Cada noche a las nueve - Julian Gloag - E-Book

Cada noche a las nueve E-Book

Julian Gloag

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Beschreibung

Una obra maestra del gótico moderno. Una historia sobrecogedora sobre siete hermanos cuya madre muere y la entierran en el jardín para mantener unida a la familia. En el número 38 de Ipswich Terrace, un reloj de bolsillo cae marcando las 5:58, hora exacta de la muerte de Madre, momento en que los siete hermanos Hook se convierten en huérfanos. Sin más familia a la que acudir, sin amigos, los niños Hook deciden enterrar el cuerpo de su madre en el jardín y llevar una vida en apariencia normal: van a clase, hacen la compra, cobran los cheques del banco y, por supuesto, rezan a Madre cada noche a las nueve. Pero esta rutina se ve alterada con la llegada a sus vidas de un extraño que dice ser su padre. ¿Es de verdad este hombre el padre de los siete huérfanos? Y, de ser así…, ¿qué otros secretos les ocultaría Madre? Cada noche a las nueve es una joya de la literatura de suspense que da una vuelta de tuerca al clásico gótico familiar, combinándolo con un hálito de drama visceral que emocionó a toda una generación de lectores. Una obra fundamental de la literatura gótica contemporánea, que orbita entre el fervor religioso y la idolatría asesina de El señor de las moscas y el thriller asfixiante de La semilla del diablo. CRÍTICA «El libro por el que Julian Gloag se labró la reputación de maestro de lo macabro.» —John Gross, The New York Times «Con ecos a la obra maestra de William Golding, El señor de las moscas, esta novela estalla en alturas insospechadas» —London Magazine «Cada noche a las nueve me cautivó desde la primera página y no pude soltar el libro hasta llegar al final. Una historia penetrante y profundamente conmovedora.» —Stephen Fry «Una novela que explora la aterradora propensión de la mente infantil hacia un tipo de "religión" particularmente salvaje.» —Dan Sullivan, The New York Times «Leí este libro con gran placer y profunda admiración.» —Evelyn Waugh «Gloag tiene una imaginación muy fértil en misterios, que dibujan un mundo espectral.» —Gallimard «Gloag crea un mundo que, aunque inverosímil, es absolutamente real.» —Edith Milton, The New York Times

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Seitenzahl: 480

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Hallé luego al que ama mi alma; lo así, y no lo dejé, hasta que lo metí en casa de mi madre, y en la cámara de la que me dio a luz.

CANTAR DE SALOMÓN, 3, 4

PRIMAVERA

1

Madre murió a las cinco y cincuenta y ocho. Lo último que hizo fue coger el reloj de bolsillo de oro que estaba en la mesita de noche y sostenerlo débilmente entre sus dedos delgados. Luego, el reloj cayó y su suave ritmo cesó, marcando el minuto preciso, como la prueba de un delito.

Es posible que Madre siguiera viva unos minutos más. Pero no tenía forma de avisar a sus hijos. Durante semanas no había sido capaz de hablar más que en susurros, y el cordón bordado de la campana que colgaba sobre su cama llevaba mucho tiempo desconectado de su badajo en la cocina. «No soporto las campanas», había dicho Madre cuando, años atrás, había alquilado el número 38 de Ipswich Terrace. «Bastante me molestan ya los domingos y en los funerales.» Pero, incluso si la campana hubiera funcionado, estaba demasiado débil para tirar del cordón. Su energía, antes inagotable, se había debilitado últimamente, hasta el punto de que no podía levantar una cuchara sin la ayuda de Elsa.

Y Elsa, que se había asomado nada más volver del colegio, había encontrado a Madre dormida y no había querido molestarla en aquellos momentos de calma.

Sin embargo, la preocupación de Elsa (que, por ser la mayor, soportaba esa carga en nombre de los demás) la obligaba a acercarse continuamente a la puerta del dormitorio aguzando el oído. No oyó nada. Había muchos ruidos en la casa: el entrechocar de la vajilla en la cocina, donde Diana y Jiminee estaban lavando los platos; el gorgoteo de la risa de Willy en la sala de juegos y el «Ahora me toca a mí, Willy» de Gerty; la persistente tos de Dunstan, sentado en la «biblioteca» con los volúmenes de sermones encuadernados en cuero; los repentinos martillazos en el taller de Hubert. Elsa percibía todos aquellos sonidos de forma automática y, si alguno se hubiera detenido durante un tiempo, habría ido a investigar qué ocurría. Pero no les prestaba atención conscientemente.

Cuando el reloj de la planta baja empezó a dar las seis y media, decidió no esperar más. Abrió la puerta y entró. La habitación olía igual que siempre, a cortinas viejas y a la llama de las lamparillas, a jabón de lavanda, al polvo que se levantaba entre las tablas del suelo y al abrillantador que la señora que venía tres veces al año traía en latas rojas y doradas.

Madre también olía igual que siempre. El olor de Madre era ese aroma blanco y suave proveniente del tarro grande que había en el tocador.

La cabeza de Madre estaba girada en dirección a Elsa, con los ojos entrecerrados. Tenía el brazo izquierdo extendido, apoyado en el borde de la cama justo a la altura del codo, con la mano abierta como para recibir algo. Agitados por la brisa vespertina que entraba por la ventana abierta, los extremos del nudo que le ataba el turbante de la cabeza revoloteaban como jirones sueltos.

Elsa atravesó la habitación y se detuvo en la estera de arpillera que había junto a la cama. Posó un momento la mano sobre la muñeca fría. Luego se agachó y recogió el reloj. También estaba frío. Lo calentó en la mano, dándole vueltas rítmicamente, una y otra vez. La llama de la vela fluctuó y después se enderezó. Habría que despabilarla.

Fuera, los estorninos estaban en pleno gorjeo vespertino antes de irse a dormir. De la penumbra del jardín de altos muros llegaba el perfume de los lirios del valle, que se intensificaba bajo la ventana. Era un mes de mayo cálido, casi veraniego. Los lirios habían florecido temprano y ya casi estaban a punto de marchitarse.

Elsa levantó un poco la cabeza. Del exterior le llegaban los murmullos de los niños, a la espera de que los llamasen para volver a casa. Era la única de todos ellos que sabía que Madre había muerto; igual que era la única que se había dado cuenta de que Madre, aquellas últimas semanas, estaba agonizando. Madre también lo sabía, por supuesto, pero había sido un secreto que no habían comentado entre ellas. A Madre no le gustaba hablar de cosas desagradables.

De repente, Elsa dijo en voz alta:

—Tengo trece años.

Lo repitió, «Tengo trece años», como para hacer frente a la creciente oscuridad de la habitación, una oscuridad que la débil llama de la vela no hacía sino acrecentar. Miró el reloj que tenía en la mano. Marcaba las cinco y cincuenta y ocho. Sabía que esa no era la hora correcta. Lo devolvió a su sitio en la mesita de noche.

Se apartó de la cama, se acercó al tocador, cogió el soporte de pelucas y la peluca de Madre y los puso sobre la mesa que había en el centro de la habitación. Sacó del cajón superior el peine de carey, que estaba entre esos pañuelos de hombre ligeramente perfumados que Madre usaba. Se sentó en el borde de la silla de mimbre y empezó a peinar la peluca.

