Carlos IV en la Rápita - Benito Pérez Galdós - E-Book

Carlos IV en la Rápita E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. Carlos Vi en la Rápita es el séptimo volumen de la cuarta serie.-

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Benito Perez Galdos

Carlos VI en la Rápita

 

Saga

Carlos IV en la Rápita

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726485011

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

—5→

- I -

Tetuán, mes de Adar, año 5620.

¡Vive Dios, que no sé ya cómo me llamo! Yahia dicen los del Mellah al verme; Alarcón me saluda con apodos burlescos, Profetángano, Don Bíblico; para algunos moros maleantes soy Djinn, que quiere decir diablillo, geniecillo; y mi venerable amigo el castrense don ToroGodo me ha puesto el remoquete de Confusio (con ese). Cuando me recojo en mí, y examino y desdoblo mi personalidad, ahora tan envuelta sobre sí propia, vengo a reconocer que soy aquel Juan que vino de España con el Ejército de O'Donnell, trayendo consigo poco más de lo puesto, un humilde y no manchado apellido, que creo era Santiuste, y una condición que tengo por sencilla y mansa, la cual, dividida en cuartos, me da tres partes de galán enamoradizo y un cuartillo de poeta. Tal soy, tal fui. Quiero reconstruir mi ser sintético, y fundar en él la nueva conciencia —6→ que necesito al cabo de tantos trastornos, en ésta mi africana vida tan atropellada y exuberante.

Si apenas sé cómo me llamo, tampoco me doy clara cuenta de la religión que profeso, pues las tres que aquí tenemos, confunden en los espacios de mi espíritu sus viejos dogmas y sus ritos pintorescos. Y ved aquí que yo, el hombre de las grandes confusiones, el panteólogo desmemoriado que, al descuidar la fijeza de su nombre, borra con igual descuido los nombres de las cosas, me meto a refundir en una sola creencia las tres que aquí los humanos practican, divididos en castas, familias o rebaños, con sus marcas correspondientes. Adviértase que la síntesis religiosa es para mi uso particular y exclusivo goce, sin ningún prurito de apostolado ni cosa que lo valga. Las tres me mandan que ame a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a mí mismo, y que perdone las ofensas; las tres me señalan la vida perdurable como fin sin fin de nuestro ser, y me ofrecen recompensa o castigo conforme al valor moral de mis acciones, mientras me tiene Dios estacado en la sociedad humana, paciendo en las no siempre fértiles praderas de la vida fisiológica.

Ninguna creencia monoteísta me manda matar ni robar; pero veo que todas violan el precepto en las guerras y trapisondas, mayormente si éstas son traídas por el furor pietista de los pastores que nos guían en este mundo, y en los caminos para llegar —7→ felizmente al otro. Yo ni mato ni robo, y considero la guerra como el pecado mortal de las naciones. En el tratado del amor de mujer manifiestan las tres hermanas... (que así las llamo por no encontrar nombre adecuado con que designar su indudable parentesco)... manifiestan, digo, divergencias mayores que en otros delicados puntos. Cuál dice que nos casemos con una sola; cuál, que con cuatro; y alguna se nos muestra tan adusta y regañona en lo concerniente al trato mujeril, que, si obedeciéramos con rigor inflexible sus crueles prohibiciones, dentro de un par de siglos no habría ya mundo para contarlo. Pastores y rebaño infringen con tácito acuerdo la inhumana ley que proscribe toda alegría, y así, con el prohibir y el infringir bien alternados, con este ten con ten, como dijo el otro, rebaño y pastores van tirando hasta el fin de los siglos.

En verdad os digo que no me ha costado grandes quebraderos de cabeza encontrar la idea fundente de los distintos criterios con que éste y el otro Decálogo tratan de regular la máquina de nuestras pasiones. Yo cumplo, yo infrinjo conforme a supremos dictados de humanidad viviente y creadora, y al punto me sale la ley de indulto que acalla mi conciencia, reconciliándome con las soberanas leyes... Espero que este relato de mi vida en tierras africanas me dará nuevas ocasiones de explanar con detenimiento materias tan sutiles, y ahora, puesto —8→ a infringir, quebranto el método natural de toda narración, y divago a mi antojo, volando de idea en idea y de impresión en impresión.

Sabed que algunos días me levanto y me acuesto con la firme creencia de que vivo en el más bárbaro país del mundo; sabed que no pocas noches me acuesto y me levanto con la idea de que he venido a caer en un país donde debemos aprender la civilización antes que enseñarla. El caviloso examen de estas contradictorias opiniones mías a veces me ocupa mañanas y tardes, sin que de mi tenaz raciocinio salga el término discreto en que pueda fundar la verdad. Me interrogo y no sé qué contestarme. «¿Por qué ha de ser signo de incultura el anónimo de estas calles, plazoletas, encrucijadas y pasadizos? ¿Qué va ganando Tetuán con el furor bautismal de los españoles, que no paran estos días de clavar rótulos en todas las vías urbanas, trayéndonos acá la enfadosa titulación de las calles europeas? ¿Son los tetuaníes mejores de lo que eran porque se llame calle del Rey lo que antes llamábamos, sin letrero alguno, Kaisería; calle de Cantabria la extensa vía de Trankats, y de Chiclanala famosa El Haddadin?». Los vencedores estampan en el cuerpo de la ciudad conquistada la marca de su prepotencia; en él practican una especie de tatuaje con los nombres de todas las unidades de su ejército y los de famosos territorios y pueblos de España. Ojos de Manantiales —9→ ha venido a ser un diccionario de la guerra y de la paz. Los tetuaníes hojean el indigesto infolio sin entender una sola letra; saben que están vencidos; sienten la mano del dominador; pero miran con desprecio las muestras de su escritura y lenguaje que el español va pintando en las paredes. Yo digo: «Bautizando calles, nada conseguiréis. En las poblaciones marroquíes no habría calles si no fuera indispensable un poco de suelo común para ir de un edificio a otro. Dejaos de callejear, y buscad la vía por donde penetréis en los corazones».

