Cada noche - Arlene James - E-Book
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Cada noche E-Book

ARLENE JAMES

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Beschreibung

Era como un cuento de hadas... o casi. Zach Keller, un hombre valiente y encantador, acababa de pedir en matrimonio a la pequeña y pobre Jillian Waltham. El problema era que la proposición no era más que una formalidad: el atractivo guardaespaldas había prometido proteger a Jillian con su propia vida, y la única manera de mantenerla a salvo era tenerla a la vista noche y día. Zach se había prometido a sí mismo no sucumbir a los encantos de su prometida y recordar que aquel matrimonio solo era una manera de simplificar la situación. Pero las cosas estaban empezando a írsele de las manos y Zach acabó preguntándose si no sería posible que aquel cuento se hiciese realidad...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Deborah Rather

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cada noche, n.º 1454 - abril 2021

Título original: Glass Slipper Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-550-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DOS rebanadas de pan, ligeramente tostadas y untadas con mostaza. Pechuga de pavo ahumada, cortada en lonchas muy finas y un trozo de roast beef, hojas de lechuga iceberg y romana. Tomate, con un poquito de sal. Sin queso. Dos aros de cebolla y un trocito de pimiento picante. Y, como toque final, aceitunas negras en rodajitas y unas gotas de vinagre de vino.

Jillian colocó la segunda rebanada de pan sobre el gigantesco bocadillo y lo envolvió en papel de cera antes de guardarlo en la bolsa de papel marrón con el nombre del restaurante. Añadió una bolsa de patatas fritas recién hechas, una manzana roja y brillante y una chocolatina de menta, que él comería antes del bocadillo, no después. Dejando la bolsa sobre el mostrador, se lavó las manos, se quitó el mandil blanco y se estiró la falda gris del uniforme. Después de colocarse las gafas sobre la nariz, se aseguró de que la cinta que llevaba en el pelo lo mantenía apartado de su cara.

Suspirando, se miró al espejo. Aunque sabía perfectamente lo que iba a ver. Con un metro setenta y ocho de altura y apenas cincuenta y cinco kilos de peso, el uniforme le sobraba por todas partes. Y con aquellos enormes ojos azul pálido, el pelo corto color caramelo y la barbilla un poco puntiaguda, parecía más un duende que una mujer.

Pero Zachary Keller, propietario de la compañía de seguridad que había en el séptimo piso del edificio, no iba a fijarse en su aspecto, de eso estaba segura.

Dudaba de que, en las siete semanas que llevaba trabajando en el restaurante, él se hubiera fijado en ella una sola vez, a pesar de que le había preparado aquel mismo bocadillo al menos veinte veces. Pero en aquel momento necesitaba su ayuda. Tenía que convencerlo para que aceptase proteger a Camille.

Daba igual que le temblaran las rodillas cada vez que lo veía. Cualquier hombre alto, fuerte, de ojos verdes, pelo oscuro y facciones esculpidas la ponía nerviosa. Aunque ninguno de ellos se hubiera fijado nunca en ella. En la que se fijaban era en Camille. La rubia y guapísima Camille, su única familia, su admirada hermana mayor.

Jillian le hizo una seña al encargado pidiéndole permiso para salir del mostrador y el hombre le hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Con la bolsa en la mano, salió del restaurante y se dirigió hacia los ascensores del vestíbulo. Tess, una de sus compañeras, dejó de limpiar la mesa que acababan de abandonar dos secretarias del edificio y levantó la mirada.

–¡Vamos, chica! ¡A por él! –la animó, con una sonrisa.

Jillian sonrió y cruzó los dedos. Todas las mujeres del edificio estaban enamoradas del atractivo Zachary Keller. Su sonrisa, sus músculos y sus enigmáticos ojos verdes eran de ensueño, aunque su secretaria, Lois, una mujer de más de cincuenta años, les había dicho que no salía a menudo con mujeres. Algunas chicas imaginaban que habría sufrido una desilusión amorosa, incluso que tenía el corazón roto.

Jillian entró en el ascensor y apretó el botón de la séptima planta.

