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Anne escuchó voces que se acercaban y se preparó para su encuentro con el marqués, un hombre cuya crueldad y extravagante reputación la aterrorizaban. - Este es Gallen, quiero que lo conozcas- oyó decir a su prima. Anne levantó la vista. El corazón le dió un vuelco en el pecho y todo pareció girar a su alrededor. Había reconocido, en el Marqués de Havingham, al atractivo desconocido que la había salvado del peligro la noche del accidente de la diligencia.
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Seitenzahl: 210
Veröffentlichungsjahr: 2014
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Dorita escuchó voces que se acercaban y se preparó para su encuentro con el Marqués, un hombre cuya crueldad y extravagante reputación la aterrorizaban.
—Este es Gallen, quiero que lo conozcas—le oyó decir a su prima.
Dorita levantó la vista. El corazón le dio un vuelco en el pecho y todo Parewció girar a su alrededor. Había reconocido, en el Marqués de Havingham, al atractivo desconocido que la había salvado del peligro La noche del accidente a la diligencia!
LA Marquesa Viuda de Havingham tomó su copa de madeira y dijo:
Los doctores me han prohibido probar el alcohol, pero tengo que celebrar tu llegada, Querido.
–¿Te han mejorado algo, Mamá?
Había un dejo de ansiedad en la voz del Marqués que no escapó a la percepción de su madre, acostumbrada a oír hablar en los tonos lentos y lánguidos, tan de moda entre los elegantes jóvenes que rodeaban al Príncipe Regente. Le disgustaba, aunque era demasiado astuta para reconocerlo en público, el modo con que aquellos arrastraban las palabras y miraban al mundo desde sus desdeñosos párpados semicerrados.
–Creo que el agua de este sitio, a pesar de ser tan desagradable, me ha ayudado a aliviar el dolor, pero encuentro a Harrogate muy aburrido y, honradamente, ya deseo regresar a casa.
–Entonces te he proporcionado una buena excusa para partir.
Cuando su madre lo miró interrogante, el Marqués se levantó de su silla y se paró de espaldas a la chimenea.
La Marquesa viuda estaba hospedada en una lujosa suite del hotel más caro de Harrogate, y el Marqués observó que había añadido algunos pequeños toques muy personales a los austeros muebles del saloncito.
Había colocado un retrato al óleo y una miniatura de su hijo en una de las mesas laterales. Se veían floreros por todas partes, llenos de flores de invernadero, por las que sentía verdadera debilidad.
Suaves cojines decoraban las sombrías sillas de damasco, pero lo más importante eran sus dos pequeños spaniels, que saludaron efusivamente al Marqués a su llegada.
–Parece que estás muy cómoda aquí– le dijo él, como si de pronto se diera cuenta de que hasta un hotel podía tener sus ventajas.
–Bastante. Y ahora, Gallen, ¿qué has venido a decirme? Porque estoy segura, Querido, que no has hecho un viaje tan largo sólo para comprobar si me encontraba cómoda– repuso la Marquesa dedicando a su hijo una mirada de evidente admiración.
Nadie en el mundo, pensó, era tan bien parecido como él y, aunque vestía siempre con exquisita elegancia, su aspecto era irresistiblemente masculino.
La ropa se ajustaba a sus anchos hombros a la perfección, acentuando sus estrechas caderas, pero como tenía un tipo atlético, sus sastres se esmeraban en entallarle bien los trajes, pues no estaba de moda lucir abultados músculos bajo las finas levitas de pana.
En los salones para caballeros de Jackson de la Calle Bond, el Marqués tenía fama de ser un pugilista excepcional y nadie se le equiparaba con el florete.
Además, era el más arrojado caballero entre todos sus contemporáneos. Los jóvenes envidiaban su habilidad con los caballos y se esmeraban inútilmente en imitar la forma como se anudaba las corbatas.
Y, aunque a los ojos del mundo, o mejor dicho, del Bello Mundo, el Marqués aparecía como un hombre cínico y autoritario, su madre sabía que podía ser considerado, bondadoso y, en ocasiones, muy afectuoso.
