego de la clásica discusión, con la infaltable afirmación de todo padre que pierde el control de la situación: “Mientras vivas en esta casa, se hace lo que yo digo”. Marcos la fue a buscar en un taxi que la esperó en la puerta. Desde el vidrio empañado en el asiento de atrás, se despidió de la Plaza Ciro; antes de aquel coche tomara la avenida Pellegrini rumbo al centro. Concluyó el bachillerato con la ayuda de Marcos y empleándose como trabajadora doméstica por horas.
Su vida de adulta había comenzado. Desde entonces, raramente se encontraba con su madre y su hermano. A su padre ya no lo volvería a ver. La infancia y la adolescencia se convertirían en su vida en un pasado cada vez más remoto, rodeada de bellos recuerdos, pero también de tristezas.
Cerca de las 8 de la mañana del 14 de mayo de 1989, Juan se aproximaba a una escuela primaria, de las inmediaciones de la Plaza Ciro.
Por aquellas calles pequeñas, de casas con jardines, las hojas inundaban las aceras. Los colores del otoño se apropiaban del entorno. Dicen que lo que se hereda no se compra. Su padre acostumbraba a hacer lo mismo en cada elección. Hacía doce años había fallecido de un cáncer fulminante. La enfermedad y muchas tristezas acumuladas lo llevaron a la muerte.
Al igual que Francisco, se disponía a ir a votar temprano en unas elecciones, prolijo para la ocasión, documento en mano, zapatos lustrados.
A diferencia de otras veces, había llegado cerca de las 9 de la mañana a la escuela. Cuando estaba ingresando, observó a un grupo de personas reunido, cuchicheando. Eso le la llamaba la atención.
Le preguntó a una señora con aspecto de fiscal: “Sabe usted lo que pasa”. Ella le responde: “Un señor vestido de mujer se acercó a votar y causó cierto revuelo”. Él respondió: “Ahh, está bien”, y siguió caminando rumbo a su mesa. Una vez que presentó el documento a las autoridades, volvió a observar el cuchicheo. Al irse pensó por un momento si no podría tratarse de Zulma, a la cual no veía hacía años.
Pocos minutos después regresó a su presente. La vida de Juan tenía muchas similitudes con la de su progenitor. El orden, la prolijidad y la obsesión por ciertas cosas le eran características propias.
El país estaba sumido en un caos. Un proceso hiperinflacionario golpeaba fuertemente a la actividad industrial de Rosario, y de todo el sur de la provincia.
Los ánimos de quienes votaban estaban por el suelo. El ejercicio al sufragio parecía más una obligación que un derecho. Este joven pertenecía a una generación de treintañeros, que cargaban sobre sus espaldas los dolores de la dictadura, Malvinas y ahora esta crisis. Como muchos otros de su edad, él estuvo en todos los actos políticos de la campaña del 83. Poco importaba si se trataba de actos de izquierda o de derecha.
Sentía una enorme pasión por Alfonsín, siguiendo cada uno de sus discursos, recitando el preámbulo en encuentros familiares y emulando las clásicas manos juntas como señal de saludo. Esa generación que recuperó la libertad estaba sumamente angustiada en aquellos días. El presente era incierto y el futuro lo era aún mucho más.
El destino quiso, al igual que en la vida de su padre, que su esposa también estuviera encinta, durante la celebración de unos comicios. Juan regresó a su hogar luego de hacer algunos mandados, compró el diario La Capital y marchó junto a Emilce, su esposa.
Se habían conocido una tarde de 1975 caminando por la calle Mendoza. Él la siguió varias cuadras y se animó a hablarle en la esquina de Castellanos, o la de los “Vientos”, como se la conoce. En 1979, se casaron en la parroquia Nuestra Señora de Pompeya. Ese año compraron una casa sobre la avenida Francia, a pasos de la esquina con la calle La Paz.
Para concretar esa operación, utilizaron el dinero de la venta de la casa de Echesortu de los papás de Juan. Los padres de ella, a cambio, lo ayudaron a él a armar su estudio contable. Nora, su mamá, había resuelto que era lo mejor. Se fue a vivir a lo de una tía llamada Inés, aunque con el tiempo enfermó y debió mudarse con ellos. Falleció en 1982, durante la guerra de Malvinas.
