Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un GRUPO DE INTELIGENCIA DE LUCHA CONTRA EL NARCOTRÁFICO, liderado por el comisario Gil de la Policía de Mendoza, que había sido entrenado por la DEA Norteamericana, tiene como misión llevar a cabo largas y pacientes investigaciones para documentar, conforme a derecho, las actividades clandestinas de los cabecillas del narcotráfico, sacando a la luz sus contactos, sus conexiones económicas en la provincia y fuera de ella. Buscarán reunir una batería de pruebas contundentes que permitan su encarcelación. Casualmente les llega una información que resultará la punta de algo importante, que el autor nos lleva a vivir intensamente, ambiciones, pasiones y traiciones. El mundo oscuro de un sicario y el sacrificio, sin medida, de los policías. El autor sitúa al lector en forma alternativa: "partido legal" por un lado y "partido delincuencial" por otro lado. Es un juego de guerra a dos partidos. Viviremos el reclutamiento, entrenamiento y empleo de un Agente Encubierto y también la sutil actividad de los "Oficiales de Red". Recomendamos tener en cuenta que los hechos relatados están ambientados en la segunda mitad de la década del '90 y toda su trama, nombres y personajes es producto de la ficción y nada tiene que ver con la realidad.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 377
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Pedro Villavicencio
Villavicencio, Pedro Canario Blanco / Pedro Villavicencio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2820-9
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
PRÓLOGO
A LOS LECTORES
CAPÍTULO I: ¿Pescado podrido?
CAPÍTULO II: Una mujer peligrosa
CAPÍTULO III: Analizando la información
CAPÍTULO IV: Curioso pasado de un narco
CAPÍTULO V: Reunión con el jefe de Policía
CAPÍTULO VI: Enlace radial clandestino
CAPÍTULO VII: Impulsando las primeras investigaciones
CAPÍTULO VIII: Urdiendo una traición
CAPÍTULO IX: Enlace en “Madrid”
CAPÍTULO X: Un actor desconocido
CAPÍTULO XI: Primeras sospechas de Albornoz
CAPÍTULO XII: Provincia de Salta (Invierno de 1995)
CAPÍTULO XIII: Mansión de Albornoz en Chacras de Coria (Invierno de 1995)
CAPÍTULO XIV: Contactos en la mansión (Invierno de 1995)
CAPÍTULO XV: Ciudad de Salta (Invierno de 1995)
CAPÍTULO XVI: Refugio secreto del Grupo Especial (Invierno de 1995)
CAPÍTULO XVII: En algún lugar de Godoy Cruz - Mendoza finales del invierno de 1995)
CAPÍTULO XVIII: Cita en “Europa” (finales de invierno de 1995)
CAPÍTULO IXX: Otra reunión del Grupo Especial en su refugio (finales de agosto de 1995)
CAPÍTULO XX: Actividades de Utu en Mendoza (invierno de 1995)
CAPÍTULO XXI: Entrevista con Enzo en Rosario (fines del invierno de 1995)
CAPÍTULO XXII: (Septiembre de 1995 - En el refugio secreto del Grupo Especial)
CAPÍTULO XXIII: (Setiembre de 1995. Por la tarde en la mansión de Chacras de Coria)
CAPÍTULO XXIV: (Setiembre de 1995, Monte Quemado, Santiago del Estero)
CAPÍTULO XXV: (Setiembre de 1995. Chacras de Coria)
CAPÍTULO XXVI: (Mediados de setiembre de 1995. Reunión en “París”)
CAPÍTULO XXVII: (Mediados de setiembre de 1995. Mansión Chacras de Coria)
CAPÍTULO XXVIII: (Primavera de 1995. Cita en el Museo Fader)
CAPÍTULO XXIX: (Primavera de 1995. En algún lugar de Mendoza)
CAPÍTULO XXX: (Finales de setiembre 1995. En el refugio secreto del Grupo Especial)
CAPÍTULO XXXI: (Primavera de 1995. Cita en Picardías - Peatonal Sarmiento)
CAPÍTULO XXXII: (Sala de situación, Equipo de Análisis en acción)
CAPÍTULO XXXIII: (Importante reunión en la “Madre de ciudades”. Primavera de 1995)
CAPÍTULO XXXIV: (Reunión en el despacho del juez federal. Fines de setiembre de 1995)
CAPÍTULO XXXV: (Mansión de Chacras de Coria. Primera semana de octubre de 1995).
CAPÍTULO XXXVI: (Grupo Especial analiza la situación. Primera quincena de noviembre de 1995).
CAPÍTULO XXXVII: Investigaciones sobre Miguicho (mediados de diciembre de 1995)
CAPÍTULO XXXVIII: Invierno en el hemisferio norte; verano en el hemisferio sur. (Segunda quincena de febrero de 1996).
CAPÍTULO XXXIX: Importante reunión en el refugio del Grupo Especial (verano de 1996)
A Julia Ester, mi querida esposa y compañera.
A mis hijos,María de los ÁngelesClaudia SandraKarina RosanaJulio ArnaldoMatías Alejandro
Pedro Villavicencio, comandante mayor retirado de Gendarmería Nacional Argentina, nos regala una novela que solo puede ser escrita por una persona con una capacidad y formación especiales, además de una vasta experiencia en la materia.
Nos entrega así un emocionante relato que nos lleva de la primera a la última línea a estar pendientes de una trama intrigante y a la vez inquietante.
Digo esto porque el lector al discurrir por las líneas comprenderá que esta novela no la puede escribir cualquiera, por más buen escritor que sea, solo puede hacerlo alguien que conoce profundamente el tema, e incluso que haya participado en algunas actividades que dieron origen a la idea y luego al entramado de este escrito.