Hundió el peine con firmeza en los rizos caoba, estirándolos hasta alisarlos casi por completo y dejando que volvieran a ondularse. Esa había sido su tarea de cada noche desde que Madre empezó a estar demasiado débil para moverse. Siempre había sabido que Madre usaba peluca, y todos los demás niños también lo sabían; ella se lo había explicado en cuanto tuvieron edad suficiente. Incluso Willy, el más pequeño, estaba al corriente. Sin embargo, el tema solo se había mencionado dos veces en presencia de Madre; la más reciente, cuando Madre había dicho: «Esta noche estoy cansada, Elsa, querida, hazme el favor de peinarme tú el pelo». La otra había sido dos años antes, cuando Jiminee tenía cinco. A la hora del té, miró a Madre de repente y dijo: «Hola, Peluquita». Hubo un murmullo acallado mientras Madre observaba al sonrojado Jiminee por encima de la mesa de té. Entonces, Madre se echó a reír. No dijo ni una palabra, se limitó a soltar una carcajada. En aquel momento, todos empezaron a reírse y a agitarse en sus sillas, sacudiendo la mesa hasta que las tazas de té tintinearon. Solo Jiminee se quedó al margen; sentado quieto, ruborizado y batiendo los párpados, con una sonrisa intermitente como las luces de un árbol de Navidad. Y, cuando terminaron las risas, siguieron tomando el té y no volvió a hablarse del tema, aunque durante unos días todos miraron a Jiminee con un respeto especial.

Mientras Elsa seguía peinando, recordó esa risa cálida en su estómago y le entraron ganas de llorar. Dejó las manos quietas e inclinó la cabeza. «Elsa nunca llora.» Luchó contra esa sensación espesa en la garganta y cerró los ojos con fuerza. Al final, dos lágrimas brotaron y rodaron por su nariz. Se secaron casi de inmediato.

Ahora la habitación estaba a oscuras y la ocupante de la cama no era más que una vaga figura blanca. Los movimientos del peine sosegaban a Elsa.

De repente, la vela parpadeó hasta casi apagarse. Presa de la alarma, Elsa levantó la vista. Había alguien en la habitación, junto a la puerta entreabierta.

—¿Quién es? —susurró—. ¿Dun?

—No. Soy yo, Hubert.

Elsa se relajó un poco.

—¿Qué pasa, Hu?

—Ya han dado las siete, Else.

La llama de la vela vaciló precariamente.

—Entra y cierra la puerta.

La luz fue recuperando su brillo mientras Hubert se acercaba, y Elsa giró la cara para que él no viera que había estado llorando.

—¿Madre está dormida? —dijo el niño, todavía susurrando.

Elsa se inclinó para dejar el peine sobre la mesa. En el silencio, el crujido provocado por aquel movimiento en la silla de mimbre los sobresaltó a ambos, y el peine cayó al suelo con un sonoro chasquido. Hubert se arrodilló, lo recogió y se lo entregó. Al cogerlo, ella se permitió girar la cara hacia él; en realidad, no le importaba que Hubert la viera.

—Has estado…

—¡Sí! —respondió.

—¿Qué pasa, Else? —El niño ya se había puesto de pie y estaba mirando hacia la cama.

—No, Hu, quédate aquí.

—Es Madre, ¿verdad?

—Sí. Madre… Todo ha terminado.

—Pero no puede…

—Todo ha terminado, Hu. Lo sé, lo… No sirve de nada hacerse ilusiones.

Por un instante, en la penumbra, Hubert frunció el ceño, y le recordó tanto a Dunstan que Elsa se quedó sin aliento. Luego, el niño levantó la mano y se apartó el pelo de la frente. En la lejana calle principal un autobús aceleró. El ruido del tráfico aumentó un momento y después disminuyó, como el latido de un corazón cansado.

—¿Qué vamos a hacer, Else?

—No lo sé. Es decir…, tengo que pensarlo.

—Necesitamos un plan.

—Pensaré en algo. ¿No es lo que hago siempre?

Hubert no respondió. Desde el pasillo, detrás de la puerta, se oyó un estallido de tos.

Elsa se puso rígida.

—Dunstan.

—Todos —dijo Hubert—. Tienes que decírselo a todos.

—Esta noche no. Se lo diré mañana.

—Tienes que decírselo a todos. No sirve de nada aplazarlo, Else —respondió despacio Hubert.

—No me digas lo que tengo que hacer. ¡Recuerda que soy la mayor!

El niño de nueve años la miró y asintió. Elsa respiró hondo y se levantó. La silla de mimbre crujió.

—Está bien. Voy a lavarme la cara y me los traes.

Se acercó al lavamanos y sumergió los dedos en el agua fría de la jarra.

—Será mejor que encienda la luz —dijo Hubert.

Ya no hablaban en susurros.

—No, Hu, déjala apagada.

Extendió la mano hacia la toalla de Madre, pero vaciló, mirando al otro niño. Después, inclinó rápido la cabeza y se secó la cara en la falda. Volvió a la silla y se sentó de nuevo. Se dio unas palmaditas en la nuca, se alisó sobre las rodillas la falda mojada y cruzó las manos sobre el regazo.

—Venga —dijo—. Ya estoy lista.

2

No se decidían a entrar. Solo cuando Elsa gritó «¡La mayor primero!», Diana dejó de titubear y entró, seguida de los demás. Se quedaron a la espera, nerviosos ante la solemnidad de Elsa. Tan solo Dunstan, apoyado contra la puerta, permanecía impasible.

Elsa habló, endureciendo la voz para ocultar su temblor.

—Niños… Niños… —Se detuvo.

En el silencio, Willy, de cuatro años, se apartó del grupo, que seguía en medio de la habitación, y se acercó a la cama de Madre. Los demás lo miraron. Tocó los extremos del pañuelo de Madre y le dio unas palmaditas en el brazo extendido. Apoyó la cabeza en su hombro y olisqueó. Se dio la vuelta despacio.

—Está muy tranquila —anunció.

Como si aquellas palabras fueran una señal, los niños rodearon la cama. Solo Dunstan se quedó inmóvil junto a la puerta. Los demás miraban a Madre, con la cabeza inclinada sobre el hombro en un gesto de agotamiento final y las rodillas curvadas bajo la manta. La vela tan solo le iluminaba la amplia frente y los pómulos, de modo que sus ojos parecían enormes y negros, fijos en los pies de los niños. En un instante, su querida Madre se había convertido en un objeto que solo suscitaba silencio y extrañeza.

—Niños —dijo Elsa—, Madre ha fallecido.

No parecieron oírla.

Diana se inclinó hacia delante y posó su mano en la de Madre.

—Madre —la llamó, con suavidad—. Hace frío, Madre.

Y trató de levantarle el brazo para meterlo bajo las sábanas. El movimiento brusco hizo que la cabeza de Madre cayese hacia la izquierda. Los hombros se deslizaron un poco, luego se detuvieron. Diana gritó y soltó la mano.

Al momento, Dunstan estaba a su lado.

—No pasa nada, Dinah, no pasa nada.

La rodeó con sus brazos mientras ella sollozaba. Aunque se llevaran dos años, Diana parecía pequeña para tener doce y siempre buscaba la protección de Dunstan, que la defendía con una intensidad que en ciertos momentos llegaba a asustar al resto de los niños. Ahora ella apoyaba la cabeza, de pelo dorado cortado a tazón, contra el cabello oscuro del chico.

—No pasa nada, Dinah.

—Pero está fría, muy fría.

Los niños no podían apartar la mirada de su madre. Entonces Jiminee, cuya sonrisa iba y venía constantemente, se echó a llorar también.

Hubert dio un paso adelante desde donde estaba, al lado de Elsa.

—Madre está muerta —dijo, lo bastante alto como para cortar los sollozos.

Elsa asintió.

—Eso es. Madre está muerta.

Hubo un pequeño suspiro por parte de los niños. Willy levantó la barbilla.

—¿Qué es muerta? —preguntó.

—¿Muerta? —murmuró Hubert—. Es como… Como lo de Jesús.

—Crucificado, muerto y sepultado —dijo Dunstan—, y al tercer día resucitó y… —vaciló—, resucitó… y…

—Madre no va a resucitar —replicó Elsa con firmeza.

Dunstan frunció el ceño.

—Podría, ¿tú qué…?

—No, no lo hará.

Diana levantó la cabeza del hombro de Dunstan y los dos miraron a Elsa. Físicamente no podían ser más distintos; el rostro de Dunstan era casi una caricatura de las figuras de labios fruncidos y mejillas delgadas que seguían «el angosto camino al cielo» en la ilustración de colores que había en el pequeño lavabo de la planta baja. Sus ojos oscuros, que las gruesas gafas magnificaban y hacían parecer saltones como los de una rana, y su pelo negro y puntiagudo contrastaban por completo con el suave cabello rubio de Diana y con sus ojos azules, que parecían de otro mundo.

