1,99 €
¡De hacerle la cama… a acostarse en ella! Embarcada en la misión de robar el ordenador portátil de Navarre Cazier para salvar la reputación de una empleada de hotel amiga y compañera suya, ¡Tawny fue sorprendida con las manos en la masa! Se convenció de que sería despedida. Pero entonces Cazier le planteó una sorprendente propuesta… El infame multimillonario necesitaba que los periodistas dejaran de escarbar en su escandaloso pasado, y Tawny constituía la perfecta distracción. La seducción de famosas bellezas nunca había sido tarea difícil para Navarre, y sin embargo conseguir que la batalladora Tawny luciera su anillo, aunque solo fuera en público, ¡podría constituir su mayor desafío!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 250
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
BODA DE HIEL, N.º 73 - noviembre 2012
Título original: A Vow of Obligation
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1152-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
TE VIERON entrar en mi suite? –inquirió Navarre Cazier en la lengua italiana que le resultaba tan natural como el francés de su tierra natal.
Tia frunció sus labios de legendaria sensualidad y, a pesar de su sofisticación, se las arregló para parecer extraordinariamente joven e ingenua, como correspondía a una de las estrellas más famosas del cine mundial.
–Me colé por la entrada lateral…
Navarre frunció el ceño y sonrió, algo que no podía evitar hacer cuando aquellos enormes ojos azules le telegrafiaban aquella embarazosa vulnerabilidad.
–Eres tú quien me preocupa. Los paparazis te siguen a todas partes.
–Aquí no –declaró Tia Castelli, echando la cabeza hacia atrás de manera que la melena de color miel se derramó sobre sus finos hombros, con su rostro perfecto expresando arrepentimiento–. Pero no tenemos mucho tiempo. Luke volverá al hotel a eso de las tres y tendré que estar allí.
Ante aquella mención de su marido, la también legendaria e imprevisible estrella del rock, los finos y bellos rasgos de Navarre se endurecieron, a la par que se oscurecían sus ojos verde esmeralda.
Tia deslizó un dedo perfectamente manicurado por la implacable línea de su hermosa boca masculina con un gesto reprobador.
–No te pongas así, caro mio. Es la vida que llevo, o lo aceptas o me dejas… ¡y no podría soportar que escogieras la segunda opción! –le advirtió en un precipitado torrente de palabras, destruido su confiado tono para revelar la inseguridad que escondía al mundo–: ¡Lo siento… siento tanto que nuestra relación tenga que ser así…!
–No pasa nada –le dijo Navarre con tono consolador, mintiendo descaradamente. Se resistía a ser un pequeño y sucio secreto en su vida, pero la alternativa era terminar con la relación y, aunque era un hombre extraordinariamente tenaz y obstinado, se había descubierto incapaz de hacer una cosa semejante.
–No habrás cambiado de idea con lo de llevar una pareja a la ceremonia de los premios, ¿verdad? –le preguntó Tia, expectante–. Luke sospecha tanto de ti… –Angelique Simonet, la última sensación de las pasarelas de moda de París –le informó Navarre, irónico.
–¿Sabe ella lo nuestro? –inquirió la actriz de cine, preocupada.
–Por supuesto que no.
–Ya, claro… Perdona. ¡Es que me juego tanto en esto…! –exclamó, consternada–. ¡No podría soportar perder a Luke!
–Confía en mí –Navarre cerró los brazos sobre su esbelto cuerpo para consolarla.
Los azules ojos de Tia se llenaron enseguida de lágrimas y se puso a temblar de puro nerviosa. Navarre procuró no preguntarse por lo que Luke Convery habría estado haciendo o diciendo para ponerla en aquel estado. El tiempo y la experiencia le habían enseñado que era mejor no internarse en ese terreno: ni saberlo ni preguntar. No se entrometería en su matrimonio, de la misma manera que ella no le preguntaba a él por sus amantes.
–Detesto estar tanto tiempo sin verte… Me parece injusto –musitó ella–. Pero le he mentido tantas veces que dudo que alguna vez sea capaz de contarle la verdad.
–Eso no es importante –le aseguró Navarre con una dulzura que habría sorprendido a algunas de las mujeres con las que había salido.
