Bienvenidos al desierto de lo real - Slavoj Zizek - E-Book

Bienvenidos al desierto de lo real E-Book

Slavoj Zizek

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¿Es la guerra contra el terrorismo lanzada por Bush y llevada a cabo implacablemente por la maquinaria bélica estadounidense la respuesta coherente de un análisis racional del mundo contemporáneo, o la expresión atávica de un terror pánico que no cuestiona en absoluto los fundamentos mismos de nuestro pacto con la realidad brutal del capitalismo contemporáneo? ¿De qué formas se acomodan la crítica y la política progresistas de los países avanzados -confortablemente instalados en una división insalvable de riqueza, poder y seguridad respecto al Sur global- a la realidad pétrea de la desigualdad de la economía y la sociedad mundiales? ¿Son la democracia y el fundamentalismo los conceptos que nos permiten pensar las opciones civilizacionales estratégicas de los próximos años, o estos conceptos sobrecodificados tan sólo invitan a una destrucción paroxística de un enemigo imaginario que imposibilita el diagnóstico desapasionado del mundo en que vivimos? En este libro, Slavoj Žižek penetra agudamente en el trabajo de duelo de nuestros circuitos inconscientes para pactar con lo real tras el impacto inaudito de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y del 11 de marzo de 2004, afirmando con contundencia que únicamente una política a la altura de la desnudez del poder capitalista realmente existente puede librarnos de los atolladeros del neoliberalismo, el multiculturalismo y la deriva etno-nacionalista.

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Akal / Cuestiones de antagonismo / 36

Slavoj Žižek

Bienvenidos al desierto de lo Real

Traducción: Cristina Vega Solís

¿Es la guerra contra el terrorismo lanzada por Bush y llevada a cabo implacablemente por la maquinaria bélica estadounidense la respuesta coherente de un análisis racional del mundo actual, o la expresión atávica de un terror pánico que no cuestiona en absoluto los fundamentos mismos de nuestro pacto con la realidad brutal del capitalismo actual? ¿De qué formas se acomodan la crítica y la política progresistas de los países avanzados –confortablemente instalados en una división insalvable de riqueza, poder y seguridad respecto al Sur global– a la realidad pétrea de la desigualdad de la economía y la sociedad mundiales? ¿Son la democracia y el fundamentalismo los conceptos que nos permiten pensar las opciones estratégicas de los próximos años?, ¿o estos conceptos sobrecodificados tan sólo invitan a una destrucción paroxística de un enemigo imaginario que imposibilita el diagnóstico desapasionado del mundo en que vivimos?

En este libro, Slavoj Žižek penetra agudamente en el trabajo de duelo de nuestros circuitos inconscientes para pactar con lo real tras el impacto inaudito de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y del 11 de marzo de 2004, a los que se acaba de añadir el de Londres del 7 de julio de 2005. Afirma con contundencia que únicamente una política a la altura de la desnudez del poder capitalista realmente existente puede librarnos de los atolladeros del neoliberalismo, el multiculturalismo y la deriva etnonacionalista.

Slavoj Žižek es profesor de Sociología en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana, Eslovenia. Entre sus obras cabe destacar: El sublime objeto de la ideología (1989), Enjoy Your Symptom! (1992), The Indivisible Remainder. Essays on Schelling and Related Matters (1996), El acoso de las fantasías (1997), The Ticklish Subject (1999), El frágil absoluto (2000), On Belief (2001), ¿Quién dijo totalitarismo? (2001), The Fright of Real Tears. The Uses and Misuses of Lacan in Film Theory (2001) e Iraq.The Borrowed Kettle (2004).

Diseño de portada

RAG

Director de la colección

Carlos Prieto del Campo

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Welcome to the Desert of the Real

