Barro en los ojos - Carmen Pineda - E-Book

Barro en los ojos E-Book

Carmen Pineda

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Beschreibung

Alicia Balaguer es una alumna de bachillerato con altas capacidades, sociable, leal y obediente. Aunque solo en apariencia. Unas semanas después de su desaparición, la policía encuentra su cuerpo semienterrado en la ribera del río Guadarrama. La investigación para averiguar quién la mató planteará serias dudas respecto a su vida y a la de las personas con las que se relacionaba. ¿Era realmente Alicia tan modélica como su entorno pretende hacer ver? De entre el barro emergerá la compleja personalidad de Alicia, así como los secretos de su grupo de amigos, adolescentes del extrarradio de Madrid que buscan en el placer inmediato una vía de escape a su frustración. Las pesquisas de la policía permitirán a sus padres conocer facetas de la vida de sus hijos que ignoraban por completo. Una novela inquietante, transgresora y muy oscura.

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Ähnliche


Índice de contenido
FIN DE LA FIESTA
TERESA AGRAMUNT, madre de Alicia Balaguer
EL INSTITUTO
ÁLEX
PAULA
TERESA AGRAMUNT
VERTIDOS
EL CLAUSTRO
TERESA AGRAMUNT
ESCRITOS DE ALICIA BALAGUER AGRAMUNT
JAVIER
ESCRITOS DE ALICIA BALAGUER AGRAMUNT
RUBÉN
TERESA AGRAMUNT
ESCRITOS DE ALICIA BALAGUER AGRAMUNT
JORGE
TERESA AGRAMUNT
ESCRITOS DE ALICIA BALAGUER AGRAMUNT
LOS CHICOS DEL PARQUE
LOS AMANTES
RAFA
MUESTRAS DE ADN
KAMIKAZE
RUBÉN
LA PANDILLA
ESCRITOS DE ALICIA BALAGUER AGRAMUNT
ESCRITOS DE ALICIA BALAGUER AGRAMUNT
TERESA AGRAMUNT
LA AGRESIÓN
LA CITA
ÁLEX
PAULA
CONFESIÓN
EPÍLOGO

Barro en los ojos

©️ 2023 Carmen Pineda

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: octubre 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

A Javi, que desbroza el camino para que siga escribiendo.A Juan Carlos Mato, mi asesor y consejero. Sin él no existiría esta novela.

FIN DE LA FIESTA

Un Clio rojo serpentea por las veredas que dibujan sobre el erial una cuadrícula imperfecta. La ciudad de Madrid es un dibujo impreciso, un rumor de fondo. Más allá de Alcorcón y de Móstoles se desborda el campo. Seco en este septiembre sin lluvia. Polvoriento. Vacío de pastos. Las largas del coche rompen la oscuridad por la que transita un silencio ensimismado. Las ruedas levantan una arenilla que se confunde con el gris del entorno. Al llegar a una granja, el chico que conduce gira a la izquierda. «Es por aquí». La granja a su derecha y una fábrica enfrente son el único testimonio de vida en el secarral.

—Joder, macho, ya te vale. No tienes ni puta idea de dónde estamos, ¿a que no?

El chico que protesta a su lado tiene los ojos entrecerrados, como si hubieran decidido irse ya a dormir.

—Sé perfectamente dónde estamos. Me conozco esta zona de puta madre.

Un coche sin luces se cruza con ellos y él aminora la velocidad.

—Hijos de puta, encender las luces. —Y al amigo, un tanto ufano—: ¿Lo ves? ¿De dónde coño te crees que vienen estos? De pillar. Míralos, si van en plan espía.

Las chicas, en el asiento de atrás, ríen con dientes desperdigados.

—Si es que sois tontos los dos. A quién se le ocurre ir al poblado a estas horas.

El conductor proyecta una sonrisa de malo por el espejo retrovisor. Probablemente ensayada en el espejo de su baño:

—El Pipa no duerme. Tiene la mercancía lista a cualquier hora.

El coche gira de nuevo a la derecha. El camino es ahora más estrecho y pedregoso, y el vehículo se tambalea. El río, al fondo, desprende una quietud de arcilla. El agua, aprisionada por el lodo, respira fatigada. El chico detiene el coche, pone las largas para rastrear los matorrales que bordean el cauce. El silencio se pega a los tímpanos en ese crepúsculo de principios de septiembre. La claridad del nuevo día es solo una intuición, una especie de bruma o de humo blanco que traza cicatrices de reyerta en el aire.

—Aquí no hay nada, tío, ¿no ves que estamos a tomar por culo del Xanadú? Si es que tenías que haber ido por la autovía. No habríamos tardado ni cinco minutos.

El conductor masca chicle y reproches:

—Y que me hagan soplar, ¿no?

—A esta hora ya no hacen controles, son ya las seis.

—Y una mierda, que al Guille lo pillaron a las seis en el Xanadú, así que no te flipes, que te flipas mazo.

La novia del conductor empieza a tiritar y corta la discusión:

—Vámonos, joder, aquí no está el puto poblado y me estoy congelando. —Su chico la abraza.

—Es que vas casi sin ropa, tía —le reprocha el amigo—. Ponte una chaqueta.

—Y tú cierra la puta boca, que pareces mi madre.

El conductor entra en el coche y los llama con un pitido que pone fin a la bronca:

—Vamos, si estamos al lado, un kilómetro más abajo por este camino, ya veréis. —Lanza un bote de Coca-Cola al río antes de arrancar. El agua no se inquieta, transpira despacio, agoniza.