En sus líneas claras y sencillas podemos ver cómo se entrelazan las acciones y uno al leerlas se sorprende por la precisión de los datos y el profundo conocimiento de una de las mayores actividades delictivas de la actualidad, como lo es el narcotráfico.
Solo un especialista puede llevar el hilo conductivo y a la vez ir introduciendo otras situaciones que uno cree que no tienen nada que ver y que luego forman una red casi inexpugnable entre delincuentes, por una parte y a la vez otra red perfecta de los investigadores, por la otra, y allí vemos al personal honesto y responsable de nuestras fuerzas de seguridad.
Es una lucha secreta que conduce con claridad al lector a un final imprevisible, que lo sorprenderá en las últimas líneas, como debe ser, y que no se imaginará.
A los lectores los felicito por haber elegido este libro que no solo lo aprovecharán como ilustración y entretenimiento, sino que también les servirá para conocer de primera mano, y de una mano capacitada, lo que hacen anónimamente nuestras fuerzas de seguridad en la lucha contra la delincuencia y especialmente contra el narcotráfico.
Es una trama de la que en ningún momento uno puede imaginar el final, porque se desarrolla de manera impredecible, y este es uno de los puntos altos de la novela.
Concluyendo, le digo a mi amigo Pedro, que además de su larga y meritoria trayectoria en nuestra querida y gloriosa Gendarmería Nacional, especializado en inteligencia y contrainteligencia, es una excelente persona, padre, esposo y amigo y un ferviente sanmartiniano que hoy se ha recibido de escritor. Por lo tanto, lo considero un gran novelista del Valle de Uco.
Alberto PiattelliDNI: 8020690
Con auténtico respeto presento este trabajo a la consideración del lector. Como seguramente advertirá, se trata de una pieza artesanal hecha con mucho esmero y cariño ya que, al carecer del genio del escritor, he tratado de remplazarlo —quizás sin éxito— con curiosidades propias del mundo de la inteligencia policial, de la manera en que yo la interpreto, y es este un conocimiento universal, aplicable tanto al aspecto investigativo del quehacer policíaco como al poco conocido mundo del contraespionaje.
Comencé a escribir esta novela con el propósito de distribuirla a mis alumnos que me soportaron a tiempo completo durante un año. Me refiero al curso de lucha contra el Narcotráfico que desarrollé en la Policía de Mendoza, durante la gestión del Sr. comisario general LARA, lamentablemente fallecido. Mi propósito fue didáctico y por esa razón sus primeras páginas pueden resultar áridas.
Tanto los personajes como las situaciones que se van presentando son completamente ficticios.
Consciente de sus defectos literarios, pongo en manos del lector esta novela, abrigando la esperanza de despertar su interés.
Tunuyán, Valle de Uco, Mendoza, abril de 2022Gracias.
Roberto Gil leía un tanto escéptico la información que le acababan de entregar de la División Toxicomanía. No sería la primera vez que solo se tratara de datos “inflados” por algún informante que, en su intención de caer bien, pretendía impresionar a los hombres de la Policía presentando una interesante pieza informativa que tenía muy poco de realidad, pero mucha imaginación. Eran —como alguna vez los definió su profesor de Inteligencia— simples “aficionados”. De todas maneras, era necesario efectuar el chequeo, es decir, la comprobación de esa información, para poder determinar el grado de veracidad de su contenido.
Roberto Gil era Comisario de la Policía de Mendoza y, juntamente con otros 22 policías, había recibido un intenso entrenamiento que los capacitó para conformar un GRUPO ESPECIAL DE INTELIGENCIA CONTRA EL NARCOTRÁFICO. Este grupo, integrado por hombres y mujeres, organizado acorde a las pautas más modernas que proporciona la experiencia, tenía entre sus principales características la inquebrantable voluntad de vencer. Desde que el jefe de Policía había dispuesto su organización y empleo, este pequeño equipo de policías no había encontrado un “blanco” que justificara el empeñamiento de este organismo que se suponía que debía encargarse de organizaciones de narcotraficantes de cierta importancia que le permitiera ejercitar los conocimientos adquiridos en el riguroso entrenamiento que se extendió por un año.
Era una tarde de otoño, los álamos mendocinos mostraban ese maravilloso color oro metálico y una suave brisa que soplaba del cuadrante sur anunciaba la presencia cercana del invierno. Desde la ventana de su oficina, el comisario Gil observaba las montañas azuladas que se dibujaban en el horizonte, hacia el poniente. Reparó en los picos que le parecían inalcanzables y lejanos. Sabía por su experiencia que esos que él estaba viendo no eran precisamente los más altos. Sabía que más atrás de esos cordones existían otros mucho más elevados y que, después de ellos, se extendía el territorio chileno, escarpado y montañoso en su breve recorrido hasta las aguas del Pacífico. Pensó, sin proponérselo, que ya había pasado el verano y otra vez, como en tantas otras oportunidades, no había podido cumplir con su promesa de llevar a Perla y a los chicos a conocer las playas chilenas. “Del próximo verano no pasa”, se dijo para sus adentros y volvió a centrar su atención en el papel que recibió de Toxicomanía.
La información allí contenida decía sintéticamente que existiría en la provincia una red de traficantes o lavadores de dinero proveniente del narcotráfico y que la cabeza visible de esa organización sería el dueño del Hotel CANARIAS, José Albornoz, de nacionalidad española, radicado en nuestro país desde 1992, fecha en que se inaugura el mencionado hotel ubicado en Cacheuta, el que además sería propiedad de un grupo de inversores colombianos.
