Breve manual de violencia cotidiana - Francisco Fernández - E-Book

Breve manual de violencia cotidiana E-Book

Francisco Fernández

0,0
1,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Como si se tratara de una caracterización básica dentro de una pedagogía brutal Breve manual de violencia cotidiana, recoge diez cuentos que tensan al límite los ejemplos de las consecuencias que conlleva la violencia histórica, la naturalización de la indiferencia, la presión psicológica, el prejuicio, y otras formas de coacción a las que somos sometidos todos los días. Detrás de historias que desembocan en agresiones de una ferocidad explicita, se tipifica una violencia mayor, la implícita, que es la que acaba por constituirnos como personas sin dejar lugar para preguntarnos en qué medida somos los responsables de todo esto.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 167

Veröffentlichungsjahr: 2018

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Francisco Fernández

Breve manualde violencia cotidiana

Editorial Autores de Argentina

Fernández, Francisco 

   Breve manual de violencia cotidiana / Francisco  Fernández. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores del Mundo, 2018.

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga y online

   ISBN 978-987-4947-01-7

   1. Cuentos. I. Título.

   CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Adrián Ufano

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Francisco Fernández (1990), no comenzó a escribir cuentos cuando tenía siete años, tampoco ganó ningún premio literario en su pueblo. Vive apurado, aunque no tenga nada que hacer, y siempre se tiene que ir a algún lado, aunque no sepa adónde. Piensa que todo es un suceder sin cesar, por eso, nunca termina nada de lo que empieza, una buena excusa para no recibirse en la universidad, no cerrar este, su primer libro, Breve manual de violencia cotidiana, ni concluir la breve reseña sobre su persona qu

Perdamos el tiempo hablando...

[email protected]

Índice

Prólogo

Breve historia de las Indias Occidentales

La implacable violencia de la inercia

Tesis, antítesis y síntesis sobre Paseo Colón

Dos estacionados sobre Yerbal

Paranoia

La estancia

Un jilguero en la tranquera

En vivo y en directo

Cómo aprendí a ser un hijo de puta

Un comentario desafortunado

Prólogo

Vivimos en una sociedad violenta. Estúpidamente violenta. La violencia nos rodea, la respiramos como el aire, la ejercemos y la sufrimos con la misma naturalidad con la que tomamos un vaso de agua.

No sé por qué la violencia reina, tampoco creo querer saberlo (por mi propia seguridad), pero probablemente la violencia nos rige porque es efectiva y útil. Sirve para lograr propósitos, puede disfrazarse de ideales laicos o religiosos, racionales e irracionales, naturales o sociales. La violencia, como el capital, se mueve detrás de su ganancia. Pero ¿cómo saber adónde va? Si todos somos violentos, o más bien, nos hacen violentos y la mayoría de las veces ni nos enteramos de ello. Nos encontramos haciendo cosas mínimas de la vida diaria que ni siquiera tildaríamos de violentas: mirar un noticiero, hablar de alguien, hacer nuestro trabajo, escribir nuestra nacionalidad en un documento, o completar nuestro género en un formulario. Nos miramos las manos y no hay sangre allí, entonces, no advertimos que acabamos de ejercer un acto violento.

Y sin embargo la violencia está allí camuflada, en las noticias que nos cuentan, en lo que decimos de los otros, en la autoridad que imponemos desde nuestro puesto de trabajo, en los genocidios que avalamos adhiriendo a nuestra nacionalidad o a los modos de comportamiento que implican ser hombre, mujer, gay, lesbiana, transexual, o queer.

Somos el resultado de múltiples ejercicios de violencia cotidianos, y la mayoría de las veces, no solemos reparar en cómo llegamos a ser lo que somos, en detenernos a pensar las consecuencias que estos actos minúsculos tienen en nuestra educación como personas.