Comprendió que hablaba con la verdad al decirle:
–Si hubiera pensado que verdaderamente deseabas mi compañía, Mamá, hubiera venido a Harrogate o a cualquier otro lugar para complacerte.
–Sabes muy bien que nunca he querido ser una carga para ti– replicó la Marquesa con afecto–. Pero, dime para qué has venido.
Hubo una pequeña pausa antes que el Marqués dijera muy lentamente:
–He decidido contraer matrimonio.
–¡Gallen!
La Marquesa pronunció su nombre como una exclamación de sorpresa y asentó su copa de madeira por temor a derramarlo.
Juntó las manos y mirando el rostro de su hijo, le preguntó:
–¿Es cierto eso? ¿Después de todos estos años has conocido a una mujer a la que deseas hacer tu esposa?
–He decidido casarme, Mamá, porque como sabes bien, necesito tener un heredero. Y también necesito una esposa bien educada que pueda distraerme.
–¿Y a quién has escogido?
–Le he propuesto matrimonio a Lady Beryl Fern, y como no deseo que te enteres de la notica en la Gaceta sin habértelo notificado antes, le he pedido a Beryl y a su padre que no digan una palabra a nadie de nuestras intenciones hasta que lo supieras.
–Lady Beryl Fern– dijo la Marquesa muy despacio–. He oído hablar de ella.
–Sin lugar a dudas es la joven más hermosa de Inglaterra. Ha tenido gran éxito en sociedad desde que hizo su debut y el mismo Príncipe la llamó “la Incomparable” antes que los expertos de los clubs de Saint James dieran su opinión.
El indiscutible tono irónico del marqués hizo que su madre lo mirara con atención al decir:
–¿Cómo es ella, Gallen?
Nuevamente se hizo una pausa antes que el marqués contestara.
–Ama la diversión tanto como yo y es el alma de todas las fiestas a las que asiste. Con toda seguridad, embellecerá los salones de recepción de mi casa en Havingham y del castillo y le hará justicia a todas esas joyas de la cueva de Aladino que usas con tan poca frecuencia.
–Eso no es lo que te preguntaba, Querido– dijo la Marquesa en voz baja.
El Marqués se dirigió hacia la ventana con la gracia que le era peculiar y, dándole la espalda, contempló los árboles que, en aquel territorio situado tan al Norte, apenas empezaban a mostrar los retoños de la primavera.
–¿Qué es lo que quieres saber, Mamá?– preguntó después de un instante.
–Sabes muy bien lo que quiero escuchar. ¿Estás enamorado?
Hubo un silencio antes que el Marqués replicara:
–Tengo treinta y tres años, Mamá, y ya he pasado la etapa romántica de la juventud.
–Entonces sólo te casas para asegurarte un heredero.
Apenas pudo oír esas palabras que se le escaparon a su madre en un susurro, pero ya estaban dichas.
–No puedo imaginarme otra razón mejor para casarme– dijo el Marqués en tono casi desafiante.
–Pero quisiera que te casaras enamorado.
–Como ya te he dicho, ya estoy demasiado viejo para esas tonterías.
–No son tonterías, Gallen. Tu padre y yo fuimos muy felices y siempre he rezado para que conozcas la felicidad que encontramos juntos, hasta que el destino me lo arrebató.
–Ya no existen mujeres como tú, Mamá.
La Marquesa suspiró.
–Tu padre me contó que desde el primer momento en que me vio en el jardín, en la fiesta que dio el Alguacil Mayor, supo que yo era diferente a todas las demás. Le pareció que me veía envuelta en una resplandeciente luz blanca. Aunque fue un sitio bastante extraño para conocernos.
–Papá me lo contó muchas veces– interrumpió el Marqués.
–No me fijé en él hasta que nos presentaron– prosiguió su madre con voz suave, rememorando el pasado–, pero cuando él me tomó de la mano, sentí que me sucedía algo muy extraño.