Ayer comí con Alarcón y Rinaldi en la Judería, donde reside el primero. Ambos se burlaron de mi ropa moruna, invitándome a reponer en mi persona las decorosas prendas del vestir europeo. No me mordí la lengua para defender mi vestido y prestancia, y despotriqué furiosamente contra el odioso pantalón, incómodo y deshonesto, contra las chaquetas y levitas de lúgubres colores, contra los acartonados cuellos de las camisas y las ridículas corbatas que nos oprimen el pescuezo. «Cuando me acuerdo -les dije-, del sombrero de copa, y de que yo he llevado ese absurdo chapitel sobre mi cráneo, viendo en derredor mío, día y noche, innumerables seres humanos afeados de igual manera, creo haber despertado de angustiosa pesadilla, en la cual soñaba yo, y medio Madrid conmigo, que éramos tubos de latón, y que por la cabeza despedíamos todo el —10→ humo de las vanidades humanas». Ya empiezo a dudar de que tales sombreros hayan existido y de que yo me los haya puesto; ya veo representada en ellos toda la impertinencia meticulosa y refistolera de lo que llamamos Administración Pública, la oquedad del OrganismoBurocrático, nuevo poder erizado de fórmulas, de ataduras, de pinchos, y que al exterior trata de hacerse imponente con su empaque en cierto modo sacerdotal. Casullas me parecen las negras levitas, y mitras los sombreros de copa. Vistos desde aquí los señores de mi tierra y los primates de la política, me inspiran miedo supersticioso. Su saludo, quitándose el tubo y volviendo a ponérselo sobre la cabeza, en casi todos calva, me hace el efecto de un signo hierático, como el gesto de aquellos figurones que decoran los monumentos egipcios o babilónicos.

De estas extravagancias mías se ríen Alarcón y Rinaldi, y el moro de Guadixme contesta con otras más graciosas y peregrinas, acabando por darme la razón y renegar conmigo de algunos usos europeos. Alegrábamos nuestra comida con burlas y chascarrillos, poniendo en caricatura el habla dengosa de las hebreas que nos servían, hijas de Abraham Mendes, en cuya casa, que no es de las peores del Mellah, tiene Alarcón su alojamiento. Este Abraham es hermano de JakubMendes, y como él, tratante en piedras y metales preciosos. A dos pasos de allí, en la calle que ahora lleva el rótulo de —11→ Numancia, tengo yo modestísimo albergue que me proporcionó Simi, pared por medio con su casa, y que amueblamos con prestados trebejos, tapicería y cerámica. Luce nuestro ajuar más de lo que debiera por el buen gusto con que todo lo apaña y adereza Yohar, cuidando de que en cada objeto se vean de cara las partes libres de manchas, deterioros o desgarrones, y de que queden en la obscuridad las estragadas por el uso y el tiempo. Tal es el arte de mi compañera, que nuestra casa, en la cual estamos como en un estuche por su extremada pequeñez, parece bonita sin serlo realmente, y hasta nos da la ilusión de holgura en su exigüidad molestísima. Influye no poco en esto nuestra imaginación, que desde los días del rapto no cesa de construir en derredor de nuestra pobreza un mundo risueño y grato: gracias a ella, lo duro se nos vuelve blando, ancho lo angosto, y cuando yo, poniéndome en pie con descuido, sin acordarme de la corta altura de la estancia, doy con la cabeza en el techo, las estrellas que veo son los luminosos ojos de Yohar... La imaginación nos calienta el comistraje que frío recibimos de las manos de Mazaltob, y nos disminuye considerablemente el número de pulgas y de otras perversas alimañas que de la casa de Simivienen a la nuestra, en busca del pasto abundante que les ofrecen los cuerpos jóvenes...

Otra vez divago, lector mío: no puedo sujetar mi versátil pensamiento, que se me — 12→ tuerce y ladea cuando más en derechura quiero llevarlo... Recojamos y anudemos la hebra interrumpida. Digo, pues, que Alarcón y Rinaldi, después que almorzamos, me llevaron a dar un paseo por la ciudad, y al cabo de unas vueltas perezosas por las calles próximas al Zoco fuimos a parar al Fondac, que es como decir parador, lugar de reposo y transacciones comerciales, que los españoles han transformado llevando a él la cháchara morosa de los casinos de allende. Oficiales de distintas armas tomaban café bajo el emparrado sin hoja que entre las dos crujías del local forma un techo completamente ilusorio. Con unos y otros charlamos, hasta que, secos nuestros gaznates, hubimos de humedecerlos con las infernales bebidas europeas que allí vendía un travieso argelino, de cuyo nombre no me acuerdo. Se hablaba del delirio patriótico con que acogían todas las ciudades de España los recientes triunfos; de los planes de O'Donnell; de los rumores de próxima paz; se traslucía en todos el deseo de que ésta llegara pronto, pues ya era hora de consolidar las glorias en el descanso; algunos dedicaban palabras medrosas a los estragos del cólera morbo, dentro y fuera de la ciudad, llevando cuenta de los casos que por la celeridad de la muerte infundían mayor lástima y terror.