Amaban su casa y el barrio, a pesar de la nostalgia que a veces sentían por el lugar donde ambos se habían criado. Su suegra, que los había venido a visitar, se encontraba preparando el tuco para las pastas de los domingos. Él mientras tanto ojeaba el diario, principalmente la parte deportiva. A semanas de finalizar el torneo de 1989, el equipo de sus amores era aún el último campeón.
Para Juan, Newell’s era una pasión desmedida por momentos. Durante el campeonato de 1974, estuvo a punto de perder la regularidad en su carrera de contador. En 1988, siguió al equipo por todo el país, ahí lo que casi pierde es a su esposa. El fútbol, la reunión con los amigos, eran gustos que no podían ponerse en tela de juicio.
En aquel año, Emilce se animó a hacerle una serie de planteos. Empezó a trabajar en un comercio, aunque a él la idea no le gustó demasiado. Asimismo, comenzó a salir con sus amigas con cierta frecuencia. Él desde luego se puso celoso. Criado en un ambiente patriarcal, replicaba moldes aprendidos en el contexto de la infancia. Para él, las mujeres se abocaban a las tareas domésticas y como hombre debía ser el principal proveedor. La comida debía estar lista a su arribo, al igual que cada mañana sus trajes y camisas; siempre a punto para ser usadas.
Los padres de Emilce también eran italianos. A diferencia de los de Juan, una inmigración más reciente, de las últimas camadas que eligieron cruzar el charco, antes de elegir otros destinos como Francia, Suiza o Alemania. Eligieron Echesortu al llegar a Rosario y de ahí no se movieron. Muy católicos, tradicionales, habitúes de los eventos de la colectividad italiana, vieron en Juan al muchacho ideal para su hija.
La crisis económica de aquel año los encontraba dentro de todo bien parados. Él trabajaba en su actividad. El sueldo de ella ayudaba desde luego a transitar aquellos meses, que parecían de 50 días.
Cerca del mediodía ella rompió bolsa. Se subieron al Ford Sierra que habían comprado hacía unos años, y se dirigieron a la maternidad de la obra social. A pesar de que mayo avanzaba, la noche no era muy fría.
El peronismo regresaba al poder de la mano de Carlos Menem, junto con sus promesas de salariazo y revolución productiva. Los sectores populares, la industria, el comercio local, aún no imaginaban lo que estaba por empezar. Para ciertos sectores de la clase media donde tendrían el privilegio de estar los Marconi, las cosas irían relativamente bien; teniendo la posibilidad de viajar afuera, cambiar el coche, comprar electrodomésticos, etc.
Antes de la medianoche nació Pablo 3 kg y medio, por parto natural. Un bebé saludable, primer hijo y primer nieto por ambas familias. Todo parecía perfecto, pero Juan con el paso de los meses y luego de los años, estaría bastante ausente. Trabajaba demasiado, regresaba cada vez más tarde por las noches.
Los hermanos de Emilce decían verlo a horas extrañas en las inmediaciones del puerto, transitando calles de aspecto sórdido o sentado en bares de mala muerte.
En 1991 las cosas iban de mal en peor. El 9 de julio de aquel año, Juan decidió ir a Buenos Aires a ver a Newell’s. Se definía el campeonato con Boca y no estaba dispuesto a perderse la ocasión. Ella le había pedido que no viajara. Hacía unos días que Pablo se encontraba descompuesto.
Aun así, él persistió con sus planes. Aquella mañana medio lluviosa, tomó las llaves del coche sin mediar demasiadas palabras y se marchó. Se sumó a otros fanáticos, que, en una larga caravana, inundaban Oroño, rumbo hacia la Ruta 9.
Ocupó la bandeja más alta en la Bombonera, y gritó hasta quedarse afónico, la hazaña del héroe de aquella tarde, Norberto Scoponi. Se abrazó a cuanto hincha pudo, miró el cielo y pensó en su padre; agradeciéndole de algún modo la pasión por esos colores. A pesar de su estado de euforia, observó unos escalones más abajo a una mujer que le llamó la atención. Por alguna razón sintió que la conocía. Intentó acercarse a ella, pero los movimientos de aquella hinchada se lo impidieron.