Sus palabras vibraron al proseguir:
–Me enamoré de él en ese instante. Supe que él era el hombre de mis sueños, el hombre que existía para mí en algún lugar del mundo, y a quien sólo necesitaba encontrar.
–Tuviste mucha suerte, Mamá.
–No fue suerte. Fue el destino. Aunque sus padres estaban tratando de concertar una boda con la hija del Duque de Newcastle, nosotros sabíamos que lo único que importaba era que pudiéramos estar juntos hasta el fin de nuestros días.
El Marqués caminó impaciente por la habitación. Había oído esa historia muchas veces y siempre lo perturbaba escucharla.
Sus padres se habían amado tan profundamente que su niñez estuvo circundada por el aura de su felicidad. Su único motivo de tristeza consistió en que sólo tuvieron un hijo, él, y como amaba a su madre trató de cuidarla y protegerla después que murió su padre.
Ella no tenía que decirle lo que significaba amarse como sus padres lo hicieron: lo vio con sus propios ojos.
Pero sabía con certeza que eso nunca le ocurriría a él.
–Los tiempos han cambiado, Mamá– dijo en voz alta–, y salvo en lo que concierne al Príncipe Regente, ya no está de moda estar enamorado.
–¡Amor! No se puede hablar al mismo tiempo de amor y de Su Alteza Real– dijo la Marquesa con sarcasmo–. Mira la forma en que ha tratado a la pobre Señora Fitzherbert, y yo que estaba convencida de que estaban casados en realidad. Y en cuanto a la estúpida y coqueta Lady Hereford, ¡simplemente no la soporto!
El Marqués se rió.
–El nos pone el ejemplo, Mamá, así que no puedes esperar que encuentre un amor idílico en la Casa Carlton.
–Y has decidido a sangre fría casarte con Lady Beryl.
–Nos llevamos bien, Mamá. Hablamos el mismo lenguaje, tenemos los mismos amigos, y si después de un tiempo de casados cada uno sigue su rumbo, lo haremos con la mayor discreción. No habrá ningún escándalo y estoy seguro de que podremos arreglar nuestras diferencias amistosamente.
La Marquesa viuda no pronunció una sola palabra, pero tenía tal expresión de tristeza en sus ojos, que su hijo se le acercó y le tomó las manos.
–No te preocupes por mí, Mamá– le dijo–. Eso es todo lo que deseo y no hay razón para que Beryl y yo no tengamos media docena de robustos nietos que te darán mucha alegría.
La Marquesa colocó su delgada mano inflamada por la artritis y surcada de venas azules sobre la tibia mano de su mijo.
–Tu padre y yo siempre quisimos lo mejor para ti, Gallen, pero supongo que serás lo suficientemente honrado para admitir que este arreglo que vas a efectuar apenas se aproxima a la felicidad.
–Estás juzgando mi vida por la tuya, Mamá. Yo me siento contento y creo que nadie puede pedir más.
–Yo quiero algo más para ti– dijo apretando la mano de su hijo–. ¿No estarás pensando todavía en... esa joven que se portó tan mal contigo?
Lo dijo en un tono vacilante, como si temiera ofenderlo, pero el Marqués se rió con naturalidad.
–Por supuesto que no, Mamá. No soy tan endeble como para arrastrar por tanto tiempo una herida de esa clase. Entonces no era más que un joven imberbe y la juventud tiene tendencia a juzgar su primer amor bajo un aspecto demasiado emotivo.
Soltó la mano de su madre y fue hasta la chimenea, apoyándose contra la repisa. Le dio la espalda para contemplar las llamas que consumían los leños y ello le impidió advertir la escéptica expresión de la Marquesa y percibir que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Como dijo el Marqués, todo había sucedido hacía ya mucho tiempo. El tenía veintiún años y se enamoró de una hermosa y voluble joven. La adoró de una manera ideal que ella fue incapaz de comprender.