En estas conversaciones nos entreteníamos, cuando me sobrecogió la presencia de dos sujetos que aparecieron por el foro del —13→ Fondac, y así lo expreso, porque siempre vi en aquel patinillo disposición semejante a la de un escenario: paredes a izquierda y derecha con puertas practicables; foro de tenduchas arrimadas a una pared con angostos ajimeces; bambalinas de emparrado... De una de las tiendas del fondo, o de la portezuela mal escondida en la rinconada, no estoy bien seguro, salieron los dos hombres en quienes mis ojos y mi atención se clavaron: el uno moro de buen porte, viejo barbudo el otro y de traza judaica. Pasaron cerca de mí, y ya en los bordes de lo que podríamos llamar proscenio, detuviéronse para mirarme. En el moro noté lástima cariñosa; en el hebreo, desdén, odio, rabia: su boca me habría mordido si pudiera, y sus ojos, fulgurantes bajo las cejas blancas de cerdosos pelos, me lanzaban miradas que me habrían deshecho si fuesen rayos... Eran mi fanático suegroSimuel Riomesta y mi gallardo amigo ElNasiry.

- II -

Segunda semana de Adar.- Se alejaron hablando de mí, bien lo conocía yo, y a mayor distancia volvieron a detenerse y a mirarme. Riomesta unió al rencoroso mirar un gesto de amenaza, extendiendo el rígido brazo hacia mi humilde persona. Desaparecieron, dejando en mí una sensación de ansiedad —14→ expectante. Toda la tarde, antes y después de abandonar a mis amigos, estuve muy metido en cavilaciones. Asaltaban sucesivamente mi espíritu presagios de distintas calamidades, y mi excitada memoria reproducía con maligna insistencia hechos observados en mi propia casa dos y tres días antes. No he dicho aún, por no tener ocasión de ello, que mis vecinas me habían informado de las visitas que a Yoharhizo Riomesta algunas tardes, hallándome yo ausente. Ignoraban lo que hija y padre habían hablado, por ser el camaranchón inaccesible a la curiosidad de ojos y oídos; pero veían salir al viejo bufando, con temblor de la mandíbula inferior y de su barba hirsuta. Luego encontraban a la blanca mujer deshecha en lloriqueos, y algún día viéronla rasgar con fiero impulso un pañuelo de fina seda con que su seno cubría. Interrogada por mí sobre el particular, Yohar me contó que su padre la reprendía y amenazaba, negándole todo auxilio de dinero mientras viviese conmigo... Verdad parecía esto; mas no era, según mi entender, la verdad completa. Algo más había, sin duda, que en el pensamiento de mi amada quedaba como en expectación medrosa, no sin que lo dejasen transparentar sus ojos dormilones y aun la tersa blancura de su frente.

Debo decir que no ha desmentido Yoharni un solo día la inclinación amorosa que la trajo a mi lado, ni ha dejado de ser tierna, dulce, firme y encendida en su afecto. Sólo —15→ para mí vive, como yo para ella, y en sus cálculos de futura existencia habla como si nuestros destinos fuesen inseparables, y nuestras almas no supieran romper su armonía venturosa. En los azarosos días, antes y después de la ocupación de Tetuán por los españoles, el ánimo de Yohar era de una igualdad encantadora; ninguna privación ni molestia lo abatían; ningún contratiempo apagaba en sus labios la franca sonrisa con que iluminaba mi existencia y la suya... Instalados en la casuca del Mellah, porque nuestro menguado peculio no nos consentía mejor vivienda, nos avenimos a la estrechez, y extremando la conformidad, llegamos a encontrar delicioso aquel escondrijo y hasta muy favorable a la salud. Burlándonos de las molestias, concluíamos por soportarlas y aun por creerlas buenas: la sal de las bromas y la dulzura del amor, alternadas en el tiempo sin espacio de hastío entre una y otra, nos sazonaban la vida en tal manera, que no ambicionábamos vida mejor.

Cuando nos faltaba qué comer, porqueSimi no había logrado vender el puñadito de aljófar que a nuestro sustento destinábamos cada semana, Yohar distraía y engañaba nuestra inanición con humoradas donosas. Algunas mañanas, en los ratos que mediaban entre un despertar alegre y un desayuno de inaudita frugalidad, hacía volatines sobre las enjalmas y tapices del camastro, y elevando sus extremidades inferiores —16→ de inmaculada blancura, daba pataditas en el techo; o bien se deslizaba por un hueco alto del tabique medianero entre la alcoba-sala y el comedor-cocina, no más grandes que un confesonario de mi tierra, realizando el prodigio de adelgazar su cuerpo hasta lo increíble, y de imitar las ondulaciones de la culebra. Y alguna vez, cuando se me pegan las sábanas, suele despertarme armando en la próxima cocina un pavoroso ruido de platos vacíos, imitando el que hacen los duendes o diablillos que invaden las viviendas abandonadas. Me maravilla la destreza de manos de Yohar, que mezcla con estos ruidos el de una pandereta y furibundos toques de almirez.