Zach levantó los ojos de las notas que estaba dictando cuando su secretaria llamó a la puerta del despacho. Después de apagar la grabadora, carraspeó y se colocó en posición, apoyándose en el respaldo de la silla y colocando un pie sobre la mesa.

–¿Sí?

La puerta se abrió y la cara de su secretaria apareció en el umbral.

–¡La comida! –anunció alegremente.

Zach levantó una ceja y miró la esfera negra de su reloj.

–Un poco pronto, ¿no?

Como siempre, Lois no le estaba prestando la mínima atención. En lugar de eso, hablaba con alguien al otro lado de la puerta. Zach suspiró con resignación y colocó los dos pies sobre la mesa. Con las manos sobre el cinturón, observaba las puntas de sus botas vaqueras, esperando que su secretaria se dignase decirle con quién estaba hablando. Unos segundos más tarde, una mujer alta y delgada, con gafas y vestida con un horrible uniforme gris, entró en su despacho con una bolsa del restaurante que había en los bajos del edificio. Zach tardó unos segundos en identificarla. La había visto algunas veces, pero no se había dado cuenta de que era tan alta. Tenía una cara simpática, pero estaba casi escondida por aquellas espantosas gafas. Siempre había creído que era corta de vista y que las gafas distorsionaban el tamaño de sus ojos porque no podían ser tan grandes.

–Hoy no he pedido nada –dijo él, amable, pero disciplente.

–Lo sé –admitió ella con un hilo de voz–. Es un soborno.

Zach casi lanzó una carcajada, pero la seria expresión de ella lo obligó a contenerse.

–Se puede sobornar a un policía, pero yo ya no lo soy, señorita…

–Waltham. Se llama Jillian Waltham –intervino Lois–. Jilly, te presento a mi jefe, Zachary Keller. Jilly tiene un problema, jefe. Es la clase de problema que usted puede resolver y le prometí que la ayudaría.

Otro de los casos de Lois, pensaba Zach. Por alguna razón, aquello lo irritó, aunque no le había pasado antes. Nunca le daba la espalda a alguien que lo necesitase. En general, eran mujeres maltratadas por sus novios o maridos, aunque sus mayores clientes eran celebridades que necesitaban protección. A veces, cuando no tenía muchos casos, organizaba la seguridad en conferencias importantes, banquetes y cosas por el estilo, pero prefería trabajar por su cuenta, ayudando a gente con problemas y cuyas vidas, algunas veces, estaban en serio peligro. Y, sin embargo, por alguna razón, no le apetecía conocer el problema de aquella mujer. No le apetecía, pero tendría que hacerlo.

Zach bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia adelante con una sonrisa en los labios.

–Muy bien, Jillian Waltham. Siéntese y cuénteme su problema.

–Había pensado pedir una cita, pero pensé que tardaría semanas en dármela –dijo ella, dejando la bolsa sobre la mesa antes de sentarse.

–No importa –dijo Zach, sacando el contenido de la bolsa–. Siempre intentamos acomodarnos a las necesidades de los clientes.

–Lo he hecho como a usted le gusta –sonrió ella, indicando el bocadillo.

Él la miró sin decir nada. Le sorprendía ver que, detrás de aquellas horribles gafas había una mujer muy guapa. Parecía un duende. De hecho, si tuviera las orejas puntiagudas, sería igual que las princesas de los cuentos de hadas que le gustaban a sus sobrinos. Y los ojos eran, en realidad, enormes, no era una distorsión de las lentes. Mirándola más de cerca, dudaba de que realmente necesitara usar gafas en absoluto. Por alguna razón, aquello también lo irritó. ¿De qué se estaba escondiendo aquella chica? ¿De quién se estaba escondiendo?, se preguntaba.

Zach había aprendido por experiencia que algunos hombres que maltrataban a sus mujeres conseguían que éstas se despreciaran a sí mismas. Era como si quisieran esconder lo que, una vez, les había atraído. Las mujeres víctimas de esos abusos solían creer que eran feas y poco deseables y no hacían nada para arreglarse. Zach se preguntaba quién habría convencido a Jillian Waltham de que no era atractiva.

–¿Está casada?

–No –contestó ella, un poco sorprendida.

–¿Ha estado casada alguna vez?