Pero hay un momento donde algo sucede, y el velo se corre. El acto violento jurídicamente catalogado y fácilmente identificable: el asesinato, el robo, la violación, saltan con fuerza a escena, y el espanto que nos genera ver la puesta en acto de las barbaridades que todos somos potencialmente capaces de hacer nos asusta y nos tapa de preguntas.

Aun allí, el escenario no es mejor para disipar nuestra ignorancia. Las respuestas a las preguntas que nos surgen sobre la violencia se encuentran fosilizadas, escritas en la piedra como leyes sagradas desde hace miles de años y se sintetizan en unos pocos tópicos fáciles como la locura, la irracionalidad, o la perversidad perfectamente calculada para saciar algún placer oscuro.

Vivimos con otros en sociedad y tenemos reglas. En este estadio de la historia de la humanidad esas reglas se formalizan en el monopolio de la fuerza por parte de los Estados, se institucionaliza en organismos como el ejército, la policía, y en las leyes, en miles de regulaciones que generan múltiples agentes de control. Las personas que creen tener un trabajo inocente y burocrático como llenar planillas, pero que en realidad son detectores de infracciones a las normas, que tienen por fin llamar la atención sobre los infractores y ponerlos en regla de nuevo con coacción.

Pero eso no es todo, porque con eso solo no alcanza para mantener la cohesión con los demás. Coacción, coerción, sugerencia, recomendación, prevención, intimidación, entran en juego como formas de violencia solapada. Son formas de mostrarle el palo al perro, para que sepa quién manda y recuerde cada dos por tres (porque se le olvida seguido) que, si desobedece, esa será la madera que le parta la cabeza.

Este juego es cotidiano, múltiple, poliforme. Entre las caracterizaciones más comunes están los delincuentes que desafían la ley, tu jefe, los policías, tus viejos, la escuela, la iglesia, pero entre las formas solapadas, tenemos la impresionante cantidad de carteles en la vía pública que nos dicen qué hacer, cuándo cruzar, cuándo frenar, por dónde andar, por dónde no.

La publicidad que te dice qué tenés que comprar para ser feliz, y cómo tenés que vivir para no ser un perdedor. La forma en que se diseñan los muebles que te rodean, sillas y bancos hechos para que no pases demasiado tiempo sentado y mucho menos para que duermas, las rejas de los parques, los mostradores de los negocios, sus horarios de atención, los códigos por seguir desde que entrás hasta que te vas.

Puede parecer una obviedad, y justamente eso es, una obviedad, por eso funciona efectivamente y se convierte en una herramienta útil. Si no, pensá en vos mismo ahora: estás leyendo esto, viste el título, la tapa, el precio, lo compraste y empezaste a leer este prólogo porque todos los prólogos están en los principios, después de la tapa. ¿Por qué no comenzar por el final? Quizás porque en el principio todo comienza y en el final todo termina, una obviedad, ¿no? El tiempo ordena, y la palabra hermana de violencia es orden, las que de inmediato te presentan a sus primas, previsibilidad y seguridad, adorables muchachas siempre puntuales y correctas.

Nos llevó unos cuantos decenios comprender que existe una violencia verbal que precede a la física y eso es apenas la punta del ovillo porque no solo un insulto es violencia verbal, una orden es violencia, un pedido imperativo es violencia. La violencia es todo aquello que nos empuja al enfrentamiento y la lucha, a la batalla en la cual nos medimos con otros para determinar quién manda y quién obedece, de quién es la voluntad que será hecha: hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.

Una vez impuesta una voluntad, será cuando juguemos a ponernos reflexivos y digamos que la violencia es mala, que no debe ejercerse porque ya sabemos qué está bien y qué está mal y si fuera necesario, recurriremos a la violencia para que esto quede claro. Es algo tan paradójico como la guerra por la paz.

La violencia es uno de nuestros modos de relacionarnos con el otro, pero, si nos preguntan, siempre diremos que repudiamos todo acto violento, que no creemos en eso, que no sirve para resolver conflictos, y mucho menos como modo de relación. Pero esas respuestas que siempre tenemos a mano funcionan como una declaración de intención porque nadie está exento del ejercicio de la violencia en su vida cotidiana.