Un sábado, bien lo recuerdo, cuando comíamos la excelente adafina con que nos obsequió Mazaltob, tuvo mi Yohar el mal acuerdo de reiterar tardíamente sus primeras instancias para que yo abrazase su ley. Con negativa tan terminante había yo rechazado sus proposiciones en los días que bien puedo llamar nupciales, que no creí volviese a mentar semejante asunto. Y no sólo habíamos convenido en que yo no cambiara de religión, sino que ella se mostró cautivada del Cristianismo y deseosa de abrazarlo, para que nuestra común fe bendijera el himeneo de nuestras almas. Había yo empezado a instruirla en los misterios dogmáticos de mi fe, así como en la dulce moral de Cristo, y veía con gozo su adaptación fácil a los nuevos ritos, y el calor y — 17→ entusiasmo con que recibía mis lecciones. ¿Por qué de la noche a la mañana dejaba entrever repugnancias de su abjuración, y me proponía que fuese yo el que diera el atrevido paso para llegar a la igualdad o armonía de nuestras creencias?

Pasados unos días, en plena festividad de Purim, creí haber convencido a Yohar. Derramó tiernas lágrimas; su viva imaginación me siguió por los espacios del idealismo cristiano, y cuando estaba conmigo en la zona más alta, cayó de improviso, expresando así la sincera verdad de sus deseos: «Oye tú, mi Yahia: ¿no percatas que ha de enfurecierse el Dío cuando vea que troco mi ley y me jago cristianica? Dejarme has como so, y tú lo mesmo con tu Jesuscristo. Onde por ello diremos a casarnos a Gilbartal, y allí moraremos, tú mercador, yo señora polida y esponjada de ropa... A casarnos por lo inglés, Yahia, y a ser ricos con cuenta grande de doblas, doros y fluses».

Ya me había manifestado Yohar, con vaga ensoñación de grandezas, sus deseos de vida europea, conservando la fe judaica. No se borraba de su memoria el recuerdo de unas señoras hebreas de Gibraltar que poco antes de la guerra recalaron en Tetuán, deslumbrando con su riqueza y lujo. Vestían trajes europeos de formas extravagantes y de colores vivos; cargaditas iban de alhajas; derrochaban la plata menuda, y aun el oro, en el auxilio de los judíos indigentes. Fueron por muchos días admiración y comidilla de todo —18→ el vecindario del Mellah... Un barquito muy cuco, propiedad de un inglés millonario, las había traído de Tánger al Río Martín, y en este punto se reembarcaron para recorrer toda la costa septentrional del continente hasta Damieta o Alejandría. Dejaron tras sí una estela luminosa en el pensamiento de las hebreas pobres, y en las ricas un dejo de admiración que fácilmente en envidia se trocaba. Mi Yohar, según pude entender, no era la menos dañada en su espíritu por aquellas fugaces visiones de opulencia y de lo que ella creía la suma elegancia. Desviada de tales pensamientos por el arrebato amoroso, a ellos volvía, con la remisión de aquella dulce fiebre, y trataba de conciliar el querer y el presumir, forjándose una ilusión de vida en que la comodidad y riquezas se fundiesen con el amor del pobre Yahia.

No hay que decir que yo, con mis sutilezas retóricas, traté de apartar a la blanquísima hembra de aquellas manías. Discutíamos, y al parecer mis pensamientos vencían y dispersaban los suyos, sin que por esto pudiera declararme vencedor. Creía yo haber tomado la plaza, y ésta me mostraba al siguiente día sus muros inexpugnables; que las mujeres dejan tomar al hombre la fortaleza de su espíritu, y al instante de nuevo la levantan con los mismos caprichos y tenaces deseos. Yo le argüía con lógica incontestable; demostrábale que, abandonados de su padre Simuel, no teníamos —19→ esperanza de riqueza ni aun de bienestar mediocre; que nuestra salida del atolladero era un pasar modestísimo, trabajando los dos en cualquier oficio, o en un menudo comercio. Conciliáramos ante todo nuestras conciencias, dando solución práctica al intríngulis religioso, y después podíamos allegar en Europa el pan de cada día, seguros de que la protección de Dios no había de faltarnos. Sobre estas ideas pasaba ella volando con las irisadas alas de su vana superstición. Confiaba loca y ciegamente en la suerte, que los judíos llaman mazzal; creía en el súbito hallazgo de tesoros, en la emergencia de un cúmulo de circunstancias u ocasiones providenciales para enriquecernos de la mañana a la noche, en la teatral aparición de genios o diablillos que caían del cielo o brotaban de la tierra para ofrecernos con su protección todos los bienes del mundo. Ferviente devota de la suerte, terminaba nuestras disputas con el expresivo refrán hebreo: Daca un cagada de maizal y tírame a las fondongas de la mar.

Fácil es comprender, por lo dicho, que el problema vital me inquietaba cada día más, y que pensaba seriamente en plantar los jalones de nuestra existencia definitiva. Los recursos para subsistir, representados por puñados de aljófar que cada día iban mermando, pronto se extinguirían. La vida en Tetuán se hacía imposible: era forzoso pasar el Estrecho y establecernos en tierra europea, donde hallaríamos fácilmente cualquier —20→ arbitrio para ganar el sustento. Lo más próximo, lo más hospitalario, era sin duda el Peñón, aquel pedazo de tierra híbrida y cosmopolita que aún tiene algo de España, algo más de Inglaterra, y mucho de los vecinos países africanos. En aquel solar anclado en el Océano, viven en santa paz la libertad, el comercio, el contrabando, y en busca del bienestar andan allí de la mano todas las religiones.