Dunstan podía lograr que incluso las palabras más cotidianas sonaran agresivas, pero en esta ocasión guardó silencio. Diana se apartó de él y se quedó en el centro de la habitación. De repente parecía una extraña en aquel ambiente familiar, y a Hubert le dio la impresión de que, si alguien le preguntase su nombre, probablemente ni lo recordaría.

El grupo de niños reunido junto a la cama empezó a disolverse. La pequeña Gerty se acercó a Elsa y la miró con seriedad.

—¿Puedo jugar ahora con el peine, Elsa?

Esta asintió. Gerty solo tenía cinco años, pero siempre había tenido el privilegio de usar el peine de carey. Cuando aún no sabía andar bien, solía gatear hacia la mesa como un bulto regordete y estirarse para alcanzarlo. Luego se sentaba en la vieja alfombra, igual que estaba haciendo ahora, y se ponía a jugar con el peine, pasándoselo por el pelo, sin prestar atención al resto de los niños ni a Madre, que leía el libro con su voz de Jesús.

Hubert se apartó de Elsa y se acercó al lavamanos. La pastilla de jabón estaba en su platillo de porcelana. Tocó la superficie aún pegajosa y levantó la mano para aspirar el familiar aroma a lavanda. Era como si tuviera que examinar, que comprobar esa familiaridad. En el borde de la palangana blanca, con el interior estampado de hojas puntiagudas y flores azul oscuro, había una mella en forma de triángulo dentado que se había roto hacía meses y que él había reparado con pegamento resistente al agua. Lo empujó con el dedo. La superficie cedió suavemente, como un diente a punto de caerse. Tendría que intentarlo otra vez, quizá con un pegamento más fuerte… Y ahora habría tiempo de sobra para que se secara correctamente.

—¡Madre no está muerta!

Era Diana. Estaba plantada junto a la cama, como un ángel guardián, con los puños apretados y voz chillona. Los niños se quedaron mirándola.

—Tiene frío, eso es lo único que le pasa… ¡Tiene frío!

La silla crujió de forma inquietante cuando Elsa se puso en pie.

—¡No, Elsa! Tiene frío. Tenemos que traer mantas para calentarla… y una bolsa de agua caliente.

Elsa estudió con incertidumbre la habitación en penumbra. Abrió la boca para hablar y luego la cerró con tal fuerza que sus labios palidecieron. Los niños esperaban sus palabras, pero no encontraba ninguna que pudiese contradecir la vehemencia de Diana.

—¡Tiene frío! —repitió esta.

La única respuesta fue el ruido de los pies de Hubert, que cruzó corriendo la habitación, y el clic del interruptor cuando encendió la luz. Los niños hicieron una mueca. Aquel resplandor repentino les hacía daño en los ojos. La luz mostraba el blanco austero del techo y arrojaba sombras cortantes donde antes no las había. Diana gritó de dolor.

—¡Oh, no!

Pero, al igual que los demás, se volvió y miró. Las arrugas suaves y ajadas del rostro de Madre ahora eran duros cortes en la carne, y sus ojos azules carecían de expresión. Tenía la boca entreabierta en un vago gesto de asombro ante la muerte; no cabía duda alguna de su fallecimiento. Diana se arrodilló y apoyó la cabeza en la manta. Levantó las manos y se tapó las orejas.

Durante un rato nadie habló. Luego, Dunstan dijo:

—Ya veis, niños.

No hubo respuesta. Se acercó a la mesita de noche y cogió la Biblia negra que estaba al lado del reloj.

—Léenos algo, Elsa.

—Sí, léenos algo, léenos algo. —Un coro de voces recorrió la habitación.

Despacio, Elsa se sentó y alargó la mano hacia el libro. Dunstan dudó un momento, luego se acercó y se lo dio. Se quedó mirándola desde arriba mientras ella lo aferraba, cerrado.

—Ábrelo —dijo.

Elsa apartó la mirada de él.

—¿Qué queréis que lea? —les preguntó a los niños.

—Algo de Jesús —contestó Willy, pero ninguno de los otros respondió.

—Venga, ábrelo —insistió Dunstan.

Elsa abrió el libro al azar, y las páginas se separaron por una sección muy leída. Miró hacia abajo e hizo ademán de pasar la página, pero Dunstan le agarró la mano.

—Lee lo que pone —dijo.

Elsa no respondió. Leyó en silencio durante unos instantes, moviendo los labios al ritmo de las palabras. Frunció el ceño. Luego alisó la página y contuvo el aliento. Empezó a leer en voz alta:

¿A dónde se ha ido tu amado, oh la más hermosa de todas las mujeres? ¿A dónde se apartó tu amado, y lo buscaremos contigo?

Mi amado descendió a su huerto, a las eras de las especias, para apacentar en los huertos, y para recoger los lirios.

Yo soy de mi amado, y mi amado…

Elsa se detuvo.

—Jiminee —dijo en voz baja—, ¿dónde están los lirios?

Él se sonrojó y esbozó una sonrisa.

—Es que…

—¿Dónde están, Jiminee?

El pequeño se frotó las lágrimas de la cara con su pulgar huesudo.

—Se… Se m-me ha olvidado. —Sonrió con una mueca—. No ha sido…

Miró nervioso a los demás niños.

—Te tocaba a ti, ¿verdad, Jiminee?

El aludido no dijo nada. Se había puesto pálido.

Diana, aún arrodillada junto a la cama, dijo con suavidad:

—Pero, Jiminee, ¿cómo has podido?

—Eso, ¿cómo has podido? —lanzó Dunstan, cortante.

—No ha sido a p-posta, de verdad…

—Era tu tarea, ¿no?

La sonrisa de Jiminee parpadeó y se desvaneció.

—Sí.

—Y has fallado, ¿no?

—No ha sido a p-posta, Dun. De verdad que no. Solo se m-me ha olvidado.

—¡Que se te ha olvidado! —espetó Dunstan.

—Se m-me olvidan las cosas, ya lo sabes. Madre sabe que se m-me olvidan, ¿a que sí, Elsa? A Madre no le imp-porta eso… No quería hacer nada m-malo.

Se echó a llorar. Los niños lo estaban mirando fijamente, y no había sitio donde esconderse.

—Hay que castigarlo —dijo Dunstan—. No puede seguir olvidándose de las cosas. Hay que darle una lección. Tenemos que…

—Cierra la boca, Dun.

—¿Qué?

—No digas qué, es de mala educación —gorjeó Gerty, con su aguda voz de cinco años.

Hubert volvió a hablar:

—He dicho que cierres la boca.

Dunstan se puso rígido y avanzó tres pasos hacia Hubert.

—¿Tú me vas a decir a mí que cierre la boca?

Hubert no se movió. Tenía nueve años, uno menos que Dunstan. Era bastante más bajo, pero más robusto, y había algo en su forma de comportarse que daba impresión de imperturbabilidad.

Dunstan estiró el dedo y señaló amenazadoramente a su oponente.

—¡Renacuajo!

—Eres un matón —dijo Hubert—, así que cierra la boca. —Levantó la voz—. No pasa nada, Jiminee, puedes recogerlos más tarde.

—¡Cómo te atreves! ¡Cómo! ¡Sí que pasa! Hay que castigarlo. Se le han olvidado los lirios de Madre y tiene que pagar por eso. ¡Es un pecador, eso es lo que es! ¡Y tiene que pagar!

—Cierra el pico —replicó Hubert.

—No voy a cerrar el pico. No te atrevas a decirme que cierre el pico. —Se acercó más y dijo, en voz alta y dura—. No te atrevas, niñato descarado. ¿No lo entiendes? Se le han olvidado. Se-le-han-olvidado-los-lirios-de-Madre. ¿Ves? Y tiene que…

Hubert negó con la cabeza.