A pocos metros de allí, Alicia abre los ojos, confusa, como desterrada de un sueño. Oye algo a lo lejos, un claxon, unas voces apenas audibles. No sabe dónde está. Todo es negrura a su alrededor. No siente el cuerpo. De pronto la invade un dolor seco en el cráneo. Una opresión caliente le recorre la garganta, las costillas, le penetra los pulmones. Nota algo viscoso y sucio cayendo por sus ojos y un sabor pútrido en la boca: de lodo o de bichos o de ambas cosas a la vez. Aguza la mirada, intenta discernir el entorno que la envuelve. Apenas puede respirar. Trata de hacerlo, pero un barro pringoso se le mete en la nariz, en la boca, en la tráquea, le atenaza el pecho. Las voces pasan de largo, se desvanecen. Se asfixia. Tiene las manos inmovilizadas. Un montículo de tierra la aplasta. Ella intenta mover un brazo, luego el otro, trata de abrir un hueco de lombriz en la tierra blanda y húmeda, que es cada vez más sólida en la cara, más opresiva en la nariz. Ya ni siquiera puede despegar los ojos. La tierra solapa los párpados. Y, sin embargo, intuye que cerca sopla un viento frágil, que está muy cerca de la superficie, que podría salir con un impulso fuerte. Arrastra las uñas en un intento de horadar la tierra con ellas. Un perro ladra a lo lejos. Cree saber dónde está. Oye el latido imperceptible del río, el leve murmullo del agua sometida a los vertidos de las chabolas. Fuerza la voz, comprende que está enterrada, que va a morir si no la oyen. Sabe que no han cavado un hoyo muy profundo. Pero cuando abre la boca solo recibe más tierra. Los pulmones se retuercen. No le queda oxígeno. El pecho se encoje, se cierra. Las voces aletean como moscas contra un cristal. Ella aprieta los ojos aterrada, presa del pánico. Va a morir, se está muriendo. Sin despedirse de nadie. Con tantas cosas aún por vivir. Dieciséis años. Una impotencia insoportable se le quiebra en la garganta. ¿Cómo aceptar la muerte tan pronto? Su cuerpo se repliega, se hunde como si lo absorbieran las entrañas. La oscuridad sin oxígeno es pavorosa, se arrastra en soledad hacia el infierno. Y desgarra más el miedo que la asfixia. El miedo a la certeza de la muerte que la espera, que ya la abraza. Las uñas desisten. Los brazos abandonan, también el cuerpo. Las voces son un eco tan lejano como el rumor de la fiesta. El pecho enmudece.

Solo hay silencio a esa hora.

El sol asoma tibiamente, salpica el río de puntos luminosos que se mueven como lombrices aburridas. Sus rayos débiles aún no calientan la humedad que, justo en ese instante, revolotea a unos kilómetros de allí, en el barrio de El Hospital, por donde empieza a circular el camión de la basura. La luz lo sigue a una distancia prudencial, ilumina los restos de la fiesta en las inmediaciones del recinto ferial, detrás de los institutos y del colegio, enfrente de la piscina municipal. Hamburguesas mordisqueadas, latas de refrescos y de cerveza, botellas de plástico aplastadas junto a otras de cristal, algunas de pie, como supervivientes de una hecatombe, otras derrumbadas por el suelo: de whisky, de ron, de ginebra, una de anís.

—¡Coño, de anís! Estos se beben hasta el agua de los floreros.

Los barrenderos que llegan a esa hora recogen desperdicios y protestas.

—Estoy hasta los cojones de este curro. Putos críos consentidos, cojones, mira cómo ponen las calles todos los fines de semana. No me tocará la quiniela para retirarme.

El compañero sonríe.

—¿Ya no te acuerdas de cuando lo hacías tú?

El sol se despereza con ímpetu a las 7:42, como si un dedo invisible lo hubiera despertado. El barrendero refunfuñador se frota el mentón.

—Hoy va a hacer un calor de la hostia.

A siete kilómetros de allí, la luz destella entre las ramas de un álamo que resiste a la podredumbre del río. La mano ha dejado de buscar la salida. Entre la tierra reblandecida por la proximidad del agua se intuyen dos uñas que esperan, como fósiles de un animal extinto, a que alguien las encuentre.

TERESA AGRAMUNT, madre de Alicia Balaguer

Transcripción de las sesiones de terapia con el psiquiatra D. Fernando Romero. Martes, 6 de septiembre de 2016.