Mientras encendía un cigarrillo comenzó a hacerle el examen primario a esa información: en primer lugar, se preguntó si era verosímil, es decir, si era posible que ocurriera un hecho como el que la información decía; y se contestó afirmativamente. En segundo lugar, pensó, tratando de recordar, si en sus antecedentes archivados había alguna otra información que pudiera relacionarse con ésta, pero esta vez se respondió en forma negativa. En efecto, no se conocía ni había antecedentes de grupos de inversores colombianos; tampoco le era conocido el nombre de la única persona involucrada con nombre y apellido, es decir, Albornoz. Sin embargo, el hotel CANARIAS existía, ya que él, personalmente, estuvo en la inauguración donde fueron invitadas autoridades y personas caracterizadas del medio empresarial hotelero. Seguidamente pensó en al grado de confiabilidad que tendría la “fuente” que proporcionó esa información, pero no pudo contestarse a este interrogante ya que no la conocía y seguramente nunca podría conocerla, teniendo en cuenta el extremado celo que en este sentido tenían los hombres de la División Toxicomanía: jamás exponían a sus fuentes por temor a “quemarlas”. Debía conformarse con lo que decía la valorización: “Fuente de reconocida integridad”. Esto significaba que la persona que proporcionó la información era lo óptimo desde el punto de vista de la Inteligencia policial. Sin duda esta misma fuente en el pasado habrá entregado en distintas oportunidades información que resultó verdadera y precisamente por estos antecedentes se la calificaba de esa manera: “Fuente de reconocida integridad”. Todo esto era conocido por el comisario Gil, pero, como viejo policía, le hubiera gustado saber “cómo venía la mano”, ya que no debía descartarse la posibilidad de que le estuvieran tirando “pescado podrido”, como se conocía a la información entregada de mala fe, para hacer incurrir en error al destinatario. Esta posibilidad cabía porque, desde el momento de la creación de este nuevo Grupo Especial, hubo gente que se sintió tocada pues pensaba que, con la estructura existente hasta ese momento, se podía neutralizar cualquier red de narcotráfico y que no era necesaria la existencia de estos “señoritos” que se creían los únicos “profesionales”. A la luz de esta circunstancia, el temor del comisario Gil era de lo más lógico. En consecuencia, había que andar con pie de cemento, si es que este material es más pesado que el plomo.
Gil era el jefe del GRUPO ESPECIAL y, en consecuencia, debía tomar todas las medidas para evitar empeñar los medios que la sociedad le había proporcionado, detrás de algo que no tenía futuro. Por eso leyó y releyó la cuartilla con la información recibida, llegando a la conclusión de que era conveniente gastar algunos pesos, procurando determinar el grado real de veracidad que tenía. Las primeras sombras de la noche se habían adueñado de la falda oriental de las montañas y las luces del alumbrado público comenzaban a rutilar con generosidad.
El comisario Gil se asomó a la Sala de Análisis y llamó a Raúl. Este era un oficial principal que acusaba de unos 30 a 35 años, de ascendencia itálica, flaco y huesudo; hermético pero amable y de excelente formación profesional. Después del curso, seguramente por su inclinación y cualidades demostradas, había sido recomendado para desempeñarse como “analista”. Puntilloso, extremadamente ordenado, prolijo y con una gran imaginación, a lo que unía una excelente capacidad para exponer sus ideas con objetividad. Estas características, sin duda, lo convertían a Raúl en un excepcional analista.
—Hola, Raúl... por favor sentate —le dijo, y sin agregar palabra le alcanzó el papel con la información. Raúl tomó la nota con la mano derecha, mientras que con la izquierda aproximaba una silla hacia el escritorio de su jefe, que lo miraba aguardando a que su subordinado leyera el breve texto.
El despacho del comisario era amplio, con una ventana de regular tamaño que daba hacia el poniente. A la derecha de esta abertura había una antigua mesita de cedro, de esas que estaban en todas las oficinas policiales y que seguramente la provincia había adquirido en gran número a comienzos del siglo, a juzgar por su estilo. El escritorio era amplio, pero sus líneas modernas y su estructura metálica no combinaban con la silla, también antigua, ni menos con la mesita. El piso de mosaico estaba pulcro y brillante. A la derecha del escritorio, había otra mesa petisa, donde estaba un teléfono blanco, chato, con fax incorporado. También había un equipo de radio transmisor de mano. Por supuesto, y seguramente constituyendo la única característica desagradable, había en un ángulo del escritorio un viejo cenicero de lata, de forma triangular, que a simple vista acusaba el impacto del tiempo y de su constante y prolongado uso.
—Interesante —dijo después de leer la cuartilla.
—Sí... ojalá se nos dé ahora... Hace tanto tiempo que buscamos algo más gordo. Me estaba pudriendo de andar detrás de simples adictos, que, al fin y al cabo, son unos pobres enfermos y principales víctimas de estos hijos de p que manejan el negocio y se llenan de guita… Bueno, Raulito, quiero que analices bien esa información y ver si tenemos algún antecedente; yo creo que no, pero lo dejo en tus manos.
—De acuerdo, jefe... Déjelo en mis manos... ¿Quiere que formule una hipótesis?
—Sí, por supuesto y siempre que vos le encuentres algún fundamento. En tal caso prepárate para exponerla mañana al mediodía.