–No –repitió ella.

–Entonces, es su novio –concluyó Zach–. La maltrata, pero no la deja que se marche, ¿no? Lo he visto un millón de veces.

Jillian se colocó las gafas sobre la nariz y lo estudió durante unos segundos. De repente, comprendió lo que estaba pensando y se echó a reír sin darse cuenta. Era un sonido suave, como de campanillas y parecía mágico. En aquel momento, no le parecía guapa en absoluto. Le parecía preciosa.

Y sabía por qué.

Serena.

Jillian Waltham se parecía a Serena.

Zach tuvo que ahogar inmediatamente la emoción que lo embargaba cada vez que pensaba en Serena. Habían pasado casi cinco años y el recuerdo de su muerte seguía inúndandolo de dolor. Haciendo un esfuerzo, apartó de sí esos pensamientos e intentó escuchar a Jillian Waltham.

–No es mi novio –dijo ella–. Es el de mi hermana.

–El de su hermana –repitió él.

–A lo mejor la conoce. Camille Waltham, del canal 3.

Camille Waltham, del canal 3. Su hermana. Le sonaba. En aquel momento recordó: Camille Waltham, una rubia de belleza convencional, muy arreglada y con un maquillaje siempre perfecto. Le parecía estar oyendo su voz: «Camille Waltham, para el canal 3. Gracias por elegir esta cadena». Entonces no era uno de los casos de Lois, sino una cliente de verdad. Una famosa periodista. Zach abrió el cajón y sacó un cuaderno en el que se dispuso a tomar notas.

–¿Alguien está amenazando a su hermana?

–En realidad, no la está amenazando. Más bien la acosa.

–¿Cuándo empezó exactamente?

–Cuando mi hermana rompió con él. Janzen es de los que no acepta un «no» por respuesta. Es como un reto. Le han dicho que no y él tiene que conseguir lo que quiere, sea como sea.

–Tiene que darme un día, señorita Waltham.

–¿Un día? –preguntó ella, sorprendida.

–Sí.

–Pues… bueno, me parece bien, pero creo que tardará algo más de un día en averiguar dónde está Janzen…

En ese momento, Zach se dio cuenta del equívoco y tuvo que contener una carcajada.

–No, me refiero a que necesito que me diga el día exacto en que ese Janzen empezó a acosar a su hermana.

–¡Ah, se refería a eso! –rió ella, poniéndose colorada–. Creí que… qué tonta. Rompieron hace dos meses, el 8 ó 9 de mayo. Camille podría decirle la fecha exacta.

–¿Y por qué estoy hablando con usted, en lugar de con su hermana?

–Porque Camille no tiene tiempo –explicó Jillian–. Cuando no está en la televisión, está en reuniones o fiestas de trabajo.

Zach conocía muy bien aquellas fiestas llenas de famosos.

–Muy bien, señorita Waltham. Vamos a empezar por el principio.

–Jillian –corrigió ella. Él asintió con la cabeza–. O Jilly, si lo prefiere.

Él no lo prefería. El diminutivo la rebajaba.

–¿Puede empezar por el principio y explicarme exactamente por qué está aquí, señorita Waltham?

Jillian se puso colorada y Zach se dio cuenta de que se sentía herida. Eso, inexplicablemente, le dolió también a él. Debería explicarle que eran sus normas con los clientes, pero no lo hizo.

–Todo empezó con la ventana rota –dijo ella por fin–. Camille dice que fue un accidente y es posible que lo fuera. Janzen es bastante patoso y es posible que la rompiera mientras estaba pintándola.

–¿Estaba pintando una ventana?

–Estaba pintando palabras.

–Estaba pintando palabras –repitió él, sin dar crédito a sus oídos–. ¿Y qué palabras eran esas?

–No lo sé –se encogió ella de hombros–. No pudimos leerlas porque se rompió.

–¿La ventana se rompió?

–Sí.

Zach apoyó los codos en los brazos del sillón y se puso los dedos en las sienes.

–De modo que su hermana rompió con Janzen, su novio, y él se puso a escribir palabras en su ventana, pero se rompió y nadie sabe qué había escrito.

–Sólo te.

–¿Quiereun té?

