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El edificio de vecinos del número 29 es un microcosmos en el que casi cualquier cosa insólita puede ocurrir. En él conviven la primera vecina, Rita, siempre presente y vigilante, y tan vieja como el propio edificio; Maia, la niña a la que le gusta cavar hoyos en el suelo para esconderse; Lina y su marido Don, que sufre una extraña metamorfosis; Tom, que vive inadvertidamente en el ascensor; los insomnes crónicos, siempre alerta, suerte de ejército de Rita; y otros muchos personajes sorprendentes pero profundamente humanos. Con esta primera novela, Kálnay funde de un modo inteligente y magistral el realismo mágico con la literatura del absurdo para crear su personal universo. Premio Aspekte 2017 al mejor debut en lengua alemana Premio Hebbel 2018 "Kálnay subvierte con tanta habilidad las convenciones narrativas, experimenta tan libremente con el tono y las formas literarias, que uno no puede sino asombrarse ante semejante experimento poético, lleno de dobles sentidos e ingeniosos juegos". Cornelius Wüllenkemper, Süddeutsche Zeitung
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Seitenzahl: 213
Veröffentlichungsjahr: 2020
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JULIANA KÁLNAY
BREVE CRÓNICA
DE UNA PAULATINA
DESAPARICIÓN
ACANTILADO
BARCELONA 2020
El edificio estaría terminado cuando todo se volviera interior.
CÉSAR AIRA, Los fantasmas
El día en que a mi madre una sombra que pasó a su lado la asustó tanto que dejó caer la caja con la vajilla en la escalera y los pedazos de cerámica saltaron como canicas de colores sobre los escalones; el día en que mi padre, sorprendido por aquella misma sombra, soltó un grito que supuestamente se oyó en tres calles a la redonda y ambos se mudaron al edificio número 29, nací yo. Al menos eso era lo que contaban cuando les preguntaba. Decían: Rita, cómo llegaste con nosotros a esta casa, entre añicos y cajas. Si no preguntaba, contaban otra cosa, pero eso ya es otra historia.
En aquella época, el edificio estaba casi vacío. Más tarde se instalaron otros inquilinos y acabamos siendo bastantes, casi tres veces más que en los años anteriores. Con el tiempo el número de vecinos volvió a disminuir, así, sin más.
Cuando mis padres murieron, aquel Rolmar, al que más tarde todos llamarían el Viejo, acababa de aprender a gritar desde el balcón cuando alguien llegaba. ¿O se había mudado más tarde? En todo caso, en algún momento también aprendió a trepar por la fachada desde la calle hasta la última planta, tan sólo con una soga atada alrededor de la cintura y arriba, a la barandilla del balcón.
Aun así, cada vez que alguien cuenta lo que sucedió en la casa del número 29, se suele referir a los últimos años. Probablemente, porque en ese tiempo sucedió tres veces más que en los años anteriores.
Yo no veo todo lo que pasa en esta casa. A veces veo algo en la calle: algo se cae, se oye un estruendo, y a continuación vuelve el silencio hasta que todos empiezan a comentar el asunto. A veces veo algo en la calle, cuando no hace demasiado frío y me paso el día en el balcón.
Instalé un espejo en el balcón. Un espejo enmarcado y de cuerpo entero que apoyé contra la pared, mirando hacia la baranda. En él se puede ver parte de la calle sin necesidad de asomarse. Refleja la luz del sol y podría deslumbrar a los conductores, pero hasta ahora no ha habido ningún accidente.
Hay quien ha vivido cosas en esta casa que otros quizá describirían como extrañas. Algunas veces todos hablan al mismo tiempo y se interrumpen mutuamente. Y otras, cuando ocurre algo que nos concierne a todos, hago preguntas para averiguar cómo pudo suceder. Porque no vi todo, en esta casa.
¿Rita? ¿Eres tú?
Al principio, cuando Maia desapareció, no le dimos importancia: Maia desaparecía con frecuencia, a veces durante bastante tiempo.
Siempre le había gustado jugar al escondite. Tras una larga búsqueda, terminábamos encontrándola en la bañera detrás de la cortina, en el horno o dentro de la lavadora. Más adelante, comenzó a cavar hoyos: cavaba hoyos en el arenero hasta arañar el hormigón. Cavaba hoyos en el jardín y se sentaba dentro. Cavaba en el parque de enfrente y detrás de la casa. Cavaba con las manos en la arena, el barro o la tierra de jardín. Por la noche, encontrábamos grumos de tierra entre las raíces de su pelo.