Sin agregar más nada, el comisario Gil se despidió de Raúl y tomando una campera de abrigo cerró la puerta y se marchó. Caminó por la calle Boulogne Sur Mer que a esa hora tenía un moderado tránsito; por supuesto lejos de ese enjambre de vehículos que era común durante los meses de verano. Gil odiaba conducir su automóvil en esas circunstancias y prefería movilizarse a pie para ir de su trabajo a su casa, que distaba unas quince cuadras. Por otro lado, le hacía bien este ejercicio, pues estaba más cerca de los cincuenta que de otra cifra, aunque prefería ni pensar en eso. Dobló por la calle Sobremonte en dirección al centro, buscando transitar por la vereda de su derecha que lo protegía de una brisa bien fría que comenzaba a soplar desde el sur. Sintió frío en las orejas y, levantándose el cuello de la campera, metió profundamente sus manos en los bolsillos. Caminaba sin prisa, pero un cosquilleo en el interior de su estómago le hizo acelerar el paso pensando en la mesa familiar que seguramente lo esperaba en la deliciosa cocina de su esposa, Perla.
El comisario Gil era un policía nato, modesto y moderado. Se había distinguido por su honradez sin sombras. Tenía una buena formación profesional y un gran amor a la institución policial. De regular estatura, pelo lacio y negro que enmarcaba un rostro cobrizo con fuerte mandíbula, ojos negros penetrantes, nariz lanzada y ligeramente aguileña. Cuando abrió la puerta de entrada de su casa modesta, pero muy agradable, un mundo se cerró tras él y se zambulló en ese nidito de seda que era su hogar, con la risa de los dos varones que tenía, de 12 y 10 años, con la sonrisa de Perla y los olores tan agradables y familiares de ese mundo maravilloso. Siempre decía que su casa era como el refugio del guerrero, donde se reponía de las heridas y salía robustecido y curado con mayor fuerza para enfrentar su diaria y, a menudo, difícil labor. Como lo hacía siempre, mecánicamente, dejó el abrigo en una pequeña percha ubicada a la derecha de la entrada principal de la casa y se dirigió directamente al baño donde se higienizó. Después, su itinerario normal era pasar por el dormitorio de los chicos, saludarlos, hablar con ellos y después enfilar hacia la cocina, donde generalmente estaba Perla.
—Hola, mi amor, ¿qué cenamos hoy? —dijo mientras le echaba un vistazo a la olla y le daba un beso a su esposa.
—Hola, cariño, ¿hace frío afuera?
—Un poco, pero este invierno creo que va a ser bastante duro. ¿Cómo te fue en la escuela?
—Callate, hoy tuve una tarde terrible, uno de mis alumnitos se accidentó jugando en el patio y tuvimos que salir corriendo al hospital. Gracias a Dios no pasó de un machucón, pero, vos sabes, los nervios, después la explicación a los padres, etc.
—Bueno, pero todo se arregló, ¿no?
—Sí, por supuesto, pero el mal rato una lo pasa.
—Pronto te jubilarás y entonces estarás tranquila en tu casa.
—Dios me libre. No sé qué haré el día que no tenga que ir a dar clase. No quiero ni pensar en eso. Y a vos, ¿cómo te fue?
—Bien, creo que el “Grupito” finalmente va a tener algo para “morder”.
—Me alegro, así tus compañeros te dejan de ver como a un “acomodado”.
—Dejá, nomás, cuando mi gente tenga algo importante y finalmente podamos meter adentro a algunos peces gordos, todos se van a sentir orgullosos de mis hombres. Necesitamos una oportunidad solamente. Lo que pasa es que no entienden la metodología de nuestro trabajo.
—Bueno, Roby, olvidate de tu trabajo y prepará la mesa, ahora necesitamos un papá y no un comisario con problemas.
JUANA GAVIRIA RIQUELME había tomado ubicación en el sector para no fumadores del Boeing de Aerolíneas Argentinas exactamente a las 17 horas de ese día ventoso y fresco a pesar de la latitud, pues la provincia de Salta tiene un clima más cercano a lo subtropical y en consecuencia los otoños se alargan y el invierno, en ciertos años, apenas es advertido. Pero esa tarde corría una brisa fuerte y fría, producto del ingreso de un frente austral que ya había hecho sentir su influencia en la región sur del país. Cuando el avión se dirigió a la cabecera de la pista, para desde allí iniciar el carreteo para el despegue, JUANA miraba por la estrecha abertura de su ventanilla que daba justo sobre una de las alas. El territorio salteño se extendía hacia las montañas que estaban próximas y mostraban una variedad de paisajes que eran verdaderamente hermosos. JUANA estaba enamorada de esa provincia y, cada vez que se encontraba en Mendoza con su esposo, sufría quince días hasta que nuevamente debía viajar a Salta, pues lo hacía muy a menudo. Sin embargo, siempre se preguntaba si estaba enamorada del ambiente geográfico o su agrado se relacionaba con los exquisitos momentos que pasaba en compañía de la persona querida. Hacía tan poco tiempo que se había despedido de él pues la había llevado hasta el aeropuerto, y ya tenía deseos locos de volver a verlo, de sentir su mirada, oler su perfume y acurrucarse entre sus brazos. Sinceramente nunca le había pasado esto antes. Cuando se había casado con José Albornoz en 1992 había hecho la firme promesa de serle fiel, pero al poco tiempo se olvidó de aquel propósito y comenzó a tener varios romances fugaces que siempre le habían dejado más una experiencia amarga que buenos recuerdos. Pero en este caso era diferente, probablemente porque ambos eran maduros y sabían lo que podían esperar del otro y también porque pasaban cada momento pensando que sería el último. Sin embargo, la relación ya llevaba varios años y, en vez de enfriarse, se mantenía vibrante. Echó un vistazo hacia las instalaciones del aeropuerto con la remota esperanza de verlo en la plataforma, pero bien sabía que Carlos ya no estaría allí porque había regresado de inmediato, ya que tenía una entrevista y no podía aguardar hasta que el avión despegara como siempre lo hacía. A todo esto, la aeronave perdió contacto con la pista y se elevaba en un ángulo de 45 grados con sus reactores a máxima potencia, mientras que, abajo, las construcciones y la ruta de acceso al aeropuerto se achicaban rápidamente. Miró la hora y pensó que llegaría a Buenos Aires antes de oscurecer y, como siempre, iría al hotel y desde allí haría los llamados telefónicos entre los que estaba incluido, en primer lugar, Salta.
