Caramelos con espinas - René Pérez - E-Book

Caramelos con espinas E-Book

René Pérez

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Beschreibung

Genaro es un tipo diferente. Se pasea aburrido por el mundo acompañado de un cactus, que es su mejor y único amigo, hasta que su jefe le encarga una misión para la que no se siente preparado. Tiene que espiar a un tipo por un supuesto fraude a la compañía. Daniela tiene una vida detrás muy intensa. Llena de experiencias, algunas agradables y la mayoría no tanto. En su juventud arrasa con todo. En su madurez las cosas son mucho más calmadas y todo cambia con la llegada de su hija. Dos vidas diferentes dentro de un mismo mundo y quién sabe si bajo el mismo cielo. Caramelos con espinas es un tratado agridulce sobre el destino y la vida. Trata de los seres humanos vistos desde varios prismas; todos diferentes, pero uno de ellos muy sorprendente, y a la vez objetivo y sincero. La vida misma.

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Seitenzahl: 446

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

edición eBook: junio, 2025

Caramelos con Espinas

© René Pérez Pérez

© Prólogo: Asier Aparicio Fernández

© Éride ediciones, 2025

Éride edicionesEspronceda, 528003 Madrid

ISBN: 979-13-87643-10-2

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

René Pérez

El autor del libro que tienes entre manos es René Pérez Pérez, natural de Palencia, donde nació en 1975 y vive actualmente. Iba para bellas artes, pero finalmente cursó una profesión más mesurada, Arquitecto Técnico y terminó ejerciendo de ello y como formador en diversas materias profesionales, por cuenta propia. Despertó al mundo del dibujo bien pronto, no tanto al literario. Pero una vez descubierto, irrumpió en él con mucha fuerza y más ganas. Cuenta con tres novelas: La Piedra de las Ranas (2007), Caramelos con Espinas (2020) y El Destino Escribe en Cuadernos Dorados (2022).

Además de esto, es un inquieto amante de cualquier actividad literaria y cultural, así como de los relatos cortos, contando en su haber con algunos premios, menciones y publicaciones en Antologías de certámenes nacionales e internacionales.

Al prólogo de mi vida: mis padres y hermano.

Al nudo del libro: Amaya.

A la parte más importante del libro de mi vida,el desenlace: mis pequeños Alba e Iván.

Prólogo

El extraño

Asier Aparicio Fernández

Amigo René, cuando acepté el reto de este prólogo lo hice por nuestra mutua simpatía; me picaba la curiosidad de leer algo tuyo. Aunque no me quedase la menor duda de tu ilusión y tu sinceridad al escribirlo (pues tales cualidades adornan siempre a quienes algo emprenden), deseaba comprobar tus dotes narradoras, ¡y a fe que salen airosas!

Motivado lector, René Pérez Pérez posee una prosa cuidada, correcta, con una construcción sintáctica que no se despista en subordinadas de callejón sin salida. René nos conduce por un universo pequeño en personajes pero rico en matices, como las novelas de Austen o las hermanas Brontë. No, su universo no es tan asfixiante, si bien vamos comprendiendo, como en ellas, cada resquicio evolutivo de los protagonistas. Variedad de épocas y lugares, como el fluir de un río a lo largo de tres décadas.

Pero lo más chocante de la narración es su recurso a un extraño. ¡Claro que no es algo nuevo en literatura! Lo vimos en el Gazel de Cadalso, en sus Cartas marruecas, o en Sin noticias de Gurb de Eduardo Mendoza (entre otros): alguien de fuera, un extraterrestre, contempla las costumbres humanas con ingenua perspectiva. Aquí nos encontraremos con un cactus que, desde su atalaya y su «yo no lo entiendo», provoca en nosotros la visión estratosférica: todas las ruindades y contradicciones de nuestra raza, la espesa maraña en la que andamos metidos o nos metemos cuando faltan el buen juicio y la cautela…

¡Y el amor!, el gran topos de la novela. Nos dice nuestro cactus estrella» en el último capítulo: «Pero hay algo importante en la condición humana de lo que me he apercibido con el paso del tiempo y mi observación taimada: lo que mueve el mundo es el amor». Sí, avisa que suena manido…, os digo que no tanto tras leer el argumento de la historia: las palabras solo suenan huecas en ausencia de los hechos. «Es el que origina la mayor parte de los conflictos», continúa el cactus, «y desencadena problemas, pero también es el que remueve conductas, el que une a los humanos y el que aporta una razón verdadera para vivir y un sentido a nuestras existencias». Nuestra planta lo sabe bien porque lo ha probado (y comprobado), conoce de primera mano en qué consisten esos… caramelos con espinas.

Así que ¡sumérgete, lector, en el mundo de Daniela, de Genaro, de Gonzalo, Tomás y Armando! Si René ha conseguido que te olvides de su autor, auguramos un feliz comienzo para su carrera literaria.

1

Soy un cacto. Mejor dicho, soy lo que vosotros llamáis un cactus. En realidad mi nombre es Astrophytum ornatum. Mejor dicho, este es el que vosotros llamáis «nombre científico».

Tengo catorce años y llevo once junto a Genaro. Al contrario que vosotros, yo estoy en la plenitud de mi vida. Según vuestros especialistas, se estima que puedo llegar a vivir casi sesenta años, así que soy un adulto joven. Efectivamente soy una planta, concretamente cactácea, y mis orígenes son mejicanos. Estoy cubierto de unas amarillas y muy agudas púas, y he de confesar que este hecho me hace, en bastantes ocasiones, sentirme protegido. Los humanos tenéis una curiosa y a la vez extraña costumbre de tocar todo, en especial aquello que no sabéis a ciencia cierta qué es.

Y yo no lo entiendo.

Yo también soy un ser vivo: me alimento, siento, me alegro —sobre todo cuando sale el sol—, crezco y, en cierto modo, también me reproduzco. Eso sí, he de admitir que no como los humanos. Desde mi posición, siempre hierática pero privilegiada, he visto muchas cosas. Soy un gran observador, y reconozco que me encanta hacerlo y aprender de ello. Y esto me permite afirmar que jamás vi una especie tan rara como la humana. Los hombres también se alimentan, pero no lo hacen como yo o como los de mi especie. Sé de buena tinta que ni tan siquiera lo hacen así los animales más salvajes. Ellos comen para sobrevivir, y en casos excepcionales lo llevan a cabo por razones territoriales o de dominio de la manada. Vale que nuestro caso, el de las plantas, es diferente y nos limitamos a alimentarnos de lo que el hombre nos brinda, pero no es menos cierto que no nos queda otro remedio si nos impiden vivir en libertad en el campo. Particularmente esta no es mi queja, ya que a mí me encanta vivir con Genaro y, a decir verdad, es un tipo realmente genial.

