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Busco marido Su nuevo, conveniente y convincente esposo Wendy Leland necesitaba un marido rico y con éxito para mantener la custodia de su sobrina, y lo necesitaba ya. Sin embargo, cuando su jefe, rico, exitoso y atractivo le ofreció convertirse en su marido temporal, ella se mostró reacia. Jonathon Bagdon le gustaba demasiado y sabía que resistirse a la tentación resultaría difícil. Él sólo le había ofrecido matrimonio para impedir que Wendy dejara de ser su secretaria. Pero más tarde interpretó el papel de recién casado con tanta pasión que sólo podía ocurrir una cosa… Chispas de pasión Había muchos secretos que revelar Cuando Sierra Evans dio a sus gemelas en adopción, no esperaba que la tragedia las dejara a cargo de su tío, un millonario playboy. No se detendría ante nada para proteger a sus hijas… aunque eso significara hacerse pasar por la niñera perfecta con un gran secreto. El exjugador de hockey y empresario Coop Landon sabía cuándo alguien mentía. Y estaba claro que su nueva niñera no quería su dinero ni su fama. Estaba más que dispuesto a descubrir lo que se proponía, especialmente cuando la seducción era la estrategia perfecta. Sin embargo, la verdad les podría costar muy cara. El orgullo del vaquero Su amor estaba más vivo que nunca Clayton Worth estaba dispuesto a rehacer su vida casándose con una mujer que pudiese darle un heredero. Sin embargo, un año de separación no había matado el deseo que sentía por Trish, que pronto sería su exmujer. Trish había vuelto al rancho, tan impredecible como siempre y como madre de una niña de cuatro meses, a pesar de que su negativa a darle hijos era lo que los había separado. Ambos creían que todo había terminado entre ellos... pero sus corazones tenían otras ideas.
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Seitenzahl: 512
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid www.harlequiniberica.com
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 563 - mayo 2025
© 2011 Emily McKaskle Busco marido Título original: The Tycoon's Temporary Baby
© 2012 Michelle Celmer Chispas de pasión Título original: The Nanny Bombshell
© 2011 Charlene Swink El orgullo del vaquero Título original: The Cowboy's Pride Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011, 2011 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-563-6
Créditos
Busco marido
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Chispas de pasión
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
El orgullo del vaquero
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
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Jonathon Bagdon sólo quería que su secretaria volviera a casa.
Ya habían pasado siete días desde que Wendy Leland se marchó para asistir al entierro de un familiar; siete días de problemas en la empresa de Jonathon. Primero, se estropeó el acuerdo con Olson Inc. que llevaba la propia Wendy y después, él olvidó un plazo de entrega porque el empleado que la sustituía había borrado su agenda de Internet.
Pero los problemas no terminaron ahí. Otro de los empleados envió el último prototipo del departamento de investigación y desarrollo a Pekín, en lugar de a Bangalore; la jefa de recursos humanos había amenazado con dimitir y no menos de cinco mujeres habían salido llorando del despacho de Jonathon. Además, la cafetera se había estropeado y ni siquiera podía tomar una taza de café.
Definitivamente, no era la mejor semana de su vida. Jonathon Bagdon sólo quería que su secretaria volviera a casa. Sobre todo, porque sus dos socios estaban fuera de la ciudad y él tenía que dar los últimos retoques a una propuesta para un contrato muy importante.
Miró su taza y consideró la posibilidad de pedir a Jeanell, la jefa de recursos humanos, que saliera a comprar una cafetera. Sin embargo, Jeanell no había llegado todavía. Los empleados aparecían a partir de las nueve y eran las siete de la mañana.
Naturalmente, podía bajar a un bar o a comprar él mismo la cafetera; pero estaba tan liado que no tenía tiempo para nada. Si Wendy hubiera estado allí, habría aparecido una cafetera nueva como por arte de magia. Y por supuesto, el acuerdo con Olson Inc. no habría sufrido el menor percance.
Cuando Wendy estaba en la oficina, las cosas funcionaban. Jonathon no sabía cómo lo había hecho, pero en los cinco años que llevaba como secretaria de dirección se había vuelto tan indispensable para la empresa como él mismo. De hecho, si se tomaba la última semana como ejemplo, Wendy ya era más indispensable que él: un pensamiento de lo más deprimente para un hombre que había creado un imperio a partir de la nada.
Fuera como fuera, estaba seguro de una cosa. Cuando Wendy volviera, haría lo posible para que jamás se volviera a marchar.
Wendy Leland llegó poco después de las siete a la sede de FMJ. El sensor de movimiento activó las luces cuando entró y se inclinó para extender el techo del carrito de bebé que llevaba. Peyton, el bebé, frunció el ceño sin llegar a despertarse. La niña soltó un gorjeo mientras Wendy empujaba el carrito hasta una esquina relativamente oscura, detrás de su mesa.
Después, se sentó en el sillón, se tranquilizó un poco y miró a su alrededor.
Aquel sillón había sido durante cinco años el lugar desde el que vigilaba sus dominios. Había servido como secretaria de dirección a los tres socios de la empresa, Ford Langley, Matt Ballard y Jonathon Bagdon.
Wendy había estudiado en varias de las universidades más prestigiosas del país y su educación resultaba algo excesiva para el puesto, aunque no tenía el doctorado de ninguna de sus carreras. Su familia seguía pensando que estaba desaprovechando su talento, pero a ella le gustaba el trabajo. Era variado y siempre estaba lleno de desafíos. Lo disfrutaba tanto que no habría dejado FMJ por nada en el mundo.
Por nada, salvo por el bebé que dormía en el carrito. Cuando salió de Palo Alto y se dirigió a Texas para asistir al entierro de su prima Bitsy, no podía imaginar lo que le esperaba. Desde que su madre la llamó por teléfono para decirle que Bitsy había fallecido en un accidente de tráfico, la semana se convirtió en una sucesión de sustos.
Wendy no tenía idea de que Bitsy tuviera un niño. A decir verdad, ninguna persona de la familia lo sabía. Pero lo tenía y, de repente, ella se había convertido en la tutora de un bebé huérfano de cuatro meses.
Las implicaciones de la custodia eran de proporciones dramáticas. Si Peyton Morgan hubiera llegado con una mina de oro, su familia no se habría peleado más por la pequeña. Y si Wendy quería mantener la custodia de la pequeña, no tendría más remedio que hacer lo que se había prometido que jamás haría: presentar su dimisión en FMJ y volver a Texas.
Wendy se dijo que era típico de Bitsy. Creaba problemas hasta después de muerta.
Al pensar en ello, soltó una carcajada; pero la risa tuvo el extraño efecto de revivir el dolor por la pérdida de su prima.
Cerró los ojos con fuerza y apretó las manos contra los párpados. Estaba tan cansada que, si se rendía a la tristeza en ese momento, estaría llorando un mes entero.
Ya tendría ocasión de llorarla. Ahora había cosas más urgentes.
Encendió el ordenador. La noche anterior había redactado su carta de dimisión y se la había enviado a sí misma por correo electrónico. Por supuesto, se la podría haber enviado directamente a Ford, Matt y Jonathon. Incluso había hablado con Ford, por teléfono, cuando él la llamó para darle el pésame. Pero prefirió imprimir la carta, firmarla y entregársela en mano a Jonathon.
Se lo debía a él y se lo debía a JMF. Además, quería aprovechar esos momentos para despedirse de la Wendy que había sido hasta entonces y de la vida que había llevado en Palo Alto.
El ordenador arrancó y emitió el zumbido familiar que siempre la tranquilizaba. Unos segundos después, abrió la carta de dimisión y se dispuso a imprimirla. El sonido de la impresora resonó en las paredes de la oficina. Era temprano y todavía no había llegado nadie. Nadie salvo Jonathon, cuyo horario era extenuante.