¿Si he dormido algo? Poco. Ya sabe que me costaba conciliar el sueño antes de esto, a veces ni con los somníferos que me recetó lograba dormir del tirón una noche entera, pero desde el domingo casi no descanso. Y si me tomo las pastillas es todavía peor, porque me sobrevienen esas pesadillas que le conté ayer por teléfono. Hoy me he despertado con la boca pastosa, como si hubiera comido tierra. Sí, el sueño era el mismo que tengo desde el domingo. A veces es Alicia la que está enterrada. Anoche fui yo. Y no consigo moverme. Como me pasaba hace años, cuando dejé el cargo de directora, ¿recuerda?, porque ya no soportaba el estrés. Es la misma sensación: la de abrir los ojos y no poder moverme, una parálisis que te obstruye incluso la respiración. Prefiero no dormir. Prefiero retener la última imagen que tengo de Alicia antes que verla en esas pesadillas horribles. Me he levantado sudando y a duras penas he caminado hasta el sa­lón. No podía sacarme el sueño de la cabeza. No sé ni cómo he llegado al sofá. Todo me daba vueltas. Y he pasado la mañana allí sentada, con la tele apagada, mirando su foto de la primera comunión. Desde el domingo no puedo dejar de mirarla. Ni siquiera comprendo por qué esa obsesión con esa fotografía. Alicia la odia. Tal vez porque me recuerda la etapa en la que aún estábamos unidas. La veo ahí, posando muy seria, tan niña, tan inocente, y siento que tal vez aún estaría aquí si el tiempo se hubiera detenido en esa foto. Nunca quiso hacer la primera comunión, ¿sabe? La obligamos. Sus abuelos, su padre y yo también. Por eso tiene ese gesto serio, casi de enfado. ¿Que cómo me siento? ¿Usted qué cree? Desesperada. Angustiada. Sin saber qué hacer. El domingo a primera hora salimos Jorge y yo a buscarla por el pueblo. Cuando por fin hablé con sus amigas y supe que no estaba con ninguna de ellas, creí morir. Nos recorrimos todas las calles, parques y rincones, hasta que Jorge me aconsejó que fuéramos a la policía a poner la denuncia por la desaparición. Y al oír esa palabra sentí que me partía en dos. ¿Se puede creer que tardé casi dos horas en poner la denuncia? Dos horas. Ciento veinte minutos perdidos porque no era capaz de asimilar que mi hija no había vuelto a casa y nadie sabía dónde estaba. Me pregunto a todas horas dónde estará, qué le habrá pasado. Porque yo sé que Alicia jamás se iría de casa. Jamás se ausentaría tanto tiempo y menos aún sin avisar. Casi tres días ya. Ayer montaron un dispositivo de búsqueda por la zona donde estuvo el sábado por la noche. Su amiga Sara me contó que había discutido con su chico y se marchó sin decirles nada. Han mirado las cintas de las cámaras de seguridad, y una la capta a las once y cuarenta y dos minutos. Después de ese momento, su pista desaparece durante tres horas. Tres horas en las que apagó su móvil, la policía piensa que voluntariamente. Al parecer los chicos lo hacen a menudo para evitar que sus padres los rastreen. Yo ni siquiera sabía que existen aplicaciones para controlar a tus hijos. ¿Lo sabía usted? ¡Qué disparate! Me enteré el otro día por la policía. De eso y de otras cosas, como que estaba cerca de casa cuando desconectó el móvil y que volvió a las inmediaciones del recinto ferial cerca de las tres. Me preguntaron si sospechaba con quién pudo irse, a dónde, por qué regresó a la zona del botellón, quiénes son sus amigos, si se lleva mal con alguien, sus gustos, sus aficiones, sus hábitos… Y cuantas más preguntas me hacían, más evidente me resultaba lo poco que sé de ella. También me atormenta eso: nuestro distanciamiento. No sé cuántos años han pasado desde que tuvimos la última conversación de verdad. Me culpo por todo. Por no haber hablado lo suficiente con mi hija, por haber accedido a que se quedara a dormir en casa de su amiga Sara, por no haber ido a buscarla mucho antes, en cuanto vi que su móvil estaba apagado y no contestaba a mis mensajes, por no haber denunciado antes su desaparición. No es necesario que lo diga. La policía ya me lo dice por usted, todos los que me rodean me lo dicen: que no me martirice, que no habría podido hacer nada aunque hubiera ido a buscarla de madrugada. O sí. Eso no lo sabe ni la policía ni usted ni yo. Ayer por la tarde me acerqué a la zona por la que han empezado a buscarla. ¡Dios, fue horrible! Observaba el descampado, la autovía, el campo hasta el río y no podía dejar de pensar en que si la buscan allí es porque la dan por muerta. No debí haberla dejado salir hasta tan tarde y menos sin saber a qué hora volvería o sin haber comprobado que, efectivamente, se quedaba en casa de Sara. Jamás lo había hecho antes y para una vez que se lo permito, mire lo que ha ocurrido. No sale mucho, la verdad. Hay fines de semana que se queda en casa leyendo y estudiando. Quiere hacer Medicina. Por eso le irritó tanto que le suspendieran Física y Química en junio. Hasta entonces, sus notas no habían bajado nunca del 9. De hecho, terminó primero de bachillerato con 10 en casi todo. Creo que lo que más le dolió no fue suspender, sino haber socavado la admiración que todo el mundo le profesa. El jueves pasado hizo el examen de recuperación. Sacó un 10, la nota que merecía. Prefiero no hablar de las razones de ese suspenso, de las verdaderas motivaciones de su profesor, eso lo dejo para otro día. El sábado me dio un beso y supe que quería algo, no me besaba desde que entró en la pubertad. «Hoy salgo con la Sara y la Jenni a celebrar mi 10. ¿Me dejas quedarme a dormir en casa de Sara?». «Delante del nombre propio no se usa el artículo, no me seas choni, cariño». Fue todo lo que le dije. La última conversación que tuvimos. Bonita despedida. A las siete y media de la tarde vino su amiga Sara para arreglarse con ella. Salieron casi a las nueve. Me envió un mensaje sobre las doce para decirme que estaba bien, que en un rato se irían a casa. Yo me quedé dormida en el sofá y me desperté pasadas las tres, con el programa ese de las apuestas. Le envié varios mensajes que no contestó. La llamé casi a las cuatro y el teléfono estaba apagado. Pensé que ya estaría durmiendo. Pero debí salir a buscarla. Por mucho que usted y la policía me digan que no, una madre de verdad no se queda en el sofá viendo el telebingo o fumándose un cigarro mientras su hija de dieciséis años no le coge el teléfono. Tendría que haber insistido, tendría que haber llamado mucho antes a Sara o a Jennifer o a sus madres. Tendría que haber salido a buscarla mucho antes. Quizá habría dado con ella antes de que desapareciera, de que se subiera al coche con algún…, de que alguien… Iba en tirantes cuando salió de casa. Le dije que cogiera una chaqueta, porque luego refresca, y no me hizo caso. Se limitó a mirarme y a lanzarme un beso más intenso que el que me había dado antes. «Zalamera», le dije. Y la dejé irse sin chaqueta. Seguirá en tirantes todavía. Y por las noches hace ya fresco. ¡Dios santo, casi tres días perdida y sin una mísera chaqueta!

EL INSTITUTO

Por fuera es el típico instituto: ladrillos rojos que se han ennegrecido, el techo plano, una verja oxidada que parece mordisqueada por gusanos de barandilla. Los alumnos dan vueltas por el patio como presos al sol. Algunos saltan, se pegan empujones o juegan a hacerse zancadillas. En la pista, varios chicos dan patadas a un balón, desafiando la ola de calor que se prolonga hasta las nueve de la noche. Algunas chicas se hacen tirabuzones con los dedos, desparramadas en la escalera. Dentro, los rumores entre alumnos, que deambulan con sigilo de desertor, inundan los pasillos. Miran con ojos clandestinos a los docentes, que entran y salen de la sala de profesores. Han acabado los exámenes de recuperación y muchos alumnos han ido al centro a recoger las notas y a matricularse, y de paso a protestar o a suplicarle al profesor de turno un aprobado in extremis. «Pero si las notas están ya puestas, por Dios». Los docentes esquivan los corrillos de alumnos, hacen equilibrios con montañas de exámenes, de trabajos, de planes de seguimiento que no siempre se siguen, de burocracia para triturar. En el vestíbulo de la entrada, algunos chicos y chicas han elevado el chisme a la categoría de noticia. Porque la tele lo ha dicho, ha salido en el programa de Susana Grisso y también en el de Ana Rosa, no volvió a casa el domingo por la mañana y no estaba con Sara.

—¡¿Noooo?!

—Ni con Jenni —puntualiza otra.

Una alumna especula como si aseverase:

—Se habrá pirado con su chico.

La de al lado lo desmiente:

—No están juntos.

—¡¿Noooo?!

Un tercero mejor informado asegura que sí, porque los vio en el botellón del sábado.

—Que no, tío, que cortaron en junio.

—Pues habrán vuelto.

—Dice mi madre que el lunes por la tarde empezaron a buscarla por el descampado.

—To chungo.

—La hostia de chungo, sí.

Un chaval que desafía el calor pringoso bajo la capucha negra de su sudadera señala hacia el despacho del director:

—Esos de allí son polis. Fijo.

—Joder, macho, a ver si han venido a interrogarnos.

—Mola.

—Qué va a molar, anormal.