Pero los hombres no, los hombres comen muchas veces sin conocimiento. Empiezan a engullir, abren sus enormes bocas llenas de dientes... ¡Madre mía, habrase visto alguna vez una cosa tan fea como la boca de un hombre abierta dispuesta a introducirse un trozo de carne! He visto aquí, en casa de Genaro, tipos entrados en carnes comiendo hasta reventar, ensuciando sus camisas blancas y sus corbatas estampadas de grasa, dejando resbalar saliva de entre las comisuras de sus gruesos labios. Qué desagradable. Por no hablar del agua; ellos no beben solo agua, y muchas veces se riegan tanto que acaban por volverlo a arrojar por la boca. Sin embargo, el aparato de imágenes que hay en el mueble delante del sofá dice que hay otros muchos hombres que no comen. Y yo me pregunto por qué. Acaso los humanos son tan estúpidos de no alimentarse sabiendo que los llevará a la muerte. Hasta nosotros, que supuestamente no tenemos inteligencia, que solo somos instinto y no sé cuantas chorradas más, sabemos que hemos de comer para vivir. Es así de simple. Cómo es posible que existan hombres que no quieran comer o no sepan que han de hacerlo. Y, mientras, hay otros que parecen comer por deporte, sin hambre y sin reparos hasta hincharse. Los humanos viven en los extremos.

La reproducción es caso aparte. Algunas veces veo a Genaro mirando en el aparato de imágenes a humanos machos y hembras durante la reproducción. Es espeluznante. A mí me da asco porque veo las carnes blancas y flácidas sacudirse. Pero yo le disculpo, porque él siempre ha estado solo. Supongo que ver a otros de su especie juntos le pone contento y a la vez triste. Por lo visto, es un tema que interesa mucho a los humanos.

Y yo no lo entiendo.

Todavía recuerdo el primer día que vi a Genaro. Fue en la tienda de animales y flores. Yo estaba expuesto sobre una balda de cristal. Sobre la balda más alta del mueble situado más al fondo de la tienda. A mi izquierda estaba ella, la lila más hermosa del mundo, aunque para el caso que me hacía, como si le compra un fumigador de helechos. Y a mi derecha estaba él, el tronco de Brasil más orgulloso que jamás ha enraizado la faz de la tierra. Con gusto le habría hecho tragar unas cuantas de mis espinas, pero por desgracia no me puedo mover. Tenía locas a todas las flores de la tienda y, sinceramente, no me extraña, pues era majestuoso. En cierto modo fue un alivio que Genaro me comprara.

Como decía, Genaro entró a la tienda con paso desgarbado, como siempre. Era pleno verano y vestía un pantalón de traje con una camisa blanca de manga corta. De su cuello, más que colgar, se escurría una corbata granate arrugada y pegada a su pecho debido al sudor. La camisa, parcialmente fuera de la cintura del pantalón, ceñía su orondo torso, denotando más si cabe su desmesurada barriga. Piernas y brazos cortos, manos pequeñas y gruesas. Su aspecto no mejoraba llegando a la cara. Su cabeza se asemejaba a un balón de fútbol, redonda y pelada. Tenía, exactamente como a día de hoy, los mofletes sonrojados y las gafas sucias. Y mostraba, como si fuera su carné de identidad, un aspecto tan despistado como bonachón. Mientras hablaba con la dependienta, yo le miraba pensando que ojalá no se fijara en mí, cosa que por otro lado era bastante improbable. Nunca lo hacían. Alguno se acercaba, curioseaba, pero sus gustos no se dirigían a una pequeña bola verde con espinas. Yo trataba de hacerles entender que mi tallo, formado por ocho costillas y cubierto con algunas escamas plateadas, algún día iría adquiriendo altura y perdiendo grosor, y que incluso de mi parte más alta brota en primavera una flor de pétalos amarillos, pero esto es muy complicado cuando uno ni puede hablar ni se mueve. Entonces continuaban recorriendo la tienda y se olvidaban de mí.

Pero ese día no, justo el día en que yo no quería, aquel hombre se fijó en mí. Primero se acercó lentamente, luego se fue acercando más y más, hasta acabar dejando su ojo a escasos cinco centímetros de mis púas. ¡Jesús, qué cerca estaba, y yo no era capaz ni de mover una espina aunque fuese solo medio palmo para estampársela en su ojo de sapo! Después, alejó su calva de mí y se giró hacia la chica de la tienda. Yo traté de disimular, de hacer como que no estaba allí, pero creo que él me seguía viendo. Estaba tan nervioso que no pude escuchar lo que la dependienta le decía, pero creo que era algo bueno de mí aunque fuera mentira, porque Genaro sonrió de par en par, hasta separó los labios, y entonces pude ver su dentadura torcida.

Lo siguiente que vi, fue cómo la mano de la chica agarraba la pequeña maceta de plástico negro donde yo expandía mis raíces, se bajaba de la escalera y me llevaba al mostrador seguida de ese tipo. Yo tenía ya tres años y desde que recuerdo siempre me había visto en esa balda de la tienda. Cuando me trajeron de Méjico, yo era tan chiquitito que no me acuerdo. Era una semilla, y ninguna semilla es capaz de darse cuenta de lo que le pasa. Pues bien, con tres años en el mismo sitio uno ya tenía ganas, muchas, de cambiar de aires y de que algún humano me llevase consigo. Pero aquí el menda tenía metas mucho más altas y soñaba con, por ejemplo, presidir el fastuoso jardín de una gran tonadillera. O escoltar con suficiencia el ordenador de un insigne científico. A mí el destino me tenía preparado otro repertorio. Hoy es el día en que me arrepiento con todas mis fuerzas de haber deseado tal memez. Los hombres acostumbran a decir con la boca muy grande que las apariencias engañan, que no hay que fiarse de la primera impresión. Pero son hipócritas. Todos lo hacen. Prejuzgan antes de conocer, y yo hice lo mismo con Genaro. Me equivoqué, él es mi dueño porque me compró, pero en el fondo es mi padre. Mi vida con Genaro no la cambio por nada. Es un hombre adorable.

Daniela fue artista y de las buenas. Hoy Daniela es ama de casa. Pero hace ya unos cuantos años, cerca de doce,fue cantante y feliz. Nació en el mismo barrio en el que hoy aún sigue, en ese puñetero barrio que la vio crecercomo una niña normal, inquieta y juguetona. En aquel barrio que disfrutó a fondo durante su infancia, correteandosin parar en busca de sus amigas, de una peonza, de una pelota, de una comba, o quizás de un sueño que estuvomuy cerca de no ser imposible.

El tiempo pasaba, y con él los veranos de zanganeo y despreocupación. Daniela continuaba con su carácterinquieto, pero la cabeza poco más asentada que de niña. Se había hecho una mujercita muy guapa y con unagracia especial, ambos atributos que a nadie pasaban inadvertidos. Desde siempre había mostrado inquietud porel baile y la canción, y aprovechaba cualquier ocasión para demostrarlo. No había reunión familiar o de amigosque la joven no deleitara con algún número artístico. Daniela se había sentido siempre muy cerca de todos ellos.

Su apego por la vida le hacía ser una mujer racial y visceral, con mucho carácter. Pero a su vez eradespreocupada, ajena a los asuntos importantes y partidaria del disfrute de la vida al momento. Una especie dePeter Pan con una variante: no es que no quisiese crecer, es que ni siquiera se lo planteaba. Cumplía los añoscomo quien bate récords en un videojuego. La vida era un simple medio para la diversión.