A Gibraltar, pues, dirigí mis propósitos, discurriendo la granjería en que más fácilmente podíamosYodar y yo ejercitarnos. Pensé que el comercio de fruta no tiene hoy la extensión debida, por la indolencia de estos pobres berberiscos, y me sentí con ánimos para darle mayor vuelo. La campiña de Tetuán es pródiga en rechazamos frutas, aun en aquellas partes de la tierra más descuidadas de la mano del hombre. Las naranjas de Quitan, dulces y finas, han aprendido ya el camino del mercado de Gibraltar; no así los exquisitos y olorosos melocotones de Hal-lila, que por criarse a mayor distancia de Río Martín, no aciertan a salir en busca del dinero. ¿Por qué no he de ser yo quien abra una vía fácil a tan rico producto, agregando a él las peras Misque o moscateles, que por su extrema delicadeza no se avienen con la lentitud del transporte, y las uvas de Dar Murcia, que, según dicen, en ninguna región de Europa tienen semejante?

Pensando en esto, mi fantasía me lleva —21→ más allá de los límites de ambición de un humilde mercader, y con los ensueños comerciales empalmo los agrícolas, imaginando que el cultivo del algodón en parte del valle de Tetuán y en los términos de Beni Saidy BeniMadán crearía incalculable riqueza... ¿Verdad que me parezco a los políticos proyectómanos de mi patria, que amenizan los ocios de la oficina engrosando ilusiones, fabricando porvenires, o construyendo emporios con materiales de cifras mentirosas, y amañadas premisas de aptitudes falsas o de fertilidades de fantasía...? No: déjeme yo de algodones y monsergas, y aténgame al modesto trajín de comprar fruta por poco precio para venderla como pueda, engañando al infeliz consumidor que me caiga por delante.

Combatía yo la testarudez y las limitadas nociones de Yodar con medios persuasivos de indudable eficacia: eran éstos la rica ideación europea, el lenguaje castellano usado por mí con gallardía teórica, y variedad abundante de vocablos y locuciones. El hablar mío la subyugaba, y sus ideas rutinarias, expuestas con dicción tosca, mísera, como un instrumento roto y destemplado, eran reducidas a polvo por mis ideas. Fáciles triunfos alcanzaba yo diariamente en nuestras disputas; mas llegó un punto en el cual mi argumentación para ella rica y fascinadora, mi lenguaje armonioso, mi dicción pura, que en sus oídos sonaba como arte lírico de cadencias musicales, no causaban —22→ efecto sensible, y eran como los ruidos de la lluvia o del viento. Convencido yo de que nuestra situación no tenía salida venturosa, y de que habíamos de sucumbir si no luchábamos bravamente por la existencia, traté de inculcarle la idea cristiana de la conformidad con las adversidades, de la tribulación como fundamento de la verdadera alegría y de la paz del alma. Si la pobreza y el trabajo eran nuestra única solución, debíamos afrontar el infortunio con ánimo sereno, y hacer de él el amigo y el tutor de nuestras almas. Evocando todo lo que yo había leído en libros místicos y ascéticos, hice la apología de la pobreza; demostré a Yodar que admitida y agasajada en nuestros corazones la certidumbre del no poseer, hallamos en ella un bien positivo que fácilmente se trueca en la mayor riqueza; acabé por asegurarle que la suma carencia es al fin la suma posesión de todos los bienes, y que de la tristeza y del abandono surge, como el día de la noche, el mayor regocijo de las almas bien templadas. Todo esto dije y argumenté, desplegando las facultades que me ha dado Dios; pero mi opulenta retórica, mi verbo armonioso con líricos arrebatos, no hicieron en ella más impresión que si le hablara en lengua chinesca.

¡Aceptar la pobreza, más aún, amarla, y alegrarse de ser pobre! Esto no entraba en el cerebro de Yodar ni con escoplo y martillo... Vi que la penetración de mis ideas era —23→ estorbada por una capa de egoísmos atávicos, obra lenta y formidable de la especie, reproduciéndose en moldes iguales al través de cien generaciones. Por primera vez, Yodar se reía de mis bellos discursos, holgándose de no sacar de mi poética prosa ninguna substancia. Suspendí al cabo mis sermones, dándome a pensar con qué ligaduras podría sujetar a la Perla si nuestros destinos nos llevaban efectivamente a vida rigurosa y austera... Mas no tuve tiempo de coordinar nuevos planes, porque Dios precipitó sobre mí sucesos sorprendentes y desgraciados, que pusieron en dispersión mis ideas, y aplastaron, literalmente, mi voluntad.

De esto escribiré otro día... Lo que es hoy, fatiga y tristeza paralizan mi mano cuando intento coger la pluma.

- III -

Tetuán, mes de Adar.- Pienso que esto que escribo no tendrá lectores... Mi amigo ilustrísimo, el marqués de Beramendi, me ha dicho mutatis mutandis: «Desengañado Juan, si no quieres referir cosas de guerra, refiere cosas de paz; si te repugnan los asuntos públicos, ya sean militares, ya políticos, cuéntame los tuyos, que en muchos casos las historias de hombres aislados y sueltos cautivan más que las de tribus o naciones. —24→ Con sinceridad lo digo: las aventuras de cualquier español voluntarioso, enamorado y poco sufrido, me saben a historia general más que las acartonadas narraciones de batallas, o de tumultos populares que alteran la tranquilidad de la Puerta del Sol y calles adyacentes». Esto me dijo en la última carta que de él recibí... ¿Cuándo? Paréceme que ha pasado un siglo... En derredor de mi memoria revolotean como palomitas mis recuerdos, queriendo volver al palomar abandonado... Pienso que llegó a mis manos la última carta del Marqués cuando acampábamos junto a la Aduana del Río Martín... Pasaron días y días sin que me entrasen ganas de seguir la senda literaria que mi amigo me marcaba, hasta que una mañana, sin saber de dónde venía tal impulso de mi movediza voluntad, me sentí historiador de mí mismo, y agarré el primer cálamo que en las judías estancias del Mellah encontré.