© Slavoj Žižek, 2002

© Ediciones Akal, S. A., 2005

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4184-9

Introducción

La tinta perdida

En un viejo chiste de la ya extinta República Democrática Alemana, un trabajador alemán consigue un empleo en Siberia; consciente de que su correo será leído por los censores, les dice a sus amigos: «Establezcamos un código: si la carta que os envíe está escrita con tinta azul, lo que en ella os diga será verdad; si está escrita con tinta roja, será falso». Un mes más tarde, sus amigos reciben una primera carta, escrita con tinta azul: «Aquí todo es maravilloso: la tiendas están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son amplios y tienen buena calefacción, en los cines ponen películas occidentales, hay un montón de chicas dispuestas a tener una aventura… Lo único que no se puede conseguir es tinta roja». La estructura del chiste es más refinada de lo que podría parecer: aunque el trabajador no puede indicar que lo que está diciendo es falso de la forma preestablecida, aún así consigue transmitir su mensaje. ¿Cómo? Incluyendo una referencia al propio código en el mensaje codificado, como uno de sus elementos. Por supuesto, nos encontramos ante el clásico problema de la autorreferencialidad: puesto que la carta está escrita con tinta azul, ¿no puede considerarse verdadero todo su contenido? La respuesta es que el hecho de que se mencione la falta de tinta roja indica que debería haber estado escrita con tinta roja. Lo interesante es que la mención a la falta de tinta roja produce el efecto de verdad independientemente de su propia verdad literal: incluso en el caso de que se pudiera conseguir tinta roja, la mentira de que es imposible hacerlo sería la única forma de conseguir que el auténtico mensaje pasara la censura.

¿Acaso no es ésta la matriz de una crítica eficaz de la ideología, no sólo bajo una situación «totalitaria» de censura, sino, tal vez, incluso de un modo más adecuado, bajo la condición más refinada de la censura liberal? Se comienza por afirmar que uno tiene toda la libertad que quiere para a continuación limitarse a añadir que lo único que falta es la «tinta roja»: nos «sentimos libres» porque nos falta el lenguaje para articular nuestra falta de libertad. Lo que esta falta de tinta roja quiere decir es que hoy en día los principales términos que utilizamos para designar el conflicto actual –«guerra contra el terrorismo», «democracia y libertad», «derechos humanos», etc.– son términos falsos, que mistifican nuestra percepción de la situación en lugar de permitirnos pensarla. En este preciso sentido, nuestra propia «libertad» sirve para enmascarar y sostener nuestra más profunda falta de libertad. Hace un siglo, subrayar la necesidad de aceptar algún dogma determinado como condición previa para cualquier (demanda de) libertad real, Gilbert Keith Chesterton detectaba de forma perspicaz el potencial antidemocrático del principio de libertad de pensamiento:

Podríamos decir en términos generales que el pensamiento libre es la mejor de todas las salvaguardas contra la libertad. En su estilo moderno, la emancipación de la mente del esclavo es la mejor forma de evitar la emancipación del esclavo. Enséñale a preocuparse de si quiere ser libre y nunca se liberará[1].

¿No es esto particularmente cierto en nuestro mundo «posmoderno», con su libertad para deconstruir, dudar y distanciarse de uno mismo? No deberíamos olvidar que Chesterton hace exactamente la misma afirmación que Kant realiza en «¿Qué es la Ilustración?»: «Piensa tanto como quieras y tan libremente como quieras, pero ¡obedece!» La única diferencia entre ambos es que Chesterton es más específico, y señala la paradoja implícita tras el razonamiento kantiano: no se trata sólo de que la libertad de pensamiento no mine la servidumbre social real, sino de que además la sustenta de forma activa. El viejo mandato «¡No pienses y obedece!» contra el que Kant actúa es contraproducente: alimenta la rebelión; la única forma de asegurar la servidumbre social es a través de la libertad de pensamiento. Chesterton es también lo bastante lógico como para realizar una afirmación contraria a la de Kant: la lucha por la libertad necesita una referencia a algún dogma incuestionable.

En un diálogo famoso de una comedia de Hollywood, la chica le pregunta a su novio: «¿Quieres casarte conmigo?» «¡No!» «¡Deja de evitar el tema! ¡Dame una respuesta directa!» En cierto sentido, la lógica subyacente es correcta: la única respuesta directa aceptable es «¡Sí!», de modo que cualquier otra, incluido un «¡No!» rotundo, constituye una evasión. La lógica subyacente es de nuevo la de la elección forzosa: eres libre de elegir siempre y cuando elijas lo correcto. ¿No caería en la misma paradoja un sacerdote que discutiera con un escéptico? «¿Crees en Dios?» «¡No!» «¡Deja de evitar el tema! ¡Dame una respuesta directa!» De nuevo, en opinión del sacerdote, la única forma de respuesta directa es la afirmación de la existencia de Dios: lejos de ser equidistante, la negación atea de la fe es un intento de evitar el tema del encuentro divino. Y ¿no sucede lo mismo con la elección actual «democracia o fundamentalismo»? ¿Acaso no es cierto que, en los términos en los que la elección se plantea, es sencillamente imposible elegir «fundamentalismo»? Lo que resulta problemático en la manera en la que la ideología dominante nos impone esta elección no es el «fundamentalismo», sino la misma democracia: como si la única alternativa al «fundamentalismo» fuese el sistema político de la democracia liberal parlamentaria.