Navarre Cazier, famoso industrial y multimillonario francés, tenía una reputación de amante generoso pero distante con las mujeres que desfilaban por su cama. Aunque jamás había ocultado su amor por la vida de soltero, las mujeres se obstinaban en enamorarse y colgarse de él. Tia, en cambio, ocupaba una categoría propia y Navarre jugaba con ella bajo unas reglas diferentes. Acostumbrado como estaba a la independencia desde una edad muy temprana, era un tipo duro y autosuficiente, egoísta irredento, pero con Tia siempre reprimía esa faceta de su naturaleza para intentar al menos adaptarse a sus necesidades.
Esa misma tarde, cuando ella se hubo marchado, Navarre se disponía a ducharse cuando sonó su móvil al lado de la cama. El inconfundible perfume de Tia flotaba en el aire a manera de avergonzado indicio de su reciente presencia. Volvería a verla pronto, pero su siguiente encuentro sería en público y tendrían que llevar cuidado porque Luke Convery era muy celoso, consciente como era del accidentado historial de matrimonios y aventuras clandestinas de su mujer. El marido de Tia siempre estaba al acecho de supuestas deficiencias en las atenciones que recibía de su esposa.
La llamada procedía de Angelique y el humor de Navarre cayó en picado cuando se enteró de que su actual amante no se reuniría finalmente con él en Londres. Una famosa empresa cosmética le había ofrecido rodar un anuncio televisivo, y ni siquiera Navarre podría frustrar semejante oportunidad.
Aun así, Navarre tuvo la sensación de que la vida lo había frustrado cruelmente a él. Necesitaba a Angelique para esa semana, y no solo como pantalla para proteger a Tia de los maliciosos rumores que habían ligado su nombre al suyo durante las últimas ocasiones. Tenía también que cerrar un difícil contrato con el marido de una antigua amante, que recientemente había intentado resucitar su aventura. De esa manera, una mujer del brazo y una relación sentimental supuestamente estable habían constituido una innegociable necesidad tanto para la tranquilidad de espíritu de Tia como para la oportunidad de hacer un buen negocio en una situación difícil. Merde alors, ¿qué diablos iba a hacer sin una pareja en una fase tan avanzada del juego? ¿En quién podría confiar para que representara la farsa de un falso compromiso, sin pretender ir más allá?
Urgente. Necesito hablar contigo, decía el mensaje de texto que apareció en la pantalla del móvil de Tawny mientras bajaba apresurada las escaleras en su hora de descanso, preguntándose qué diablos le pasaría a su amiga Julie.
Julie trabajaba de recepcionista en el mismo hotel de lujo de Londres, y aunque hacía poco que se conocían, había demostrado ya ser una buena amiga, siempre dispuesta a ayudar. Su accesibilidad había aliviado los primeros y duros días de Tawny como nueva empleada, cuando no tardó en descubrir que el trabajo de limpieza de habitaciones era contemplado como el más bajo de todos por la mayoría de la plantilla. Agradeció la compañía de Julie cuando coincidieron sus tiempos de descanso, pero su amistad había trascendido con mucho ese nivel, pensó Tawny en ese momento con una sonrisa. Porque cuando Tawny tuvo que mudarse rápidamente de la casa de su madre, Julie la había ayudado a encontrar un estudio asequible e incluso le había ofrecido su coche para la mudanza.
–Tengo un problema –le dijo con tono dramático Julie, una preciosa rubia de ojos castaños, cuando Tawny se sentó con ella en un rincón de la deprimente y prácticamente desierta sala de descanso de los empleados.
–¿Qué clase de problema?
Julie se inclinó hacia ella para susurrarle en tono conspirativo:
–Me he acostado con un cliente.
–¡Pero te echarán si te descubren! –exclamó Tawny, toda consternada, apartándose los rizos rojizos que le caían sobre la húmeda frente. Cambiar varias camas en rápida sucesión era un trabajo agotador y, aunque se había bebido ya medio vaso de agua fría, todavía se sentía acalorada.
Julie puso los ojos en blanco, poco impresionada por su recordatorio.
