BESTIAS - Javier Viozzi - E-Book

BESTIAS E-Book

Javier Viozzi

0,0
4,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"BESTIAS: relatos incómodos" es una colección de relatos breves que sumerge al lector en un viaje a través de las profundidades de la mente humana. Cada historia explora situaciones extremas y emociones intensas, desafiando las nociones convencionales de realidad y normalidad. Con una prosa evocadora y llena de simbolismo, estos relatos capturan la esencia de lo perturbador y lo extraordinario en lo cotidiano.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 197

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Javier Viozzi

BESTIAS

Relatos incómodos

Viozzi, Javier Bestias : relatos incómodos / Javier Viozzi. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5298-3

1. Relatos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

PARTE A

Perplejidad sincrónica – Re la tos des mem bra dos

0 – In – sostenible

I – El tipo que miraba el prismacon los ojos de otro

II – Principio extinto de un epílogo carente

III – Re – versible –

IV – Abstracción ensordecedorade una persiana cualquiera

V – Presente, diáfana bellezatan perturbadora

VI – Puertas

VII – Oleaje

VIII – Perdices inestables

IX – Gusanos

X – Acto – ausencia – interludio

XI – Anfibios sin memoria

XIII – Apóstrofe

XIII – Autobiografía de una insólita búsqueda insaciable

XIV – Ferocidad

XV – Acéfalos

XVI – Percepción exigua de los no creyentes

XVII – Des – conexión tortuosa de una amorosa presunción

XVIII – Chapoteo peculiar sobre charcos sin agua

XIX – Formaciones discontinuas y perennes

XX – Atiborrada zona de preámbulos y cita a ciegas

XXI – Síntesis de aquel interludio

XXII – Suscitaciones

XXIII – Diacronías

PARTE 2

Caprichosa divergencia – Capítulos bestiales

Capítulo I – Prefacio de una perturbable continuidad

Capítulo II – Ostentación. Pérdida inaudita de una razón sin rima

Capítulo III – El ruido que amansó al silencio

Capítulo IV – Zona intermedia

Capítulo V – Paso alterno hacia un abismo

Capítulo VI – Desprendimiento colapsado de recuerdos ingenuos

Capítulo VII – Disturbios sobre el ser descosido

Capítulo VIII – Absurdidad. Punto desvinculadode una trama

Capítulo IX – Disfraces. Alternancias confundibles de las almas

Capítulo X – Infinito e incompleto anacronismo de un futuro sin pasado

PARTE 3

Sofisticación – Añoranza – Preludio

Primera parte – A

Segunda parte – []

Tercera parte – Instante

Cuarta parte – Superposición

Quinta parte – Luz

PARTE 4

Viaje alrededor de mi ego

I – Viaje – epicentro del conflicto

II – Horror

III – Abismo

IV – Confusión – Ambigüedad de la claridad

V – Lluvia

VI – Anti lógica

VII – Sintaxis

VIII – Absurdidad

IX – Rotación

PARTE 5

Melodía de un silencio

0 – En(cierro)

A – Vacío

B – Muerte

C – Adiós

A mi hijo, motor, sol, tibia vida.

A mis sobrinos, luz, descendencia.

A mi niño, sonriente, vigente y olvidado.

A las mujeres estructurales de mi vida. Saben quiénes.

A ustedes, adultos, que leerán con los ojos de niños asustados.

“Impropios rostros, sedientas bocas, oriundas notas. Nos asaltan de pronto con la piel de otros, como el reflejo indisoluble que se tiñe y se confunde. Nos miran de lejos, de cerca, de apenas; entonces, esas que alimentamos a diario, en el compungido retorno de nuestras emociones truncas, clavan sus uñas debajo de la piel, atiborran las ideas nocturnas como una invasión clandestina y moribunda, que busca, un pálpito, una pista, un guiño ingenuo que abra; de un paso corto, aliento tibio, sedienta voz.

Caemos, sin notarlo apenas, ante una diáfana mañana, con la incongruencia en alza de una emoción que daña, ajusta a tiempo, seduce y mancha.

Se escuchan voces, anacrónicas migrañas.

¿Perciben los golpes en las puertas?

¡Oh! Bienvenidos, llegaron.