Rosa Burgos, la de Lengua, sale de la cafetería e irrumpe en el vestíbulo. Da dos palmadas, alza la voz: «Los que tengan que matricularse, a Secretaría y el resto, a su casa, que las clases no empiezan hasta la semana que viene». En un rincón del vestíbulo, frente a la puerta de su despacho, Jerónimo Claros observa a una mujer joven y a un hombre de mediana edad. Ella lleva un pantalón negro ajustado y una blusa azul, zapato con una cuña discreta, casi plano, pelo castaño recogido precariamente en un moño que se deshilvana. Él, moreno, cabello escaso en la frente, viste vaqueros, polo informal de punto blanco que no retiene la impericia del abdomen, deportivas oscuras de piel que simulan la sobriedad de unos zapatos.

—¿No ha aparecido?

—Seguimos buscando. Hemos montado un dispositivo por la zona del recinto ferial.

Habla él. Ella solo mira a los estudiantes, sus idas y venidas, los cuchicheos que desbrozan en corrillos junto a la puerta del instituto, las cabezas que ya asoman por el umbral: «Están hablando con Jerónimo». «¿Pero la sargento tapón se ha ido?». «Sí. No, no. Espera, que vuelve».

El director suspira fuerte, casi tose.

—¿En qué podemos ayudarlos? —Mira el vestíbulo que ha despejado Rosa Burgos, por donde empiezan a deambular pasos escuálidos.

Algunos alumnos cruzan el pasillo exhibiendo dientes. «¡Qué pasa, profe! ¿Qué tal el verano? ¿Algún rollito? Eh, tienes cara de que sí. Jo, profe, un parte no, que es una broma, joder, macho, hostia puta, si aún no ha empezado el curso, ¿cómo llego ahora a casa con un parte?». El amigo ríe con los labios proyectados: «Eres to tonto, macho. ¿Cómo se te ocurre soltarle eso a la sargento tapón?». El director cierra la puerta. El griterío empieza a ser ensordecedor, también el trotar de suelas, que parecen cascos.

—Lo que les gusta el instituto. Pasen, tomen asiento. Para no hacer nada, claro. A muy pocos les da por estudiar.

La inspectora se presenta, Ana Doménech, de la Unidad de Menores de la Brigada Provincial, y le da una tarjeta. El inspector le explica que ellos tramitaron la denuncia que interpuso su madre el domingo por la mañana. El director asiente, está informado de todo. «Teresa y yo somos íntimos amigos. Trabajamos en el mismo centro bastantes años. Es una mujer extraordinaria». Le explican que necesitan saber todo cuanto pueda contarles sobre Alicia: amigos, compañeros, posibles enfrentamientos con algún alumno, cualquier problema que haya podido tener en el instituto.

—Problemas ya les confirmo que ninguno, ni con los profesores ni con sus compañeros. Alicia Balaguer es una alumna modélica, con un comportamiento intachable y unos resultados académicos inmejorables. Una estudiante impecable.

A la inspectora parece que le empalaga tanto «in». Aprieta los labios y dice:

—Necesitamos hablar con los profesores que le dieron clase el curso pasado. Y también con los alumnos con los que se relaciona en el centro. El último lugar donde se la vio el sábado fue en un botellón, junto al recinto ferial.

—¿Botellón? ¿Alicia? No, seguro que se confunden.

—No estamos confundidos —interviene el inspector—. Estuvo en las inmediaciones de la piscina y del recinto ferial entre las 22:30 y las 23:40, cuando se fue sola, andando. Ahí se le pierde la pista. Hemos hablado con dos amigas suyas: Jennifer Mendoza Zambrano y Sara Alaoui Vázquez. Estudian las dos en este centro, ¿verdad?

—Sí.

—En el botellón había muchos más alumnos del instituto que tal vez puedan aportarnos información —continúa la inspectora—. Las amigas de Alicia nos han dado algunos nombres.

—Muchos profesores ya no están. Eran interinos. Sus contratos finalizaron en julio. Y respecto a los chicos, no sé, son menores de edad. Supongo que habrá algún protocolo especial en estos casos.

—¿No tienen que estar sus padres presentes?

—Por supuesto. Solo serán unas cuantas preguntas. Básicamente necesitamos saber si alguien la vio después de que se marchara de la zona de las piscinas o si la vieron discutir con alguien.

—¿Sus amigas qué dicen?

—Que apenas estuvieron con ella.

—Está bien. Si me dicen los nombres, les digo a las conserjes que los busquen. ¿Llamamos nosotros a sus padres o lo hacen ustedes?

—Nosotros nos encargamos. Les ofreceremos dos opciones: asistir personalmente o delegar en un tutor del centro, en usted o incluso alguien del equipo de Orientación. Tal vez los chicos estén más tranquilos si tienen a su orientador cerca. Eso sí, le pedimos la máxima discreción. Hay muchos alumnos hoy aquí.

—Están nerviosos. La noticia ha salido en varios canales de televisión.

—Por eso es importante que se queden solo los amigos de Alicia. Procuremos no hacer un circo de esto.

Las dos conserjes se encargan de avisar a los alumnos que tienen que acudir al despacho del director, como Jerónimo les ha advertido que deben hacerlo, sin que nadie más se entere, disgregando a los demás. «¿No te ha hecho un Power Point?». La conserje nueva ríe con ojos socarrones. Es su segundo año y ya conoce las manías del director, su pulcritud de matemático. «Con ganas se ha quedado. Si no estuvieran aquí los nacionales, fijo que nos lo hacía». La jefa de estudios se ofrece para llamar a los alumnos que hoy no han ido al centro. «En teoría solo están los que tienen que matricularse en septiembre». La inspectora sonríe: «Menos mal». La jefa de estudios se recoge el pelo con un coletero mullido: «Qué calor, por Dios. Sí, en teoría. Para ver las notas vienen siempre con testigos, ya sabe, por si tienen que reclamar. A veces parece que van de romería».

Las órdenes de las conserjes no surten efecto y los chavales se concentran en el vestíbulo en grupos desordenados. Hablan con los afortunados que van propagando con orgullo que la policía quiere entrevistarlos. «¡Cómo mola, tío, testigo de una investigación criminal!». «¿Criminal? Serás anormal. Puede que esté por ahí de fiesta». «Venga ya. ¿La Ali de fiesta todavía? Ni de coña. Si a la una como mucho tiene que estar en su casa». La policía que acompaña al hombre que muchos alumnos consideran el inspector mira a hurtadillas. «¿Y tú cómo sabes que el inspector es él? Puede que sea al revés, machista», protesta una chica, ofendida. «No sé si es inspectora, pero está buenorra, joder», agrega el amigo. «Chist, que está escuchando», dice otro. La policía hace pasar primero a los integrantes de ese corro. «¿Has visto, macho? Ya te han oído».