Juana era una mujer hermosa, llamativa, cuando caminaba y se proponía coquetear, creaba un síntoma indefinido entre los hombres. Podía asegurarse que aun los más santulones debían hacer esfuerzos para dominar a ese pequeño sátiro reprimido que generalmente se agazapa dentro de los más maduros y de apariencia seria e imperturbable. Ella sabía que provocaba ese malestar indefinido en los hombres y por esa razón en más de una oportunidad había jugado con ellos. Le encantaba sentirse deseada, aunque, en el fondo, ella tenía prioridades donde casi siempre estaba ausente el aspecto sexual. Probablemente sufría de frigidez, pero habría respondido con agresividad si a algún patán se le hubiera ocurrido siquiera insinuarle esta circunstancia. Sin embargo, ella más que nadie sabía que tenía esta debilidad; en muy contadas ocasiones había sentido el orgasmo y casi siempre incompleto. Se las había arreglado para simular satisfacción cuando hacía el amor con Carlos, pero en realidad, la mayoría de las veces, ir a la cama con él no era lo más apasionante y, a menudo, significaba un sacrificio. Pero se sentía feliz conversando, seduciéndolo y dejándose seducir, cenando en algún lugar paquete, con cristal y buen vino. Le encantaba ingresar a un lugar y sentir que todas las miradas se concentraban en ella y, casi sin darse cuenta, comenzaba a coquetear, cosa que Carlos advertía de inmediato y en muchas oportunidades originaba recriminaciones; pero todo formaba parte de ese mundo casi artificial que Juana se había creado, como pretendiendo de esta manera escapar a los recuerdos amargos que de vez en cuando se filtraban desde el pasado, desde su Colombia natal. Cuando esto ocurría, un sentimiento de minusvalía se apoderaba de ella. Su niñez había sido muy triste, por la pobreza de su hogar que había quedado destruido cuando ella era apenas una chiquilina de nueve años. El recuerdo atroz de aquella noche en que mataron a su padre un grupo de hombres malolientes que gritaban palabras irreproducibles y decían pertenecer a la Policía. Su padre les suplicó para que no lo mataran. Les decía que él no tenía nada que ver con los guerrilleros; que no era comunista y que no había participado, ni tenía noticias del asesinato de ese teniente. Pero todo fue en vano: lo degollaron y luego se llevaron el cuerpo, para después tirarlo cerca del río. Posteriormente, el municipio se encargó de sepultarlo y se dijo que había sido ultimado seguramente por una banda de narcotraficantes. Esa noche había ocurrido también algo que la marcó para siempre, pues el más violento de los individuos que ingresaron a su casa, luego de matar a su padre, la violó y casi la asfixia con una toalla que le puso en la boca para evitar que gritara.
Juana se quedó sola pues su madre había muerto cuando ella era muy chica y casi no recordaba nada de ella. Un juez había dispuesto que debía permanecer en un orfanato hasta que algún familiar la reclamara. A los dos meses de estar allí vino a recogerla un hermano de su madre que la llevó a Meta y que cuando apenas tenía 14 años la violaba casi todas las noches, especialmente cuando venía borracho. Después, no conforme con eso, comenzó a hacerla trabajar como prostituta. Así conoció las características más degradantes de ciertos hombres y cobró conciencia de que para sobrevivir en ese mundo tan cruel debía conocer sus reglas y hacer valer la única arma que tenía: su cuerpo. De esta manera se relacionó con un proxeneta de Bogotá y dejó de ser una puta barata para instalarse entre las más caras de la capital colombiana. Con sus ahorros había alquilado un lindo departamento, concurría a lugares refinados y en uno de ellos conoció a José. A partir de aquel encuentro todo iría cambiando en su vida hacia mejores perspectivas y, cuando se le propuso viajar y vivir en la Argentina, aceptó de inmediato, casi sin pensarlo, porque de esa manera se alejaba de ese pasado que odiaba, aunque jamás pudo borrarlo. Por esa razón había jurado iniciar una vida normal, siéndole fiel a su esposo, pero no pudo cumplir este propósito, quizás porque ese pasado la había marcado para siempre.
A Juana le encantaba viajar y por esta razón —y por otra que no podía sincerar— se había ofrecido a su marido para hacer de puente entre Mendoza y Salta, lugar este último donde tenían una casa de cambio. Juana siempre supo que los negocios de su esposo estaban ligados al narcotráfico y al lavado de dinero, pero sinceramente ella no tenía ninguna reserva moral acerca de esto: todo estaba bien siempre que hubiera riqueza y poder. Hacía algunos años que había superado la barrera de los cuarenta y, aunque no los acusaba, ella sabía los años que cargaba y tenía plena noción de que el tiempo es un recurso no renovable y pensaba que a la vida había que vivirla lo más intensamente posible, sin detenerse a reparar sobre si está mal o bien una u otra cosa. Sin duda, la moral no era su fuerte.
Cerca de las 19 horas el Boeing aterrizó en el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires. Juana descendió por la escalerilla sintiendo que una ráfaga muy fría le azotaba el rostro y le agitaba su pelo lacio y rubio. La humedad se sintió en al ambiente denunciando la cercanía del omnipresente Río de la Plata.