[1] Gilbert Keith Chesterton, Orthodoxy, San Francisco, Ignatius Press, 1995, p. 114 [ed. cast.: Ortodoxia, Barcelona, Alta Fulla Editorial, 2000].

I. Pasiones de lo Real, pasiones de la apariencia

Cuando Brecht, camino del teatro en julio de 1953, pasó junto a la columna de tanques soviéticos que se dirigían a la Stalinalle para aplastar la rebelión de los trabajadores, les aplaudió y ese mismo día, más tarde, escribió en su diario que, en aquel momento, él (que nunca había sido miembro del partido) había sentido la tentación por primera vez en su vida de afiliarse al Partido Comunista. No se trata de que Brecht tolerara la crueldad de la lucha con la esperanza de que llevara a un futuro próspero: la dureza de la violencia como tal era vista y aceptada como una señal de autenticidad… ¿No es éste un caso ejemplar de lo que Alain Badiou ha identificado como la característica clave del siglo xx: la «pasión por lo Real [la passion du réel]»?[1]. En contraste con el siglo xix, lleno de proyectos e ideales utópicos o «científicos», de planes para el futuro, el siglo xx se ha atrevido a enfrentarse a la cosa en sí, a realizar directamente el añorado Nuevo Orden. El momento verdadero y definitorio del siglo xx es la experiencia directa de lo Real como algo opuesto a la realidad social cotidiana, lo Real en su extrema violencia como precio que hay que pagar por pelar las decepcionantes capas de la realidad.

En las trincheras de la Primera Guerra Mundial, Ernst Jünger celebraba ya el combate cara a cara como el encuentro intersubjetivo auténtico: la autenticidad reside en el acto de transgresión violenta, de lo Real lacaniano –la Cosa a la que se enfrenta Antígona cuando viola el orden de la ciudad– al exceso batailleano. En el dominio de la sexualidad, el icono de esta «pasión por lo Real» es El imperio de los sentidos de Oshima, una película de culto japonesa de la década de 1970 en la que la relación amorosa de la pareja protagonista se radicaliza hasta convertirse en tortura mutua hasta la muerte. ¿No es acaso la imagen definitiva de la pasión por lo Real la opción que se puede encontrar en las páginas web hardcore donde se puede observar el interior de la vagina desde el punto de vista privilegiado de una cámara en miniatura situada en la punta del consolador que la penetra? En este límite extremo, se produce una transformación: cuando nos acercamos demasiado al objeto deseado, la fascinación erótica se transforma en asco ante lo Real de la carne desnuda[2].

Otra versión de la «pasión por lo Real» como algo opuesto a la «entrega de bienes» en la realidad social se puede observar claramente en la Revolución cubana. Haciendo de la necesidad virtud, Cuba continúa desafiando heroicamente la lógica del desperdicio y de la obsolescencia planificada: muchos de los productos que se utilizan son tratados en Occidente como basura: no sólo los proverbiales coches americanos de la década de 1950 que de forma mágica siguen funcionando, sino también docenas de autobuses canadienses amarillos (con antiguas inscripciones pintadas en francés o inglés, todavía completamente legibles), dados como regalo a Cuba y utilizados allí como medio de transporte[3]. Así se da la paradoja de que, en la era frenética del capitalismo global, el resultado principal de la revolución es la detención de la dinámica social; éste parece ser el precio que hay que pagar por la exclusión de la red global capitalista. Aquí encontramos una extraña simetría entre Cuba y las sociedades «postindustriales» de Occidente: en ambos casos, la movilización frenética lleva a la inmovilidad social; en el Occidente desarrollado, la actividad social frenética oculta la identidad básica del capitalismo global, la ausencia de un Acontecimiento…

Walter Benjamin definía el momento mesiánico como una Dialektik im Stillstand, una dialéctica en suspensión: a la espera del acontecimiento mesiánico, la vida queda suspendida. ¿No se produce en Cuba una realización extraña de esto, una especie de tiempo mesiánico en negativo: la suspensión social en la que el «fin de los tiempos está cerca» y todo el mundo espera el milagro de lo que sucederá cuando muera Castro y el socialismo se hunda? No resulta extraño que, junto a las noticias e informes políticos, los programas principales de la televisión cubana sean los cursos de inglés, una cantidad increíble, de cinco a seis horas diarias. Paradójicamente, el retorno a la normalidad capitalista antimesiánica se experimenta como el objeto de espera mesiánica, algo que el país se limita a esperar en un estado de animación congelada.