Decidió seguirla. Caminó algunas cuadras detrás de ella intentando alcanzarla por aquellas calles de La Boca. Iba acompañada de un caballero delgado, por ende lo hacía con precaución. Finalmente, cuando cruzaron la vía del tren de carga, les perdió el rastro.
Regresó a Rosario con una mezcla de alegría y angustia, por aquella mujer que creyó que debió alcanzar de algún modo. Ya en la ciudad, se fundió en los festejos de los hinchas que ocuparon las inmediaciones del estadio. Gritó por varias horas, terminó afónico.
Por la noche al ingresar a casa le deparaba una sorpresa. Una nota de Emilce arriba de la mesa decía que se había marchado a casa de sus padres junto con Pablo, que no aguantaba más. Le pedía por favor que no la fuera a buscar. Dudó en ir hasta la casa de sus suegros. Finalmente luego de beber una botella de vino decidió irse a dormir. Creyó que en las siguientes jornadas su mujer regresaría. Debió llamarse a la reflexión, tratar de recomponer la situación e irlos a buscar.
Volvió al barrio, ahí donde siempre se vuelve, donde cada ser humano se reencuentra con su esencia, donde afloran los aromas de la infancia, donde cobran vida los valores aprendidos, la penitencia se vuelve consuelo, el rencor y la bronca se transforman en perdón.
Su suegra lo recibió en el jardín, le dio un beso como si nada hubiera pasado, entró a la casa y Pablo lo abrazó. Emilce lo miró, unos segundos después hizo lo mismo. Se respiraba un aire de perdón en aquel hogar que lo retrotraía a su infancia. Pese a ello la penitencia no iba a servir, y valores aprendidos pronto pasarían al olvido.
Las cosas mejoraron por un tiempo, pero pronto todo volvió a la normalidad. El niño se refugiaba en Emilce, se identificaba con ella.
Días antes de cumplir cuatro años tomó un vestido de su madre. Por primera vez, aquella tarde dijo que quería llamarse Josefina. Les pidió a sus padres un juego de cocina para su cumpleaños. La primera desilusión de su vida fue ver que el regalo que sus padres le hicieron en su cumpleaños de 4 fue un camión. Su madre, que tanto renegaba de su padre, cerraba filas con él ante aquellas primeras llamadas de atención.
¿Por qué no ver? ¿Qué proyectan los padres en sus hijos? ¿Qué lugar ocupan los deseos de cada infante? ¿Qué le pasaba a aquella clase media, que creyó entrar al primer mundo como le dijeron?
El muro de Berlín ya se había derribado en aquel 1993. ¿Qué pasaba con los otros muros? Esos que encierran a los seres humanos, detrás de personas que muchas veces no quieren ser.
Josefina va a un jardín de infantes privado cerca del estudio contable de Juan. Ingresando allí, tendría asegurada una vacante, para continuar en la misma institución en el resto de los niveles educativos. La clase media se divorcia de la escuela pública a partir de los años 90. Juan y Emilce van en esa dirección. Eligen un establecimiento de gestión privada. En el tránsito del nivel inicial nuestra Josefina no encuentra mayores obstáculos. Sus deseos de manifestarse como niña son interpretados por sus educadoras, como parte de un juego.
Me pregunto como si fuera hoy: ¿no hablan en serio los niños, “niñes” o niñas cuando se expresan? ¿A qué se debe esta subestimación muchas veces? La falta de registro invisibiliza, esconde bajo la alfombra realidades que no se quieren ver. ¿Nos falta capacidad a los adultos, o no hemos aún abierto lo suficiente el corazón?
Si algo caracterizó a los niños y adolescentes nacidos con la democracia es su lucha por ser, su empecinamiento en lograrlo; pese lo que pese, cueste lo que cueste. A esta generación pertenece Josefina.
En 1994 muere Carlos, tío de Juan, hermano de Francisco. Luego de ello, se inicia la sucesión de la casa de los abuelos en Ricardone. Los herederos: él, sus primos Marcelo y Susana, y alguien más, su hermana Zulma, de la que no sabía hace mucho tiempo.