A eso del mediodía el comisario Gil se encontraba presidiendo una reunión de trabajo que había ordenado con la intención de discutir e intercambiar impresiones sobre la información que el día anterior le había entregado la División Toxicomanía. Se encontraban presentes el subcomisario Rodríguez que se desempeñaba como “coordinador de Informaciones y Recursos”; los cuatro analistas; el jefe del equipo de Vigilancia, el jefe del equipo de investigadores y todos los oficiales de Red.
—Señores, les he pedido que nos reuniéramos con la intención de que expongamos nuestros puntos de vista acerca de una información que nos hizo llegar Toxicomanía en la tarde de ayer. Como es costumbre, un analista, que en este caso será Raúl, formulará una hipótesis y expondrá los argumentos donde se apoya. Desde luego, nosotros diremos oportunamente si estamos de acuerdo o no. Adelante, Raúl.
Todos los integrantes del Grupo Especial se llamaban por el nombre, omitiendo deliberadamente mencionar el apellido y la jerarquía. Esto se hacía por razones elementales de seguridad. De todos los allí presentes, el más encubierto era el jefe de Vigilancia y sus hombres, pues ellos debían hacer las operaciones de seguimiento de los sospechosos, tomar fotografías, filmar sus movimientos, efectuar reconocimientos en ambiente urbano y en la campaña. También los oficiales de Red tenían una misión clandestina que les permitía infiltrar a las redes de narcotraficantes, ocultando su condición de policía, presentándose con una historia y una apariencia ficticias. Era obvio que lo más importante en la organización que conducía el comisario Gil eran la seguridad y el mantenimiento del secreto. De ello dependía no solamente el éxito de la operación, sino también la vida de sus integrantes. En consecuencia, cualquier vulneración a las normas establecidas era motivo de separación y alejamiento del infractor.
La sala donde se efectuaba esta reunión era amplia y seguramente había sido construida como salón de estar. En uno de sus lados había una gran estufa hogar con leños artificiales. En el centro se destacaba una mesa de roble para doce personas y las ventanas habían sido cubiertas por pesadas cortinas de color verde viejo. Del cielorraso alto y de yeso pendía una araña de hierro color negro con media docena de lámparas de ciento cincuenta watts. En uno de los extremos del salón se había acondicionado sobre caballetes tres tableros: uno destinado a sostener un pizarrón verde, magnético, para escribir con marcadores, mientras que los otros dos tenían por función sostener los gráficos que sobre papel afiche confeccionaban los analistas.
El analista Raúl se ubicó cerca de los tableros, donde con anterioridad había colocado un gráfico fijado con chinches. En él se leía sin dificultad el texto de la información recibida de la División Toxicomanía.
—Textualmente, la información dice lo que está a la vista de ustedes —dijo finalmente Raúl—. Como verán, no es demasiado extensa y, como no existen antecedentes en nuestros archivos, no me ha permitido enunciar ninguna “hipótesis”. Debemos reparar, sin embargo, en la alta valorización que tiene la información. También deberíamos tener en cuenta que, según nuestras estadísticas, han sido secuestrados ciento cincuenta kilos de cocaína en estado puro en el último año y teniendo en consideración lo aceptado mundialmente de que solo se incauta el diez por ciento de la droga que se consume o transita por un lugar, sería lógico suponer que, en este último año, “anduvieron” por la provincia alrededor de mil quinientos kilogramos. Si aceptamos eso, deberíamos pensar que esa cantidad, que no es poca, está siendo comercializada por alguna organización grande. También debemos tener en cuenta las estadísticas con tendencias francamente alcistas que muestran un incremento en el nivel de consumo en nuestra provincia. Dentro de ese marco, sin duda, no nos debería extrañar, y por otro lado resultaría por demás lógico, las actividades de redes de narcotraficantes instaladas en el territorio de nuestra provincia. Atendiendo a la prudencia que debemos tener en cuenta en este aspecto, yo considero necesario efectuar algunas comprobaciones para formular una hipótesis más rica en contenido de verdad. Por todo lo que expresé, sugiero que el Grupo Especial —por el momento— lleve a cabo las siguientes actividades: los investigadores deben comprobar la existencia de José Albornoz, su verdadero rol en el Hotel CANARIAS, domicilio y costumbres, como también la forma como está constituida su familia, si es que la tiene; deberían también requerir información en la Delegación de Migraciones para determinar los antecedentes específicos que, en este aspecto, pudiera tener el sospechoso. También deberíamos requerir la colaboración de Interpol para conocer antecedentes de este ciudadano español. Posteriormente el Equipo de Vigilancia debería hacer un reconocimiento del domicilio detectado de Albornoz y del hotel en cuestión. Con esa información pienso que estaría en condiciones de formular una hipótesis.
—Bien, Raúl —dijo el comisario Gil—, ahora desearía conocer el punto de vista de los presentes.
Todos coincidieron con la propuesta efectuada por el analista.
—De acuerdo, señores, yo también comparto ese criterio. No podemos avanzar sin tener un mínimo de información que nos permita formular una hipótesis más o menos consistente. Ahora me interesaría conocer en cuánto tiempo podríamos contar con la información requerida y cuánto dinero sería necesario.
—Mis cálculos son los que enuncio en esta planilla —dijo Raúl, al tiempo que fijaba un nuevo gráfico en uno de los tableros—. Como ven, yo calculo que en nueve días podemos contar con la mayor parte de la información. En la planilla también están consignados los movimientos que deberían hacer nuestros elementos de colección y el cálculo de gastos asciende a una cifra que puede ubicarse entre los 300 y 400 pesos, incluyendo fotografías y filmación.
—De acuerdo, está aprobado. Los analistas formularán un plan de investigación para estas actividades y el coordinador lo aprobará, suministrando los recursos necesarios para su concreción. Deseo que me tengan informado. Nada más, señores, muchas gracias.