Escribo sin saber a dónde irán a parar estas crónicas. Ignoro si serán leídas por muchos, o tan sólo por el desocupado Beramendi, que como hombre rico se permite curiosidades superfluas y entretenimientos sin ningún fin práctico. Sé que guarda papeles mil, escritos por hombres o mujeres extravagantes; que reúne cartas amorosas, sin excluir las más ridículas, y que a todo amigo que sale de viaje le pide una relación sincera de cuanto ve y padece en galeras y paradores. Hace colección de confidencias de locos o criminales, ya sean escritas para —25→ la familia, ya con el fin de solicitar una publicidad que difícilmente encuentran. Pues allá te van también mis confidencias, ¡oh, Pepito ilustre!, sin que sea mi ánimo darte en ellas un modelo de discreción, ni tampoco enseñanza para los que gusten de aprender en las vidas ajenas el régimen de la propia. Serán mis escritos, como yo, desordenados, ahora discretos, ahora desvanecidos en estrafalarios ensueños o en caprichosas divagaciones. A falta de método, hallarás en ellos sinceridad, y el prurito constante de no recatar de la publicidad, si por acaso la hubiere, los pensamientos más recónditos.

Sigo contando. Invitáronme aquel día Rinaldi, Alarcón y el pintor francés Iriarte a visitar al General en Jefe en su campamento. O'Donnell había cambiado la blanda ociosidad del palacio de Ersini, en el centro más laberíntico de Tetuán, por la estrechez de una tienda, rodeado de sus tropas, que aún sueñan con mayores triunfos. Acampa el Caudillo fuera del pueblo, en la primera vega que se encuentra conforme salimos porBab el-aokla, ahora Puerta de la Reina. Otro campamento hay por la parte del Oeste, camino de Bu-Sfiha y en él están Prim y Zabala, el cual, restablecido de su dolencia, ha vuelto a campaña. Aunque extremaron sus halagos para llevarme consigo, no quise bajar a los campamentos. Díjome Alarcón que aquel día se celebraba la primera conferencia para tratar de la paz, y que habían venido unos morazos muy elegantes con poderes —26→ del Emperador. Ni con el incentivo de ver moros bonitos lograron seducirme. Les acompañé hasta la salida de la ciudad, y me volví a la Kaisería, donde también yo tenía mis paces que ajustar, o sea un tratado de alianza comercial con dos argelinos que traficaban en Gibraltar y Marsella, hombres de gran diligencia y despejo, a quienes conocí antes de la ocupación, y me habían mostrado simpatía y confianza.

Ofrecieron incorporarme a sus negocios, tomando de mí, no capital que no poseo, sino el trabajo asiduo, la fidelidad y mi conocimiento de la lengua española, dándome una participación por de pronto exigua, pero que luego iría creciendo, creciendo... ¡Dios me valga!... el mazzal soñado por mi Perla no era un espejismo nebuloso, sino una realidad que a la mano se nos venía, cosa tangible, sonante y sabrosa. «¡Oh Yohar -pensé-, no verás el rostro descarnado de la pobreza!...». Pues ello era que mis amigos Djar y Ben Sulim se proponían extender sus negocios a Málaga y Cádiz, y desde aquí penetrar hasta el corazón de Andalucía, que es Sevilla la grande, la graciosa, orgullo y regocijo del Padre Eterno.

Imaginad mi júbilo cuando los argelinos me propusieron tomarme, no diré por socio, sino por auxiliar de las granjerías que iban a emprender en España. Introducirían directamente los magníficos tafiletes, dátiles, miel, madera de alerce y otros artículos. Necesitaban una cabeza española que les —27→ guiara en los senderos de la vida peninsular, y como tenían de mi entendimiento una opinión harto favorable, por lo que habían oído a El Nasiry, creyeron haber encontrado el hombre de aptitudes para el caso. A las ideas que iban ellos expresando, me anticipaba yo saltando por encima de sus razones y sugiriéndoles nuevas ideas de ignorados negocios pingües que en España podrían realizar, y encareciéndoles la sutileza y probidad con que yo les ayudaría en la multiplicación de sus ganancias. Por de pronto, yo multiplicaba mis ilusiones y las hinchaba desmedidamente, dejando correr mi fantasía con ímpetu semejante al de la famosa lechera. Ya era yo comerciante. Me estrenaba como dependiente; pronto sería socio; establecido después por mi cuenta con capital propio, en pocos años me vería bien acomodado, pudiente, rico... ¡Como hay Dios, que así había de ser!

Loco salí de la tienda de los argelinos, y todos los caminos parecíanme largos para volver a mi tugurio, ansioso de contarle a Yohar tales bienandanzas. Ya veíamos venir el suspirado maizal... ya se disipaban los temores de pobreza vil... ya teníamos abierto un camino de bienestar, si estrechito en su primer trozo, luego ancho y florido... ¡Y qué asustada y cuidadosa estaría la pobrecita Perla esperándome, pues aquel día, por mis dilatadas conversaciones con los de Argel, regresaba yo al nido dos horas más tarde de lo regular!... Pero su inquietud tendría — 28→ remedio instantáneo en el alegrón que yo le llevaba. Ya me imaginaba yo su júbilo y los extremos que haría para manifestarlo, pues es mujer que nunca pone discretos límites a la expresión de sus sentimientos. De seguro se lanzaría con ardor al juego de volatines y atletismo, haciendo alarde de su extraordinaria fuerza y agilidad; daría vueltas de carnero en nuestro camastro; remontaría sus remos inferiores pisoteando el techo, quizás abriendo en él un boquete; andaría con las palmas de las manos; imitaría a la serpiente y al cocodrilo, sin olvidar el furioso estruendo de platos y almirez para sorprender y aterrorizar a la vecindad... Todo esto pensaba yo corriendo hacia mi vivienda, y en mitad del Zoco me encontré a Esdras el borriquero, que delMellah salía. Lo mismo fue verme, que tirarse del asno y acudir a mí con solícita premura.