Tras firmar la carta, la dejó en la mesa y se dirigió a la puerta que separaba su despacho del despacho de su jefe.
Antes de abrirla, suspiró y puso una mano en ella. El contacto de la madera maciza le resultó tan fiable y robusto que sintió la necesidad de apoyarse. Iba a necesitar todas las fuerzas que pudiera reunir.
–Wendy no tiene la culpa de nada –dijo Matt Ballard con tono de recriminación.
Matt estaba en el Caribe, de luna de miel, y le había dicho a Jonathon que pusiera la conferencia a primera hora de la mañana porque su esposa, Claire, le había prohibido que hiciera más de una llamada de negocios al día.
–Es la primera vez en cinco años que se toma una baja por motivos personales –continuó.
Jonathon lamentó haberlo llamado. Tenía razones de peso para hablar con su socio, pero ahora parecía que se estaba quejando por quejarse.
–Yo no he dicho que tengo la culpa…
–¿Cuándo iba a volver? –preguntó Matt.
–Se suponía que volvía hace cuatro días. Dijo que estaría afuera dos o tres días, como mucho. Pero después del entierro, llamó para decir que tardaría un poco más.
–Deja de preocuparte –le recomendó Matt–. Tendremos tiempo de sobra cuando Ford y yo volvamos. Recuerda que el límite para la presentación de esa propuesta no se cumple hasta dentro de casi un mes.
El «casi un mes» de la frase de Matt era precisamente lo que a Jonathon le preocupaba. Resultaba tan impreciso e inquietante como el «un poco más» de Wendy. Jonathan era un obseso de la exactitud. Si tenía que presentar una oferta a una empresa cuyos activos ascendían a varios millones, se molestaba en averiguar cuántos millones eran. Y si tenía casi un mes para presentar una propuesta, quería saber qué se entendía por «casi».
Como no quería tomarla con su socio, cortó la comunicación. El contrato con el Gobierno le estaba volviendo loco; especialmente, porque tenía la sensación de que ser el único al que le preocupaba.
Durante los años anteriores, el departamento de investigación de FMJ había desarrollado un sistema de dispositivos que podía regular y controlar el gasto energético en los edificios. El sistema de FMJ era el más eficaz y el más avanzado del ramo. Desde que lo instalaron en la sede de la empresa, se habían ahorrado un treinta por ciento en electricidad. Si cerraban el acuerdo con el gobierno, el sistema se instalaría en todos los edificios federales del país.
Después, se sumaría el sector privado y el éxito del sistema aumentaría las ventas del resto de los productos de FMJ. Era lógico que Jonathon estuviera entusiasmado con la perspectiva. A fin de cuentas, podían ganar mucho dinero.
Todo lo que había hecho durante diez años, todo su trabajo, dependía de aquel contrato. Sería crucial para el futuro de la empresa.
Acababa de cerrar su ordenador portátil cuando oyó un golpecito en la puerta. No podía ser el sustituto de Wendy. Era demasiado temprano. Pero Jonathon no se atrevió a albergar la esperanza de que Wendy hubiera vuelto.
Echó el sillón hacia atrás y cruzó el despacho que compartía con Matt y Ford. Cuando abrió la puerta, Wendy cayó literalmente en sus brazos.
Wendy seguía apoyada en la puerta cuando Jonathon la abrió de repente. No fue extraño que cayera sobre él. Pero se llevó una sorpresa al encontrarse entre sus brazos, apoyada esta vez en su duro pecho.
Justo entonces, cayó en la cuenta de varias cosas. La primera, el aroma intenso del gel de baño de Jonathon; la segunda, la increíble anchura de su pecho y la tercera, la suave y afeitada silueta de su mandíbula, que fue lo que vio al alzar la mirada.
Normalmente, Wendy se las arreglaba para hacer caso omiso del atractivo de Jonathon Bagdon, un verdadero sueño para cualquier mujer. Él siempre parecía a punto de fruncir el ceño, lo cual aumentaba su aire pensativo. Y su sonrisa, que ofrecía pocas veces, era tan devastadora por sí misma como por los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
No era demasiado alto; medía poco menos de metro ochenta, pero la fortaleza de su cuerpo compensaba lo que le faltaba en altura. Sus músculos resultaban más apropiados para peleas de bar que para negociaciones empresariales. Wendy nunca había visto su pecho desnudo, pero él acostumbraba a quitarse la chaqueta del traje y a remangarse la camisa cuando estaba trabajando, así que lo admiraba con bastante frecuencia.
Subió la cabeza un poco más, contempló sus ojos de color marrón verdoso y sintió algo completamente inesperado. Una tensión que no había notado antes. Una conexión. O quizás, algo que en general no se atrevía a sentir porque era demasiado inteligente como para meterse en líos.
Él tragó saliva. Fascinada, ella observó los músculos de su garganta, que estaban a escasos milímetros de su rostro.
Por fin, se apartó de él. Wendy fue consciente de que Jonathon la seguía con la mirada, y aún más consciente de que su indumentaria era poco apropiada para trabajar. Era la primera vez que se presentaba en la oficina en vaqueros y, por supuesto, también era la primera vez que se presentaba con su camiseta preferida, de un grupo de punk. Sin embargo, aquél iba a ser su último día en FMJ y necesitaba sentirse cómoda.
Deseó que Jonathon dejara de mirarla con tanta intensidad.
Wendy conocía aquella mirada porque la había notado varias veces a lo largo de los años; pero hasta ese momento, no se había permitido el lujo de sentir algo al respecto. Jonathon Bagdon tenía mucho éxito entre las mujeres y había roto unos cuantos corazones. Wendy se había prometido que jamás formaría parte de esa lista.
Intentó convencerse de que el deseo que sentía por él era consecuencia de su agotamiento. O tal vez, de su vulnerabilidad emocional. O quizás, de alguna disfunción hormonal extraña.
En cualquier caso, carecía de importancia. A fin de cuentas, estaba a punto de marcharse para siempre.
Jonathon quiso volver a abrazarla. Obviamente, se resistió a la tentación. Pero lo quiso de todas formas.
Mantuvo una mano en la puerta y se metió la otra en el bolsillo de los pantalones, en un intento por disimular el efecto que Wendy le había causado. Por ridículo que fuera, su cuerpo había reaccionado con deseo por unos cuantos segundos de contacto físico con su tentadora secretaria. Se había puesto duro como una roca.
Ya había sentido deseo por ella, pero normalmente lograba controlarse. Sin embargo, aquel día era distinto a los demás. Wendy no llevaba su indumentaria de siempre, profesional y discreta, sino unos vaqueros desgastados que se ajustaban a su figura y una camiseta de cuello ancho que dejaba ver una de las tiras de su sujetador, de color rosa fucsia.
Volvió a tragar saliva e intentó decir algo razonable. Algo que no incluyera la petición de que se quitara la camiseta.
–Espero que hayas tenido un buen viaje. Ella frunció el ceño y dio un paso atrás.
Él recordó que había ido a un entierro y se maldijo por haberlo olvidado.
–Te acompaño en el sentimiento, Wendy. Aunque te confieso que me alegro mucho de que hayas vuelto.
Jonathon pensó que sus palabras sonaban estúpidas, pero no le extrañó demasiado. No sabía qué hacer ni qué decir cuando una mujer estaba triste.
–Yo… –empezó a decir ella.
Wendy se alejó un poco y se llevó las manos a la cara. Por la tensión de sus hombros, parecía al borde de las lágrimas.
Era la primera vez, en cinco años, que se comportaba de forma poco profesional. Si le hubiera pasado delante de Ford, no le habría preocupado tanto; Ford tenía tres hermanas, una madre, una madrastra, una esposa y una hija, de manera que estaba acostumbrado a afrontar ese tipo de situaciones. Pero Jonathon era diferente.
La siguió por todo el despacho y le puso una mano en el hombro; justo en el hombro que le quedaba desnudo bajo el ancho cuello de la camiseta. Sólo pretendía animarla, pero el contacto de su piel lo estremeció.