Su madre sabía que había puesto el alma y el corazón a sus pies, pero ella los pisoteó casándose con un Duque, sólo porque tenía un título más importante y, en aquel entonces, mucho más dinero.
La Marquesa creyó que no podría olvidar jamás la expresión del rostro de su hijo cuando regresó a casa.
No había hablado de lo sucedido, le habría sido imposible, pero quiso esconderse para que el mundo ignorara cuánto sufría.
Desde aquel momento, el joven alegre y despreocupado se convirtió en un hombre que se volvía más cínico con los años y a quien, por su absoluto desinterés por todo, costaba cada vez más trabajo complacer.
Sólo demostraba entusiasmo cuando estaba con su Regimiento, lo que la alegraba y angustiaba a la vez, temiendo que resultara una víctima más del poderoso Ejército de Napoleón.
Sintió un gran alivio cuando, a la muerte del Marqués, su hijo dejó el Regimiento para regresar a casa y administrar los bienes de su padre.
Pero, al mismo tiempo, comprendió que el muchacho a quien había adorado por treinta y tres años se había esfumado para siempre.
Había habido muchas mujeres en su vida. Docenas de ellas. La Marquesa conoció a algunas, pero otras pertenecían a un mundo al que ella no podía penetrar.
Como lo conocía bien, sabía que ninguna había significado nada para él y que, si algún corazón quedó destrozado, el de su hijo nunca estaba en juego.
Desde entonces había odiado a la joven que lo lastimó de esa manera y ahora más que nunca, pues por culpa de ella, Gallen, su hijo adorado, iba a efectuar un matrimonio de conveniencia en vez de desposarse por amor.
Pero la Marquesa era lo suficientemente inteligente como para saber que era inútil hablar de esas cosas.
–¿Cuándo piensas casarte, Querido?– preguntó.
–Antes que termine la temporada. El Príncipe, con toda seguridad, querrá ofrecerme una recepción en la Casa Carlton, ya que el número de personas que espera asistir a la boda no cabría en la casa del Conde de Fernleigh en la Calle de Curzon.
–Háblame del Conde– se esforzó a decir la Marquesa–. Recuerdo que era un hombre muy bien parecido, lo cual, por supuesto, explica la belleza de su hija.
–Es una persona agradable. Prefiere la vida del campo a la de Londres, pero la vida de su esposa está completamente ligada a bailes, recepciones, reuniones y alborotos.
Torció los labios al decir:
–Decidió que su hija fuera la joven más celebrada de la ciudad y ha logrado su propósito.
La Marquesa conocía a la Condesa de Fernleigh y recordó que era una mujer con la que no tenía nada en común.
–Por supuesto que visitaré a la Condesa cuando regrese al Sur, pero creo que iré directamente a nuestra casa y no a Londres.
Al hablar de su casa, se refería a la atractiva mansión dower, entre las extensas propiedades que tenía el Marqués en Huntingdonshire.
El Marqués sabía que a su madre, aquejada por la artritis, le disgustaba permanecer en Londres, y se sentía mucho más contenta en el campo con sus perros y su jardín.
–No hay necesidad de que vayas a Londres antes de la boda. Invitaré al Conde al castillo, y a Beryl, por supuesto tan pronto como estés en disposición de recibirlos.
Sonrió al añadir:
–Habrá suficiente tiempo antes de la boda, aunque de seguro Beryl estará muy ocupada adquiriendo su ajuar de novia.
–¿Y tú, Querido?
–Al Príncipe le agrada que le haga compañía con regularidad, pero hemos llegado a un pacto amigable: lo acompaño a las carreras y otras diversiones durante el día, pero me dispensa de asistir a la mayoría de las abarrotadas fiestas que Su Alteza Real disfruta por las noches.
–¿Y qué es lo que haces tú?
–Esa es una pregunta indiscreta– replicó el Marqués con un brillo en los ojos.
Su madre rió.