Sus padres se sentían orgullosos de ella. Como para cualquier padre, era la niña de sus ojos, negros como lanoche y brillantes como las estrellas. Su larga cabellera morena realzaba la esbeltez de su cuerpo, que movía consoltura. Su largo cuello resaltaba todavía más su figura, envidiada por más de una y deseada por muchos. Lucíados largas piernas de perfectas proporciones y sutil compás. Y su piel, para qué recordar el olor y la suavidad desu piel. Tal vez todo esto hipnotizaba a sus propios padres que, aunque por un lado acrecentaba su temor y suinstinto protector, por otro mantenía el deseo de mostrar su «trofeo» a diestro y siniestro. Gozaban recibiendoelogios sobre Daniela y parecía que engordaban por ello. Esta era la razón por la cual la joven hacía todo lo que levenía en gana y no recibía reproche alguno, era una especie de venda que tapaba los ojos de sus padres,impidiendo que estos se preocupasen por su futuro, que creían resuelto por el mero hecho de ostentar ese salero.Realmente tuvieron su parte de razón, pues un tiempo después Daniela dio sus primeros pasos en el artisteo.

Fue una mañana de finales de mayo, cuando el sol ya apretaba encima de los tejados de las casas. Aunqueparecía que nunca iba a pasar, Daniela había sentado un tanto la cabeza y al menos un par de veces se le habíacruzado fugazmente un meteorito con forma de responsabilidad por su cerebro. Los daños colaterales produjeronque se presentara a diversas pruebas en las que buscaban jóvenes talentos. Resultado de aquellos intentos, unamañana recibió una llamada.

Estaban todos en el cuarto de estar de su casa, un tercer piso de un bloque de cinco alturas, revestido conladrillo caravista y ventanas de aluminio blanco. Era como una de tantas, la madre preparaba un mantel deganchillo, el padre releía el periódico de ayer antes de bajar a por el de hoy, y la joven miraba la televisión sindemasiado interés, retorcida en el sofá con los pies sobre las rodillas de su padre. Sonó el teléfono.

—Daniela, es para ti —contestó su madre, ya que el terminal estaba en la mesita auxiliar junto a la que sesolía sentar para apoyar la caja de costura. Su hija murmuró algo con pereza y la mujer respondió un tantoincómoda—: No lo sé, hija, no se lo he preguntado.

—¿Quiééééén?, ¿que dice qué?, ¿a mí?

Al cabo de dos semanas Daniela debutaba a la edad de diecinueve en un escenario. Era la segunda margaritaempezando por la derecha, y junto a otras siete servía de fondo a un bosque formado por dos olmos, treschopos y un gran sauce llorón, el protagonista, que a pesar de su nombre resultaba ser muy chistoso, y que sehizo amigo de una pecosa niña vestida de verde. Aunque se trataba de un musical infantil, los padres deDaniela acudieron como si fueran a pisar la alfombra roja del mismísimo Teatro Kodak en Hollywood Boulevard.Tras de sí podrían haber desplegado otra alfombra solo con la baba que se les caía por ir a ver a su niña hechauna estrella del teatro. Disfrutaron y aplaudieron a raudales, pero fue la primera y última vez que pudieronhacerlo.

Daniela perdía a su madre unos meses después, víctima de un triste accidente. Un conductor se dormíadespués de haber ingerido altas dosis de alcohol y empotraba a la mujer y a otros dos hombres contra la paradadonde esperaban el autobús de las doce treinta y cinco. Su padre lo hacía cuatro meses más tarde debido auna infección pulmonar mezclada con una complicación cardiaca y, según los médicos, una gran dosis de pena.Durante esos cuatro meses, Daniela había ido progresando y participando en otras obras de teatro. En unaocasión la habían contratado para formar parte del coro de un prestigioso cantante. Pero su padre ya no tuvofuerzas para ir a verla, sumido en una profunda tristeza desde el día de la muerte de su mujer y hasta el día de lasuya propia.

Las dos pérdidas supusieron un golpe muy duro para la joven. Los primeros meses era como si se la hubieratragado la tierra, desapareció casi por completo. Rechazó incluso algún trabajo, eso sí, de poca importancia.Finalmente, y a fuerza de comprender que la vida no le iba a regalar un plato de sopa en la mesa cada día, serindió a la evidencia. Entonces se le presentó una oportunidad y se lanzó a ella sin remisión.

Un grupo de teatro ambulante necesitaba una «chica para todo». Así rezaba el anuncio, así le cautivó aDaniela y así, tal cual, fue su cometido. Camuflada entre otras dos muchachas, hacía trabajos de figurante y decoro, su voz no contaba demasiado en el grupo, pero sí su cuerpo, y mucho. Y no solo encima del escenario, sinotambién detrás de él. Su presencia en pequeñas obras, verbenas y conciertos de poca monta, mejorabaconsiderablemente la del público asistente y se multiplicaba en un número inversamente proporcional a lalongitud de su falda. A los pocos días, los componentes del grupo comenzaron a exigir lo que para ellos era justopor haberla contratado, convirtiéndose oficialmente en otra de las chicas para todo a que se refería el anuncio.Daniela era joven, alocada y todavía despreocupada, con lo que accedió a cumplir con su cometido al pie de laletra. Su fama entre los subgrupos de esa índole fue creciendo y con ella su caché. De ese modo, en poco tiempoabandonó el grupo para ir trepando hacia compañías, bandas y orquestas de mayor nivel y menor exigencia paracon ellos fuera del escenario.

Tiempo más tarde, Daniela se había hecho ya un lugar en el mundillo artístico y se permitía lujos como el depoder escoger trabajos o el de estabilizarse de nuevo en su casa, en su barrio. En definitiva, vivir en un lugar fijo ydesplazarse cuando se viese en la necesidad.

En cuanto a su persona, Daniela había crecido y se había buscado el pan, pero seguía degustando la vidahasta el límite y paladeando cada una de sus entrañas. Le gustaba mucho la juerga, y también los hombres. Seaprovechaba, gracias a su belleza, de quien quería y vacilaba al que le venía en gana, coqueteando con él ymandándole a paseo de buenas a primeras. Si no le interesaba, un hombre en sus manos podía ser un simplemuñeco de trapo y durar lo que una tormenta de verano. Ellos se rendían a sus encantos y no dudaban enagasajarla en todo lo que quisiese y ella recogía gustosa el guante y los manejaba a su antojo con una maestríasingular.

Bajo esas premisas, en pocos años, Daniela se labró un hueco en el mundo de la farándula. Trabajó enteatro, musical,ballet, galas de televisión, figuración y extra de cine, y canción en general a lo largo de todaEspaña. Lanzó varios discos y participó en festivales a nivel nacional. Se labró un nombre ciertamente famoso.Dentro del mundillo artístico sí era conocida y colaboró con algunos importantes personajes, aunque no tantocomo para llegar a ser un personaje público del calado de los que ocupan páginas de revista o minutos enprogramas del corazón. Pero lo indudable es que donde realmente era célebre era en su barrio. En un entornorelativamente reducido, a nadie pasa desapercibida una persona que alcanza ciertos niveles de popularidad oque sencillamente deja de ser anónima dentro de un círculo más o menos acotado.