«Goi -me dijo-: sé que a tu tierra te tornas... Yo te ruego dejarme dir contigo... por si allá topo más mejor fortuna. Español bueno aquí... allá buen gentío español. Aflójame tu voluntad, goi, y llévame...».

-¿Sabes ya que me dedicaré al comercio, que iré a Gibraltar, a España? -dije, sorprendido de que aquel desdichado conociera el nuevo camino que la suerte me abría.

-Lenguas todas delMellah cuentan que te vas y no güelves, ca en el Marroco no tienes vivires apañados.

-Cierto es, Esdras, que aquí no hallamos buen vivir, y debemos ausentarnos.

—29→

Díjome entonces que él se sentía mercachifle, y que la mala suerte le condenaba a ganarse la vida con su borrico en tan mísero estado... En España, trabajando conmigo en la compra y venta de ropa vieja, que él sabía remendar y poner como nueva, ganaríamosmucha cuenta de plata. Mi alegría me hizo benévolo, inclinándome a la protección de los desvalidos: le prometí hacer en su provecho cuanto pudiera, y no le entretuve más tiempo, porque la impaciencia me abrasaba.

Pocos pasos me separaban ya de mi nido. A él corrí desalado... Al entrar en la sucia calle que se decora con el épico nombre de Numancia, vi frente a la puerta de Simi, que era mi puerta, un grupo de judías, las cuales, en cuanto me vieron llegar, se encararon conmigo saludándome con una exclamación lúgubre, que me dejó helado. «¡Guay de ti, Yahia! ¡El Dío se apiade del coitadico Yahia!». Así gritaban, manoteando en forma semejante a los aspavientos de duelo que hacen aquí las mujeres ante los difuntos. Pensé que un gran infortunio había ocurrido durante mi ausencia, y en mi interrogación ansiosa no acerté a pronunciar más que el nombre de Yohar. Antes de responderme concretamente, repitieron su clamor doloroso: «¡Ay, mi corazón, mi corazón!... ¡Ay, mi cordojo grande! ¡Ay, qué extremación de desdicha!». Angustiado y loco, no sabía yo qué decir. Sin duda, mi Yohar había muerto. ¿Dónde estaba?... Corrí —30→ a besar su cadáver... «No te endolores más de cuenta, Yahia -me dijo Mazaltobponiéndome en el pecho las palmas de sus manos-. Sábete que Yohar no es muerta, sino ida...». «Ida es de tu casa esa perra», gritó Simi ronca de ira.

¡Ay de mí! Entre todas me cogieron y me llevaron al patinillo de Mazaltob. Más muerto que vivo estaba yo, y no podía valerme. Comprendí el funesto caso; la verdad penetró en mí con lívida claridad. «¿Pero es cierto que Yohar se ha ido de mí?... ¿que mi Perla me abandona?».

-Cierto es como la luz de Adonai -replicó la hechicera-. Asosiégate, goi, y aflójate de rabia, que agora es ocasión de que te apersones con virtud que ella no tiene. Tú sodes bueno y barragán; ella, una puerca fidionda.

La hermana mayor de Simi, llamada Hanna, vendedora de ropa vieja, me trajo un pañuelo grande, de frágil tela llena de zurcidos, y con gravedad sacerdotal me dijo: «Coge este lienzo que para nada vale ya, y rásgalo con fuerza para desafogar tu ira. Con los pedazos te lavarás el rostril de las glárimas que derrames, y así quedarte has sosegadico de tus entrañas». Obedecí a la hebrea en lo de rasgar la tela, lo que hice de un tirón con verdadera furia. Luego les pedí explicaciones. «Contadme, referidme todo. ¿Se ha ido por su propia voluntad, o vino su padre a llevársela por fuerza?».

En vez de referirme sucintamente lo sucedido, —31→ Simi rompió en maldiciones contra Yodar. «Le venga el mal de la cabra, cuerno, sarna y barbas». Y la feroz Hanna, rasgando por su cuenta otro lienzo grande, que no era más que un pingajo corcusido, gritó: «¡Hija de la baranid-dah enconada!». Esta maldición es de tan feo sentido que no puedo traducirla. Comprendiendo Mazaltob antes que las otras mi situación de ansiosa incertidumbre, inició la referencia clara de los hechos: «Vinieron por ella su padre Riomesta y El Nasiry. Tirándola del brazo se la llevaron. Ella hizo semblanza de desgana y salió lloricosa...». «Mas era compostura de mentira -dijo Simi-, que yo le caté los ojos bien secos cuando jacía que ploraba, y sus ahijidos eran someros de la boca, y no le salían del jondo». Y Hanna prosiguió: «Ya lo tenían amasado el padre y la hija en el forno de sus codicias... Ya estaba tratado, de días luengos atrás, casarla con un sephardim de Constantinopla, que tiene casa en Gilbratal, Natham Papo Acevedo, de mucha fazenda y compra-venta de fierro».