No hay muchas madres a la vista. Las que trabajan han delegado en Jerónimo o en Gabriela, la orientadora del centro, su presencia en la entrevista.

La chica que parece conocer bien los horarios de la desaparecida recuerda haberla visto caminando por la avenida Portugal, sola, parecía cabreada.

—Yo me la crucé de camino al parking de la piscina y ni me saludó.

—¿Ibas al botellón?

—Sí, allí se reúnen algunos a beber. —Los ojos esquivando al director, avergonzados—. Yo no bebo ni fumo, ni siquiera tabaco, de verdad.

La inspectora no dice nada, no anota, están grabando las entrevistas. Ya saben que es inspectora, «No una tía buenorra, cavernícola».

Otro amigo de la chica, Daniel, dice al tomar asiento, la revisa puntillosamente bajo su capucha negra mientras aguarda las preguntas.

—¿Puedes quitarte la capucha, por favor?

El chico habla con labios cautelosos, desinfectando las palabras.

—Estuvo un rato cerca nuestra, pero parecía ir a su bola, sin hablar con la peña, y al poco rato se piró.

—¿Dónde la viste?

Una chica pelirroja con las puntas rosas y un mechón naranja que le tapa medio ojo se mueve en la silla como si el asiento quemara.

—Cerca del parque Liana, sobre las doce menos algo.

—¿Sola?

—Sí.

Afuera, en el patio, las voces de los desterrados se aclimatan al contexto, bajan su intensidad para evitar ser detectados por las conserjes o por Rosa Burgos, que también inspecciona los pasillos. Ahora intercambian silabeos de feligreses. «¿Tú la viste?», un chico con cresta niega. «Entonces, ¿por qué te llaman a declarar?». «Ni puta idea», dice. «¿Ni puta idea de por qué te llaman o de si te han llamado?», la chica que pregunta fija en el rostro del muchacho unas pestañas largas que parecen postizas. «Ni puta idea de nada». «Ya te vale, tío, pírate a tu casa». Pero no se larga. Ni él ni otros que observan medio escondidos en la puerta mientras las dos conserjes los apremian a marcharse. «Vosotros, los que no tenéis que entrar al despacho, ¿queréis hacer el favor de iros?».

Hay un tumulto de voces patinando en los lavabos de las chicas. Un humo furtivo merodea por los váteres. «Como entre la sargento tapón se nos cae el pelo, tía, apaga el puto cigarro que hoy está tocapelotas que te cagas. Ya le ha puesto un parte a Cristian». Pero la revolucionaria sabe que en jefatura tienen un huevo de curro. «¿No ves que están a tope con lo de Ali? Y Cristian es gilipollas. Le ha preguntado si había tenido rollo este verano».

La inspectora escribe datos aleatorios: horas, nombres, calles. Algunos adolescentes aprietan mucho los ojos tratando de recordar, «Pero había bebido, tengo lagunas —dice Cristian—. ¿Esto no lo escuchará mi viejo, verdad? Gabriela, porfa, no digas nada, ya sabes cómo es mi padre». La orientadora y la inspectora comparten miradas y resignación. Las voces en el patio crecen, parecen haberse distendido tras un primer momento de indecisión. Entre los grupúsculos que se dispersan, Sara, Jennifer y Aitor se miran sin hablar.

Aitor es el único de los tres amigos íntimos de Alicia al que aún no ha entrevistado la policía. El lunes por la tarde acudieron dos agentes a su casa, pero su madre tardó más en abrir la puerta, «Qué lío de llaves, Robert, por dios», que en cerrarla: «Mi hijo está durmiendo, le he dado un tranquilizante porque no ha dormido nada desde que llamó la madre de Alicia ayer a primera hora. Más allá de eso, poco puede decirles, no coincidieron, no la vio en toda la noche, solo un momento». A Aitor la conversación le llegaba amortiguada, aunque sí oyó la réplica del policía. «¿La vio un momento o no la vio?». Y la respuesta de su madre: «La vio al principio, pero me ha dicho que a eso de las once y pico se fue del parking donde estaban los chicos y ya no volvió. Mañana, si quiere, vamos a comisaría. No tengo ningún problema». El tranquilizante no le hizo efecto hasta pasadas las ocho, cuando por fin cayó en un sueño intranquilo y transitorio. Se despertó pronto, todavía de noche, con la sensación de tener un agujero en el estómago y piedras en la boca. Vomitó tres veces. Su madre lo oyó desde su cuarto cuando ya no le quedaban por expulsar ni los ácidos gástricos y empezaba a emitir un gruñido agónico de animal moribundo. Entró en el baño y le dio una pastilla para las náuseas. Después se acostó con él, como cuando era pequeño y soñaba con vampiros. Por la mañana llamó a comisaría para aplazar la entrevista. «Está enfermo», la oyó decir. Los nervios le recorren los huesos desde el domingo. Hoy ha amanecido mejor, aunque a las seis de la mañana ya estaba despierto, antes incluso de que se levantara su madre con el cuadrante del día: «A las ocho te vas al instituto a matricularte, que no se te haga tarde, y a las diez te vienes, iremos a la comisaría, que no digan que ocultas nada, hijo, que estos de uniforme son así, te la lían en medio minuto».

—¿No es tu madre aquella? —Jennifer pregunta con la barbilla extendida—. Sí, está poniendo orden.

Aitor la ve al fondo, dispersando a los alumnos:

—Venga, dejar paso, que esto no es un concierto de rap.

Lo saluda a voces desde el otro extremo, le da dos besos húmedos que le pringan la cara.

—Mamá, joder, quita —dice él, pero ella lo mete casi a empujones en el despacho del director.

Aitor protesta:

—Tenemos que esperar a que nos avisen.

Pero su madre ya está dentro:

—Entra, no tengo toda la mañana, he dicho en el trabajo que tenía cita en el médico y tengo que volver antes de las dos.

La inspectora los mira sin levantar la cabeza. La irrupción de su madre traza dos arrugas en su frente.

—Esperen un momento, por favor, enseguida los avisamos.

Su madre no se detiene.

—Voy a hablar un momentito con el director. —Y camina hacia él con pies ligeros—. Jerónimo, ¿has visto la que tenéis montada ahí afuera? Está esto a reventar.