La sangre, los golpes, las armas, las muertes y otros elementos de este libro son solo cotillón y papel picado, notas pintorescas, fatalidades anecdóticas. Ciertos puntos de partida, disparadores, elementos narrativos para entrarle a lo que importa, al problema mayor: lo que se acumula hasta estallar; los detonantes de las reacciones, las razones de la irracionalidad, la coherencia de la locura y los pequeños actos de la cotidianeidad que nos educan con el lenguaje de la violencia para moldear nuestra forma de ser con los demás.

Breve historia de las Indias Occidentales

Cuando llegué a la puerta del piso cuatro de avenida Libertador y San Martín de Tours, me recibió en la puerta un cabo de la Federal que miró de arriba abajo mi Perramus beige y me advirtió: No se vaya a manchar, doctor, mire que esto es un baño de sangre. No soy doctor, pero no me molesto en aclararlo y dejo que los policías conserven esa distancia para que no tomen confianza; siendo ayudante del fiscal siempre es preferible infundir un poco de temor para obtener respeto.

Los herrajes dorados de la puerta prolijamente barnizada me adelantaron el estilo clásico del lujo de un piso, que tenía el tamaño de cuatro departamentos como el que yo alquilaba. Efectivamente, como adelantó el cabo, la cocina de ese gran departamento era un baño en sangre.

El comisario se presentó y me condujo a ella por la puerta izquierda del recibidor destinada al servicio, recorrimos un largo pasillo hasta la conexión con la cocina. En el suelo yacía el cadáver de un hombre blanco, de setenta y dos años. Horacio de Mendizábal, o don Horacio, como lo llamó el comisario, que lo conocía por la generosidad del hombre para con la seccional del barrio. De Mendizábal, propietario de 350.000 hectáreas repartidas entre las mejores tierras de las provincias de La Pampa y Buenos Aires, se dedicaba a la ganadería y solía donar algún animal a la dependencia como reconocimiento por el buen servicio que prestaban sus hombres en el cuidado de los bienes de los vecinos.

Pero, lamentablemente, en esta ocasión no habían podido cumplir con la premisa de cuidar la vida de los vecinos, porque don Horacio yacía ahogado en una laguna de sangre. Tanta era que, para observar su cuerpo desde otro ángulo, sin alterar la escena, ni manchar la suela de mis zapatos nuevos, tuve que dar toda la vuelta al piso en dirección inversa: cruzar el recibidor nuevamente, atravesar el living e ir de una punta a otra del extenso comedor, para por fin dar con una puerta de servicio que conducía al otro extremo de la cocina.

En el living se amontonaban (y digo se amontonaban, porque estaban agrupados sin ningún tipo de criterio estético) muebles de origen francés con otros de terminaciones rectas al estilo inglés, todos con apliques de metal dorados en los cajones. Las patas de los sillones arrojaban sobre el visitante las cabezas doradas de unos leones que infundían el poder y la fiereza que su dueño, muerto en el piso, ya no podía transmitir.

Los tapizados de terciopelo verde en sillas y sillones entregaban una especie de recordatorio citadino de las fértiles extensiones de propiedad repartidas por el país y las matras de guarda pampa que descansaban sobre ellos cumplían la doble función de decorar y evitar el desgaste aportando un toque nacional, que dejaba adivinar a cualquiera la profesión del extinto.

El departamento era, por supuesto, de paredes blancas que habían sido inmaculadas hasta hacía pocas horas, y afirmaban con fuerza el poco ingenio que se necesita para ser clásico. Numerosas fotos colgadas de las paredes y expuestas en portarretratos sobre los muebles, presentaban a una orgullosa familia blanca, rubia y sonriente, compuesta de una esposa que no perdía la belleza con los años, un hijo varón, el mayor, con una impronta de estanciero bonachona y arrogante digna de su padre y, finalmente, una hija que irradiaba toda la rebeldía y libertad que puede otorgar la tarjeta de crédito cuando el resumen le llega a papá.