En Cuba, las renuncias se experimentan/imponen como la prueba de la autenticidad del Acontecimiento revolucionario, algo que en psicoanálisis recibe el nombre de lógica de la castración. Toda la identidad político-ideológica cubana reside en la fidelidad a la castración (¡no resulta extraño que el dirigente cubano se llame Fidel Castro!): la contrapartida del acontecimiento es la creciente inercia de la vida y el ser sociales: un país congelado en el tiempo, con viejos edificios en ruinas. No se trata de que el acontecimiento revolucionario haya sido «traicionado» por el establecimiento termidoriano de un nuevo orden; la misma insistencia en el acontecimiento llevó a la inmovilización del ser social positivo. Las casas en ruina son la prueba de la fidelidad al acontecimiento. No resulta extraño que la iconografía revolucionaria de la Cuba actual esté llena de referencias cristianas: los apóstoles de la revolución, la elevación del Che a una figura similar a Cristo, el Eterno («lo eterno» es el título de una canción de Carlos Puebla dedicada a él): cuando la eternidad interviene en el tiempo, el tiempo queda en suspensión. No hay que sorprenderse de que la impresión básica que produce la Habana en 2001 sea la de que los habitantes originarios de la ciudad han escapado y ésta ha sido tomada por okupas, fuera de lugar en esos magníficos edificios antiguos, ocupándolos temporalmente, dividiendo amplios espacios con paneles de madera, etc. La imagen de Cuba que podemos obtener de alguien como Pedro Juan Gutiérrez (autor de la Trilogía sucia de La Habana) es significativa: el «ser» cubano como opuesto al acontecimiento revolucionario: la lucha diaria por la supervivencia, la escapada a través del sexo promiscuo y violento, el llenar el día con proyectos sin futuro. Esta inercia obscena es la verdad de lo sublime revolucionario[4].

Y ¿no es también el llamado terror fundamentalista una expresión también de la pasión por lo Real? A principios de la década de 1970, tras el fracaso del movimiento de protesta de los estudiantes de la Nueva Izquierda en Alemania, uno de sus herederos fue el terrorismo del Ejército Rojo (el grupo Baader-Meinhof, etc.); la premisa subyacente a todos estos grupos era que el fracaso del movimiento de los estudiantes había demostrado que las masas estaban tan sumidas en su consumismo apolítico que no era posible despertarlas a través de la educación política y el proceso de toma de conciencia habituales; hacía falta una intervención más violenta para despertarlos de su adormecimiento ideológico, de su consumismo hipnótico, y sólo las intervenciones directas y violentas, como el poner bombas en los supermercados, serían eficaces. ¿No sucede lo mismo hoy en día, aunque a un nivel diferente, con el terror fundamentalista? ¿No pretende despertarnos a nosotros, ciudadanos occidentales, de nuestro adormecimiento, de la inmersión en nuestro universo ideológico cotidiano?

Estos dos últimos ejemplos indican la paradoja fundamental de la «pasión por lo Real»: culmina en su opuesto aparente, en un espectáculo teatral, desde los juicios de Stalin hasta los actos terroristas espectaculares[5]. De modo que, si la pasión por lo Real termina en la pura apariencia de un espectacular efecto de lo Real, entonces, en una inversión exacta, la pasión «posmoderna» por la apariencia termina en un retorno violento a la pasión por lo Real. Tomemos el ejemplo de los cutters (personas, en su mayoría mujeres, que experimentan una necesidad irresistible de cortarse a sí mismas con navajas o de hacerse daño a sí mismas de cualquier otra manera); este fenómeno es estrictamente paralelo a la virtualización de nuestro entorno: representa una estrategia desesperada de regresar a lo Real del cuerpo. Como práctica, el cutting debe contraponerse al tatuaje normal, que garantiza la inclusión del sujeto en el orden simbólico (virtual); el problema de los cutters es el opuesto, es decir, la afirmación de la propia realidad. Lejos de ser suicidas, lejos de expresar un deseo de autoaniquilación, el cutting es un intento radical de recuperar un asidero en la realidad o (y éste es otro aspecto del mismo fenómeno) de asentar de manera firme el yo en la realidad corporal, contra la ansiedad insoportable que produce el percibirse uno mismo como no existente. Los cutters dicen a menudo que, cuando ven la tibia sangre roja brotar de la herida autoinflingida, se sienten de nuevo vivos, firmemente asentados en la realidad[6]. De modo que aunque, por supuesto, el cutting sea un fenómeno patológico, supone un intento patológico de recuperar cierta normalidad de evitar un hundimiento psicótico total.