–No te estoy preguntando lo que hiciste. Conozco muy bien tu reputación de destrozador de corazones. Lo que quiero saber es qué harás ahora. Juraría que Lady Beryl querrá que la acompañes a lo que tú llamas “abarrotadas reuniones”.
–¡Las penalidades de un hombre comprometido! Pero te aseguro, Mamá, que encuentro más excitante un tapete verde que el brillante piso de un salón, y no tengo intenciones de desvelarme hasta el amanecer aunque me lo ordenen Beryl o el Príncipe.
–Supe que adquiriste unos caballos nuevos y que los estás entrenando por las mañanas muy temprano– observó la Marquesa sonriendo.
–Una docena de magníficos pura sangre. Estoy ansioso por mostrártelos.
–Y yo de verlos.
Uno de los grandes beneficios que la paz con Francia trajo a los amantes de los caballos finos fue poderlos importar nuevamente a Inglaterra.
El Marqués mandó traer de Siria unas yeguas árabes que había recibido apenas el mes anterior.
La Marquesa notó que al hablar de sus caballos la voz de su hijo adquiría un tono más cálido que el que empleaba al hablar de su futura esposa.
En febrero, antes de partir para Harrogate, habían llevado al castillo varios caballos húngaros y, con gran alegría, ella encontró en su hijo reminiscencias del niño que corría ansiosamente tomándola de la mano para llevarla a los establos, a fin de que conociera a su nuevo pony.
–¿Y Lady Beryl monta bien a caballo?– le preguntó.
–Se ve muy bien como amazona y, por supuesto, me acompañará en las partidas de caza. Eso me recuerda que tengo que arreglar el pabellón de caza en Leicestershire.
Sonrió con ironía al añadir:
–Las fiestas de solteros que he celebrado allí han estropeado los muebles y sospecho que una mujer lo encontraría odiosamente masculino.
–Tu padre y yo pasamos horas muy felices allí.
–Como en todas partes. Y ahora, Mamá, deja de hacer comparaciones contigo y Papá.
Tomando de nuevo las manos de su madre entre las suyas, le dijo:
–Sabes muy bien, sin que tenga que decírtelo, que no hay en el mundo una mujer tan dulce y tan hermosa como tú, así que es inútil lamentarse porque tenga que conformarme con algo inferior.
–Todo lo que deseo, Querido, es tu felicidad.
–Y ya te he dicho que estoy contento– dijo, pero sus palabras rebosaban cinismo.
*
Algunos kilómetros más allá del concurrido centro de recreo de Harrogate, con su balneario de aguas medicinales, sus caros hoteles y sus aristocráticos visitantes, en el Condado de Yorkshire, se encontraba la aldea de Barrowfield.
Situada cerca de Leeds, era un lugar de casas deterioradas y mal construidas que parecían estar siempre cubiertas por una delgada capa de polvo de carbón.
En las afueras de la aldea, sobre la punta de un cerro desde donde se dominaba toda la población, se encontraba una deslucida Iglesia de piedra gris y, junto a ella, una vicaría, demasiado grande e igualmente fea.
En la cocina de suelo de baldosas, parada junto a la antigua estufa, una sirvienta de pelo gris, con la limpia apariencia de una niñera, trataba de enseñar a una chica de aspecto distraído cómo untar una pierna de carnero.
–Trata de entender lo que te estoy diciendo, Ellen– dijo la mujer de más edad en tono cortante–. Ya te he dicho seis veces que debes echar constantemente la salsa sobre la carne, pero parece que no me entiendes.
–Yo hago lo que me dice– contestó la muchacha con un fuerte acento de Yorkshire.
–Eso es cuestión de opiniones.
Volvió la cabeza cuando se abrió la puerta y una voz joven gritó:
–¡Abby! ¡Abby!
Abigail, tal era su nombre completo, se alejó de la estufa para mirar a la joven que entró en la cocina.
De pelo rubio y ojos azules, habría podido describírsele como a la típica joven inglesa, de no ser por la arrebatadora dulzura de su rostro.