2

Una de las pocas mañanas en que se despertó sola en su cama del apartamento que tenía alquilado enfrentedel teatro se desperezaba pensando qué podía hacer ese día. Era temprano, al menos para ella. Eran las diez ycuarto y el sol brillaba con fuerza. Además, era una de las pocas mañanas en la que se levantaba sin dolor decabeza y, lo que era más extraño aún, sin remordimientos.

Daniela no tenía función hasta las ocho de la tarde, en una única sesión. La obra había adquirido una fama sinparangón y llenaba con suma facilidad. Estaba hecha a su medida. Hay que tener en cuenta que era a principios delos noventa y aunque la época del destape había quedado atrás, proliferaban por entonces los programas conchicas ligeras de ropa. La irrupción de cadenas de televisión privadas y espectáculos inspirados en éxitos de otrospaíses como Italia hacían de la revista un género teatral en alza. A la joven, este tipo de obras le venía como anillo aldedo. Sabía cómo ganarse al público, especialmente al masculino. Estaba encantada con su papel, dentro y fueradel escenario. Además, el guion no suponía un esfuerzo demasiado costoso y le permitía unos grandes espacios detiempo libre para dedicar al ocio personal.

Pasó el resto del día hasta que empezara la obra de un lado para otro, de compras, charlando con unos ycon otros, regalando poses a sus admiradores, comiendo en una de las terrazas de moda y, en definitiva,tomando de cada uno lo que le pudiera reportar beneficios.

Media hora antes de comenzar la función, Daniela llegaba al teatro. Le gustaba aparecer en taxi y hacer de sudesembarco una obra de teatro paralela. De este modo creaba expectación, parando en doble fila en la avenidamás céntrica y transitada de la ciudad. La gente se detenía y formaba pequeños corros, contagiados de lacuriosidad del momento. Ella se dejaba ver, dilatando el momento de la entrada al coliseo, para ser observada dearriba abajo.

Nada más entrar, el primer comentario siempre se lo hacía Felipe, el encargado de la tramoya. Conocía a Danielaya de unos cuantos trabajos juntos y tenía confianza con ella.

—Buenas tardes, Marylin. Siento decírtelo, pero hoy apenas había dos docenas de palurdos mirando.

—Ya son más de los que tú jamás soñarías encontrar esperándote.

—En eso te equivocas, yo no soy como tú —respondió el muchacho, aunque en todo momento el diálogo eracordial, incluso de broma.

—¿Ah, sí? ¿Y me puedes decir entonces cómo soy yo? —ella seguía la corriente sin problema alguno.

—Ya lo sabes. En realidad todo el mundo lo sabe. Es conocido tu gusto por lo vistoso y por llamar laatención. No te hagas la sorprendida, que tonta precisamente no eres.

—Felipe, amor mío. Crees que me conoces y no es así —durante este pequeño intercambio de ironías,Daniela no se había ni detenido, y tenía que forzar la voz para que le oyera, pues se iba alejando de él ya unosmetros. Por último, giró la cabeza y con gesto pícaro dio por zanjada la cuestión—, pero estás a tiempo de hacerlocuando tú quieras.

Se cruzó pavoneándose con casi la totalidad del equipo técnico del espectáculo hasta llegar al camerino. Encondiciones normales, todos los artistas compartían un gran vestuario, pero Daniela había exigido uno para ellasola. Si bien no lo había logrado, tenía uno para ella y otra compañera. Era Marina, una chica argentina algomayor que ella, muy simpática y habladora. Por eso a Daniela le había caído bien y no había continuado dandoguerra para conseguir el camerino individual. Cuando llegó, Marina estaba sentada delante del espejoesparciéndose colorete en las mejillas.

—Cada día que pasa me veo más horrible. Envejezco por momentos, Dani. —Marina era la única que llamabaasí a su amiga.

—Sin embargo, yo cada vez me veo más guapa. No me extraña que los vuelva loca.

Bromearon con la ocurrencia, pero ambas sabían que dentro de la chanza existía una gran parte de verdad.

La argentina disfrutaba de esa clase de chistes y seguía con agrado un buen rato de vacile. Por eso soportaba aDaniela y, a su vez, esta permitía su compañía, ya que de tratarse de cualquier otra persona que no encajase suforma de ser, la propia Daniela sería la que la enviaría a paseo.

—¿Cuándo dejarás el maldito tabaco? —espetó Marina con desdén a su compañera, que acababa deencenderse un cigarrillo largo y estrecho acomodado en una kilométrica boquilla de las que se llevaban hacíamucho tiempo en la época del cabaret y que ya estaban en total desuso, solo destinadas a esnobstrasnochados.

—Pues nunca. Ya te lo he dicho muchas veces.

—Tantas como las que haga falta para salvar un par de negros pulmones de su destrucción.

—Tú sí que tienes negra la entrepierna, y llena de telarañas, que hace que no pasa nadie por ahí ni se sabe.

—En eso sí que he de admitir que no puedo competir contigo.

Las dos mujeres volvieron a reír divertidas y cada una continuó maquillándose y vistiéndose para elespectáculo. En el tema de fumar en los vestuarios, en realidad en todo el teatro, existía una especie deacuerdo sucinto mediante el cual nadie echaba humo en parte por no molestar y en parte para no teñirprogresivamente los techos, los decorados, los cortinajes y los vestuarios de un tono amarillento. Para Daniela,otra vez, esta norma —igual que la mayoría— no iba con ella y no dudaba en enfrentarse ferozmente con quienhiciese falta. Por lo general, los demás terminaban dándose la vuelta, dejando la conversación, ante el grado dehisterismo a que ella conducía la disputa. Es cierto que siempre había alguien por encima, directores, dueños deteatros, productores, pero habitualmente también estos cedían finalmente. Y si no era así, Daniela volvía ahacerlo en la siguiente ocasión.

—Mucha mierda —deseaba Marina a su compañera justo después de que tocaran a su puerta para indicarque Daniela debía salir a escena. Con paso firme atravesó la tramoya hasta aparecer deslumbrante en medio delescenario con un enorme foco refulgente que circundaba su cuerpo entero. Un sencillo movimiento de brazoshacia ambos lados, las palmas de las manos abiertas hacia arriba y los labios formando una sonrisa invertida engesto de no saber que estaba ocurriendo, hizo las delicias de los presentes.

—¡Ohhhhh! —así de profunda sonó la admiración embelesada del público. Los hombres suspiraron mirandode reojo a sus mujeres, que no daban abasto en mirarlos a ellos y a Daniela a partes iguales. Aunque no lesquedaba más remedio que reconocer la evidencia y terminaban aplaudiendo a la artista.