–No me han pillado.
Con su cutis de porcelana ruborizado, Tawny lamentó su falta de tacto, porque no quería que su amiga pensara que la estaba condenando por su comportamiento.
–¿Quién era el tipo? –preguntó entonces, picada por la curiosidad de que la rubia no hubiera mencionado a nadie, lo cual solamente podía querer decir que la relación había sido corta.
–Navarre Cazier –respondió, lanzándole una tímida mirada de expectación.
–¿Navarre Cazier? –Tawny se quedó espantada al escuchar aquel nombre tan familiar.
Sabía muy bien de quién estaba hablando Julie porque su responsabilidad consistía en mantener las suites de lujo del piso más alto del hotel en perfecto orden. El fabulosamente rico industrial francés recalaba allí al menos dos veces al mes y dejaba siempre fantásticas propinas. No hacía exigencias irrazonables ni dejaba las habitaciones hechas un desastre, lo cual lo situaba muy por encima de los demás acaudalados y caprichosos ocupantes del hotel. Ella solo lo había visto una vez en carne y hueso, y de lejos, ya que proporcionar un servicio y hacerse invisible era uno de los requisitos de su trabajo. Pero después de que Julie se lo hubiera mencionado varias veces en términos elogiosos, Tawny había experimentado la suficiente curiosidad como para esforzarse por verlo, e inmediatamente había entendido a su amiga. Navarre Cazier era muy alto, moreno e, incluso para su hipercrítica mirada, terriblemente guapo.
También caminaba, hablaba y se conducía como un dios que gobernara el mundo, recordó Tawny, distraída. Lo había visto salir un día del ascensor a la cabeza de una legión de empleados enganchados a móviles y esforzándose por obedecer torrentes de instrucciones pronunciadas en dos lenguas distintas. El puro poder que despedía su personalidad, su energía y presencia volcánicas le habían recordado la potente luz de un reflector penetrando en la oscuridad. Lo había visto destacar sobre todos los demás mientras soltaba un punzante comentario a un pobre subordinado que no había reaccionado con la suficiente rapidez a una orden suya. Tawny había tenido la impresión de encontrarse ante un macho ferozmente exigente, con un cerebro que funcionaba a la velocidad de una computadora y cuyas altísimas expectativas rara vez eran satisfechas por la realidad.
–Como sabes, hacía tiempo que le había echado el ojo. Es absolutamente fantástico –suspiró Julie.
¿Navarre y Julie… amantes? Una pequeña punzada de desagrado asaltó a Tawny en el instante en que volvió a la realidad. Se le hacía rara aquella incongruente pareja formada por personas que no tenían nada en común, pero Julie era extremadamente guapa y Tawny sabía que representaba un estímulo más que suficiente para la mayoría de los hombres. Evidentemente el sofisticado millonario francés no hacía ascos a la tentación del sexo fácil y sin compromisos.
–¿Cuál es entonces el problema? –le preguntó Tawny durante el tenso silencio que siguió a sus palabras, resistiendo el poco discreto impulso de preguntarle por su encuentro–. ¿Es que te has quedado embarazada?
–¡Oh, no seas boba! –exclamó Julie, como si la simple sugerencia hubiera sido una mala broma–. Pero sí que hice algo muy estúpido con él…
Tawny la miraba ceñuda.
–¿Qué? –insistió, poco acostumbrada a que su amiga se mostrara tan vacilante.
–Me dejé llevar tanto que… que acepté que me fotografiara posando desnuda. ¡Y las fotografías están en su portátil!
Tawny se quedó consternada por la revelación y hasta se ruborizó de vergüenza. Así que al francés le gustaba hacer fotografías en el dormitorio, pensó con un involuntario estremecimiento de repugnancia. De repente Navarre Cazier había descendido al lugar más bajo en su baremo de sex-appeal.
–¿Cómo diablos te prestaste a hacer tal cosa? –le preguntó.
Julie se llevó un pañuelo a la nariz y Tawny se quedó sorprendida de descubrir un brillo de lágrimas en sus ojos, ya que siempre le había parecido una chica muy dura.