En el mercado actual, encontramos toda una serie de productos libres de sus propiedades perjudiciales: café sin cafeína, nata sin grasa, cerveza sin alcohol… Y la lista es larga: ¿no podríamos considerar el sexo virtual como sexo sin sexo, la teoría de Colin Powell de la guerra sin bajas (en nuestro bando, por supuesto) como guerra sin guerra, la redefinición contemporánea de la política como el arte de la administración experta como política sin política, hasta llegar al multiculturalismo liberal y tolerante de hoy en día como experiencia del Otro sin su Otredad (el otro idealizado que baila bailes fascinantes y tiene una visión ecológica y holística de la realidad, mientras que costumbres como la de pegar a las mujeres las dejamos a un lado…)? La realidad virtual se limita a generalizar el procedimiento ofreciendo un producto carente de substancia: proporciona la misma realidad sin substancia, sin el núcleo duro de lo Real; exactamente del mismo modo en el que el café descafeinado huele y sabe a café sin ser café de verdad, la realidad virtual se experimenta como realidad sin serlo. Al final de este proceso de virtualización, sin embargo, lo que sucede es que comenzamos a experimentar toda la «realidad real» como si fuera una entidad virtual. Para la gran mayoría del público, las explosiones del World Trade Center fueron acontecimientos televisivos, y es que, mientras mirábamos las tan repetidas imágenes de la gente aterrorizada corriendo hacia la cámara ante una nube inmensa de polvo procedente de la torre que se derrumbaba, ¿acaso no recordaba el encuadre de la toma las escenas de catástrofes de las películas?, ¿no parecía un efecto especial que dejaba anticuados a todos los demás, ya que, como sabía Jeremy Bentham, la realidad es la mejor apariencia de sí misma?

Y ¿no fue el ataque al World Trade Center respecto a las películas de catástrofes hollywoodienses lo que la pornografía snuff a las películas porno sadomasoquistas convencionales? Éste es el elemento de verdad en la provocadora afirmación de Karl-Heinz Stockhausen de que el ataque de los aviones al World Trade Center ha sido la obra de arte definitiva: podemos concebir el hundimiento de las torres del World Trade Center como la conclusión culminante de la «pasión por lo Real» del arte del siglo xx; de acuerdo con esta idea, los mismos «terroristas» no actuaron por encima de todo para provocar un daño material, sino por el efecto espectacular de su acción. Cuando, días después del 11 de septiembre, nuestra mirada estaba saturada de las imágenes del avión estrellándose contra una de las torres, nos vimos obligados a experimentar lo que son la «compulsión de la repetición» y la jouissance más allá del principio del placer: queríamos ver una y otra vez; se repetían las mismas tomas hasta la náusea, y la siniestra satisfacción que obteníamos de ello era jouissance en estado puro. Con el hundimiento en televisión de las dos torres se hizo posible experimentar la falsedad de los reality shows televisivos: en ellos, incluso si las personas que aparecen son reales, actúan, se representan a sí mismas. El aviso tradicional de las novelas («Los personajes de este texto son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia») también vale para quienes participan en estos programas: lo que vemos en ellos son personajes de ficción, aunque hagan el papel de sí mismos.

La verdadera pasión novecentesca por penetrar la Cosa Real (en última instancia, el Vacío destructivo) a través de la tela de araña de las apariencias que constituyen nuestra realidad culmina en el hechizo de lo Real como el «efecto» definitivo, algo que se busca a través de los efectos especiales digitalizados, la televisión-realidad y la pornografía amateur o las películas snuff. La forma en la que estas últimas ofrecen la realidad es tal vez la verdad última de la realidad virtual. Hay una conexión íntima entre la virtualización de la realidad y la emergencia de un dolor corporal infinito, mucho mayor que el normal: ¿no abren acaso la biogenética y la realidad virtual combinadas nuevas posibilidades de dolor «aumentado», de nuevos horizontes inéditos de ampliar nuestra capacidad de producir dolor (a través de la ampliación de nuestra capacidad sensorial de soportarlo, a través de nuevas formas de infligirlo)? Quizá la imagen sadeana de una víctima de la tortura que no muere soportando un dolor interminable sin poder escapar mediante la muerte está a la espera de convertirse en real.