Aquella noche fue especialmente buena. Daniela se entregó como pocas noches y los espectadores supieronreconocerlo. Hacía semanas que las críticas coincidían en elogios y la joven iba cosechando éxito tras éxito sinparar. No cabía duda de que se encontraba en la cresta de la ola y no pensaba caer de ella con facilidad. Se sirvióuna copa de champán de una cara botella que un admirador había enviado a su apartamento. La colocó en elborde trasero de la bañera, justo enfrente del grifo, y dejó caer agua muy caliente hasta llenarla tres cuartaspartes. Vertió sales perfumadas y lentamente, casi como un ritual, se quitó el albornoz para introducirse en elagua. Antes hizo sonar el disco de Frank SinatraSwingin´ affair para volver a escuchar su canción favorita: I guessi´ll have to change my plan. Pronto su cuerpo se cubrió de espuma, tomó un largo sorbo de la copa y cerró losojos mientras apoyaba la cabeza en el borde de la bañera.

Sin embargo, a los pocos segundos, sonó el teléfono. Era algo que molestaba sobremanera a Daniela.Pensaba que debía de tener una especie de rara habilidad mediante la cual cada vez que se metía al bañosonaba el timbre o el teléfono. Pensó en no cogerlo, pero desistió ante la idea de que pudiera ser algo importantepara su carrera. Ella era consciente de que el éxito es algo efímero y pasajero, y normalmente desaparece con lamisma velocidad a la que se llega a la cima, de modo que no se debía desaprovechar la más mínimaoportunidad. Así, Daniela descolgó el auricular. No se equivocaba, pues la proposición era, sin duda, sumamenteapetecible.

—Estaré allí dentro de una hora y, por favor, traslade mi más profundo agradecimiento al conde. —Acompañaba su lisonja con una ligera inclinación de la cabeza, como si aquel mayordomo la estuviese viendo. Elhombre había invitado a la vedete a una fiesta que pensaba celebrar esa misma noche en su palacio, rodeado dela flor y nata de la sociedad.

Daniela se agitó nerviosa una vez hubo colgado el auricular. Acostumbraba a acudir a fiestas, lucirse en saraosy ser el centro de atención. Sin embargo, en esta ocasión era consciente de que no iba a ser la estrella ni muchomenos, más al contrario podía pasar desapercibida o peor aún, convertirse en el pulpo del garaje. Apenas unpuñado de hombres y mujeres la conocerían y podría pasar que esos mismos cuchichearan sobre ellapreguntándose qué hacía una mujer así en esa clase de fiesta. Yendo aún más lejos, imaginando que todopintara inicialmente bien y Daniela se inmiscuyera en cualquiera de los círculos de conversación, ¿de qué iba ahablar con esa gente? Los temas que ella trataba eran chabacanos y llenos de dobles sentidos, no apropiados aese nivel de público. Pronto se darían cuenta del escaso verbo de Daniela, de su incultura y su simpleza.

No obstante, la fiesta se iba a celebrar y ella debía estar allí. Un impulso invisible tiraba de ella de todosmodos y le musitaba al oído que no podía perder la más mínima oportunidad. Así que llenó de nuevo la copa conchampán y bebió de un trago todo el contenido. A continuación se dirigió al armario, repleto de vestidos de fiesta.Durante un buen puñado de minutos permaneció delante del vestidor decidiendo cuál de ellos era el adecuadopara la ocasión. Unos le parecían demasiado atrevidos, otros lo contrario, de colores harto llamativos, escotesexcesivamente pronunciados... Finalmente se decidió por uno negro, sobrio, elegante, pero a su vez llamativo,palabra de honor, gran abertura a la espalda y ciertas zonas de transparencias que dejaban trabajo a laimaginación. Lo sostuvo en alto, con los brazos extendidos, y una vez más dio su confirmación. A continuación,lentamente, lo posó con delicadeza sobre la cama impidiendo que se arrugara. Se deshizo del albornoz rosa,dejándolo caer sobre la alfombra, y se quedó totalmente desnuda, preparada para enfundarse el vestido.Todavía permaneció unos instantes en cueros. Le encantaba hacerlo a menudo. Disfrutaba del aire corriendo entresu cuerpo y experimentaba una sensación de libertad que pocas otras cosas podían proporcionarle. De prontotuvo una idea.

—¿Marina? Sí, cariño. Soy yo. Verás, tengo un plan magnífico para nosotras —la voz de Daniela se tornómelosa—. Sí, esta misma noche. El conde de Ruiponce... ¿Que no sabes quién es? Eres una asquerosa paleta. —Sonaron risas a ambos lados de la línea—. Que ya, que yo tampoco. Bueno, que nos invita a descocarnos a todotren y encima a gastos pagados. Dice que no faltará de nada: hombres ricos, guapos, ricos, inteligentes,elegantes, ricos…

Daniela adornaba más aún la invitación, pues en ningún momento había recibido tantos detalles, peroquería que su compañera acudiera con ella. Su plan pasaba por llevar consigo a Marina a modo de carnaza, paradescargar sobre ella el papel de zafia desleída. La conocía y sabía que era vulgar y, especialmente, menos listaque ella, y a su lado Daniela podría brillar y tapar sus vergüenzas. Era así capaz de utilizar a una amiga paradespedazarla por su propio interés. En realidad no tenía amigos, simplemente contaba con peones paradefenderla en su papel de reina del tablero.

—Bien, ¿qué dices?, ¿cómo quedamos?

Sin embargo, y por mucho que insistió, la argentina no quiso acompañarla. Ajena a la estrategia deDaniela, Marina no tenía ganas de salir aquella noche y se había atrincherado en el sofá para ver una películacon un bol enorme de palomitas delante. Pensaba llorar a moco tendido con una de amor a la americana, en laque no debería faltar Julia Roberts.

Daniela, irritada y aturdida —no aguantaba negativas por respuesta muy a menudo—, se tuvo que tragar suorgullo y, después de engullir otra copa de champán burbujeante, se introdujo el ceñido vestido negro sin ropainterior alguna.

Llegó al palacio cinco minutos después de lo acordado. Justo el tiempo adecuado. Siempre empleaba este truco.Lo tenía estudiado, lo preciso para una espera moderada en la que el hombre no se aburriera ni se impacientara,pero tampoco en punto para no provocar un sentimiento de celeridad por la cita. Realmente daba igual, porqueen este caso nadie esperaba especialmente su presencia.