–¿Julie? –insistió con mayor suavidad.
Julie esbozó una mueca de evidente vergüenza, luchando con la incomodidad que sentía.
–¿No lo adivinas? –replicó con voz ahogada por las lágrimas–. No quería parecerle una estrecha… quería gustarle. Supuse que si me mostraba lo suficientemente excitante, querría verme de nuevo. Los tipos ricos se aburren fácilmente: tienes que estar dispuesta a experimentar para conservar su interés. Pero ya no volví a saber de él y me enferma la idea de que siga conservando esas fotos.
Por muy deprimente que fuera aquel razonamiento, Tawny lo entendía a la perfección. En cierta ocasión su madre, Susan, se había mostrado igualmente dispuesta a impresionar a un hombre rico. En su caso, el tipo había sido además su jefe y la subsiguiente aventura secreta se había prolongado durante años, hasta que finalmente terminó con su embarazo. Un embarazo que dio origen a Tawny y al decepcionante descubrimiento, por parte de Susan, de que había estado muy lejos de ser la única aventura extramatrimonial de su amante.
–Pídele que borre las fotografías –le sugirió tensa, sintiéndose más que conmovida por el asunto y profundamente apiadada de su amiga. Sabía lo mucho que había sufrido su madre cuando descubrió que su estable amante no la había considerado merecedora de una relación más pública o permanente. Aunque, después de una sola noche de intimidad, tenía la sensación de que Julie se recuperaría con bastante mayor facilidad de lo que lo había hecho su madre.
–Le pedí que las borrara al poco de que llegara ayer. Se negó en redondo.
Aquella franca confesión dejó a Tawny desconcertada.
–Bueno, pues…
–Lo único que necesito son cinco minutos a solas con su portátil para poderlas borrar todas.
Eso no la sorprendió, porque había oído que Julie era experta en nuevas tecnologías y siempre era el primer recurso cuando alguien de la plantilla tenía algún problema con el ordenador.
–Difícilmente te dará acceso a su ordenador –señaló, irónica.
–No, pero si me hiciera con él, resolvería el problema.
Tawny se la quedó mirando fijamente.
–¿Estás pensando en serio en robarle el portátil?
–Solo quiero tomárselo prestado durante cinco minutos, y dado que yo no tengo acceso a su suite y tú sí, esperaba que lo hicieras por mí.
Tawny se recostó en su asiento, mirando atónita a su amiga.
–Tienes que estar de broma…
–No habría ningún riesgo. Yo te avisaría cuando él saliera; tú podrías entrar en la habitación y yo subiría a toda prisa y esperaría en la planta, en el cuarto de almacén, para que me pasaras el portátil. Cinco minutos: es todo lo que necesito para borrar esas fotos. ¡Luego lo volverías a colocar en su sitio y él nunca se enteraría de nada! –insistió Julie–. Por favor, Tawny… significaría tanto para mí… ¿Tú no has hecho nunca nada de lo que te hayas arrepentido profundamente?
–Me gustaría ayudarte, pero no puedo hacer nada ilegal –protestó Tawny, y esbozó una mueca ante el tenso silencio que siguió a sus palabras–. Ese portátil es una propiedad privada, y manipularlo sería un delito…
–¡Nunca sabrá siquiera que alguien lo ha tocado! –replicó Julie, vehemente–. Por favor, Tawny. Eres la única persona que puede ayudarme.
–No podría… no hay manera de que pueda hacer algo así –masculló Tawny, incómoda–. Lo siento.
–No tenemos mucho tiempo –le tocó una mano–. Pasado mañana volverá a irse. Volveré a hablar contigo a la hora de la comida, antes de que termines tu turno.
–No cambiaré de idea –le advirtió Tawny, apretando los labios.
–Piénsatelo de nuevo. Es un plan infalible –insistió su amiga mientras se levantaba, bajando aún más la voz para añadir, ronca–: Y si esto sirve de algo… estoy dispuesta a pagarte para que corras ese riesgo por mí.
–¿Pagarme? –Tawny se había quedado absolutamente sorprendida por su oferta.