–No. La palabra «te». Se podía leer «te».

–Ese Janzen escribió la palabra «te»–repitió él.

–Exactamente.

–¿Y qué cree que había escrito: Te voy a matar, Te odio? –preguntó. Ella se encogió de hombros–. ¿Pero cree que era una amenaza?

–Yo creo que sí.

Aquello no iba a ninguna parte.

–Mire, me parece que lo mejor será que hable con su hermana.

–¡Gracias! –exclamó Jillian, abriendo sus enormes ojos azules–. Estoy muy preocupada por ella.

–De acuerdo. ¿Quiere que la llame?

–No hace falta –dijo Jilllian–. Puede venir a las seis.

–¿Ir dónde?

–A casa de Camille.

–¿Quiere que vaya a su casa a las seis?

–¿No puede?

En realidad, sí podía. Solía ir a visitar albergues de mujeres maltratadas y comisarías de policía y también podía ir a ver a aquella Camille antes de ir a cenar a casa de su hermano. Entonces, ¿por qué estaba buscando excusas?, se preguntaba.

–De acuerdo. Dígame la dirección –suspiró. Jillian le dio una dirección al norte de Dallas y él la anotó en su cuaderno–. ¿Su hermana estará esperándome?

–Por supuesto.

–Muy bien.

Jillian se levantó del sillón y se estiró la falda del uniforme.

–No sé cómo darle las gracias, señor Keller.

–No es necesario –dijo Zach–. Y gracias por el almuerzo.

–De nada –sonrió ella, dirigiéndose hacia la puerta.

–Jillian –llamó él entonces, tuteándola sin saber por qué.

–¿Sí? –preguntó ella, volviéndose sorprendida.

–Quería explicarte por qué no te he tuteado.

–No se preocupe. No importa –dijo ella, poniéndose colorada de nuevo.

–La verdad es que… tengo esa norma de trato con los clientes. Pone distancia entre ellos y yo, y así es más fácil trabajar. Pero, en tu caso, haré una excepción.

–No es necesario.

–Al fin y al cabo, eres amiga de Lois.

–De acuerdo –sonrió ella antes de salir.

Cuando se quedó solo en el despacho, pensó que, en realidad, ella no era una cliente. Su hermana podría serlo, pero no Jillian. En cualquier caso, no sabía por qué le estaba dando tanta importancia al asunto.

Era porque se parecía a Serena, sin duda. Aunque, en realidad, no se parecía. Quizá en la estatura y el cuerpo de modelo, pero en nada más. Era un extraño parecido, algo que no podía entender. Y que lo irritaba.

Serena había tenido una cara de rasgos perfectos, enmarcada por una larga melena de color castaño, ojos verdes y labios generosos. Aquella cara había vendido todo tipo de cosméticos. Pero lo mejor de Serena había sido su corazón. Era una de esas mujeres cuya belleza exterior podía compararse con la interior. Y había muerto, asesinada por un fan obsesionado con ella. Tan obsesionado como lo había estado un joven e inexperto policía que había creído ser capaz de protegerla por los medios habituales. Cinco años más tarde, sabía que no era así.

El sistema de seguridad de la policía para esos casos incluía demasiado papeleo y no era en absoluto efectivo. Las manos de la policía estaban atadas por un montón de reglas que a él le parecían absurdas. Ser un profesional de la ley y el orden era un trabajo honroso y noble, pero la muerte de Serena lo había convencido de que podía hacer más como guardaespaldas privado que como policía. Y había tenido razón. Ese era el único bálsamo para su dolor.

Entonces, ¿por qué se mostraba reticiente a aceptar aquel caso? Jillian Waltham no era la víctima y posiblemente, ni siquiera volvería a verla. Si aceptaba el caso estaría protegiendo a su famosa hermana y lo haría por dinero. De modo, que estaba decidido. Iría a casa de Camille Waltham e intentaría averiguar algo sobre aquel ex-novio que la acosaba.

Quizá Jillian había desorbitado el asunto. Ella misma había dicho que Camille creía que lo de la ventana había sido un accidente. Hablaría con su hermana y no volvería a pensar en aquella chica con carita de duende.