Cuando ella se giró y le miró a los ojos, distinguió el brillo de deseo y se excitó a su vez.
Justo entonces, se oyó un gemido. Pero no procedía de la garganta de Wendy.
Confundido, Jonathon echó un vistazo a su alrededor. Como no vio nada, se dirigió hacia el despacho de la secretaria, que rápidamente se interpuso en su camino.
–¡Puedo explicarlo! –dijo ella, fuera de sí.
–¿Explicarlo? ¿A qué te refieres?
Jonathon entró en el despacho de Wendy y vio el carrito junto al sillón.
–¿Qué es eso?
–Un bebé.
El asombro de Jonathon fue tan evidente que, si no lo hubiera conocido, Wendy habría pensado que nunca había visto un bebé.
Pasó a su lado, caminó hasta el carrito y lo movió ligeramente para intentar tranquilizar a Peyton, que siguió gimiendo. Entonces, la niña abrió los ojos y la miró. Al contemplar sus brillantes ojos azules, Wendy sintió una punzada en el pecho y supo que había hecho bien al hacerse cargo de la pequeña. De hecho, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para que siguiera a su lado.
Se inclinó sobre el carrito, alcanzó a Peyton y la tomó en brazos. La acunó suavemente, haciendo ruiditos cariñosos.
Jonathon frunció el ceño. Wendy sonrió y dijo:
–Jonathon, te presentó a Peyton.
Jonathon miró a Wendy, miró a la niña y miró a su alrededor, como buscando el platillo volante del que había salido aquella criatura.
–¿Qué hace un bebé en la oficina?
–Lo he traído yo –confesó–. No tenía a nadie que se pudiera hacer cargo de la niña. Además, no estoy segura de que esté preparada para quedarse con un desconocido… aunque pensándolo bien, yo misma soy una desconocida y…
Jonathon la interrumpió.
–Espera un momento, Wendy. ¿Qué diablos haces con un bebé? ¿De dónde ha salido? Porque no es tuyo, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza.
–No, por supuesto que no es mío. ¿Crees que en los siete días que he estado afuera me he quedado embarazada y he dado a luz a un bebé de cuatro meses?
–¿Entonces?
–Es la hija de una de mis primas. Bitsy me nombró su tutora. Ahora es mía.
Jonathon se quedó atónito. De hecho, tardó varios segundos en hablar.
–Ah, bueno, comprendo… Al final va a resultar que Jeanell estuvo acertada cuando se empeñó en que pusiéramos una guardería en la empresa. No te preocupes por nada, Wendy. Puedes dejarla allí mientras trabajas. Estará perfectamente.
Wendy sintió un vacío en el estómago. No quería dejar FMJ. Con el transcurso de los años, la empresa se había convertido en su hogar. Trabajar en FMJ le había dado un objetivo, un propósito en la vida. Algo que su familia nunca había entendido.
Respiró hondo y se dijo que había llegado el momento de ser sincera.
–No traeré a Peyton al despacho, Jonathon. No voy a volver al trabajo. He venido a presentar mi dimisión.
–No seas ridícula –bramó Jonathon, desconcertado con el anuncio–. Nadie deja el trabajo porque tenga un bebé; y mucho menos, porque lo haya… heredado.
Wendy lo miró con desesperación.
–Yo no lo he heredado –protestó.
–Bueno, sé que ha sonado un poco estúpido, pero… Jonathon no terminó la frase. No sabía qué hacer. Necesitaba a Wendy. Él siempre había sido demasiado directo, demasiado sincero, demasiado franco. Tendía a ofender a la gente sin darse cuenta, pero Wendy era la excepción. Siempre le perdonaba sus errores y sus salidas de tono.
No soportaba la idea de perderla. No iba a permitir que se marchara.
–FMJ tiene una de las mejores guarderías de la ciudad. Puedes seguir aquí, como siempre, trabajando –alegó.
–No puedo, Jonathon. Tengo que volver a Texas. Mientras hablaba, Wendy volvió a dejar a Peyton en el carrito.
–¿Por qué tienes que marcharte a Texas? Ella lo miró.
–Sabes que soy de allí, ¿verdad?
–Sí, lo sé de sobra. Razón de más para que me extrañe que vuelvas. Nunca has dicho nada bonito de ese lugar.
Ella se encogió de hombros.
–Bueno… es complicado.
–¿Complicado? Explícamelo.
–A algunos de mis familiares no les ha gustado que me quede con la tutela de Peyton. Si no los consigo convencer de que seré una buena madre para ella, presentarán una denuncia para quitarme la custodia.
–¿Y qué? Puedes ganar la batalla legal desde aquí.
–No, no soportaría que el asunto llegue a los tribunales.
Wendy abrió uno de los cajones de su mesa, sacó un montón de objetos personales y los metió en una caja.
Él la miró con desconcierto, sin entender nada.
–¿Qué estás haciendo? Ella se detuvo y lo miró.
–Estoy guardando mis cosas –respondió, como si no fuera evidente–. Ford me llamó ayer para darme el pésame. Cuando le expliqué lo que sucedía, me dijo que no me preocupara por avisar con dos semanas de antelación… que me podía ir inmediatamente si lo necesitaba.
Jonathon se dijo que sus veintidós años de amistad con Ford habían terminado. Si hubiera estado delante de él en ese momento, lo habría estrangulado.
–Juraría que tenía un pintalabios por aquí…
–¿Un pintalabios? –preguntó él, cada vez más perplejo.
–Sí, un pintalabios de mi color preferido. Ya no los fabrican, así que… bueno, da igual, qué se le va a hacer.
Wendy cerró el cajón de golpe y abrió otro. Jonathon sacudió la cabeza y retomó el asunto de su dimisión.
–No te puedes ir –afirmó.
–¿Crees que quiero irme? ¿Crees que lo hago por gusto? No sé qué me molesta más, si dejar un trabajo que adoro o volver a Texas. Pero no tengo más remedio.
–Cometes un error, Wendy. Dudo que volver a Texas y quedarte en el paro contribuya a mejorar tu situación.
–Yo…
Peyton se empezó a quejar otra vez. Wendy dejó lo que estaba haciendo, se acercó al bebé, lo acunó un poco y dijo:
–No sé si lo había mencionado, pero mi familia tiene dinero.
Wendy lo dijo por decir. Sabía que no lo había mencionado hasta entonces.
De todas formas, no había sido necesario; la gente que crecía con dinero, tenía el aire de seguridad de los que nunca habían sufrido estrecheces económicas. Y Jonathan, que no había crecido precisamente en la riqueza, se había dado cuenta en cuanto la vio por primera vez.
–¿Que tu familia tiene dinero? Jamás lo habría imaginado –ironizó.
Wendy estaba tan distraída que no notó el sarcasmo de su jefe.
–Mi abuelo dejó una herencia importante a todos sus nietos, pero yo no reclamé mi parte porque los requisitos me parecieron ridículos.
–¿Los requisitos?
–Para recibirla, tengo que trabajar en la empresa de la familia y vivir un máximo de treinta kilómetros de la casa de mis padres. ¿Empiezas a entender la situación?
–Creo que sí.
–Si vuelvo a casa ahora…
–Recibirás tu herencia –concluyó él–. Y tendrás dinero de sobra para contratar a un abogado si la disputa por la niña acaba en los tribunales.
Ella asintió.
–Espero que la sangre no llegue al río. Mi abuela sigue controlando la familia y nadie se atreverá a llevarle la contraria. Si se convence de que seré una buena madre, se apartará de mi camino y permitirá que me encargue de Peyton… pero prefiero cubrirme las espaldas. Si me llevan a juicio, quiero estar segura de que tendré la mejor defensa legal que sea posible.
–¿Y todo esto es por una prima a la que apenas conocías? ¿Por una mujer a la que no habías visto desde hace años?