—A Madre ya no le importa, Dun. No tiene importancia.

Dunstan bajó el brazo despacio. Hizo ademán de alejarse. Entonces, de repente, empezó a temblar y a gritar:

—¡Pero a mí sí que me importa, a mí sí…! Me da igual que… ¡A mí sí que me importa!

Los gritos rebotaron por la habitación, como flechas lanzadas a ciegas que buscaran una salida.

—¡Me importa, sí me importa!…

—Ya vale, Dun —dijo Hubert al fin—. Para, por favor.

Pero la rabia de Dunstan ya se estaba transformando en dolor. Cayó de rodillas, agachó la cabeza y se echó a llorar. Las palabras temblaron, convertidas en una letanía sin sentido entre sus lágrimas. De los demás niños, Gerty y Willy también habían empezado a llorar. Luego los demás, uno por uno. Todos, menos Hubert y Elsa.

Y los sonidos personales de dolor se unieron en un lamento suave y general que llenó la habitación iluminada. El lamento se deslizó por la oscuridad más allá de la ventana, hasta el jardín, que temblaba inquieto bajo el frío viento de la noche primaveral.

—Lee, Elsa, sigue leyendo —la instó Hubert.

Ella bajó los ojos hacia la página y encontró otro versículo. Descifró con esfuerzo el lenguaje arcaico.

¡Oh, si tú fueras como un hermano mío que mamó los pechos de mi madre! Entonces, hallándote fuera, te besaría, y no me menospreciarían.

Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre; tú me enseñarías, y yo te haría beber vino adobado del mosto de mis granadas…

Mientras leía, los sollozos de los niños se fueron calmando. Y cuando pronunció la palabra «madre», a todos se les escapó un pequeño suspiro.

Debajo de un manzano te desperté; allí tuvo tu madre dolores, allí tuvo dolores la que te dio a luz.

Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían.

Elsa dejó de leer y levantó la vista. Dirigió la mirada a los niños, cada uno de los cuales escuchaba a su manera, y luego a la figura inmóvil de la cama, pero parecía estar pensando en otra cosa. Todos se quedaron en silencio y nadie la molestó, hasta que Hubert cogió el libro de su regazo y lo devolvió a su sitio en la mesita de noche. Mientras dejaba el volumen sobre el tapete bordado, reparó en que el reloj estaba boca abajo. Levantó la caja abollada y se la llevó a la oreja. Lo sacudió, le dio la vuelta y abrió la parte de atrás. En su interior había unas iniciales, C. R. H., grabadas con una caligrafía casi indescifrable. Trazó las letras con la uña del pulgar. Suspiró.

—El reloj de Madre está roto —dijo.

Aquel comentario sacó a Elsa de su ensimismamiento.

—Sí, ya lo sé. —De repente, pareció recobrar la energía. Se levantó y dio una palmada—. Vamos, niños, es hora del cacao.

—¡Hora del cacao! —exclamó Gerty, poniéndose de pie. Alguien bostezó y un murmullo se extendió por la habitación.

Gerty se quedó frente a Elsa, con la cabeza ladeada. Tenía la sonrisa de quien espera salirse con la suya.

—Elsa, ¿puedo quedarme con el peine?

—Por supuesto que no.

Pero la pequeña se mantuvo firme.

—¿Por qué no puedo quedármelo?

—¿Que por qué? —replicó Elsa, asombrada e irritada. Los niños se detuvieron para escuchar su respuesta—. Porque… Porque lo digo yo. Por eso.

—Pero Madre ya no va a necesitar su peine.

Elsa respiró hondo.

—No lo va a necesitar, ¿verdad? —La pequeña recurrió al tono que usaba cuando quería engatusar a alguien para conseguir una segunda ración.

A Hubert le pareció que, tan solo una hora antes, Gerty no se habría atrevido a insistirle así a Elsa. Nadie, ni siquiera Dunstan, había desafiado nunca la autoridad de la mayor. Pero ahora las cosas eran distintas, y Hubert supo instintivamente que los demás se le echarían encima como lobos al menor signo de debilidad.

—No lo va a necesitar, ¿verdad? —repitió Gerty, mientras una sonrisa de triunfo se apoderaba de su cara regordeta.

—Sí —respondió Elsa con rigidez—. Sí, Madre necesita su peine. —Y, con repentina vehemencia, añadió—: ¡Madre necesita todas sus cosas!

—Pero… —comenzó Gerty, con un puchero.

—¡Las necesita!

—Pero ahora ya no. —La pequeña apretó el peine contra su pecho.

—Ahora… —Elsa luchó contra esa palabra— nada ha cambiado. Ahora es igual que siempre. —Miró a su alrededor, a cada uno de los niños, y su ceño se relajó—. Igual que siempre. Lo que… Lo que ha pasado no quiere decir… No cambia nada. ¿Lo entendéis, niños? Nada ha cambiado. —Hablaba con el poder de quien sabe algo que los demás desconocen—. Todo sigue igual que siempre… Todo.

Los niños se quedaron en silencio. Elsa extendió la mano hacia el peine. Gerty lo apretó un instante contra sí, y luego lo soltó.

—¡Vamos! —dijo Dunstan con brusquedad.

Empezaron a salir de la habitación. Hubert se quedó donde estaba, observando a Elsa.

El golpeteo y el repiqueteo de los pies disminuyó cuando los niños llegaron al vestíbulo y atravesaron la gran puerta, bajando los escalones hasta la cocina del sótano.

Arriba, todo estaba en silencio. Hubert y Elsa se miraron, sin que sus ojos se desviaran hacia la cama.

Atrapada en la corriente que se había creado entre la puerta abierta y la ventana, la llama de la vela se inclinó y se tambaleó, como en una reverencia hecha por un borracho.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Elsa.

—Sí. —Hubert apartó la mirada de la vela. Un tropel de espadas amarillas y parpadeantes pasaron ante sus ojos como una exhalación—. Voy a apagar la luz.

—No, ya la apago yo. A ti te toca preparar el cacao, ¿no?

—Sí.

—Entonces, será mejor que vayas.

—¿Y tú? —Hubert cerró los ojos mientras hacía la pregunta, y las espadas bailaron aún más violentamente.

—No tardaré.

—Está bien. —Abrió los ojos de nuevo—. Elsa…

—¿Sí?

—Elsa, ¿tú…, tú…? —Giró un poco la cabeza y miró fijamente la bombilla desnuda del techo.

—Yo ¿qué?

La imagen solitaria de aquella luz lo deslumbraba.

—Nada —respondió.

3

Removió el agua y la leche en la cacerola grande. El silencio de los niños, sentados a la mesa detrás de él, solo quedaba roto por el chirrido de la cuchara contra las paredes de la cacerola. Poco a poco, las burbujas de cacao en polvo se disolvieron en estelas untosas. Hubert observaba el líquido, atento a que no rebosara al hervir.

Guardaban silencio mientras esperaban. Nunca habían estado tan callados, por muy desgraciados o culpables que se hubieran sentido. Incluso durante el tiempo en que Madre había estado en cama, ellos habían seguido hablando y riéndose como siempre. Y Madre se las había arreglado para bajar a las cenas de los domingos hasta… Hasta que… De repente, a Hubert le pareció que había transcurrido una eternidad desde aquellos tiempos en los que ella estaba allí, tranquilizándolos, tomándoles el pelo, vigilándolos. Y riéndose… Cómo se reía Madre. Y todos, también Madre, se daban un atracón de comida. Entonces ella preguntaba: «¿Alguien tiene más hambre?». Y recitaba una oración de gracias con su voz de Jesús. Después se levantaba, limpiándose las manos en el delantal, y decía: «¡Ya está!».

