Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Narrada en forma de diario, Billie Morgan nos lleva al descenso a los infiernos de su protagonista a través de una increíble voz narrativa y de un talento literario inusitado. En su juventud, Billie Morgan se unió a una banda de motoristas. Tras varios coqueteos con el crimen, el novio de Billie asesinó a un retorcido y agresivo yonqui. Ambos consiguieron ocultar el asesinato, pero años más tarde, un periodista empieza a investigar la desaparición de la víctima. Pronto se acercará demasiado a Billie y amenazará con reventar la vida respetable que se ha construido tras dejar atrás sus locuras de juventud.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 557
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Joolz Denby
Traducción: Raúl Campos
Saga
Billie Morgan
Translated by Raúl García Campos
Original title: Billia Morgan
Original language: English
Copyright © 2023 Joolz Denby and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728414071
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Dedicado con todo mi corazón y la más reverencial gratitud a Justin Sullivan y Warren Hogg y a la memoria de mis queridos compañeros Finn MacCool y Little Egypt.
Quisiera dar las gracias a las siguientes personas por su valiosa ayuda y sus palabras de ánimo: John Williams, Pete Ayrton y todo el equipo de Serpent's Tail, Kate Gordon, la doctora Christine Alvin, Nina Baptiste, Kulbir Singh, Tracie Critchley, Jodie y Chris, Sheila McLean e Isaac McLean-Swain, Donelda McKechnie, Nic Sears, John Connolly, Julia Wallis-Martin, Spotti-Alexander y Miss Dragon Pearl.
A los lectores de mis anteriores obras, cuyos incansables aliento, apoyo y lealtad me han llegado muy hondo.
A todas esas personas que no puedo nombrar pero que saben quiénes son: gracias, hermanos. A quienes ya no están con nosotros, que en paz descansen.
Mi gratitud y respeto, como siempre, para la Diosa.
Estos son mis recuerdos; mi versión de los hechos. BM
Sé que la mujer del reflejo de la ventana soy yo, aunque su aspecto sea distinto. Su tez es pálida y sonrosada, es delgada y lleva su fina cabellera rubia recogida con una horquilla. Las marcadas arrugas que nacen en las comisuras de sus labios huidizos acentúan su expresión de cansancio y tristeza. Yo tengo el pelo castaño oscuro y ondulado, surcado de vetas plateadas, corto y peinado hacia atrás, marcando un pequeño pico de viuda. Soy fuerte y corpulenta y mi piel es entre blanca y amarilla, como nacarada. Mis ojos no son azul deslavado ni están enmarcados en rojo, como los del reflejo sino que son gris marino y están moteados de verde. Como los de mi padre.
Sin embargo, sé que ella soy yo; sé que la del reflejo soy yo mirando cómo la furiosa lluvia cae al otro lado de la ventana mientras yo —ella— lavo los platos de la cena con guantes rosas de goma, algo que jamás hago. He vuelto a la vieja casa de West Bowling y me he quedado contemplando el patio enlosado trasero, el estrecho arriate de dos metros de largo repleto de rosas y cenicienta y monótona mugre. Es una zona empobrecida y decadente, un suburbio. El patio está destrozado y las paredes exteriores llenas de graffitis. Suspiro y me aparto un lacio mechón de pelo amarillo de mi sonrojada frente con el dorso de la muñeca.
Me veo desde fuera, desde arriba. Una parte de mí flota en medio de la lluvia y ve mi boca abierta escupiendo un espantoso grito mudo, ve mis ojos —esos ajenos ojos azules— abiertos como platos con horrorizada incredulidad al reconocer bajo el aguacero, que se lleva la tierra, una mano flácida y blanca como el hueso que sobresale del arriate. Poco a poco toda la tierra va desapareciendo hasta dejar al descubierto el inerte y repulsivo cuerpo de un hombre con la boca llena de barro y los mugrientos ojos perdidos en el vacío. Aunque sé que el cadáver lleva allí muchos años, como si fuera un espeluznante icono, no se ha descompuesto. Me inclino sobre el fregadero y lloro al ver cómo el terrible secreto que durante tanto tiempo he ocultado queda a la vista de todo el mundo y cómo mi vida se va terminando.
Los ahogados sollozos se convierten en un ronco llanto cuando me despierto. Siempre me despierto en el mismo punto. Siempre.
Me llamo Billie Morgan. Me llamo Billie Morgan.
Y soy una asesina.
Sabéis, lo cierto es que no tengo ni puta idea de por qué estoy haciendo esto. Escribir esta mierda, conservarla para la eternidad en negro sobre blanco en la estúpida Times New Roman a catorce puntos —sí, sé que es enorme, pero es que soy un poco miope—. Puede que necesite confesarme, como en las películas malas, en plan «...antes de matarle, Bond, le contaré por qué asesiné al presidente y...». Yo siempre pensaba joder, déjate de tonterías y huye ya con los diamantes. En fin, miradme, aquí estoy, dándole a la tecla. Pero estas líneas no están a buen recaudo, cualquiera podría hacerse con ellas. Quiero decir, puedes leer sobre criminales —criminales, joder, qué ironía, como si yo no lo fuera— a los que han llevado a juicio porque en sus ordenadores se han encontrado «pruebas incriminatorias» aunque pensaran que ya estaban a salvo porque se habían deshecho de ellas. Leckie siempre dice, no sin antes fruncir los labios juiciosamente, que la gente que no entiende de ordenadores —dando a entender que ella sí— se cree que cuando borras las cosas ya nunca las puedes recuperar porque se han desvanecido como éter virtual, como ceniza desperdigada por el viento. Luego hace un silencio valorativo, menea un poco la cabeza y le da a su ancha cara marrón una expresión de sabiduría. Pero, anuncia con los ojos abiertos como platos, no es así. Ni de lejos. Porque luego viene cualquier niñato friki granuloso y recupera como si nada la información de tu disco duro, entre cuyos surcos y gorgoritos ha permanecido agazapada y oculta todo el tiempo. Que sí, dice Leckie en tono victorioso, que la gente es muy tonta.
Es algo que siempre me hace reír. Ella cree que admiro su sapiencia y perspicacia, su profundo conocimiento del alma humana. Pero en realidad sonrío sin ninguna gana ante el grotesco recuerdo de mi inconfesable y ciega estupidez, de mi error, mi gran, mi colosal cagada.
Pobre Leckie. Le tengo mucho cariño, de verdad, pero como dicen por aquí: perdónala, porque no sabe lo que dice.
Ya veis, siempre he sentido la necesidad de confesar, de hablar de las cosas sin preocuparme del riesgo que corro al imprimirlas o, antes de informatizarme, al anotarlas en un cuaderno. Pero en concreto este manuscrito o como queráis llamarlo, esto que estáis leyendo ahora mismo, seáis quienes seáis, es el más importante, mi intento de dejar las cosas claras. Ya me entendéis, antes de morir o de coger y largarme a Tahití, como Gaugin. Tenía la necesidad de hacerlo. Debajo de mi cama guardo una caja fuerte de acero repleta de viejos cuadernos, todos de distintos tamaños, formas y colores y llenos de mis ilegibles garabatos. También guardo ahí varios tipos de discos que reflejan mi relación con el mundo de la informática, saturados de desvaríos digitales. Los unos y los otros están muy bien protegidos, la llave la escondo en una desgastada bolsita de seda china, demasiado ajada para venderla ni siquiera de rebajas, que guardo entre el colchón y el somier. Es el primer lugar donde cualquiera buscaría, lo sé, pero sabe Dios que lo último que quiero es a la pasma rebuscando en mi casa. A veces pienso que debería esconder la maldita caja en un lugar menos accesible; quizá en el hueco de detrás de la placa del interruptor, donde estos acostumbraban a guardar la mercancía en los viejos tiempos. Pero no me apetece un huevo, tendría que destornillar la placa cada vez que necesitara la llave y sé que me molestaría.