Con los años, los hoyos de Maia se fueron haciendo cada vez más profundos. Solía sentarse dentro de su agujero, taparlo con hojas o ramas y quedarse allí hasta que empezábamos a buscarla, o hasta que alguien tropezaba con ella. Hacía tiempo que habíamos dejado de llamarla cuando desaparecía: no nos hubiera contestado, como tampoco hubiera salido voluntariamente de su escondite. Maia no hablaba casi nunca, no le hacía falta. Cuando quería expresar algo—y eso no ocurría muy a menudo—la entendíamos sin palabras.
Cuando el vecino desapareció, nadie se dedicó a buscarlo. Lo único que llamó la atención en el edificio fue el árbol que un día apareció en su balcón. Nosotros, en cambio, nos pasamos mucho tiempo buscando a Maia. Al anochecer, todavía no la habíamos encontrado, y cuando tres días más tarde seguía sin aparecer (hasta entonces nunca había pasado más de dos noches en un hoyo) empezamos a preocuparnos. Como no se nos ocurría nada mejor, terminamos haciendo lo que habíamos visto en las series de televisión: llamamos a la policía, publicamos su foto en el periódico y la pegamos en farolas. La policía trajo perros sabuesos que olisquearon la ropa de Maia, y con ellos removimos cada montoncito de tierra en las calles. Día a día crecía el radio de búsqueda y nuestra preocupación. Ya hacía tiempo que habíamos rastreado los parques y jardines de los barrios vecinos. En nuestros cabellos se habían enganchado hojas, ramas y tierra. Sin embargo, seguíamos sin rastro de Maia.
Los niños de la casa decían que Maia venía de un lugar donde siempre es de noche. También decían que en vez de manos tenía garras, y que cuando hablaba tenían que taparse los oídos, tan estridentes eran los sonidos que emitía. Pero nosotros, los mayores, al escuchar estas palabras nos limitábamos a negar con la cabeza: si de verdad emitiera sonidos, respondíamos, sería en una frecuencia tan alta que nuestro oído no podría percibirlos.
A veces los niños volvían a casa por las noches con los dedos y las plantas de los pies embarrados. Decían que habían estado jugando con Maia. Al escondite, lo llamaban, pero a Maia nunca la encontraban, y no podíamos imaginar que alguna vez fuera ella quien los buscaba.
Una vez sembrada la semilla, hay que regarla regularmente para que crezca fuerte y sana, leí una vez. Yo me tomaba todos los días una pastilla con un vaso de agua: el doctor había dicho que era la única manera para salir de mí mismo, después de haber pasado todo el invierno escondido en el sótano, entre sacos de patatas.
Tomaba mis pastillas a diario y por las mañanas ponía los pies en remojo—por alguna razón, me apetecía sentir agua caliente entre los dedos—. Cuando en marzo las uñas de los pies empezaron a enverdecer, abandoné aquel hábito. Como el color no se iba ni frotándolas ni limándolas, las corté con unas tijeras de podar. A veces pienso que fue un error: a partir de entonces crecieron con más fuerza y con una textura que recordaba la de un pimpollo.
Un mes más tarde, los tallos más largos me hacían cosquillas en las rodillas, como si anduviera entre hierba alta. Cuando estornudaba, chorreaba savia por la nariz, y de mis orejas crecían más y más brotes.
Lina, mi mujer, que estaba orgullosa de su buena mano para las plantas y siempre había soñado con tener un jardín de árboles frondosos, me plantó en el balcón. Decía que sólo allí recibiría suficiente luz. También era mi mujer quien me llenaba de agua las botas a diario, desde que en otoño mis dedos habían echado raíces y una gran copa densa me tapaba la vista. Ella disolvía mis pastillas en el agua de riego y canturreaba melodías que yo desconocía mientras me peinaba las ramas de la cabeza a la cara. Cuando las botas me empezaron a apretar, Lina cortó la suela y el cuero con unas tijeras, antes de plantarme en una maceta grande como un barril. Mis raíces ya podían respirar: se aferraron a la tierra húmeda, sobre la que mi mujer había pulverizado algunas pastillas. Sus melodías no cambiaron.