El cacao empezó a hervir. Hubert lo apartó de la llama y comenzó a verterlo en la primera de las tazas alineadas en el escurridor. «¡Ya está!» De repente le empezó a temblar la mano y un chorrito de cacao burbujeó en la base de la cacerola. Respiró hondo y se mordió el labio con fuerza. Miró la cicatriz de su índice derecho. «¡Compórtate como un hombre!», le había dicho ella cuando esa cicatriz era una herida en la que se veía la blancura del hueso. «¡Compórtate como un hombre!», se exigió ahora a sí mismo, con los dientes apretados. No había dejado de servir el cacao. Llenó la última taza con mano firme. Llevó la cacerola al fregadero y la llenó de agua fría.

—Listo —dijo.

Elsa se levantó y se puso a su lado. Entre los dos repartieron las tazas. Los niños dieron las gracias en murmullos mientras cogían el cacao.

—Gracias, Hu.

—Gracias.

—Gracias, Elsa.

—Gracias.

Mantenían la mirada baja. Solo Gerty tuvo la temeridad de tomar un sorbo.

—Más azúcar —dijo, mientras Hubert y Elsa se sentaban. La miraron sin responder. Tenía un bigote blanco—. Bueno —añadió—, es que no está lo bastante dulce.

—Silencio, aún no hemos dado las gracias.

—Eso, las gracias —señaló Elsa.

Echaron las sillas hacia atrás y se pusieron de pie, con las cabezas inclinadas. Hubert miró hacia la mesa. En la superficie de su cacao comenzaba a formarse una especie de película. Sopló sobre ella con suavidad y la observó arrugarse.

—Señor —dijo Elsa—, te damos gracias por estos tus dones…

—¡Escuchad eso! —la interrumpió Jiminee.

—Jiminee, ¿por qué…?

—¿Qué es…?

—¡Escuchad!

—Alguien está llamando a la puerta.

Prestaron atención, y el sonido se repitió. Hubert fue hasta la puerta batiente de la cocina y la empujó para abrirla. Se oía un ruido brusco. Se detenía unos diez segundos y luego empezaba de nuevo: ¡toc, toc-toc!

—¿Quién será? —murmuró Gerty.

—Tal vez sea la señora Stork —dijo Diana.

—La señora Stork no armaría ese escándalo —replicó Elsa—. Además, los viernes no le toca venir.

Jiminee esbozó una breve sonrisa.

—Recuerdo que una vez v-vino en viernes, v-vino para…

—¿Por qué no recuerdas cosas importantes, para variar? —preguntó Dunstan, saliendo de su oscura ensoñación con repentina ferocidad.

—La señora Stork no suele venir los viernes, Jiminee —intervino Elsa—. Además, ¿para qué va a venir a estas horas?

—Tal vez sea el repartidor.

—Tal vez —dijo Jiminee— acabe m-marchándose.

—Bueno, sea quien sea, deberíamos ir a ver —opinó Hubert.

—Por supuesto que sí —comentó Dunstan.

Todos se volvieron hacia Elsa.

—Está bien —dijo ella—, iré yo.

—Creo que debería ir un hombre —dijo Gerty de improviso, con aire de suficiencia.

—¿Y a quién le importa lo que tú creas? —replicó Dunstan enojado—. No eres más que una niña pequeña y tonta.

Nadie le respondió. En el silencio se oyó otra ráfaga de golpes: toc-toc, toc. Desde la puerta, Hubert vio que Dunstan palidecía y que sus labios empezaban a temblar: era consciente del papel que le correspondía como el «hombre» de mayor edad. Poco a poco, la fuerza silenciosa de las opiniones de los demás niños iba haciendo mella en él.

—¿A quién le importa lo que tú creas? —repitió, esta vez con cautela.

¡Toc-toc, toc-toc!, sonó la aldaba.

—¿P-por qué no v-vas, Dun? —preguntó Jiminee.

—Porque tiene miedo —respondió Gerty—. Eso es lo que creo.

Dunstan apretó los puños sobre la superficie de la mesa, blanca de tanto fregarla. Tenía la cabeza gacha, pero la sacudió con fuerza.

—No, no tengo miedo —susurró.

—¿Y entonces por qué no…? —empezó Gerty.

Hubert la interrumpió:

—Ya voy yo. De todos modos, soy el que está más cerca.

Y salió al pasillo, mientras la puerta batía a su espalda en un movimiento de vaivén. Permaneció inmóvil un momento, escuchando el tembloroso chasquido de la puerta. Cuando los batientes se detuvieron, empezó a caminar por el pasillo y subió las escaleras hasta el vestíbulo principal.

El hombre que esperaba en la puerta era grande, vestía un uniforme azul claro y llevaba en la cabeza una gorra colocada de manera que la visera ocultaba sus ojos.

—¡Vaya! —dijo—. Por fin. Puñetas, eres más lento que un sepulturero jubilado. —Y se echó a reír.

—Hoy no, muchas gracias —replicó Hubert, mientras empezaba a cerrar la puerta.

—Espera, espera —dijo el hombre—. Ni siquiera me has preguntado para qué he venido.

—Bueno, ¿para qué ha venido?

—Para ver a Vi.

—¿Vi?

—Sí, Vi. La señora. —Cruzó el umbral—. Imagino que será tu madre, chaval.

—Me temo que no está.

—¡Ja! Conque no está, ¿eh? Este es el número treinta y ocho, ¿no?

—Sí, pero estoy seguro de que esta no es la casa que usted busca.

—Tienes toda la razón, no es la casa lo que busco. —Se rio de nuevo—. Tú dile a Vi que soy el sargento de vuelo Millard. Verás como para mí sí que está.

—Yo no…

—He estado fuera un tiempo, ¿sabes? En Aden… ¡Caramba! —Recorrió el vestíbulo con la mirada y sonrió—. Ahora me acuerdo. No soy de los que olvidan algo bueno. Mi primer permiso en un año y he venido directo aquí.

—Creo que no conocemos a nadie llamado Miller.

—¡Millard! No Miller, Millard. —El sargento de vuelo Millard se puso rígido, pero luego se relajó—. Bueno, puede que no recuerde mi nombre, pero tú dile, dile que haga memoria… Déjame ver… Fue la noche del 18 de enero del año pasado. —Chasqueó la lengua—. Tengo la memoria de una computadora, chaval. Le das al botón, metes la tarjeta perforada y te doy la respuesta. Así, ¡bum! —Sin previo aviso, el sargento de vuelo Millard saltó medio metro hacia delante y dio un golpetazo con la mano sobre la mesa—. ¡Así!

Hubert no se movió.

—Madre no está en casa.

—No me vengas con esas, chaval —replicó el visitante en voz baja—, no me vengas con esas. Eso es lo que dicen todas: «No quiero volver a verte nunca más». Pero no tienes que hacerles caso, ¿sabes? Hay una cosa que tienes que aprender sobre las mujeres, chico, te lo cuento de forma totalmente desinteresada, y es que dicen justo lo contrario de lo que quieren decir. —Miró fijamente a Hubert—. Así que vete a buscarla y tráemela, ¿de acuerdo?

—Lo siento mucho, Madre no está en casa.

—Mira, chico, no he venido a molestar. Si de verdad tu madre no está, pues no está. Pero ella no dejaría solo a un pequeñajo como tú, ¿no?

—Pero es que no está en casa, de verdad que no.

El sargento de vuelo Millard avanzó hacia Hubert.

—No me vengas con esas, niño. Tengo mucha paciencia. Tú ve y díselo, ¿de acuerdo?

Hubert se preparó para afrontar la amenaza que percibía en la voz del hombre.

—Creo que será mejor que se vaya, si no le importa.

El sargento de vuelo levantó la mano.

—Obedece, desgraciad… Espera, espera —el brazo descendió un poco—, tú no tienes padre, ¿verdad? Tu padre no está aquí, ¿o sí?

—No tenemos…, quiero decir…

El hombre lo agarró por los hombros.

—¿Es eso? ¿Tu padre está en casa?

Hubert trató de apartarse, pero el hombre lo sujetó con fuerza y lo zarandeó. El niño olía la cerveza en su aliento.

—Sí —dijo—, eso es.