Sus ojos, de un azul intenso, parecían demasiado grandes para el óvalo de su cara y se asemejaban más a los mares del Sur que al tranquilo cielo de una tarde de verano.
Quienes la miraban no podían menos que admirar la suave curva de sus labios que, al esbozar una sonrisa, recordaban la tenue luz del sol cuando atraviesa las ramas de los árboles.
–¿Qué sucede, Señorita Dorita?
–¡Una carta, Abby! Una carta de Lady Beryl y... ¿puedes creerlo? Está comprometida en matrimonio.
–Ya era hora– dijo Abby con la familiaridad de los viejos sirvientes–. My Lady debe estar llegando a los veintiuno y, con todo el éxito que ha tenido en Londres, yo esperaba que ya se hubiera casado.
–Bueno, ahora está comprometida– dijo Dorita–. Y adivina qué, Abby. Me pide que vaya a reunirme con ella.
Miró la carta que llevaba en las manos y leyó en voz alta:
“Tienes que ser mi Dama de Honor, Dorita. Sólo tendré una
Dama, para que nadie me haga innecesaria competencia.”
–¡Cómo si alguien pudiera hacerle la competencia a Beryl!– dijo Dorita riendo.
Abby no contestó y ella prosiguió su lectura:
“Debes venir inmediatamente que recibas esta carta. No te
demores. Deseo que me ayudes con tantas cosas: mi ropa,
planear la boda y, por supuesto, asistiremos a docenas de
fiestas para que la gente conozca a mi prometido.”
–¿,Con quién va a casarse Lady Beryl?
Dorita miró otra vez la carta y volvió las páginas.
–Es increíble, Abby, pero no dice su nombre.
Emitió una risita.
–¿No es eso propio de Beryl? Siempre se le olvida algo importante. Anticipo que me mantendrá muy ocupada ayudándola, es decir, si Papá... me deja ir.
Bajó la voz y una sombra de duda cruzó por sus grandes ojos.
–Claro que debe ir, Señorita Dorita. Aunque sólo Dios sabe qué vestidos se pondrá.
–No necesitamos preocuparnos por eso. La ropa de Beryl me queda muy bien y ella siempre ha sido muy generosa conmigo y me ha prestado lo que me hace falta, hasta el traje de montar.
Pensativa, añadió:
–¡Oh, Abby! ¿Crees que me prestarán los caballos del Tío Héctor? Sería maravilloso montar un buen caballo otra vez.
–Estoy segura de que a su tío le dará mucho gusto, como cuando era niña.
–Creo que lo que más he extrañado son los caballos.
–Hay muchas otras cosas que yo he extrañado, lo mismo que usted. Si es honrada consigo misma, tendrá que reconocerlo.
Abby empezó a quitarse el delantal color marrón que se había puesto para no manchar su vestido gris.
–Voy a empezar a hacer su maleta en este mismo momento– dijo.
–No, Abby, espera. Primero tengo que pedirle permiso a Papá. Tal vez no quiera que regrese a casa.
Pronunció la palabra “casa” con timidez y luego añadió a modo de disculpa:
–Siempre pienso en Fernford como si fuera mi hogar, como lo fue durante dieciocho años, hasta que Mamá murió.
–Es cierto, Señorita Dorita. ¡Ese es su hogar! Es allí donde pertenece y la verdad es que nunca debimos haber venido a este horrible sitio.
Dorita sonrió. Había escuchado decir eso a Abby miles de veces.
–Sabes lo que eso significa para Papá.
En aquel momento escucharon el ruido que hizo la puerta principal al cerrarse.
–Allí está él– dijo Dorita–. Apresúrate con la comida, Abby, porque sabes tan bien como yo que si no está todo listo volverá a salir sin probar bocado. Iré a hablarle.
Se volvió y, corriendo, salió de la cocina, atravesando el estrecho y sombrío pasillo que conducía a un vestíbulo de aspecto algo pretencioso.