BESTIAS”

PARTE A

PERPLEJIDAD SINCRÓNICA

RE LA TOS DES MEM BRA DOS

0

In – sostenible

Entiendo, la pausa es una infame blasfemia de tu desamor. Lo sé, no tienes que argumentar nada, el tiempo se ha convertido en una servidumbre frustrada y trunca, que nos sirve la mesa al dorso, el vino a medias, la copa rota. No hace falta expiar – te conozco, la gesticulación, el movimiento pendular de tus ojos, el rancio aroma que queda vacante entre tu cuerpo y el mío. No te culpo, hemos perdido el espacio, la simetría, la rima; el néctar, la charla, la vida. Se nos fue el lápiz, el boceto se desdibujó, los proyectos fueron desmemorias en playas vacías.

No pretendo que me entiendas, tampoco comprenderte, hemos pasado mucho tiempo. Caduco, insólito, repleto de fosforescencias que nos llenaron de vacío, tan absurdamente social, que no supimos nada del otro. Creo que, en tu caso, te mantuviste inerte a mis necesidades, no viste ni escuchaste mis dolencias. ¡Y sí que las hubo! ¿O acaso percibiste la tristeza, profunda, donde a la noche me desvelaba entero, partido, quebrando lo que queda de mí, como fragmentos de un cuento incompleto, roto, extraviado, perdido?

¡Ya sé! ¡No me mires con los ojos de cachorro sin techo! ¡Qué bien te aprovechaste de mis bondades! ¡Cada una de ellas! El esfuerzo, las tardes de trabajo mal trecho, los viajes incontables, solitarios y extraviados, donde iba y venía, por un poco más, para satisfacer tus caprichos tan egoístas y desmedidos. ¡No podemos mirar hacia otro lado! ¡Todos los lados son la cara adversa del horror que nos enreda! ¿Recuerdas?

Pensé en volver a verte diariamente, pero encontrarme ante tus ojos tan ausentes, es enfrentarme a un cosquilleo pulsional que duele; en el cuerpo, en la piel, en las extremidades donde hiero, sufro, contengo la incontinente sensación de ebriedad tan solitario, asqueado de todo, tan apetitoso de un encuentro, de apenas un intento. Un ápice de vos, que miras el horizonte tan poblado de emigrantes fantasmas de un ayer, que cubren el tiempo, el paso, la sorna; el goce, la espera, el placer.

¿A dónde hemos ido sin retorno? Las hojas de un escrito que empecé algún día, con vísperas austeras de una prosperidad conjunta, han quedado en el infame territorio donde nadie pisa, ardiendo de imposibilidad y de – no – vida.

¡Me voy! ¡Por fin puedes quedarte con todo! ¿Acaso no era lo que pretendías? Me voy, cansado, lidiando, cargando las angustias no perecederas de tu miserable estadía.

Andá, o quédate, mirando con incredulidad o espanto. Nada podrá reconectarnos.

Me voy.

Punto final.

Espacio vacante – Ausencia – Melodía huérfana.

Dejó las cosas, la silla vacía, los libros tirados por el piso. Las copas rotas, el vino a medias, la música sonando, tenue, como una resonancia de tiempos incontables.

Se fue por fin. Solo quedó ese espejo, testigo único, distorsión de los reflejos, imponente y burlón.

Solo quedó el espejo, con un interrogante helando el ambiente.

¿Quién asumiría ahora, la culpa, el litigio de perder, la insoportable, levedad del ser?

I

El tipo que miraba el prismacon los ojos de otro

¡Pará! Dijo, o se dijo a sí mismo. Era una costumbre para él, balbucear palabras, frases entrecortadas u onomatopeyas con histrionismo, sin motivo aparente, salvo, las irrupciones mentales de sus pensamientos múltiples.

Resulta, que aquel febrero del 82, se dispuso a entretejer ideas con mayor claridad, e hizo, como pudo, claro, un bosquejo, con líneas cruzadas, ilegibles y palabras que se desprendían como las hojas secas en un Otoño, ya insípido y menos poético. Aquella tarde, la nostalgia lo había invadido como calesita de plaza en desuso y las manos, ya delgadas del frío y la mala alimentación, se movían en un ritmo inesperado y enfático. El tipo se sentó de pronto, apoyó su mentón en su pecho, el pelo en la cara, la espalda en un ángulo semirrecto con la pared tiza y lagrimeó.