Los ojos de Wendy se humedecieron. Jonathon tuvo miedo de que rompiera a llorar. Pero Wendy se contuvo, abrazó al bebé con fuerza y miró a su jefe a los ojos.
–Si a Ford y a Kitty les pasara algo y quisieran que tú te encargaras de Ilsa, ¿no harías todo lo que estuviera en tu mano por honrar su deseo?
Jonathon no dijo nada. Se metió las manos en los bolsillos y maldijo para sus adentros. Wendy tenía razón.
Observó al bebé y se dijo que, en cualquier caso, no estaba dispuesto a perder a la mejor secretaria que había tenido nunca.
La preciosa e indefensa Peyton necesitaba a Wendy. Pero él también la necesitaba.
Wendy miró a Peyton, miró el cajón abierto y, por fin, miró a Jonathon. Se sentía completamente atrapada.
Tenía muchas cosas que hacer, pero no podía concentrarse. Tal vez fuera por la falta de sueño o, tal vez, porque Jonathon la estaba poniendo nerviosa; caminaba de un lado a otro y de vez en cuando se detenía y la fulminaba con la mirada.
Jonathon siempre le había causado ese efecto; desde el principio. Había algo en su combinación de atractivo físico, inteligencia y ambición que la hacía particularmente consciente de su propio cuerpo. Sus seis primeros meses en FMJ habían sido un sobresalto constante; cada vez que él entraba en la habitación, se estremecía. Pero no era nerviosismo, sino sentimiento de anticipación. Como si ella fuera una gacela y él, un león.
Con el tiempo, había aprendido a controlarse. Y creía que lo había superado.
Sin embargo, era evidente que no lo había superado en absoluto. Aunque echara de mano del cansancio para justificarse, Wendy se conocía a sí misma y sabía lo que le pasaba. Se sentía sexualmente atraída por él. Justo entonces, durante su último día de trabajo. Quizás, porque era la última oportunidad que tenía para hacer algo al respecto.
Miró otra vez el cajón.
El pintalabios no estaba allí. Había desaparecido. Y también había desaparecido la ocasión de mantener una relación distinta con su jefe.
Sin soltar a la niña, alcanzó la caja con sus pertenencias y se dispuso a marcharse. Pero Jonathon se interpuso en su camino.
–No te puedes ir –le dijo.
–Ah, es verdad, olvidaba el carrito…
Wendy se giró. Además del carrito, tenía que llevarse el paquete de pañales de la pequeña. Al parecer tendría que hacer un par de viajes al coche.
–No, no me refería a eso –puntualizó él–. No voy a permitir que te marches.
–¿Que no me lo vas a permitir? No puedes impedirlo. Me voy.
–Eres la mejor secretaria que he tenido. No te voy a perder por una… frivolidad –declaró, enfadado.
Ella arqueó una ceja.
–Es una niña, no una frivolidad. Por tus palabras, cualquiera diría que dejo la oficina para marcharme a un circo –ironizó.
Él la observó detenidamente antes de hablar.
–Si la custodia de la niña es tan importante para ti, contrataremos a un abogado. Contrataremos al mejor abogado del país.
A ella se le hizo un nudo en la garganta. La oferta de Jonathon era extraordinariamente tentadora, pero no quería complicarle la vida.
–No sabes lo que dices. Mi familia es muy rica, Jonathon; si deciden acudir a los tribunales, utilizarán todo su poder económico.
–¿Y qué?
Wendy suspiró.
–Leland es el apellido de soltera de mi madre. Me quité el de mi padre y me puse el suyo cuando salí de la universidad.
Jonathon no supo adónde quería llegar con lo de su apellido, pero mantuvo la calma y dejó que se explicara. Era una de las cosas que más le gustaban de él. Sabía escuchar. Y sacaba conclusiones muy deprisa, pero no juzgaba a los otros.
–El apellido de mi padre es Morgan –continuó. La mayoría de la gente no habría asociado ese apellido a una de las familias con más poder político del país. Pero Jonathon no era la mayoría de la gente. Wendy pensó que sólo tardaría veinte segundos en asociarlo. En realidad, lo asoció en tres.
–Entonces, debes de ser de los Morgan que se hicieron ricos con el petróleo, porque ninguno de los Morgan banqueros vive en Texas.
Jonathon no lo dijo con tono de pregunta, sino de afirmación.
Ella se mordió el labio y asintió.
–En efecto. Tendría que habértelo dicho antes, pero…
–No, ¿para qué? No era asunto mío –afirmó con naturalidad–. Pero en tal caso, el senador Henry Morgan es…
–Tío mío –explicó–. Hank es el abuelo de Peyton.
–Comprendo.
Jonathon se puso las manos en las caderas, empujando la chaqueta hacia atrás. Era una de sus posturas habituales. Una postura que siempre incomodaba a Wendy, porque enfatizaba la anchura de sus hombros y la estrechez de su cintura al mismo tiempo.
Su jefe ya había entendido que enfrentarse a los Morgan era una idea realmente mala, pero era un hombre profundamente pragmático y empezó a pensar en las soluciones posibles. Volvió a su despacho, alcanzó el Wall Street Journal, regresó con Wendy y le enseñó el periódico, abierto por una de las páginas interiores.
–Supongo que Elizabeth Morgan es tu prima, la que ha muerto, la madre de la niña.
Era un artículo sobre su fallecimiento. El primer artículo sobre Bitsy que Wendy veía. Y no necesitaba leerlo para saber que sería respetuoso. La vida de Bitsy había estado llena de escándalos, pero su tío Hank habría utilizado su poder para que no se publicara nada que no tuviera su aprobación personal.
Jonathon echó un vistazo al texto y frunció el ceño.
–Aquí dice que tenía un hermano y una cuñada. ¿Por qué no se encargan ellos de la pequeña? –preguntó.
–Buena pregunta. ¿Por qué no? Eso es lo que pensarán todos los conservadores que votan a mi tío Hank. Y mi abuela, Mema, pensará lo mismo que ellos. Están tan chapados a la antigua que se opondrán con todas sus fuerzas a que Peyton crezca con una mujer soltera –dijo ella–. Todo esto es muy frustrante. Si estuviera casada, no se opondrían a que me quede con la custodia de la niña.
–¿Lo dices en serio? –preguntó con interés.
–Por supuesto. Entonces, les parecería una madre perfecta. Especialmente, si estuviera casada con un hombre rico o poderoso.
–¿Es tan fácil como eso?
–Sí.
Los ojos de Jonathon se iluminaron.
–Creo que he encontrado la solución a tu problema, Wendy.
Ella lo miró con desconcierto.
–¿Cómo?
–Lo has dicho tú misma. Sólo necesitas un marido con éxito.
Wendy, que no lo había entendido todavía, dijo:
-Clara. Un marido rico. Y no lo tengo.
Jonathon sonrió. Normalmente, las sonrisas de Jonathon la dejaban sin aliento. En aquel caso, la dejó sin aliento y mucho más nerviosa que antes.
–Pero podrías tenerlo –declaró él–. Sólo tienes que casarte conmigo. Incluso estoy dispuesto a comprarte un perro.
Jonathon nunca le había pedido a nadie que se casara con él. Era su primera vez y, en consecuencia, no estaba seguro de la reacción que causaría. Pero no esperaba que Wendy se limitara a mirarlo.
Se había quedado pasmada, con sus ojos azules tan abiertos como su boca.
Y no parecía simplemente sorprendida, sino también desconcertada. De hecho, Jonathan consideró la posibilidad de que la oferta de matrimonio la hubiera ofendido.
Fuera como fuera, llegó a la conclusión que la iba a rechazar. Pero él la necesitaba. La necesitaba desesperadamente.
–No te estoy ofreciendo una relación romántica –dijo en un intento por suavizar el asunto.