Y ahora sí que no me apetecería. Tengo cuarenta y seis años, ¿por qué iba a tomarme la molestia? A veces pienso que es un milagro que siga viva, por mucho que Leckie insista en teñirme el pelo para quitarme las canas y en hacerme la manicura. Dice que tengo que mimarme. Como si yo fuera un bebé o como si los bebés se sometieran a tratamientos faciales o de aromaterapia.
En cualquier caso, me gusta la caja fuerte, perteneció a mi abuelo. Se la dieron en el ejército y lleva su nombre estarcido en ella: Comandante W.E.G. Morgan. William Edward George Morgan. Bill Morgan. Fue el primer Bill, después llegó mi padre y por ultimo yo, Billie. No es que en realidad me llame Wilhemina ni nada parecido, no. En mi partida de nacimiento pone Billie. Mi padre insistió, en contra de los deseos de mi madre, en bautizarme con el nombre de Billie; en parte por mantener un poco la tradición familiar y en parte por Billie Holiday. Era su cantante de jazz favorita, la única con voz de cansado terciopelo raído. Mi madre quería ponerme un nombre que sonara «femenino», como el de mi hermana mayor, Jennifer, solo que, por una vez, mi padre le contradijo. A mi madre no le hizo gracia y cuando la joden... bueno. Se puede decir que ya entré en este mundo con mal pie.
Me encanta esa vieja caja abollada porque me evoca mi infancia y me hace recordar aquellos cómodos y seguros tiempos pasados, a papá. Su padre murió antes de que yo cumpliera cinco años y la abuelita poco después; el padre de mamá murió cuando ésta era una adolescente y su madre, con quien nunca se llevó bien, vivió en un asilo de Scarborough varios años hasta que murió, puede que de aburrimiento, cuando yo tenía dieciséis. Estaba el hermano de mamá, el tío Arthur y su familia, pero como vivían en el sur nunca mantuvimos una relación muy estrecha con ellos y tampoco lo quisimos, la verdad sea dicha, porque eran un puñado de arribistas sociales. Una vez alguien oyó cómo el tío Arthur, avergonzado de su procedencia, le contaba a alguien que no, que no era de Bradford, que en realidad venía de Harrogate; no se puede ser más esnob. Así que mamá, Jen y yo nos habíamos quedado prácticamente solas con nosotras mismas.
La caja es todo lo que me queda de papá; en ella guardaba sus papeles, la cera de sellar y un extraño sello de latón que metía en el crisol de cera roja para que nosotras escribiéramos nuestros «certificados» de cosas como ser una buena chica, haber crecido tres centímetros más o haber ayudado a mamá. Después él calentaba la cera de sellar, vertía un poco sobre el papel y me dejaba estamparla para otorgar al escrito cierta oficialidad.
Le quería tanto, tanto. También quería mucho a mamá, claro, pero papá... Papá era todo lo relacionado con soñar y ser galés; le recuerdo leyéndome Narnia y poemas de alguien a quien él llamaba señor Thomas y que yo no comprendía y me acuerdo también del olor del whisky, los cigarrillos, el aftershave —un poco de Old Mice, corazón, nunca falla, nada puede salir mal si te echas unas gotitas—, y sus ojos grises clavados en algún horizonte lejano y en todas las faldas que se cruzaban en su camino.
Después se fue. Se escapó con su secretaria cuando yo acababa de cumplir nueve. En realidad lo de la secretaria es lo clásico; la abuela del asilo la llamaba niña mona las raras veces que íbamos a visitarla y mamá intentaba hacerla callar y la reñía por «meter el dedo en la llaga». La abuela del asilo se reía con crueldad y la sacaba de quicio cuando bebía el ortodoxo té que mamá preparaba y lo babeaba entre sus encías desdentadas y repetía una y otra vez: «Se ha escapado con una niña bonita, el muy cerdo, todos los hombres son unos puercos, puercos te digo».
Nunca vi a la niña bonita, como también yo la llamaba en secreto, pero me la imaginaba rubia, pechugona, de piernas kilométricas embutidas en botas altas de putón, como Emma Peel en Los Vengadores, solo que de Yorkshire, por supuesto. Le añadí también minifalda y pendientes de plástico «superfashion», chaqueta corta de piel de conejo y bolso de plástico con cadena chapada en oro. Pestañas postizas y uñas largas nacaradas para afrontar las veladas. Morena como un arenque ahumado en verano. Histriónica, pero sin salirse de su papel de fémina. Gintonic con una rodajita de limón, por favor. Oh, Bill, cómo eres, de verdad, qué cosas dices.
Más o menos como mamá, aunque mamá no resulta tan putesca. Es siempre muy elegante; le gusta llevar perlas cultivadas auténticas y un abrigo canela de lana y cachemira con cuello y puños de cordero mongol auténtico. Aun así es muy parecida. Rubia, de pechos voluptuosos y puntiagudos, cintura estrecha, caderas redondeadas, taconazos y atractiva pero en realidad frígida. La niña bonita era más joven, por supuesto. Todos los hombres son iguales, se crean un ideal alrededor del cual labran toda su vida, aunque se cabrean si se lo dices. Ese ideal suele originarlo su primer amor, por lo que no creo que papá se hubiera largado nunca con una morena delgaducha. Tenía un amigo al que se le ponía la carne de gallina cada vez que veía una chica de rasgos escandinavos y profunda mirada azul, todo a causa de la rubia aquella de Abba. Era por eso por lo que también le chiflaba Lady Di. Es patético, lo admito, pero qué se le va a hacer. Oh, las mujeres también somos muy raras. Todas estamos jodidas, por un motivo u otro.
Papá y la niña bonita se fueron a vivir a Torquay, la Riviera inglesa y todo eso. ¿Fueron felices? Puede. Papá siempre estaba de muy buen humor cuando no le entraba aquella maldita y oscura nostalgia celta. El Perro Negro la llamaba. «Ya me está mordiendo otra vez el Perro Negro, corazón, dale a tu viejo padre un besito, qué rica mi niña; te quiero, Billie, te quiero más que a nada, ¿lo sabías? Porque eres un pedacito de mí».
Nunca volví a verlo. Murió en un accidente de tráfico cuando yo tenía veinte años. Borracho. Se estampó contra un árbol, dijeron. No se enteró. No fui al funeral, ninguna fuimos. Quién sabe qué fue de la niña bonita, lo más probable es que lo hubiera dejado años atrás. No dejó herencia alguna, solo trastos. Llevaba un tiempo viviendo solo en una pensionucha de Brighton. Alguien nos envió sus deprimentes trastos; yo me apropié de la caja fuerte antes de que mamá la tirara a la basura. Porquería, dijo llena de cólera, no nos ha dejado más que porquería.
Mamá y Jen dicen que soy la viva imagen de papá. Creo que ese era el problema.
Vivo en Bradford, en West Yorkshire, una región de Inglaterra que los del sur creen que es más gris, estéril y lúgubre a medida que se va yendo hacia el norte: «Ooh, ¿está cerca de Manchester? Dios, quiero decir... Yo... En realidad, bueno, yo no...». No, no saben dónde vivo, donde vivimos los putos bárbaros.