–¿Qué otra cosa puedo hacer? Eres mi única esperanza en esta situación –razonó Julie, quejumbrosa–. Si un poco de dinero pudiera hacer que te sintieras mejor al respecto, estoy dispuesta a ofrecértelo. Sé lo desesperada que estás por ayudar a tu abuela.
–Mira, el dinero no tiene nada que ver con esto –repuso Tawny, incómoda–. Si estuviera en posición de ayudarte, no te costaría un céntimo.
Tawny volvió al trabajo completamente desconcertada. Navarre Cazier, rico y guapo como era, había manipulado cruelmente y abusado de la confianza de Julie. Otro rico canalla abusando de una mujer normal y corriente. Pero por desgracia la vida era así, ¿no? Los ricos vivían bajo reglas diferentes y disfrutaban de un enorme poder e influencia. ¿Acaso no le había enseñado eso su propio padre? Él había abandonado a su madre cuando esta se negó a abortar, resignándose a pagarle una pensión legal de manutención. No había habido caprichos en la infancia de Tawny, y tampoco demasiado amor que recibir de una madre que se había arrepentido de su decisión de conservar a su hija, por no hablar de un padre que ni siquiera había fingido interesarse por su retoño ilegítimo. Si tenía que ser sincera, su madre había pagado un alto precio por escoger traerla a ella al mundo. No solo su amante la había dejado tirada, sino que además le había resultado imposible continuar con su carrera profesional.
Tawny hizo a un lado aquellas poco productivas reflexiones para meditar sobre la situación de Julie. Se sentía verdaderamente mal por haberse negado a ayudarla. Julie había sido muy buena con ella y nunca le había pedido nada a cambio. Pero ¿por qué diablos le había ofrecido un soborno monetario para apoderarse del portátil? Estaba profundamente avergonzada de que Julie hubiera tenido tan presente sus apuros económicos, y hasta lamentaba haber sido tan sincera con ella en ese aspecto.
En realidad, si Tawny estaba trabajando en aquel hotel era para que su abuela pudiera continuar pagando el alquiler de su minúsculo apartamento en una colonia residencial de jubilados. Celestine, destrozada por el fallecimiento de su querido marido y, con él, por la pérdida de su hogar conyugal, había logrado contra todo pronóstico rehacer su vida y hacer nuevas amistades en su nueva residencia, y Tawny habría hecho lo que fuera por mantenerla allí. Por desgracia, los gastos crecientes habían sobrepasado la capacidad adquisitiva de su abuela. Tawny, que se había hecho cargo de las cuentas de Celestine, había optado por contribuir a sus ingresos sin que ella lo supiera, razón por la cual se encontraba trabajando en ese momento como camarera de hotel.
Anteriormente a la crisis producida en las finanzas de la anciana, Tawny se había ganado la vida ilustrando cuentos infantiles y diseñando tarjetas de felicitación. Tristemente, la oferta de ese tipo de trabajos había declinado durante la última crisis, con lo que pagar sus propios gastos y colaborar al mismo tiempo con Celestine se había vuelto una tarea imposible. Como resultado, en ese momento los proyectos artísticos ocupaban actualmente las noches y los fines de semana de Tawny.
Sin embargo, a despecho de la situación, ¿no resultaba insultante que una amiga se ofreciera a pagarle por hacerle un favor?, se preguntó, incómoda. Por otro lado, ¿acaso aquella inconveniente sugerencia no era prueba suficiente de la desesperada situación de Julie?
¿Tan malo sería por su parte que hiciera todo lo posible por ayudarla a borrar aquellas desagradables fotos? Mientras que para Tawny era inimaginable que pudiera confiar lo suficiente en un hombre como para dejarse fotografiar desnuda, sí que comprendía la resistencia de su amiga a continuar figurando en alguna lasciva galería de fotos en el portátil de aquel tipo. Era una perspectiva absolutamente degradante y extremadamente ofensiva. ¿Dejaría que otros hombres accedieran a aquellas fotografías? Tawny esbozó una mueca de asco, indignada de que un tipo al que alguna vez había encontrado interesante pudiera llegar a ser tan canalla.
–De acuerdo. Intentaré conseguírtelo –le dijo a Julie a la hora de la comida.