–No, ya me imagino que no –susurró ella.
Wendy se apoyó en la mesa y acarició la cabecita de Peyton.
–Sería un acuerdo estrictamente profesional –declaró él, vehemente–. Permaneceríamos casados hasta que tu familia se convenza de que somos adecuados como padres. Ni siquiera tendríamos que vivir juntos. Y tienes mi palabra de que nos divorciaríamos después.
Ella sacudió la cabeza.
–No, Jonathon.
Él sintió una punzada en el pecho. Fue entonces cuando vio su carta de dimisión, firmada y con fecha de ese mismo día. Tenía un aspecto tan oficial como una orden de ejecución.
Imaginó un futuro espantoso, con un desfile interminable de secretarias temporales a cual más incompetente. Perdería el contrato del gobierno como había perdido el de Olson Inc., que les había costado varios millones. Sería una catástrofe.
Tuvo la seguridad de que el futuro que había soñado para la empresa se empezaba a disolver ante sus ojos. Y sintió pánico.
–Si te preocupa el sexo, despreocúpate. No espero acostarme contigo.
Ella bajó la cabeza y cerró los ojos durante unos segundos.
–No se trata de eso. Es que no nos podríamos divorciar tan rápidamente como crees.
Wendy estaba muy alterada, aunque lo disimuló. Nunca habían hablado de sexo. Habían compartido muchos momentos relativamente íntimos; habían cenado juntos muchas veces y habían viajado juntos en muchas ocasiones, por motivos de trabajo. Incluso Jonathon se había quedado dormido con la cabeza apoyada en su hombro. Pero jamás, hasta aquella mañana, habían hablado de sexo.
–¿Qué quieres decir? –preguntó él.
–Que si nos casáramos, tendríamos que seguir juntos.
Él arqueó una ceja y esperó a que se explicara.
–No nos podríamos divorciar en tres o seis meses. Mi familia se daría cuenta del engaño –continuó Wendy–. Tendríamos que seguir juntos hasta que desapareciera cualquier sombra de duda… quizás un año o dos.
–Entiendo.
Wendy sacudió la cabeza.
–No, no creo que lo entiendas. Estoy decidida a luchar por Peyton. Haré lo que sea necesario. Pero no te puedo pedir que te sacrifiques por mí.
–Tú no me has pedido nada; te lo estoy ofreciendo yo. Y créeme, ni siquiera te lo ofrezco por bondad.. Lo hago para que sigas trabajando en FMJ. Eres la mejor secretaria que he tenido en toda mi vida; eres…
Ella alzó una mano para interrumpirlo.
–No seas ridículo, Jonathon. Sólo tienes que buscar otra secretaria. Te ayudaré yo misma. La ciudad está llena de secretarias muy competentes.
–Quizás sea cierto, pero no serían como tú. Te necesito. Ninguna de esas secretarias se preocuparía tanto por la empresa. Además, tú conoces FMJ mejor que nadie.
–Sí, supongo que eso es verdad… –admitió.
–Y no tengo ni tiempo ni energías para formar a otra persona. Como ves, mis motivos son de lo más egoísta.
Ella sonrió con ironía.
–Ya me había imaginado que no me lo pedías por amor, Jonathon. Sólo quiero asegurarme de que sabes dónde te metes. Si mi familia sospecha que es una estratagema…
–Entonces, los convenceremos de que nuestra boda no tiene nada que ver con Peyton.
Esta vez fue Wendy quien arqueó una ceja.
–¿Pretendes convencerlos de que estamos enamorados?
–Exactamente.
Ella soltó una carcajada. Peyton abrió los ojos de par en par y apretó las manitas contra su pecho, como si quisiera liberarse.
Wendy se acercó al lugar donde había dejado el paquete de pañales y lo intentó abrir con la mano libre. Jonathon se le adelantó y lo abrió.
–¿Necesitas algo más? –preguntó él.
–La mantita rosa que he dejado en la caja. Extiéndela en el suelo.
Él sacó la manta de la caja y la extendió. Después, ella se inclinó y puso a la niña encima.
La visión de la pequeña en mitad de uno de los despachos de FMJ resultaba tan incongruente que Jonathon no recordaba de qué estaban hablando. Pero lo recordó enseguida. Wendy se había reído cuando él le había propuesto que se fingieran enamorados.
–¿Crees que no podríamos convencer a tu familia?
Mientras cambiaba el pañal a Peyton, Wendy respondió:
–No te ofendas, Jonathon, pero no recuerdo que te hayas enamorado ni una sola vez desde que te conozco.
–Eso es ridículo. Yo…
–No lo niegues –lo interrumpió–. No te has enamorado de nadie. Sé que has salido con muchas mujeres, pero el amor no es lo tuyo. No sabrías fingirlo.
–¿Piensas que no puedo ser romántico?
–Pienso que tu forma de fingirte enamorado sería tan cálida y tan espontánea como un informe del departamento de contabilidad –contestó.
–¿Cómo? ¿Insinúas que soy una especie de… pez? –preguntó él, ofendido.
Ella ladeó la cabeza.
–Ni mucho menos; sólo afirmo que estás acostumbrado a disimular tus emociones. En apariencia, eres el hombre más desapasionado del mundo –explicó ella–. No es que me parezca mal, pero…
Jonathon se hartó. Caminó hacia ella, la tomó entre sus brazos y la besó.
Ni siquiera supo por qué lo hizo. Quizás, porque las afirmaciones de Wendy lo habían ofendido. Quizás, porque la palabra «sexo», que había pronunciado varios minutos antes, seguía rondando su cabeza. Quizás, porque no podía apartar la mirada del hombro desnudo de su secretaria. O quizás, porque la tira de aquel sostén rosa lo estaba volviendo loco.
Fuera por el motivo que fuera, perdió el control y se vio obligado a besarla.
Y ya no podía parar.
Para Wendy fue una sorpresa absoluta. Jamás habría imaginado que Jonathon Bagdon la besaría. Y ahora estaba contra su pecho, rendida a unos labios maravillosos que la dejaban sin respiración.
Jonathon le puso una mano en la mejilla y llevó la otra a su espalda, apretándola con tanta fuerza que podía sentir los botones de su camisa a través del algodón de la camiseta.
Su beso fue completamente inesperado. Cuando cruzó la habitación y se acercó a ella, todo tensión y actitud decidida, Wendy no imaginó que tuviera intención de besarla; no lo imaginó a pesar de que lo había soñado muchas veces a lo largo de los años.
Pero se había equivocado con él.
A pesar de la perfección de su exterior, siempre había pensado que Jonathon sería tan frío, tan lógico, tan contenido y tan desapasionado en cuestiones de amor como lo era en la sala de juntas de la empresa.
No era verdad.
Sus labios no se limitaban a besarla. La devoraban. Sintió su lengua en la boca, acariciándola, jugueteando con ella, instándola a dejarse llevar hasta que Wendy se puso de puntillas, pasó los brazos alrededor de su cuello y le acarició el bello de la nuca.
Fue un beso ardiente, interminable. Jonathon sabía levemente a café y a la menta de su pasta dentífrica. Su contacto desató emociones que Wendy desconocía. Y nada le parecía suficiente. No se cansaba de él.
Él la hizo retroceder un paso y luego otro. Cuando se quiso dar cuenta, se encontró contra la mesa del despacho. Y no dejó de besarla.
Wendy imaginó que tiraba todas las cosas de la mesa, la tumbaba encima y la tomaba allí mismo. La imagen se presentó en su mente de improviso, pero con toda claridad, como si hubiera estado allí durante años, esperando que un beso la liberara.
Desesperadamente, intentó encontrar un motivo para no entregarse a él, para contenerse. No lo encontró.
Un segundo más tarde, Jonathon se apartó de ella y carraspeó. Wendy echó de menos el calor de su cuerpo y se preguntó por qué se había detenido.