El director se justifica:

—Los hemos mandado a su casa.

—Pues poco caso te han hecho. Solo les faltan las palomitas y las Coca-Colas, por favor. Si yo fuera la madre de la chica, os ponía una denuncia. —Y mira fijamente a la inspectora, hinca en ella sus reservas—. Al instituto y a la policía. A ver si no pueden citar a los chicos en la comisaría y no montar este espectáculo sin necesidad.

Aitor aparta la vista. Aprieta los dientes hasta que se le llena la boca de una saliva terrosa. A su alrededor no hay más madre que la suya. Luego vendrá el cachondeo: «¿Te ha traído el bocadillo de Nutella tu mamá, Aitor?». Quiere decirle que se vaya, que lo deje solo, que se comporte como todas las madres y pase de él, pero cuando llega su turno, se sienta junto a ella, agacha la cabeza y se traga el resquemor que siempre le deja su incapacidad para enfrentarse a ella. Sopesa en silencio qué decir y qué callar. Su madre siente una aversión nostálgica hacia la policía, un residuo de sus años estudiantiles, pero se comporta como una guardia civil. Cuente lo que cuente, le espera bronca en casa. La inspectora conecta la grabadora.

—¿Y eso? ¿No tengo que firmar un consentimiento para esta entrevista?

La inspectora desliza un papel.

—Aquí lo tiene.

Su madre se retuerce en el asiento.

—Usted dirá.

En el vestíbulo, a Sara se le derrite el corazón bajo la camiseta negra de poliéster. Entra al despacho del director casi llorando.

—¿Se sabe algo de ella?

Hoy la entrevistadora es una mujer joven, la misma que ha hablado con Aitor. Los dos policías que fueron a su casa el domingo al mediodía le hicieron preguntas parecidas, y ella relató en esencia lo mismo que ahora, que quedó con Ali en su casa a las siete y media para arreglarse juntas, que salieron casi a las nueve, que Ali se piró con su chico, que no volvió a verla hasta las diez y pico. «¿No lo tienen anotado?», piensa. Suspira. Aspira las palabras mientras habla.

—En realidad solo voy a buscarla para pasar el control parental. Así lo llama Ali. Es la hostia de lista, usa palabras mazo cultas. Pero luego ella se va con su chico, Álex, se llama. Ya no está en el insti. Va a la Uni. Su madre no la deja salir con chicos mayores, también lo conté el domingo, no la deja salir con tíos, en realidad, ni grandes ni pequeños, es mazo controladora su vieja. Y eso que Ali es una tía superresponsable. Saca diez en todo, no bebe, no fuma, solo ha tenido un novio. Por eso estamos todos hechos polvo. ¿Cómo se va a pirar Ali sin avisar? Ni de coña. Ella no es así, para nada.

La pregunta de si discutió con Alicia la noche del sábado la coge un poco por sorpresa. Alarga el no, con ojos abiertos, deslumbrados. Sí esperaba la pregunta de si Alicia se peleó con su novio. Cree que sí, dice. Admite que un poco sí discutieron.

—¿Sabes por qué se fue sola? ¿Si había quedado con alguien?

El tiempo de espera aletarga la emoción en el patio. Comienzan los bostezos, los «Tengo hambre, joder, son más de la una», las réplicas furiosas, «Habla bien, imbécil, es más de la una, en singular». «Ya está la lista, pero si eres tan lista, ¿por qué te quedó Lengua?».

Jennifer se obstina en no escuchar el jaleo que se cuela por las ventanas del despacho el director.

—¿Cuatro días desaparecida es mucho tiempo? La madre de Alicia está muy preocupada. Ayer hablé otra vez con ella. Sara, yo y el novio de Ali fuimos por los garitos a ver si sabían algo de ella y nada.

Jennifer le explica al policía lo mismo que le contó el domingo a los dos agentes que fueron a su casa: que las tres salen juntas los fines de semana. Muchas veces van con ellas los chicos, Álex y Aitor. Jennifer estaba con Aitor cuando Alicia llegó al aparcamiento de la piscina.

—Mi chico, sí, más o menos. Novios no, no tanto. A Alicia la vi, pero ni hablamos. Sara me dijo luego que la vio discutir con su novio, pero yo no me di cuenta. Aitor y yo estábamos algo alejados. ¿Es necesario que cuente los detalles?

Para Aitor, la última imagen de Alicia se empieza a difuminar.

—Nos conocemos desde sexto, cuando yo llegué nuevo al colegio. Me ayudó un montón con las clases. No se me da bien estudiar y con el cambio y esa movida, ya sabe, nos mudamos aquí desde Getxo, no fue fácil en el cole, con la gente, los profes, las clases, que eran también muy distintas, ya me entiende.

Le cuesta verbalizar esto delante de su madre, hablar de los insultos, «terrorista de mierda», de las pintadas en su mesa, «España de los españoles», en la pizarra, hasta en su mochila, de los cotilleos entre los bocadillos de mortadela, con aquellos rictus de viejos de once años velando por la unidad de la patria. Su madre le aprieta la mano. La ha oído quejarse muchas veces desde que se mudaron a Madrid. «Vienes de Euskadi y ya te toman por etarra. Pueblerinos de capital». Su padre, que es vallisoletano emigrante en Getxo y retornado al centro, le resta importancia. «No les hagas caso. Esto es un pueblo, no es Madrid». De perfil aún se divisan los agujeros de los piercings esparcidos por la oreja de su madre, por el labio, por la ceja. Cinco años han pasado desde que se los quitó, en cuanto aprobó las oposiciones de Hacienda en Madrid y se subió a sus botines de tacón. Se había preparado simultáneamente esas y las de Euskadi y se sacó las que no esperaba. Su padre se alegró más que ella. «¿Le vas a decir que no a un trabajo para toda la vida?». Ella se lamenta a menudo de lo largos que se le hacen los días en su trabajo, rodeada de fachas, «Están todos en mi curro, de verdad te lo digo, Robert», pero se le pasa el mosqueo cuando cobra a fin de mes y dobla la sesión de spa y los viales de ácido hialurónico.

—El sábado no estuve con ella. La vi en el botellón, pero se fue enseguida —cuenta Aitor. Escoge las palabras para no molestar a su madre, que lo rastrea desde un silencio atento, concienzudo—. Yo estaba un poco más lejos, con Jenni. —No dice mi piba, como habría hecho en otras circunstancias, no delante de su madre—. Lo que me extrañó fue que Álex, su chico, no se fuera con ella, pero Sara me dijo luego que habían discutido. ¿Cuándo me lo dijo? Más tarde. Estuvimos en el descampado un par de horas y luego entramos al 4x4. Nos dejaron pasar.