No saben lo que se pierden, esos estúpidos gilipollas; no han saboreado el acre e intenso sabor de la ciudad, la belleza de los impresionantes edificios del siglo XIX, adornados con los grabados en piedra más elegantes de todo el país. No han visto nuestra luz, que se espesa y dora tanto en el crepúsculo que prende los cristales de las ventanas de las paredes de arenisca y los tiñe de resplandeciente ámbar. No han probado nuestra comida, que procede de todas partes del mundo y es muy barata: mangos, caquis, caña de azúcar, kimbombós, racimos de cilantros recién cortados y atados con gomas viejas... todo lo que quieras lo encontrarás al precio más barato en la tienda de la esquina. En una granja de ponis unos ucranianos elaboran un pan que más bien parece ambrosía. Hay trabajadores procedentes del subcontinente y otros que son naturales de Bradford. La gente que nos trata con desprecio nunca ha contemplado nuestro cielo, la vasta y añil bóveda celeste que se cubre de nubes arremolinadas cuando el viento las arrastra al otro lado del valle. No ha paseado por nuestros campos, por nuestros páramos, salpicados de riscos y cubiertos de purpúreos brezos y de oxidados mantos de helechos entre los que resuena el quejoso eco de los aullidos de los zorros, vigilados por los cernícalos, que revolotean sobre las revueltas termas.
Oh, sin duda se trata de una región deprimida; cuando la industria textil estuvo a punto de venirse abajo, la pobreza empezó a pudrirlo todo. Los niños pasaban hambre y el corazón de los jóvenes se hinchó de una enfermiza rabia que los empujó a cometer actos temerarios y brutales. No seré yo quien diga que es un lugar agradable. En algunos aspectos es feo y cruel; a veces me frustra y me desespera el comportamiento de la gente. Pero no es triste ni sombrío sino tan vivo y colorido como un Turner. Es un laberinto de piedra, una trampa para los despistados... No me sorprende que a los pobres londinenses les resulte tan chocante.
Siempre he vivido aquí, con mamá, Jen y Liz. Nunca hemos pensado en mudarnos a otra ciudad. Cuando Jen emigró no cuenta porque su corazón seguía vinculado a Bradford. Eso sí, no vivimos en el centro, esta ciudad no es de esas. Mi tienda está ahí, así es como me gano la vida; tengo una tienda de regalos en Carlsgate junto al centro comercial a la que he puesto el nombre de Moonstone. Antes se llamaba Regalos Moonstone pero después de que Leckie viniera a trabajar conmigo la redecoramos y quitamos el «Regalos»; así suena más moderno y va con el azul pálido metálico de las paredes y el suelo de madera clara. Si pudiera quitarle a Lecks de la cabeza la idea de vender sus baratijas de estilo new age sería fantástico pero, en fin, todos tenemos nuestras manías. Ojalá las dejara con los apestosos pebetes y los libritos de portadas de tonos pasteles de títulos como Más allá de Dios o Descubra su Sagrado Payaso Interior. Me niego en redondo a ponerlos a la venta.
Mi especialidad son las piedras preciosas y la platería, las obras buenas y bonitas. Pinto tarjetas, elaboro regalos diferentes, diseño papel de regalo y cosas así. Es un lugar bonito, la tienda, el ambiente de trabajo es muy agradable, como se suele decir, de lo cual me siento muy orgullosa. Encima hay un pequeño apartamento que utilizamos como almacén porque ya no vive nadie en él. Yo lo ocupé cuando abrí la tienda, época en la que estaba pelada y desesperada, pero lo dejé tan pronto como tuve ocasión. En realidad nadie vive en la ciudad propiamente dicha; por las noches sentía una extraña soledad, allí acurrucada en mi saco de dormir sobre un colchón tirado en el suelo escuchando cómo canturreaban los borrachos.
Mamá sigue viviendo en la casa adosada de Saltaire a la que se mudó cuando vivía con papá; entonces no tenía nada de especial, aunque sí resultaba pintoresca con el canal y la pequeña ciudad de fondo. El pueblo, que parece haber sido construido de una pieza, cuenta con un hospital en miniatura y diversos hospicios que Titus Salt, dueño de una fábrica de tejidos y visionario social del siglo XIX, ordenó construir para atender a sus trabajadores. En la actualidad es un lugar bullicioso en el que cada día aumenta la población de lo que antes se llamaban yuppies. Hay cafeterías orgánicas, tiendas de ropa, galerías de arte, un museo del armonio y un edificio dedicado al reconocido artista local David Hockney. Es una especie de sepulcro premortuorio dotado de una silente atmósfera funeraria y repleto de floreros votivos llenos de lirios. Muy anti-yorkshiriano.
Pues ahí es donde vive mamá. Yo viví con ella hasta que me casé y Jen hasta que, como he dicho, emigró. Ahora mi casa está en el otro extremo de la ciudad, en otro pueblo dormitorio, Ravensbury, también muy bonito pero quizá un poco más rural. Mi cabaña tiene dos dormitorios pequeños, salón, cocina y cuarto de baño. Tengo además un jardincito con flores de todos los colores, un hermoso y viejo sauce llorón, montones de rosas normales, un estanquito bordeado de lirios amarillos y un banco hecho de azulejos de estilo gaudiniano que hice en la esquina de la vieja pared de piedra. Tengo incluso un ruinoso garaje en el que guardo mi vieja ranchera. La compré antes de que se dispararan los precios de las viviendas —por veinte mil libras fue toda una ganga—. Oh, en serio, entonces no era difícil encontrar oportunidades así.
Vivo sola con mis gatos, Gengis y Cairo. Gengis es un viejo demonio artrítico y negro como la noche, tiene incontables cortes en las orejas y unos ojos de color amarillo sulfuroso rebosantes de maldad y violencia, pero se lleva bien conmigo y con la gente. Cairo, que es más joven, tiene los ojos muy rasgados y es como la Sofía Loren de los gatos, un bomboncito atigrado de ascendencia siamesa con cuyos operísticos maullidos podría resucitar a un muerto. Me encantan mis animales; quiero decir que los amo de verdad. No me importa si suena sentimentaloide o si parezco mayor, solo sé que me importan más que ciertos humanos. Llevo años viviendo con ellos, oliendo el limpio y primitivo olor de su pelaje y sintiendo su sedosa suavidad en mis dedos. He escuchado sus conversaciones y riñas, los he visto matarse y besarse con la misma satisfacción. Los he visto pasar de ser cachorros temblorosos a convertirse en ligeros y elásticos adolescentes y por último en vejestorios melancólicos y silenciosos. Los he cuidado y he dormido con ellos, he ido cayendo en el mundo de los sueños al son de su respiración, sus matutinos gemidos de hambre han sido mi reloj despertador.
También me encanta mi hogar. Ahora está muy bien, después de haberle dedicado mucho tiempo, de reparar los daños que hicieron los imbéciles de los antiguos propietarios, que pintaron las vigas de roble con pintura lila de emulsión y pegaron PVC púrpura en el suelo hasta el dormitorio. Ahora es más luminoso y abierto; lo he decorado con mucha madera y piedra naturales y con un enorme y mullido sofá rojo en el que suelo enroscarme frente a la potente estufa de gas. Es desvergonzadamente acogedor, supongo, en lugar de minimalista o moderno. Y me gusta que el pequeño cementerio arbolado y la pequeña iglesia de paredes verdosas estén tan cerca; me traen paz. No me asustan los muertos, más bien son los vivos los que me dan por el culo, lo tengo muy claro.