¿Era posible que la nostalgia hubiese calado hondo, en un remoto recuerdo inestable y poco vívido? ¡Sí, claro! ¿A quién no le ha pasado alguna vez? Dijeron las voces, destrozadas y ambulantes de su interior, logrando apaciguar apenas su dolor, ese lagrimal asqueado de activarse incontables veces. Entonces, justo cuando estaba por caer, exactamente en esa profundidad que ustedes ya conocen, se oyó un ruido en la puerta de madera maciza, las que, como es sabido, su abuelo materno había rescatado de un convento. Sonó con mayor ímpetu, y se despabiló de un soplo.

Del otro lado, como quien abre no una puerta sino un descuido a la intimidad más recóndita, una voz apacible dijo. “¿Hay alguien dentro?”. En ese instante, les juro, el tipo, arqueó su cuerpo, levantó con ánimo su ropaje y se alistó en un santiamén para respirar o contestar, alertar o escapar, sacudir su memoria; improvisar, quizás retroceder o sencillamente, dejarse invadir por el pavor o el amor, que un minúsculo gesto de un desconocido acababa de generar en él.

Se aproximó a la puerta, olfateó el aroma, como si fuese un perro con apetito de caza y afilando sus dientes con un deseo en alza, dijo, manteniendo la calma y la ficticia pausa ¡sí! ¿Quién es?

Tengo una encomienda para usted. ¿Puedo pasar? ¡Por supuesto que iba a pasar! La inmejorable situación no podía ser una desmemoria en el haber, un punto borroso en una pizarra negra sin usar. Abrió, titubeando. Apenas manso, un tanto amenazante, más bien aplacado y suspiró con tensión. Adelante, dijo entrecortado. Del otro lado se incluyó en la escena, el fulano de las encomiendas. ¿Saben a qué me refiero, no? ¡Ese mismo!, el tipo que desde hacía unos 12 años veíamos ir y venir, de puerta en puerta, en su bicicleta roja.

El sitio estaba estallado, no podría precisar sí sucio, o tan solo en una situación de caos intelectual. El hombre de las encomiendas, confiado y conocido, se sentó en una de las sillas que quedaban vacías, mientras que el otro, clavando sus ojos amplios, con entonación de amabilidad y sorna, anticipó el siguiente acto y dijo, ¿Desea un té? Claro, respondió. ¿Qué mejor que entibiar el cuerpo en una tarde de frío ensordecedor?

Cuando volteó a acercárselo, como si premeditadamente hubiese estado esperándolo, en una distancia de medio metro, con un paisaje de fondo ámbar, un color más bien sepia y un aroma a incienso viejo, dejó caer la taza de porcelana verde, mientras el té se despellejaba como las piezas de un rompecabezas mal armado, y la taza se desplomaba y partía, desparramando retazos siempre irregulares por doquier. Justo ahí, cuando entre el horror y el hervor, se miraron, el tipo se abalanzó sobre el cartero con ansias de matarlo. Pero no.

Por unos instantes, quizás algunos minutos, en el asqueado sitio, nada se oyó, salvo un silbido, muy muy tenue, como quien sigiloso usurpa un espacio de tierra con dueño.

Salió de aquella casa el cartero, con sus ojos vidriosos, nuevos y maquiavélicos. En su bici roja, ardiente y tornasol. Silbando, riendo apenas, tan irónico y socarrón, dejando deslizar algunas voces, que siempre merodeaban, como ideas irruptoras en su pensamiento.

Al voltear, la casa ya no estaba. Solo una puerta vieja y de madera maciza, que alguien había extraído de un convento en demolición. Todos seguimos recordando al tipo de las encomiendas.

II

Principio extinto de un epílogo carente

Corrían alrededor de las 4 am de la madrugada, lo supe, porque el reloj despertador que había heredado de mi abuelo, titilaba en una intermitencia de faro descosido; y como solía suceder, la madrugada siempre me llevaba a zonas de inhóspito sentir, o quizá, anacronismos de una lógica tan adyacente, que solo se podría pensar como una explosión de absurdidad.