Sin decir otra cosa, el comisario Gil se dirigió a su oficina y el resto de las personas hicieron lo mismo, no sin antes charlar entre ellos y compartir impresiones acerca de la información analizada. Algunos pensaban que se trataba de “pescado podrido” entregado a propósito para desprestigiar al Grupo Especial. Otros, más optimistas, y por consiguiente menos desconfiados, pensaban que el contenido de la información era interesante y, por otro lado, lógico.
—Señor, llamaron de la Jefatura, el jefe de Policía quiere verlo a las 18 h —le dijeron al comisario Gil en cuanto abandonó la reunión.
—¿No te dijeron cuál era el motivo?
—No me dijo nada, solamente eso, que se diera una vuelta a esa hora, que el jefe quería hablar con Ud.
—Bueno, gracias. ¿Habló alguien más?
—No, nadie más.
Gil reflexionó un instante pensando en cuál podría ser el motivo de esa reunión, pero, como no encontró respuesta, pensó que lo mejor sería esperar.
José Albornoz era un hombre más bien grueso, de regular estatura, pelo bien corto y entrecano; la redondez de su rostro se hacía más evidente por sus pequeñas orejas que apenas eran visibles cuando se lo miraba de frente. Una papada prematura para sus 54 años hacía bastante tiempo que se había convertido en su pequeño y secreto complejo. Ahora conducía su BMW último modelo, a moderada velocidad, tratando de distraerse con el paisaje andino que desfilaba lentamente a lo largo del parabrisas. Había tomado la ruta internacional que une a la capital mendocina con Santiago de Chile, aunque él solamente llegaría a la localidad de Cacheuta, tal como lo hacía, generalmente, dos veces por mes. A medida que avanzaba, la geografía del terreno se estrechaba y las laderas de los cerros se hacían más empinadas e imponentes. Miró a su izquierda y por un instante reparó en el caudaloso río Mendoza que como una culebra blanca serpenteaba, con prisa, hacia la lejana llanura. Era una mañana de mayo que prometía ser muy fría, aunque el sol ya hacía dos horas que brillaba, fulgurante, inundando de luz ese paisaje maravilloso que es el piedemonte mendocino.
A José se lo conocía como una persona extrovertida, pero a solas él sabía conversar consigo. Sin darse cuenta, ni proponérselo, comenzó a recordar su pasado. Aquel lejano Cádiz donde nació un 28 de junio pocos años después de finalizada la cruel guerra civil española que había traído la desgracia a su familia, convirtiendo a su padre en un perseguido por el terrible aparato de represión que había montado el régimen franquista. En 1936, cuando estalló la guerra, su progenitor se había alineado del lado de los republicanos y había luchado hasta la derrota que sobrevino en 1939. Por esta razón había huido hacia Francia y se estableció en las cercanías de Toulouse, llevando consigo a su esposa, soportando hasta 1941 una dura existencia cargada de privaciones. Ese año enfermó gravemente y murió. Su madre regresó a España, llevándolo en su vientre, y se estableció en la casa de una familia amiga que vivía en Cádiz. Carente de todo recurso, debió trabajar en menesteres domésticos en casas de familia, para criar a su único hijo. De aquellos primeros años, José recordaba que su madre lo llevaba a tomar sol y a jugar en la avenida Ramón Carranza que tenía doble mano, dejando en el medio un amplio bulevar con bancos de hierro, pintados de verde y con altísimas columnas blancas destinadas al alumbrado que a José le parecían gigantescos escarbadientes. Su madre solía sentarse en uno de esos bancos y allí tejía abrigos, que luego vendía para complementar sus magros ingresos, mientras él se entretenía admirando los lujosos automóviles que siempre estaban estacionados en una de las aceras, frente a un comercio de comidas que tenía las mesas en la vereda. José soñaba que cuando fuera grande se compraría uno de esos automóviles, alquilaría un apartamento en el último piso, cuyos balcones daban a la avenida Carranza y no permitiría que su madre cocinara. Él la llevaría a comer en una de esas mesitas con manteles blancos y sabrosas comidas. Por esa razón le preguntaba muy a menudo a su madre cuántos dedos de la mano le faltaban para poder trabajar. “No te apures —le decía ella— todo llega, pero a su tiempo”. Lamentablemente, su madre murió cuando él era todavía un pobre gato.
Cuando José cumplió 19 años se encontraba en Argelia a donde había llegado como polizón en un barco de bandera española. Inmediatamente le atrajo el desorden reinante en esa ciudad que libraba una larga batalla por independizarse de Francia. Por resultar sospechoso una noche fue detenido por las tropas coloniales y soportó terribles torturas, hasta que después de 15 días, quizás convencidos de su inocencia, sus captores decidieron liberarlo. Así fue lanzado, durante la noche, en una oscura callejuela con tres costillas rotas y el cuerpo lleno de heridas, producto de las terribles palizas que había recibido. Lo recogió una partida de terroristas argelinos quienes lo internaron en un hospital clandestino, donde pudo recuperarse. Por agradecimiento, o tal vez porque no tenía otra opción, José integró una célula terrorista que se dedicaba a colocar bombas y a asesinar franceses del régimen opresor. En 1962, al obtener la independencia, Argelia se pacificó parcialmente y José regresó a Cádiz para visitar la tumba de su madre que había fallecido hacía dos años. Esa misma noche concurrió a la cita que había acordado con un colombiano que conoció durante el viaje de Argelia a España y aceptó lo que éste le había propuesto: contrabandear cocaína desde Sudamérica para el mercado europeo.