—Niñato asqueroso, ¿por qué no me lo has dicho antes? —Soltó bruscamente al chico—. Vengo andando desde la estación Victoria, ¿y para qué? —Miró al otro lado del vestíbulo—. Maldita sea —murmuró.

El reloj del vestíbulo dio las nueve y media.

—Bueno, al menos el sitio sigue abierto, eso ya es algo.

Fue hasta la salida y se quedó allí un momento, mirando a Hubert. La luz de la lámpara que había sobre la puerta brillaba en el suelo pulido, de modo que la silueta de aquel hombre, recortada con nitidez, parecía estar a orillas de un mar de oro.

—Maldita sea —repitió Millard, despacio—. Mira, le voy a dejar algo para que se acuerde de mí. —Dio un paso adelante, levantó su pesada bota y la descargó con todas sus fuerzas sobre los tablones del suelo.

Hubert oyó cómo sus pasos se alejaban por el sendero de entrada, luego el sonido de la verja y, después, se hizo el silencio. Fue hasta la puerta y se puso a cuatro patas. Los clavos de la bota habían hecho muescas profundas en la madera lisa. Repasó con suavidad los agujeros con los dedos, como un rastreador reconociendo las marcas de un enemigo que hubiera pasado antes por allí. De repente le vino a la mente el reloj del piso superior, con esas iniciales delicadamente inscritas, C. R. H. Mientras tocaba las ostensibles marcas de los clavos en el suelo, se le ocurrió que ese patrón regular respondía a un código, igual que las intrincadas iniciales en la carcasa del reloj. Un código que, si se descifraba, haría que todo volviera a estar claro y cobrara sentido. Allí, agachado sobre el suelo, sobre las tablas dañadas, sintió un extraño alivio. Una sensación que, de alguna manera, le ofrecía consuelo frente al vacío del interior de la casa.

Se incorporó. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde que salió de la cocina. Apagó la lámpara del porche y cerró la puerta a la noche primaveral del exterior. Hacía mucho tiempo que había pasado la hora de irse a la cama.

4

—¿Quién era, Hu? —preguntó Elsa.

Él se sentó a la mesa antes de contestar. Tocó su taza de cacao. Estaba helada. De repente, se sintió agotado.

—Un hombre —respondió—. Le he dicho que se fuera.

—¿Y qué quería?

—Le he dicho que se fuera.

Apenas podía mantener los párpados abiertos, pero había una pregunta que le taladraba la mente. Se obligó a abrir los ojos y recorrió la mesa con la mirada. Todos tenían sueño. No mostraban ningún interés por el hombre que había llamado a la puerta. Ni siquiera Elsa se molestó en indagar sobre el tema.

—¿Por qué no te calientas el cacao, Hu? Se te habrá enfriado.

Él negó con la cabeza.

—No importa. De todos modos, no me apetece. —Había ocurrido algo, y ninguno de ellos parecía darse cuenta. No está bien quedarse sentado sin hacer nada… Esas palabras parecían venir directas a su mente desde los labios de Madre. Tenían que hacer algo, tenían que tomar decisiones, tenían que…—. Tenemos que arreglar el reloj de Madre.

Los niños lo miraron sin comprender.

—Digo que tenemos que arreglar el reloj de Madre.

Eso era. Eso era lo que había que hacer. Estaba tan claro que lo dijo en voz muy alta, como desafiándolos.

—¿Por qué, Hubert? —preguntó Elsa.

—Porque tenemos que hacerlo.

—¿Por qué?

—Tengo sueño —murmuró Gerty.

—¿Y por qué no lo arreglas tú? —dijo Dunstan.

Hubert frunció el ceño.

—No sé si sería capaz. Pero podemos llevárselo al relojero… Él lo hará.

—No veo —dijo Dunstan— qué necesidad hay de repararlo.

—Explícanoslo, Hu —dijo Elsa.

—Porque… ¿No lo veis?… Porque… —Pensó en todas las veces que se había puesto el reloj en la oreja y lo había escuchado, en todas las veces que lo había tenido en la mano, mirándolo fijamente para intentar captar el movimiento del minutero. Abandonado en la mesita de noche de Madre, roto, marcando siempre la misma hora… Sería como una mentira. No estaría bien—. Porque tú has dicho que todo sigue igual, Else… Eso has dicho. ¿Cómo puede seguir todo igual si el reloj de Madre está roto?

—No seas tonto, Hu. No me refería a eso —respondió Elsa.

—Pero, Else, tenemos que hacer que todo siga funcionando igual. ¿No ves que tenemos que…?

Diana se levantó y lo interrumpió.

—Debería quedarse tal y como está, Hubert —dijo. Alzó la cabeza para apartarse el pelo rubio de la cara—. Es lo que Madre querría. —No miraba a su interlocutor, ni a nadie más, pero sus palabras sonaban concluyentes por su propia dulzura.

Hubert se sintió impotente de pronto.

—Pero, Dinah…

—Y, además —añadió Dunstan—, si tanto te interesa saber la hora, ahí tienes el reloj del vestíbulo y el de la cocina.

—Vamos, niños, es hora de irse a la cama. —Elsa se levantó y todos siguieron su ejemplo.

Solo Hubert seguía sentado. Miraba fijamente el reloj de pared sobre el fregadero. Era eléctrico, con un segundero rojo y delgado que se movía suavemente recorriendo la esfera del reloj. Daba vueltas y vueltas a un ritmo tan constante que a veces deseabas que se acelerara, se retrasara o, simplemente, se detuviera. No, pensó Hubert, no era lo mismo que el reloj de Madre. A ese segundero le daba igual… Se limitaba a avanzar, sin detenerse nunca.

—¡Hubert!

El niño bajó la vista.

—¿Sí?

—Te he preguntado si puedes ayudar a Jiminee a fregar los platos. Dinah y yo vamos a acostar a los pequeños.

—No soy pequeño —protestó Willy, adormilado.

—Está bien —respondió Hubert—. Está bien, lo ayudo.

Jiminee ya estaba recogiendo las tazas.

—Me p-pido lavar —dijo.

Hubert arrastró la silla hacia atrás.

—Yo seco.

—Ah, Hubert, otra cosa —dijo Elsa desde la puerta—: no te olvides de apagar las luces cuando subas.

Él asintió.

—De acuerdo.

Cogió el paño de cocina de su estante y se puso junto al fregadero, mirando cómo el agua salía a borbotones por la boquilla de goma del grifo. «Ni siquiera Elsa entiende realmente la situación», pensó.

5

Jiminee lo siguió escaleras arriba.

—¿Cómo era ese ho-hombre, Hu? —preguntó.

Hubert se detuvo en el pequeño rellano que había frente a la biblioteca y miró hacia el vestíbulo.

—Pues como un hombre —respondió.

—¿Qué tipo de hombre?

—Bueno… —De repente, a Hubert no le apetecía seguir subiendo las escaleras que pasaban por delante de la habitación de Madre—. Era un tipo grande, con bigote.

—Como el otro ho-hombre, ¿no?

—¿Qué otro hombre? —Hubert se acercó al pequeño cuadro de interruptores en la esquina y apagó la luz del vestíbulo.

—El otro ho-hombre que vino.

—¿A qué te refieres? ¿Cuándo?

Jiminee hizo una mueca.

—N-no recuerdo cuándo fue. El otro d-día. También vino de noche y…

—¿Y qué? —preguntó Hubert.

—Y…, y Madre abrió la puerta. Y le dijo que se fuera…

—Yo no recuerdo a ningún hombre. Estás como una cabra.

La sonrisa de Jiminee menguó, pero resurgió con más fuerza.

—Pero la oí, Hu. Dijo: «V-vete y no v-vuelvas nunca». La oí.

Hubert ya no se sentía cansado.

—¿Cuándo fue eso?

—Ya t-te lo he dicho, Hu, no lo sé.

—Intenta recordarlo, Jiminee.

—No p-puedo, sabes que no p-puedo. —Le temblaba la voz.

Hubert apagó la lámpara del pequeño descansillo, de modo que el lugar donde estaban quedó alumbrado solo por la luz del rellano superior.