He colgado en las paredes las fotos enmarcadas de mi padre; las cogí de casa de mamá, que las tenía del revés. No cuelgo mis propios trabajos, no puedo, para mí es como rogar un halago o algo así. Ya sabéis, lo típico de «Qué cuadro tan bonito, ¿quién lo ha pintado? ¿Es tuyo? Qué pasada...». Es como si dijera «Eh, admirad mi inteligencia, soy toda una artista», pero quizá, para ser sincera, muchas veces pienso en lo que podría haber llegado a ser. No una pintora de primera ni una figura del britart, pero sé que hubiera podido vivir de ello, estoy segura. Aunque quizá hubiera tenido que dejar Bradford y mudarme a Londres o a Saint Ives; junto al mar, hubiera sido perfecto.
Sin embargo, jamás salí del pueblo. Ése no es mi destino; mi futuro está en Bradford, en la caótica, contradictoria, inhospitalaria y caleidoscópica Bradford, el telón de fondo de mi vida, una parte de mí, de lo que me ocurrió, de esto en lo que me he convertido.
Sería demasiado fácil decir que tuve una infancia horrible, usarlo como excusa, pero no sería cierto. No me faltó nada material. Mamá trabajaba en la administración municipal como secretaria, qué pasa. Era de las buenas, como ella repetía una y otra vez, y no una simple mecanógrafa presumida como «la mujer esa». Mamá colaboraba con dos «caballeros» del Departamento de Urbanismo. En apariencia eran artistas y se pasaban el día meditando sobre las iglesias barrocas de York y las fachadas clásicas de imitación de Huddersfield. Nada más jubilarse se apuntó a todos los clubs, cursos y actividades que pudo: bridge, obras benéficas, alfarería —esto lo dejó pronto porque decía que se manchaba—, literatura —siempre que se estudiara a Catherine Cookson o a alguien del estilo, es decir, nada de palabrotas ni de folladas y todas las historias iguales para no tener que discurrir mucho—, golf, excursiones en autobús a jardines famosos y, sálvese quien pueda, salsa para mayores de cincuenta años. Para practicarla se compró unos zapatos plateados de tacón de siete centímetros, medida que ella considera práctica. Seguro que solo con esos zapatos y su lápiz de labios de Revlon ya sería capaz de escalar el puto Everest. No, su agenda no le permite ni una hora de tiempo libre, así es como lo prefiere. Se puede decir, como os habréis ido imaginando, que no le gusta pensar.
Jen, casi ocho años mayor que yo —yo no estaba «prevista» como ella, sino que ocurrí después de un diluvio de gin-tonic—, empezó a trabajar nada más dejar la escuela, con dieciséis años. Vive en Canadá, en Calgary, con su marido, Eric, y las niñas, Cheryl Anne y Tiffany Jayne, mis sobrinas, a las que solo he visto en las dos ocasiones en que han visitado la «madre patria». La primera vez Cheryl ya casi tenía tres años y Tiffany todavía era una niña de pecho. Cheryl gritaba como una descosida cada vez que me acercaba a ella, mientras que mamá, Jen y Liz —como si de repente ésta fuera también una experta en críos— fruncían los labios y balanceaban la cabeza al unísono como crisantemos mecidos por la brisa. O como crisantemos trinchados por el tallo de la rosa muerta que era Liz. La segunda vez, unos ocho años después, las niñas se comportaron con educación. Me gustaría decir algo más tierno pero no puedo.
Jen emigró después de la merengada de su boda, con él, Eric, la maravilla sin barbilla. Se llevaban muy bien, gracias a Dios. Cuida de mamá. Es el arquetipo de rubia, toda curvas, manos y pies delicados, grandes ojos azules y tez de melocotón. Al igual que mamá, se pondrá rolliza y le saldrán venillas rojas en sus suaves mejillas. Pero Jen sabe cómo hacer frente a todo eso: ahora es toda una señorita Chanel que trabaja en una gran tienda de un gigantesco centro comercial de Calgary. No dudará en aplicarse esa sombra verde que tan bien disimula el cruel arrebol de la decadencia, o Crème de la Mer, que únicamente vale un millón de libras el tarro, para alisar las primeras arrugas. Si nada de eso funciona, como suele ocurrir, siempre puede una someterse al escalpelo mágico de algún cirujano plástico afectado; Norte América, cuna del enésimo lifting, sonriente calavera de la muerte coronada por una aureola de paja. Jen, como si fuera Canuto el Grande metido a cosmetólogo, resistirá con estoicismo la despiadada avalancha del tiempo.
Para Jen, los tratamientos de belleza son toda una religión, un mantra sin fin; su primer empleo fue como «asesora de belleza» —atendía al público en una tienda de Estée Lauder— en los grandes almacenes del pueblo, cerrados desde entonces. Estaba extática, no hay otra forma de decirlo. Se había quedado como Santa Teresa, transfigurada.
Creo que consiguió el trabajo porque sus jefes percibieron el fervor redentor en sus destellantes ojos cuando intentaba convencerlos de que aquello era su vocación. Las manos perfectamente cuidadas de Jen concederían la salvación a las ancianas, a las granulosas, a las de zona T grasienta y a las de piel seca. Todas esas pobres mujeres desesperadas recuperarían el Santo Grial del culto al cuerpo, la feminidad perdida. Los hombres las admirarían y las demás mujeres las envidiarían. Volverían a amarlas. «Ave, Jennifer purísima, bendita tú eres entre todas las mujeres». Se atreverían a enfrentarse de nuevo a ese demonio tirano, el espejo, que les regalaría un nuevo yo pintarrajeado de un húmedo beige uniforme —Jen no trabaja con negras, no son su «especialidad»—, unos ojos de tonos otoñales magistralmente escalonados y unos espesos labios colorados como si les hubieran hostiado en los morros. «Bendita tú eres». «Santa Jennifer, ruega por nosotros, renueva nuestra condición de mujeres y devuélvenos nuestra feminidad de cada día...».
De eso era de lo que iba todo. De feminidad. Mamá y Jen estaban obsesionadas. Lo peor que podían decir de otra mujer era que no parecía muy femenina. Sus vidas giraban alrededor de aquel rígido concepto de condición de mujer, lo que es extraño, supongo, teniendo en cuenta que mamá nunca volvió a casarse tras el divorcio.
La nuestra era una casa de mujeres. Hasta el perro, Dulcy —un yorkshire que mamá siempre adornaba colocándole un lacito de tartán en la cabeza—, era perra. Los hombres podían entrar al santuario, pero jamás se quedaban. Ni siquiera a pasar una noche, que yo sepa. Al principio me ponía a mí como excusa: «La pequeña, no le gustaría, tenía a su padre en un pedestal, la pobre». Podía oírlos en el pasillo cada vez que algún don Juan enfermo de amor pretendía acariciar las generosas curvas de mamá, cubiertas siempre con algún conjunto de suave cachemira, y veía sus valiosas perlas brillar como destellantes gotitas de luz en la sonrosada penumbra mientras Dulcy ladraba lastimeramente alrededor de sus tobillos, forrados con medias de nailon. Tenía que taparme la boca con la mano para no soltar una risita y me acordaba de lo que mi madre me había contado sobre el hombre antes de que llegara mientras aparcaba su coche de representante junto a la casa, bajo la débil llovizna que todo lo volvía gris y borroso.