Zach casi se echó a reír. ¿En qué estaba pensando?, se decía, mientras le quitaba el envoltorio al bocadillo y se disponía a comer con los pies cómodamente colocados sobre la mesa.

 

 

Cuando ella abrió la puerta y le sonrió, el estómago de Zach dio un vuelco. Los anchos pantalones caqui y la camiseta roja no eran un atuendo más exquisito que el uniforme y, sin embargo, había mejorado mucho.

–Jillian, no pensaba encontrarte aquí.

–¿No le había dicho que vivo aquí?

–Pensé que ésta era la casa de tu hermana.

–Y es su casa. Vivo con ella desde que murieron nuestros padres –explicó ella. Estupendo, pensaba Zach, pasándose la mano por el cuello–. Pase.

–Gracias –murmuró él. No tenía ninguna excusa para marcharse y entró en un vestíbulo pintado de blanco, con ventanas emplomadas y una lámpara de hierro y cristal que parecía sacada de algún museo de arte moderno. Zach siguió a Jillian hasta un salón decorado en colores crema y verde pálido y ella le indicó que se sentara en uno de los inmaculados sofás mientras abría un pequeño bar.

–¿Quiere beber algo?

–No, gracias. No me gusta demasiado el alcohol.

–A mí tampoco –dijo ella, abriendo una pequeña nevera llena de refrescos–. Pero me gustan los refrescos con cafeína.

–En ese caso, yo tomaré otro.

–¿Quiere un vaso, señor Keller?

–No hace falta –dijo él–. Y llámame Zach. Habíamos decidido tutearnos, ¿recuerdas? –añadió, sonriendo. Jillian sacó dos botes de coca-cola y le ofreció uno, sentándose a su lado en el sofá–. Gracias.

–Camille llegará enseguida –dijo ella–. Esta noche asiste a no sé qué gala y ha tenido que salir a comprar un vestido.

–Dices que vives con tu hermana desde que murieron vuestros padres.

–Sí. Mis padres murieron en un accidente de barco cuando yo tenía once años. Camille tenía diecisiete entonces y su madre y ella me acogieron en su casa.

–¿Su madre? Creí que Camille era tu hermana.

–Y lo es. Bueno, en realidad, es mi hermanastra. Tenemos el mismo padre y diferente madre –explicó Jillian, colocando las piernas sobre el sofá. Tenía los pies desnudos y Zach no pudo evitar observar que eran finos, con el empeine alto y las uñas cuidadas.

–Si la madre de Camille te crió desde que tenías once años, es casi como si fuera tu madre, ¿no? –dijo él, para apartar la atención de aquella parte de la anatomía femenina que tanto parecía atraerlo de repente.

–En realidad, no –contestó Jillian. Aquella chica estaba llena de contradicciones, se decía Zach–. La verdad es que Camille es más una figura materna que una hermana para mí. No es que Geraldine fuera mala, pero claro, mi padre la dejó por mi madre, que era su secretaria, y nunca me ha mirado como a una hija sino como a la hermanastra de Camille.

–Me imagino que debió de ser un poco incómodo vivir con la ex-mujer de tu padre.

–Nos hemos acostumbrado con el tiempo.

–¿Quieres decir que seguís viviendo las tres juntas?

–Sí. Pero ahora en casa de Camille. Geraldine se vino a vivir con nosotras cuando murió su último marido –explicó Jillian, inclinándose hacia él como para hacerle una confesión–. Se ha casado tres veces.

El pasado de aquella chica parecía sacado de una película. Los padres de Zach habían estado casados durante treinta y seis años y vivían felizmente en Montana. Con un hermano mayor y otro más pequeño, los dos casados, los dos policías, él era el más original de la familia Keller.

–¿No tienes ningún pariente más?

–Tengo un par de primos en Wisconsin. Mi tío vivía cuando murió mi padre, pero estaba incapacitado y mi tía no podía acogerme en su casa. Si no hubiera sido por Camille, me habrían enviado a un orfanato.

–Entonces, ella es lo único que tienes –murmuró él.

–Sí. Y no puedo dejar que le ocurra nada malo.

En ese momento, oyeron el ruido de una puerta que se cerraba de golpe y un furioso taconeo por el pasillo.