—¿Cómo es posible que oyeras algo, Jiminee? Tendrías que haber estado en la cama.

—No lo sé, Hu. P-pero lo oí.

—¿Otra vez ibas sonámbulo?

—Su-p-pongo.

El tictac del reloj del vestíbulo sonaba muy fuerte en la oscuridad. Hubert sabía que no tenía sentido preguntarle más cosas a Jiminee: se pondría nervioso y empezaría a mentir. Nunca servía de nada hacerle preguntas.

—Siento haber dicho que estabas como una cabra, Jiminee.

—No p-pasa nada.

Jiminee nunca guardaba rencor a nadie. Hubert suspiró.

—Supongo que será mejor que subamos —dijo.

Pero no quería moverse. Le gustaría compartir cuarto con Jiminee, no con Dunstan, aunque su hermano más pequeño hablase en sueños y fuese sonámbulo.

—¿Hu?

—¿Sí?

—¿No te da m-miedo la oscuridad, Hu?

—No, no mucho.

—No, a mí tampoco. M-me gusta.

«Es verdad», pensó Hubert. Jiminee nunca encendía las luces si tenía que subir a buscar algo. Era como si viera en la oscuridad.

—P-pero a Dinah sí —dijo Jiminee—. Tiene m-miedo a la oscuridad.

—Lo sé, pobre Dinah.

—Sí, p-pobre Dinah. Es una p-pena. Hay tanta oscuridad… ¿Verdad, Hu?

Hubert alargó la mano para estrecharle el brazo.

—Venga, hay que irse a la cama.

La escalera de roble era lo bastante ancha para que cupieran tres personas hombro con hombro. Subieron uno al lado del otro. En el rellano principal se estrechaba y los escalones se volvían más empinados para llegar al último piso, donde estaban las habitaciones de los niños. Cerca del rellano principal estaban el dormitorio de Madre, el taller de Hubert y un cuarto sin ocupar que tenía un piano vertical. Ninguno de los dos miró en dirección a la habitación de Madre. Mientras subían al descansillo superior, Hubert apretó el paso, como si quien venía tras él no fuese Jiminee, sino una siniestra y silenciosa criatura de la oscuridad.

—¿P-por qué corres, Hu? —preguntó Jiminee cuando llegaron a lo alto de la escalera.

Hubert se detuvo bajo la luz del descansillo. El hecho de que los demás niños estuvieran allí, en sus dormitorios, le producía una sensación de alivio.

—No estaba corriendo —dijo—. Será mejor que nos vayamos a la cama enseguida. Mañana hay mucho que hacer.

—Pues b-buenas noches.

—Buenas noches, Jiminee.

Hubert entró en la habitación que compartía con Dunstan. Entonces, la excusa que le había dado a Jiminee para justificar por qué se había echado a correr—«mañana hay mucho que hacer»— se desplomó sobre él con todo su peso. Volvió a sentir esa opresión que había experimentado en la cocina. ¿Qué iban a hacer?

La luz de la luna atravesaba el dormitorio. Hubert vio un trozo de papel sobre su almohada. Lo abrió. La luna brillaba con tal fuerza que lo pudo leer. La nota decía: «Nos vemos en la habitación de Madre a las 7. Elsa».

Mientras se desvestía y se metía en la cama, se consoló pensando que ya decidirían lo que hacer por la mañana. A Elsa se le daba bien tomar decisiones. Se acercó la mano a la cara y, antes de caer dormido, notó en los dedos el aroma a lavanda del jabón de Madre.

6

Elsa se había levantado antes que él. Estaba de pie junto a la ventana cuando Hubert entró. Se dieron los buenos días en voz baja. Ella ya había ordenado la habitación. Ahora Madre estaba tumbada boca arriba en la cama; tenía la cabeza cubierta por la sábana y su brazo ya no sobresalía. Una lanza de luz amarilla se dibujaba en la pared sobre el lecho. Hubert apartó la mirada. El aroma veraniego de la mañana temprana llenaba la habitación.

—¿Y bien? —dijo al fin.

—Estaba esperando a que llegaras. He encontrado la llave del escritorio. —Se la mostró en la palma de la mano.

—¿Dónde la has encontrado?

Elsa negó con la cabeza.

—Voy a abrirlo.

—Pero, Elsa… —Vaciló; nadie había visto nunca qué había en el interior de ese mueble.

—Pero… ¿qué?

—¿No sería mejor esperar?… Quiero decir, ¿de verdad crees que debemos hacerlo?

Ella se volvió hacia el escritorio e introdujo la llave en la cerradura.

—¿Por qué no? Tenemos que averiguar algunas cosas, ¿no?

—Sí, pero… Creo que deberíamos dejarlo para… Para quien sea…

—¿Quien sea, Hu?

—A quien sea que se lo contemos… Lo de Madre.

La expresión de Elsa era firme.

—No vamos a contarle a nadie lo de Madre.

Hubert abrió la boca. Recorrió la habitación con la mirada. Ninguno de los niños se había atrevido jamás a discutir con Elsa cuando ella ponía ese gesto rígido. Entonces miró el bulto blanco de la cama y se recompuso.

—Tenemos que decírselo al médico. Eso es lo que se hace cuando alguien muere. Tenemos que decírselo al médico.

—Al médico —replicó Elsa con desdén; aun así, no giró la llave—. ¿A qué médico?

—No sé. —Hubert frunció el ceño—. Sí, ya sé. Al del final de la calle, el de la esquina, el que tiene ese letrero de latón. «Dr. Joshua Meadows». Eso pone. Significa que es médico, ¿no? Se lo diremos a él.

—¿Crees que Madre querría que avisáramos a un médico?

—Pues… —No, Hubert sabía que no. Acudieron a su mente esas palabras que había oído tantas veces: Médicos… Si no puedes mantenerte viva sin recurrir a sus mejunjes y a sus bobadas, más te vale morirte—. Tenemos que decírselo a alguien, Elsa. ¿Y el funeral qué?

—No habrá funeral, Hubert.

—Pero tiene que haber funeral. Tiene que haberlo.

Elsa inspiró profundamente.

—No habrá funeral. Y no se lo diremos a ningún médico. Nadie lo sabrá, excepto nosotros.

—No podemos mantenerlo en secreto —susurró Hubert.

—Sí que podemos. Lo tengo todo pensado. Nos las hemos arreglado mientras Madre ha estado enferma, ¿no? Pues también nos las arreglaremos ahora. ¿No tienes fe, Hu?

Él bajó la mirada. Repasó lentamente el patrón descolorido de la alfombra con la punta del zapato.

—Sí —murmuró—, claro que sí. —Por unos momentos, las ordenadas curvaturas de la alfombra lo absorbieron por completo. Luego se enderezó y miró a su hermana—. Está bien, ábrelo.

Elsa giró la llave y bajó la tapa del escritorio. Ambos se quedaron mirando aquel despliegue de cajones y casilleros.

—Ahí está la libreta de ahorros —dijo Hubert.

Elsa asintió; metió la mano en el casillero y la sacó. Pasó las páginas hasta que llegó a la última entrada.

—Saldo —leyó—: cuatrocientas treinta y tres libras, seis chelines y tres peniques.

—Eso es un montón de dinero —comentó Hubert.

—No, no lo es —dijo Elsa—. No nos duraría mucho. Además, son ahorros. Dinero para los malos tiempos. Yo ya sabía que estaba ahí. Lo vi cuando Madre me mandó a buscar el dinero a la oficina de correos.

—¿Y estos… son malos tiempos, Else?

Ella no contestó, sino que metió la mano en el escritorio y sacó un fajo de papeles. Les quitó la goma elástica, tomó el papel que los cubría y lo extendió sobre el escritorio para que pudieran leerlo.

—Señora Violet E. Hook, residente en el 38 de Ipswich Terrace —leyó en voz alta—. Le remitimos el cheque adjunto por valor de cuarenta y una libras, trece chelines y cuatro peniques, que representa el pago para el mes de abril de su renta anual, contratada con nosotros.