Un sábado a la tarde en abril de 1994, los primos se juntan en una confitería en la esquina de Córdoba y Corrientes. El encuentro había sido pautado con tiempo. En aquellos años, las citas se arreglaban en forma telefónica y no existía el clásico “te confirmo”.
María y Antonio eran los abuelos de aquellos primos. Ellos habían tenido dos hijos: Francisco, padre de Zulma (42) y Juan (41), y Carlos, padre de Marcelo (40) y Susana (38).
Los cuatros tenían edades semejantes. Sus recuerdos de la casa del pueblo siempre eran gratos: cumpleaños, asados, Navidades, juegos de carnaval. Cuando los abuelos fallecieron comenzaron a ir menos. Con el paso de los años, el lugar fue quedando casi abandonado. De tanto en tanto, Carlos se daba una vuelta. Marcelo era dentista, tenía dos hijos: María, nombre puesto por la abuela, y Francisco, por su tío. Susana era abogada y tenía un hijo llamado Lucas.
Además del papelerío del cual a las claras se ocuparía Susana, era necesario poner en condiciones aquel lugar. El primero en llegar fue Juan, puntual como no podía ser de otra manera. Buscó una mesa con vista a la avenida Corrientes; desde donde además se dedicó a ver el paso de los transeúntes que iban y venían por Córdoba. Miró el reloj varias veces, ya eran casi tres y diez y sus primos no llegaban.
Ambos entraron juntos finalmente, se saludaron en forma afectuosa. Se veían poco, pero se guardaban un gran cariño. Marcelo y Susana se sentaron frente a Juan. Pidieron cafés y medialunas. Comenzaron a dialogar de la vida, de sus cosas y desde luego de la casa de Ricardone.
Como buena familia de leprosos, el fútbol se mezcló en la conversación. También la política, dado que al día siguiente, se votaban convencionales para la reforma de la Constitución de 1994.
Abocados al tema que los convocaba, este transcurrió bien. Acordaron entre todos tratar de levantar la casa y ver luego qué hacer con ella. Cada primo se haría cargo de la casa un mes y podría usarla mientras tanto. La obsesión por el orden también estaba impregnada en sus primos; fue así como resolvieron acortar a 15 días la rotación, durante los meses de verano. Juan era más partidario de conservarla y sus primos de venderla. De algún modo, a través de aquel acuerdo, habían firmado provisoriamente la “pipa de la paz”.
Había un tema que los tres rondaban, pero nadie se animaba a poner sobre la mesa. Los primos eran cuatro y, en aquel encuentro, una ausencia hacía ruido. Luego de varios silencios, de miradas perdidas, fue la abogada la que tomó la iniciativa. Ella sabía que aquella ausencia implicaba además un dolor de cabeza para el papelerío legal.
Con sutileza o más bien como pudo preguntó: “¿Qué sabés de…?”. (Le costó llamarla Zulma, pero tampoco quiso llamarla Ignacio, esperó la respuesta de su primo ante de nombrarla). A Juan se le hizo un nudo en la garganta. Minutos antes, cuando conversaban de sus hijos, se refería a Josefina como Pablito. Atinó a contestar: “Hace mucho que no sé nada de mi hermano. Creo que regresó al país hace unos años. Me dijeron que lo vieron por Rosario, aunque me llegó una información de que se habría quedado a vivir en Buenos Aires. Tendría que tratar de buscarlo”.
Habían estado juntos por última vez en 1976. Unas semanas después del golpe de Estado, ella llamó a su hermano. Estaba preocupada. Algunas de sus amigas ya habían desaparecido. Él le propuso que se fuera a vivir a Italia. Le hizo unos contactos. Cuando todo estuvo listo partió. Era una fría mañana de junio de aquel año, se abrazaron por última vez.
Susana retoma la palabra y le dice a su primo, cuidando con mucho sigilo la cuestión de género: “Tratá de localizarla, sería bueno además volver a encontrarnos. El papelerío se ve, pero si no aparece se complica más”.
Se despidieron en la puerta. Ellos caminaron hacia la calle Mitre donde habían estacionado. Juan tomó Córdoba y decidió regresar caminando a casa, pensando en todo lo que su corazón extrañaba a Zulma.