De pie junto a la puerta principal, se encontraba el Reverendo Augusto Clifford, Vicario de Barrowfield. Era un hombre bien parecido aunque representaba más años que su edad. Tenía los cabellos completamente grises y el delgado rostro surcado de arrugas y su aspecto era el de un hombre que se esforzaba más allá de sus energías.
Se encontraba depositando su sombrero sobre la silla con expresión preocupada, pero al ver acercarse a Dorita, sonrió.
–Ya regresé, Dorita. Y a tiempo, como me pediste.
–Qué bien, Papá. El almuerzo está listo. No hubiera soportado que dejaras arruinarse la apetitosa pierna de carnero que nos regaló Shipton.
–Sí, por supuesto, no me olvidé. Y si es lo suficientemente grande tal vez podríamos compartirla...
– ¡No, Papá! No es bastante grande para compartirla con nadie, pero vamos al comedor, pues tengo algo que decirte.
El Vicario la obedeció y juntos entraron en la pequeña habitación que, a diferencia de la sala, que daba al Sur, se encontraba en la parte delantera de la casa, hacia el Norte, por lo que era fría y oscura.
Había unos cuantos muebles finos que habían traído con ellos de su casa en el Sur, pero las cortinas eran de material barato, aunque Abby y Dorita se habían esforzado en copiar las de los salones que tenían en Fernleigh.
Elizabeth, la hermana más joven de la Condesa de Fernleigh, se había casado con Augusto Clifford cuando él todavía era clérigo de la Iglesia de San Jorge en la Plaza Hanover, en Londres.
El Conde de Fernleigh, para complacer a su esposa, lo había nombrado Vicario de la pequeña Parroquia de Fernford en sus propiedades en Hertfordshire, y Dorita y Beryl crecieron juntas.
Para las primas, resultó un arreglo muy feliz, y aunque Beryl era dos años mayor que Dorita, ambas parecían de la misma edad.
Como Dorita era más lista que su prima en lo concerniente a los estudios, no tuvo problemas en mantenerse a un nivel superior a su edad, y era Beryl quien se quedaba atrás.
La Condesa de Fernleigh prefería pasar la mayor parte del tiempo en Londres y, por consiguiente, Beryl vivía más tiempo con su tía que con su madre.
Amaba a la Señora Clifford y cuando ella murió inesperadamente, un frío invierno, estuvo casi tan acongojada como Dorita.
La pérdida de su madre cambió por completo la vida de Dorita. El Reverendo Augusto decidió que lo único que podía hacer era abandonar la casa donde había sido tan dichoso con su esposa.
Ya no deseaba trabajar en la tranquila aldea donde, a decir verdad, no tenía mucho qué hacer.
Había solicitado su traslado a una de las áreas más desoladas y pobres del Norte, y dos meses después de la muerte de su esposa lo asignaron a Barrowfield.
Todo sucedió con tanta rapidez que Dorita apenas si se dio cuenta de lo que sucedía hasta que se encontró en un lugar extraño para ella, lejos de cuanto le era familiar. En su desdicha, sólo podía confiar en Abby.
Para el Reverendo Augusto, en cambio, vivir en aquel lugar representó un alivio para su infortunio, y un reto que había deseado siempre, pero que nadie comprendió nunca.
Movido por el ferviente deseo de ayudar a aquellos menos afortunados que él, imbuido de un espíritu de cruzado, se sumergió con todo su empeño en los problemas y dificultades que encontró en la tétrica inmundicia de un pueblo minero.
Parecía querer combatir por sí mismo con las huestes –del demonio y sólo Dorita y Abby sabían que, de no haberlo evitado, ellas, se hubiera pasado los días sin comer y sin dormir llevado del fervor de mejorar las condiciones de su nueva Parroquia.
Gastaba en la gente para quienes trabajaba hasta el último centavo de su estipendio y el poco dinero propio que tenía. Sólo se salvaban de morir de hambre porque Abby insistía en que le diera lo suficiente para los gastos de la casa tan pronto como llegaba el cheque de su paga.