«En fin, no sé por qué me molesto, no es lo que yo... Jen, amor, tráeme una gasa, hay mucha humedad fuera». Soltaba un profundo suspiro y se ahuecaba la permanente. «No es lo que busco, lo juro, me traerá un ramo de horribles claveles y me acosará, Charlie, toda la noche. ¡Hombres! Aun así Liz tiene razón, no puedo quedarme siempre en casa, me volvería loca. ¿No va a venir Dickie? Bueno, ándate con cuidado y no te líes con ningún aprovechado, jovencita, ya sabes cómo acaban esas historias, mira la pobre Stella Parrish, tan crecidita ya y todavía no veo una alianza en sus dedos, ¿no te parece? No, Billie, eres muy joven. Ya lo verás cuando crezcas, los hombres son la cruz con que debemos cargar las mujeres. Por favor, ¿lo has oído? Toca el claxon como un taxistucho. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Típico. Bueno...». Muac, muac. «Me voy, no me esperéis despiertas, chicas, que no es fin de semana».
Nunca le duraban mucho. Mamá salía con ellos o bien sola o bien en un grupo de dos parejas, con su amiga Liz, con quien se llevaba desde la escuela, varias noches hasta que se cansaba y se los quitaba de encima como si fueran una chaqueta pasada de moda. Disfrutaba mucho más yendo al cine o a bailar tranquilamente con Liz, vestidas ambas de punta en blanco. Liz decidió divorciarse de Ted tras solo cuatro años de matrimonio, cuando un día llegó a casa antes de tiempo y le encontró tirándose a su hermana en el lecho conyugal, al parecer ataviados con sendos disfraces, solamente que esto último lo dijo con disimulo en una sibilante voz baja, frunciendo los labios y con mirada trágica. Toda mi vida me he preguntado de qué se habrían disfrazado ese pobre bastardo y la despreciable hermana de Liz. Yo es que lo flipo. En cualquier caso, la vileza de los hombres actuaba como estrecho vínculo entre Liz y mamá, era su grito de guerra. Las «homodivorciadas», como se llamaban a sí mismas. Eran un par de homodivorciadas.
Por aquel entonces homosexualidad significaba liberación, pero creo que mamá hubiera sido mucho más feliz si se hubiera casado con Liz. Ésta, con su sólido casco de pelo moreno enmarañado y apelmazado, sus símicos ojos de tabaco, su sombra de bigote, su cetrina tez «española» y sus tintineantes pulseras doradas y cadena con crucifijo —sin Cristo clavado a ella; por muy europea que pudiera parecer, no era católica, gracias a Dios— llegó a convertirse en una habitante más de la casa, aunque en principio vivía en monjil soledad a unas pocas calles, en una casita limpia como los chorros del oro que apestaba a ceniceros y ambientadores diversos. En aquella época los maricas eran tan sofisticados como las mujeres; el colmo de la seducción era dar una profunda calada mirando a los ojos de tu presa y después echar el humo y decirle con fatalidad «Adelante, si es lo que sientes» a algún yogurín mareado por la nube de nicotina.
Y os aseguro que Liz era de lo más sofisticada. Había quien la comparaba —alguna amiga ciega, supongo— con aquella otra Liz, Liz Taylor, y siempre se las apañaba para dejar caer que al contrario que la Taylor, ella no hubiera permitido que Richard Burton se le escapara, ni hablar. Un hombre así necesita una mano que lo domine en lugar de permitirle hacer cuanto le venga en gana. Pero en realidad todo era puro teatro, sin sentido ni argumento. Simples pretensiones artísticas. Personalmente, siempre he creído que el físico encorsetado y tieso de Liz se asemejaba más al de esculpidos contornos de la reina Victoria durante sus últimos y monumentales años que al de peligrosas curvas de su vivaz tocaya de mirada violeta.
Las pálidas manos de Liz, teñidas siempre de nicotina, con sus dedos repletos de anillos, revoloteaban como palomas mugrientas mientras hablaba, hábito que atribuía a su peculiar modo de vida cosmopolita. Le gustaba la «elegante» moda de Leeds que mamá admiraba pero a la que no se podía apuntar porque sus caderas y tetas empezaban a necesitar una sastrería imposible. Todas sabíamos muy bien que Liz Hodges, siendo tan apasionada e independiente, se podría haber vuelto a casar con quien hubiera querido, sin embargo decidió no casarse con nadie y quedarse con mamá.
Se querían; la una era la mayor admiradora de la otra. Liz siempre había detestado a papá, de hecho despreciaba a todos los hombres por principio pero tenía la costumbre de no «entrometerse» en los asuntos familiares. Se limitaba a morderse la lengua y mirar al techo si alguien mencionaba a papá. Pensaba que no tenía por qué manifestarse al respecto pero había que estar muy ciego para no leer su lenguaje corporal. La oía hablar cuando ella creía que nadie más se enteraría de lo que decía, en la cocina, ya entrada la noche, tomando una última y lenta taza de té antes de salir a enfrentarse al aguanieve de la calle: «Estás mejor sin él, Jeanie, mi amor, ese cabrón... y ya sabes, quien mala cama hace en ella yace». Yo apretaba los dientes y tiritaba en las escaleras vestida con mi camisón de franela y mis zapatillas de conejito. Mamá escuchaba los consejos de Liz como si fueran revelaciones divinas; Liz era muy lista, nadie se la daba nunca a Liz Hodges. No me extraña que los cada vez más escasos y trajeados hombres que perseguían los voluptuosos encantos de mamá naufragaran al chocar con las rocas de la férrea devoción de mamá y Liz. Cuando esta murió de un repentino ataque al corazón, hará cuatro o cinco años ya, mamá se hundió. La deserción de papá no le afectó tanto ni de lejos.
Pero en casa, protegida de las asperezas del mundo, a mamá le chiflaba el tema de los cosméticos, los potingues para la piel que compartía con Jen. Al fin y al cabo era una belleza, algo en lo que todo el mundo estaba de acuerdo, y como tal se sentía obligada a mantener ciertos estándares. Era su deber... La espeluznante cancioncilla esa siempre me recuerda a ella:
«Mantente joven y hermosa,
Es tu deber ser hermosa,
Mantente joven y hermosa
Si quieres que te quieran...»
Los tratamientos de belleza eran unos rituales a los que dedicaba todo el tiempo que no pasaba trabajando. Pronunciar los nombres de sus dioses de la belleza era para ella como rezar para parecerse a las estrellas más glamourosas de la gran pantalla: Helena Rubenstein, Max Factor, Elizabeth Arden, Guerlain, Estée Lauder... Nada de fruslerías como Mary Quant o de abominaciones como Biba. Después estaba el peluquero, el manicuro y las largas horas en el reducido cuarto de baño embadurnada de muestras gratuitas de la empresa para la que Jen estuviera trabajando en esa determinada época. Yo me lo pasaba en grande cuando se cubrían la cara con aquellas durísimas mascarillas de color azul brillante porque se quedaban las tres mudas y solo podían mover los ojos como caballos asustados mientras yo me esforzaba por comprender qué querían decir: té, Nescafé, pañuelitos de papel, algodón hidrófilo... Siempre sin mover la boca, no fuera que arruinaran la mascarilla y se convirtieran en despreciables matusalenes.