El comedor continuaba exhibiendo ese estilo que solo podía catalogarse como ostentoso, ya que su disposición no tenía otro fin que el de demostrar la riqueza del dueño de casa. Una pequeña mesa con botellas de whisky y una cava con vinos añejos, ubicada debajo de cuadros de caballos al galope, completaban el perfil de los gustos de aquel hombre devenido en cadáver.

Ya en la cocina, advertí que de la escena del crimen no había mucho más que observar: el cuchillo que atravesó la aorta de don Horacio, para después entrar y salir en su cuerpo moribundo cuatro veces más, seguía en el piso de la cocina conservando intactas las huellas del mango. El fiscal llegó unos minutos después y comprobó por su cuenta que la policía (extrañamente) había realizado un procedimiento correcto al recolectar con prolijidad las evidencias que conformaban un cuerpo de pruebas contundentes.

El encargado del edificio fue quien dio aviso a la policía. Nos relató que la negrita, como la llamó el comisario por su tez norteña (vale decir, no muy distinta a la de él), empleada doméstica de don Horacio, y única detenida por el hecho, bajó a las tres de la tarde, llorando, llena de sangre en las manos y sin poder hablar. Temiendo que se hubiera producido un accidente, el encargado la acompañó al departamento y allí fue cuando se encontró con el hacendado nadando en sangre.

Ya en el despacho del comisario, adonde nos habíamos trasladado para presenciar las declaraciones, pude ver a María Elizabeth García Quispe, alias elisita, alias la negrita para el comisario. Tenía mi edad, 27 años, trabajaba desde los 7, y desde los 19, cuando llegó a vivir a Buenos Aires desde Tucumán, lo hacía para don Horacio y su señora esposa. Al vernos entrar apenas levantó la cara y pude ver sus ojos grandes, redondos y negros, guardando la inmensidad de los valles. Agachaba la cabeza con vergüenza ocultando su nariz ancha y sus cachetes saltones que acentuaban la tez de bronce. Como consecuencia de un procedimiento de detención realizado con una brusquedad innecesaria, su pelo lacio y negro estaba revuelto y desprolijo. Su calma no era tranquilidad, sino la honda paciencia que guardan los cerros, y su vista se perdía a lo lejos buscando el final de una quebrada, pero ahí en el fondo, había solo una veta de madera raída del viejo mueble que el comisario tenía por escritorio.

Su silencio meditativo y profundo era tal que nadie se animaba a romperlo para interrogarla sobre los hechos. Por su función, necesariamente fue el taquígrafo quien tuvo que quebrar el mutismo y confirmar los datos de rigor. Elisita respondió con un sí tenue a cada pregunta del sargento acerca de su nombre, edad, estado civil, domicilio y profesión. El comisario, con el afán de completar los requerimientos burocráticos de algo que creía resuelto, fue directamente al grano y le pidió que contara qué pasó en la cocina del piso de don Horacio.

Casi susurrando, en una voz muy baja, con la cabeza gacha y de manera lenta, pero sin detenerse más que para tomar fuerzas y seguir, elisita, la negrita, contó la historia de principio a fin: todo había empezado hacía ocho años, cuando don Horacio y su señora la emplearon. En un principio, él se le insinuaba, luego trató de conquistarla con obsequios que ella rechazaba. Un tiempo después empezó a hacerle comentarios desagradables, y cansado de no poder conquistarla con sus palabras, empezó a manosearla. A ella le daba asco, pero lo toleraba.

Su familia en Amaicha subsistía solo por el dinero que ella les enviaba y no podía darse el lujo de renunciar. No gastaba un peso en ella, y para ahorrar, no alquilaba y aceptaba el cuarto de servicio que don Horacio le daba. Cuarto donde una noche, sin hacer ruido, entró por primera vez para violarla, mientras su mujer dormía en la cama matrimonial con la televisión encendida a todo volumen. Después de la primera vez, ya nada lo inhibía y la violó una, y otra, y otra, y otra vez. Siempre con total impunidad, sin ocultárselo a su mujer, que trataba de mantener ante elisita el decoro que su marido había perdido.