La primavera siguiente algunos petirrojos anidaban en mis axilas, y al final del verano los niños del barrio me visitaban a diario para catar los frutos que había dado. Por las tardes, Lina los cosechaba y hacía con ellos una deliciosa mermelada. Su aroma salía por la ventana abierta de la cocina y atraía a todo el vecindario. Me contó que unos días antes de que Maia desapareciera, le había regalado un frasco.
No recuerdo que por la zona haya habido jamás un árbol tan popular. Los vecinos comprometidos de siempre no tardaron en salir a recoger firmas. Querían que se me señalizara adecuadamente como la atracción que era. El número de visitantes crecía tan magníficamente como mi follaje: una primavera después ya pude dar sombra a la cola de visitantes que se extendía por toda la vereda. Aunque al principio tuve mis dudas, debía reconocer que el doctor tenía razón. Sin embargo, pronto ya nadie recordaría que antes yo mismo me paseaba por las calles.
Rita no dijo gran cosa cuando Maia desapareció, aunque siempre tenía algo que decir y comentaba todo lo que pasaba en el edificio sin que nadie le preguntara. Era mejor dejarla hablar. Entonces Rita podía mencionar algo que nadie más sabía, y que en realidad tampoco Rita podía saber. De vez en cuando hablaba en clave. ¡Don, qué cara de fruta traes hoy!, exclamaba cuando lo veía bajar las escaleras, y todos los que la escuchaban fruncían el ceño. Rita no medía sus palabras, eso es lo que decía sobre todo E. ¿Dónde ha echado raíces nuevas Don?, le preguntó Rita una vez a Lina en el pasillo, mientras E. ponía la oreja (como siempre cuando se trataba de Lina). Y uno casi habría jurado que Rita sabía de qué iba la cosa y sólo quería hurgar en alguna herida, pero Lina sonrió y contestó: En su maceta. ¿Dónde iba a ser si no? Y a todos los que lo oyeron les pareció que las dos hablaban en una lengua secreta.
Rita no dijo gran cosa cuando Maia se fue, y en los rostros de sus familiares empezaron a aparecer ojeras uniformes de tantas noches en vela buscando agujeros en las zonas verdes del vecindario. Los agujeros son como la sal en la sopa, dijo Rita; o también: Vivimos sobre agujeros; o: Una vez la tomé de la mano y la llevé detrás de la casa. No pronunció el nombre de Maia y tampoco mencionó su desaparición: era como si guardara silencio en su honor.
Pero habló de otras cosas, aunque muchas no las entendimos. Dijo: La mermelada de Lina; o: Hace frío. Que alguien encienda un fuego; o: Hace frío. Debería volver a tejer, antes de que siga bajando la temperatura.
Y después cerró la puerta de su casa de un portazo, y durante unos días ni siquiera se la vio mirar desde su balcón en el primero, como tantas veces solía hacer.
Se mudaron aquí sin que nadie los viera, aunque lo cierto es que algunos afirmaron haber visto por la noche un camión de mudanzas en la calle, y a la mañana siguiente, cajas de cartón en la escalera. Pero a los Will nadie los vio.
Si los Will se hubieran asomado por la barandilla de su balcón, habrían podido ver la copa del árbol que crecía en el de abajo. Sus hojas estaban a punto de llegar al balcón de los Will. Pero nadie había visto jamás a los Will asomarse. En realidad, sólo se sabía que estaban ahí por los ruidos que hacían. Sobre todo por las noches, los crónicos insomnes del edificio oían voces en el piso de arriba y ruidos, como si estuvieran moviendo los muebles. Algunos decían que en lo de los Will las luces se encendían y se apagaban constantemente, pero, en general, los testimonios de los crónicos insomnes no se consideraban del todo fiables. Se creía más a aquellos que afirmaban haber visto por la mañana el abrigo de un Will al doblar la esquina o haber escuchado el taconeo de los zapatos de una Will por las escaleras. Nadie sabía cuántos miembros vivían en el hogar de los Will. En el cartelito del buzón se leía simplemente «Will» en letra de imprenta. Algunos suponían que tenían un gato, pero nadie era capaz de explicar por qué.