En 1963, José Albornoz llegó por primera vez a la Argentina y, luego de una muy breve estadía, regresó a España llevando en sus valijas 8 kilogramos de cocaína de alta pureza. Claro que una parte de esa droga era de su propiedad, pues la organización para la que trabajaba le pagaba con esta mercadería. Su trabajo consistía en alojarse en un hotel céntrico de la ciudad de Buenos Aires y esperar la llegada del contacto que traía la droga desde Bolivia. Desde allí él era el responsable de transportarla a España. El riesgo que esta actividad significaba estaba disminuido pues la organización compraba voluntades tanto en la aduana argentina como en la española para que algunos funcionarios corruptos hicieran la vista gorda.
Muy pronto comenzó a liderar el contrabando que se hacía desde Bolivia, vía Argentina, con destino al Viejo Continente. En esto era secundado por Carlos Unquillo Balmaceda, que no era otro que aquel colombiano que conoció en su viaje de Argelia a España y el que lo inició en el negocio del narcotráfico. Por intermedio de Carlos, conoció a un hermano de éste, llamado Juan, que por aquel entonces era una proxeneta con mucho cartel en Bogotá, en uno de cuyos lujosos burdeles, conoció a Juana Gaviria Riquelme, con la que después contrajo matrimonio.
José siempre había guardado un profundo odio hacia Juan. Sencillamente, no podía sacarse de la cabeza la idea de que éste había gozado —mucho antes que él— de los atributos de su esposa. Los imaginaba desnudos, en la cama, haciendo el amor con lujuria en una noche tropical. La veía a Juana gozando apasionadamente como jamás pudo hacerlo con él. Estas visiones eran tan reales que a José le parecía haberlas presenciado.
Cuando el negocio de la droga que José lideraba en la actualidad comenzó a florecer, Carlos intercedió con mucha vehemencia para que su hermano Juan se integrara a la organización, cosa que Albornoz no pudo impedir. De esta manera, el antiguo proxeneta se sentaba a la mesa de las negociaciones cuando el staff” discutía la apertura de nuevos mercados o de rutas alternativas. En estas reuniones, y como era lógico, Juan trataba con excesiva familiaridad a la esposa de José y parecía que se esforzaba por demostrar que, entre ellos, había un secreto pasado. Desde luego, esto mortificaba enormemente a Albornoz que, por momentos, se sentía ahogado por celos incontrolables que le trastornaban el carácter.
Para alejarlo de la Argentina, José dispuso que Juan Unquillo Balmaceda se estableciera en España para facilitar el ingreso y posterior distribución de la droga en Europa. Sin embargo, cuando se enteró que éste mantenía contactos con un sujeto que después resultó ser un agente de la DEA, no tuvo ninguna duda de que el colombiano urdía la idea de traicionarlo para quedarse con el negocio. Por esta razón decidió actuar con rapidez: con un pretexto hizo venir al traidor hasta Mendoza, de donde ya no saldría con vida. Carlos jamás sospechó que la muerte de su hermano no había sido producto de un infortunado accidente. Por otro lado, Albornoz tampoco sospechaba que entre Carlos y su esposa había, desde bastante tiempo atrás, algo más que una respetuosa amistad.
Sin darse cuenta del tiempo, José Albornoz había recorrido la distancia entre su casa y el Hotel Canarias situado en Cacheuta, profundamente abstraído de la realidad que lo circundaba, ganado por la gran fuerza que ejercían sobre él los recuerdos de su pasado. Por esa razón no advirtió la presencia de un automóvil que lo había seguido a prudente distancia, sin preocuparse en sobrepasarlo, ni tampoco había reparado en el individuo que con apariencia inocente estaba en la esquina cercana a su residencia con un bolso azul colgado de su hombro derecho, aunque, si lo hubiera visto, seguramente habría pensado que era un changarín, de los muchos que se empleaban temporariamente en los jardines del vecindario, que aguardaba el ómnibus que tenía su parada en esa esquina. Ni remotamente hubiera sospechado que en ese bolso azul se acondicionaba una cámara fotográfica que el agente de vigilancia operaba con gran habilidad obteniendo imágenes de su vehículo, de su casa y de él mismo, al momento de abandonar su domicilio.
Poco antes de las 18 horas, el comisario Gil estacionó su vehículo en la playa que para estos efectos tiene destinado el cuartel general de la Policía de Mendoza. El sol disparaba sus últimos rayos a punto ya de esconderse detrás de los picos montañosos que se levantaban hacia el poniente. “Esta noche tenemos helada”, pensó el comisario mientras cerraba con llave la puerta del automóvil, un viejo Ford Falcon del que se negaba a desprenderse fácilmente. “Es el vehículo que más se adapta a nuestros caminos de tierra”, solía decir cuando alguien le sugería la idea de cambiarlo por otro más moderno. “Es duro, espacioso, confiable y hasta económico”, agregaba con frecuencia.
Con paso decidido subió de dos en dos los quince escalones que permitían el acceso a la puerta principal de la sede policial. Transponiendo la entrada vidriada cruzó con prisa el gran salón donde confluían tres anchos pasillos que comunicaban a los diferentes cuerpos en los que se dividía el gran edificio policial. Tomó el de su izquierda que llevaba al despacho del jefe de Policía. Mientras caminaba observó, a través de unos altos ventanales que flanqueaban todo el pasillo, a un grupo reducido de policías que, en correcta formación, rendían honores de reglamento al tiempo que arriaban el pabellón nacional. Como era su obligación él también se cuadró dando frente al estandarte, permaneciendo en esa posición hasta que la breve ceremonia concluyó.
—Dígale al señor jefe que ya estoy aquí —le dijo al oficial de la Ayudantía sin previo saludo.
—Buenas tardes, señor, el jefe lo está esperando, puede pasar.
—Gracias y disculpe el apuro, pero es que me demoré un poco.