En la puerta la recibió el mayordomo, que recogió su chal. Apenas anduvo unos pasos, supo que no se habíaequivocado augurando la clase de fiesta de que se trataba. Trajes impecables en los hombres, corbatasrematadas con alfileres dorados y pañuelos en las solapas, vestidos largos y adornos en los elaborados peinadosfemeninos, decenas de camareros impolutos cargados con bandejas repletas de licores de todos los colores ycanapés de exquisita presentación. Un músico sentado al piano acariciaba las teclas, dejando volar de fondomúsica clásica. Daniela dejó escapar un casi imperceptible resoplido. Prefería para divertirse otro tipo deambientes, aunque no para consolidar su sitio en la sociedad. Había acudido en varias ocasiones a salas deconciertos que iban proliferando a gran velocidad en la ciudad. Todavía permanecía reciente un movimiento quedieron en llamar «la movida» y que había ganado un gran apogeo. Daniela se acordaba ahora de esos locales,repletos de gente moderna, con intenso olor a laca. Le venían a la cabeza las canciones, ácidas, con letrastrasgresoras y voces cansadas de intérpretes de profundas ojeras. Le gustaba mucho Alaska, de la cual admirabasu espíritu indomable, su tendencia a romper las reglas y a no importarle en absoluto lo que los demás pensarande ella. También disfrutaba escuchando a Los Secretos, Nacha Pop, Gabinete Caligari, Tequila, Glutamato Ye-Ye,y un muchacho alto, de largo tupé, llamado Loquillo, del que Daniela aseguraba tenía buen porte. Los jóvenesbuscaban sorprender cuanto más mejor luciendo estrambóticos peinados —o despeinados, como solía pensarella— e incluso los chicos se pintaban la cara. Los pantalones de campana dejaban paso a los de pitillo, laspatillas anchas y largas a la gomina y los pelos de colores.

Pero ahora estaba allí, rodeada de aristócratas y gente importante. Y debía adoptar rápidamente el chip, y paraeso Daniela era un camaleón excelente. Miró a ambos lados y de nuevo le sobrevino el temor a no encontrarse a laaltura. Poco sabía lo mucho que se equivocaba, pero no tuvo más tiempo para pensar. Una mano la tomó del brazomientras la dirigía suavemente al frente.

—Querida, la estábamos esperando.

El mismísimo anfitrión, el conde de Ruiponce era el dueño de esa mano, tan áspera por otro lado. «Menudocarcamal, parece que en vez de cara tiene una uva pasa», pensó para sus adentros Daniela, mientras para susafueras mostraba una sonrisa tan grande que por poco se agrieta los labios.

—Es todo un honor tener a la artista más importante del momento, le aseguro, señorita, que teníamosmuchas ganas de que nos honrara con su presencia uno de estos días —continuaba el noble amable ysinceramente hablando.

—Oh, no. Señor, el honor es mío —devolvía Daniela el cumplido. Una vez más, Daniela no había estudiadodemasiado, no era inteligente, pero sí lista y sabía mucho de la vida, cosa de la que no muchos de los allípresentes podían presumir.

—Por cierto, mi nombre es Leonardo, López de Hermida por añadidura.

—Yo soy Daniela.

—Lo sé.

—Es una fiesta magnífica.

—Gracias, espero que se divierta, aunque seguramente será difícil para usted, acostumbrada a personasmucho más ocurrentes que estas —el anciano lo decía de corazón, asumiendo el carácter severo de sus galas.Entonces guiñó el ojo con complicidad a Daniela—: La mayoría son unos aburridos señores con cargos, con unavida dedicada al trabajo más coñazo que existe y con esposas arrogantes y flatulentas. Pero, rebuscando, puedeencontrar a alguien con un corazón indomable del que disfrutar algún buen rato.

—Como usted.

—Como yo.

Y sonriendo se aproximaron a un grupo de hombres y mujeres. A Daniela el conde le había caído muy bien y,lo principal, le había hecho más fácil la complicada tarea de entrar en el meollo. Se sentía mucho másdesenvuelta y arropada. Leonardo comenzó a presentarla.

—Amigos, por si alguien no conoce a esta belleza de la naturaleza, ella es Daniela Acosta. Interpreta aClementina, una tierna vendedora de huevos en el Teatro Apolo.

—Bueno, veo que no se ha perdido detalle de la función, conde —soltó Daniela con picardía, confirmando surecién encontrado estado de relajación.

—Sí, tiene razón, pero celebro que la condesa se halle dos corros más allá.

Todos rieron suavemente y las mujeres se taparon la boca al hacerlo.

—Este es mi buen amigo Antonio Meneses, arquitecto. Y a su lado, su compañero desde hace muchos años,don Eleuterio Hidalgo, aparejador.

—Encantada. —Daniela se preguntó qué demonios sería un aparejador. Mira que había profesiones raras enel mundo, con lo fácil que era ser actriz, carnicero o agricultor. Pero sonaba a que había que estudiar mucho.Aunque, mirándolos bien, parecía más estúpido el arquitecto. Y más estirado.

—¿Así que vendedora de huevos? —un nuevo tipo se dirigió a ella, abriéndose paso desde segunda fila.

—En realidad no los vendo. Los recojo de la granja de mis padres.

—¿Y una muchacha tan resuelta vive en una granja con sus padres ancianos?

—Creo que todavía no he escuchado su nombre. Antes de venir me habían asegurado que me iba aencontrar un montón de gente educada. —Ante el cariz que iba tomando el diálogo, Daniela decidió cortarlo deraíz. En otras circunstancias, por ejemplo, estando sola con él, no lo habría hecho, pero delante de tantos oyentes,la opción adecuada era mostrarse tajante desplegando su lado irónico. Era mucho más eficaz mantener a raya atodos los abejorros y luego decidir por sí sola a cuál de ellos permitiría dejar utilizar su aguijón.

—Cómo he podido olvidarlo. Le pido mil perdones.

—Aún no lo ha enmendado.

—Mi nombre es Gonzalo Medina.

—De acuerdo. Excusas aceptadas. Los padres son lo mejor que tenemos en la vida y a los que hemos deagradecérsela, pues de otro modo no estaríamos en ella.

—Sin embargo, nada es para siempre. Y algún día todos debemos ser padres para tener hijos a quien darvida, y así sucesivamente. —El hombre pareció interesado en continuar la conversación.

De ese modo, Daniela había salido bien parada, se había introducido y había dado una imagen más quedecente. Ella misma se sorprendió del hecho de mantener una conversación de tú a tú con alguien mucho máscultivado que ella. Y encima con público. Pareció inteligente y sirvió a Daniela para confiarse y sentirse crecidadurante toda la noche.