¿Había sido un buen hermano?, se preguntaba. Se acordó de cómo se cuidaban de pequeños, de los secretos que se contaban en los bancos de la Plaza Ciro. Se lamentaba de las discusiones posteriores. De algún modo, había cedido a las presiones de su padre, quien había resuelto desterrarla de por vida. ¿Cómo resolvería este presente?, se interrogaba. ¿Sería capaz de no repetir la historia? ¿Hasta dónde había cambiado el mundo? Quería, pero no podía enfrentar a su propio mundo, que alrededor de él se había construido.
La realidad de las niñeces trans en los años 90 no había dado un vuelco de 360 grados, de todos modos algunas señales de cambio se estaban produciendo. En la Argentina, la comunidad LGBT inicia un camino hacia la visibilización y el reconocimiento de derechos.
Josefina, con 5 años y transitando el preescolar, contaba con un grupo importante de amigos. A esas edades no hay preconceptos y la sexualidad se vive libremente. A Juan y Emilce les desvivía más el qué dirán que las elecciones de su hija.
A fines de octubre los citaron para una reunión de padres. El tema para tratar era organizar un evento para despedir el jardín de infantes. Fueron juntos, a pesar de que él no quería. Se sintieron nerviosos y observados. De repente a Juan se le ocurrió algo, tal vez no quería, pero sintió que era el modo de romper su nerviosismo. Propuso hacer la despedida en la casa de Ricardone. Emilce lo miró como sin entender, pero, ante el rostro de aceptación de los otros padres, avaló la idea.
Al regreso de la reunión discutieron en el coche. Ella le reprochaba que aquella casa estaba muy venida abajo. Él la convenció de que en un mes estaría en condiciones. Los siguientes fines de semana allá fueron. Poco a poco le encontraron el gustito a aquel lugar y se pusieron manos a la obra. No estaba tan mal como pensaban. Un jardinero llamado Raúl cortaba el pasto y se ocupaba de algunos detalles. Siguió con sus labores, a la espera de que alguien le dijera qué hacer. De algún modo, se sentía parte de aquel bello espacio.
El primer sábado que allí estuvieron, Josefina descubrió que el jardín estaba lleno de rosas. Entre ellas había una que parecía clavel, pero para la niña era una rosa. La bautizó Zulma, dado que había escuchado su nombre en alguna conversación entre sus padres. Otro de los fines de semana que allí se encontraban, Raúl se disponía a retirar aquella flor. Josefina, que vio la escena, empezó a gritar y a decirle “¡no lo hagas!”. Aquel hombre rudo no entendía el llanto de aquella niña, y a pesar de que trató de convencerla de retirar esa flor, la dejó y se dedicó a sus otras labores.
El último fin de semana de aquel noviembre, los niños de la sala se acercaron a la casaquinta. Aún no relucía, pero su aspecto estaba renovado. Josefina estaba emocionada por la presencia de sus compañeros. Habría en aquel lugar más eventos, cumpleaños, al igual que tardes de alegría, pero también noches de tristeza. Por lo pronto sus padres respiraban con cierto alivio. Siendo Josefina o Pablo, aquel niño, “niñe” o niña, disfrutaba de la infancia a su manera.
A fines de aquel 1994, el llamado “efecto tequila” hizo estragos en la economía de la región. En la Argentina el desempleo se disparó en 1995. La actividad agroindustrial se vio seriamente golpeada. En Rosario, las consecuencias no se hicieron esperar. La crisis golpeó a la industria y el comercio, generando innumerables despidos. El tiro de gracia para la región fue la privatización de su puerto. Aquel año fue difícil para todos, también para los Marconi, a pesar de que ambos conservaron sus empleos.
Los problemas emocionales estallaron. Emilce decidió dejar a Juan y regresar al barrio con su familia. Josefina se quedaba con su padre. No quería alejarse de su barrio, de sus amistades, de cierto círculo de seguridad. Visitaba a su madre con frecuencia pero permaneciendo con Juan. Estar con él era además la oportunidad de ir a Ricardone.