También me divertían las interminables e inútiles dietas. Cada vez que comían algo bueno y antidietético salían con aquello de «dos minutos en la boca, dos centímetros en las cartucheras» y ponían los ojos en blanco. Teníamos medidores de calorías en todas las habitaciones y los únicos libros del salón, aparte de los de novela rosa, eran los de las dietas de moda. Mi favorito, dado que para creerse su contenido se necesitaba la misma fe que hacía falta para convencerse de la virginidad de la madre de Dios, era el de la dieta del pomelo. Al parecer, si te comías medio pomelo —una fruta asquerosa— antes de almorzar... ¡toda la grasa contenida en los alimentos se disolvía sola! Joder, fabuloso, ¿no? Sin embargo, por alguna razón desconocida, a pesar de los incontables kilos de ácido y repulsivo pomelo que mamá y Jen engullían antes de ponerse moradas a filetes de cerdo y puré de patatas, la dieta no acababa de dar resultado. «Qué raro, ¿verdad?», solía decir mamá, «Debemos de estar haciendo algo mal».
La idea de practicar ejercicio y llevar una dieta variada y equilibrada les sonaba demasiado aburrida y antifemenina dadas las desagradables connotaciones deportivas. La feminidad exigía rendir un insensato culto al cuerpo en lugar de ceñirse a la razón o al método. Los hombres pensaban así. Las mujeres eran sensibles, temperamentales, se dejaban llevar por escalofriantes tormentas emocionales, lloraban con Lo que el viento se llevó y por supuesto no dudarían en hacerse un vestido con las viejas cortinas de terciopelo del salón si pasaban necesidades y se avecinaba una cena seguida de baile.
Mamá y Jen requerían o, mejor dicho, requieren lo que hoy en día se conoce como mantenimiento de alto nivel.
Les hacía sentirse hermosas, mimadas o «apreciadas», como le gustaba decir a mamá, y a pesar de mi falta de entusiasmo, yo misma acabé sometiéndome a lo que Jen llama la «rutina de la belleza». Siempre me quito el maquillaje —aunque en la actualidad apenas uso—, me lavo la cara con leche limpiadora, nada de con cualquier jabón, me aplico alguna crema, me pongo protección solar y no me cepillo el pelo si no es con un Mason Pearson. Borracha o sobria, colocada o bien despierta, cansada o no. Jen dice que al menos lo ha intentado conmigo; la desesperación de su tono es palpable.
Por tanto, entre mamá, Jen y mis trabajos como repartidora de periódicos y lavadora de coches los sábados, íbamos saliendo adelante, gracias a Dios. Sin lujos, no nos sobraba mucho, pero de vez en cuando mamá se apuntaba a algún viaje organizado a la costa con Liz a remolque, como si fuera el maniquí de una feliz modista maricona. Jen y yo nos quedábamos en casa durante los períodos de vacaciones, ya que llevarnos al extranjero se consideraba un desperdicio. Pero mamá supo sacar muy bien la casa adelante, siempre aprovechaba lo que sobraba y era perfectamente capaz de pintar y decorar, aunque se necesitaban guantes de goma ultra-resistentes y grandes pañuelos. Además su fuerte era envolver los regalos de cumpleaños o de navidad. Se podía pasar horas haciendo ramos de crisantemos de papel de aluminio o pegando lentejuelas en el más trivial de los regalos, de hecho, en mi trabajo ningún regalo de reencuentro o de maternidad queda terminado si no se le da el «toque mágico» de la señora Morgan. «Mi toque mágico, sin intención de darme bombo, consiste en una actitud, sabéis, en ser agradable, en hacer las cosas agradables». Tendríais que haber visto la linterna de papel que me hizo un año para el concierto de villancicos de la escuela. Era una genialidad, una obra maestra de cartulina y papel metálico de envolver. Las de los demás niños eran endebles cagarrutas defecadas por las torpes manos de sus padres. Me moría de vergüenza. Debería haberme sentido felicísima, pero no fue así porque di la nota más que nunca, todos me miraban.
Yo solo quería ser como los demás, ya veis. Más que nada en el mundo. Todas las noches le rogaba al Niño Jesús que me hiciera como los demás, que hiciera que dejara de ser aquella niña excéntrica de cejas negras que cada vez que abría la boca la cagaba. Pero lo cierto es que nunca me respondió, pese a que en un arranque de solidaridad infantil con su terrible vida —tal como a mí me parecía a mis once años— y después de haber visto Historia de una monja el domingo por la tarde, con mamá y Jen llorando por la increíble Hermana Luke, interpretada por Audrey Hepburn, y Liz callada en lugar de haciendo sus molestos y constantes comentarios, decidí —no os riáis— dejar una caja de pañuelos bordados con una «J» en la esquina del altar de la catedral de San Pedro al salir de la escuela. Porque en Palestina no debían de tener pañuelos entonces. No era justo, pobre Jesusito; nadie le hizo nunca un regalo práctico, pero sí que le pedían cosas constantemente. Así que me dio por comprarle unos pañuelos con mi paga. Me gustaría saber qué cara puso el vicario al leer la nota que dejé sobre la caja, escrita con grandes y torcidas letras infantiles: «Para Jesús, con mucho amor, B.». Aquella fue mi zambullida más profunda en el mundo de la religión. Como tema de estudio es interesante, pero creer en Dios ya es otra historia. El dios cristiano, Buda, Yahvé, Alá... No, no es para mí. Como bien decía Liz, un dios es solo otro hombre que solo pretende mangonearte.
Con todo, cuando mis amigas del cole venían a casa se ponían verdes de envidia. A mamá le encantaba hacer de anfitriona y sacar bandejas de galletitas con blonda y servir limonada. Además el cálido salón, rosa y dorado, era infinitamente mejor que el de sus casuchas destrozadas por ellas mismas e infestadas de jerbos. «Eres tan afortunada», decían entre suspiros. «Tu madre es fantástica, parece una actriz o algo así, como si hubiera salido de la tele», y yo me sentía orgullosa y fingía que me aburría ser un ente superior.
Ojalá mamá me hubiera querido como quería a Jen, hubiera sido perfecto.
Ojalá papá no se hubiera largado, hubiera sido perfecto.
Ojalá yo hubiera sido rubia y tetuda; ojalá papá no me hubiera legado el Perro Negro y su condenada terquedad galesa.
No era infeliz, no os creáis, no al principio. Sin duda alguna no cuando era pequeña y la vida se reducía a pintar con los dedos y chupar las patas de mi peluche hasta desgastarlas. Tengo un montón de recuerdos felices: cuando me pidieron que cantara una canción en el parvulario y la única que me sabía, por algún motivo insondable, era Mi viejo es basurero,1 de Lonnie Donegan. Me acuerdo de que comía tabletas de chocolate Kake Brand para cocinar, que sabía a cera de velas con sabor a chocolate, de la tortuga del parvulario meándose en la mesa para el escatológico regocijo de los niños, del olor del armario de debajo de las escaleras, repleto de zapatos viejos y ratones, y del perfume de mamá, Blue Grass, de Elizabeth Arden. Me acuerdo de la Navidad en que papá me trajo un oso panda de juguete tan grande como yo y de mi muñeca Becky, a la que con tanta crueldad torturé atándola con una cuerda a la puerta de la entrada y disparándole flechas de ventosa para jugar a indios y vaqueros. Me acuerdo de que me creía Pluma Roja, el bravo guerrero indio, y de que durante semanas saludaba a todo el mundo con un breve «Hao» pensando que tal era la costumbre de los indios más belicosos. Disfrutaba con cualquier cosa, como cualquier niño, cada día era una nueva maravilla y cada noche un largo y plácido sueño en mi camita, en cuya cabecera vivía una familia de patos estarcidos.