Entonces, se acordó de Peyton.
La niña seguía donde la habían dejado, en el suelo. Jonathon se frotó la mandíbula, aparentemente desconcertado, y se alejó hasta quedarse al otro lado de la niña, que de repente parecía un campo minado entre los dos.
–Bueno… –dijo él, nervioso–. Creo que ya hemos salido de dudas. Si tenemos que convencer a tu familia de que soy algo más que tu jefe, no nos costará demasiado.
–No, no nos costará mucho –asintió ella–. Pero ¿qué ha pasado aquí, Jonathon? ¿Sólo me has besado para demostrar que los podemos engañar?
Él se encogió de hombros, sin saber qué decir.
–Yo…
Wendy se indignó.
–¿Insinúas que sólo ha sido eso? ¿Que he estado a punto de bajarme las braguitas y que tú sólo querías demostrar algo?
Jonathon bajó la cabeza e imaginó las braguitas de Wendy en el suelo del despacho. Después, tragó saliva y se pasó una mano por la cara.
–No sé… me ha parecido lo más prudente.
–¿Lo más prudente? –repitió ella, atónita–. Ha sido un error, Jonathon. Un error tan terrible que no tengo palabras para decir lo que pienso.
–Bueno, a decir verdad…
–No, no, no, espera un momento –lo interrumpió–. Quiero conocer el terreno que piso, Jonathon. Si crees que tu oferta de matrimonio incluye el derecho a disfrutar de mi cuerpo, estás muy equivocado. Y por supuesto, tampoco tienes derecho a besarme sin deseo alguno, sólo para demostrar algo.
Jonathon quiso hablar, pero ella se lo impidió de nuevo.
–Pensándolo bien, no quiero que me beses de ninguna forma, ni con deseo ni sin deseo. Si nos vamos a casar, tendremos que establecer unas cuantas normas. Tendremos que… bueno, ya se me ocurrirá –sentenció, confusa.
Él la miró y sonrió.
–¿Has terminado?
Ella apretó los labios con fuerza, pero su enfado desapareció enseguida. Jonathon no tenía la culpa de nada. La estaba tomando con él porque su vida se había complicado terriblemente y se sentía atrapada.
–Lo siento, Jonathon. Discúlpame. Estoy un poco alterada y…
–No, tienes razón en lo de las normas –declaró con voz tensa–. Deberíamos mantener el sexo fuera de la ecuación. Pero besarte me ha parecido prudente porque tendremos que besarnos en algún momento.
–¿Tú crees?
–Por supuesto que sí.
Ella se estremeció y se preguntó cuándo la besaría otra vez. Lo deseaba con toda su alma. Aunque fuera una mala idea.
–Si quieres que tu familia se convenza de que estamos enamorados, tendremos que demostrarnos afecto –continuó él.
–Sí, claro, no lo había pensado, pero…
Wendy estaba muy confundida, y no era para menos; a fin de cuentas, había aceptado casarse con él para engañar a su familia. Hasta cierto punto, era normal que no pensara con claridad. Pero le molestaba que la mente de Jonathon fuera más rápida que la suya.
–Las personas que nos conocen bien serán los más difíciles de convencer. Por suerte, Ford y Matt están fuera y no volverán hasta dentro de unas semanas. Tendremos que acostumbrarnos a la idea y familiarizarnos con los personajes antes de que regresen.
–¿Ford y Matt? ¿También les tenemos que mentir a ellos?
Wendy se quedó desconcertada. Al fin y al cabo, Ford y Matt eran amigos de Jonathon desde la infancia.
–Sí, también –respondió él, mirándola a los ojos–. Si tu familia decide acudir a los tribunales, las cosas se pondrán feas. No quiero que se sientan obligados a mentir por nosotros.
–Oh…
Ella se sintió repentinamente débil y se tuvo que apoyar en la mesa.
Tampoco lo había pensado, pero Jonathon tenía razón. No podían esperar que Ford y Matt mintieran por ellos.
Se apartó de la mesa y caminó hacia él.
–Es una locura, Jonathon. ¿Estás seguro de que quieres seguir adelante?
Él volvió a sonreír.
–Sí, estoy seguro. Además, ya sabes que estoy acostumbrado a sacar el máximo beneficio posible de las situaciones más arriesgadas.
Wendy asintió.
–Muy bien. Hagámoslo.
Jonathon dio media vuelta y se alejó hacia su despacho a grandes zancadas. Volvía a ser el hombre pragmático y decisivo de siempre.
–Primero, escribe a Ford y Matt y diles que quiero hablar con ellos hoy mismo, por videoconferencia –le ordenó–. Después, llama al juez Eckhard y pregúntale si puede casarnos el viernes que viene. Y por último, anula o retrasa los compromisos que tú y yo tuviéramos para las dos próximas semanas.
Wendy se llevó una sorpresa.
–¿Que los anule? ¿Y qué pasa con el contrato del gobierno?
–Antes de la boda, adelantaremos todo el trabajo que podamos. Además, tendremos quince días de margen cuando volvamos a la empresa. No te preocupes por eso. Quizás andemos algo cortos de tiempo, pero saldrá bien.
–¿Cuando volvamos? ¿Cuando volvamos de dónde? –preguntó.
Él se detuvo y la miró sin dejar de sonreír.
–De nuestra luna de miel, naturalmente.
–¿Nuestra luna de miel?
–No te entusiasmes demasiado, Wendy. Sólo iremos a Texas –respondió–. Si quieres que ganemos la guerra a tu familia, tenemos que pasar a la ofensiva. Tenemos que presentar batalla en su propio terreno.
A la mañana siguiente, cuando Jonathan la llamó para que fuera a la sala de juntas, Wendy se llevó una sorpresa al ver a Randy Zwack.
Randy había sido compañero de Jonathon, Matt y Ford en la universidad, aunque sus caminos se separaron cuando dejó la facultad de sus amigos y empezó a estudiar Derecho. Había hecho algunos trabajos para FMJ antes de que la empresa estableciera el departamento legal, pero Wendy sólo lo sabía porque se lo habían contado; había sido antes de que empezara a trabajar allí.
Jonathon se encontraba al otro lado de la sala, de espaldas a la puerta, contemplando las vistas de Palo Alto. Randy estaba sentado a la mesa, con un montón de documentos. Al ver a Wendy, alzó la cabeza y sonrió.
–Ah, ya has llegado. Excelente –dijo Jonathon–. Así podremos empezar.
Wendy arqueó una ceja.
–¿Qué ocurre? –preguntó.
Jonathon frunció el ceño y respondió, con una inseguridad impropia de él:
–Le he pedido a Randy que prepare un acuerdo prematrimonial. No te preocupes por nada. Confío en su discreción.
–No estoy preocupada –respondió con sinceridad–. De hecho, creo que firmar un acuerdo prematrimonial es una idea fantástica.
–¿En serio? –preguntó Randy, aparentemente perplejo.
Wendy se sentó frente al abogado.
–Por supuesto. Supongo que Jonathon te habrá contado lo que sucede.
Randy asintió y se pasó una mano por el pelo.
–Los contratos prematrimoniales no son mi especialidad. Cuando Jonathon me llamó por teléfono, le recomendé que contratara a un especialista, pero…
–Pero Jonathon puede ser muy cabezota –lo interrumpió Wendy.
–Iba a decir… «decidido» –puntualizó Randy, incómodo.
A Wendy no le extrañó que el abogado pareciera desconcertado. Era evidente que Jonathon lo había presionado hasta salirse con la suya.
Se inclinó hacia delante y le dio una palmadita en la mano para tranquilizarlo.
–No le des muchas vueltas, Randy. Estoy segura de que lo harás muy bien. Es un acuerdo absolutamente amistoso.
Jonathon se acercó a la mesa y se metió las manos en los bolsillos. Cuando lo miró, Wendy se estremeció y tragó saliva. No podía creer que aquella maravilla de hombre estuviera a punto de convertirse en su esposo.