La siguiente primavera el jardín estaba reluciente. Raúl ya se había jubilado y su lugar lo ocupaba Oscar, su sobrino. Él era un enamorado de aquel sitio, por un lado su mano y por el otro la naturaleza hicieron lo suyo. Aquel viejo cantero relucía por sus colores. Fue así como brotaron rosas, claves y otras flores. Entre ellas se destacaba Zulma con su belleza inconfundible. Todas las tardes Josefina la regaba al caer el sol. Se quedaba junto a ella, le hablaba. Era feliz sintiendo su aroma. Luego corría alrededor de ese jardín.
El colegio donde iba Josefina entra en concurso de acreedores. Era pequeño sin subvención estatal. En el marco de la crisis económica, muchos padres retiran a sus hijos de la escuela, al no poder pagar la cuota. En 1996 cierra sus puertas definitivamente. Juan la inscribe en un colegio parroquial. Su nivel de vida se mantenía, pero en su orden mental, evaluaba la posibilidad de algún emergente.
Priorizó el aspecto económico sin reparar demasiado en el mejor lugar para su hija. Se sentó a hablar con ella antes del inicio de las clases y le explicó la necesidad del cambio. Le pidió que “se comportara bien”, con sutileza y bastante hipocresía le suplicó que ahí fuera “Pablo”; que de algún modo la entendía, pero no la pasaría bien de no ser así. Transcurrieron los años, ella jugó el papel de niño callado y reservado.
Para su fortuna conservaba algunas amistades de la vieja escuela. Ellas venían a sus cumpleaños. Pasaban juntos algunos fines de semana en Ricardone.
En 1999, Juan tenía mucho trabajo y Josefina había cumplido 10 años. A raíz de ello, comenzaría a ir sola en colectivo al colegio. Se movía con mucha autonomía, viendo en esa decisión la posibilidad de ser más libre. Todas las mañanas esperaba el 125 que la dejaba cerca de la escuela. Prefería sentarse más bien atrás, en el asiento doble a la derecha, desde donde le gustaba divisar el parque a su paso por la avenida Pellegrini.
En la parada de Pueyrredón, subía un muchacho algo mayor que ella, que le llamaba la atención. Al principio no sabía muy bien por qué, pero con el paso de los meses, comenzó a observarlo más. Era de contextura robusta, portaba algunos días un tablero propio de un colegio industrial. Vestía siempre de vaqueros, a veces con camisa a cuadros. Tenía el cabello corto, era más bien morocho. Siempre subía solo y prefería viajar parado, raramente tomaba asiento.
Al año siguiente, luego de haberle perdido el rastro un tiempo, ese joven vuelve a subir al colectivo. Josefina ahora lo miraba con otros ojos, reparaba que le parecía bonito. Esa mañana en que lo volvió a ver, sintió como si se hubiera reencontrado con un amor, no importaba que ni siquiera lo conociera. Ir a la escuela tenía una condimento más que lo hacía interesante, la espera del encuentro con aquel desconocido. Lo fue buscando con la mirada a la espera de alguna señal. Añoraba que se sentara a su lado.
Ese día finalmente llegó. Llovía y las ventanas estaban empañadas. Pasando Oroño se baja una señora, y para su fortuna, aquel galán se sienta a su lado. Dudó entre hablarle o no, finalmente se decidió a hacerlo:
Josefina: ¡Hola! ¿Vos vas a la técnica?Muchacho: Sí, ¿por qué?Josefina: Me gustaría ir cuando termine la primaria.Muchacho: ¡Ah, qué bien! Me llamo Iván.Dudó y tuvo ganas de decirle que se llamaba Josefina, no pudo:Josefina: Hola, soy Pablo.Iván: Un gusto. ¿Siempre viajás en esta línea?Josefina: Sí, claro, todas las mañanas.Iván: Buenísimo entonces, si te parece seguimos charlando, yo ya bajo.Josefina: Dale, me parece perfecto.Los siguientes días se fueron encontrando y continuaron conversando. Se acercaba el verano y le preocupaba dejar de verlo. ¿Qué podría hacer para seguir viéndolo? Un día le preguntó:Josefina: ¿Qué vas a hacer este verano? Iván: Aún no sé. Posiblemente iremos a San Bernardo la primera quincena de enero y luego nos quedaremos en Rosario.Josefina: ¡Qué bien! Nosotros posiblemente iremos a Córdoba.Iván: ¡Mirá! Estuvimos este invierno en Calamuchita. ¡Es hermoso!Josefina: Iván, ¿vos vivís muy lejos?Iván: No, vivo en Pueyrredón, a una cuadra de Pellegrini.Josefina: Mirá vos, tengo una tía que vive en la otra cuadra. Qué raro que nunca te vi.Iván: Suelo estar en la calle con los pibes, jugando al fútbol, andando en bici por las tardes.Josefina: Prestaré más atención.Iván: Dale, si pasás nos vas a ver.