La cara de su amiga se iluminó inmediatamente, con una enorme sonrisa de satisfacción dibujándose en sus labios.
–¡Me aseguraré de que no te arrepientas!
Tawny quedó poco convencida por su aserto, pero disimuló su temor a las consecuencias, sintiéndose obligada a mostrarse más valiente. Le gustaba la ropa vintage de colores, mantenía sólidas opiniones y su máxima ambición era convertirse en caricaturista, con una tira propia en una revista o un periódico. Le gustaba pensar de sí misma que era una persona original, no una seguidora acrítica de la corriente dominante. Pero a veces sospechaba que, en lo más profundo de su ser, era más convencional de lo que le habría gustado admitir porque anhelaba una familia que la apoyara, y porque nunca había vulnerado la ley ni por el más insignificante margen.
–Lo haremos esta tarde. Tan pronto como desocupe la habitación, si veo que no se ha bajado el portátil, te avisaré para que puedas subir a recogerlo. Solo tendrás que dejarlo en el cuarto de almacén. Yo estaré arriba en dos minutos –le dijo Julie, toda decidida.
–¿Estás absolutamente segura de que quieres hacer esto? –le preguntó Tawny, preocupada–. Quizá deberías volver a hablar con él. Si nos pillan…
–¡No nos pillarán! –le aseguró, convencida–. Y deja de gruñir tanto.
Tawny se puso colorada, atribuyendo el estallido de Julie al resultado de la tensión nerviosa, y guardó silencio. Pero aquella cortante reacción también la había irritado por dentro.
–Vuelve al trabajo y compórtate con normalidad –le aconsejó Julie, lanzándole una mirada de disculpa–. Ya te llamaré.
Tawny volvió con alivio a la tarea de hacer camas, pasar la aspiradora y limpiar baños, y se mantuvo lo suficientemente ocupada como para no pensar en la inminente llamada. Y, sin embargo, de alguna manera debió de permanecer todo el tiempo alerta, ya que casi dio un salto cuando oyó el timbre de las puertas del ascensor abriéndose en el pasillo. Un minuto después recibía la llamada de Julie avisándola de que el ayudante de Navarre acababa de marcharse y que la habitación había quedado vacía. Con el corazón latiendo a toda velocidad, empujó rápidamente su carrito de limpieza por el corredor. Armada con un recambio de ropa de cama como excusa para justificar su presencia, se sirvió de su tarjeta para entrar en la espaciosa suite del millonario. Dejó las sábanas limpias sobre un brazo del sofá y barrió frenéticamente la habitación con la mirada hasta dar con el portátil que descansaba sobre la mesa, junto a la ventana. Aunque no tardó más de un segundo en atravesar el salón, desenchufar el ordenador y ponérselo bajo el brazo, un sudor frío empezó a resbalar por su piel y se le revolvió el estómago. Girando sobre sus talones, corrió literalmente hacia la puerta desesperada por entregar el portátil a Julie y negándose a pensar en que luego tendría que volver para reponerlo en su lugar.
Pero fue entonces cuando, sin previo aviso, la puerta de la suite se abrió de golpe. Con ojos desorbitados de terror, Tawny aferró contra su pecho el ordenador y se quedó paralizada. Tenía justo delante a Navarre Cazier, todavía más grande e imponente de lo que le había parecido de lejos. Superaba al menos en quince centímetros su uno sesenta y siete de estatura, con su oscuro traje de ejecutivo resaltando sus hombros anchísimos. Tenía de hecho un cuerpo de atleta, que no de ejecutivo. La fulminaba con sus ojos verdes bajo un adusto ceño: unos ojos sorprendentemente claros, inesperados en una tez más bien olivácea. De cerca era arrebatadoramente guapo.
–¿Es eso mi portátil? –preguntó de inmediato, y desvió la mirada hacia la mesa vacía–. ¿Ha ocurrido un accidente? ¿Qué está usted haciendo con él?
–Yo… yo, pues… –el corazón estaba a punto de saltársele de la garganta, mientras seguía con la mente absolutamente en blanco.