Sin embargo, en el meridiano sur, que se introducía inmiscuyéndose como la embriaguez a la desolación, oí los gemidos suaves de un cuerpo que cálido se desmontaba a mi lado, en una abstracción de movimientos corporales, como si aquella, dama blanca de cabello oro, hubiese perdido corporeidad; más bien, la que habitualmente se observaba desde mi severo ojo crítico y risueño, ante los desparpajos inconfundibles de esa otra. Esa noche de octubre de mil novecientos sesenta y dos, vi a mi mujer como una desconocida, que supo desvelarme por algunas horas.

Sedosa salvaje de resplandor bermellón sobre un ambiente confuso, que me mantenía en vilo y turbulencia atroz, logró que en el prefacio que mi pensamiento tejía, bailando en las polaridades contradictorias de la laxa inmediatez, redujese por fin la complejidad, a un sentimiento de desborde y pavor. Aquella no era mi mujer, definitivamente.

Deambulé en círculos imperfectos por la alcoba siempre ordenada y pulcra, como una obsesiva tendencia de recortar el todo a la nada, y la nada, a un profundo estado de pureza moral, como si eso nos salvase del tedio de lo diario, del deseo irrefrenable por los otros o nos inmolase ante la finitud en un abrazo coyuntural y calmo; pero aquello solo resultaba ser un escenario de montaje conocido, ¡y yo!, que no podía disminuir la pisada suave sobre la madera desgastada, me senté en el suelo de improviso, y reflexioné hondamente.

Aquello no podía ser más que una pesadilla, de seguro estaba tan dormido, que no podía discernir sobre la intangible línea indecorosa de los mundos. Me tomé de las manos, como si sujetase las de otros, y mirando la foto de bodas que colgaba inmaculada sobre la brillantez de un blanco soberbio, volví a pensar que, en definitiva, aquella no era mi mujer.

Me acomodé a su lado y la observé detenidamente, como si cada detalle fuese un signo, la recolección minuciosa de un coleccionista profesional, que era capaz de notar la falsedad, copia in– fiel de uno mismo; y bajo el estado de alucinación y asombro, descubrí que las pestañas se mantenían tan arqueadas, como el bucle interminable dónde siempre volvíamos al principio. Que el labio superior era modestamente más ancho, que la cintura tenía una cicatriz pequeña sobre la curva derecha y sobresaliente de su cadera voraz. Percibí un minúsculo lunar color azul en la mejilla izquierda, un tono ruborizado inconformista que estrenaba ambiente y una sonrisa, que dormida, se burlaba apenas de la ingenuidad apabullada de mi estado de sitio confiado y triunfador.

Aquello era una invasión a los sentidos, el poderío extraviado ante una penuria limpia y la traición sobre un amor que ególatra, no dejaba de contemplarse ante el espejo roto.

¡Creí morir, lo admito!; pero en el segundo que estaba por despertarla, someterla, hostigarla a preguntas maratónicas, aquella mujer, desprovista y desnuda, lunática expresión des–configurada y fuera de sí, abrió los ojos como un interrogante existencial, como la sensación que deja la marea en medianoche, al rugir como una bestia atemporal y entonces esperé.

Se incorporó esa otra como fiera animal, posesión descabellada de sensaciones de extremo terror y desconcierto, y tapándose como pudo con las sábanas blancas y livianas, arremetió con su voz como una cascada de agua entrecortada.

¿Quién eres? ¿Qué haces habitando mi espacio, mi hogar, la sonda que sujeta como una cometa pérfida a mi alma vagabunda?

Yo contuve el aliento, propagué un incendio con temperamento y tolerancia, y moviendo mis pestañas como un latido nuevo, un estado de perpleja taquicardia, la miré a los ojos grises, nuevos y descomunales y le dije.

—¿Quién soy? ¿¡No puedo creer que no me reconozcas!?

Pero solo bastó notar, tras su aspecto de indisoluble angustia, que ya no era quien creía ser. Lo supe de inmediato, como un acto de develación traumática; ¡lo supe!, tomando mi cabeza con las manos ásperas, mientras la saliva espesa se condensaba en mi boca seca; y en una intersección de pasado y actualidad, comprendí que volver a mi antigua casa, después de siete años, en medio de una noche desolada, realmente, había sido un error insostenible.

Después de la muerte de mi mujer, en ocasiones, me costaba reconocer la realidad.