»A esas horas no se ponen muy… —esconde el vocablo—. A veces ni miran el carné. Algunos lo falsifican en plan cutre, pegando una foto suya en el carné de su hermano o de un amigo. —Habla en exceso, siempre le pasa cuando está nervioso, se atraganta con los fonemas, eso le dice Ali de coña: «Deja respirar a las consonantes, que se te amontonan y no hay forma de entenderte». Y él está especialmente inquieto desde el domingo, cómo no estarlo, cómo no alterarse con algo así—. Un colega mío entró una vez con la fotocopia del carné de su padre que nació en el setenta y tres.

No se da cuenta de que está delatando a otros, de que falsificar un carné es un delito. Algo así le diría Rafa si lo estuviera oyendo.

Rafa tiene en la mente un catálogo de hechos delictivos clasificados por orden alfabético. Pero la inspectora no parece prestar atención a sus palabras, como si lo que él interpretará después como delitos le parecieran a ella ahora meros juegos infantiles. «La inspectora te hará unas preguntitas, Aitor», le ha dicho el director, con ese tono suyo de aprendiz de monaguillo. Él fue monaguillo de pequeño, lo convenció su amigo Jon: «En el cepillo hay monedas a saco y el cura va ciego de vino, ni se entera». El otro aliciente era beber del cáliz. Don Iñaki se lo empinaba hasta que se atragantaban: «Bebed, bebed hasta el tuétano de Cristo, su sangre redentora».

—¿Y no volviste a ver a Alicia?

Aitor niega.

—¿Y Alejandro, su novio, estuvo con vosotros toda la noche?

—Bueno, toda la noche… Cada uno iba a su bola. Yo estaba con Aitor, estábamos… Ya lo conté el domingo.

Jennifer siente que respira a cámara lenta, siente que el aire arrastra material pesado. Incluso ahora, mientras se lava la cara con agua fría en el lavabo de chicas de la segunda planta, que siempre está cerrado —hoy no, hoy las conserjes están demasiado liadas para andar revisando las puertas—, a pesar de haber concluido su entrevista, de haberse quitado la presión de la mirada de la poli, que parecía descuajar sus pensamientos, incluso en este remanso que huele un poco a clandestinidad, sola, sin nadie que la observe con ojos de juzgar, «¿No te extrañó que Alicia se fuera sola? ¿No la llamaste para saber qué había pasado?», nota ese pringue de aceite en los pómulos.

—Pues no, la verdad. Sara me dijo que había discutido con su chico y que se piró a su casa, o eso pensé yo.

Repetir la misma historia una y otra vez le provoca una turbulencia oscura y agria. Como las preguntas por Álex, la fijación que todos los polis parecen tener con él.

—¿Sabes que Alicia volvió a la zona del botellón a las tres? ¿No la viste? ¿Viste a Alejandro a esa hora?

Casi apuntándolo con el índice, el dedo delator, ¿ese no era el título de un cuento de miedo? No, era un corazón, El corazón delator, sí, de Allan Poe. Le gusta la literatura, aunque lo oculta ante los demás, la tomarían por una friki de cojones. Por una otaku.

—No la vi, ni a Álex. Estuve con Aitor alejada del resto. No sé dónde se metió la gente todo el tiempo, la verdad. A Álex lo encontramos borracho a eso de las cuatro y pico en el 4x4. Aitor tuvo que coger las llaves de su coche y conducir.

—Sí, conduje yo.

Su madre da un respingo, pone cara de actriz de culebrón al oír que condujo sin carné.

—Aitor, por Dios, en qué estabas pensando.

Él se disculpa encogiéndose de hombros. Se concentra en aquella noche. Trata de recordar. No es fácil. Cuando sales por ahí no vas anotando las horas a las que suceden las cosas, ni la gente que ves ni con quién hablas. Los recuerdos son como ráfagas de luz, iluminan una parte del cerebro y después se apagan.

—Álex iba muy pedo, no podíamos dejarlo conducir así.

Su madre suspira con ostentación, como cuando él llega tarde de fiesta y solo por joderlo pasa la aspiradora y pone a todo trapo La Oreja de Van Gogh, David Bisbal y esas mierdas que escuchan las madres.

—¿Hasta cuándo estuvo Alejandro con vosotros?

Jennifer aprieta la mandíbula.

—Es que Aitor y yo nos fuimos donde los árboles del descampado sobre las doce, a… bueno, ya saben.

Los dedos de Aitor tamborilean en sus rodillas.

—Y Álex se quedó, así que no sé.

—¿Alicia y tú solo sois amigos?

—Pues claro, ya le he dicho que ella tiene novio.

Sara se enciende un cigarrillo mientras espera a sus amigos en la puerta del gimnasio. El humo sabe a gasolina, pesa en la boca, parece hincar uñas invisibles en su pecho. Imagina que en cuestión de horas o minutos localizarán a Héctor. Ha contado que lo vio casi a las doce, que estaba con él bebiendo. No ha dicho bebiendo, ha dicho hablando, pero bebió, bebió con desesperación para quitarse de encima la timidez que cayó sobre ella en cuanto lo divisó en la acera de enfrente, mientras él le dirigía esa sonrisa embozada que la descoloca. No ha dicho que lleva un año y medio detrás de él. Sí ha contado que el curso pasado iba a segundo de Bachillerato, que es un año mayor, que empieza ahora la universidad. Ha omitido que empezaron a enrollarse en su coche, que los amigos de Héctor se pusieron a hacer el imbécil, a sacar la lengua imitándolos, a moverla como si chuparan el aire, así que decidieron irse de allí, buscar un sitio más tranquilo. En lugar de ahondar en los detalles, se ha limitado a relatar lo esencial:

—Estuvimos por los garitos del barrio del Hospital, por donde la piscina y los coles, en esa zona. Yo estaba con Héctor, y a Álex lo perdí de vista a las doce o así. Volví a verlo sobre las cuatro y algo en el 4x4. Aitor nos dejó a todos en casa. Él se llevó el coche de Álex, sí, ¿por? Es que Álex vive en el barrio de la universidad, por la plaza de toros, mazo lejos. ¿El orden en que nos dejó en casa? No me acuerdo. ¿Es importante? A ver, creo que… A Álex el primero, luego a Jenni y yo la última, sí, ese fue el orden.