Se oyeron unas palabras en francés a su espalda, y Navarre terminó de entrar en la suite para dejar pasar a los guardaespaldas que lo acompañaban a todas partes.
–Llamaré a la policía –anunció en francés Jacques, su jefe de seguridad, con tono desdeñoso. Era un hombre ya mayor, pero de cuerpo atlético.
–No, no… ¡no hay necesidad de que venga la policía! –exclamó Tawny, lamentando en ese momento no haberse aferrado a la excusa de haber tirado accidentalmente el ordenador de la mesa, mientras limpiaba.
–¿Habla usted francés?
Navarre se la quedó mirando fijamente, reparando en el uniforme de blusón y pantalón azul, con zapatos planos. Evidentemente trabajaba para el hotel como empleada de baja cualificación: había un abandonado carrito de limpieza a la puerta de la suite. De mediana estatura y figura esbelta, tenía una cara de rasgos finos dominada por unos ojos azul claro: del color de un glaciar alpino destacando en un perfecto cutis de porcelana. La combinación se animaba con la mata de rizos cobrizos que brotaba de su cola de caballo. A Navarre siempre le habían gustado las pelirrojas, y aquel cabello era tan esplendoroso como un crepúsculo tropical.
–Mi abuela es francesa –musitó Tawny, decidiendo que la sinceridad era su única esperanza de escapar a una denuncia a la policía.
Si dominaba el francés, el potencial de daños era aún mayor, reflexionó Navarre, furioso. ¿Durante cuánto tiempo habría estado el ordenador en sus manos? Él había estado ausente cerca de una hora. Por desgracia solamente se necesitaban unos pocos minutos para copiar un disco duro, accediendo así no solo a tratos de negocios altamente confidenciales, sino también a correos de carácter personal y teóricamente aún más perjudiciales. ¿Cuántos correos indiscretos de Tia podía haber visto? Estaba consternado por aquel fallo en su sistema de seguridad.
–¿Qué está haciendo con mi ordenador?
Tawny alzó la barbilla.
–Se lo explicaría de buena gana, pero dudo que quiera tener audiencia mientras mantenemos esta conversación.
Navarre apretó la cuadrada mandíbula ante aquella impertinente respuesta mientras leía el nombre que figuraba en su placa: Tawny Baxter. Un nombre apropiado para una mujer con un cabello tan espectacular.
–No hay razón alguna por la que no deba hablar delante de mi equipo de seguridad –repuso, impaciente.
–Julie, la recepcionista con la que usted pasó la noche durante su última estancia en este hotel –empezó a explicar Tawny con tono cortante, entregando el ordenador cuando uno de los miembros de su equipo se acercó a reclamarlo–. Julie solo quiere borrar de su portátil las fotos que usted le sacó.
Juntando sus negras cejas, Navarre la sometió a un incrédulo escrutinio mientras admiraba distraídamente el trazo de sus rosados labios. Aquella mujer estaba en posesión de la boca más tentadoramente sensual que había visto en su vida. Exasperado por tan abstraído pensamiento, cuadró los hombros y declaró:
–Yo nunca he pasado una noche con una recepcionista de este hotel. ¿En qué clase de chanchullo me quiere usted meter?
–No malgastes tu aliento hablando con esta mujer, Navarre. Déjame que llame a la policía –lo urgió el hombre mayor, impaciente.
–Se llama Julie Chivers. Trabaja en la recepción, y ahora mismo está esperando en el cuarto de almacén de esta planta, aquí al lado, a que yo le entregue el portátil –confesó Tawny en un febril torrente verbal–. ¡Lo único que quiere es borrar las fotos que usted conserva de ella!
Con un casi imperceptible movimiento de su arrogante cabeza, Navarre hizo una seña a Jacques, que se apresuró a salir de la habitación. Tawny aspiró una bocanada de aire y pegó la barbilla al pecho.
–¿Por qué no borró las fotos cuando Julie se lo pidió?
–No tengo ni idea de lo que está diciendo –la desafió con una helada gravedad que se hundió como un carámbano en su piel–. Yo no me he acostado con ninguna recepcionista, ni he sacado fotos a nadie. ¿Qué es lo que ha hecho con mi ordenador?