La fantasía paranoica estadounidense por excelencia es la de un individuo que vive en una pequeña e idílica ciudad californiana, un paraíso consumista, que de pronto comienza a sospechar que el mundo en el que vive es un fraude, un espectáculo escenificado para convencerle de que vive en un mundo real, mientras que la gente que lo rodea no son de hecho más que actores y extras de un espectáculo gigantesco. El ejemplo más reciente de esta historia es El show de Truman (1998), de Peter Weir, con Jim Carrey en el papel de un dependiente de una pequeña ciudad que poco a poco descubre que en verdad es el protagonista de un espectáculo televisivo de veinticuatro horas: su ciudad es un inmenso plató, con cámaras que le siguen por todas partes. Entre sus predecesores cabe mencionar Time out of Joint[El tiempo fuera de quicio] (1959) de Phillip K. Dick, en la que el protagonista, que vive una vida modesta en una pequeña e idílica ciudad californiana a finales de la década de 1950, descubre que toda la ciudad es un fraude escenificado para mantenerle satisfecho… La experiencia subyacente a El tiempo fuera de quicio y El show de Truman consiste en que el paraíso consumista californiano del tardo-capitalismo es, en su hiperrrealidad, en cierto sentido irreal, sin substancia, carente de inercia material. Y la misma «desrealización» del horror se produjo tras el hundimiento del World Trade Center: aunque el número de víctimas (3.000) se repetía todo el tiempo, es curioso observar que pocas imágenes desagradables vimos: ni cuerpos desmembrados, ni sangre, ni rostros desesperados de personas moribundas… en claro contraste con la información sobre las catástrofes del Tercer Mundo, en la que el único objetivo es enfocar los detalles más bestiales: somalíes muriendo de hambre, mujeres bosnias violadas, hombres degollados. Estos reportajes aparecen siempre acompañados del aviso previo de que «algunas de las imágenes que verán a continuación son extremadamente gráficas y pueden herir la sensibilidad de los niños», aviso que nunca vimos en la información sobre el derrumbe del World Trade Center. ¿No es ésta una prueba de cómo, incluso en los momentos trágicos, se mantiene la distancia que nos separa a Nosotros de Ellos, de su realidad?: el horror ocurre allí, no aquí[7].

De modo que no se trata sólo de que Hollywood escenifique una apariencia de la vida real carente del peso y la inercia de la materialidad. En la sociedad consumista tardo-capitalista, la «vida social real» adquiere de algún modo la consistencia de un fraude escenificado, en el que nuestros vecinos se comportan en la «vida real» como actores y extras… De nuevo, la verdad última del universo capitalista utilitarista y desespiritualizado es la desmaterialización de la propia «vida real», su inversión en un espectáculo espectral. Entre otros, Christopher Isherwood dio expresión a esta irrealidad de la vida cotidiana estadounidense, ejemplificada en la habitación de motel: «¡Los moteles estadounidenses son irreales!… Han sido diseñados de forma deliberada para ser irrea-les… Los europeos nos odian porque nos hemos retirado a vivir dentro de nuestros anuncios, como ermitaños que se retiran a cuevas para vivir una vida contemplativa». La noción de «esfera» de Peter Sloterdijk se realiza aquí de forma literal, como la gigantesca esfera metálica que envuelve y aísla toda la ciudad. Hace algunos años, una serie de películas de ciencia-ficción como Zardoz o La fuga de Logan anticiparon el dilema posmoderno contemporáneo extendiendo esta fantasía a la propia comunidad: un grupo que vive aislado una vida aséptica en una zona de acceso restringido y siente nostalgia de la decadencia material del mundo real. ¿No podríamos considerar la escena incesantemente repetida del avión acercándose a la segunda torre del World Trade Center como la versión en la vida real de la famosa escena de Los pájaros de Hitchcock, analizada de forma sublime por Raymond Bellour, en la que Melanie se acerca al muelle de Bodega Bay tras cruzar la bahía en una barca? Cuando, al acercarse al malecón, saluda a su (futuro) amante, un pájaro (percibido primero como una mancha negra indistinguible) entra en el encuadre de forma inesperada desde la parte superior derecha y le pica en la cabeza[8]. ¿No fue el avión que se estrelló contra el World Trade Center la versión definitiva de la mancha hitchcockiana, la mancha anamórfica que desnaturaliza el paisaje idílico y conocido de Nueva York?