Por suerte, nunca, he vuelto, a despertar.

III

Re – versible –

Sostuvo el aliento, alineó los pies blancos siguiendo una línea intangible en el espacio y dispuso a enfrentar una brisa, proveniente del sur, que la dejó casi estática. Impoluta ante la adversidad, supo que lo que vendría, podría ser aún más trascendente. Vio pasar el último servicio del tren de ese día, pero estaba dispuesta a esperar de lo probable el desajuste de la regla, la extradición de lo impensado.

Se sentó entonces en la banca de madera, las luces apenas iluminaban, y el desemboque o entrada al túnel, se veía como si fuese la boca inabarcable de un ancestral monstruo subterráneo. Lo insólito, era la calma en tanta tempestad. Se hizo de noche, solo se escuchaba un zumbido aleatorio, algo ronco y muy desafinado, que provenía de alguna profundidad.

Tomó con sus delgadas manos un cuaderno en blanco, que sacó de un canasto de mimbre heredado de su abuela, casi atemporal, y comenzó a dibujar. Un rostro venía a su mente, como si fuesen flashes de un remoto pasado, una mirada luminosa, una sonrisa tibia, unas cálidas manos. Lo cierto es que ella, dama sobresaliente de la media, por sus características, atuendo y silueta, miró de pronto, suspiró hondo, deseó fuerte, y al volver al punto cero de la historia, si es que hubiese alguno, en el carril de enfrente, justamente sentado a la misma distancia, como un espejo paralelo, separados por andenes, rieles y un puente supuesto conector, un joven, la observaba atentamente.

¿Había estado desde cuándo? ¿Sería posible la existencia, o acaso era una mera ilusión?

Ella, que siempre había sido creyente, supuso que era una señal, que el temporal se había llevado consigo la casa de cristal, había girado el reloj de arena que no miraba nadie, y el tiempo se había convertido en una remota idea de la eternidad. ¡Pobres mortales pretensiosos! Río de pronto, luego que esa idea cruzara sus pensamientos, como el deseo que ella tenía de llegar a él, pero sin descartar la belleza de la atrocidad, o lo contrario, se dispuso antes a contemplar.

El tipo estaba ausente, no literal. Sino, desajustado temporalmente en un vago humo de cierto glamour y liviandad. El pelo se desenvolvía con carácter libre y sus manos hacían irresponsables ademanes sin lógica. El atuendo no tenía parámetro alguno y una barba semi prolija sacudía la razón o le daba sentido a lo irrisorio.

Miró, como quien descubre un bárbaro hallazgo, tan sutil como improbable, su cuaderno y de pronto se horrorizó, más bien, se impactó fuerte, o quizás se enamoró hondo, creo que todo eso juntos. La extrañeza, similitud y fidelidad del dibujo y el desconocido, era realmente elocuente.

Se paró estupefacta, tomada por una energía convexa–mente cóncava, y sin raciocinio, como quien derriba los estándares culturales de una sociedad tapada de innecesarios artilugios, dejando caer abrigo, canasta, cuaderno, careta, miedos, y se adentró en un paréntesis de ambulante y diáfana poesía. De frente, el otro, asumía el movimiento como un espejo, o con la natural sincronía del amor. ¿Quién sabe?

Ella se paró en el borde del andén, casi suelta, a media levitación, a punto de volar, lejos de rendirse, con la convicción de un loco y su compleja perturbación, o su grandiosa libertad y en un abrir y cerrar de ojos, se lanzó sin más, al puro abismo; pero como el destino, es un ruin caballero que juega al villar con el olvido, sin explicación alguna, de pronto, pasó, ese equívoco tren. Tan vacío, sin pasajeros, capaz, sin tripulante. Pasó, a velocidad atroz, sin reparo, sin principio, sin adiós.

Nunca jamás se supo de ellos. Lo curioso, es que las cámaras de seguridad, ninguna de ellas, de lado a lado, dejaron rastros de su existencia. Tampoco, de su ausencia.

¡Oh! ¡El amor es el insomnio de otro dios!

IV

Abstracción ensordecedorade una persiana cualquiera

Pronunció su nombre como si aquello viniese de un estado de temblor y nervios, pero en realidad no era tan inusual que aquel fulano se llamase a sí mismo por las noches.