Decidió dar un paseo, pues no había podido ni fijarse en el lugar. Se encontraba en elhall del palacio, unadespejada estancia que servía de distribuidor a todas las habitaciones de la planta baja. «Es más grande quetodo mi apartamento», pensó Daniela admirada, pues le encantaban las casas grandes. En el frente, arrancabauna escalera que daba acceso a las dos plantas superiores, dedicadas a habitaciones y la última al personal deservicio. La barandilla era de sólida piedra que formaba volutas en los balaustres y quedaba rematada porbolas macizas. Los peldaños, al igual que el resto del solado del palacio era de un mármol jaspeado que laartista jamás había visto. Brillaba de un modo tan intenso que más de una vez creyó que iba a resbalarirremediablemente. Prosiguió su camino entre la numerosa cantidad de invitados, sintiendo multitud de ojosclavados en su persona. Se dirigió hacia la derecha y fue girando en sentido inverso a las agujas del reloj. Enprimer lugar encontró un inmenso despacho, sin duda el lugar de trabajo del conde. Daniela concluyó que unseñor de esa clase no tenía necesidad de trabajar, con lo que no entendía qué pintaba semejante sala; puraostentación, seguramente. Los empanelados de noble madera de nogal cubrían totalmente las paredes,haciendo juego con la mesa, del tamaño de una de ping-pong. La siguiente puerta conducía a la biblioteca,repleta de volúmenes agolpados en estanterías que discurrían de suelo a techo, sobre las que se apoyabanescaleras auxiliares. Los techos de las estancias eran altísimos y la vista se perdía en libros de todos los colores,entre los que destacaban incunables y reliquias de lujosas pastas de cuero y piel cosidas a mano. A pesar deello, a Daniela no le interesaba tanto esto y siguió bordeando elhall. Para atravesar al margen izquierdo, sedebía pasar por debajo de la escalera. El pasadizo era curiosísimo a la par que coqueto. Aprovechando lainclinación de la losa de la escalera, se había construido un medio arco de escayola del que se dejaban colgaradornos de todo tipo: flores, hojas, lazos o campanas. Al final del otro extremo había otro medio arcoexactamente igual, y entre ellos se extendían traviesas de vías de tren a modo de vigas de madera. Era unpequeño paso, pero muy vistoso. La luz cenital estaba dispuesta al detalle, insinuando estratégicas sombrasque adornaban aún más el túnel. Al otro lado del zaguán se encontraba la cocina, cerrada a cal y canto, parauso exclusivo del servicio, y el gran salón. Pero Daniela no iba a llegar, de momento, al salón.

Bajó la cabeza, pues admiraba la iluminación entre vigas, y se topó de narices con una mujer poco mayorque ella. Fue literal, ya que la nariz de la otra era extremadamente larga y puntiaguda. A Daniela le recordó a lamadrastra de Cenicienta, así que el encuentro ya empezaba con mal pie.

—Usted debe de ser a quien llaman Daniela Acosta, ¿verdad?

—Así me llaman porque es mi nombre. Y a usted, ¿cómo la llaman? —A la vista saltaba la tensión entreambas. No es que Daniela estuviera esta vez predispuesta a ello, pero la pregunta, y sobre todo el tono al hacerla,no favoreció la exaltación a la amistad.

—A mí no me suelen llamar por mi nombre, sino por mi título. Marquesa de Peñagarda.

—Ya. La pena es que a mí me gusta llamar a las personas por su nombre.

—Vaya, ya me habían advertido sobre usted y sus desplantes.

—Me alegro. Así no se ha sorprendido.

—Entonces, ¿cómo piensa dirigirse a mí si no acostumbra a tratar a las personas como es debido? —laaristócrata continuaba ahondando en la herida, dispuesta a terminar fuese como fuese la afrenta.

—Es muy sencillo, basta con no dirigirme a usted. Creo que ambas podremos superarlo.

Daniela estaba furiosa por dentro, pero aparentaba tranquilidad. Sabía contener sus impulsos a la primera,pero no respondía de ellos más tarde. Quiso evitarla y dio un paso hacia delante, pero la mujer se interpuso.

—Sin embargo, yo sí tengo interés en su persona.

—¿Puedo saber a qué se debe ese honor? Yo no soy un personaje importante. No pertenezco a su círculo.

—Eso es cierto. —La mujer arqueó las cejas. Era alarmantemente delgada y vestía de rosa palo, dejando ala vista sus huesudos hombros. Su expresión al hablar tenía algo que a Daniela no gustaba, tal vez su rostroenjuto que marcaba en demasía las facciones. Su aspecto cadavérico daba un carácter adusto a sus palabras,que suscitaba en quien escuchaba cierto resquemor—. A pesar de ser una absoluta desconocida, parece quelevanta pasiones allá donde va.

—Cualquiera que trabaja encima de un escenario lo hace.

—No estoy tan segura.

—Bueno. No hace falta pensar mucho, basta con ver los artistas de cine o cantantes que son aclamados porla gente. Está claro que si no estuviesen en esa posición, muy pocos por la calle se fijarían en ellos.

Daniela se preguntaba por dentro por qué estaba tratando de justificarse ante aquella mujer. No encontrómotivo alguno, así que se prometió no alargar más inútilmente la conversación.

—He visto las caras y no son como en otras ocasiones. Conozco a los hombres y sus expresiones. —Lamarquesa no estaba por la misma labor que Daniela.

—En cualquier caso, señora, no es mi problema.

—Lo dudo.

—¿Está insinuando algo que yo no sé?

—María Magdalena no tenía intención de provocar en el hombre más puro del mundo un sentimiento para elque no estaba preparado. Lo que no queda claro es que ella no lo supiese.

¿Aquello era posible? Le estaba llamando puta en sus narices. Nadie jamás lo había hecho y no estabadispuesta a permitirlo. Respiró hondo e intentó contar hasta diez, pero abandonó en siete.

—¿Es tan amable de sujetarme la copa un segundo?

La aristócrata portaba un champán ya casi sin burbujas en una fina y alargada copa, mientras que la suya erade vino tinto. La otra extendió la mano con la forma preparada para sujetar el envase. Daniela, en un rápidomovimiento expulsó con violencia el contenido en el vestido de la marquesa, justo sobre su pecho. La mujer sequedó patidifusa y no le dio tiempo a reaccionar mientras Daniela le colocaba la copa vacía en su mano y le dabalas gracias al tiempo que se daba la vuelta y se iba alejando sin prisa.

En el pasillo, bajo la escalera, donde se produjo el altercado, no había nadie más en ese momento. Lamarquesa en un principio se enfadó todavía más por este hecho, pero luego se consoló pensando que quizá fueramejor así y que era preferible ahorrarse semejante bochorno. El granate intenso fue tiñendo poco a poco su ropamientras la empapaba y se extendía sin remisión. Ahora lloraba de rabia e impotencia.

Daniela caminaba impasible hacia el inmenso salón. De vez en cuando miraba en dirección a la escalera yse apercibió de que la noble no salía del pasadizo. Más tarde, aproximadamente una media hora después, viocomo salía de allí completamente pegada a la espalda de otra señora, ocultándose hasta desaparecerescaleras arriba y con la cara más colorada que el vestido. Solo entonces sintió un atisbo de arrepentimiento,aunque solo eso.

Dentro de la sala principal bullían las conversaciones, las risas comedidas y los saludos fingidos. Se tratabade una gigantesca estancia dividida en zonas expresamente preparadas para la fiesta: la central estabadespejada y era donde se concentraba la gran mayoría de la fiesta, esparcida en pequeños grupos que charlabany bebían bajo la luz de la fastuosa lámpara central, abarrotada de miles de lágrimas de cristal y enganches deoro. Entre ellos correteaban camareros ataviados de un mismo exquisito uniforme en el que resaltaba la pajaritaplateada. Portaban bandejas de licores de todo tipo y color, y de canapés, cruasanes y bocaditos. A Daniela se leantojó que alguno de ellos, jóvenes en su mayoría, quedaba sugerente ante sus ojos con ese porte marcial y esosrostros con muecas inexpresivas pero amables. Hacia los márgenes del salón se habían situado mesas dondelos más mayores disfrutaban del descanso y la buena tertulia. En uno de los vértices había otra zona aún máscómoda, formada por mullidos sofás y sillones con amplios apoyabrazos, delante de un frondoso rincón repletode plantas y flores de las especies más extrañas y exóticas que uno pudiera encontrarse. Desde este lugar sedivisaba a placer el rincón anexo, el que ocupaba un pequeño escenario donde una guapísima joven de colorcantaba suavemente una dulce canción con la melodía de fondo de un piano que acariciaba un hombre vestidode frac.