–Absolutamente nada. Acababa de recogerlo cuando apareció usted –repuso Tawny, tensa, preguntándose por qué se empeñaría tanto en negar la verdad y esperando ansiosa la llegada de Julie. Estaba segura de que una vez reconociera a su amiga como su amante ocasional, nadie volvería a hacer mención de la policía.
–Ha sido una desgracia para usted que decidiera regresar de una manera tan inesperada –le comentó Navarre, nada convencido de su versión de los hechos.
Sabía que ella insistiría de nuevo en que no había dispuesto de tiempo suficiente para hacer nada con su ordenador. Pero sabía también que muy bien habría podido copiar su disco duro en unos pocos minutos, y esconder después un lápiz de memoria entre la ropa. Y tenía sus dudas de que la policía aprobara un desnudo como registro a fondo por el bien de su seguridad.
Tenía una cintura maravillosamente fina. No pudo evitar preguntarse si la piel de su cuerpo sería tan nacarada y perfecta como la de su rostro. Cuando prácticamente cada mujer que había conocido se bañaba en cremas bronceadoras, representaba toda una novedad ver a una mujer tan pálida que hasta se distinguían las venas azules bajo su cutis. Indudablemente, cuanto más la contemplaba, más conciencia tomaba de su exquisita y poco habitual belleza… y más se excitaba como masculina reacción a su encanto. Aquellos enormes ojos claros y aquella boca perversamente sugerente añadían toneladas de sex-appeal a sus delicados rasgos. Con la ropa adecuada, y suelta aquella impresionante melena, estaría sencillamente despampanante. Lástima que una humilde camarera como ella tuviera que ser denunciada como una pequeña delincuente, reflexionó impaciente, volviendo a concentrarse en la realidad y maravillándose al mismo tiempo de la facilidad con que aquella mujer lograba distraerlo.
Jacques reapareció y negó con la cabeza en respuesta a la inquisitiva mirada de su jefe. Una sensación muy parecida al pánico se apoderó de Tawny. Evidentemente, Julie ya no seguía esperando en el cuarto de almacén, dispuesta a aportar una explicación. Hasta ese instante, Tawny no había tomado conciencia de hasta qué punto había dependido de que su amiga entrara por aquella puerta y aclarara el equívoco.
–Julie debe de haberle oído volver y habrá bajado de nuevo a recepción –razonó Tawny, consternada.
–Voy a llamar a la policía –anunció Navarre con un suspiro, volviéndose para descolgar el teléfono.
–No. Permítame llamar a recepción. Le pediré a Julie que suba y se lo explique primero –lo urgió Tawny, desesperada–. ¡Por favor, señor Cazier!
Por un fugaz segundo, Navarre contempló sus ojos de mirada suplicante, maravillándose de su extraño color. Luego descolgó el teléfono y, mientras ella esperaba con el aliento contenido, pulsó el botón de recepción y pidió que subiera Julie.
Con el color retornando lentamente a sus mejillas, Tawny soltó un trémulo suspiro.
–No le estoy mintiendo, se lo juro… Ni siquiera tuve oportunidad de abrir su portátil…
–Es natural que insista en ello –se burló Navarre–. Pero pudo haber estado a punto de dejarlo de nuevo sobre la mesa cuando la sorprendí.
–¡No es cierto! –exclamó horrorizada, consciente del alcance de sus sospechas–. Acababa de recogerlo cuando volvió usted. ¡Le estoy diciendo la verdad!
–¿La verdad? ¿Que yo tuve una aventura de una sola noche con una cámara y una recepcionista de este hotel? –replicó con punzante sarcasmo–. ¿Le parezco tan desesperado como para buscar ese tipo de distracciones en Londres?
Sufriendo su primer momento de duda respecto al papel de Navarre en todo ese asunto, Tawny se encogió ligeramente de hombros en un gesto de impotencia, deprimida ante la posibilidad de que hubiera estado equivocada.
–¿Y yo qué sé? Usted es un huésped del hotel. Yo no sé nada de usted, aparte de lo que me contó mi amiga.
–Su amiga le mintió –declaró Navarre.