La película de los hermanos Wachowski Matrix (1999) lleva esta lógica a su clímax: la realidad material que todos experimentamos y vemos es una realidad virtual, generada y coordinada por un ordenador gigante al que todos estamos conectados; cuando el protagonista (interpretado por Keanu Reeves) despierta a la «realidad real», se encuentra con un paisaje desolado salpicado de ruinas quemadas: los restos de Chicago tras una guerra global. El líder de la resistencia, Morfeo, le brinda un saludo irónico: «Bienvenido al desierto de lo real». ¿No fue algo similar lo que sucedió en Nueva York el 11 de septiembre? Sus ciudadanos conocieron el «desierto de lo real». Para quienes hemos sido corrompidos por Hollywood, el paisaje y las imágenes de las torres derrumbándose no pueden sino recordarnos las escenas más espectaculares de las superproducciones de catástrofes.

Cuando oímos hablar de cómo los ataques supusieron un shock completamente inesperado, de cómo sucedió algo imposible e inimaginable, deberíamos recordar otra catástrofe decisiva de inicios del siglo xx, el hundimiento del Titanic: este suceso fue también un shock, pero su espacio ya había sido preparado mediante una fantasía ideológica, en la medida en que el Titanic era el símbolo de la potencia de la civilización industrial del siglo xix. ¿No sucede lo mismo con estos ataques? Los medios de comunicación no sólo habían estado bombardeándonos con su discurso sobre la amenaza terrorista, sino que además ésta había sido investida libidinalmente. Basta con recordar la serie de películas como Escape de Nueva York o Independence day. Aquí está el núcleo de la tan mencionada relación de los ataques con las películas de catástrofes de Hollywood: lo impensable que sucede era un objeto de fantasía, de forma que, en cierto sentido, Estados Unidos obtuvo aquello con lo que había estado fantaseando, y ésta es la mayor sorpresa. El último giro de esta relación entre Hollywood y la «guerra contra el terrorismo» sucedió cuando el Pentágono decidió solicitar la ayuda de Hollywood: a principios de octubre de 2001, la prensa informó de que, a propuesta del Pentágono, se había formado un grupo de guionistas y directores de Hollywood, especialistas en películas de catástrofes con el propósito de imaginar situaciones para posibles ataques terroristas y formas de combatirlos. Y esta cooperación parece seguir adelante: a principios de noviembre de 2001, se produjo una serie de encuentros entre consejeros de la Casa Blanca y altos ejecutivos de Hollywood con el propósito de coordinar el esfuerzo de guerra y establecer la forma en la que Hollywood podía ayudar en la «guerra contra el terrorismo» transmitiendo el mensaje ideológico correcto no sólo a los estadounidenses, sino también al público de Hollywood de todo el planeta, prueba empírica definitiva de que Hollywood funciona de hecho como «aparato ideológico de Estado».

Deberíamos, por lo tanto, invertir la lectura habitual según la cual las explosiones del World Trade Center fueron la intrusión de lo Real que altera nuestra esfera ilusoria: al contrario, era antes del hundimiento del World Trade Center cuando vivíamos en nuestra realidad, percibiendo los horrores del Tercer Mundo como algo que no formaba parte de nuestra realidad social, como algo que existía (para nosotros) en una aparición (espectral) en televisión. Y lo que sucedió el 11 de septiembre fue que esa aparición fantasmática entró en nuestra realidad. No se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad (es decir, las coordenadas simbólicas que determinan nuestra experiencia de la realidad). El hecho de que, tras el 11 de septiembre, se pospusiera (o incluso suprimiera) el estreno de muchas superproducciones con escenas que guardaban cierto parecido con el derrumbe del World Trade Center, debería leerse como la «represión» del sustrato fantasmático responsable del impacto del suceso. Por supuesto, lo interesante no es jugar un juego pseudo-posmoderno en el que se reduzca el derrumbe del World Trade Center a un mero espectáculo para los medios de comunicación, leerlo como la versión en catástrofe de las películas porno snuff; la pregunta que deberíamos habernos hecho mientras veíamos la televisión el 11 de septiembre es simplemente: ¿Dónde he visto ya eso una y otra vez?