Al poco tiempo, ya circulaban las teorías más rebuscadas sobre qué aspecto tendrían los Will, y sobre todo a qué se dedicarían. Todos estaban de acuerdo en que no podía tratarse de nada honesto: podían ser contrabandistas que por las noches mandaban mensajes en morse con el interruptor de la luz, exmafiosos en un programa de protección de testigos o falsificadores de billetes con una gran máquina de imprenta que sólo sacaban del armario cuando caía el sol, para armarla y ponerla en funcionamiento.
Algunos vecinos quisieron confirmar sus sospechas y comenzaron a vigilar la escalera. En algún momento los Will tendrían que mostrarse. En una tabla apuntaban los turnos de mirilla. Funcionaba bastante bien, siempre había alguien en casa, y como desde que en el balcón de Lina crecía un árbol no paraba de entrar y salir gente, uno no se aburría mientras esperaba los próximos pasos. Algunos incluso se instalaban por turnos delante de los buzones y en la entrada: una silla, una manta, un termo con café. Por las mañanas, venía el cartero. Por la tarde, todavía solía sobresalir un periódico del buzón de los Will. Los turnos de noche se asignaban preferentemente a los crónicos insomnes. Pero, por las mañanas, el buzón de los Will siempre estaba vacío y, por las noches, se seguían oyendo las voces y el mover de los muebles sin que nadie hubiera visto a ninguno de los Will.
Sólo Maia, según decían, se había encontrado una vez con un Will en el sótano, pero no dijo nada: ni qué aspecto tenía, ni si le había hablado. Y si alguien le preguntaba, no hacía más que mirarle con sus pequeños ojos entrecerrados. Su familia pidió que la dejaran en paz, y con eso el asunto se dio por zanjado.
Después de algunas semanas, alguien propuso llamar a la puerta de los Will con cualquier pretexto, como vender algo o estar realizando una encuesta, pero al final nadie lo hizo.
Había otros asuntos que mantenían ocupados a los habitantes del número 29, ahora estaban buscando a Maia. Si realmente alguna vez había visto a un Will y ese encuentro casual tenía algo que ver con su desaparición era algo de lo que se evitaba hablar cuando su familia andaba cerca. Aun así, había unos pocos que seguían intentando pescar el correo del buzón de los Will de vez en cuando. Durante uno de esos intentos sacaron, junto con los sobres de la compañía eléctrica a la familia Will, un cartel en el que se anunciaba la desaparición de Maia. Rápidamente volvieron a meterlo todo en el buzón.
Cuando algunos decidieron que era el momento de allanar el piso de los Will, el balcón de Lina pareció el lugar idóneo para intentarlo. Se haría de noche, para llamar menos la atención. Lina estaba poco convencida de la operación, pero finalmente accedió a abrir su casa y su balcón por una noche. Algunos habían traído sogas, otros su equipo de escalada completo. Sin embargo, se consideró que la mejor idea era subirse al árbol y de ahí trepar por las ramas más gruesas hasta el balcón de los Will. El más liviano también era el más valiente. Pero cuando intentó saltar desde una de las ramas al balcón de los Will, ésta se partió, y el antes tan valiente cayó soltando un fuerte quejido—casi pareció que provenía directamente del árbol—en el balcón de Lina. Lina resopló de rabia y nos echó a todos. Cuando cerró la puerta, sostenía una regadera en la mano. Más tarde, los crónicos insomnes contaron que esa noche no sólo se oyó a los Will, sino también cómo Lina se arrimaba a su árbol y le cantaba.
Después de que Maia no apareciera y un coche patrulla recorriera la calle con regularidad, pasaron los días sin que se volviera a escuchar nada más de los Will, y algunas semanas más tarde apareció un cartel de SE ALQUILA con el teléfono de una inmobiliaria. Nadie lo había visto colgar.
Después de que los Will desaparecieran, su piso quedó vacío durante mucho tiempo. Tú eras el único que se atrevía a subir. Hay quienes incluso decían que estaba maldito. Puede que con razón.
Siempre que te preguntaba qué buscabas allí arriba, me decías: El silencio. Podías acostarte sobre el suelo de madera, extender los brazos, mirar hacia arriba y no ver más que vigas. Y levantarte, mirar alrededor, y no ver más que el blanco de las paredes. Ni rastro de los Will ni de sus muebles.