A Jennifer la llamada de la madre de Ali la asaltó a las ocho y pico, los primeros rayos del sol invadiendo el dormitorio como una detonación de confeti. Ella descolgó sin mirar la pantalla. Dejó escapar un «diga» con voz de cubata, el ron con Coca-Cola amasando la saliva, y luego preguntó: «¿Quién es?». «Soy la madre de Alicia, ¿sabes algo de ella? Me dijo que dormiría en casa de Sara, pero no me coge el móvil. Ni Alicia tampoco. La estoy llamando desde hace horas y lo tiene apagado». Cuatro o cinco cubatas de ron con cola, dos o tres vodkas con naranja taladrando su cabeza. «No sé nada de ella. Pensaba que se había ido a casa». La voz de la madre de Alicia parecía lanzar cuchillos, rajar el aire. «¿Qué me estás diciendo? ¿Que no se fue con Sara? ¿Y entonces dónde está?». «No sé. Con Sara seguro que no se quedó porque yo estuve con ella toda la noche. Alicia se fue antes de las doce y ya no la vimos. ¿Has llamado a Álex?». «¿Álex? ¿Quién es Álex?». Y ella le dio su número. «Es su chico». «¿Su chico?». «Sí, su novio. Ali estuvo con él anoche, hasta que se fue de la fiesta».

—¿Hay alguien con quien Alicia se lleve mal en el instituto?

Una chica con peinado de miliciano se encoge de hombros y mira al director, como si esperase sus instrucciones. Jerónimo Claros entra y sale de los despachos esparciendo beneplácitos, silbando con la punta de sus mocasines. La inspectora le ruega que no interrumpa las entrevistas, pero él remolonea todavía un rato por su mesa buscando algo. Repite la pregunta.

—Ingrid me has dicho que te llamas, ¿verdad? ¿Alguien que la pudiera molestar, acosarla quizá?

—No creo que nadie se atreva a acosar a Ali —dice ella y esconde la mirada para no cruzarla con la del director, que aguza los ojos, los desparrama sobre ella. La inspectora le pide a Jerónimo Claros un vaso de agua. La orientadora hace ademán de levantarse, como si la petición la hubiera recibido ella.

—No, no se levante usted, Gabriela. Está aquí como representante de los muchachos, tendríamos que interrumpir la entrevista y vamos mal de tiempo. ¿Le importa traérmelo a usted, Jerónimo?

El director sonríe, «En absoluto», sale. Ingrid parece relajarse.

—No sé si Ali se llevaba mal con alguien, creo que no, yo nunca la he visto meterse con nadie, pero algunos de sus amigos le hacen la vida imposible a cierta gente.

—¿Qué amigos?

—Aitor es uno de ellos.

—¿A quién acosan?

Gabriela carraspea. La chica aparta la cara, como si el sonido fuera infeccioso.

—A Paula Herranz la acosaban en segundo. Y a Javier Hernández también.

—¿Y estuvieron Paula Herranz o Javier Hernández en el botellón del sábado?

Un chico con ojos vidriosos y heterocromáticos afirma:

—Paula sí estuvo en el botellón, con Ali. Y me pareció mazo raro. No son amigas.

—¿Se llevan mal Alicia y Paula?

La chica mejor documentada sobre los horarios de Alicia esboza con la cabeza una especie de no sabe, no contesta.

—Amigas no son, desde luego. Creo que directamente no se llevan, en plan tú a lo tuyo y yo a lo mío.

—Ni fu ni fa—responde otro.

«¿Ni fu ni fa le has dicho? ¿Qué coño significa ni fu ni fa?», los amigos del chico con ojos bicolor se ríen a bocanadas. «Ni sí ni no, anormal, eso significa. Qué poca cultura que tienes».

«Creo que la Ingrid ha contado lo de la Paula y lo de Javi», comenta otro de los chicos. El corrillo se aleja por la pista de baloncesto con pies censuradores. «Ya le vale». «Ya te digo. Y habrá tenido cojones de mencionar a Rafa». «Qué va, tío. Es bocazas, pero no subnormal». «Y encima lo ha soltado delante de Jerónimo». «¿En la puta face del Cornudo?». «En su puta cara, sí». «Chivata de cojones». «¿Y te sorprende?», pregunta retóricamente el chico de ojos disímiles, «Es una loca de remate».

Uno de los amigos del grupo le estruja la cabeza, le alborota el pelo: «Anda, deja de hablar como mi viejo. ¿Ni fu ni fa? ¿Una loca de remate? ¿Qué coño te pasa hoy?».

ÁLEX

—Quedamos en la puerta del instituto. Ali me estaba esperando con Sara cuando llegué. —Álex se toca la nuca una y otra vez con una doble inquietud: la de no saber dónde está Alicia y la de ser interrogado—. Primero fuimos al Kamikaze, es un bar donde nos conocen y nos suelen servir sin problema.

Se nota fuera de sí, un extraño que ha invadido de repente el cuerpo que él debería habitar.

—Yo soy mayor de edad, pero Ali cumplirá diecisiete en enero. —Como si danzara por encima de sus hombros—. A veces te piden el carné para ponerte una birra, no siempre, depende de quién esté en la barra.

Está aturdido, confuso. Desde el domingo vive en una nebulosa. La desaparición de Alicia, esta citación en la comisaría, las preguntas del inspector, su impotencia, el desaliento de todos a medida que pasan los días sin noticias de Ali, la desesperación, la angustia, le parecen irreales. Situaciones que se ven en la tele, pero que jamás habría pensado que pudieran sucederle a él.

—Estuvimos en el bar hasta las nueve y media o así. Luego fuimos a la zona del río.

Álex visualiza la zona. Siente los besos de Ali explotando en su cuello, la turbación que le provocan sus mordiscos en la oreja izquierda. Una voz ajena a la suya se esparce por su boca, como si tuviera un megáfono alojado en el estómago.

—A veces vamos allí a…

Su cuerpo parece evaporarse, los brazos flojos, las piernas tenues. Ali lo descose, se adentra en sus pliegues, se hunde en sus ingles hasta desbaratarlo por completo.

—¿Mantuvisteis relaciones sexuales?

El hombre que lo interroga o entrevista (él le ha dicho entrevista, cree, está casi seguro) no parece poli. El acento del sur rezonga levemente por sus labios, un tanto amorfos. Tiene los ojos oscuros, sin brillo, parecen dos pegatinas.