–Bueno, vamos allá. Supongo que es un contrato estándar, ¿verdad? –preguntó ella.
Wendy extendió un brazo para alcanzar los documentos, pero se dio cuenta de que los dos hombres se miraban de forma extraña.
–Es un contrato normal y corriente, ¿verdad? –insistió.
Jonathon carraspeó.
–No te preocupes por eso –dijo Randy–. Los bienes que tengas o que hayas heredado antes del matrimonio, volverán a ser tuyos cuando os divorciéis.
Randy se ruborizó tanto que Wendy supo que allí pasaba algo raro.
–Yo no he preguntado eso –declaró ella–. He preguntado si estamos hablando de un contrato prematrimonial normal y corriente.
Jonathon volvió a carraspear.
–Bueno, yo… no te preocupes –repitió Randy.
–Sí, ya he entendido que no debo preocuparme. Pero ¿qué pasa con él? ¿Tampoco tiene motivos para preocuparse?
–Claro que no –intervino Jonathon–. El contrato se ha redactado conforme a mis especificaciones. Yo estoy satisfecho.
Wendy los miró con desconfianza.
–¿Podríais dejarme unos momentos?
Los dos hombres permanecieron inmóviles.
–Quiero echar un vistazo a ese contrato. A solas –continuó ella.
Ni Randy ni Jonathon le hicieron caso.
–Tenéis dos opciones. Me podéis dejar unos minutos para que lo lea detenidamente o me podéis decir qué diablos está pasando aquí.
Randy miró a Jonathon, que miró a su vez a Wendy antes de asentir con expresión tensa.
El abogado alcanzó la copia de Wendy, la abrió por la mitad y señaló un párrafo, que leyó a continuación.
–«En caso de separación, anulación o divorcio, se transferirán a Gwendolyn Leland los siguientes bienes prematrimoniales de Jonathon Bagdon: el valor correspondiente al veinte por ciento de todas las propiedades y cuentas bancarias que…».
Wendy lo interrumpió, enfadada.
–¿Qué ridiculez es ésa? ¿A quién se le ha ocurrido semejante barbaridad?
Randy alzó las manos, como rindiéndose.
–No ha sido cosa mía –aseguró.
–Pero has permitido que incluya esa cláusula. ¿Es que te has vuelto loco? –preguntó ella, asombrada–. ¿Podrías dejarme a solas con mi futuro marido?
Randy salió de la habitación a toda prisa. A Wendy no le extrañó. Podía salir mal parado del fuego cruzado.
–¿El veinte por ciento? ¿El veinte? Es una locura, Jonathon.
–Wendy, yo…
–¡No me voy a quedar con el veinte por ciento de algo que no me pertenece! –exclamó, realmente molesta.
–Vamos a estar casados durante dos largos años. Para entonces, te lo habrás ganado –afirmó él, intentando tranquilizarla.
Ella suspiró.
–No, no lo quiero. Es tu dinero.
–Recuerda las leyes de California, Wendy. Si no firmas ese acuerdo prematrimonial, tendrás derecho al cincuenta por ciento de todas mis posesiones. De este modo, sólo te quedarás con el veinte.
–Eso no tiene ni pies ni cabeza. ¿Primero me haces un favor al ofrecerme el matrimonio y ahora me ofreces tus bienes? Es absurdo, Jonathon. Además, no necesito tu dinero.
–Wendy, sé exactamente lo que ganas. Y sé que no sería suficiente para ti y para la pequeña Peyton.
–Claro que lo sería. Hay muchas madres solteras que salen adelante con menos de lo que yo gano –le recordó.
–Puede que sea verdad, pero tú no estás obligada a ello.
–¿Y qué? ¿Me vas a dar todo ese dinero sin más?
¿Es que has olvidado nuestra conversación de ayer?
¿Has olvidado que soy una Morgan? Confía en mí, Jonathon. No necesito tu patrimonio. Estaré bien.
Él sonrió con ironía.
–No, no he olvidado nuestra conversación de ayer; pero sé que puedes llegar a ser verdaderamente obstinada. Y sé que jamás pedirías dinero a tu familia. Si fueras de esa clase de personas, no te encontrarías en esta situación.
Wendy no se lo pudo discutir. Era verdad.
–¿Y qué esperabas? ¿Que firmara el acuerdo y aceptara el veinte por ciento de tu dinero así como así?
–No, esperaba que firmaras los documentos sin leerlos –respondió.
Ella lo miró con pasmo.
–Aunque firmara esos documentos, no aceptaría tu dinero. Es inadmisible, Jonathon. Soy tu secretaria y sé lo que tienes. El veinte por ciento de tu dinero y de tus posesiones son varios millones de dólares… Lo siento, pero no lo puedo aceptar.
Él se encogió de hombros.
–Sólo es una gota en el océano, Wendy. Yo ni siquiera lo notaría.
–No, no es una gota en el océano; es una quinta parte de todo el agua que contiene. Y eso son muchas gotas –puntualizó.
Wendy respiró hondo e intentó calmarse. Ni siquiera sabía por qué estaba tan enfadada con Jonathon.
–Mira, sé que siempre has sido arrogante y controlador, pero…
Él arqueó una ceja y se mantuvo en silencio.
–Pero esto es demasiado –continuó ella–. Cuando estemos casados, serás algo más importante que mi jefe. Serás mi marido. Y no voy a permitir que te empeñes en controlarlo todo. Aunque no sea un matrimonio de verdad.
–Wendy, yo no pretendo…
–Claro que lo pretendes –lo interrumpió–. ¿Cómo es posible que no te des cuenta? Si yo quisiera que otras personas controlen mi vida, si no aspirara a otra cosa que cruzarme de brazos y vivir del cuento, me habría quedado en Texas. Pero me gusta trabajar. Quiero ser una mujer independiente. Detesto que los demás decidan por mí.
Él la miró durante unos segundos que se hicieron interminables. Wendy sacó fuerzas de flaqueza y aguantó su mirada a duras penas. No podía dar marcha atrás. No podía dejarse intimidar.
Por fin, Jonathon dijo:
–Está bien, como quieras. Wendy suspiró, aliviada.
–Pero hay algo más –siguió él–. Algo que no sabes.
–¿De qué se trata?
–Si yo muero, Peyton y tú os quedaréis con todo.
–Jonathon…
–No. En eso no voy a ceder.
–Pero es absurdo… ¿qué pasaría con tu familia? Tienen mucho más derecho que yo a heredar tu fortuna –alegó ella.
Los ojos de Jonathon se oscurecieron.
–Olvídate de mi familia. Si fallezco durante el matrimonio, parte de mi dinero pasará a varias organizaciones no gubernamentales. Eso ya está arreglado. Pero el resto será tuyo y sólo tuyo –dijo.
Wendy lo conocía lo suficiente como para saber que había tomado una decisión y que no la iba a cambiar.
–Está bien. En tal caso, te cuidaré mucho y me aseguraré de que tomes muchas vitaminas durante los dos años que dure nuestro matrimonio –declaró con humor.
Jonathon no debió de encontrarlo gracioso, porque ni siquiera sonrió.
–Como ya estamos de acuerdo, llamaré a Randy y le diré que puede volver y seguir defendiendo los intereses de su cliente –añadió ella.
Wendy casi había llegado a la puerta cuando las palabras de Jonathon la detuvieron.
–No quiero que te enamores de mí. Ella se giró, atónita.
–¿Cómo?
Jonathon la miraba con una expresión tan sombría que casi le pareció cómica.
–Si vamos a estar juntos uno o dos años, no quiero que… no quiero que imagines que te has enamorado de mí –se corrigió.
Wendy estuvo a punto de soltar una carcajada.
–¿Por qué dices eso? ¿Porque eres tan encantador y tan carismático que no seré capaz de estar constantemente a tu lado sin enamorarme de ti? –preguntó con ironía.