Ese mismo mediodía en la cocina, después del almuerzo, don Horacio se acercó por detrás mientras ella lavaba la vajilla. Iba a abusarla una vez más, pero no contaba con que en ese momento estallara el rencor y la impotencia acumulados durante ocho años. Elisita no pudo tolerarlo más. Tomó el cuchillo que acababa de enjuagar, dio media vuelta y lo clavó en el cuello del hacendado con ira. Después lo sacó, lo atravesó con otras cuatro estocadas, y se aseguró que, de una buena vez por todas, cayera al piso y no se levantara nunca más.

Elisita va a contar en su juicio con un defensor oficial que aún no le ha sido asignado. Mientras tanto, los dos letrados de la viuda de Mendizábal ya están en la comisaría increpándonos a los gritos, para disuadirnos de plasmar el argumento de la emoción violenta en el expediente. Dicen que no van a permitir que se le reduzca la pena a esta negra de mierda, como la llamaron frente a nosotros, buscando una complicidad que no consiguieron.

Volviendo al juzgado no pude dejar de trazar paralelismos entre Elisita y yo, en reparar de nuevo en que tenía mi edad, en que don Horacio abusaba de ella desde que yo empecé a estudiar y que, si los dos teníamos suerte, ella iba a estar saliendo de la cárcel cuando yo estuviese empezando mi carrera como juez. Recordé aquella frase que leí una vez, decía que la historia vuelve a soldarse a épocas anteriores formando un plano continuo de sentido.

De Mendizábal y la negrita se perderán en las vastas extensiones del tiempo, como dos yuyos se pierden en la pampa, partes necesarias e insignificantes de un mismo paisaje, pero las injusticias no. Las injusticias se seguirán apilando de a miles una tras otra todos los días en la vida de nuestros abuelos, de nuestros padres, en nuestra propia vida y lo seguirán haciendo en la de nuestros hijos y nietos, dándole forma sólida y duradera a la historia, un círculo vicioso de dolor e infamia.

La implacable violencia de la inercia

Los viernes nunca son fáciles en mi trabajo. En una cadena en la que todos llevan y traen órdenes, soy el último eslabón, el que ejecuta los pedidos, o dicho lisa y llanamente, el único que trabaja. Enviar y reenviar comandas es una labor que no tiene otro fin que el de suministrar coacción en pequeñas dosis de temor para lograr que cada cual haga lo que tiene que hacer y no se aparte ni un centímetro del rol que tiene asignado. Pero en fin, no quiero hablar de mi trabajo, porque siempre es más interesante lo que sucede fuera de él, como este episodio que me tocó presenciar.

Salí y fui hacia la parada de colectivos para volver a mi casa, el único lugar del mundo en el que quería estar después de diez horas de esforzarme en beneficio ajeno. Pensé que estaba de suerte cuando llegué y solo había una persona esperando, un muchacho joven de barba escasa, vestido como se visten todos los que trabajan donde yo trabajo: camisa a cuadros azul y blanca, jeans, bandolera de cuero colgada sobre un hombro, suéter con rombos, montgomery azul marino y auriculares en los oídos, para enviar un mensaje claro: a mí no me rompan los huevos.

Pensándolo bien, una sola persona en la parada no era buena señal. De seguro el último colectivo había pasado hacía muy poco, y como todo viernes a la noche en el sur de la ciudad, iba a tardar un rato largo hasta que llegara el próximo. Una señora petisa, muy simpática, de bucles morochos (que en sus años mozos de seguro eran tan adorables como ahora), y unos cachetes rojos que la hacían muy graciosa, llegó con su bolsita de compras para hacer fila detrás de mí.

A la señora se le sum