Desde luego ahí no vivía ninguna tía. Ella precisaba encontrar algún pretexto para seguirlo viéndolo. Le parecía un amor imposible, pero se sentía enamorada.
Terminaron las clases, pasaron las fiestas. En enero de aquel 2001, Josefina se fue a Córdoba con su padre. La siguiente quincena, la madre le había pagado la temporada en una pileta de la zona sur de la ciudad para ir con ella. Estaba por entonces iniciando una nueva relación con otro caballero que vivía por ahí. Ni loca, pensó ella en su interior. Alrededor del 10 de enero, mientras se bañaba en Embalse, ya soñaba con el encuentro con su caballero imaginario. Planificó la estrategia en el largo viaje por la Ruta 9, entonces de una sola mano y atestada de camiones. Forzaría un encuentro casual pasando por la puerta de su casa.
¿Quién no se sintió en la piel de Josefina? ¿Quién no buscó de niño y también de grande forzar encuentros casuales? ¿Por qué estos amores que parecen imposibles nos marcan para siempre? ¿Por qué, como habitualmente se dice, el corazón tiene razones que la razón no entiende?
De este modo, en aquella segunda quincena de enero, ya instalada en su barrio de la avenida Francia, tomaba la bicicleta cada tarde alrededor de las 6, y se iba en la búsqueda de aquel encuentro casual. No eran muchas cuadras, prefería ir por el parque, mirar el lago y seguir rumbo a su destino.
Los primeros días no tuvo suerte. Finalmente el tercer día ahí lo vio. Estaba sentado en el cordón de la vereda, junto con sus amigos tomando una gaseosa. Tuvo miedo, sintió vergüenza, pero se animó a avanzar. Ya cuando se le estaba acercando, él la reconoció y le gritó: “Pablo”. Se hizo la distraída, el corazón le explotaba por dentro. Finalmente levantó su mano para responder el saludo, y se acercó.
Iván: Hola. ¿Cómo estás? ¿Qué estás haciendo por acá?Josefina: ¿Te acordás que te había dicho que tenía una tía en este barrio?Iván: Ahh, sí. ¿Y la estás yendo a ver?De repente hizo un silencio y pensó la respuesta.Josefina: Bueno, en realidad la tía se fue de vacaciones, justo daba unas vueltas en bici y pasé por acá.Iván: Ahh.
Luego le presentó a sus amigos, se quedaron tomando una gaseosa y jugando al fútbol.
A ella como a toda su familia le gustaba este deporte. Era de Newell’s. Tal vez el único defecto que le encontraba a aquel muchacho era su pasión canalla. Iván, además del fútbol, jugaba al rugby en las tardes libres que le quedaban; dado que muchas veces tenía clases todo el día. Pasaba ya a tercer año.
De repente Josefina preguntó la hora, eran cerca de las 20.30. Tomó su bicicleta para regresar rápido a casa. A su padre le gustaba cenar puntualmente a las 21 h. Casi sin despedirse, sin pensar en una futura estrategia, dudó entre volver o no hacerlo. Se acercó los siguientes días hasta Pellegrini, pero no se animaba a cruzar.
Finalmente un 25 de enero atravesó la avenida. Allí estaba él como todas las tardes. En esta oportunidad solo, sin sus amigos. Se saludaron afectuosamente, él la abrazó. Caminaron unas cuadras hasta la heladería, donde entre ambos, se tomaron medio kilo de helado de chocolate y frutilla. Haciendo el camino inverso mientras caminaban él le pregunta:
Iván: ¿A vos te gustan los chicos?