Como Jonathon seguía en silencio y tan serio como antes, Wendy añadió:
–¿Eso es un asunto al margen del dinero? ¿O me has ofrecido varios millones de dólares para que mi dolor sea menos si me enamoro de ti?
Él sonrió, pero sin humor alguno.
–Es un asunto al margen.
–Pues no lo entiendo, Jonathon. Tú ni siquiera crees en el amor.
Jonathon sacudió la cabeza.
–Te equivocas; por supuesto que creo en el amor. Y sé que sus resultados pueden ser catastróficos… Precisamente por eso, no quiero que te engañes a ti misma y te creas enamorada de mí.
Wendy conocía bien a Jonathon y sabía que no lo decía por arrogancia; estaba sinceramente preocupado por ella. Atrapada entre la necesidad de tranquilizarlo y la necesidad de afirmar que no tenía ni la menor intención de enamorarse, se decidió por el único contraataque que le vino a la cabeza:
–Entonces, espero que tú tampoco te enamores de mí.
En la sonrisa de Jonathon apareció un destello de sarcasmo.
–¿Qué ocurre? ¿Es que te crees a salvo de esa posibilidad? –preguntó ella, ofendida–. Pues, para que lo sepas, soy una mujer adorable. Una mujer guapa y con carácter de la que se han enamorado hombres más grandes que tú.
–No lo dudo.
Ella arqueó una ceja.
–¿Me estás tomando el pelo?
–En absoluto.
Jonathon era sincero. Wendy le parecía inteligente, divertida e inmensamente atractiva. Estaba seguro de que los hombres que buscaban una compañera y quizás una familia hacían cola por ganarse el amor de una mujer como ella. Pero él no era uno de esos hombres.
–Sólo te pido que no olvides por qué me voy a casar contigo –continuó él–. No me idealices, Wendy. No te engañes.
Ella lo miró a los ojos.
–Recuérdamelo, Jonathon. ¿Por qué te vas a casar conmigo?
La expresión de Wendy se volvió muy seria. Jonathon pensó que estaba más guapa que nunca. Su piel clara y sus ojos azules, de un tono oscuro que parecía violeta, parecían brillar. Durante unos segundos, perdió el hilo de la conversación que mantenían. Tuvo que hacer un esfuerzo para retomarlo e insistir en su objetivo: recordarle a su secretaria que él no era ni un héroe ni un caballero andante.
–Por el mismo motivo que explica todo lo que he hecho desde que tenía once años –respondió–. Porque sirve a mis objetivos. Porque sirve a FMJ.
Ella lo miró con extrañeza.
–Si no quieres que te idealice, ¿por qué has intentado que me quede con una parte de tu fortuna? –alegó–. Discúlpame, Jonathon, pero me reservo el derecho de pensar que no eres el canalla que finges ser.
–Créeme cuando te digo que lo hago por interés. FMJ necesita que te quedes en California… si casarme contigo es la única forma de conseguirlo, nuestro matrimonio es lo mejor para FMJ. No tengo más motivación que ésa.
Wendy asintió.
–Bueno, si te empeñas en parecer tan despiadado, procuraré recordármelo a menudo. ¿Te parece bien que sigamos con el acuerdo prematrimonial? Se me ha ocurrido una solución perfecta para nuestro problema al respecto. En el acuerdo se dice que me concederás el veinte por ciento de tus bienes cuando nos divorciemos, ¿verdad?
Jonathon asintió.
–Entonces, añadiremos una cláusula: que yo te lo devolveré todo a continuación.
–Wendy…
–Oh, vamos, es lo justo. Los dos tendremos exactamente lo que teníamos antes de casarnos.
Jonathon suspiró. No era lo que pretendía. No se parecía nada en absoluto. Pero empezaba a entender que, en lo tocante a su secretaria, tendría que acostumbrarse a no salirse siempre con la suya.
Wendy caminó hacia la puerta; pero se detuvo, frunció el ceño y dijo:
–Jonathon, si fueras realmente el hombre frío y egoísta que te gusta aparentar, no me habrías advertido contra el peligro de enamorarme de ti.
Wendy no tuvo ni un minuto libre durante los días siguientes. Se sentía como si su vida avanzara a toda máquina y ella caminara a paso de tortuga; se sentía como se había sentido desde que se convirtió en tutora de Bitsy.
Afortunadamente, su dolor y su preocupación empezaban a desaparecer. Al fin y al cabo, ya no tenía que volver a Texas. Pero su matrimonio con Jonathon había añadido agitaciones nuevas a su existencia.
Fiel a su palabra, Jonathon adelantó trabajo en lo tocante al contrato con el gobierno e incluso delegó aspectos que normalmente habría asumido. Ford y Kitty regresaron poco después con su hija, Ilsa. Matt y Claire llegaron unos días más tarde, tras haber acortado su luna de miel. Wendy se sentía culpable por los recién casados, pero Claire alegó que diecisiete días en un paraíso tropical era una luna de miel más que suficiente y que no quería perderse su boca por nada del mundo.
El domingo antes de la boda, Wendy estaba viendo la televisión, medio dormida. Jonathon la había convencido para que se mudara a su casa con el argumento de que nadie creería que estaban enamorados si no vivían juntos. De repente, alguien llamó a la puerta. Wendy, que estaba agotada, tardó un poco en levantarse. Cuando por fin abrió, se encontró con Kitty y Claire.
Wendy no conocía mucho a Claire, pero no necesitaba conocerla demasiado para darse cuenta de que la miraba con preocupación. Los acontecimientos de los días anteriores y el cuidado de Peyton la habían mantenido tan ocupada que prácticamente no había pegado ojo. Y por lo visto, Claire lo notó.
–¡Traemos comida! –exclamó Claire, que le dio una caja–. Nuestro avión aterrizó en Palo Verde esta mañana, pero he tenido tiempo de preparar algo.
La caja tenía el logotipo de Cutie Pies, el restaurante de Claire, famoso por sus rosquillas de chocolate negro. A Wendy se le hizo la boca agua.
–Como estás demasiado cansada para invitarnos, decidimos venir a verte y traerte algo de comer –explicó Kitty–. Anda, siéntate y disfruta de las rosquillas… entre tanto, yo me encargaré de cuidar a Peyton.
Wendy asintió y dejó que se encargara de la niña. Kitty Langley no parecía tener ni un gramo de sentimiento maternal en el cuerpo; era una refinada y rica heredera que se había convertido en diseñadora de joyas y que había vivido en Nueva York hasta que se enamoró primero y se casó después con Ford. Pero a pesar de ello, acunó a Peyton con una habilidad que sorprendió a Wendy. Kitty era tan elegante que no perdía el glamour ni con un bebé.
Las tres mujeres se sentaron. Wendy pegó un bocado a una rosquilla.
–No sé por qué habéis venido –declaró con la boca llena–, pero ya no me importa. Podéis apuntarme con una pistola, robarme o secuestrar a la niña. Haced lo que queráis, pero dejad las rosquillas aquí, por favor. Están buenísimas.
Kitty sonrió y dijo:
–Tienes cara de estar agotada… Wendy asintió.
–¿No has dormido esta noche? –intervino Claire.
–Sí, bueno… he dormido un par de horas. No sabía que cuidar un bebé fuera un trabajo tan extenuante.
–¿Extenuante? Es terrible –dijo Kitty mientras dejaba a la pequeña en la cuna–. Pero en tu caso es peor. Al menos, yo tuve siete meses para acostumbrarme a la idea.
Las tres mujeres permanecieron en silencio unos minutos, hasta estar seguras de que Peyton se había quedado dormida. Entonces, Claire se levantó, se dirigió a la cocina y volvió al cabo de un rato con una taza de café.
–Te lo he servido con leche y azúcar. Espero que te guste así.
–Sí, gracias.