Y he aquí queMazaltob me trajo té caliente aromatizado con nana, y que los primeros buches de la tónica bebida calmaron un tanto mis irritados nervios... Siguió la hechicera ilustrando con interesantes pormenores la historia que había empezado Hanna: «Hoy tiene Riomesta en su casa envita; él mismo fue esta mañana al matadero a degollar un pato graso; aluego compró en la tienda de Saddi un cazolito de pimento —32→ y otro de aceitunas curadas; aína, entreSimuel y la criada Mesooda pusieron a asar el pato... Ha días que Mesooda jace jaleas muchas, y dolces, pastas riales, y almibres ricos de todo dulzor... Oyí que ponen otrosí un grande pez que trujo de Río Martín el borriquero Esdras, y lo asarán en cazolón con manteca, citrón y especias de olor... Pondrán aguardente y licor fino de rosa... en canecos de vidro... Todo esto será para envitar al novio Papo Acevedo, que llegó anoche... Da Riomesta a su hija dote valoroso, sacos muchos de doblones y plata en un cofre holgón...».

Y Hanna, con voz de sibila, prosiguió: «Farán la boda en el mes de Siwan, pasada la vegilia de Schabuot. Haberán gallinas muchas, licores finos de la Francia, olivas gordas del Andalus, seis carneros fritos para sesenta envitados, tortas blancas y pretas, y una corambre de vino. Será boda roidosa con vigolines y vigüelas, mósica de dulzor y alborotos... pues ainda tocarán tambora y almireces...».

Y otra de aquellas bíblicas tarascas, llamada Reina, gorda y crasa, ceñido el rostro con dos lienzos blancos, el uno haciendo barbuquejo, el otro turbante, clamó con voz semejante a la de las plañideras que se alquilan para los funerales: «Guau, guau... ¿Qué es de ti, mancebo adolorado? ¿Perdiste tu coima? Tómate agora buen caldo, y quédate riyendo de ella; no la endereces llanto ni te asofoques de lamentación, que ya ella —33→ no es blanca, sino preta, preta de su maldad. Quítate del corazón el celo, y no te membres del melindre con ella, que es una perraniscaliá. Guau, guau. Fuese con otro; déjala, y no te deplores. Blancura de leche no tiene ya, sino sombra de noche escura... Agora la ves desmayada con Papo Acevedo. Ríyete, y gózate de verte liberado y desenvolvido de esa puerca».

Y dijo Hanna la ropavejera: «No invidies a Natham Papo, que él no tendrá ventura conYohar, sino potra y quebradura, y tú serás gozón y bonito barragán de otras más garridas».

Y dijo Simi: «Beberás leche de camella, que es de virtú, y te zajumarás con olores y jumos de nana, y con esto y con el semah, que yo te colgaré del pecho, se te ha de quitar la secura de tu meollo, y el celo de Yohar, que es tu mal, mal de hombre mujerado, y la fiel se te golverá miel».

No puedo negar que las vociferaciones de aquellas estantiguas calmaban mi pena y me abrían horizontes de consuelo; extraño fenómeno, que no he podido explicarme. Por último, la hechiceraMazaltob, que en cierto modo solía poner en su conducta y en su lenguaje unas briznas de filosofía práctica, me acarició y popó con maternal dulzura diciéndome: «No te apenes, hijo, y repárate de ese cordojo. Ya me has uyido mil veces que si Moseh morió, Adonai quedó». Con esto quería significar que debemos mirar —34→ serenos el paso de las desdichas temporales, fijando los ojos del alma en lo inmutable y eterno.

- IV -

Viéndome más sereno, me obsequió Simicon pipas de calabaza y sandía tostadas, golosina que entretiene la voluntad y disipa los pensamientos rencorosos. No obstante mi aparente conformidad con el Destino, la procesión de mis agravios iba por dentro, y no podía resignarme a la traición de Yohar sin decir a ésta cuatro verdades más o menos frescas, y sin coger por mi cuenta al sephardim que me robaba la mujer, y obsequiarle con una pateadura en el Mellah o donde quiera que le encontrase. Como español y como cristiano, no podía evadir el precepto de honor que a una venganza donosa y pública me obligaba, y habría dejado en mal lugar a mi nacionalidad y a mi fe (aunque esto parezca mentira), si al cumplimiento de tan sagrado compromiso no me aprestase sin perder horas ni minutos. Cuando este propósito manifesté a las judías que me rodeaban, advertí en ellas más sorpresa que terror. No comprendían mi acción vengadora ni los sentimientos en que tenía su origen. Alguna me incitó a la paciencia, y en otras noté una vaga admiración de mi audacia barragana, en el sentido de arranque — 35→ temerario y caballeresco. Cuando les dije que Natham Papo y yo nos pelearíamos hasta que uno de los dos quedase tendido en medio de la calle, se asustaron. Hanna se apresuró a rasgar otro indecente trapo inservible, y Mazaltob, con acento de prudencia, me agarró del brazo diciéndome: «Tente, goi, tente con justedad, y cata que Papo Acevedo está abrigado debajo de la bandera cónsula de la Ingalaterra. Serás cogido y aína llevarás condenación de azotes». De la escandalosa chillería de aquellas pécoras no hice ya maldito caso, y me zafé de sus garras, echando a correr fuera de la casa y por la calle adelante, sin cuidarme de las mujeres sucias y chiquillos tiñosos que a mi paso repetían el fúnebre guau, guau.

Tomé la vuelta de calles excéntricas para dirigirme a la parte del Mellah llamada Meca, donde está la casa de mis enemigos, decidido a meterme en ella y coger por los cabezones al sephardim Papo