—¿Qué significa eso? —preguntó Hubert.

—Pues significa que Madre recibe este dinero todos los meses.

—¿Qué es un cheque?

—Es un trozo de papel, solo que en realidad es dinero. Pones tu nombre en el reverso, lo llevas al banco rojo de la calle Marlowe y te dan dinero. Dinero de verdad. El mes pasado y el anterior Madre me dejó hacerlo. Por eso lo sé.

—Entiendo —dijo Hubert.

Pero en realidad no lo entendía. Cuarenta y una libras… Eso era un montón de dinero. Nunca había visto tanto junto. Era diferente a las sumas que te mandaban hacer en la escuela. Esto era de verdad. Pensó en su paga semanal: él y Dunstan recibían un chelín; Elsa, dos; Diana, uno con seis; Jiminee, nueve peniques; y Gerty y Willy, seis peniques cada uno. Si sumaba todo eso, no llegaba ni a una libra, y aquí había cuarenta y una.

—¡Somos ricos! —exclamó.

Elsa levantó la vista de un manojo de cartas atadas con una cuerda que acababa de sacar del escritorio.

—No, no lo somos. Somos pobres, eso decía Madre. Por eso vamos a la escuela pública. Madre decía que en realidad no deberíamos ir allí; que a su padre no le habría gustado, eso decía. Pero es lo que hay porque somos pobres. No somos ricos, sácate esa idea de la cabeza, Hubert. —Le dio la vuelta al fajo de cartas que tenía en la mano—. Mira esto.

Hubert echó una ojeada por encima del hombro de Elsa. Una parte de la carta superior quedaba a la vista. La leyó silabeando: «… a dejarlos de piedra. Así que todos ponemos al mal tiempo buena cara, pero estamos preparados para salir corriendo a la primera de cambio. Para largarnos, claro. Las chicas de por aquí se cubren con grandes mantas marrones, hasta la jeta. No se distingue la parte de delante de la de atrás. No me extraña que no se vean niños por aquí. Tengo el ánimo por los suelos, pero no tienes que preocuparte por tu siempre fiel…». La caligrafía era grande, pero clara y fácil de entender. Elsa empezó a sacar la carta del fajo. Pero vaciló.

—Quizá no deberíamos seguir leyendo.

—No —dijo Hubert—, es privado, ¿verdad?

Elsa miró el paquete.

—Sí, debe de ser privado. De todos modos, no tiene mucho sentido.

Dobló con un dedo la parte sobresaliente de la carta para ojear la otra cara del papel. Tan solo se veía el encabezado superior derecho, con la anotación: «89216 L/C Hook C. R.».

—¿Hook? —dijo Hubert—. Debe de ser un pariente de Madre.

Sin responder, Elsa metió otra vez la carta bajo el cordel y devolvió el fajo al casillero.

—Espera un momento, Else —dijo Hubert—. Vamos a mirarlo más despacio.

—Es privado, Hu, tú mismo lo has dicho.

—Pero… pero podría ser importante. L/C… ya lo entiendo. Quiere decir «soldado de primera», y C. R. son las iniciales de su nombre. C. R. Hook. C. R. H. ¡Anda! —dijo entusiasmado—. Eso es lo que pone en el reloj, Else, ¡eso es lo que pone en el reloj!

—¿Qué reloj?

—El reloj de Madre, por supuesto. No me digas que nunca lo has visto. —Corrió hasta la mesita de noche y volvió con el objeto—. Aquí está. —Y le mostró a Elsa la inscripción de la carcasa.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Cómo sabías que eso estaba ahí?

—No te fijas mucho en las cosas, ¿verdad, Else?

—Claro que me fijo. ¿Cómo puedes decir eso? Me he fijado en la libreta de ahorros, ¿no? Y en las cartas y en el cheque, y entiendo todo lo que tiene que ver con el cheque… Me he fijado en todas esas cosas, ¿o no? —Lo desafió, a punto de encolerizarse.

Hubert se dio cuenta de que no estaba asustado. En cambio, notaba una sensación extraña, algo que, de algún modo, guardaba relación con Jiminee. Dudó, preguntándose de qué podría tratarse. Luego dijo:

—Claro que sí, Elsa. No quería decir eso… Claro que te fijas en las cosas.

—¡Pues eso! —replicó ella, todavía con tono ofendido.

—¿Pero no lo ves? C. R. H… debe de ser un pariente de Madre…, un pariente nuestro. Podría ser el hermano de Madre.

—Madre no tenía hermanos.

—Pues entonces un tío, o un primo. Significa que tenemos a alguien, Elsa, ¿no lo ves?

—No te pongas dramático, Hu —replicó ella, con un dejo de superioridad en la voz—. No es un tío ni un primo ni nada por el estilo. Si tanto te interesa saberlo, ¡es el marido de Madre!

—¡Su marido! —susurró Hubert. Se quedó paralizado, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado—. Su marido —repitió. Levantó la vista; afuera, en el jardín, las copas de los manzanos se agitaban bajo una leve brisa—. Pero, Else, ¡eso significa que tenemos padre! —Una oleada de entusiasmo burbujeó en su pecho, se elevó y estalló—. ¡Padre! ¡Padre! Tenemos a alguien, Else. ¡Tenemos padre!

Ella respondió con brusquedad:

—No. No lo tenemos.

Hubert se quedó helado.

—¿Quieres decir que él también está muerto?

Ella apretó los labios.

—¡Ojalá!

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Eso es lo que decía Madre. Me lo contó cuando estaba enferma. No quería tener nada que ver con él. Él no se quedó a su lado. Se fue de casa. Madre decía que era un granuja. No un caballero.

—Pero es nuestro padre. Seguro que ahora sí quiere vernos. Seguro que nos quiere, ¿verdad? ¿Verdad, Else?

—Es inútil, Hubert. Madre decía que él nunca ha querido a nadie, excepto a Charlie Hook. Nunca nos ha visto, así que ¿cómo va a querernos?

—¡Pero seguro que nos quiere! ¡Seguro que sí!

—¡Hubert! Estás haciendo castillos en el aire. No nos quiere y no le apetece vernos. Eso es lo que hay. Sabía que no te lo tenía que haber dicho. Se supone que tú eres el más pragmático.

Hubert se acercó lentamente a la silla de mimbre que había junto a la mesa y se sentó. Bajó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Poco después sintió los brazos de Elsa alrededor de sus hombros y la mejilla de su hermana apoyada contra su coronilla.

—No llores, Hu —le dijo en voz baja. Él se apretó los ojos con los puños—. Te quiero, Hu. No llores. Nos tenemos el uno al otro. Nos tenemos los unos a los otros.

Él notaba la garganta oprimida, como si tuviera dentro un montón de pesados diamantes que quisieran ahogarlo. Poco a poco, esa sensación fue disminuyendo. Dejó caer las manos y abrió los ojos, esperando a que los destellos remitieran.

—Estoy bien —dijo al fin.

Se levantó, con el brazo de Elsa todavía alrededor de sus hombros.

—¿Nos ponemos manos a la obra?

Empezaron a sacar papeles; en su mayoría, recibos metidos de cualquier manera en los cajones, entre trozos de cordel, clips y viejos sellos de a un penique. Las únicas cartas que encontraron eran de vendedores. Un paquete, atado con tanto cuidado como las cartas de Charlie Hook, tenía una etiqueta, «Sermones de Padre», y contenía cuartillas amarillentas, cubiertas con una letra tan pequeña que resultaba indescifrable. El casillero central estaba vacío, a excepción de un sobre alargado, en el que Madre había escrito «Mi testamento». Elsa le dio la vuelta. No estaba cerrado.

—Podemos, ¿verdad? —preguntó.

Hubert asintió.

—Sí, creo que sí. —En el jardín se oía el arrullo de una paloma.

Elsa sacó del sobre una sola hoja de papel y empezó a leer.

—Escucha —dijo—: «Última voluntad y testamento.