Daniela hubiera preferido un ambiente más movido, pero poco a poco, y con ayuda de alguna copita queotra, se fue acoplando a la situación. Circulaba entre los asistentes revoloteando como un colibrí y participandoen las tertulias en cortos espacios de tiempo, lo justo para dejar su impronta. Se hizo muy popular y querida entreellos. De la mano de Leonardo, el conde de Ruiponce, conoció a muchos personajes interesantes —según ella, nocomo personas sino como personalidades—. Pero sin saberlo, uno de ellos cambiaría para siempre su vida.

El salón desembocaba en una gran terraza abierta por completo, embaldosada con gres blanco y negro amodo de tablero de ajedrez. Era ya noche cerrada y en uno de los rincones lucía tenue un farolillo de forja conribetes curvos. Se aproximó a él y se acodó en la barandilla de piedra. Corría una brisa fresca que provocó unpequeño escalofrío en la joven. La terraza estaba en alto sobre un fastuoso jardín, tupido a más no poder. Entrelas incontables plantas, árboles y flores discurría un laberinto recortado a partir de un alto seto de boj. Cadapocos metros se abrían claros adornados con bancos de madera noble, figuras de barro y farolas de hierro yvidrio. A Daniela le invadió un halo de romanticismo allí, asomada en el balaustre. Se sentía vulnerable y asípareció entenderlo él. Daniela giró la cabeza al sentir movimiento a su espalda. No le había oído, pero sí sentido.Un hombre permanecía detrás mirándola y sonriendo. Tenía dos copas de champán en la mano. Otra debilidadde Daniela. Por un momento pareciera que la conocía de toda la vida. No era así, pero sí la conocía de hacía unashoras.

—Preciosa —con voz penetrante, el hombre rompió el hielo.

—¿Perdón?

Daniela se quedó de piedra. No acostumbraban a ser tan directos con ella, al menos en situaciones distintas auna discoteca a las cinco de la mañana. De pronto le reconoció. Era aquel impertinente que se había inmiscuidoen la conversación nada más llegar a la fiesta. Gonzalo, recordaba ella que se llamaba.

—La noche, me refiero.

—Claro, ¿qué otra cosa podía ser? —Se sintió aliviada, aunque no podía evitar una pequeña decepción.Aunque no le gustara aquel tipo, cualquier piropo le hacía sentir bien. Sin embargo, mirándolo bien, no estaba tanmal. Tal vez fuera el momento, el lugar o la chispa del champán. En todo caso, algo tenía el misterioso hombre.No era guapo, pero sí en cierto modo atractivo. Era mayor que ella, pero eso nunca supuso un problema paraDaniela. Tenía estilo y estaba bien vestido, clásico pero con clase. En la calle no se hubiera fijado en él, pero susmovimientos, su serenidad y su forma de hablar tenían algo que le convertían en interesante. Se dijo que queríaconocerle y se dejó llevar por la situación. Se fijó mucho en sus manos, siempre lo hacía en un hombre. Legustaban fuertes, y este sujetaba la copa con firmeza. Sabía qué hacer con ellas, cómo colocarlas en cadamomento.

—La he visto aquí, sola, y he pensado que quizá le apetecería una copa.

—Quizá. ¿Y qué le ha llevado a gastar unos segundos en pensarlo?

—Bueno, con tanta gente que hay dentro de la fiesta, que esté aquí solo puede significar dos cosas.

—Estoy ansiosa por conocer su teoría —jugueteó, interesada en el desenlace de aquel diálogo.

—O añora a alguien que no está aquí en este momento, o todo este puñado de carcamales la aburrimos hastala extenuación.

—Aunque no lo crea, no es ninguna de las dos opciones. Tal vez estoy esperando que mi príncipe azul aparezcapara no dejarme montar en la calabaza que viene dispuesta a llevarme a casa.

En ese preciso instante, Daniela marcó una media sonrisa en su boca y se giró hacia el jardín, dando laespalda al hombre.

—Vaya. No esperaba realmente que hubiese una tercera opción tan dispar.

—Yo antes tampoco pensaba que existiera vida en otros planetas. —La joven señaló a la luna—. Y sinembargo no pondría la mano en el fuego.

Daniela alzó el brazo y señaló la espectacular luna, redonda y brillante, que refulgía aquella noche comoninguna. El comentario no había sido gratuito, sino absolutamente aposta para que él se fijara en el satélite. Eraalgo que pocas veces fallaba, y el escenario estaba hecho a medida.

—Es preciosa.

Daniela se volvió rápidamente con los ojos bien abiertos. «Sabía que esto no fallaba», se dijo para susadentros al tiempo que esperaba el paso hacia delante de su acompañante.

—La luna, me refiero.

Ambos se echaron a reír, aunque Daniela solo por fuera. La ocurrencia del hombre la descolocó porcompleto. O la estaba poniendo a prueba o era ella la que se imaginaba algo diferente a él. Se lo había puesto enbandeja y él había rechazado el dulce. No es que estuviera especialmente deseosa, pero odiaba que larechazaran con tanta obviedad.

—Gonzalo, ¿verdad? —Era el momento de ir por otros derroteros.

—Medina.

—¿Es usted adivino? Lo digo por lo de las opciones por las que estaba sola en la terraza.

—Oh, no. Soy médico. Mucho menos interesante que lo de las adivinanzas.

—Pero mucho más práctico. Y útil, ¿no cree? —«Y mucho más rentable», pensaba Daniela al mismotiempo. Aquello había sido la puntilla que necesitaba para lanzarse a la piscina. En ese momento era como untoro levantando la pata trasera y echándose arena sobre el lomo y humo por la nariz, presto a embestir sobreel capote. Solo que la capa esta vez era bata, y blanca, con una cruz roja pintada en el bolsillo.

—Eso depende de los enfermos —esta vez Gonzalo sí había mordido el anzuelo hasta las branquias—, hayquien queda satisfecho con el tratamiento y quien prefiere otro doctor.

No dio tiempo a más, Daniela fue la que dio el paso adelante y acercó muy despacio sus labios a los deGonzalo. Él la tomó por la nuca y cerró los ojos.

3

Son las diez y veinte de la mañana y Genaro está todavía roncando en la cama, aquí a mi lado. Lo veo en este reloj horrible con los números en luz roja que parecen amenazarme. No sé por qué este hombre me coloca todas las noches en la mesita junto a eso. No me cae bien, porque alguna vez que yo aún estoy dormido de repente empieza a pitar sin ton ni son, como un árbitro de tercera. Sospecho que lo hace para fastidiarme cuando se da cuenta de que no estoy despierto.