Contabas que a veces, mientras estabas ahí tendido, te quedabas dormido. Cuando despertabas, te quitabas el polvo de la nariz y de las comisuras de los labios. Allí el polvo era lo único que te recordaba el paso del tiempo.
Había días en los que pensabas que en algún momento volverían a alquilar el piso, y que entonces ya no podrías subir. Eran los días en los que apenas hablabas. Así que yo apoyaba la cabeza en tu hombro y tampoco decía nada. Otros días pensabas que si te ocurría algo estando allí, podrían pasar meses hasta que te encontraran, aunque te buscaran como a Maia. Creo que fue por eso que empezaste a hablarme del piso de arriba.
Estábamos en la vereda, justo donde por las tardes el árbol de Lina da sombra. Me preguntabas si aún recordaba aquella vez que te rompiste el brazo intentando trepar al balcón de los Will. Claro. Creíste oír el quejido del árbol. Y cuando te quitaron la venda, noté en tu piel el tacto rugoso de la corteza. Me contaste que desde tu caída sólo te sentías bien en aquel piso del cuarto. No quisiste dar más explicaciones.
Siempre te tomaron por valiente. Toni da el primer paso y los demás le siguen, decían. Pero yo sabía que cuando se trataba de hablar también podías ser cobarde. Preferías hacer como si no hubieras oído nada. Como si no hubiera nada que decir. Creo que la primera vez que me besaste lo hiciste para no tener que responderme, para hacerme callar, para que no siguiera preguntando por qué te habías peleado con tu hermano. Fue en el jardín de detrás de la casa, olías a hierba húmeda y a chicle dulzón. Después no podíamos parar. Nos escondíamos en el ascensor, y en el portal, cuando empezaba a oscurecer, mientras tu madre llamaba para cenar. La mía nunca llamaba.
Lo nuestro no le sorprendió a nadie. Si están colgados el uno del otro como los frutos de los árboles, decían desde que éramos pequeños. Apenas salíamos por la puerta, nos esperaba el mismo camino, al parque, al cole. El primer día después de las vacaciones me tomaste de la mano al bajar las escaleras.
No me tomaste la mano cuando subimos aquella vez que me propusiste acompañarte al piso de los Will. Al principio yo no quería, pero luego terminé accediendo. No me sentía cómoda allí arriba. Estábamos a solas, eso es verdad, pero también estaba la habitación completamente vacía, sin muebles, el suelo duro y el polvo que se posaba sobre mi pelo. En medio de aquel silencio creía oír a alguien cantar, una voz de mujer. Tú sólo negaste con la cabeza.
Después de aquello no quise volver a acompañarte al piso. Empezaba a creer en los rumores y desconfiaba de tu obsesión. Buscabas el silencio del piso vacío casi a diario. Me extraña que nunca te pillaran entrando. Me había propuesto cumplir mi promesa y no volví a acompañarte. Pero el día que no viniste a comer y me preguntaron si sabía dónde podrías estar, al menos sabía dónde tenía que buscar.
Ahí hay algo que no encaja.
¿Te refieres al piso de arriba?
Sí, el del cuarto.
¿Ese dónde antes los Will?
Sí que fue raro lo de ellos.
Esconderse así.
En general, ese piso.
La gente mudándose constantemente.
Sí, antes de ellos los Gran y los Lovo, y antes de éstos…, ya ni recuerdo cómo se llamaban.
De esos ni me acuerdo.
Estuvieron aquí muy poco tiempo, como todos los demás. Nadie vivió ahí más de diez o doce meses, al menos que yo recuerde.
¿Y eso por qué?
Es lo que tienen algunos pisos.
Si sabes ahora a quién le…
Sólo sé que no lo volvieron a alquilar. Los de la inmobiliaria todavía deben tener las lla…
Habría que encontrar a alguien, alguien de confianza.
¿A ti no te interesa? Si necesitas algo más de espacio.
Ay, no sé. No me da muy buena espina todo este asunto.
Cuando era pequeño, tenía la costumbre de correr escaleras arriba y abajo hasta que mi madre comenzaba a llamarme. Después venía a buscarme. Me atrapaba en un escalón o escondido detrás de alguna puerta. A veces, incluso lograba escaparme sin que se diera cuenta. Entonces merodeaba un rato por las escaleras, hasta que alguien tropezaba conmigo y me llevaba de vuelta a casa. ¡Ay!, decía mi madre entonces, ¡Ay, si ya estás acá! Y cuando volvía a desaparecer ni lo notaba.