Era un hábito que había adoptado, como si al escucharse, pudiese reflexionar sobre las cosas que habitualmente hacía o quizá, sobre los hechos anteriores de su vida.

¡Como todos! Pero lo de él era frecuente. Luego de nombrarse unas tres o cuatro veces, ponía la radio que se ubicaba en la mesa de luz de la izquierda de la cama, y rápidamente seleccionaba un dial que se oía como si aquello proviniese de los años 60, pero el sonido que generaba de fondo, era como si uno frunciese de manera constante papel celofán; no obstante, esa noche de agosto de 1985, su voz había resonado diferente en el pasillo que conectaba los ambientes, como si fuese una columna vertebral. En general todos los ruidos de la casa confluían de manera ecuánime en la resonancia del pasillo, todos, con la excepción de un silbido agudo que su mujer desplegaba por las mañanas, sobre todo las soleadas de invierno. Ese silbido, se oía literalmente en toda la casa.

Regresando al meollo de aquella noche, la voz de Héctor, ese día había tomado una tonalidad más grave de lo normal, como si además de su propia voz, se hubiese apegado la de un extraño. ¡Sí, sí! Esos sujetos que uno no sabe de dónde salen, pero al cerrar las ventanas, bajar las persianas de los comedores, se los oye pasar, tarareando una canción un tanto lúgubre, pronunciando la oración descostillada de una conversación aun no lograda o tosiendo, con una carraspera de tanto tabaco acumulado.

Esa noche, quién sabe dios de dónde, se le había sumado como un eco, la voz gastada de ese otro a la suya. Pronunció Héctor su nombre algunas veces más, pero esta vez no era para ratificar su reflexión, sino para poder cerciorarse, que su percepción no estuviese errada.

Llamó a su nieto mayor, que como todos los viernes, iba de visita hasta el sábado o domingo, y lo señaló un tanto asustado. El joven se aproximó a su abuelo, se arrodilló de su lado y preguntó en voz baja, como si supiese exactamente que nadie debería escuchar.

¿Qué ocurre Abuelo?

Héctor miró a su nieto en el fondo de sus pupilas y dijo.

Escucha; escucha atentamente...

¡Héctor!!! Gritó su abuelo, y al resonar en la alcoba amplia, retumbar en las paredes del pasillo conector y la sala contigua, su nieto lo miró aterrado y acercándose a su oído izquierdo le dijo:

Abuelo, el señor de afuera ha venido nuevamente.

Impactó con sus ojos grandes, arqueando las pestañas como si pudiese abrir y cerrar las cortinas del comedor y arremetió lentamente. “debes dejar que pase”.

Tras aquella frase, se fue lentamente de la habitación.

Héctor quedó indagándose cuasi somnoliento sobre aquella oración, el significado y simbolismo de lo que su nieto había expresado; más bien, dejado tácito, deslizándose lánguidamente.

El fulano, al que todos llamaban por un apodo algo más tierno y cercano, dejó experimentar sus lágrimas dulces por sobre sus celestes ojos cristalinos, y se acercó a las persianas de su habitación. Estaba temblando, como si pudiese arribar a un mensaje que se hallaba adyacente a descifrar, como si fuese un minucioso crucigrama; y al pegar su rostro en la persiana, en mitad de la noche, lo escuchó.

Era aquella voz que se oía todos los días pasar por fuera, delimitando un borde entre un contexto y otro, un fino e imperceptible borde.

Dijo su nombre apenas comprensible y desde el otro lado oyó lo mismo, a través de esa grave voz. Cada palabra que pronunció Héctor, era expresada simultáneamente por el hombre de afuera.

Entre aterrado y clarificador, intentó levantar apenas las persianas y pegando un ojo celeste sobre aquellas indagó.

¿Quién eres?

¿Qué haces siguiendo mis pasos a diario, invadiendo mis espacios, los pasillos, mi identidad de manera tan descarada?

Aquella voz, esta vez no se escuchó.

Héctor inquirió nuevamente, pero nada. Pronunció su nombre más alto y firme, y no pudo escuchar, ni siquiera los pasos cercanos de un transeúnte, ni el ruido de una motocicleta, o el maltratado escape del auto venido a menos del vecino ansioso.