Más adelante, poco a poco, empecé a comprender lo que los adultos decían. Era como ver una película en la que el sonido viene y va, de repente pillas algo ininteligible, luego se vuelve a hacer el silencio y cuando menos te lo esperas se vuelve a oír algo. Con el tiempo las palabras, los sonidos, las ideas expresadas en todas aquellas conversaciones tan serias comenzaron a encajar y yo empecé a intuir mi lugar en la familia, a entender que el mundo no giraba a mi alrededor y que yo era parte de un gran todo. Al final fui captando suficientes matices para darme cuenta de que las cosas no eran lo que parecían y de que yo no era la niña querida por todos que creía ser. La nube de felicidad que me había envuelto hasta entonces comenzó a desvanecerse. Sentía algo extraño, algo no cuantificable ni analizable, y supe que no era feliz como Jen. Mamá y Jen; la una es como el reflejo de la otra, del mismo modo en que ahora las niñas son la viva imagen de Jen y su abuelita; todas las visitas recitan la misma tontería que solían comentar sobre mamá y Jen: «Ooh, más que madre e hija parecéis hermanas». «Mis rubitas», como escribió el sedicente y zalamero Eric en la posdata de una de las cartas que le escribió a Jen. Joder. Tantas rubias juntas empezaron a volverme loca, sin embargo me sentía culpable, como si de alguna manera absurda las hubiera decepcionado por ser yo. La hija de mi padre, esa de pelo oscuro, cejas pobladas, rostro anguloso, intensa mirada gris verdosa y encima... granos.
Sí, reíos si queréis. Quiero decir, a muchos adolescentes les salen granos, ¿gracioso, verdad? Pues no, en nuestra casa no tenía ninguna gracia. Mamá y Jen siempre tuvieron una piel tersa, translúcida y levemente rosada. El hecho de que a mí me salieran puntos negros y espinillas como hierbajos que brotaran con nocturnidad y alevosía provocaba, en sentido literal, gritos de pavor. No era, como os habréis imaginado, femenino ser una jovencita rara y granulosa, debía de pasarme algo, hablando desde un punto de vista clínico. Mamá no dudó en llevarme al médico. Se tapaba los ojos con la mano como si me hubieran diagnosticado una enfermedad venérea. Recuerdo la expresión del doctor que, aunque mamá le había encantado, no podía creer que alguien montara tanto alboroto por unos granos. Pero mamá no estaba dispuesta a consentir que ningún hombre le dijera qué era o qué no era importante, ni hablar. Ella insistió e insistió, habiéndose colocado previamente una comedida máscara de tragedia, hasta que por fin el doctor desistió y me envió al departamento de dermatología del hospital. Mi enfermedad ya era oficial.
Conseguí convencer a mamá de que no me acompañara a la clínica, a lo que no puso grandes objeciones. Odiaba los hospitales porque no le gustaban los edificios de paredes de mármol, que además apestaban. Los desaliñados médicos, saturados de trabajo, me atendieron bien pero no comprendían la desesperación con que yo intentaba explicarles el obsesivo interés de mi familia por el aspecto físico; estaba claro que no lo entendían. Se limitaban a enarcar sus despeinadas cejas y a decir eso tan polivalente y típico de médicos de «Hmm... entiendo» mientras yo me ponía roja como un tomate y maldecía en incoherente voz baja los tratamientos faciales y la feminidad.
Al final me pusieron un tratamiento de tetraciclina de un año. Se suponía que era lo más de lo más para eliminar el acné, la solución definitiva. A lo largo de esos doce meses engullí con puntualidad militar suficientes cápsulas para evitar que el acné atacara a la población de un país entero durante toda una década. Eso sí, ya no me salieron granos. Tampoco sufrí infecciones estomacales ni me salieron hongos en ningún agujero. Parecía una loncha de queso y me sentía como la mierda: me quedé pálida, me encontraba aletargada y me sentía deprimida. Me convertí en la chica más obediente del mundo porque no tenía fuerzas para rechistar. Pero entonces un doctor y una madre no podían estar equivocados. Todo aquello, combinado con mi aire de demente y mi misteriosa falta de feminidad, me llevó a la conclusión de que era una freak.
Desde los once años o así fui consciente de que era un bicho raro. Lo descubrí con la misma naturalidad con que respiraba. Nunca pretendí convertirme en una rebelde pero la gente pensaba que lo era; de hecho, era algo que odiaba y en varias ocasiones me rebelé contra mi rebeldía e intenté con todas mis fuerzas ser normal. No salió bien, la gente descubre a los inadaptados con la misma facilidad con que los lobos huelen el miedo. Es algo atávico, químico, es la tribu lanceando lo desconocido, lapidando al extraño. Ya en la escuela de primaria era una pesadilla el no encajar. Supongo que sufrí lo que hoy se denomina «fobia escolar», que entonces se llamaba haraganería. Me aterrorizaba levantarme para ir al colegio y aprendí a fingir que tenía fiebre para concederme un día de respiro de vez en cuando. No siempre funcionaba, y cuando lo hacía mamá desataba su cólera en mi cogote por causarle problemas. Hoy existen medidas gubernamentales contra el acoso escolar pero antes era la ley de la selva, la del más fuerte. Me acuerdo de una niña gorda de infladas mejillas coloradas y ojos rasgados de puta que me clavaba alfileres en el brazo en clase de costura y luego iba corriendo a la profesora y le lloriqueaba: «Billie Morgan me ha pinchado, seño, seño, me ha hecho daño»; me soltaron un sermón, me castigaron por enésima vez y me volvieron a reñir por portarme tan mal y presentar lo que llamaban «actitud desafiante». Todavía hoy no puedo soportar el sonido de un timbre de escuela ni pensar en mi época de estudiante.
Creo que mi «rareza» se daba por sentada porque ya desde muy pequeña disfrutaba dibujando y pintando, haciendo sirenitas de fieltro y lentejuelas o «esculturas» de papel maché coloreado con pintura al agua. Creían que me las daba de artista. Para mi madre, Jen y Liz esto justificaba en gran medida mi supuesta extravagancia, pese a que a mí no me cabe la menor duda de que de mamá también he heredado un poco. Ella lo explicaba arguyendo que su famoso toque mágico era una especie de don social que en absoluto tenía que ver con la morbosidad y lo aberrante del verdadero arte. Desnudos y esas cosas, cuadros abstractos, van Gogh... No, no me digáis que a éste le faltaba un tornillo, ¿no habéis visto la peli de Kirk Douglas? No, mi afición por «esas cosas» se atribuyó desde el primer momento a mi padre, a quien le gustaba escribir poesía y leer libros alejados de la literatura barata, y fue quien fabricó el marco de su retrato y mantuvo los álbumes de fotos familiares limpios como una patena, con todas las fotografías bien pegadas por las esquinas y etiquetadas. Una vez oí lo que Liz le susurró al oído a mamá mientras ojeaban las fotografías de ésta vestida con un descarado biquini en una playa de Blackpool o con un formal tul de vivos colores salpicado de strass para la fiesta de Navidad de la oficina que celebraron en el Hotel Burnsyke: que era una pena que el tonto de Billy no tuviera tan buena mano para enderezar su propia vida como para la jodida fotografía. Después rompió a graznar su risa ronca y entrecortada, como un cuervo atragantado.
Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para no cantarle cuatro verdades a la vieja vaca; pero pensar en todo el alboroto que se montaría al instante me echó atrás. Hubiera podido pintar la escena con tanto detalle que me dio miedo. Porque la cara oculta de la cariñosa feminidad de mamá, así como de la de Jen, por no mencionar la de Liz y quizá incluso la de Dulcy, era la ira férrea e implacable que desataba cuando la jodían. Por eso yo no podía ser feliz, en el sentido convencional. Por eso era por lo que nunca conseguí encontrarme del todo cómoda con ellas cuando crecí.
Jamás toleraron nada que pudiera resultar «molesto» o que pudiera dar origen a una «escena», ya sabéis, y sus terribles estallidos se producían al azar. A veces me atrevía a hacer alguna pequeña broma sobre algún potingue o sobre el peinado tipo colmena que mamá lucía en las fotografías de joven y todas se reían y decían «Ooh», como si yo fuera una inocente niña traviesa. Si lo volvía a intentar al día siguiente, se echaban sobre mí y me recordaban lo incorregible que era. Nunca sabías. Supongo que era una cuestión de hormonas o que se debía a mi frustración sexual, pero entonces era una cría y no sabía de esas cosas, así que pensaba que todo era por mi gran culpa.
Por cierto, contaban con armas formidables; sus ojos azules se volvían de acero, sus miradas se convertían en cuchillas y retiraban sus mullidos labios como bulldogs preparados para atacar. Después venía la lluvia de sarcasmos, un montón de «Oh, ¿quién se habrá creído que es la señorita?» y de «Por favor, perdóneme, creí que esta era mi casa, es culpa mía, por supuesto» o, cuando ya se llegaba a las manos, me tiraban de la coleta para sujetarme bien, tras lo que me abofeteaban, con las uñas hacia adentro, para que aprendiera mejor la lección. Luego estaban los silencios, que se podían alargar durante semanas y si se me ocurría preguntar qué ocurría, la respuesta era siempre «Tú sabrás, encima querrás que te lo diga yo» y luego apartaban la mirada, cristalizada de lágrimas. Si lloraba, se burlaban de mí, «Ea, ea, ea, que la niña se mea», y Liz se marchaba con ostentación para poner a hervir el agua. A la menor ocasión, me recordaban mis «defectos»: manos demasiado grandes y huesudas, pechos mal formados, pelo indomable, tez de sospechosa coloración —culpa del legado maldito de papá; gracias a Dios Jen había salido muy rubita— y expresión hosca. Me decían que era mentalmente inestable, que la familia de mi padre había padecido tuberculosis y demencia y que ningún hombre se interesaría jamás por mí si seguía dándomelas de enterada. Me culparon de la escapada de mi padre —nunca consiguieron elaborar una explicación convincente, aunque en mi casa la lógica siempre brilló por su ausencia— y de que mi madre no se volviera a casar —¿quién se iba a acercar a una mujer que cargaba con una mocosa huraña como yo?—. Liz admitió con gran pesar que había oído que yo era la comidilla del vecindario, por no decir de toda Bradford, a causa de mi comportamiento. Al final siempre acababan hablando y desbarrando de mi funesto nacimiento y de lo mal hecha que había venido al mundo; hasta el último músculo, hueso y cartílago de mi erróneo cuerpo estaba mal. Mal. Mal.
Con todo, lo peor que podían decir, lo que de verdad me jodía parece tan trivial que no creo que nadie más comprenda lo devastador que a mí me sonaba siendo una cría. Por ejemplo si me ponía a pintar o algo, por un momento todo parecía armónico y normal, pero si luego hacía algo como derramar el agua de los pinceles, entonces venía mamá y lo fregaba todo hecha una furia mientras yo la miraba quieta, paralizada de miedo, con el pincel en la mano... hasta que mamá no aguantaba más y lo decía.
«Por el amor de Dios, Billie, ¿por qué siempre tienes que estropearlo todo? Si sigues así dejaremos de quererte».
Dejaremosde quererte. Nada, no es nada, ¿verdad? Una tontería, un grito más, una estupidez... Sin embargo, se me quedó grabada, se me clavó como un anzuelo envenenado, una astilla, una maldición. Como un maldito hechizo maligno, certero y efectivo como una lanza que matara la escasa confianza que tenía en mí misma, porque si tu propia madre te puede dejar de querer de la noche a la mañana por haber hecho o dicho algo sin la menor importancia, entonces cómo te va a querer nadie más. Te odiarían con solo respirar mal.
Nada alivia esa sensación, nada hace que el terror desaparezca. Dejaremos de quererte. Me punza la médula, me revienta hasta la última célula de mi cuerpo; cuando miro a la gente a la cara veo cómo el amor se desvanece de su mirada y es reemplazado por una ola de indiferencia que al retirarse sólo deja un yermo de vacío. Y nada de lo que yo diga o haga arreglará las cosas. Papá ya nunca volverá. Papá dejó de quererme.
¿Fui yo? ¿Será que él —Oh, Dios mío— me abandonó por mi culpa? ¿Tendría razón mamá? ¿Sería yo tan traviesa que algo de lo que hice rompió para siempre el vínculo que nos unía? ¿Qué hice yo para que papá dejara de quererme? Como cualquier otro niño, vivía en mi propio mundo, del cual yo me creía origen y final. Durante años lloré hasta dormirme a oscuras —nada de dejar la luz encendida, sería malcriarlas, le decía Liz a mamá, que la obedecía—repasando todo cuanto había dicho y hecho relacionado con papá intentando descubrir la fatal metedura de pata que había provocado su marcha.
Ni se me ocurría hablar con mamá ni Jen sobre el miedo y la culpa que sentía porque estaba claro que «ese hombre» era uno de los tabúes de la casa. Mamá constantemente decía lo mismo, que yo siempre tenía que «sacar el tema». Así que aprendí a mantener el pico cerrado, física y mentalmente. Mucha gente dice que siempre tengo los labios apretados y que en las fotografías nunca salgo sonriendo. Tienes que liberar tensión, dicen, relájate, ¡sonríe! Pero no puedo. Quién sabe qué podría salir de mi boca. Me había echado a las espaldas la carga de lo que yo creía mi culpa de lo de papá a modo de mochila llena de piedras.
Incluso hoy —sí, adulta, lógica, analítica y toda esa mierda— la sensación de culpa me sigue corroyendo por dentro. ¿Qué hice para que papá se fuera? ¿Qué hice para que dejara de quererme?
¿Por qué nunca escribió ni llamó? ¿Por qué nunca más quiso volver a verme? De niña la guillotina del abandono me martirizaba. Ni envió tarjetas de cumpleaños, ni telefoneó por Navidad ni nada. Todos los años esperaba que pasara algo, sin decirle nada a nadie, con todo mi corazón, al mismo tiempo que me maldecía entre dientes por albergar esperanza, porque cuando al final no ocurría nada, era peor si había mantenido la ilusión y me había medio convencido de que ese sería el cumpleaños en que por fin papá escribiría. Si tenía esperanza y buscaba presagios en las cosas —el cartero retrasándose diez minutos, un espléndido día de abril o una buena nota en un examen— el dolor que sentía al ver que no ocurría nada se hacía insoportable. Por tanto es mejor vivir sin esperar nada más que decepción. Así luego el daño no es tanto.