–¡Jilly!

Jillian se levantó del sofá.

–¡Estamos en el salón, Camille!

–¿Estamos?

–Zachary Keller y yo.

–Dile que suba a mi dormitorio –volvieron a oír la voz de Camille.

¿A su dormitorio?, pensaba Zach, perplejo. Jillian lo miró, como pidiéndole disculpas.

–Es que está muy ocupada.

–Quizá debería volver en otro momento.

–¡No! Por favor, al menos habla con ella.

Le hubiera gustado marcharse, pero no podía mirar aquellos enormes ojos de gacela y decirle que no.

–Si estás segura de que tiene tiempo –asintió él, tomando un último trago de coca-cola.

–Sígueme.

Jillian salió del salón y lo guió hasta un pasillo. Pasaron por delante de otro salón y de un comedor y llegaron a una enorme cocina. Desde allí, salieron a otro pasillo que parecía interminable y llegaron hasta una puerta… tras la que los esperaba el caos.

Zach tuvo tiempo de ver muebles de estilo, una enorme cama y el suelo cubierto por una moqueta blanca antes de que el ritmo frenético de varias personas moviéndose por todas partes lo marease.

Una mujer alta y delgada iba hacia la cama con un vestido colgado de una percha, un hombre con una coleta daba saltos con una maleta en la mano y una rubia bajita con la piel artificialmente estirada y vestida con un caro traje rosa pasaba a su lado dándole órdenes a todo el mundo.

–Ten cuidado con esas medias de seda –estaba diciendo–. Que alguien busque los zapatos y el bolso de satén azul… No, eso déjalo, yo sacaré los zafiros.

–¿Alguien ha comprado las flores? –preguntó un hombre vestido de esmoquin que, sentado en un sillón, leía tranquilamente una revista.

–Yo tengo las flores –dijo otra mujer, entrando en ese momento en la habitación–. Y el maquillaje.

–¡Gracias a Dios! –exclamó el hombre de la coleta, prácticamente arrollando a Zach para tomar el neceser. El del esmoquin ni siquiera se inmutó.

–¿Qué hago con este vestido? ¿Lo devuelvo o lo dejo aquí, por si acaso?

–Déjalo aquí –contestó la mujer rubia sin mirarla.

–¡Por favor, Camille, tengo que peinarte!

–¿Alguien sabe a qué hora llega la limusina? –preguntó el del esmoquin.

Jillian se puso las manos sobre la boca a modo de micrófono.

–¡Camille!

–¿Por qué gritas, Jilly? –preguntó la mujer de la piel estirada–. ¿Es que no ves que tu hermana está ocupada?

–¡Camille! –insistió Jillian, como si no la hubiera oído.

–Tengo que arreglarte el pelo, Camille. Y no hay tiempo –insistía el hombre de la coleta.

–Me muero de sed –se quejó el del esmoquin.

–Ahora te traigo un vaso de agua –dijo la mujer del neceser–. Pero antes tengo que encontrar el bolso.

–¡Camille! –volvió a llamar Jillian, entre todo el barullo.

Todos la ignoraron, incluída la rubia, que estaba colocando un collar de zafiros junto a unos pendientes sobre la cama. Zachary decidió que ya era suficiente y, colocándose dos dedos en la boca, lanzó un silbido que dejó helados a todos los miembros de aquel circo.

–Tengo una cita con Camille Waltham –anunció en un tono que exigía atención y obediencia–. ¿Quién de ustedes es ella?

La gente empezó a apartarse, abriendo un pasillo en el centro de la habitación y, en ese momento, Zach vio, sentada frente a un espejo, a una mujer de aspecto frágil y rasgos de porcelana. Su largo cabello rubio parecía un halo alrededor de su cara. Era más pequeña de lo que había creído y parecía vulnerable con aquella bata de raso azul, demasiado grande para ella. Camille lo miró de arriba abajo con sus brillantes ojos azules y sonrió.

Tenía los mismos ojos que su hermana y la misma sonrisa celestial.

De modo, que sus problemas se multiplicaban por dos, pensaba, intentando decidir si era demasiado tarde para salir corriendo.