Dudó, no supo qué contestar, se quedó callada. Sin que mediara palabra, él le dio un beso. Para ella fue un momento maravilloso. A partir de ahí se empezaron a ver casi todos los días. La mirada de los otros les impedía manifestar sus expresiones cuando estaban juntos. De todos modos, encontraban siempre sitios y ocasiones para darse la mano, un beso o para fundirse en un abrazo.
A partir de marzo, iban a tener la posibilidad de verse todas las mañanas en el colectivo. Asimismo, procuraban hacerlo por las tardes. Un viernes de otoño, antes de un fin de semana donde ya estaba organizado ir a Ricardone, Josefina le pregunta a su padre si puede llevar a un amigo.
—¿Qué amigo? —preguntó él.
—Uno que hice este verano mientras andaba en bicicleta —responde ella.
Juan había entendido todo, pero la miró como sino entendiera nada. De repente le volvieron a la mente todos aquellos años de ausencia, y a pesar de que ahora vivía con ella, sentía que se había perdido muchos capítulos. A mi entender, aquella era una generación de adultos mayores llena de culpas. En sus estándares patriarcales, los sentimientos de sus hijos eran su propia responsabilidad; como si el animarse a ser en esta vida no fuera un requisito inherente a cada uno. Con una mezcla de lástima hacia la situación, comprensión y desentendimiento le dijo: “Bueno, dale”.
Josefina registró esa mezcla de sensaciones de su padre. Si bien por un lado estaba contenta, por el otro hubiera deseado que la abrazara, comprendiendo lo que le estaba pasando. De todos modos, a ese fin de semana le esperaban otros sinsabores.
Temprano por la mañana pasaron a buscar a Iván. Llegaron a media mañana, hicieron unas compras y luego se instalaron en la casa. Juan fue correcto con el muchacho, sin sobrarle nada de todas formas.
Instalados en la casa hicieron un asado. Iván se ofreció a ayudar. Aquel fin de semana para Josefina parecía perfecto. Los problemas empezaron por la tarde, cuando Juan se fue a dormir una siesta y se quedaron solos. Josefina tomó una peluca y se la puso. Iván la miró atónito y le preguntó:
Iván: ¿Qué hacés?Josefina: Nada, me gusta vestirme de mujer, me hace bien.Iván: ¿Qué estás diciendo, Pablo? ¡Sacate eso por favor!Josefina: Yo pensé que no te iría a importar.Iván: Vos sabés que a mí me cuesta todo esto. Con mucho sacrificio se lo conté a mi vieja, pero, si mi viejo se entera, me mata. Mis amigos del club no sé cómo lo tomarían. ¡Imaginate si encima se enterasen que a vos te gusta disfrazarte de mujer!Josefina: Yo me siento mujer.Iván: ¿Qué estás diciendo? —Ella atinó acercarse para abrazarlo y él continuó diciendo—. Salí de acá.
Iván salió corriendo por el fondo y se fue a sentar solo debajo de un árbol. Ella se quedó llorando en la habitación desconsolada.
La transfobia, entonces y también ahora, se replica dentro y fuera del colectivo LGBT. Josefina de muy jovencita lo empezaría a entender. Debió elegir en aquel momento entre ser ella o complacer al muchacho del cual estaba enamorada. Tomó el segundo camino, de todos modos, estas cosas antes o después hierven, como una cacerola en el fuego.
Al rato ella lo fue a buscar, y él le dijo: “Está todo bien, pero no me vuelvas a hacer esto”.
Realmente las cosas no estaban bien. Poco a poco se fueron viendo menos, y unos días antes de que otras cacerolas empezaran a hacer ruido, dejaron de verse. Josefina terminó su escuela primaria unos días antes del estallido social.
Iniciaba el secundario en un país convulsionado, en una ciudad hundida en la pobreza. Tenía su alma triste y llena de interrogantes por el futuro que le esperaría.
Zulma había iniciado sola el año 70 en aquel departamento cercano a la Plaza Pringles. Marcos estaba en Córdoba con su familia, a la cual desde luego no se animaba a presentarle.
En el pueblo, siempre se había destacado por su fama de galán entre las adolescentes. Tuvo varias novias, siempre contando con el agrado de sus familias, que veían en él un buen partido. Las pasiones, los sentimientos de Marcos, estaban reservados para otros ámbitos, ahí donde nadie podía ver y desde luego juzgar.