El hecho de que los ataques del 11 de septiembre fueran material de fantasías populares mucho antes de que de hecho tuviera lugar nos da otra prueba de la lógica oblicua de los sueños: es fácil darse cuenta de que gente de todo el mundo sueña con hacerse estadounidense. Y ¿con qué sueñan los ricos estadounidenses, inmovilizados en su bienestar? Con una catástrofe global que rompa sus vidas en pedazos. ¿Por qué? De esto es de lo que trata el psicoanálisis: de explicar por qué, en medio del bienestar, nos hechizan visiones de catástrofes de auténtica pesadilla. Esta paradoja explica también cómo deberíamos entender el concepto lacaniano de «atravesamiento de la fantasía» como momento final del tratamiento psicoanalítico. Esta idea parece poder encajar perfectamente en la idea común de lo que debería hacer el psicoanálisis: por supuesto, debería librarnos de nuestras fantasías idiosincráticas y permitir que nos enfrentemos a la realidad tal y como es. Sin embargo, esto es precisamente lo que Lacan no tiene en mente; lo que pretende de hecho es casi su opuesto exacto. En nuestra existencia cotidiana, estamos inmersos en la «realidad» (estructurada y sostenida por la fantasía), y esta inmersión es perturbada por síntomas que dan testimonio del hecho de que otro nivel de nuestra psique, reprimido, se resiste a esta inmersión. «Atravesar la fantasía», por lo tanto, quiere decir paradójicamente identificarse plenamente con la fantasía, es decir, con la fantasía que estructura el exceso que resiste a nuestra inmersión en la realidad cotidiana, o, por citar una formulación sucinta de Richard Boothby:

«Atravesar la fantasía» no quiere decir que el sujeto de algún modo abandone su implicación con caprichos arbitrarios y se acomode a la realidad «pragmática», sino precisamente lo contrario: el sujeto es remitido al efecto de la falta simbólica que revela el límite de la realidad cotidiana. Atravesar la fantasía en sentido lacaniano es ser llamado por la fantasía de una forma más profunda que nunca, en el sentido de ser llevado a una relación más íntima con el núcleo real de la fantasía que trasciende su conversión en imagen[9].

Boothby tiene razón al enfatizar la estructura bifronte de una fantasía: una fantasía es a la vez pacificadora, tranquilizadora (nos proporciona una situación imaginaria que nos permite afrontar el abismo del deseo del Otro) y aterradora, perturbadora, inasimilable en nuestra realidad. La dimensión ideológico-política de este concepto de «atravesar la fantasía» fue revelado de forma clara por el papel único que jugó el grupo de rock Top Lista Nadrealista (La lista top de los surrealistas) durante la guerra de Bosnia en la ciudad sitiada de Sarajevo: sus interpretaciones irónicas –que, en medio de la guerra y el hambre, satirizaban la condición de los habitantes de Sarajevo– adquirieron un status de culto no sólo en la contracultura, sino también entre los ciudadanos de Sarajevo en general (el grupo aparecía semanalmente en televisión durante toda la guerra y era muy famoso). En lugar de lamentarse del destino trágico de los bosnios, movilizaban todos los clichés sobre los «estúpidos bosnios» que eran tópicos en Yugoslavia, identificándose plenamente con ellos. Lo interesante del caso es la forma en la que la verdadera solidaridad pasa por el enfrentamiento directo con las fantasías racistas obscenas que circulaban en el espacio simbólico de Bosnia, a través de la identificación lúdica con ellas y no de la negación de estas obscenidades porque no representan al pueblo «como es en realidad».

Esto quiere decir que la dialéctica de la semejanza y lo Real no puede reducirse al hecho elemental básico de que la virtualización de nuestras vidas cotidianas, la experiencia de que estamos viviendo cada vez más en un universo construido artificialmente, da origen a una irresistible urgencia de «retorno a lo Real», de recuperar un asidero firme en una «realidad real». Lo Real que vuelve tiene el status de otra apariencia: precisamente porque es real, es decir, a causa de su carácter traumático/excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que experimentamos como) nuestra realidad y, por lo tanto, nos vemos obligados a experimentarlo como una aparición de pesadilla. Ésta es la naturaleza de la imagen atractiva del derrumbe del World Trade Center: una imagen, una apariencia, un «efecto», que al mismo tiempo nos entregaba la «cosa misma». Este «efecto de lo Real» no es lo mismo que Roland Barthes, en la década de 1960, llamaba l’effet du rèel: es más bien su contrario: l’effet du irrèel. Es decir, en contraste con el barthesiano