Una vez me encontré de pronto delante de una puerta de color óxido. A estas alturas ya no sabría decir si corrí escaleras arriba o abajo, ni en qué planta me encontraba. Pero creo que no era una planta muy alta, quizá la segunda o tercera. De lo que sí estoy seguro es de que nunca antes había visto aquella puerta. Una puerta de color óxido me habría llamado la atención. Estiré el brazo y giré el pomo.
Entré a un recibidor alargado, poco más ancho que un pasillo. En una de las paredes había una ventana. Lo primero que pensé, cuando vi en el suelo las hojas que el viento había arrastrado al interior, fue: Está abierta. Luego, cuando noté los trozos de vidrio entre las hojas, entendí que hiciera tanto frío. De todas maneras, seguí adentrándome en el pasillo. Los cristales crujían bajo mis pies, y las hojas hacían crish crish. Escarabajos, pensé, arañas y otros bichitos. Si fueran caracoles, harían crac.
Me parecía ver una puerta al final del pasillo y quería saber qué se escondía detrás de ella, pero todavía no la había alcanzado cuando escuché un ruido: un golpe ahogado, algo muy grande, pesado, que había caído o que alguien había volcado. Y aunque en aquel lugar no había absolutamente nada que yo pudiera haber volcado, me asusté y di media vuelta. Salí corriendo hasta la puerta color óxido, que se cerró detrás de mí. Corrí escaleras arriba o abajo, no consigo recordarlo.
Lo que sí recuerdo es que un poco más tarde, o quizá algún tiempo después, le pregunté a mi madre si sabía de una puerta en el edificio que llevara a un pasillo largo. Ella me miró sorprendida y negó con la cabeza. Aquí no tenemos nada de eso.
Nunca más volví a ese pasillo: aunque un par de veces intenté buscar la puerta, no hubo manera de encontrarla.
Hasta ahora nunca había hablado de ello.
Nadie debe saber lo de Kasi. Nadie debe saber que tengo a Kasi en el bidet. No lo entenderían. Me tomarían por loco. Me lo quitarían. A saber qué le harían. Se lo llevarían al laboratorio. Experimentarían con él hasta quebrarlo. Me detendrían, me internarían, me encerrarían. Nadie me creería, y entonces ya no podría ayudarlo.
Nadie debe saber que tengo a Kasi en el bidet. En realidad, me lo encontré en el inodoro. Me encontré a Kasi, no lo robé, ni lo secuestré, ni… Kasi vino a mí: una mañana lo encontré en mi inodoro y me sonrió.
Claro que ahí no podía quedarse. Nunca quise que le pasara nada. Yo nunca tuve hijos, ¿sabe usted? Ni siquiera tuve un perro. Kasi fue como un hijo para mí. Me lo encontré en el inodoro, me sonrió y en ese momento supe que sería un hijo para mí. Y entonces lo metí en el bidet.
Kasi me hacía compañía y yo le hacía compañía a él. A veces cenaba en el baño. Acercaba un taburete y bajaba la tapa del inodoro para usarla de mesa. Antes de pegar un bocado, le tiraba a Kasi un trozo de pizza o una albóndiga. Y Kasi sonreía agradecido. Le gustaba todo, pero no era un comilón. Además, sabía escuchar. Mientras comía, le contaba cómo me había ido el día, las cosas que ocupaban mi mente. Nada importante, nada extraordinario, pero Kasi me miraba con sus ojos enormes y a veces hasta asentía con la cabeza, y en esos momentos sabía que me entendía mejor que nadie.
Todos los días, después de ducharme, le cambiaba cuidadosamente el agua a Kasi. Primero, enjuagaba a fondo la bañera, la llenaba con un palmo de agua y después sentaba con cuidado a Kasi dentro, mientras fregaba el bidet. Le frotaba la espalda con una esponja natural suave, antes de volver a meterlo ahí. Por las noches, abría la puerta del baño y giraba el televisor de tal forma que Kasi pudiera ver la pantalla. Me acomodaba en el sillón con unas galletas saladas y subía el volumen con el mando a distancia. Y detrás de mí, en el baño, estaba Kasi mirando con ojos grandes la pantalla. Lo que más le gustaban eran los concursos.